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El final de un sueño

Cuando al fin desaparecieron los últimos temblores del derrumbamiento, los cuatro amigos se abrieron camino a través de los escombros y las nubes de polvo para regresar a la habitación oval. Sin hacer caso de los montones de piedra rota y las enormes grietas del suelo que amenazaban con engullirlos, Bruenor se acercó al hueco de la pared, seguido de todos los demás.

No descubrieron sangre ni resto alguno de los dos expertos espadachines; tan sólo una pila de escombros que cubría el agujero de la trampa de piedra. Bruenor divisó por las rendijas la oscuridad de debajo de las piedras y empezó a llamar a Drizzt. En contra de sus sentimientos y esperanzas, su sentido le decía que el drow no podía oírlo, que la trampa le había arrebatado a su amigo.

Las lágrimas que le empañaban los ojos empezaron a deslizarse por sus mejillas cuando encontró entre las ruinas una cimitarra, la cuchilla mágica de la que Drizzt se había apropiado en una guarida de dragón. Con gran solemnidad, la alzó del suelo y se la colocó en el cinturón.

–¡Ay de ti, elfo! – gritó ante aquella destrucción-. ¡Te merecías un final mejor!

Si los demás no hubieran estado tan concentrados en sus propios pensamientos en aquel momento, se habrían dado cuenta del enojo que reflejaban las palabras de Bruenor. Ante la pérdida de su mejor y más apreciado amigo, y cuestionándose qué sentido tenía continuar andando por las salas, como había hecho ya antes de la tragedia. Bruenor había descubierto que su pesar se veía intensificado por una poderosa sensación de culpabilidad. No podía olvidar su papel en la muerte del elfo oscuro. Recordó con amargura cómo había engañado a Drizzt para que se uniera a la búsqueda, fingiendo estar moribundo y prometiendo una aventura cuya parte buena ninguno de ellos había conocido.

Ahora permanecía inmóvil, sumido en su tormento interno.

La tristeza de Wulfgar era igualmente profunda y se veía aumentada por otros sentimientos. El bárbaro había perdido a uno de sus maestros, a quien lo había transformado de un salvaje y bruto guerrero en un calculador y diestro luchador.

Había perdido a uno de sus mejores amigos. No hubiera dudado en seguir a Drizzt hasta el mismísimo Abismo en busca de aventuras. Estaba convencido de que el drow los conduciría un día a una situación de la cual no podrían escapar, pero, mientras luchaba junto a Drizzt, o mientras competía con su maestro, se sentía vivo, sentía que existía en el límite más peligroso de sus posibilidades. A menudo, Wulfgar había soñado con el día en que encontraría la muerte junto al drow, una muerte gloriosa que los bardos recordarían y cantarían mucho tiempo después de que los enemigos que hubieran acabado con ellos se convirtieran en polvo en tumbas sin esquelas.

Éste hubiera sido un final que el joven bárbaro no hubiera temido.

–Ahora has encontrado la paz, amigo mío -murmuró Catti-brie, que había comprendido la tormentosa existencia del drow mejor que nadie. Su fina percepción le había hecho conocer muy bien el lado sensible de Drizzt, ese aspecto íntimo de su carácter que sus demás amigos no podían descubrir tras sus estoicas facciones. Era aquella parte de Drizzt Do'Urden la que lo había obligado a abandonar Menzoberranzan y su diabólica raza y a vivir como un proscrito. Catti-brie conocía el espíritu alegre del drow y sabía lo mucho que había sufrido por el desprecio de aquellos que no sabían distinguir ese espíritu y lo juzgaban únicamente por el color de su piel.

Asimismo, se daba cuenta de que tanto la causa del bien como la del mal habían perdido a una de sus mayores figuras, ya que Entreri era el reflejo exacto de Drizzt. Con la muerte del asesino, el mundo ganaba una batalla.

Pero el precio era demasiado alto.

Todo el alivio que Regis pudiera sentir por la desaparición de Entreri se perdía en el turbulento lodo de su rabia y su pesar. Una parte del halfling había muerto en aquella estancia. No importaba lo mucho que tendría que andar todavía -aunque el bajá Pook no lo persiguiera más-, pero por primera vez en toda su vida Regis tenía que aceptar las consecuencias de sus actos. Se había unido al grupo de Bruenor a sabiendas de que Entreri le seguiría la pista y de que aquello podía contribuir un peligro potencial para sus amigos.

El confiado jugador nunca había pensado que podría perder aquella batalla. La vida era un juego en el que se apostaba duro y hasta el límite, y nunca hasta ahora había supuesto que tendría que pagar por los riesgos. Si había algo en el mundo que pudiera mitigar la obsesión del halfling por la suerte era esto: la pérdida de uno de sus pocos amigos por el riesgo que él había decidido correr.

–Adiós, amigo -susurró al montón de ruinas. Luego, volviéndose hacia Bruenor, añadió-: ¿Dónde vamos ahora? ¿Cómo podemos salir de este horrible lugar?

Regis no había formulado la pregunta como una acusación pero, obligado a adoptar una postura defensiva por su propio sentimiento de culpa, Bruenor lo percibió así y perdió los estribos.

–¡Fue culpa tuya! – le espetó a Regis-. ¡Trajiste a ese asesino tras nuestra pista! – Bruenor dio un amenazador paso hacia adelante, con el rostro contraído por una ira creciente y los nudillos blancos por la intensidad con que cerraba los puños.

Wulfgar, confuso ante aquel súbito estallido de rabia, se acercó a Regis. El halfling permanecía inmóvil y no hizo gesto alguno para defenderse, pues no podía creer todavía que la rabia de Bruenor pudiera ser tan devastadora.

–¡Ladrón! – gruñó Bruenor-. Vas por ahí cogiendo lo que quieres sin preocuparte de lo que dejas a tus espaldas…, y tus amigos deben pagar por ello. – Su enojo se intensificaba con cada palabra y, de nuevo, parecía formar una entidad separada del enano, una entidad que ganaba ímpetu y fuerza a cada momento.

Con un paso más llegaría hasta Regis y, por la expresión de su rostro, era evidente que pensaba golpearlo, pero Wulfgar se interpuso entre los dos y dirigió a Bruenor una inequívoca mirada.

Roto el trance de rabia por la postura severa del bárbaro, Bruenor se dio cuenta de lo que estaba a punto de hacer. Tras un momento embarazoso, intentó disimular su rabia preocupándose por su supervivencia inmediata y dio media vuelta para ver los restos que habían quedado en la habitación. Muy pocas de sus provisiones, por no decir ninguna, habían resistido la destrucción.

–¡Salgamos de aquí! ¡No hay tiempo que perder! – dijo Bruenor a los demás, intentando deshacer el nudo que sentía en la garganta-. Será mejor que nos alejemos cuanto antes de este malvado lugar.

Wulfgar y Catti-brie inspeccionaron los escombros en busca de algo que pudiera ser aprovechado, ya que no los alegraba la idea de echar a andar sin provisiones, pero pronto llegaron a la misma conclusión que el enano y, tras un último saludo a las ruinas de la estancia, siguieron a Bruenor por el pasillo.

–No pienso descansar hasta que lleguemos al barranco de Garumn -declaró Bruenor-, así que preparaos para una larga caminata.

–¿Y luego qué? – preguntó Wulfgar, aunque temía conocer ya la respuesta.

–¡Fuera! – gritó Bruenor-. ¡Lo más rápidamente posible! – Miró al bárbaro, desafiándolo a protestar.

–¿Para volver con todos los enanos? – insistió Wulfgar.

–Para no volver -concluyó Bruenor-. ¡No volver nunca!

–¡Entonces Drizzt habrá muerto en vano! – afirmó Wulfgar con contundencia-. Habrá sacrificado su vida por un sueño que nunca llegará a cumplirse.

Bruenor se detuvo para intentar serenarse ante la aguda observación de Wulfgar. No había observado la tragedia desde ese punto de vista y no le agradaban las conclusiones que sacaba.

–¡Por nada, no! – gruñó el bárbaro-. Su muerte nos sirve de advertencia para alejarnos lo antes posible de este lugar. El demonio está aquí y nos acecha como los orcos a la carne de cordero. ¿No lo hueles, muchacho? ¿No te dicen tus ojos y tu olfato que lo mejor es salir de aquí?

–Mis ojos me advierten del peligro -respondió Wulfgar lisa y llanamente-, como en muchas otras ocasiones. ¡Pero soy un guerrero y no presto atención a esas advertencias!

–Entonces, pronto serás un guerrero muerto -intervino Catti-brie.

Wulfgar desvió la vista hacia ella.

–¡Drizzt vino para ayudar a recuperar Mithril Hall y yo cumpliré la hazaña!

–Morirás en el intento -murmuró Bruenor, ahora sin atisbo de enojo en la voz-. Venimos en busca de mi hogar, muchacho, pero éste no es el lugar, Cierto es que mi gente vivió en su día aquí, pero la oscuridad que se ha instalado en Mithril Hall me ha hecho perder el ansia de recuperarlo. Métete en tu tozuda cabeza que no tendré el más mínimo deseo de regresar en cuanto me libre del hedor de este lugar. Ahora pertenece a las sombras, y a los enanos grises, y ¡ojalá todo este maldito lugar se desplome sobre sus malditas cabezas!

Bruenor había dicho suficiente. Dio media vuelta bruscamente y echó a andar por el corredor, con las pesadas botas golpeando la piedra con una determinación inflexible.

Regis y Catti-brie salieron tras él y Wulfgar, tras un momento de reflexión, echó a correr para unirse a ellos.

Sydney y Bok regresaron a la cámara oval en cuanto la maga se aseguró de que los compañeros se habían marchado. Al igual que ellos habían hecho, la mujer se abrió camino hasta el hueco en ruinas y permaneció de pie unos instantes reflexionando sobre el efecto que este súbito cambio de acontecimientos tendría en su misión. Se sentía sorprendida por la lástima que le producía la pérdida de Entreri, porque, a pesar de que no confiaba en el asesino y sospechaba que podía estar buscando en realidad el mismo objeto mágico que perseguía Dendybar, había llegado a respetarlo. ¿Podría haber tenido acaso mejor aliado cuando empezó la lucha?

Sydney no tenía tiempo para llorar por Entreri, ya que la pérdida del drow le producía mayor preocupación por su propia seguridad. Dendybar no se iba a tomar la noticia a la ligera y el talento del mago para infligir castigos era conocido en la Torre de Huéspedes del Arcano.

Bok permaneció inmóvil unos instantes, esperando algún tipo de orden de la maga, pero, al no recibir ninguna, el gólem se acercó al hueco y empezó a apartar los escombros.

–Basta -le ordenó Sydney.

Bok continuó trabajando, guiado por la directriz que le habían impuesto de perseguir al drow.

–¡Basta! – repitió Sydney, esta vez con mayor convicción-. ¡El drow ha muerto, estúpido!

Sus bruscas palabras la forzaron a ella misma a aceptar el hecho e intentó reordenar sus pensamientos. Bok se detuvo y se volvió hacia ella, mientras la maga reflexionaba sobre cuál sería la mejor línea de acción.

–Seguiremos a los demás -dijo con voz abstraída, más con la intención de aclarar sus propios pensamientos que para darle órdenes al gólem-. Sí, tal vez si conducimos al enano y a los demás compañeros ante Dendybar nos perdonará nuestra estupidez por dejar morir al drow.

Desvió la vista hacia el gólem, pero por supuesto su expresión no había variado y no le ofrecía aliento alguno.

–Tendrías que haber estado tú en el hueco -murmuró Sydney, arrojando su sarcasmo al gólem-. Entreri al menos podía hacer sugerencias. Pero no importa, he tomado una decisión. Seguiremos a los demás y encontraremos el modo de atraparlos. ¡Nos contarán lo que debemos saber sobre la Piedra de Cristal!

Bok permanecía inmóvil, esperando sus órdenes. A pesar de que su esquema mental no poseía más que los pensamientos básicos, comprendía que Sydney era quien mejor sabría cómo podían completar su misión.

Los compañeros avanzaban a través de amplias cavernas, producto más de la naturaleza que del trabajo de los enanos. Los altos techos y paredes se perdían en la negrura absoluta más allá del resplandor de las antorchas, dejando que los amigos asumieran atemorizados su vulnerabilidad. Avanzaban muy pegados los unos a los otros, imaginando que una horda de enanos grises los observaba desde las zonas oscuras de las cavernas, o esperando que de pronto una horrorosa criatura se abalanzara sobre ellos desde la oscuridad del techo.

El sonido constante de agua que goteaba parecía tranquilizarlos con su ritmo, mientras el «plip, plop» resonaba en las salas, acentuando la sensación de vacío de aquel lugar.

Bruenor recordaba bien esta parte de la estructura y se vio de nuevo perdido en imágenes del pasado que creía haber olvidado. Aquéllas eran las Salas de Reunión, desde se apiñaban todos los miembros del clan Battlehammer para escuchar las palabras del rey Garumn o que servían también para recibir a visitantes de importancia. Aquí se trazaban los planes de batalla y se discutían las estrategias para comerciar con el mundo exterior. Incluso los enanos más jóvenes asistían a aquellas reuniones y Bruenor recordó con toda claridad las veces que se había sentado junto a su padre, Bangor, detrás de su abuelo, el rey Garumn, mientras Bangor le señalaba las técnicas del rey para captar la atención del auditorio e instruía al joven Bruenor en las artes del liderazgo que un día tendría que asumir.

El día en que se convirtiera en rey de Mithril Hall.

La soledad de aquellas cavernas constituía una pesada carga sobre el enano, que recordaba cuando habían vibrado por los gritos y cantos de diez mil enanos. Incluso en el caso de que regresara con todos los miembros restantes del clan, apenas podrían cubrir un rincón de una de las cámaras.

–Han desaparecido demasiados -dijo Bruenor al vacío, y el eco hizo resonar su voz más de lo que hubiera deseado.

Catti-brie y Wulfgar, que estaban preocupados por el enano y observaban todos sus movimientos, oyeron el comentario y adivinaron enseguida los recuerdos y emociones que le habían hecho pronunciarlo. Intercambiaron una mirada y Catti-brie vio que el enojo de Wulfgar con el enano se había convertido en lástima.

Las salas se sucedían unas tras otras, separadas por cortos pasillos, y, cada pocos metros, veían desviaciones y salidas laterales, pero Bruenor estaba convencido de que conocía el camino hacia el barranco y sabía, también, que cualquiera que hubiera oído el estrépito de la trampa de piedra en las profundidades se acercaría a investigar. A diferencia de las zonas que dejaban atrás, esta sección del piso superior tenía muchos pasos de conexión a los niveles inferiores, por lo que Wulfgar apagó la antorcha y Bruenor los guió bajo la protección de la oscuridad.

Aquella cautela pronto resultó útil, ya que, al entrar en otra inmensa caverna, Regis agarró a Bruenor por el hombro, deteniéndolo, y les indicó a todos que permanecieran en silencio. Bruenor estuvo a punto de estallar de rabia, pero al instante vio la sincera mirada de terror en el rostro de Regis.

El oído del halfling, agudizado por los años en que había escuchado los «clics» de los cerrojos, había captado en la distancia un sonido diferente del goteo del agua. Un instante después, todos ellos lo captaron y, al poco rato, lo identificaron como los pasos de un grupo de pies enfundados en botas. Bruenor los condujo a un rincón oscuro y se dispusieron a observar y esperar.

Nunca llegaron a ver a la horda que pasaba con suficiente claridad como para saber cuántos eran o identificar a sus miembros, pero, por la cantidad de antorchas que vieron aparecer en el extremo de la caverna, supusieron que los sobrepasaban en una proporción de diez contra uno. Bruenor adivinó lo que eran.

–O son enanos grises o mi madre es amiga de los orcos -gruñó. Desvió la vista hacia Wulfgar para ver si el bárbaro tenía alguna queja más sobre su decisión de abandonar Mithril Hall.

El bárbaro contestó a la mirada con un gesto de asentimiento.

–¿Cuánto nos queda hasta el barranco de Garumn? – preguntó, pues se estaba resignando rápidamente, como los demás, a salir de allí. Aunque todavía se sentía como si hubieran abandonado a Drizzt, comprendía que la decisión de Bruenor era acertada. Cada vez era más evidente que, si continuaban allí, Drizzt Do'Urden no sería el único en encontrar la muerte en Mithril Hall.

–Falta una hora hasta el último paso -contestó Bruenor-. Y, desde allí, una hora más.

La horda de enanos grises pronto desapareció de la caverna y los compañeros volvieron a ponerse en marcha, cada vez con más cautela y temor cuando una pisada resonaba en el suelo con más fuerza de lo deseado.

Como los recuerdos se hacían cada vez más claros a medida que caminaban. Bruenor sabía exactamente dónde se encontraban e intentaba seguir la ruta más directa hacia el barranco, con la intención de salir lo antes posible. Sin embargo, después de caminar durante muchos minutos, llegaron a un paso lateral que no fue capaz de pasar por alto. Sabía que cualquier retraso era un riesgo, pero la tentación de ver la estancia del final de ese corredor era demasiado grande para desecharla por completo. Tenía que descubrir hasta qué punto había sido despojado Mithril Hall; tenía que saber si la estancia más valiosa del piso superior había conseguido sobrevivir.

Los amigos lo siguieron sin rechistar y pronto se encontraron frente a una puerta de madera, alta y profundamente decorada con el martillo de Moradin, el dios más importante de los enanos, y una serie de inscripciones. La pesada respiración de Bruenor contradecía su aparente calma.

–«Aquí yacen los regalos de nuestros amigos -leyó con gran solemnidad- y los trabajos de nuestros hermanos. Cuando entres en esta habitación sé consciente de que descubrirás la herencia del clan Battlehammer. ¡Sean bienvenidos los amigos, y maldecidos los ladrones!» -Bruenor se volvió hacia sus compañeros, con la frente perlada de sudor-. La Sala de Dumathoin -les explicó.

–Si hace doscientos años que estas salas están ocupadas por vuestros enemigos, seguro que la habrán saqueado -razonó Wulfgar.

–No tan seguro. La puerta es mágica y no se abre a los enemigos del clan. Además, el interior está lleno de trampas para despellejar a los enanos grises que consigan colarse. – Observó a Regis, con los ojos entornados a modo de advertencia-. Cuidado con tus manos, Panza Redonda. ¡No creo que las trampas puedan adivinar que tú eres un ladrón amistoso!

La advertencia le pareció a Regis suficientemente seria para pasar por alto el amargo sarcasmo del enano y, como en el fondo admitía que las palabras de Bruenor eran ciertas, el halfling se metió las manos en los bolsillos.

–Coge una antorcha de la pared -dijo Bruenor a Wulfgar-. Según recuerdo, no hay luz en el interior.

Antes de que Wulfgar volviera con ellos, Bruenor empezó a abrir la enorme puerta. Con el ligero empujón de las manos amigas, la puerta se abrió lentamente, descubriendo un corto pasillo que terminaba en una pesada cortina negra. En el centro del pasadizo había colgada una cuchilla de péndulo y, debajo de ella, divisaron un montón de huesos.

–Ladrones -afirmó Bruenor con una mueca de satisfacción. Rodeó la cuchilla y se acercó a la cortina, pero esperó a que sus amigos se unieran a él antes de abrirla.

Bruenor respiró profundamente, intentando reunir la valentía suficiente para abrir la última barrera y acceder a la sala. Su ansiedad se transmitió a sus amigos y todos ellos empezaron a sudar.

Con un gruñido de resolución, Bruenor apartó la cortina.

–¡Contemplad la Sala de Duma…! – empezó, pero sus palabras se quedaron entrecortadas en su garganta en cuanto observó la estancia. De toda la destrucción que habían presenciado en las salas, ninguna era tan completa como ésta. El suelo estaba cubierto de bloques de piedra. Los pedestales que un día habían sostenido los trabajos de más calidad del clan estaban rotos y otros habían sido pisoteados hasta convertirlos en polvo.

Bruenor se precipitó en el interior, observándolo todo con ojos enturbiados y manos temblorosas, mientras un grito de rabia se quedaba ahogado en su garganta. Antes incluso de revisar la cámara por completo, supo que la destrucción había sido total.

–¿Cómo…? – Bruenor tragó saliva y se interrumpió, pues acababa de ver el enorme agujero de la pared; no un túnel cavado alrededor de la puerta, sino una hendidura en la piedra, como si un ariete increíble se hubiera precipitado en el interior.

–¿Qué poder podría haber hecho una cosa así? – preguntó Wulfgar, siguiendo la mirada del enano hasta localizar el agujero.

Bruenor se acercó en busca de alguna pista, seguido de Catti-brie y Wulfgar, mientras Regis se dirigía hacia otro lado, sólo para ver si había quedado algo de valor.

Catti-brie vislumbró un brillo del color del arco iris en el suelo, y se acercó a observar lo que parecía ser un charco de algún líquido oscuro. Sin embargo, al aproximarse descubrió que no se trataba de ningún líquido sino de una escama, más negra que la noche y del tamaño de un hombre. Al oír el grito sofocado, Wulfgar y Bruenor se acercaron a ella.

–¡Un dragón! – exclamó Wulfgar, tras reconocer la forma característica. Cogió la escama por un extremo y la levantó para inspeccionarla mejor. Luego, él y Catti-brie se volvieron hacia Bruenor para ver si él conocía a un monstruo semejante.

La mirada boquiabierta y aterrorizada del enano contestó a su pregunta antes de que la formulara.

–Más negro que el negro -susurró Bruenor, recordando de nuevo fragmentos de aquel terrible día de hacía doscientos años-. Mi padre me habló de esa cosa. Lo llamaba un dragón engendrado por el demonio, más oscuro que el negro más profundo. No fueron los enanos grises quienes nos expulsaron… En última instancia, podríamos haber luchado contra ellos. El dragón de la oscuridad nos atacó y nos expulsó de las salas. Ni siquiera uno de cada diez permaneció para enfrentarse a sus malvadas hordas en las salas más pequeñas del otro extremo.

Una cálida ráfaga de aire procedente del agujero les hizo recordar que probablemente estaría conectado con las salas inferiores y con la guarida del dragón.

–Vámonos -sugirió Catti-brie-, antes de que la bestia se dé cuenta de que estamos aquí.

Pero, en aquel momento, Regis soltó un grito en el extremo opuesto de la habitación. Los amigos salieron corriendo hacia él, sin saber si había encontrado un tesoro o se encontraba en peligro.

Lo encontraron agachado junto a un montón de piedras, atisbando por una rendija.

Alzó en el aire una flecha de plata.

–La he encontrado aquí -les explicó-. Y hay algo más…, creo que es un arco.

Wulfgar acercó la antorcha a la rendija y todos pudieron ver la vara curva de madera de un arco y el brillo de plata de la cuerda. Wulfgar asió el arco y tiró ligeramente, esperando que se rompiera bajo el enorme peso de la piedra.

Pero el arco se mantuvo firme, a pesar de que jalaba con todas sus fuerzas. Observó las rocas de alrededor, estudiando la manera de liberar el arma.

Regis, mientras tanto, había encontrado algo más: una placa de oro escondida en otra rendija. Se las arregló para sacarla de debajo de las piedras y la acercó a la luz para leer las inscripciones que había grabadas.

–«Taulmaril el Buscador de Corazones -leyó-. Regalo de…»

–Anariel, hermana de Faerun -acabó Bruenor sin ni siquiera mirar la placa. Asintió al ver que Catti-brie lo miraba con ojos interrogativos.

–Desentierra el arco, muchacho -le dijo a Wulfgar-. Estoy seguro que le podremos dar una utilidad mejor.

Wulfgar había descubierto ya la estructura del montón de rocas y estaba empezando a levantar piedra tras piedra. Al poco rato, Catti-brie consiguió extraer el arco pero, al ver que había algo más por debajo, le pidió a Wulfgar que continuara excavando.

Mientras el musculoso bárbaro continuaba apartando rocas, los otros se quedaron extasiados ante la belleza del arco. La madera no había sido dañada por las rocas y, tras sacarle el polvo con la mano, recobró el profundo resplandor de la madera pulida. Catti-brie lo asió con facilidad y lo sostuvo alzado, percibiendo su solidez y su sencillo diseño.

–Pruébalo -le sugirió Regis mientras le tendía la flecha de plata.

Catti-brie no podía resistirse a la tentación. Ajustó la flecha a la cuerda de plata y arqueó la madera, aunque no pretendía disparar sino comprobar lo bien que encajaba.

–¡Una aljaba! – exclamó Wulfgar, tras levantar la última piedra-. Y más flechas de plata.

Bruenor señaló la oscuridad y asintió. Catti-brie no vaciló.

Una delgada estela de plata se dibujó en el aire cuando la flecha atravesó silbando la oscuridad y acabó su vuelo bruscamente con un crujido. Todos corrieron tras ella, presintiendo que había ocurrido algo fuera de lo corriente. Encontraron la flecha con facilidad, ¡pues había quedado incrustada en la pared!

Alrededor del punto donde se había clavado, la piedra había quedado chamuscada y, a pesar de que tiró con todas sus fuerzas, Wulfgar no pudo mover ni un centímetro la flecha.

–No te molestes -dijo Regis, mientras contaba las flechas de la aljaba que sostenía Wulfgar-. Hay otras diecinueve… ¡veinte!

Se echó hacia atrás, atónito. Los demás lo observaron con ojos interrogativos.

–Antes había diecinueve -les explicó Regis-. No me equivoqué al contar.

Wulfgar, sin comprender nada, contó rápidamente las flechas.

–Veinte.

–Ahora hay veinte -contestó Regis-, pero sólo había diecinueve cuando conté por primera vez.

–Así que la aljaba también es mágica -conjeturó Catti-brie-. ¡Lady Anariel hizo un buen regalo al clan!

–¿Qué más podríamos encontrar en las ruinas de este lugar? – preguntó Regis mientras se frotaba las manos.

–Nada más -respondió Bruenor con evidente brusquedad-. Nos vamos y no quiero oír la más mínima protesta.

Tras observar a los otros dos, Regis comprendió que no tendría apoyo para protestar la decisión de Bruenor, así que se encogió de hombros con aire resignado y los siguió a través de la cortina hasta el corredor.

–¡Hacia el barranco! – declaró Bruenor, mientras echaba de nuevo a andar.

–Quieto, Bok -susurró Sydney cuando la antorcha de los compañeros volvió a salir al corredor a cierta distancia por delante de ellos-. Todavía no -agregó, mientras una sonrisa de triunfo anticipado se dibujaba en su rostro salpicado de polvo-. ¡Encontraremos un momento mejor!