CAPÍTULO ONCE

Cuando abrí los ojos vi a Carlisle mirándome. También vi un techo, lo que quería decir que ya no estaba en aquel embarcadero al lado del campo de golf.

—¿Qué es lo que me hizo? —pregunté, sintiendo la boca seca e hinchada.

—Volví a colocarle su brazo dislocado —dijo Carlisle—. Soy un pésimo jugador de golf, pero un médico excelente. Intente moverlo. Tengo que jugar seis hoyos más y a este paso no acabaré ni el Día del Trabajo.

Me senté y miré a mi alrededor. Einstein estaba al otro lado de la habitación mirándome. No vi a Walker. Ni al caddy. Intenté mover el brazo pensando que me iba a doler tremendamente, pero no fue así.

—No me duele —dije.

—Claro que no le duele —dijo Carlisle, levantándose—. Cada cosa en su sitio. Ésa es la explicación científica. ¿Quiere que le dé un consejo?

—Sí —contesté, bajándome de la camita donde estaba echado.

—Aféitese. Parece un asesino sacado de un cómic de Dick Tracy.

Carlisle se marchó antes de que pudiese darle las gracias. Supongo que tenía ganas de perder unas cuantas pelotas de golf. No iba a desperdiciar su sábado libre en intentos de asesinato y detectives dislocados.

—¿Está mejor? —preguntó Einstein acercándose a mí.

—Mucho mejor —le contesté—. Usted me salvó la vida, ahí en alta mar.

—Y usted me salvó la mía —dijo—. Nunca había matado a nadie. Me parece duro, muy duro.

Me levanté sin caerme, intenté apoyarme en las piernas y vi que funcionaban. Di unos pocos pasos como el espantapájaros de El Mago de Oz, y me declaré a mí mismo apto para continuar.

—Iba a por usted —le recordé a Einstein.

—Ya lo sé —dijo, buscando algo en el bolsillo.

—Trabaja para los nazis —añadí.

—También lo sé —dijo sacando la pipa y metiéndosela en la boca.

—Probablemente no esté muerto —concluí, dirigiéndome a la puerta—. Era un ancla pequeña y Povey es un tipo corpulento. Además, no vi salir el cuerpo a flote. ¿Vino alguien a avisar de que se había encontrado un cadáver flotando mientras estuve desmayado?

—No... —empezó a decir Einstein.

—Mire, estoy intentando decirle que el asesino a sueldo que intentó matarnos seguramente no esté muerto, que estará secándose en algún lado y esperando la siguiente ocasión para acabar con usted. Como «Wild Bill» Elliot, yo soy un hombre pacífico, pero estaríamos mucho más contentos si Povey estuviese reuniéndose ahora mismo con Old Nick. Usted quiere construir grandes bombas que acaben con miles de alemanes, pero romperle el cráneo a un solo nazi le parece reprobable.

—Su argumentación es buena —admitió el sabio, siguiéndome afuera.

—Claro que lo es —le dije—. Ocúpese de la violencia y déjeme la filosofía a mí.

Einstein se rió calladamente mientras bajábamos por un pasillo pequeño pintado de blanco. Abrimos la puerta de fuera y salimos. Comprobé el revólver, moví el brazo, y busqué a Povey. Estaban jugando en el campo de golf, pero Carlisle no estaba a la vista. Einstein miró a los golfistas y yo miré a todo el mundo. Estaba a punto de dejarlo, de llamar a un taxi y de largarme de allí, cuando llegó corriendo Walker, con aquellas piernas larguiruchas y la chaqueta flotándole al viento. Llegaba un poco tarde.

—¿Qué ha pasado? Profesor Einstein, ¿está usted..., están todos...? —dijo jadeante.

—¿Y tú dónde estabas? —le pregunté.

Se quedó parado, tratando de recobrar el aliento, mirando a derecha e izquierda, y escrutando el horizonte como si estuviese tratando de recordar dónde había estado.

—Buscándoles, por el lago, por todos los sitios —tartamudeó.

—¿No te encontrarías con Povey por casualidad?

—¿Povey?

—Un tipo alto, de pelo blanco, llevando una cimitarra gigante y una ametralladora o dos, mojado como una sopa y con una mano vendada —le dije—. Es inconfundible.

—Me está tomando el pelo —dijo Walker mirándome y mirando luego a Einstein.

Einstein se encogió de hombros.

—Un poco —dijo Einstein—. Puede que un poco.

—Bueno, larguémonos de aquí de una vez —dije, dando unos golpes en la ventanilla del coche.

De vuelta a Princeton no se puede decir que hablásemos mucho. Walker le preguntó a Einstein cómo estaba, y éste le dijo que su resfriado iba mucho mejor. Yo me senté solo detrás, pensando, y viendo cómo la melena de Einstein le caía sobre los hombros en contraste con el cuello perfectamente afeitado y el pelo engominado de Walker.

Einstein, gracias al azar y también a algo de coraje, seguía vivo, aunque sabía que el azar había sido la razón principal. Llegamos a casa de Einstein y nos invitó a entrar, aunque me daba la impresión de que quería estar solo. De todas formas, le acompañamos adentro. Cuando entramos me dijo dónde había una cuchilla de afeitar, vio la botella de leche encima de la mesa, se encogió de hombros y la dejó allí. Subí por las escaleras mientras ellos se dirigían al estudio.

El baño era pequeño, había una toalla tirada en el suelo, y el armarito de las medicinas estaba abierto. Miré dentro y encontré una vieja navaja de afeitar, con mango de nácar y una inscripción en alemán. Me enjaboné la cara, me afeité sin cortarme la garganta, me miré en el espejo, sequé las gotas de jabón que habían caído en la camisa, y ensayé una sonrisa frente al espejo, que me devolvió la imagen de un tipo que parecía estar pasándoselo bien.

Fue entonces cuando decidí que el tipo que estaba enfrente del espejo debía de estar majareta. Mi ex esposa ya lo había notado mucho antes que yo, esa cara de niño viejo, de ojos marrones saltarines y nariz de boxeador, sonriendo cuando las cosas se ponían leas y un ejército de tíos armados hasta los dientes se disponía a hacerme picadillo.

—Así son las cosas —le dije al chalado risueño del espejo, sin saber muy bien lo que decía, pero sabiendo que era verdad. Esperé una respuesta tipo «ni hablar» o «eso es una cochina mentira», pero no hubo tal respuesta.

Me sequé la cara con la toalla del suelo y bajé las escaleras. Salí afuera, miré a ambos lados de la calle y entre los arbustos, esperando ver al asesino húngaro de pelo blanco, una raza que empezaba a abundar por la zona, y crucé la calle. Se movió una cortina en el salón de la casa a la que me dirigía, pero no apareció ninguna cara. Subí los escalones y llamé a la puerta. Nadie respondió. Llamé más fuerte. Nadie respondió. Llamé otra vez y grité lo bastante fuerte como para que me oyeran en Ohio.

—Abrid la maldita puerta o le voy a mandar una carta a J. Edgar que se va a acordar para toda su vida —grité.

La puerta se abrió, salió Archer y me metió dentro, cerrando la puerta detrás de mí.

—Se supone que deberías estar protegiendo a Einstein —le dije— en vez de teñirte el pelo.

Teñía el pelo tres veces más oscuro de lo que lo tenía en el teatro. En vez de hacerle parecer más joven, el contraste del pelo negro con la cara blanca le hacía parecer mucho mayor.

—Te estás volviendo cruel —dijo, echándose el pelo hacia atrás.

—Lo siento. ¿Pero dónde diablos habéis estado metidos?

—No somos perfectos —me dijo indicándome el salón.

—Ya me he dado cuenta. Povey ha intentado matarme. Ha intentado matar a Einstein. Dijisteis que ibais a vigilarle.

Archer estaba de pie frente a la ventana, mirándome como si yo fuese el cliente perfecto para una Bromo-Seltzer.

—Estábamos vigilando —dijo Archer—. ¿Quieres una Pepsi?

—No... ¿Podéis darme un sándwich con esa Pepsi?

—Sí —me dijo, y luego se volvió hacia Archer—. Te toca a ti preparar los sándwiches.

—¿A mí? —protestó Archer—. ¿Y qué pasa con el desayuno? ¿No cuenta? ¿Acaso no es una comida? Te olvidas del desayuno.

Spade dio un paso hacia el centro de la habitación haciendo ruido con la dentadura postiza.

—No me olvido del desayuno, pero alguien se está olvidando del café y los bollos que tomamos después de las diez —dijo con rabia—. Alguien que puede comprobarlo si quiere en el diario. ¿Quieres que comprobemos el diario?

—Olvidaos de los sándwiches —les dije—. Olvidaos de los malditos sándwiches y decidme de una puta vez dónde estabais cuando se os necesitaba.

Spade y Archer se miraron el uno al otro durante unos segundos y luego se volvieron hacia mí de mala gana.

—En primer lugar —dijo Archer—, no vuelvas a gritarnos ahí, delante de la casa. Todo el barrio sabe que está aquí el FBI, puede que toda la Quinta Columna.

—Y las Girl Scouts —añadió Spade.

—Y las Girl Scouts —asintió Archer—. No vuelvas a hacerlo. Povey no trabaja solo.

—Y qué demonios tiene eso que ver... —empecé a decir.

—Mientras tú estabas jugando a Fletcher Christian en el lago, nosotros estuvimos haciendo averiguaciones sobre la organización —dijo Spade—. ¿Seguro que no quieres ese sándwich?

—Seguro. ¿Qué organización?

—No tenemos la obligación legal de decírtelo —dijo Archer.

—Sois unos hijos de...

—Pero vamos a hacerlo —siguió Archer—. Povey trabaja para un alemán nacido en Estados Unidos, un hombre llamado Zeltz, Carl Zeltz. Es el que ayudó a montar todo el tinglado de la película falsa.

—Tiene debilidad por lo dramático —dijo Spade, sentándose en el sofá y retocándose el pelo.

—Así es —continuó Archer mientras paseaba por la habitación—.Y Zeltz tiene un ayudante, un ayudante cuya misión consiste en vigilar a Einstein y averiguar si está metido en un proyecto del que no podemos hablarte.

—La bomba —les dije.

Archer dejó de pasear, y los dos se pusieron más pálidos de lo que ya estaban de por sí.

—¿Sabes lo de la bomba? —dijo Spade.

—Sé lo que sé —contesté.

—No nos comportemos como niños —dijo Archer.

—¿Os peleáis por quién hizo o dejó de hacer los sándwiches y aún me llamáis niño? —grité.

—Es diferente —dijo Archer—. Un sándwich es un sándwich y una bomba es una bomba. ¿Quién te lo...; qué te dijo Einstein?

—Yo no voy por ahí contándole al FBI lo que me dicen mis clientes. No sería bueno para mi reputación. Dejémoslo claro. ¿Povey pudo haber matado a Einstein cuando le dio la gana, pero no lo hizo porque necesita saber más cosas de la bomba?

—Algo así —asintió Spade de mala gana—. Pero tenemos razones para creer que Povey ya no le hace caso a Zeltz, porque un visitante de California ha venido a entrometerse, un detective privado que no se afeita muy a menudo y que actúa sin pensar. Ahora está fuera de sí y va a por la cabeza de Einstein.

Me senté en un incómodo sillón Luis Nosecuántos y lo llené de tierra del barco de Einstein.

—¿Queréis decir que yo soy el responsable...? ¿Estáis intentando decirme que Povey quiere matar a Einstein por culpa mía?

—Puedes creerlo —dijo Spade sonriendo con su dentadura postiza.

—¿Y quieres saber quién es el infiltrado de Zeltz? —preguntó Archer acercándose a mí.

—Walker —adiviné.

—Caliente, caliente —dijo Archer.

—Pero está ahora con Einstein —dije levantándome de un salto.

—En efecto —dijo Spade—. ¿Crees que le va a abrir la cabeza con un atizador o tirarle una granada de mano? Su trabajo consiste en obtener información, no es un asesino. Estamos vigilando a Walker. Él nos conducirá a Povey y a Zeltz. Ése es el plan, Peters. Y tú estás estropeándolo.

—Estás interfiriendo en la defensa de Estados Unidos —añadió Archer.

—Tomaré un sándwich. De salami o de jamón —les dije—. Creo que te toca a ti.

Señalé a Archer, no porque creyese que le tocaba a él, sino porque me estaba presionando como un policía intentando sacarme una confesión.

—Tendrás que conformarte con lo que tenemos —dijo, lanzándole una mirada asesina a Spade, y marchándose a la cocina.

—Gracias —dijo Spade.

—De nada —dije, levantándome—. ¿Por qué no le advertís a Einstein lo de Walker?

Spade se sentó y movió la cabeza, sorprendido de mi inexperiencia.

—¿Quién sabe cómo puede reaccionar? Podría ponerse furioso, mandarlo todo al cuerno, incluso suicidarse. O puede que no nos creyese y se lo dijese a Walker. Se descubriría el pastel y Zeltz ya no tendría motivos para mantener con vida a Einstein. O podría huir y le perderíamos. Quién sabe.

Archer regresó con tres sándwiches en un plato y una botella abierta de Pepsi. Me pasó la Pepsi y cogí el sándwich que no había tocado con el dedo. Le ofreció el plato a Spade, el cual se tomó su tiempo para hacer la elección. Bebí y comí. Sabía a Spam con mayonesa.

—¿Y ahora qué? —pregunté.

—Ahora —dijo Archer dándole un bocado al sándwich y haciendo una mueca—, nosotros vamos a seguir vigilando y tú te quedarás con Einstein. Intentaremos poner fuera de circulación a Povey y que Walker nos lleve hasta Zeltz.

—El truco —dije, terminándome mi sándwich— consiste en que Einstein siga vivo mientras lo hacemos. Einstein y Robeson.

—Robeson —dijo Spade desdeñosamente, luchando contra el sándwich con su dentadura postiza—. Robeson es un señuelo, una pista falsa. Si Povey se los cargase a los dos, parecerían víctimas del odio racial de los nazis. Con esto no quiero decir que a los nazis les disgustase ver a Robeson muerto.

—No les disgustaría en absoluto —dijo Archer—. Pero el objetivo real es descubrir lo que está haciendo Einstein y deshacerse de él. ¿Puedes entenderlo, Peters?

—Lo comprendo —dije.

—Muy bien —dijo Archer—. Entonces adiós. Y no vuelvas por aquí. No nos llames a no ser que sea una emergencia tipo Pearl Harbour. Sólo quédate con Einstein y déjanos hacer nuestro trabajo.

Me terminé la Pepsi y Spade se levantó para seguir vigilando desde la ventana. Archer cogió la botella vacía y el plato.

—La visita ha terminado —dijo Archer marchándose con los platos—. Ya sabes el camino.

Abrí la puerta y salí a la calle. No estaba preocupado por Walker, pero no estaba tan seguro de que el plan funcionase tal como el FBI lo había planeado. ¿Qué pasaría si Zeltz, o Walker, o Ivan Shark, o quienquiera que estuviese intentando matar a Einstein decidía que las cosas se estaban poniendo mal y se salía por la tremenda? Me daba la impresión de que el FBI estaba más preocupado por cazar espías que por salvar a un científico o a un actor. Spade y Archer no me inspiraban confianza.

Cuando me abrió Einstein, Walker ya se había ido, y antes de que pudiésemos hablar sonó el teléfono. Le seguí cuando volvió a su estudio y cogió el teléfono. Era alguien llamado Rudolf. Siguieron hablando durante diez minutos acerca de ciertos cambios en un artículo, y Einstein repitió los cambios que debían efectuarse una y otra vez hasta que se aseguró de que el tal Rudolf los había cogido bien. Cuando colgó, sus ojos estaban humedecidos.

—Rudolf es mi yerno —me explicó, buscando un cigarro en el escritorio, y luego cambiando de opinión—. Es quien edita mis trabajos. Mi secretaria, Helen, viene después a corregir los manuscritos. Es difícil pensar en algo abstracto cuando puede que hayas matado a alguien con un ancla...

—Mire...

—Difícil —dijo, cogiendo un lápiz y mirando si estaba afilado—, pero no imposible. ¿Por qué sospecha de Mark Walker?

Se sentó detrás del escritorio y removió algunos papeles. No me miró.

—¿De dónde ha sacado esa idea...? —empecé a decir, pero en respuesta movió la cabeza tristemente y sacó un cuaderno de notas, dejando claro que cualquier negativa que le diese iría a parar al infinito.

—Observé que estaba enfadado con él en el lago —dijo Einstein, cogiendo un vaso de zumo de naranja, que probablemente llevaba allí medio día—. Luego desaparece durante quince minutos y vuelve corriendo. ¿Adónde fue? A ver al FBI a la casa de enfrente. ¿Por qué se puso a mirar de forma sospechosa cuando volvió? Porque estaba buscando a alguien del que sospechaba. Aquí no había nadie excepto el Dr. Walker y yo. Creo que no lo hubiera notado si yo mismo no tuviese sospechas de mi joven colega. Pero acabo de hablar con él y estoy seguro de que no es mi enemigo.

—Usted es científico —le indiqué—. No detective.

—Sí —asintió—. Cuando descubro algo maravilloso en mi mente entonces intento comprobarlo con lógica, con números. Lo muerdo, le grito, le reto, y deseo fervientemente que las preguntas no hagan desvanecerse el milagro. Usted, como detective...

—No creo en milagros —le dije—. No hay grandes preguntas. Alguien está en un lío. Pues intento hacer todo lo posible para sacarlo de ese lío. Me juego el pellejo en ello. Usted muerde, grita y reta en su cabeza. Yo lo hago en los callejones, las habitaciones de hotel, los bares...

—Sí —dijo Einstein con un suspiro, tomando un trago de zumo de naranja—, yo trabajo con la gente en abstracto. Quiero a la humanidad, pero no siento grandes afectos por los individuos. Estoy seguro de que una llamada a mi esposa, que está en Ginebra, lo confirmaría. En cambio, a usted no parece importarle la humanidad globalmente, pero sabe tratar a las personas. ¿La diferencia entre un científico y un detective?

—Puede que sea simplemente la diferencia entre un científico y un detective concretos —le dije—. Siento tener que hablar de esto, pero me estoy quedando sin dinero. Tuve que coger muchos taxis y...

Einstein alzó la mano y me callé. Abrió un cajón del escritorio, cogió su talonario de cheques, y me extendió otro talón.

—Haré un informe detallado de los gastos cuando todo esto termine —dije, metiéndome el cheque en el bolsillo de la chaqueta.

—Generalmente no suelo hablar tanto —dijo Einstein, levantando la vista para mirarme y luego volviéndose para mirar hacia el jardín por la ventana.

—Supongo que generalmente tampoco tendrá muchos días como éste —le dije.

—Noto que mi fuerza física disminuye —dijo, de espaldas a mí, mirando a dos petirrojos en un árbol—. Necesito dormir más. Me pregunto si mi capacidad intelectual también ha disminuido. Mi principal virtud es la de visualizar efectos, consecuencias y posibilidades a través de los descubrimientos de los demás. Me cuesta seguir las fórmulas matemáticas. Yo hago los esbozos y otros, como Walker, se encargan de los detalles. A una persona como yo no le gusta perder a sus amigos. Espero que esté equivocado con Walker.

Me despedí de él, y le dije que le informaría en cuanto supiera algo, o que le vería al día siguiente en Nueva York en la gala benéfica del Waldorf-Astoria. Me dijo adiós con la mano, bebió un poco de naranjada, y siguió mirando a los pájaros del jardín. Salí y me encontré con una mujer de unos cuarenta años subiendo las escaleras. Llevaba gafas redondas, un abrigo negro y un maletín. Me miró con recelo y se dirigió rápidamente hacia la puerta abierta. Miré hacia la casa de enfrente, donde se movieron las cortinas tras las que acechaban Spade o Archer. Podía hacer dos cosas: o me quedaba con Einstein para protegerle o iba a buscar a Povey —una táctica defensiva, otra ofensiva—. Recordé algo que dijo Knute Rockne, el entrenador de Notre Dame: «Puedes proteger la portería como un gladiador, pero si no sales a matar algunos romanos lo máximo que conseguirás es empatar, y empatar no es ganar». Creo que fue Rockne quien lo dijo. Aunque también puede que fuese Connie Mack.

Cogí el autobús para Manhattan, y no me molesté en mirar por la ventana. Estaba empezando a acostumbrarme al paisaje. Además, necesitaba pensar. Una mujer y un niño de dos años que estaban sentados a mi lado se pasaron todo el viaje comiendo sándwiches de queso. La nariz del niño destilaba. Se lo dije a la mujer, y me contestó que los niños pequeños solían hacer esas cosas. Le sugerí que lo sonase. Contestó que no tenía nada con que sonarlo. Le sugerí que con un sándwich de queso. Me contestó que por qué no me sonaba yo con él. Seguimos así un buen rato, como viajeros experimentados que éramos, olvidándonos con nuestras pullas de los problemas del mundo. El niño siguió comiendo su sándwich, que se iba empapando más a medida que pasaban los kilómetros, y la mujer siguió hablándole a su pequeño de mí.

—Algunas personas no saben meterse en sus asuntos, Ralph —le dijo.

Ralph abrió la boca, que reveló una amalgama de queso y pan. Lo cierto es que Ralph siguió con la boca abierta la mayor parte del viaje, estuviese o no masticando, y cuando llegamos a Jersey todavía no había dicho ni una palabra.

—Los que no tienen niños no saben lo que es viajar con críos pequeños, Ralph —dijo la mujer mientras cruzábamos el puente hacia Manhattan.

Ralph se sorbió la nariz.

—¿Quieres ver mi pistola, Ralph? —le pregunté dulcemente.

La mujer soltó un gruñido de incredulidad, un gruñido que sin duda había sido perfeccionado durante décadas viviendo con un pelele asustado como el que estaba sentado a su lado. Ella era un verdadero ogro, con el pelo revuelto, la piel colgante, y llevaba una maleta atada con cuerdas que parecía caerse a pedazos.

—Era una broma lo de la pistola —le dije.

—Algunas personas... —empezó a decir entre apretando los dientes.

—Lo siento —dije—. He tenido un mal siglo. Usted también parece haberlo tenido.

—Mi marido es soldado —me dijo mirándome fijamente como si la hubiera insultado—. Está luchando contra los japoneses, los nazis y los judíos por gente como usted.

Cuando trabajaba en la Warner Brothers en 1935, un viejo chalado se pasó una semana diciéndole a Ann Sheridan que Cristo había muerto por sus pecados. Mi trabajo consistía en apartarlo de ella. Un día se le echó encima cuando Ann se subía al coche. Yo lo vi desde lejos.

—Cristo murió por tus pecados —le gritó.

La Sheridan enarcó una ceja, abrió la puerta del coche y dijo:

—Ojalá me hubiese preguntado antes. Le hubiese ahorrado un montón de sufrimientos.

Fue por eso que entonces decidí ahorrarme un montón de sufrimientos, me eché hacia atrás, cerré los ojos, y me pregunté en qué tipo de niño se convertiría Ralphie. No volví a pensar en espías, ni en asesinatos, ni en el FBI.

Casi eran las cinco cuando llegué al Taft. Fui andando desde la estación de autobús. Estaba gastando el dinero de Einstein y el mío demasiado rápido, y además de camino podía ocurrírseme algo. Estaba equivocado. Atisbé por el vestíbulo en busca de detectives de hotel, asesinos, o telefonistas: no encontré ninguno y me dirigí al ascensor. Me paré frente a la habitación 1.234 y llamé a la puerta. No respondieron. Abrí la puerta y entré.

La luz estaba encendida, y Shelly tumbado en la cama vestido y roncando. Mi cama estaba llena de papeles y folletos. Shelly tenía las gafas caídas sobre la frente y las manos cruzadas sobre la panza, que subía y bajaba. Nuestro casero del edificio Farraday de Los Ángeles, Jeremy Butler, había visto una vez a Shelly dormido en su clínica dental. Jeremy, que había sido boxeador y lo había dejado por la poesía y la explotación de sus viviendas, se refirió a Shelly como «el de la ondulante panza». De hecho, habló de él como de «una ballena varada, un lustroso mamífero sonámbulo, caprichoso, irreflexivo, probablemente ocultando un mundo desconocido en su ombligo, un mundo desconocido en el que una fracción de segundo es un millón de veces un millón de años. Y cuando la ballena se despierta, y se vuelve, y el poderoso rugido del universo que controla cesa, ese mundo desconocido sale de su ombligo cayendo destruido, inadvertidamente, al suelo impuro».

No lo recordaba bien. Jeremy lo había dejado escrito antes de marcharse. Escribía la mayoría de sus observaciones en unos cuadernos primorosos y luego las convertía en poesía. Me dio una copia y se me vino a la mente mientras contemplaba a Shelly. Las «Notas sobre un dentista dormido» de Jeremy pasaron por mi cabeza como un relámpago. Luego me sentí mucho mejor, no sé por qué. Sin embargo, la filosofía sólo atraía mi atención durante escasos momentos.

Cerré la puerta por dentro, me quité la chaqueta y la sobaquera, y moví el brazo en círculos. Sentí como si el brazo hubiera estado alguna vez en un sitio que no le correspondía. Mientras le daba vueltas al brazo golpeé sin querer con la mano el aparador y tiré un vaso lleno de una bebida color marrón que Shelly había dejado allí. Cuando intenté agarrar el vaso tropecé y caí hacia atrás sobre la segunda cama, esparciendo un montón de folletos por el suelo. Shelly se levantó muy asustado mientras yo volvía a poner el vaso en su sitio.

—Fue él —gritó Shelly con las gafas colgándole de un oído.

Empezó a bracear peligrosamente en mi dirección.

—Shell —le dije suavemente—, estamos solos. Estás a salvo. Tranquilízate.

Se palpó la cara torpemente buscando sus gafas, y al final las encontró colgando del oído, y se las puso donde pudieran servirle para algo.

—Maldito seas, Toby. Maldito seas —me dijo, fijando la vista en mí—. No te lo perdonaré nunca.

—¿El qué? —le pregunté.

—«¿El qué?»... ¿Y todavía me lo pregunta? —dijo Shelly, sacudiendo la cabeza—. Casi haces que me maten la noche pasada. Yo vine aquí a un congreso de dentistas. Soy dentista.

—Hay quien lo pondría en duda —le dije lentamente.

—¿Ah, sí? —dijo—. Tengo pruebas.

Cogió algunos folletos de la cama y los agitó en mi dirección como si fueran documentos legales.

—No he estado perdiendo el tiempo. Ni malgastando el dinero.

—El dinero de Mildred.

—El dinero de Mildred y mi dinero —dijo, apretando los folletos contra el pecho, uno de los cuales mostraba el dibujo de una muela gigante azul.

—Escucha —continuó mientras buscaba afanosamente entre la literatura algunas pruebas de su competencia profesional—. ¿Por qué tienen que ser blancos los dientes?

—La mayoría de ellos no lo son —dije—. La mayoría de la gente que conozco no tiene dientes, o los tiene amarillos, o los tiene postizos.

Shelly no me estaba mirando ni me estaba escuchando. Siguió desparramando papeles en busca de pruebas escritas.

—Dientes dorados o plateados —dijo—. El doctor McGraw-Osborn de Denver dice que los dientes de cualquier otro color también pueden ser sanos. Las mujeres se pintan los ojos, las uñas, y se tiñen el pelo. ¿Por qué no los dientes? ¿Sabes lo que pasaría si la gente empezase a teñirse los dientes con el nuevo sistema McGraw-Osborn?

—¿Se resolverían los problemas del mundo y se acabaría la guerra? —sugerí.

—No, no, no, no —dijo Shelly sacudiendo la cabeza—. Me haría rico; tendría los derechos exclusivos para California, Oregón y el estado de Washington.

—Shell, Povey intentó matarme hoy. Casi me arranca el brazo si no le hunden el cráneo con un ancla —le dije cansinamente.

—En ti mismo —dijo Shelly tirando los papeles y ajustándose las gafas—. Sólo piensas en ti mismo. Te estoy hablando de un importante descubrimiento científico que podría hacerme rico, cambiando la apariencia de la gente.

—Se lo diré a Einstein —dije—. Gente con sonrisas como el arco iris.

—No —dijo Shelly contrariado—. No es ninguna broma. Sólo serían algunos dientes aquí y allá, de un solo color. No tienes imaginación, Toby.

—Ni dinero para comprarle al Dr. Dan McGraw los derechos para vender montañas verdes en California —le dije.

—Dr. McGraw-Osborn —me corrigió.

—Te deseo suerte, Shell. Ahora tengo que lavarme, cambiarme de ropa, y ver a Paul Robeson.

—¿Vas al teatro? —dijo Shell—. ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Qué tal si vamos a ver esa de Danny Kaye...?

—Robeson —le dije—. Otelo.

Saqué un par de mudas de ropa interior casi limpias de la maleta, cogí una camisa que sólo había puesto una vez y a la que sólo le faltaba un botón en la manga derecha, y me dirigí al cuarto de baño.

—¿George Bernard Shaw? —preguntó Shelly.

—Shakespeare —le corregí.

—Eso, Shakespeare —dijo Shelly riéndose—. Si lo sabía. ¿Quieres ir a ver Shakespeare?

—En efecto —le dije, entrando en el baño y cerrando la puerta detrás de mí.

—Shakespeare no está en inglés —gritó—. Vamos a tomar un par de cervezas y a ver a Danny Kaye o algo en lo que salgan chicas.

—Creo que sale un dentista en Otelo —le dije abriendo el grifo de la bañera al máximo.

Shelly dijo algo. No sé qué. Creo que contenía las palabras «pasta dental». No importaba. No iba a venir conmigo. Tomaríamos una Pepsi o una cerveza y un sándwich de pastrami, y antes de que cayese la noche nos volveríamos a meter en otro lío jugándonos la vida e íbamos a encontrar un cadáver, aunque de momento no lo sabía. Me metí en la bañera, canté lo que creía era un arreglo de Glenn Miller de «Little Brown Jug» y cerré los ojos.