3

En menos de dos horas he encontrado a un gnomo muerto, consolado a Judy Garland, discutido con Louis B. Mayer y conseguido un trabajo en la M. G. M. Estas son el tipo de noticias que hacen a uno entrar en su casa ansioso por contárselo a la mujer, a la madre, al padre o al perro. Yo no contaba con ninguno de ellos, pero sí contaba con Shelly Minck.

Shelly y yo compartíamos un apartamento en un edificio Farraday, situado en la calle Hoover, cerca de la Novena Avenida. El Farraday tiene un eterno olor a lejía para camuflar la impresión de abandono de la resquebrajada entrada. De vez en cuando los vagabundos del barrio vienen a dormir bajo las escaleras hasta que el propietario, un amable gorila llamado Jeremy Butler, los arranca de cuajo de donde están y los deposita en la parte trasera del edificio. Butler ha sido luchador profesional. Después de retirarse, tras haber invertido sus ahorros en la construcción, se dedica a arrancar vagabundos de los vestíbulos de sus edificios y a escribir poesía. Algunos de sus poemas han sido publicados en pequeñas revistas con nombres ostentosos, como Illiad Now y Big Bay Review.

Butler estaba en el vestíbulo intentando echar a un vagabundo. Me saludó con la cabeza y se encaminó al fondo del inmueble. Sus pasos resonaron en el vestíbulo y me sentí en casa cuando empecé a subir las escaleras. Había un ascensor, pero una viuda achacosa podría batirle en la carrera sin tan siquiera tomarse la molestia de intentarlo.

Trepé las escaleras, dejando atrás tres plantas llenas de oficinas pertenecientes a ebrios abogados, encuadernadores, doctores de segundo orden, editores de revistas pornográficas y fotógrafos de bebés. A lo lejos pude oír al gorila Butler dejando caer al vagabundo y cerrando la puerta de incendios.

En la puerta de cristal mate de mi oficina se podía leer lo siguiente sobre unas letras borrosas:

SHELDON MINCK

Dentista

TOBY PETERS

Detective Privado

Abrí la puerta evitando cuidadosamente el montón de revistas viejas depositadas sobre una mesa de la alcoba que nosotros habíamos bautizado como sala de espera. La sala de espera estaba amueblada con dos sillas que ya estaban aquí antes de que Shelly encontrara este sitio. Hace tiempo una de las sillas estaba cubierta con cuero. Alguien había desparramado por el suelo lo que era el único cenicero. Las paredes de la alcoba estaban decoradas con viejos dibujos donados por un representante de productos dentales mostrando las enfermedades que la goma de mascar puede producir.

Abrí la puerta interior y entré en la oficina del doctor Minck. Los clientes que vienen a verme están obligados a atravesar esta oficina, donde a menudo Shelly está ocupado con un vagabundo de la vecindad o algún piojoso melenudo. Me alquiló parte de su oficina después de que le prestara mis servicios para un pequeño trabajo. Nos entendemos bien, y él me pide que pague lo que pueda, que es lo mismo que decir nada.

En la silla de operaciones había un vagabundo mal afeitado. Parecía un pájaro asustado. No, parecía a Walter Brennan imitando a un pájaro asustado.

Shelly —pequeño, grueso, unos cincuenta años y desesperadamente miope— estaba canturreando y resoplando con su eterno cigarro mientras trataba de leer la etiqueta de un botellín por encima de la montura de sus gruesas gafas. Shelly se volvió al oírme entrar y me saludó con su cigarro. Como de costumbre, llevaba una bata, que fue hace tiempo blanca, salpicada por manchas de sangre y de mermelada. Shelly no me presentó a su paciente. Walter Brennan abrió los ojos y miró hacia un punto entre su dentista y yo. No distinguí ningún diente en la cavidad bucal del sujeto.

—¿Alguien me ha llamado? —le pregunté.

—No, pero tienes correo —respondió Shelly satisfecho de haber descifrado el significado de la etiqueta.

Se volvió a su paciente, y con la mano con la que sostenía el cigarro le dio unos golpecitos tranquilizadores en la cabeza.

—El señor Strange, aquí presente, y yo mismo tomamos parte en una misión de sabotaje —dijo Shelly introduciendo una aguja hipodérmica en el botellín que sostenía. Un líquido rojizo burbujeó en la jeringuilla. Shelly señaló la boca del hombre con la aguja.

—El señor Strange —continuó— tiene dolor de muelas. Conocemos exactamente qué diente es, ya que el señor Strange tiene solamente un diente. ¿No es cierto, señor Strange?

El señor Strange corroboró con el pico. Estaba petrificado de miedo, pero Shelly no parecía darse cuenta.

—Vamos a salvar ese diente, ¿no es verdad, señor Strange? Vamos a efectuar una operación que se llama desvitalización. Y la vamos a efectuar porque un diente es mejor que nada y porque hace mucho tiempo que no hago este tipo de operaciones y me hace falta un poco de práctica. Ahora, abra la boca, señor Strange.

Shelly cambió el cigarro de lado y con sus dedos vigorosos y sudados forzó al viejo para que abriese la boca. Clavó la jeringuilla y el viejo gimió.

—Esto le aliviará el dolor —murmuró Shelly—. Ahora dejemos que actúe un momento.

Mientras esperábamos los efectos del pinchazo sobre Walter Brennan, le conté a Shelly todo lo acaecido durante mi mañana en la Metro. Él me escuchaba mientras rebuscaba entre sus cosas en busca de un instrumento. Lo encontró debajo de unas tazas de café en una esquina. Luego reanudó su tarea sobre el viejo. Por encima del zumbido monótono del torno, le pude oír decir:

—Una vez atendí a un enano. Dientes pequeñísimos, minúsculos, ¡pero qué raíces! Aquel canijo tenía raíces de acero. Dos extracciones en ese enano fueron más difíciles que hacer una desvitalización a una quijada entera. No se mueva, señor Strange. Esto sólo nos llevará veinte o treinta minutos.

Habiendo fracasado al tratar de impresionar al que era mi único amigo, pasé a mi despacho.

Mi despacho fue en su día una oficina de dentista. Era lo suficientemente grande como para que entrara mi mesa desequilibrada y dos sillas. Las paredes estaban sin ningún tipo de decoración excepto por una copia enmarcada de mi licencia como investigador privado y una fotografía de mi padre junto con mi hermano Phil y nuestro sabueso Kaiser Wilhelm. En la fotografía, el pequeño de diez años no se asemejaba en nada a mí. Su nariz estaba entera. Sonreía mientras agarraba al perro por el collar. El muchacho de catorce años sí se parecía a Phil, con ese aire amenazador y hostil. El hombre alto, fuerte, apoyaba una mano en los hombros de los dos muchachos.

No había mucho correo sobre la mesa. Alguien de Leavenworth, Kansas, quería enviarme un catálogo de bromas y bufonadas por un dólar. Una cliente llamada Merle Levine que había perdido a su gato quería que le devolviera los diez dólares que me dio como pago adelantado. El asunto sucedió hace más de dos años y yo no había recuperado el gato. La verdad es que no le busqué mucho. Unos hermanos Santini, empadronados en Sepulveda, querían pintar mi oficina por un precio ridículo.

Le escribí una nota a la señorita Levine y le envié tres dólares diciéndole que era un acuerdo entre amigos. Luego me recliné en mi sillón para escuchar a Shelly canturrear «Ramona» mientras lo armonizaba con el torno. A través de la ventana veía Los Ángeles, blanca, llana e inmensa. Desde aquí el panorama no era muy terrible. Después de 1906 un bando municipal limitó la altura de los edificios hasta los doce pisos. Debía haber alguien en la casa consistorial que jamás oyó hablar de leyes, ya que ésta tenía treinta y dos plantas, pero aparte de esto, la mayor parte de los edificios eran bajos. El paisaje estaba formado por largas perspectivas bajas, como en todas las ciudades americanas amenazadas por temblores de tierra y sin una constitución rocosa en el subsuelo.

El teléfono sonó. Eran cerca de las dos. Shelly descolgó y dijo que era para mí. Lo tomé mientras manoseaba en los cajones buscando un sello para la carta a la señorita Levine. Era Warren Hoff con novedades.

La policía tenía un sospechoso, un enano que tomó parte en El Mago de Oz. Su nombre es Gunther Wherthman. Se sabe que se había peleado con el gnomo muerto, quien había sido identificado como James Cash. De hecho, los dos hombrecillos habían sido arrestados durante el rodaje en 1939, cuando sostuvieron una pelea con navajas en el hotel en que se hospedaban. Wherthman fue herido por Cash y la policía tenía testimonios que señalaban que Wherthman amenazó de muerte a Cash. La policía había descubierto también a tres testigos que atestiguaban haber visto a los dos enanos, poco antes de que se produjese la muerte, discutir violentamente en el exterior del estudio donde se encontró el cuerpo de Cash. Todos los testimonios afirmaban que uno de ellos llevaba el uniforme militar de gnomo. El otro enano fue visto llevando un disfraz de pirulí. Según Hoff, Wherthman tenía el papel de muchacho-pirulí en la película. El informe de Hoff era bueno.

—Fui periodista antes de meterme en el cine —explicó.

—A lo mejor algún día tiene que volver a ello.

—Es demasiado tarde. Una vez que uno se habitúa a primas importantes y a un determinado status, ya está envenenado.

Ese era un asunto que nunca me ha afectado.

—De manera que esto es todo —suspiré, pensando en los cincuenta pavos que tan fácilmente había ganado y sintiendo pesar por los otros cincuenta que podría haber obtenido.

—No tan rápido —dijo Hoff—. Queremos que usted hable con Wherthman, que averigüe si es culpable, que nos siga evitando la publicidad. Si Wherthman asesinó a Cash en el plato y ambos iban disfrazados, va a crear una mala imagen para nosotros.

—¿Es suya la idea?

—Por supuesto que no —exclamó Hoff—. Creo que deberíamos olvidarnos del asunto. Esperar a que se calmen las aguas.

Esto no va a arruinar a la M. G. M. Oz es agua pasada. Ni siquiera está en cartel en ningún sitio, y dudo mucho que vaya a haber un reestreno. Pero el señor Mayer dice que aún se pueden hacer millones con la película, la exclusiva para un reestreno y…

—¿Y qué?

—La televisión —dijo Hoff con un tono incómodo—. El cree que podremos vender la película a la televisión algún día.

No sabiendo lo que era la televisión, me limité a mantenerme callado y emitir un gruñido de simpatía hacia Hoff. No me opuse a dedicar unas cuantas horas de mi tiempo por una buena paga, incluso no estaba obligado a esperar resultados satisfactorios.

—De acuerdo, Warren —dije agarrando un lapicero sin afilar.

Mordí un poco la madera para sacar un poco de mina.

—Le voy a dedicar un poco de tiempo. Intentaré hablar con Wherthman. ¿Quiénes son los testigos, los que vieron a los enanos pelearse esta mañana?

—Uno de ellos es Barney Grundy, un fotógrafo de estudio.

Tomé nota de la dirección de la oficina de Grundy, en Melrose Avenue.

—Los otros dos son Victor Fleming y Clark Gable. Venían de tomar el desayuno juntos. Si quiere hablar con Fleming, puedo averiguar dónde está. Su hermano acaba de hablar con él. Gable ha salido de la ciudad para pasar fuera el fin de semana, pero estoy seguro de que le puedo localizar si usted estima que es necesario.

Le di las gracias y le dije que había hecho un buen trabajo, lo cual era cierto. Mis alabanzas no significaban gran cosa para él. Ambos colgamos.

No sabía dónde empezar a buscar al enano sospechoso; así, pues, llamé a Steve Seidman a la comisaría. Me dijo que Wherthman había sido traído para un interrogatorio, pero estaba convencido de que le inculparían la muerte. Para la policía de Los Ángeles, el asunto estaba prácticamente cerrado y podrían poner su atención en un par de asesinatos llevados a cabo con un hacha en Griffith Park.

Shelly estaba todavía trabajando con Walter Brennan cuando me puse el sombrero y franqueé la puerta de mi oficina.

—Creo que lo hemos salvado —dijo Shelly sonriente, los cabellos inundados de sudor.

—Estupendo —dije—. Eres un santo. Durante el camino a mi intento de entrevista con Wherthman me di cuenta de que Mayer tenía buenas razones para preocuparse sobre la publicidad. El primer testigo del caso contra Wherthman parecía ser la estrella y el realizador más grandes con que contaba el estudio. Después de El Mago de Oz y Lo que el viento se llevó, Fleming era un potencial publicitario casi tan importante como Gable. Un juicio sería noticia de portada durante semanas. Para la M. G. M. sería mejor si Wherthman se confesaba culpable. Por otra parte, a Wherthman le debía importar un bledo los problemas de publicidad de la Metro.

Wherthman no había sido fichado ni inculpado cuando llegué a la comisaría. Phil no estaba, lo cual me convenía; Seidman sí estaba, y me dijo que el pequeño sospechoso no tenía escapatoria posible.

—Un par de tipos vieron a Wherthman esta mañana sostener una disputa con Cash, el enano muerto —explicó Seidman—. Uno de ellos estaba lo suficientemente cerca como para oír lo que decían. Pudo distinguir el acento alemán. El muerto llamaba al otro Gunther. Hemos descubierto sangre en un traje suyo en su apartamento. La estamos estudiando para ver si se corresponde con la sangre del muerto.

—Parece que no tiene escapatoria —le corroboré—. ¿Puedo hablar con él?

—¿Por qué? —preguntó Seidman con calma.

—Su abogado me ha contratado.

—Pero si aún no ha pedido ningún abogado. ¿Quién es él?

—No me puedo tomar la libertad de decírtelo —dije seriamente.

Seidman sonrió y movió la cabeza.

—Phil te estrangulará con sus propias manos si le sueltas esa estupidez.

Nos miramos por unos momentos. Detrás de nosotros los policías se revolvían en la inmensa sala de madera llena de mugre donde hacía diez grados más que en el exterior. Dos de ellos bebían café y tenían las cabezas gachas cerca de un muchacho negro. Parecían tranquilos y susurraban algo, pero sea lo que fuese lo que estaban susurrando, el muchacho estaba aterrorizado. Un par de inspectores estaban al teléfono, y dos tipos esposados el uno al otro estaban sentados en un banco. Uno de ellos no llevaba camisa, pero llevaba corbata. Parecía contento, casi feliz. El otro tipo se escurría en el banco e intentaba aparentar que él no tenía nada que ver con el descamisado sonriente. Tenía un enorme moratón en el ojo derecho.

—Puedes verle —dijo finalmente Seidman.

Se sentía benévolo. Había contribuido a resolver un asesinato en menos de tres horas. Lo que destacaría en cualquier expediente, incluido el de mi hermano. Seidman resplandecía de confianza.

Me condujo hasta el despacho de mi hermano, y entré. Era un cuchitril en una esquina de la enorme sala de guardia. El ruido que hacían los policías y delincuentes apenas era disminuido por las delgadas paredes de madera. Había el espacio justo para el maltrecho escritorio y dos sillas. En una de ellas se sentaba un hombrecillo a quien sus pies no llegaban al suelo.

Wherthman vestía un traje gris claro y corbata oscura. Tenía el cabello oscuro y ligeramente enmarañado, un pequeño bigote negro y en su mejilla se veía claramente un fresco golpe. Comprendí enseguida quién se lo había propinado. No tenía cara de niño, pero era difícil determinar sus años. Supuse que debía tener más o menos mi edad.

—Señor Wherthman, soy Toby Peters.

Le tendí la mano, él no movió la suya y la dejé caer.

—Le he dicho al otro policía que yo no tengo nada que ver con este asesinato —comenzó Wherthman.

Tenía una voz aguda con acento indudablemente germánico. No sólo era que la policía tenía un montón de pruebas contra él, sino que además parecía un Hitler en miniatura. Con la actual fiebre guerrera y Roosevelt haciendo una campaña de miedo para mantenernos apartados de Europa, Wherthman podía llegar a ser tan popular como otro terremoto en Los Ángeles.

—Yo no soy ningún policía —dije sentándome junto a él para que las diferencias entre nosotros fueran menos ridículas—. Trabajo con su abogado para ayudarle a salir de esto.

Parecía perplejo.

—No tengo abogado.

—Lo tendrá una vez que llame a un amigo de la M. G. M.

No había micrófonos en la habitación, pero Seidman debía estar junto a la puerta para escuchar lo que me traía entre manos.

—¿Por qué motivo iba la M. G. M. a ayudarme? —preguntó Wherthman con voz uniforme.

Era una maldita buena pregunta.

—A ellos no les gusta la publicidad —expliqué, y antes de que pudiese seguir preguntando continué—: Y además, ¿puede usted pagar un abogado o conoce alguno?

Respondió que no conocía ningún abogado y que apenas tenía dinero. El dinero que consiguió con Oz se había esfumado hacía mucho tiempo, y hasta ahora sobrevivía con unas traducciones del alemán para un proyecto de la Universidad de California. Añadió que no era alemán, sino suizo. No creo que muchos americanos supiesen cuál era la diferencia.

—¿Por qué mató usted a Cash? —le pregunté.

—Yo no le maté —respondió Wherthman mirándome desde abajo—. Eso es lo que le dije al policía, pero ese gordo…

Buscaba la palabra justa para describir a Phil, pero su inglés le falló.

—¿Cerdo? —sugerí.

El término le gustó.

—Sí, cerdo. Amenazó con pisarme la cabeza. Me golpeó. ¿Tiene la policía derecho a hacer eso? ¿Pueden dar una paliza a cualquiera en este país?

—No, no tienen derecho, pero se lo pueden tomar.

Wherthman reflexionó sobre mi observación por unos segundos y asintió dando a entender que comprendía la diferencia. Empezaba a caerme bien.

—Los hechos le ponen a usted en una difícil situación —dije—. Usted ha sido visto hablando con Cash esta mañana. Usted ha sostenido una pelea con él en el pasado. Usted le ha amenazado. La policía ha encontrado sangre, probablemente de él, en su apartamento.

—Yo no tengo ningún apartamento —rectificó—. Tengo una habitación en una pensión de familia. No he ido al estudio esta mañana. Salí a dar un paseo después de levantarme, como suelo hacer. Quizás se puedan encontrar testigos que me hayan visto. Bastantes personas, sin duda alguna.

—¿Me podría dar alguno de sus nombres? ¿Alguien que le vea regularmente?

No conocía ningún nombre y no encontró persona alguna que le viese regularmente. No fue capaz de explicar cómo pudo un testigo oír a Cash pronunciando su nombre. No fue capaz de explicar por qué alguien pudo haber usado el disfraz que él llevaba en la película. No fue capaz de explicar por qué se encontró sangre en uno de sus trajes en su habitación.

—Entonces, usted cree que aquí hay gato encerrado —concluí.

Me miró perplejo.

—Usted cree que alguien quiere dar la impresión de que ha sido usted el que ha cometido el asesinato —expliqué.

—Sí, evidentemente.

Nos callamos durante unos segundos escuchando a una voz ronca fuera que vociferaba por encima del parloteo general. La voz decía a alguien que se estuviera tranquilo si no quería perder un brazo.

—¿Y qué razones podría tener una persona para hacer tal cosa, señor Wherthman? —pregunté.

—No lo sé —dijo—, pero así es.

—¿Conocía usted bien a Cash?

Wherthman se desplazó un poco hacia adelante, de manera que las puntas de sus pies tocaran el suelo. Sus zapatos estaban gastados, pero limpios.

—Le conocí mejor de lo que hubiese querido. Estábamos obligados a vivir próximos el uno del otro durante el rodaje. Nos hospedaron en el mismo hotel, en habitaciones contiguas. Él era vulgar y mal educado. Me provocaba porque tenía acento, una buena educación y era más alto que él. Incluso en lo referido a mi acento, mi inglés era más preciso que el suyo. Preciso es la palabra adecuada, ¿no?

—Sí, es la palabra adecuada. ¿Se había peleado Cash con algún otro hombrecillo?

—Entiendo. Sí. Quizás alguien de mi talla está intentando que la responsabilidad de este asunto recaiga sobre mí.

—No sé cuántos hombrecillos habrá en Los Angeles, pero no deben ser muchos, y la lista de aquellos que conocían a Cash y el estudio lo suficientemente bien como para conseguir un disfraz esta mañana debe ser aún más corta. No sería mala idea encontrar un chivo.

—¿Un chivo? —dijo pensativamente—. Creía que eso era el nombre de un mamífero.

—Cierto, pero también se utiliza para hablar de una persona que se deja condenar en lugar de otra.

Wherthman escuchó atentamente. Me di cuenta que colocaba la palabra en la memoria para su posterior uso.

—Pudiera haber sido el canadiense —dijo Wherthman—. Era un sujeto ruin y orgulloso. A él tampoco le caía bien y era el confidente de Cash. Me parece que confidente es la palabra idónea, puesto que ellos no eran amigos, pero se pasaban todo el tiempo juntos, algunas veces discutiendo, otras peleándose. Hablaban de meterse en negocios juntos cuando acabase el rodaje.

—¿Cómo se llama el canadiense? —pregunté.

Wherthman no pudo recordarlo. Me hizo una vaga descripción, pero no era suficiente. Como pista no era gran cosa, pero era mejor que nada. Le pedí que tratara de recordar el nombre y me dijo que lo intentaría.

—No diga nada más a la policía —añadí mientras le tendía la mano.

Esta vez la tomó. Su mano era pequeña y su apretón era firme, a pesar de que sus dedos apenas sobrepasaban mi palma.

—De acuerdo —dijo levantándose.

—Le van a acusar de asesinato y encerrarle. Dígales que su abogado se pondrá en contacto con ellos. Y si me permite que le dé un consejo, aféitese ese bigote. Hace que usted se asemeje demasiado a Hitler.

Se llevó la mano al bigote diciendo:

—Nunca lo había pensado. Seguiré su consejo, no tengo ningún deseo de parecerme a ese sujeto, señor… ¿Peters?

Había oído mi nombre sólo una vez y en una situación difícil y lo había retenido.

—Señor Peters, ¿me cree usted cuando le digo que yo no he cometido este asesinato?

—Le creo, pero antes estaba equivocado. Hasta pronto, volveremos a vernos.

Puse en ese adiós más confianza de la que en el fondo sentía. No sólo estaba equivocado antes, sino que he estado equivocado todo el tiempo, en mi vida y en la vida de otros. Las únicas personas que tenían algo de confianza en mí eran un pobre dentista miope y un enano suizo.

Seidman actuaba como si estuviese leyendo un expediente delante de la puerta de Phil.

—Dice que no lo ha hecho —le dije mientras atravesábamos la sala.

La pareja de esposados seguía en el mismo lugar y el tipo descamisado se ajustó la corbata cuando pasamos por delante.

—Si se empeña en eso, tendremos un proceso —dijo Seidman encogiéndose de hombros—. ¿Sabes quiénes son algunos de nuestros testigos?

Le dije que lo sabía.

—Se va a montar un buen lío. No sería mala idea si su abogado o alguien…

—¿Alguien como yo?

—Alguien —continuó Seidman— le sugiriese que se confesara culpable. Tenemos otros asuntos pendientes, y éste se puede solucionar sin ruido.

—Es una idea —dije—. Gracias por dejarme hablar con él y dale recuerdos a Phil.

—Le diré que sentiste mucho no haberle visto —añadió Seidman, que dijo la última palabra.

Su cara pálida tenía expresión de satisfacción y yo no tenía nada más que decir. Cuando salía, el joven negro que estaba entre los dos agentes bebiendo café puso la cabeza entre sus manos y se inclinó hacia delante. Parecía que estaba a punto de vomitar.

Me detuve en el restaurante de la esquina y tomé una hamburguesa y una Pepsi. Me gustaba el anuncio que sacó Pepsi con los dos policías estúpidos. Cuando Coca-Cola encuentre algo mejor mi naturaleza de gourmet se volverá de nuevo a ellos. Mientras esperaba, llamé a Warren Hoff y le conté lo que pasaba. Me respondió que buscaría un abogado para Wherthman. No le pregunté qué era lo que el abogado le iba a decir, pero dudaba que pudiera convencer a Wherthman para que se confesara culpable.

El siguiente paso era hablar con los testigos y tratar de localizar al enano canadiense con mal temperamento, de manera que pregunté a Hoff dónde podía encontrar a Fleming y a Gable. En un segundo conocí la dirección de Grundy. Hoff tenía la información delante suyo.

—Víctor va a ir a cenar al Brown Derby alrededor de las seis y le hemos prevenido de que usted podría hacerle una visita para hacerle unas preguntas. Clark va a pasar el fin de semana en el rancho del señor Hearst en San Simeón. Si usted le quiere llamar, no creo que tarde mucho en llegar. Partió en coche.

Noté que Fleming y Gable eran Víctor y Clark, pero Hearst era el señor Hearst. Incluso el mismo Hoff se daría cuenta de lo estúpido que sonaría decir que Gable estaba en casa de William Randolph’s o en casa de Willie o Bill.

—Gracias. Hasta pronto.

Me dio su número particular en caso de que tuviese necesidad de ponerme en contacto con él por la tarde, y dejé que colgara él primero.

Me gasté otros cinco centavos en llamar a la M. G. M. de nuevo. Esta vez pregunté por Judy Garland y di mi nombre. Ella se puso al auricular treinta segundos después. Me anunció que su trabajo había terminado por hoy.

—Usted me ha dicho que la persona que le ha llamado esta mañana para decirle que fuera al plato de Oz tenía una voz de hombre bastante aguda.

—Así es.

—¿Cree usted que se podría tratar de la voz de un enano?

Ella me respondió que podía ser posible, de manera que le hice la pregunta capital:

—¿Notó que tuviera algún tipo de acento? Ya sabe, español, francés, alemán…

—No, no tenía acento.

—Gracias —dije—. Volveré a llamarla. Saludos a Cassie.

—No me olvidaré, está a mi lado —dijo riéndose y colgó.

Tenía una risa verdaderamente encantadora. O Wherthman tenía un cómplice, o alguien sin ninguna relación con la muerte llamó a Judy Garland, o bien Wherthman tenía razón y todo era un montaje. Mis conclusiones no eran lo suficientemente evidentes como para ir a la policía, pero me daban un poco de confianza en lo que estaba haciendo.

Comí mi hamburguesa y me dirigí hacia casa.

Hasta hace un mes mi casa estaba a dos pasos del centro y de mi oficina. Pero la antigua propietaria se enojó cierta noche porque me dejaron la puerta como un colador y el tipo que intentaba matarme acabó siendo arrojado por una ventana. No le pude echar la culpa y no me resultó difícil hacer una mudanza. Mi ropa, libros y provisiones entraron perfectamente en dos maletas de cartón que compré por casi nada en una casa de empeños en Vermonto. El dueño, un tal Hill, me debía un favor por haber atrapado a un ladrón que le desvalijaba durante el día. Todos los días a la hora de cierre desaparecían aparatos de fotos, radios, binoculares y relojes. Yo me instalé debajo de un mostrador con un par de bocadillos vigilando el establecimiento a través de dos cajas y descubrí que el ladrón era una ancianita de setenta y un años que le llevaba la comida a Hill todas las mañanas. Hill siempre comía en su establecimiento para no perder clientela. Ella robaba cuando salía, dejando caer discretamente los objetos en la bolsa que utilizaba diariamente para traer la comida a Hill. No había vendido ni usado ninguno de los objetos robados. Simplemente robaba por placer. Todo estaba colocado en montones en su habitación al principio de la calle. Hill me pagó, pero cuatro horas debajo de un mostrador me habían destrozado la espalda y tuve que guardar cama durante una semana. Él se sentía culpable, y yo utilizaba ese sentimiento para sacarle algunas cosillas, como las maletas y la 38 que llevaba y que nunca había utilizado. Era la segunda 38 que me vendió. Los policías me quitaron la primera cuando Un ladrón me la robó y se sirvió de ella para matar a dos personas.

Todo esto pertenecía al pasado. El presente era el lugar donde actualmente residía, en Long Beach Boulevard, cerca de Slauson. Era pequeño y barato, en parte porque el sitio apestaba a decadencia. Formaba parte de una serie de construcciones de madera, dos habitaciones y cocina, que la administración de Los Ángeles bautizó como bungalows. Para los transeúntes, aquello parecía más bien un motel que había perdido la licencia y el cartel. La pintura se escamaba de todas las casas como la piel quemada por el sol de una octogenaria actriz. Como la actriz, los bungalows eran funcionales, pero no particularmente llamativos. Cuando llovía, tenía un lodazal en la entrada. Los muebles estaban descoloridos y la ducha no funcionaba, pero tenía una gran ventaja. No era caro. Jeremy Butler, el luchador poeta, dueño del edificio de mi oficina y también dueño de este sitio, me sugirió que me mudara aquí y que de paso vigilara un poco la casa. En compensación yo no pagaba prácticamente renta. Unos días más tarde le pagué con un terrible dolor de estómago cuando sorprendí a un crío entrando en uno de los bungalows. El crío me dio un terrible golpe con la cabeza en el vientre, justo en el punto de donde recientemente me habían sacado una bala, y la herida apenas había cicatrizado cuando esto sucedió.

Cuando aparqué el Buick delante de mi casa eran alrededor de las cuatro. Entré, me descalcé y puse los zapatos junto a la puerta. A través de la delgada pared pude oír a una pareja con acento de campesinos en una disputa, pero no pude entender lo que decían.

Abrí completamente los grifos de la bañera. Completamente quería decir que la bañera estaría casi llena dentro de media hora. Media hora que me pasé bebiendo café y disfrutando de un buen tazón de cereales con mucho azúcar. Acabé el tazón en la bañera mientras leía comics. Me alegraba que mis personajes favoritos siguieran sanos y salvos.

Me vestí solamente con la ropa interior, salté a la cama y me dediqué a escuchar la radio con los ojos cerrados durante una hora. Algunos minutos después de las seis me puse mi otro traje para salir. Así era la vida doméstica de Toby Peters, la cual no solía tener muchas variaciones.

La pareja de campesinos seguían discutiendo cuando salí, pero no estaban rompiendo nada, así que no me preocupé más y me subí al Buick. Cuando yo era un muchacho, mi padre, mi hermano y yo le poníamos nombres a nuestros vehículos. Y como siempre se trataba de viejos cacharros, los teníamos que reemplazar todos los años. Me acuerdo de uno especialmente, un Ford T, al que habíamos bautizado como Valentino. Estuve a punto de dar un nombre al Buick, pero ninguno me pareció encajarle. Tendría que preguntarle a Butler. Un poeta me podría dar alguna idea. Me dirigí a través de Long Beach en dirección a Washington Avenue, y luego, a través de Normandie, hacia Whilshire.

Fue precisamente en Normandie, al pasar por un área industrial, cuando la bala me rozó la cabeza. La calle estaba casi desierta, pero un vehículo aceleró detrás de mí accionando el claxon pidiendo paso. Ni siquiera miré por el espejo retrovisor. Cuando me adelantó la cabeza despertaba de su sueño y empecé a comprender lo que pasaba. La bala entró por la ventanilla del conductor, pasó por delante de mi nariz y salió por la otra ventanilla delantera. Pisé el freno, giré el volante y me agaché lo más abajo que pude. El coche chocó contra algo, derrapó y se detuvo. No llevaba la 38 conmigo. Estuve acurrucado durante unos segundos para estar seguro de que el vehículo se había ido. Cuando me incorporé, la calle estaba vacía y el sol brillaba en lo alto. Los agujeros en las ventanillas eran pequeños, pero filtraban rayos de luz como el sol en un dibujo de un niño. Bajé las ventanillas para que nadie me preguntara sobre los agujeros. Luego volví a mi casa y cogí la 38. Se estaba haciendo tarde para mi encuentro con Víctor Fleming, pero me hacía falta un afeitado. Quizás se tratase de un loco. Había muchísimos locos sueltos en Los Ángeles, sobre todo muchachos en busca de sensaciones fuertes. Hay algo en la monotonía de Los Ángeles que vuelve a la gente esquizofrénica. Quizás sea el sentirse al borde del mar, sin poder llevar la vida más allá. También es posible que algún enemigo me estuviese esperando. Yo tenía unos cuantos viejos enemigos y algunos nuevos. También era posible que tuviera alguna relación con el gnomo muerto. Pero esto último era estúpido, puesto que yo no sabía nada que la policía no supiese. ¿Estaba seguro de que era así? Lo repasé todo una y otra vez en mi cabeza, mientras mantenía los ojos bien abiertos en espera de nuevas sorpresas. Me vino una idea a la cabeza. Tarde o temprano tendría que ponerla a prueba. Me detuve en una estación de servicio y llamé a mi oficina mientras que un tipo con un viejo jersey gris me ponía medio dólar de gasolina.

Shelly seguía en la oficina. Él quería hablarme de su desvitalización, pero yo no tenía tiempo y ello pareció molestarle.

—Alguien te ha llamado —dijo aceptando su derrota temporalmente—. Un individuo con una voz muy aguda. Dijo que quería disponer de tus servicios urgentemente, de manera que le di tu dirección. ¿Te ha encontrado?

—Me ha encontrado, Shelly, gracias.

Me aseguré de que el tipo no tenía acento y le dije a Shelly que le vería en cuanto pudiese.

Esto no tenía sentido, al menos para mí. Me olvidé del asunto tras decidir cargar la factura de las nuevas ventanillas a la M. G. M. y enfilé hacia el Brown Derby. Eran cerca de las siete cuando llegué. Encontré un sitio libre un par de manzanas más adelante y volví a buen paso. El Derby tenía forma de una cúpula grisácea, con un dosel en la entrada y una única línea de ventanas rectangulares alrededor. Encima de la cúpula, sostenido por un montaje de barras de acero, había la réplica de un sombrero hongo marrón. Todo el conjunto parecía una gigantesca calva llevando un pequeño sombrero.

Le dije al conserje que Fleming me estaba esperando, y me condujo a una mesa en una esquina. La sala estaba hasta arriba de gente, pero el ruido era soportable.

Fleming se levantó y me estrechó la mano cuando me presenté. Era un tipo bastante alto, alrededor de los sesenta, con el pelo engominado. Su nariz parecía haber recibido un golpe de más en el pasado. Vestía un traje de lana, corbata a cuadros y un jersey marrón. Parecía inglés, pero su voz era americana.

—Siéntese, Peters —dijo.

Había otro sujeto en la mesa y Fleming me lo presentó:

—Doctor Roloff, psiquiatra.

Roloff vestía de igual manera que Fleming y tenía el pelo mucho más canoso que éste a pesar de que debía ser unos diez años más joven.

—El doctor Roloff ha tenido la amabilidad de darme algunas ideas para mi próxima película —me explicó Fleming—. Una nueva versión de El Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

Debía dar la impresión de estar desorientado, porque Fleming añadió:

—Ya sé que Freddie March ha hecho esa película. Bastante aceptable, por cierto, pero tengo algunas ideas y Spencer Tracy está interesado. Pero eso es otra historia. ¿En qué le puedo ayudar, señor Peters? ¿Quiere tomar algo?

—No, gracias. Tan sólo quiero una información y me marcharé. La policía le ha interrogado hoy acerca de una disputa, de la cual usted ha sido testigo, entre dos enanos disfrazados de gnomos.

Fleming asintió y yo continué:

—¿Qué es lo que usted vio y oyó exactamente?

—Muy poco —respondió Fleming sorbiendo su café—. Venía de desayunar junto con Clark Gable, y vimos a los dos enanos peleándose. Clark miró, pero yo no les presté atención. Ya he tenido bastante trabajando un año con ellos. La mayor parte eran normales, pero otros eran insoportables. Discutían, desaparecían, aparecían más tarde. Una vez estropearon una toma cuando cantaron: Ding dong la puta ha muerto. Yo no me di cuenta. El ingeniero de sonido tampoco. Tuvimos que rehacer toda la escena.

—No es de extrañar —intervino Roloff—, la gente pequeña, los enanos especialmente, tienden a ser socialmente agresivos hacia la gente de talla normal. Tienden también a decir más groserías de la cuenta para mostrar su status de adulto. Yo tuve una vez un paciente enano que se inhibía fumando puros y haciendo proposiciones a mujeres de estatura normal. Él sabía que era ridículo y obsceno a los ojos de otros, pero no podía remediarlo. Era un tipo de odio dirigido contra sí mismo, de auto-castigo. Es difícil llevar una vida normal sabiendo que en cualquier sitio al que vayas la gente no te va a quitar la vista de encima. El resultado es un exhibicionista o una reclusión total en la timidez y la amargura.

—Como las estrellas de la pantalla —añadí.

—Exacto —dijo Roloff.

—Siento no poder ayudarle, Peters —dijo Fleming—. Le puedo contar un montón de anécdotas sobre los gnomos, pero no creo que le vaya a servir de ninguna utilidad. Para lo único que servirían sería para confirmar la teoría del doctor Roloff. Le pongo un ejemplo. Un día uno de ellos se emborrachó y casi se ahoga en un retrete. Otra vez otro de ellos se bajó los pantalones en una escena de una multitud. Ni siquiera lo advertimos la primera vez con las prisas. En cuanto a la disputa de esta mañana, cuando vi que se trataba de dos hombrecillos con trajes de gnomos, no le presté ninguna atención. Durante el rodaje me interpuse entre ellos unas cuantas veces, y no tenía deseos de hacerlo de nuevo. Cuando vi a esos dos esta mañana no supe por qué motivo llevaban los disfraces y la verdad es que me importaba un comino.

Hizo una pausa para mirar alrededor suyo y recuperar la calma. Sólo pensar en los gnomos le sacaba de quicio.

—Me complace lo que hemos hecho en esa película —continuó, atusándose los cabellos con la mano—. La cogí después de otros dos directores y la dejé antes de terminarla para empezar Lo que el viento se llevó. De todas formas me pasé todo aquel año con Oz y ha sido el trabajo más endiabladamente difícil que jamás haya hecho. Esas dos películas significan mucho en mi carrera, pero no las empezaría de nuevo ni por todo el oro del mundo. Incluso si todo el mundo olvida la película, yo siempre me acordaré de ella y no precisamente por sus gratos momentos.

—A mí me gusta —dije.

—Es un trabajo extraño —añadió Roloff posando la taza y manoseando su pipa—. Depende totalmente de la persona que la vea y de lo que en ese momento esté pasando por su cabeza, puede tener muchos significados diferentes.

—¿Como qué?

—Es el sueño de un niño que acepta el mundo de los adultos. Una adolescente sueña con pedir la ayuda de un mago, ayudada por tres personajes masculinos, donde ninguno de ellos es un hombre del todo. Su celosa rival es una vieja bruja que desea poseer las zapatillas que lleva la muchacha. Esas zapatillas de un rojo vivo se pueden interpretar como el flujo menstrual. En el libro eran de plata. La joven muchacha de la película aprende a aceptar el poder de las zapatillas rojas —su femineidad— con la ayuda de los tres admiradores que aún no son hombres y de un personaje terrible y misterioso que personifica al padre. Es un personaje maternal —la bruja hermosa— el que le da las zapatillas rojas. ¿Ha pensado alguna vez que al despertar ella se encuentra con su primera regla, Víctor?

Fleming estalló de risa.

—Jamás pensamos en esa interpretación durante el rodaje.

Roloff encendió su pipa y dio dos o tres bocanadas. Luego levantó la mano.

—Eso es justamente lo que le decía a propósito de la película sobre Jekyll y Hyde. Un sueño no tiene por qué tener obligatoriamente una significación consciente. Tú cuentas una historia simplemente porque la encuentras interesante y otros también. Mi trabajo es descubrir por qué la encuentras interesante y darle un significado.

—Usted ha dicho que hay otras interpretaciones —dije.

—Bien, ¿qué le pareció ésta? Mucha gente puede interpretar la película como una especie de analogía de la situación mundial actual. Los gnomos se pueden tomar como europeos, extranjeros, diferentes, y que tienen necesidad de ayuda, y la bruja puede representar a Hitler, entonces tenemos una situación en que una valiente muchacha americana se ve obligada a tomar las armas contra el mal para ayudar a los inocentes extranjeros, para acabar con la belicosa y bien protegida bruja, encarnación de Hitler, y para ser recompensada en su esfuerzo por el todopoderoso Dios, el Mago de Oz.

—Pero al final descubre que todo eso no es más que un sueño —dijo Fleming negando con la cabeza y haciendo una señal al conserje para que le trajera otro café.

Esta vez acepté una taza.

—Exacto —dijo Roloff—, no es más que un sueño, una pesadilla con un final feliz. La película nos dice que si tenemos que entrar en la guerra, entraremos y volveremos triunfantes como si despertáramos de un sueño. Quizás vayamos a estar obligados a afrontar el miedo de la muerte en lugares lejanos y pintorescos antes de reencontrar la melancólica seguridad de Kansas. De todas maneras, el mensaje podría significar simplemente que si tenemos que luchar, lucharemos. ¿Quiere usted oír una tercera interpretación?

Sonreí y respondí que dos eran suficientes, pero Fleming declaró que si no teníamos cuidado las universidades empezarían a ofrecer cursos sobre el «mensaje» de las películas. Lo que Roloff dijo era muy interesante, pero no me era de ninguna utilidad. Estaba equivocado, pero no lo iba a saber hasta que fuera casi muy tarde. Para mí, la conversación con Fleming no me llevó a ninguna parte.

—Siento de nuevo que no le pueda servir de más ayuda, Peters —dijo Fleming—. Seguro que Clark ha tomado buena nota del incidente, además tiene memoria de elefante. Quizás él le pueda decir algo más.

Me despedí de Roloff y de Fleming y salí del Derby. Eran las nueve pasadas. Me detuve delante de una tienda para comer un par de tacos y un batido de chocolate.

Cuando llegué a casa media hora más tarde cerré la puerta con llave, bajé las persianas, puse una silla contra la puerta y coloqué la 38 junto a la almohada. No era razonable que un matón pudiese entrar y dispararme a bocajarro, pero sí era posible que un enano asesino que conociese mi dirección fuese lo suficientemente loco como para intentarlo. Por razones desconocidas la idea de ser asesinado por un enano me aterrorizaba más que la de serlo por un hombre normal. ¿Y si el pequeño asesino se colaba por una grieta de la puerta y me clavaba un cuchillo en el pecho? Podía ver al pequeño soldado gnomo muerto y yo a su lado en el camino de adoquines amarillos.

Me era difícil dormirme, así que dejé la luz del cuarto de baño encendida. Ese método daba resultado cuando era pequeño, y lo iba a dar ahora. Pero nunca se sabe. La radio brillaba junto a mí y sonaba una dulce canción. Mi mano sintió el acero reconfortante de la 38 bajo la almohada y me dormí esperando tener pesadillas.

No hubo pesadilla. Soñé que dormía plácidamente en un prado de amapolas y que la nieve caía dulce y fría sobre mi cara.