–Si no le importa, preferiría ir a Chez Victor.

Acababan de dejar atrás el gentío y habían llegado a una esquina en la que había una vulgar terraza de café, donde Hans dijo que podían sentarse. La niña-mujer había señalado un poco más lejos, hacia una calle estrecha y mal empedrada, con un globo de luz bajo el cual se veía la silueta inmóvil de un gendarme.

Se trataba de un baile popular, y la compañera de Hans, creyendo que él dudaba, se apresuró a afirmar:

–No es más caro que en cualquier otro sitio.

Irradiaba seguridad, aplomo. Al igual que Sidonie, representaba un papel, o mejor dicho, soñaba despierta, aunque no se tratara ni del mismo papel ni del mismo sueño.

Sidonie se veía cubierta de encajes y de sedas, o, mejor aún, de una capa de armiño, la piel brillante, la mirada nostálgica y lejana, y cuando los de la feria se volvían a su paso para mirarla, no debía de hacer un gran esfuerzo para imaginar a unos caballeros jóvenes vestidos de esmoquin.

La otra, la achaparrada, con unos pechos voluminosos y unas nalgas que invitaban a la palmada, había puesto su ideal un poco más abajo en la jerarquía de la seducción.

Representaba el papel de buena chica, de buena chica del pueblo, cazurra y cínica, que tiene su corazoncito, pero no se deja engañar.

El baile estaba iluminado por una luz violácea que descomponía la cara de las mujeres. Sólo se veían ojeras, mejillas azuladas y labios blancos, y la compañera de Hans sufría esta transformación como las demás.

–Buenos días, Victor -dijo al pasar delante del mostrador.

Victor estuvo a punto de no advertir su presencia, pero al percatarse un poco después, dejó caer como una limosna:

–Buenas noches, Germaine.

La otra, la pequeñita, se introdujo temerosa en aquella atmósfera en la que hormigueaban notas de acordeón, y a veces miraba a Hans de los pies a la cabeza.

–¿Nos sentamos aquí?

–Si le parece bien, señorita Germaine.

–¿Cómo sabe mi nombre?

Acababa de oírlo, la explicación era fácil. Ella lo sabía pero, a pesar de todo, le gustó.

–¿Qué van a tomar?

–Una gaseosa con menta, con mucha menta. ¿Y tú, Ninie?

–Lo mismo.

Ninie estaba impresionada. Como les ocurre a los niños, no podía apartar la mirada de Hans, y, con los labios entreabiertos, iba adquiriendo poco a poco una expresión de pasmo.

–Usted es extranjero, ¿no? – preguntó Germaine zalamera, mientras se ponía polvos, lo cual era inútil con aquella iluminación.

Él respondió con sencillez o cinismo:

–Alemán.

Ninie se sobresaltó. Sus pupilas se agrandaron un poco más. En cuanto a la otra, la regordeta, dijo sentenciosamente, como alguien que está bien enterado:

–¡Ah! Como los Krull.

Las parejas bailaban: sus caras eran inexpresivas y miraban de reojo a los espejos de las paredes. Sentada en la banqueta, Ninie no tocaba el suelo con las piernas, y chupaba la pajita que le habían dado. Es posible que Hans le infundiera un poquito de miedo.

No se parecía en nada a las personas que conocía. En primer lugar, aunque no fuese «uno de la calle», se paseaba sin sombrero y con la camisa abierta, una camisa que no era del tipo que suelen llevar los hombres en el campo o en el mar.

Sus zapatos achatados casi parecían zapatillas, y eran tan flexibles que no se le oía andar.

No era un estudiante, tampoco un obrero ni uno de esos chicos que llevan adrede la gorra ladeada.

–¿Quiere bailar? – propuso Germaine, en un momento en el que ya no sabía qué decir.

Hans le doblaba en estatura y tenía que inclinarse. Parecía que fuese a levantarla del suelo, y no obstante no resultaba ridículo, ni tampoco se le veía incómodo; mientras, la mirada de Ninie seguía los movimientos de la pareja a través de la sala.

–Baila usted bien, pero no baila como los de aquí -observó Germaine al volver a su sitio.

–¿Viene a menudo a Chez Victor?

–Los domingos por la tarde y, a veces, también por la noche.

Los miraban. Todo el mundo se había fijado en Hans, y había en las miradas un poco de desdén, a causa de las dos muchachas. Él parecía indiferente a todo.

–¿Venía aquí con Sidonie?

Ella se sorprendió, y tuvo un asomo de desconfianza.

–¿Conocía a Sidonie?

–He oído hablar de ella.

–¿A quién?

–A unos amigos.

–¿Qué amigos? Yo conocía a todos los compañeros de Sidonie. Íbamos juntas a todas partes.

Ya sabía suspirar con solemnidad para indicar su dolor, se llevaba el pañuelo a los ojos. Y luego comentó, en ese tono de los niños precoces que imitan a las personas mayores:

–¡Es horrible!

–¿Tenía muchos novios?

La pequeña Ninie tocó el brazo de su amiga, y ésta, sin preocuparse por lo extraño de la pregunta -ya que Hans era alemán-, preguntó a su vez:

–¿Usted no será de la policía?

Las javas sucedían a los valses, y las mismas siluetas, las mismas caras de cera, se deslizaban girando en medio de aquella luz irreal.

–Le juro que no soy de la policía. Pero estaba cerca del canal cuando encontraron el cadáver.

Germaine se estremeció. Ninie miró a su alrededor para asegurarse de que no corría ningún peligro, y después, para tranquilizarse más, bebió un largo sorbo de limonada con menta.

–He pensado que el domingo pasado tal vez alguien las siguió a las dos.

Ya era demasiado tarde para retirar aquella frase poco feliz que iba a desencadenarlo todo. Hans notó claramente en la chica rolliza un sobresalto apenas perceptible.

En un segundo dejó de ser la chiquilla orgullosa de pavonearse en un baile popular con un hombre. Le había asaltado una idea. Ya no miraba a Hans a la cara.

–¿Por qué me pregunta todo esto? – repuso sin hacer teatro, sin escuchar el sonido de su voz.

Ninie, tocándole de nuevo el brazo, murmuró:

–¡Vámonos!

–¿Por eso se nos ha acercado en la calle?

La asaltaron pensamientos tumultuosos. Respiraba ruidosamente, con el pecho agitado.

–Tenemos que irnos.

–¿De pronto tenéis prisa? – se burló Hans.

Entonces ella pronunció la breve frase:

–¡Apostaría a que usted es de la familia Krull! Debería haber notado enseguida que se parece al médico.

Los del barrio ya llamaban a Joseph «el médico».

Inmediatamente, las dos muchachas emprendieron lo que podría llamarse una huida, después de que cada una balbucease:

–Hasta la vista…

Cuando Hans llegó al final de la escalera, en la casa dormida, se detuvo un instante, no oyó nada, llamó a la puerta de Liesbeth y la puerta se abrió sola a la oscuridad del cuarto; Liesbeth estaba allí en camisón, descalza, esperando de pie junto al umbral.

Entonces entró y fue a acodarse en la ventana; su prima acudió a su lado. La luna se levantaba y les iluminaba a los dos, añadiendo misterio a la presencia de aquellos dos seres inmóviles en la noche, encajados en una ventana como dentro de un marco que colgase en la pared de la casa.

Liesbeth deslizó sus dedos helados en la mano de Hans, esperando la porción de ternura que él quisiera darle, sin atreverse a mirarle por temor a descubrir en su cara hastío o cansancio.

Pero aquella noche Hans no rechazó la mano fría, y rodeó con el brazo los hombros de Liesbeth, sin dejar de contemplar el canal más allá del astillero, donde el follaje de los álamos creaba una larga perspectiva plateada.

–¿Tú también crees que me parezco a Joseph? – preguntó de repente en un susurro.

–¿Quién ha dicho eso?

–Eso es lo de menos. ¿Lo crees?

–En absoluto. No os parecéis en nada.

Él se limitó a decir:

–Está bien.

A través de la delgada tela del camisón, le acariciaba un pecho pensando en otra cosa; ella tardó bastante en atreverse a suspirar:

–Me haces daño…

Era feliz y se sentía inquieta. Nunca había visto al joven como aquella noche, soñador, casi tierno. Después de un largo silencio, se atrevió a preguntar, apretando más su cuerpo contra el suyo:

–¿Cuándo nos vamos?

Hans no sabía si Joseph estaba detrás de la puerta o no. No había prestado atención a los pequeños crujidos reveladores. Y ahora miraba a su prima, con la nariz puntiaguda y los ojos siempre angustiados cuando se fijaban en él.

–Ven…

Se tendió en la cama vestido, dejó que ella se echara a su lado, abrazándole. Liesbeth no sabía si él tenía los ojos abiertos o cerrados, pero oía su respiración regular, y hasta el latido de su corazón junto a su oreja.

Evitaba el menor movimiento, casi hacía esfuerzos por no respirar, tal era su temor de estropear, aunque fuese un poco, aquel momento; por fin notó que la respiración de Hans se hacía más prolongada, más profunda, y que su cuerpo parecía aflojarse.

Dormía en la cama de ella, y Liesbeth seguía sin moverse, espiando los latidos del corazón, sujetando con ambas manos un hombro recubierto de lana.

De pronto, cuando abrió los ojos ya era de día. Se levantó de un salto, maravillada de que Hans siguiera allí durmiendo, con una tenue capa de sudor en la frente y encima del labio.

Estaba amaneciendo. En el canal, las chalanas aún no se habían puesto en movimiento. Un carretero conducía su caballo a lo largo del muelle, provisto de arneses y tiros, pero sin carro.

–Hans…

Le tocó casi temerosamente. Cuando abrió los ojos, ella temblaba. Levantó la muñeca para mirar la hora en su reloj, bostezó, sacó una pierna de la cama y luego la otra.

Estuvo a punto de irse a su cuarto sin darle un beso. Se acordó cuando ya estaba cerca de la puerta y volvió atrás.

–Hasta ahora -murmuró sin mirarla.

Aquella mañana, mientras la familia se encontraba desayunando en la cocina, Hans estaba más pensativo que de costumbre y miraba a Joseph, que aún no se había lavado ni peinado.

Aparte de la estatura, no existía entre ambos el menor parecido físico: ni el óvalo de la cara, ni el color de la piel, ni el de los ojos…

Y, sin embargo, aquella muchacha había advertido un aire de familia y Hans se daba cuenta de que tenía razón.

También su padre se parecía al viejo Cornélius, aunque sin la barba, pero ellos eran hermanos.

Aquel día, Liesbeth parecía una joven sana y alegre, mientras Joseph, que no miraba a nadie, comió deprisa y sin ganas, y volvió a subir a su cuarto inmediatamente después de acabar.

Hubo una hora vacía: Hans fue a comprar cigarrillos a trescientos metros de la casa, y se entretuvo mucho rato viendo cómo maniobraban la esclusa. Mientras, entre cliente y cliente, la tía María entró en la cocina y le dijo a Anna:

–¿No crees que Liesbeth puede enamorarse?

–¿De quién?

–De él.

–Por su bien, espero que no.

–A veces me da miedo. Tiene una forma de mirarnos, uno a uno…

La interrumpió el timbre de la tienda, y se encontró delante de Pipi.

–¡Anda, dame algo de beber, vieja amiga! – profirió la madre de Sidonie, que pasaba por un periodo de enternecimiento.

Iba de un extremo a otro. Tan pronto se mostraba agresiva y grosera, como se lanzaba sobre el primero que pasaba para llorar sobre su pecho. En estas crisis se olvidaba de detestar a María Krull y a veces la llamaba «vieja amiga».

–Sería mejor que no bebieses, Pipi. Te olvidas de que estás de luto.

–¿Tú crees que yo la olvido? ¿Crees que la olvido? Si supieras…

La tía María volvió la cabeza hacia la puerta de la cocina, que se había entreabierto, y parpadeó al ver allí a Hans.

–¿Necesitas algo, Hans?

–No, tía.

Simulaba no comprender; entró en la tienda, ocioso, como si se dispusiera a quedarse allí.

–María, tú tuviste la suerte de encontrar un buen marido, pero el mío se emborrachaba todas las noches, y me pegaba tanto que no hacía más que tener abortos. O sea que…

La tía María se sentía incómoda ante la presencia de su sobrino. Éste comprendía que, de no estar él, su tía también se conmovería y sermonearía a Pipi. Ahora tenía más claro lo que ya había adivinado: que entre las dos mujeres existía una relación compleja, una mezcla de atracción y de odio, una necesidad, en algunos momentos, de compararse la una con la otra.

¿Acaso la tía María no veía en Pipi, en cierto modo, su caricatura, la mujer en que se habría convertido de no haber sido decididamente virtuosa?

Y Pipi, si volvía una y otra vez a casa de los Krull, tan pronto llorosa como con el insulto en los labios, ¿no era capaz de prescindir de la tendera?

Hans abrió la puerta del azulete Reckitt, y se quedó de pie en el umbral, frente al muelle, dando la espalda a las dos mujeres.

«Se parecen como Joseph y yo nos parecemos», pensó.

Aunque aún confusas, en su mente empezaban a dibujarse algunas ideas, nuevas relaciones de causa-efecto, lazos sutiles entre las personas.

–¿Tú qué habrías hecho si tu marido te hubiese pegado? – preguntaba Pipi bebiendo su segundo vaso de vino.

–¡Habría rezado! – respondió la tía María, dirigiendo una mirada impaciente a aquella silueta del hombre inmóvil en el umbral.

¡No podía soportar a Hans en aquellas condiciones! Al igual que tampoco pudo tener al gato negro.

Ésa era una historia de la que nunca se hablaba, porque nadie se sentía orgulloso de ella. Desde entonces no habían querido gatos en casa, a pesar de los estropicios que hacían los ratones.

A aquel gato le llamaban Barbu. Poco después de nacer se lo dio un marinero barbudo, y se quedó con este nombre; un gato negro sin raza, un macho al que hubo que capar a causa del olor.

Hacia el segundo año le empezó a caer el pelo, y en vano le aplicaron diversas pomadas: Barbu tenía una enfermedad de la piel y estaba lleno de costras.

–Habrá que ahogarlo -decían todos los días.

Y una mañana encargaron al obrero la ejecución. Le dieron un saco viejo, y vieron cómo se alejaba a orillas del canal, hasta mucho más allá del astillero.

No se volvió a hablar del asunto hasta la noche, y en el mismo momento en que se sentaban a la mesa un gato negro empujó la puerta entornada, y después de haberse frotado contra las piernas de todos, se instaló en su lugar habitual, en la cesta que nadie se había acordado de retirar.

Era Barbu, que desde entonces miró a los de la casa con unos ojos extraños, que debían de contener reproches. Barbu, a quien nadie se atrevía a volver a acariciar, pues hasta tal punto todo el mundo se sentía culpable.

¿No se había obrado un milagro? En quince días se curó de la enfermedad de la piel, pero seguía teniendo la misma mirada, aquella presencia implacable, aquel aire de juzgarlos a todos…

Durante uno o dos meses lo soportaron. No se atrevían a repetir lo del saco. Les daba vergüenza llamar a los del ayuntamiento por un gato. Y fue Joseph, que entonces tenía quince años, quien se decidió a matar al animal en el patio, de un tiro de carabina a bocajarro.

Hans provocaba el mismo tipo de inquietud. Iba y venía por la casa rumiando pensamientos misteriosos, y cuando miraba a las personas se veía que, a su manera, estaba juzgándolas.

A la tía María la incomodaba que la sorprendiera así, en una conversación amistosa con una borracha, una mujer que hacía sus necesidades en las aceras y que pasaba la noche en comisaría al menos una vez por semana.

¿Adivinaba que Hans las comparaba como si hubieran sido intercambiables, como si por ejemplo, en circunstancias diferentes, la tía María hubiera podido convertirse en una Pipi, y viceversa?

En el piso de arriba, Joseph terminaba su tesis poco a poco, con una fina escritura regular. Liesbeth empezaba con un alegre arrebato un estudio de Chopin.

Pipi se fue. La tía María, después de carraspear, se atrevió a decir:

–Hans…

Tenía que hablar con él. Pasara lo que pasase.

–Escucha, Hans. No deberías venir tanto a la tienda. Se reconoce con demasiada facilidad que eres extranjero. Y nosotros ya hemos tenido muchos problemas, y eso que, por así decirlo, estamos en Francia desde siempre.

–Muy bien, tía.

Sonreía de un modo muy desconcertante porque al mirar a su tía trataba de imaginársela haciendo pipí en el borde de la acera.

Al mismo tiempo pensó: «Apostaría a que hay momentos en que envidia a esa vieja borracha».

Y en voz alta dijo:

–En ese caso iré un momento a hablar con Anna. Así perfeccionaré mi francés.

Sabía que cuando le veía acercarse, Anna de buena gana se santiguaría como si viese al demonio, a causa también de la tentación.

–Esta mañana estás guapísima, prima Anna…

Tenía calor, pues estaba haciendo confituras y el horno funcionaba al máximo de su potencia.

–Ya sabes que no me gustan esas bromas.

¿Por qué era aquélla una mala mañana excepto para Liesbeth, que aún no acababa de creerse que había dormido con Hans?

(En aquella casa, ella era diferente. Seguía con su solo vibrante, que llegaba hasta el último rincón de la casa sin encontrar eco en los corazones.)

¿Debido a la tormenta? Sin embargo, sólo había una nubecilla blanca en el cielo.

Hans hacía rabiar a Anna y le divertía que ella se sonrojara, pero lo hacía con desgana, casi sin pensar en lo que decía, porque en realidad estaba lejos de allí y ocupaban su mente demasiadas cosas.

Mientras tanto, nadie podía imaginarse lo que iba a suceder, porque los caminos del azar son demasiado complicados. Ni siquiera cuando Pipi fue por segunda vez a la tienda, ahora por unos encargos para una chalana a motor.

–¡Si supieras el efecto que me ha hecho volver a verlo en su lugar de siempre, en la chalana! Nadie me había dicho nada. No me guardaba rencor, no es un hombre rencoroso. Lo único que me ha dicho es…

Todo empezó a causa de Ninie. Aún iba a la escuela. Las vacaciones habían comenzado dos días atrás, pero los alumnos pobres que querían quedarse a pasar unos días gratuitamente junto al mar tenían que presentarse en la escuela aquella mañana con un certificado de indigencia para poder inscribirse.

Ninie, que aún no había digerido su miedo del día anterior, le dijo a una amiga.

–Seguro que a Sidonie la ha matado un extranjero…

–¿Por qué precisamente un extranjero?

–Porque conozco a algunos en el barrio, y ayer, si no hubiéramos ido con cuidado Germaine y yo…

El juez de instrucción creía tan poco en el caso que se había ido de vacaciones, aunque es cierto que poseía un chalecito a doce kilómetros de la ciudad y que el comisario no dejaría de telefonearle si surgía algo nuevo.

–Si sabes algo tienes que decirlo.

–¿Por qué voy a decirlo?

–Porque tienes que hacerlo.

–Si lo hubiera sabido no te hubiese contado nada. Las dos riñeron mientras formaban en la fila.

La maestra intervino.

–¿Qué os pasa a vosotras?

–¡Es ella, señorita! No quiere decir que sabe quién fue el asesino de Sidonie.

–¿Que tú sabes quién fue el asesino?

–No, señorita.

–Entonces…

Pero la otra insistía:

–Me ha contado que ayer un extranjero quiso…

–¡No es verdad!

–Juro que me lo ha dicho.

Y así acabó llegando a oídos de la directora, que apuntaba las inscripciones, y Ninie se encontró en el despacho de ésta, tiesa y muy nerviosa.

–¿Qué le has contado a tu amiguita? Si mientes, no irás al mar.

–Le he dicho que seguramente el criminal es un extranjero.

–¿Por qué?

–Porque anoche, con Germaine…

–¿Quién es Germaine?

–Una amiga que hace recados para la zapatería donde trabajaba Sidonie.

El despacho también olía a escuela.

–¿Dónde estabas con Germaine?

–En un baile.

Hasta entonces se había mostrado decidida, pero ya no aguantó más y estalló en sollozos.

Un poco más tarde la directora entraba con Ninie en la comisaría del barrio de Saint-Léonard. A las dos horas un policía de uniforme se presentó en la zapatería y preguntó por una tal Germaine.

–¡Yo no he hecho nada! – protestó ésta mientras se la llevaban.

El comisario se sentía incómodo con las dos muchachas en su despacho.

–¿Qué os preguntó?

–Si el domingo por la noche no habíamos visto a nadie que siguiera a Sidonie… Seguro que la conocía.

En la comisaría los policías iban en mangas de camisa, como Joseph Krull en su cuarto.

A las cuatro de la tarde el cielo empezó a encapotarse, pero lo mismo había ocurrido los días anteriores sin que llegase la esperada tormenta. Un agente bajó de su bicicleta delante de la casa de los Krull y entró en la tienda.

–¿Vive aquí un extranjero?

La tía María se asustó, porque pensó enseguida en papeles que podían no estar en regla y en multas.

–Está aquí el sobrino de mi marido, que…

–Es alemán, ¿verdad? Quisiera hablar con él.

Entonces ella cruzó la cocina, donde no había nadie, y al pie de la escalera gritó:

–¡Hans, Hans! Preguntan por ti.

La verdad es que Hans seguía haciendo rabiar a Anna,

que limpiaba los cuartos de la primera planta.

–Ya bajo, tía.

El agente le dijo:

–En la comisaría quieren verle. Coja sus papeles. Sígame.

Cuando doblaron la esquina del muelle empezaron a caer unas gotas que formaron amplios círculos en los porosos adoquines.

En el despacho del comisario Hans vio enseguida a Germaine y a Ninie, que se esforzaban por parecer tranquilas, pero que no se atrevían a mirarle a la cara.

–¿Es él?

Se dieron unos codazos para animarse. Germaine se puso tiesa.

–Sí, señor comisario. Y juro que no paró de hablarme de Sidonie.

–¿Me da su pasaporte?

Hans se lo tendió.

–¿Por qué no lleva el visado alemán ni el sello de la frontera?

–Porque pasé la frontera clandestinamente.

–¿Por qué?

–No estaba bien visto a causa de mis ideas políticas.

Estaba acostumbrado a las comisarías y en general a todos los despachos oficiales.

–Cuando me enteré de que querían encerrarme en un campo de concentración, me refugié en Francia.

–¿Por dónde entró?

–Por Colonia y Bélgica.

–¿Cómo?

–Al pasar la frontera me colgué de los bojes.

Era un Hans al que los Krull aún no conocían, un Hans duro y seguro de sí mismo que desafiaba a las autoridades.

–¿Por qué sus parientes no hicieron que se inscribiera en el registro, como era su obligación?

–No lo sé.

–Anoche abordó usted a estas muchachas en la feria. ¿Con qué fin?

–¡Con ninguno, señor comisario!

–¿Por qué las llevó a un baile popular?

–Fueron ellas las que me lo pidieron.

–¡Oh! – exclamó entonces Germaine con indignación.

–Como yo fui el primero en ver el cadáver de Sidonie en el canal… Además, ya le dije cómo me llamo. Yo estaba allí antes que el marinero.

–Sí, ya recuerdo. ¿Y luego?

–Nada, curiosidad. Supuse que una amiga de Sidonie…

–¿Cómo sabía que era amiga suya?

–Porque las había visto juntas.

–¿Cuándo?

Hans hizo una pausa y sus ojos chispearon de ironía.

¿Cuándo? Si lo decía… ¡Bueno, qué más daba!

–El domingo por la noche.

–¿Las vio juntas el domingo por la noche?

–En la feria, señor comisario.

–¿Ya las conocía?

¿Tenía que confesar además que vio a Sidonie antes, bajo una farola en los muelles, besándose con un hombre?

–No.

Las muchachas estaban tan impresionadas que se habían acercado la una a la otra, y se daban la mano. El comisario estaba furioso, porque todo aquello resultaba terriblemente complicado y presentía muchos peligros.

–¿Por qué no se presentó antes en comisaría?

–Le di mi nombre y mi dirección, pero usted no me llamó.

¡Era verdad! Todo aquello no tenía ni pies ni cabeza.

–¡Vosotras, callaos! – chilló el comisario dirigiéndose a las muchachas, porque la menor había susurrado unas palabras al oído de la otra-. Para empezar, a vuestra edad sería mejor que de noche no anduvierais por la feria. Voy a mandaros a un correccional. Sobre todo a ti, que eres la mayor y arrastras a tu compañera…

Los dejó a los tres solos en su despacho para ir al cuarto de al lado y desde allí telefonear al juez. Ellas estaban tan impresionadas que pegaron las espaldas a la puerta.

Nadie lo había querido. Hacía ocho días que Sidonie había muerto y, por así decirlo, resultaba que ella sola resucitaba.

–Bueno… -dijo por fin el comisario de mal humor-. De momento no voy a detenerle. Pero le aviso que le vigilamos, y le ruego que no salga de la ciudad. Puede irse. En cuanto a los Krull…

No dijo lo que haría con los Krull. Quería volver a estar a solas con las dos jóvenes para interrogarlas a fondo.

–Le he dicho que puede irse.

Hans se encogió de hombros y alargó la mano hacia el picaporte.

–Buenas noches, señor comisario.

–Buenas noches.

La última mirada de Hans, por otra parte completamente involuntaria, se dirigió a la rolliza silueta de Germaine, cuyos voluminosos pechos no dejaba de mirar el comisario.

5

Al salir de la comisaría Hans andaba y miraba como de lado, igual que un perro callejero dispuesto a hacer alguna fechoría.

Todos los comercios del barrio se concentraban en la Rue Saint-Léonard, una calle estrecha y atravesada por los tranvías, que pasaban a ras de bordillo. Las casas eran tiendas, la mayoría de comestibles, cuyo olor se extendía por toda una parte de la calle.

De pronto, Hans se fijó en el nombre que había sobre un portal: PIERRE SCHOOF. Luego, debajo, en una bonita letra inglesa cursiva: MANTEQUERÍA, HUEVOS, QUESOS.

El olor sobrepasaba su trozo de calle e iba a mezclarse con el del verdulero de al lado, cuyos cestos invadían la acera.

Hans se detuvo. Estuvo a punto de pegar la nariz en el cristal del escaparate, como un niño maravillado.

Contemplaba al señor Schoof, que se mostraba muy distinto a como era en casa de sus amigos Krull: más vivaz, más rechoncho, de una cordialidad brillante y fluida.

En la tienda, toda recubierta de mármol blanco, había tres personas atendiendo: el señor Schoof, Marguerite -que llevaba un delantal de una blancura deslumbrante- y una dependienta que aún no había adquirido la misma tonalidad rosada de sus patronos.

Saltaba a la vista el contraste entre estas tres personas aseadas y relucientes -como los animales de una exposición-, cuya misma sonrisa hacía pensar en algo comestible, y las amas de casa resignadas, vestidas de oscuro, con el pelo estirado y las caras pálidas que esperaban su turno al otro lado del mostrador, y observaban con silenciosa angustia las indicaciones de la báscula.

Hans entró.

–¿Puedo hablar con usted un momento, señor Schoof?

Lo dijo en alemán, y el señor Schoof se mostró inquieto, empujó una puerta acristalada y replicó en francés:

–Entre aquí. Ahora mismo vuelvo.

Era la trastienda, el comedor, la cocina y la sala de estar, todo a la vez, reluciente como la tienda, sin una mota de polvo, sin una sombra en el barniz de los muebles..

–Le escucho, Hans… Es mejor no hablar alemán en la tienda. La mayoría de los clientes suponen que soy holandés, y así va mejor. ¿Puedo ofrecerle algo?

En casa de los Krull nunca se ofrecía nada de beber, pero el señor Schoof tenía en su aparador un frasco de coñac y una caja de puros.

–He venido a pedirle consejo, señor Schoof, porque he recibido malas noticias de mi padre y no puedo inquietar a mi tío Cornélius.

El pobre señor Schoof, con sus ojos redondos, ya era una víctima resignada.

–Quizá sepa usted que mi padre, mal visto por los que ejercen el poder en nuestro país, me encargó que cruzara la frontera con la mayor parte de su fortuna. Esa es la razón principal de mi viaje; pero de momento tuve que dejar el dinero en un banco de Bélgica, porque temía encontrar problemas en la frontera francesa.

El señor Schoof escuchaba sólo con una oreja, pues no podía dejar de escuchar también los ruidos de la tienda, la campanilla de la entrada, el chasquido de la caja registradora.

–Mi padre acaba de ser detenido y le han trasladado a un campo de concentración. Quizá quieran fusilarle o hacerle desaparecer.

–¡Por Dios! – se creyó obligado a suspirar el señor Schoof.

–Por eso tengo que ayudarle a escapar. Unos especialistas me piden cinco mil francos, que he de mandar telegráficamente esta misma tarde a una dirección convenida. No tengo tiempo de ir a Bélgica a retirar los fondos del banco. Y si se lo cuento a mi tío Cornélius…

El señor Schoof seguía sin moverse, no parecía entender el final de aquella historia.

–He pensado que usted podría hacerme este favor, sólo por cuarenta y ocho horas.

El señor Schoof no manifestó ningún entusiasmo. Dejó escapar un leve suspiro, estuvo a punto de mirar a su joven interlocutor, sin duda se dijo que era inútil, pues no había más remedio que acceder, y se dirigió hacia la caja.

Marguerite, desde el otro extremo del mostrador, le vio manejar billetes grandes, comprendió y dirigió a Hans una mirada curiosa.

–Volveré pasado mañana, señor Schoof.

Seguía hablando alemán en la tienda, y el señor Schoof, para dar por terminada la entrevista, se sumergió bajo el mostrador.

Hans aún no sabía qué iba a hacer con aquellos cinco mil francos. Había tenido la idea de pronto, mirando la tienda; ese mismo azar hizo que se detuviera delante de un cartel amarillo que anunciaba para aquella noche un gran concierto en el conservatorio.

Entró y compró dos butacas. Cuando llegó al muelle de Saint-Léonard y empujó la puerta de la tienda -escuchando siempre con el mismo placer el sonido grave de la campanilla y dirigiendo la mirada al león blanco del almidón Remy a modo de saludo-, no advirtió que su tía Maria se volvía hacia él con angustia, ni que le seguía hasta la cocina, ni que Anna interrumpía su trabajo, se secaba las manos y le interrogaba con los ojos.

Casi se había olvidado de la historia de la comisaría. Su tía se vio obligada a preguntar:

–¿Qué ha pasado?

–Nada importante. Querían saber si tenía los papeles en regla. Al parecer vosotros sois los que no estáis en regla, porque no declarasteis que teníais un huésped. A propósito, si Liesbeth quiere ir al concierto, tengo dos entradas.

Comprendió que unas butacas que costaban veinte francos las sorprenderían, y entonces le preguntarían de dónde había sacado el dinero. Para simplificar, les dijo:

–… He encontrado a un compatriota. Había comprado dos entradas, pero tiene que marcharse esta noche.

Pero aún no había acabado. Se había embarcado en una historia más complicada de lo que él suponía. La tía María y Anna se interrogaban, porque no les gustaba que Liesbeth saliera sola con su primo, y por otra parte las inquietaba también la posibilidad de perder unas entradas de veinte francos.

–¿A qué hora terminará?

Estuvo a punto de responder: «A la hora que queráis».

No tenía la menor importancia, puesto que no iba a ir al conservatorio, ni a ningún otro sitio. No tenían por qué preocuparse, porque aquella noche no haría daño a Liesbeth.

No, tenía ganas de pasear con ella y charlar. De pronto se le había ocurrido pensar que nunca habían hablado.

Había elegido al azar el pretexto del conservatorio, lo que había revolucionado a toda la casa, pues discutían acerca de la ropa que llevaría Liesbeth, hablaban de planchar su vestido de raso azul y de comprar medias nuevas en el barrio.

–¿Irá de largo? – preguntó.

–¡Para ir al conservatorio, siempre! Sobre todo en platea.

¡Qué importaba! A las ocho estaban los dos esperando el tranvía en la esquina del muelle, Liesbeth con la cabeza descubierta, con la permanente recién hecha -aún olía a cabellos quemados- y una gabardina sobre el vestido que le llegaba a los pies.

–¿No vamos al conservatorio? – se sorprendió la joven cuando Hans bajó del tranvía dos paradas después.

–No.

–¿Adónde vamos?

–A ninguna parte.

Y sonreía, divertido, como si le hubiese hecho un buen regalo. Incluso la cogió del brazo y así anduvo a su lado, como un novio normal.

–Empezaba a aburrirme -dijo.

Ella evidentemente le entendió mal y se disculpó, humilde y temerosa:

–La casa no es muy alegre…

–Es una casa formidable. ¿No te gusta tu casa? Sólo el olor de los mimbres… Y cuando se abre la puerta de la tienda…

Liesbeth no sabía si estaba bromeando, pero él hablaba en serio.

–Y todas las cosas están en su sitio. Por ejemplo, las tazas del fondo oscuro, que están colgadas de los estantes del aparador, cada una con un ganchito de cobre.

Se acercaban al centro de la ciudad. El cielo había bajado suavemente hasta casi tocar el tejado de las casas, un cielo de un blanco algodonoso que el atardecer difuminaba y que de pronto se fundía en una lluvia fina como una niebla.

–Vamos a beber algo. Mira, Liesbeth, siéntate aquí.

Había visto la terraza del Grand Café, con sus ventanales abiertos, los camareros inmóviles con la, servilleta al brazo y, en el interior, unos músicos sobre un estrado preparando sus instrumentos y colgando un número de una moldura.

–¡Camarero!

Le bastaba levantar la voz para decir «camarero», y todos los de la terraza se fijaban en él y se enteraban de que era alemán, pero le daba lo mismo, y más bien parecía que le gustaba sentirse tan extranjero como fuese posible.

–Tráigame una cerveza con una copa de coñac.

–¿Todo junto?

–Sí, junto, y para la señorita un licor.

–¿Quiere la cerveza al mismo tiempo que el coñac? – insistió el camarero.

Hans se tomó la molestia de explicar a Liesbeth:

–Así es como se toma en nuestro país. ¿No lo bebéis de esta manera en casa?

–Nosotros nunca bebemos alcohol ni cerveza.

Después necesitó casi tanto tiempo para sentirse a gusto como la orquesta para afinar sus instrumentos. Exigente, descontento al no encontrar enseguida la atmósfera interior y exterior que buscaba, mandó al chico de los recados a comprar cigarrillos, no los quiso, le hizo volver al estanco, se bebió tres cervezas y tres copas de coñac antes, y por fin se sintió bien.

Entonces se encontró verdaderamente a sus anchas, retrepado en su sillón de roten, con el panorama entrándole por los ojos.

La lluvia sólo era visible alrededor de los globos blancos que iluminaban la terraza, y se asemejaba a un polvillo luminoso que la oscuridad absorbía muy pronto, y que volvía a verse en el suelo sobre los adoquines negros y relucientes, salvo los que estaban protegidos por el toldo, que formaban un rectángulo claro.

La orquesta tocaba un vals vienés con el exagerado sentimentalismo propio de los músicos de cervecería, y, muy cerca de ellos, una pareja -él con sombrero hongo, ella con ambas manos juntas sobre el bolso de retícula con cierre de plata- se pasó buena parte de la velada inmóvil, escuchando.

Liesbeth no se atrevía a decir nada. Intuía que eran unas horas frágiles, tan frágiles como el momento que pasaron la noche anterior en la ventana, sin hablar.

El hombre que estaba a su lado nunca había sido tan misterioso ni tan atractivo, tan temible.

–Aún no te he contado la muerte de mi padre -dijo de pronto, como si aquel relato formase parte de un repertorio-. Fue algo muy curioso. Mi padre era un tipo muy pintoresco. Ya sabes que era zapatero, ¿no? ¿Nunca has estado en Emden?

–Nunca he salido de la ciudad.

–Tenía una tienda debajo del Rathaus, porque el viejo palacio tiene arcadas, y bajo estas arcadas se alinean los comercios. Un buen día mi madre se marchó. Nunca se ha sabido qué fue de ella, aunque algunos dicen que la vieron en América.

Jugaba con sus personajes, con sus fantasmas, y los mezclaba con las realidades presentes, la lluvia, los globos de luz crepitando de mariposas de noche, y hasta el perfil tenso de su prima, hasta su nariz puntiaguda que le recordaba a una chica de Emden, en la época en que vagaba por las calles.

–En aquellos días mi padre era como Cornélius, igual de inalterable y de severo: podía estar sentado de las seis de la mañana a las ocho de la tarde, junto a los cristales que nunca estaban limpios, manejando la cuchilla y el punzón, sin sentir la menor curiosidad por ver qué pasaba más allá de su rectángulo de calle, de la tienda de muñecas que había en la esquina… ¡Camarero! Lo mismo.

–¿Lo mismo?

–Cerveza y coñac. El coñac en una copa más grande.

Liesbeth nunca lo había visto beber y estaba inquieta, sobre todo cuando él levantaba la voz, y entonces todo el mundo los miraba. Además, se sentía incómoda con aquel vestido de noche que llamaba la atención.

–Hubo quien dijo que mi padre se había hecho rico gracias a la lotería, pero yo no lo creo. Nunca me habló de eso, pues consideraba que jamás hay que hablar de dinero, porque es lo más secreto de todo. Supongo que debió de hacer un buen negocio especulando con el marco, como entonces hacían muchos. Compró una tienda en la Bergenstrasse, con millares de zapatos en cajas de cartón y dos dependientes con delantal negro para atender a los clientes.

De vez en cuando un tranvía se detenía bruscamente, y volvía arrancar casi enseguida.

–¡Es curioso! También Sidonie trabajaba en una zapatería.

Liesbeth se estremeció, porque no esperaba que se mencionase a la joven muerta del canal.

–Yo la conocí -siguió diciendo, mientras seguía el vuelo torpón de una mariposa nocturna.

–¿A quién, a Sidonie?

–A la dependienta de mi padre. Una pelirroja que tenía un lunar muy grande en la barbilla. Él sólo pensaba en ella, sólo se ocupaba de ella. Se pasaba el día en la tienda dando vueltas a su alrededor, y la gente se daba cuenta. Creo que se acostaban juntos.

–¡Hans!

–¿Qué?

–¡Era tu padre!

–¿Y qué? Cuando digo «creo» es porque no estoy seguro. Era lo suficientemente tonto para dejarse engatusar sin ninguna compensación. Por la noche, ella vagaba por las calles con el empleado de una casa de seguros, que se permitía hasta ir a buscarla a la tienda y mirar de hito en hito a mi padre. Una vez quiso matarse y se arrojó al estanque.

–¿Tu padre?

–Sí. Cuando lo sacaron del agua forcejeaba. La chica se llamaba Eva, me acuerdo muy bien. Hubiera podido conseguir a cualquier otra. Estoy seguro de que aparte de mi madre no se había acostado con ninguna mujer. Y Eva tenía además ese peculiar olor a pelirroja. Por fin se mató, esta vez tomó todas las precauciones. Se subió al parapeto del puente con una cuerda al cuello y una enorme piedra atada a los pies. Antes de dejarse caer al vacío se disparó una bala en la sien.

Hans se reía, y ella le miraba con desazón, sintiendo en el pecho una angustia dolorosa.

–¡Ya ves! – concluyó, para añadir rápidamente-: ¿Joseph ha tenido muchas queridas?

–No lo sé.

Mentía. Él lo intuyó.

–Contesta -insistió con maldad.

–No sé si ha tenido muchas, pero tuvo una. Era la criada de los Guérin.

–¿El carpintero de al lado?

–No hablaban de eso delante de mí. Yo tenía apenas quince años.

–O sea que Joseph tenía diecinueve. ¿La dejó preñada?

–¡No! – protestó ella, volviendo la cabeza para asegurarse de que no les oían.

–Entonces, ¿qué pasó?

–Joseph era sonámbulo. Siempre lo ha sido. Cuando pequeño pusieron barrotes en su ventana para que no se matase. Una vez le encontraron cerca de la esclusa, y dijo que hacía una hora que el barco llamaba a los pasajeros y que no le dejaban dormir. ¿Te aburro, Hans?

–Continúa.

Le divertía aquel temor suyo a contrariarle, y, al mismo tiempo, las miradas ansiosas que dirigía a su alrededor.

–Ya conoces la parte trasera de la casa. En aquella época el cuarto de Joseph daba al patio. Una noche nuestra madre se despertó y vio a Joseph andando por el reborde -de piedra que adorna las dos casas, la de los Guérin y la nuestra. No se atrevió a decir nada, creía que era sonámbulo. Le vio entrar en un cuarto. Al día siguiente fue a hablar con los Guérin y éstos despidieron a la criada. A Joseph le costó una enfermedad que le duró un mes, y tuvieron que mandarle al campo.

Hans dejó escapar una risita que no era su risa habitual, quizás a causa de todo lo que había bebido ya.

–¿No crees que me parezco a Joseph? – preguntó bruscamente volviéndose hacia ella.

–No. Desde luego que no.

–Pues mira, eres tú quien se engaña. Me parezco a Joseph, o, mejor dicho, es él quien se me parece. No puedes entender la diferencia. Joseph hubiera podido ser yo, y viceversa. Como tu madre hubiera podido ser Pipi…

–¡Hans! – se atrevió ella a protestar ante aquella blasfemia.

–Tu madre lo sabe hasta el punto de que no se atreve a echar a Pipi a la calle, ni siquiera cuando le grita insultos. Y, además, apostaría a que hay momentos en que tu madre la envidia.

–¿A Pipi?

–Sí, nena.

Volvió a reírse. La noche estaba resultando estupenda. La orquesta interpretaba a Schubert, y uno de los camareros gastaba patillas como antiguamente. Las calles se habían vuelto tan desiertas que se oían las pisadas de la gente de barrio a barrio: se adivinaban las vueltas y revueltas que daban por las callejuelas y se preveía el momento en que, al detenerse, hundirían la llave en su cerradura.

–¿Me seguirías a cualquier lugar?

–Sí.

–¿Por qué?

Ella se sonrojó. No se atrevió a responder «Porque te quiero», pero su mano fue a buscar con torpeza la de su compañero, y le apretó los dedos con fuerza.

–¿Te vendrías conmigo porque te aburres en casa, verdad?

–No es por eso, Hans.

–¿Qué futuro pensabas tener antes de conocerme?

–No sé… Estudio para ser profesora de piano.

–¡Y Joseph para médico!

–Sí. Sin duda me hubiese quedado en el barrio, pero un poco más cerca de la ciudad.

Tenía ganas de llorar y no sabía por qué. Le parecía que de pronto Hans trataba de rebajarla, de rebajar su amor.

–¿Por qué me preguntas eso?

–¿Con quién te hubieras casado, por ejemplo?

–No lo sé.

–¿Con un comerciante? ¿Con un oficinista? Joseph ha de casarse con la señorita Schoof, ¿no?

–Creo que sí.

–¿La quiere?

–Creo que sí.

–¡Ya ves! – repitió él con satisfacción, por segunda vez desde que estaban en la terraza, como si acabara de hacer un truco de prestidigitación o hubiese resuelto en la pizarra un problema difícil.

¡Ya está hecha la demostración!

–¿Y si volviéramos, Hans?

–¡Eso sí que no!

–El concierto está a punto de terminar.

–Me da lo mismo.

Al sacar del bolsillo el pañuelo, extrajo al mismo tiempo los cinco billetes de mil francos, que dejó arrugados sobre el velador.

–¡Hans! – Le miraba con angustia, apenas se atrevía a hablar-. Hans, este dinero…

–¿Qué? – Cada vez parecía más alegre; sus pupilas centelleaban-. Es verdad que hubiera podido robarlo -dijo-. No me habría importado. Pero no lo he hecho. Me lo ha dado el señor Schoof.

–¿Por qué?

–Porque se lo he pedido. Tenía ganas de llevar dinero en el bolsillo, aunque sólo sea para irnos los dos si las cosas no se arreglan.

–¿Qué cosas?

–Todas. Nunca se sabe.

–¿Y te ha dado todo eso dinero sin más?

–Sin más, sí. Le he contado una historia… Sería demasiado larga… ¡Camarero!

Pagó con un billete grande, cambió de opinión y pidió otra copa de coñac, no haciendo caso de la mirada de reproche de su prima.

–Así entiendo yo la vida -declaró levantándose.

Derribó una silla al salir de la terraza, se volvió y vio el café iluminado, a dos viejos jugadores de chaquete en un rincón y a la cajera que empezaba a echar cuentas.

–Es tarde, Hans. Seguro que son cerca de las doce.

Buscaba su brazo, daba unos pasitos rápidos para alcanzarle, no sabía muy bien qué decir, ni qué actitud adoptar ante él.

Como en un corral, él era el macho, y ella sólo una gallinita que aún no estaba acostumbrada, y se sentía tan asustada como atraída.

–¿Adónde vamos? – Se inquietó al ver que se metía en una calle oscura.

–Volveremos a pie, por los muelles.

–Es tarde, Hans.

Eso a el no le importaba lo más mínimo. Después de haber encendido un cigarrillo, comentó:

–No hay nada más excitante que ver a una pareja que se esconde de noche en un rincón. No se sabe exactamente qué hacen y puede imaginarse todo. Se percibe como un olor de saliva y de otra cosa…

–¡Hans!

–Cuando Joseph ve algo así sus dedos empiezan a temblar.

–¿Le has visto?

–Sí. Él quisiera estar en el lugar del hombre, de todos los hombres que hacen el amor. Quisiera desnudar a todas las mujeres, acariciarlas.

–¿No exageras, Hans?

–No creo. Mira, fíjate…

Se detuvo cerca de una casa en la que se veía una ventana iluminada en el primer piso, un estor dorado por la luz interior, y una sombra de mujer que, aunque no se distinguía bien, se podía suponer que estaba desnudándose. En el mismo momento, la sombra de la cabeza de un hombre surgió en segundo plano de las profundidades del cuarto, en el que sin duda alguna había una cama.

–Estoy seguro de que si Joseph estuviese aquí…

–¿Qué haría?

–Nada. Sentiría un sudor frío y tragaría saliva. Le temblarían los dedos y buscaría en todos los rincones oscuros, como un perro que olfatea en los cubos de basura, con la loca esperanza de encontrar a una mujer a la que se le hubiera hecho tarde.

Ella se estremeció, y él notó su escalofrío.

–¿Qué te pasa?

–Me das miedo.

–¿Joseph nunca te ha dado miedo?

–Hasta ahora no, pero ya no me atreveré a mirarle. Hans, ¿es verdad que no te irás sin mí?

–Me parece que… -contestó pensativo.

–¿No estás seguro?

Se detuvo bajo un farol. La miró con el rostro ligeramente mojado por la lluvia, que cada vez se hacía más fina.

Ella tenía la mirada inquieta y estaba desencajada, pero había felicidad en su delgado rostro de nariz puntiaguda.

–Ven…

Iba a ensuciarse los bajos de la falda, porque era demasiado larga para las calles fangosas, y sobre todo para los muelles.

A lo lejos se veía la esclusa, en negro sobre gris, chalanas con franjas pintadas en blanco muy vivo, bancos vacíos entre los árboles…

Hans repitió:

–Ven…

–¿Qué quieres hacer, Hans? – Y añadió al cabo de un instante-: Aquí no.

–Chissst.

Ella miraba a su alrededor aterrorizada. Le parecía que iban a salir personas de entre las sombras y que detrás de cada árbol había ojos acechándola. Y encima, algo crujía en su ropa interior.

–Si Joseph nos viese… -dijo él con sarcasmo.

Liesbeth no lloró; tenía demasiado miedo. Pero fueron los instantes más atroces de su vida. No sentía nada. Escuchaba hasta cada una de las gotas de agua sobre el follaje de los árboles y a un perro que en un patio tiraba de su cadena.

–Hans…

Se apartó ligeramente de ella, mirándola mientras sonreía.

–¿Qué?

–No comprendo… Tú… ¡Cuidado!

Se oyeron claramente unos pasos. Distinguieron tres sombras a lo largo de la acera. La de en medio era la de una mujer. Las otras dos, a causa de los quepis, eran fácilmente reconocibles como gendarmes, que sujetaban cada uno de un brazo a la mujer, y ésta se sacudía.

–¡Sois unos brutos! ¡Unos brutos! – decía ella.

–Pipi -murmuró Liesbeth.

–¿Y qué?

–No sé. Tengo miedo.

–¿Miedo de qué?

–De todo.

Tal vez también de las chalanas, que parecían enormes animales agazapados en el agua, de los tableros del puente levadizo…

¿Acaso Hans no había hablado de un puente levadizo desde el que su padre…?

–Volvamos inmediatamente.

Además, Liesbeth sentía siempre como un malestar físico cuando él acababa de poseerla, y le parecía que todo su ser tenía aún huellas visibles.

Los dos agentes y la mujer se habían metido por la primera bocacalle, que conducía a la comisaría. Liesbeth tropezaba al andar.

–No deberíamos haberlo hecho -articuló mecánicamente.

Después se aferró de nuevo al brazo de su compañero. De pronto se detuvo y señaló, en la hilera de casas sin luz, hacia una fina raya luminosa que se filtraba bajo un portal.

–¡No se han acostado!

–¿Y qué más da?

–Hay luz en la tienda.

–¿Y qué?

–Por la noche nunca encienden la luz de la tienda. ¡Ha pasado algo, Hans! Tengo una corazonada.

Él se encogió de hombros e hizo que siguiera andando; mientras Liesbeth metía la llave en la cerradura, encendió otro cigarrillo. Pero la puerta se abrió sola. Allí estaba la tía María, muy erguida y tan pálida y gris como sus cabellos.

–Por fin -dijo con voz inexpresiva.

Anna se hallaba sentada en el escabel que servía para alcanzar las estanterías más altas, y Hans la vio llorar por primera vez; sus ojos estaban hinchados y enrojecidos y hacía muecas que la envejecían diez años.

Joseph miraba a su primo con los ojos secos pero sin apartar la vista, y esto último impresionó a Hans.

En cuanto a Liesbeth, dio unos cuantos pasos, dirigió una ansiosa mirada a su alrededor y, al no encontrar respuesta a su muda pregunta, dijo con voz implorante:

–¿Qué tenéis? ¿Qué pasa?

–¡Más bajo!

Su madre le señalaba el techo. Eso significaba que el padre dormía y que debía quedar al margen de todo aquello.

–¡Mamá!… -suplicó Liesbeth. Volviéndose, la tía María explicó:

–Ha venido esa mujer.

–¿Pipi?

Ademán afirmativo.

–Daba golpes en la puerta e insultaba a gritos.

La tía María dejó por un momento que su mirada se posara largamente en Hans, que apoyaba la espalda en el mostrador y veía el azul del anuncio transparente del almidón Remy mucho más oscuro que durante el día, a causa del postigo posterior.

–Dice…

A la tía María le costaba hablar. Adelantaba el labio inferior y las facciones se le alteraban; se parecía más a Anna, que de pronto estalló en nuevos sollozos.

–Dice que hemos sido nosotros los que…

La tía María no podía más. La mueca se extendió por su rostro, crispándoselo por completo, y se escondió bajo su delantal a cuadritos de algodón barato, siempre cuidadosamente almidonado.

–¡Mamá!

Liesbeth fue a abrazarla, pero su madre sacudió los hombros como queriendo decir: «Déjame. No puedo más…».

Mientras, Joseph, inmóvil en su rincón, dirigía una hosca mirada al suelo gris.

6

De pronto se hizo el silencio, todos quedaron inmóviles, tal como estaban; la tía María con la mitad de la cara oculta por el delantal, Liesbeth inquieta y suplicante, Joseph con la cabeza gacha y, detrás del mostrador, una Anna llorosa, grotesca, con falda y camisón y el pelo recogido con horquillas.

El último ruido fue un hipido de la tía María, y luego hubo como un vacío. Hans estuvo a punto de hablar, abrió la boca pero calló a tiempo al descubrir cerca de la puerta acristalada de la cocina el motivo por el cual todos se habían quedado quietos: Cornélius. No le habían oído. Allí estaba, observándolos. No les hacía ninguna pregunta: sólo los miraba.

No se le veía ni inquisitivo ni desconfiado ni irónico, nada de todo eso. Sólo presente.

Ellos no acertaban a librarse del gesto comenzado antes de percatarse de su presencia. La tía María no sabía cómo esconder sus lágrimas, Liesbeth hubiera querido sonreír. Ni siquiera sabían exactamente cuánto tiempo llevaba allí, en algún recoveco de la oscura casa.

–Han sido unos chiquillos… o un borracho -dijo por fin Anna, haciendo acopio de ánimos-. No llores más, mamá.

Cornélius trataba de comprender y arrugaba el ceño.

–Han tirado una piedra al postigo y han roto un cristal.

Por fin la lenta mirada de Krull se posó sobre el escaparate. El postigo estaba cerrado, pero en el suelo se veían los trozos desiguales del cristal y se notaba una corriente de aire.

–Habrá que avisar al cristalero -dijo Cornélius-. ¿Y si nos acostáramos?

Eso fue todo. La familia entera le siguió escaleras arriba sin añadir nada. La tía María se quedó atrás para apagar las luces, y se la oyó hipar por última vez. En el corredor del segundo piso la mano de Liesbeth rozó la de Hans.

En cada una de las habitaciones de la casa el sueño tardó en llegar, mientras sobre la ciudad seguía cayendo una lluvia fina.

Hans se levantó tarde, según su costumbre cuando había bebido. Estaba desnudo sobre su cama. Tenía la ventana abierta y el sol daba de lleno, con una luz más pura que otros días, sobre los altos árboles de los muelles. El aire también era mejor, más vivo.

Con los ojos cerrados y los miembros estirados, Hans saboreaba las pequeñas bocanadas de viento que entraban por la ventana, hinchando a su paso la cortina, para acabar deslizándose sobre su piel.

Todos los sonidos se mezclaban: los de la esclusa, la campanilla del tranvía, los ruidos de abajo y los martillos del astillero; los pensamientos se mezclaban también, más que pensamientos, sueños en torno a un curioso rostro de Anna, un rostro casi poético que intrigaba y atraía a Hans.

De repente, a causa de una mosca que se posó sobre sus labios, se levantó con la mirada aviesa y mal sabor de boca, y se rascó largamente el cuero cabelludo mientras sus pupilas, que volvían a acostumbrarse poco a poco a la luz, distinguían los árboles, el agua del canal, la parte trasera de una chalana de color oscuro adornada con letras de cobre.

Dio dos pasos y entonces algo llamó su atención. Los últimos residuos de sueño se disiparon. Sus ojos, más atentos, estaban fijos en la lejanía, más allá del terraplén, donde se perseguían dos perros, empezaba la esclusa y un grupo de personas rodeaba a Pipi; personas que miraban hacia la casa de los Krull, y Pipi, que gesticulaba.

Solo en su cuarto, Hans chasqueó la lengua, como si quisiera decir: «¡Vaya, vaya!».

Luego se encogió de hombros. No había sido culpa suya. Se cepilló los dientes y se vistió, mirando de vez en cuando hacia la esclusa, donde subía un barco y unos marineros seguían en torno a Pipi.

Aún no había sucedido nada, y sin embargo Hans, que no era impresionable, sintió la necesidad de hablar solo delante del espejo y de repetirse que no era culpa suya.

Oyó que Liesbeth entraba en el cuarto de al lado. O sea, que eran más o menos las diez de la mañana, y se disponía a hacer su cama, a vaciar el agua sucia y a quitar el polvo; Anna, una vez puesto al fuego el almuerzo, iría a hacer el mismo trabajo en el cuarto de Hans.

Éste salió, vio la puerta de Liesbeth abierta y dio dos pasos sin ninguna intención concreta, sólo para decirle buenos días, tal vez para preguntarle si su madre ya se había repuesto del susto.

Liesbeth, inclinada hacia delante, daba la vuelta al colchón de su cama. Se estremeció, se volvió, e inesperadamente se puso un dedo sobre los labios, haciendo señas a su primo para que se fuese.

Hans se encogió de hombros de nuevo. ¿Por qué bajó sin hacer ruido, sin que crujiera ni un solo escalón? No hubo premeditación. Llegó al pasillo de la planta baja, donde siempre hacía más fresco que en cualquier otro sitio y el suelo estaba cubierto por grandes baldosas azules. Oyó voces, reconoció la de su tía.

No necesitaba mirar. Anna estaba sentada delante de la mesa cubierta con un hule a cuadros rojos, tenía delante un plato de verduras y manejaba su cuchillo para pelarlas; y la tía María, como siempre, estaba de pie cerca de la puerta acristalada de la tienda, cuya cortina de guipur filtraba el sol.

–… no ha querido decirlo.

Era el final de una frase. Suspiraba. Se oyó claramente el característico sonido del cuchillo raspando hortalizas, sin duda, zanahorias.

–… Cuando la gente vio un extranjero más en casa…

La tía María debía de tener la cabeza inclinada; Anna seguro que adoptaba un aire triste y digno.

–… ¡Y no ha hecho nada para pasar inadvertido! Al contrario. ¡Cuando pienso en todo lo que sufrimos en los primeros tiempos! E incluso después, durante la guerra. Tú eras demasiado pequeña… Tu padre estaba movilizado en una estación de cercanías de París. Un día a un borracho a quien no quise dar de beber se le ocurrió pronunciar la palabra «espía» al salir. Creí que iban a romperlo todo, a hacer trizas el escaparate, a tirar los muebles a la calle, como en casa de los Lipmann, que no se habían nacionalizado.

A través de la puerta todo sonaba como un zumbido grave e irregular. Hans no se movía.

–Cuando hubo el incendio en el astillero Rideau, no faltó quien nos acusara a causa de nuestro apellido. – Y en otro tono añadió-: Me alegro de que venga el cristalero.

Volvió a echar leña al fuego maquinalmente, pensando en otra cosa.

–¿Liesbeth no te ha dicho nada?

–No, mamá. ¿Acerca de qué?

–De nada. Es la que pasa más tiempo con él.

–Es él quien la persigue -afirmó Anna-. Cuanto antes se vaya mejor para todo el…

En el instante en que pronunciaba la palabra «mundo», Hans abrió la puerta sonriendo y repitió:

–¡Mundo! Buenos días, tía. Buenos días, Anna. ¿Me habéis guardado un poco de café?

Se sirvió él mismo: descolgó una taza e inclinó la cafetera, que estaba sobre un rincón de la estufa.

–¿Ha vuelto Pipi? – preguntó.

–Está allí, en la esclusa.

–Ya la he visto.

Sí, la había visto. Debería haberse dado cuenta de que estaba de más en aquella casa, pero no hablaba de irse. Sonreía y se mostraba jovial. Estaba encantado con el sol, la calidad del aire, el olor de la tienda y el espectáculo de las verduras esparcidas sobre la mesa.

¿Acaso no veía las siniestras rajas del cristal, que eran como la primera herida de la casa? Cada vez que la tía María se volvía hacia aquel lado, y lo hacía constantemente, se ponía tan nerviosa que se pasaba la mano por los ojos.

–¿Adónde vas, Hans?

Se había tomado el café y se dirigía hacia el muelle.

–A oír lo que cuenta.

–¡Hans, te lo ruego! No lo hagas: es el mejor modo de excitarla aún más.

–Bueno, pues no iré.

Se iban a acordar de aquella mañana en la que sólo había unos cristales rotos, el aire estaba límpido y se veían pasar familias que empezaban sus vacaciones.

No pensaban en Sidonie, y la misma Pipi debía de haber olvidado un poco que en el fondo todo empezó con ella, que en el origen de aquello habla otra mañana de sol en la que sacaron del agua un bulto blanquecino y desnudo.

Hoy sólo se hablaba de los Krull, y miraban su casa desde lejos, la tienda pintada de color marrón, el nombre con letras inclinadas: C. KRULL.

De vez en cuando la vecina, la mujer del carpintero, salía a su puerta para asegurarse de que no pasaba nada, de que todo había quedado en los cristales rotos.

Antes del mediodía no sucedió nada, sólo vieron a Potut cuando se encaminaba hacia un banco en el que a veces dormitaba durante horas enteras.

Pero ningún cliente hizo sonar la campanilla de la tienda. Pipi, en la esclusa y en el puerto, les convencía para que no entrasen allí, e iba a hacer sus encargos a la Rue Saint-Léonard.

El cristalero llegó a las once y media y se puso a trabajar. Cuando el chico de los Rideau se quedó plantado contemplándole, la vecina le gritó:

–¡Es mejor que vuelvas a tu casa, Émile! No te quedes delante de esta casa.

La tía María la oyó. Hans, que estaba en la cocina, se volvió hacia ella, y sus miradas se cruzaron.

Ya no se reía. En sus ojos había una seriedad nueva.

–¿Qué ha dicho Joseph? – preguntó.

María Krull no esperaba aquella pregunta. No pudo reprimir un escalofrío, mientras levantaba la cabeza hacia el techo.

–Está metido en su tesis.

Tan metido que cuando bajó tenía la mirada fija de las personas que han dormido demasiado; cuando le dirigieron la palabra se sobresaltó.

Comieron, cada cual en su sitio. Desde el suyo Hans veía el exterior a través de la puerta que siempre se dejaba entornada. La tía María estaba sentada junto a él, y fueron los dos quienes descubrieron a la vez el nuevo grupo, mientras un guiso que nadie apreciaba humeaba sobre la mesa.

Germaine, la pequeña de culo bajo ya célebre en el barrio de Saint-Léonard, lucía el más ridículo de los sombreros, y que añadía un toque todavía más grotesco a su silueta: un modelo cloche de paja, color rojo cereza y sin alas, atuendo que aún la hacía parecerse más a un gnomo.

También contribuía al parecido su seriedad, su aire solemne, su manera de menear la cabeza de arriba abajo cuando acababa de decir algo, como para insistir:

–¡Por supuesto! ¡Así es!

Y sus ojos saltones de muñeca deforme.

Allí estaba, justo delante de la casa, al otro lado de la calzada, en compañía de dos muchachas y de un joven que trabajaban en la misma zapatería que ella. No trataba de pasar inadvertida ni de fingir que se ocupaba de otra cosa. Al contrario. Gesticulaba, señalaba la casa, luego una ventana del primer piso, sin que se supiera exactamente por qué.

Desde la cocina no se oían sus palabras, sólo podían verla. Y solamente la tía María y Hans. Oyeron que se abría y cerraba la puerta de al lado. Evidentemente, la mujer del carpintero quería asistir al espectáculo.

Ésta no aguantó durante mucho tiempo la curiosidad y cruzó la calzada e interrogó a Germaine, que repitió gravemente su explicación gesticulando al máximo.

Liesbeth vio la escena al ir a buscar una olla que había dejado en el fuego, y sus ojos angustiados se volvieron hacia Hans, no hacia su familia.

–¿Ha puesto un cristal nuevo? – preguntó Cornélius, que estaba de espaldas a la calle.

–Sí, acaba de terminar.

–¿Cuánto ha cobrado?

–Anna, ¿cuánto ha cobrado? Has pagado tú.

–No le he pagado porque aún no tenía la factura. Tiene que pedírsela a su patrón.

Palabras como éstas, ademanes de todos los días, un guiso, luego la compota de ciruelas.

En el muelle, Potut había abandonado su banco y ahora estaba cerca de la chica gordinflona. Ésta seguía hablando, podría seguir haciéndolo durante toda la eternidad, con la misma gravedad exagerada de los niños que se toman en serio, los mismos ademanes categóricos, las mismas miradas de desafío a la casa Krull.

¿Ni siquiera iba a volver a su casa para almorzar?

Cornélius encendió su pipa, sereno como un santo en su peana. La mano derecha de Joseph se crispó. Se puso en pie, irguió su larga silueta en el marco de la puerta, y ya no se vio nada más que su espalda.

–Sirve el café, Liesbeth.

Se le cayó una taza, y aquello fue un alivio, al menos para su madre, que pudo decir:

–¿Qué haces? ¿Ya no sabes usar las manos?

Joseph se volvió. Su nuez subía y bajaba. Se dirigió hacia la otra puerta, la que daba al corredor y a la escalera.

–¿No te tomas el café?

Vaciló. Decidió que no.

–Subo…

–Deberías descansar un poco.

La tía María no decía lo que pensaba, pues sabía que era imposible descansar, pero había que disimular, al menos ante Cornélius.

Lo más inquietante es que después de haber tomado su café, el viejo Krull tenía la costumbre de ir hasta el umbral de la tienda, donde se quedaba un rato fumando su pipa.

También lo hizo aquel día. Germaine continuaba allí enfrente, con su odioso sombrero rojo. En aquel mismo momento, una niña que era aún un renacuajo empezaba a escribir con tiza en la pared de la casa. La llegada de Cornélius hizo que huyera con un grito de susto, y dando un rodeo volvió a reunirse con los otros en el terraplén.

Al contrario de lo que podía esperarse, era Hans quien buscaba de vez en cuando la mirada de la tía María, era con ella con quien sostenía mudas conversaciones.

«Es grave, ¿verdad?», parecía decir ella.

Él no trataba de convencerla de lo contrario. La mujer daba la impresión de estar a punto de preguntarle: «¿Qué vamos a hacer?».

Y aún no había pasado nada: solamente un cristal roto que ya había sido reemplazado, una borracha que alborotaba a los marineros- cerca de la esclusa y una adolescente con pantorrillas y nalgas de mujer que disfrutaba de su protagonismo recién adquirido delante de la casa.

Cuando Cornélius regresó, todos estaban inquietos por lo que iba a decir, por sus reacciones. Pero no ocurrió nada. Seguía teniendo aquella piel de color marfil, los ojos grises bajo las cejas grises y la barba tiesa; como cualquier otro día, cruzó la cocina arrastrando las zapatillas por el suelo, volvió a dejar su pipa en el lugar donde la guardaba y se dirigió hacia el taller.

Liesbeth fue la primera en estallar:

–¿Es que no se va a ir?

–Cálmate -murmuró su madre-. Que no se te vea demasiado.

Y durante unos minutos permaneció inmóvil, con los ojos entornados, los labios agitados solamente por un movimiento regular: con las manos unidas sobre el regazo rezaba ante la mesa que aún no habían levantado, ante su plato, donde había seis huesos de ciruela.

Entonces una voz estridente resonó en el aire -que parecía de cristal-, una voz vulgar, aguda, de mujer de pueblo:

–¡Germaine! ¡Germaine!

La voz alargaba la segunda sílaba. El monstruo del sombrero rojo respondió también de manera chillona:

–¡Ya voy, mamá!

Y el grupo se fundió delante de la casa. Ya sólo quedaba Potut, con sus doloridos pies, que se dejó caer en el banco más cercano. El lugar quedó desierto. Sólo se veían los troncos de los árboles y los guijarros en los que centelleaba el sol.

María Krull suspiró y miró a Hans aliviada.

Al verle coger la chaqueta, ella le dijo:

–Creo que sería mejor que no salieras, Hans.

Él reflexionó un instante y decidió no salir.

Se esforzaban para que todo fuera como los demás días. Liesbeth tocaba el piano en el salón, y su madre se preguntaba si era conveniente que en un día como aquél saliera música de la casa.

–La gente acabará por cansarse -afirmó Hans, como si le adivinara el pensamiento.

Hora tras hora iban estableciéndose sutiles lazos entre él y su tía. Hubiérase dicho que sólo ellos comprendían, que sólo ellos sabían o adivinaban ciertas cosas, que sólo ellos, en toda la casa, eran adultos.

–¿Qué haces, Anna? – se sorprendió su madre al ver que aquélla aparecía con un pañuelo anudado a la cabeza y un balde de agua en cada mano.

–Es el día de la tienda, mamá.

Nueva vacilación. ¿Había que hacer la limpieza general de la tienda como las otras semanas?

Así se hizo. La puerta de la calle permaneció abierta mientras el cepillo de raíces de grama arañaba las baldosas del suelo y unos regueros de agua jabonosa zigzagueaban hasta el umbral.

La tía María trabajaba con su hija. Tan pronto subida al escabel como dejándolo de lado, cogía todos los tarros, las cajas, los paquetes de mercancías, estante por estante, frotaba la madera, de vez en cuando sacudía en la calle el trapo del polvo.

La mayor parte del tiempo Hans las miraba, de pie entre la cocina y la tienda, fumándose un cigarrillo, yendo a veces a sentarse en el taller, oasis de paz, de penumbra y de frescor. Allí nada había cambiado, ni ese día ni en veinte o treinta años. Los haces de mimbre, unos de mimbre blanco, otros de mimbre sin pelar, se apoyaban contra las paredes encaladas. El viejo Cornélius estaba sentado en su rincón, en una silla con las patas aserradas a media altura, y el obrero ocupaba una silla semejante a dos metros de él, dando forma a un cesto parecido, al mismo ritmo, sin que nunca ni el uno ni el otro pensasen en hablar.

Hacía años y años, casi una vida, que aquello duraba, y no se había cambiado el cojín de reps azul que cubría la silla de Cornélius.

La puerta estaba abierta. Se veía la hierba que crecía entre los adoquines redondos del patio que dejaban un pequeño espacio libre, de tierra negra, para el tilo. Y cantaban pájaros, un mirlo daba pequeños saltos en el rectángulo claro que constituía el horizonte de los dos hombres.

El obrero era jorobado. Llegaba a las seis de la mañana y se iba por la puerta pequeña poco antes de que cayese la noche, y era difícil imaginar el mundo en el que se sumergía entonces hasta el día siguiente.

¡Continuaban los acordes de piano! Liesbeth se obstinaba, tropezaba en el mismo sitio, repetía el fragmento con nerviosismo, tocaba más deprisa hasta volver a atascarse de forma idéntica.

–¡Hans!

La tía María, que le había llamado, se contentó con decirle en voz baja:

–Ve a mirar afuera.

La acera estaba desierta a pleno sol. Miró a izquierda y a derecha, luego solamente la fachada en la que, debajo del escaparate, sobre el ladrillo de color oscuro, resaltaban unas letras muy grandes escritas torpemente y que formaban la palabra ASESINOS.

Pipi se había esfumado. La esclusa estaba vacía. El mundo parecía dormido y, sin embargo, mientras las dos mujeres permanecían en la tienda, cuya puerta seguía abierta, alguien se había acercado, quizá la niña del mediodía, y había escrito la palabra.

Por otra parte no era más que una palabra. Tal vez así.

Sidonie ya no estaba tan muerta, pero aún no se la evocaba en el muelle de aquel extremo de la ciudad. Se trataba de una abstracción. «Asesinos», en plural.

Y encima del escaparate, la palabra KRULL.

–Lo borro, ¿verdad, Hans?

Ahora incluso Anna, con un trapo mojado en la mano, se paraba ante él y le pedía consejo.

Las letras no se borraron del todo. Aún quedaba tiza en los poros del ladrillo, y desde lejos se podía reconstruir la palabra.

–Entra, Hans. No te quedes ahí.

Si se había quedado en la acera fue para mirar a Joseph, que seguía en mangas de camisa cerca de su ventana, inclinado sobre sus cuadernos.

Todo aquello era tan frágil como el aire, como el paisaje unos instantes, unas fracciones de segundo antes de la explosión de un polvorín.

Se hacían los gestos de todos los días, pero parecían más cautelosos que de costumbre. Hablaban creyendo hacerlo con naturalidad, pero las voces no sonaban del modo habitual. Se fregaba el suelo, la tía María sacaba brillo a los platillos de cobre de la balanza, y luego al mostrador de cinc en el que se servían bebidas.

Y pensaban en los enemigos. No sabían dónde estaban, qué tramaban.

De pronto, a las cinco, aunque la zapatería no cerraba hasta las seis y media, volvió a verse el sombrero rojo de Germaine, esta vez acompañada de unas muchachas -media docena de chicas de la calle como ella-, que había debido de reclutar en el callejón sin salida donde vivía.

Se reían y levantaban la voz. Germaine ya no estaba impresionada como antes. Se le ocurrió la idea de enviar a una de sus amigas a la tienda para explorar el terreno, y reunieron entre todas unos céntimos.

La que entró era un verdadero esperpento, muy morena, descalza y con las piernas grises de polvo.

–Chocolate -dijo ásperamente acercándose al mostrador.

–¿De qué clase?

–Veinte sueldos de chocolate.

Miraba a la tía María de hito en hito, con los músculos tensos, se veía que estaba a punto de huir al primer movimiento inquietante.

La tía María tomó de un frasco un pedazo de chocolate envuelto en un papel de color violeta. La chica le alargó las monedas. ¿Quería arriesgarse a otra cosa, un acto de heroísmo como por ejemplo lanzar un insulto o tirar el chocolate al suelo? Se le veía en la cara que tenía ganas de algo así, pero no se atrevió, tomó el papel violeta, echó a andar normalmente y por fin corrió hacia sus compañeras.

Una de éstas sacó la lengua al ver la frente y los ojos de María Krull por encima del escaparate. En cuanto a Germaine, desdeñaba esas niñerías. Su papel era demasiado importante. Se contentaba con estar allí, con mirar desafiantemente en dirección a la tienda.

No se sabe mediante qué misteriosa asociación de ideas llegó la tía María, unos instantes después, a preguntar a Hans, que acababa de servirse un vaso de gaseosa:

–¿Tu padre no te escribe, Hans?

Él advirtió la sospecha. Los dos eran casi igual de listos.

–Sería comprometedor para él.

–¿Por qué?

–Estoy muy mal considerado desde el punto de vista político.

Ella no insistió. Anunció:

–Voy a lavarme.

La tienda, todavía húmeda, olía a limpio. Anna, con el delantal empapado y el pelo revuelto, sacudió la cabeza y murmuró:

–Yo también. – Pero no hizo falta que su madre la mirara para que comprendiese que no había que dejar a Hans solo en la tienda, y se corrigió-: Cuando tú bajes. Si viniese alguien…

La frase resonó. Era involuntaria, y no dejaba de resultar sorprendente. Desde aquella mañana no había entrado nadie, aparte de la chica a la que ahora veían lamiendo su pedazo de chocolate en el muelle.

El muelle mismo parecía más vacío que de costumbre, y en ese vacío sólo había aquel obstinado sombrero rojo, aquella Germaine repugnante con la que una hora después se reunió Ninie, piernilarga y con cara de mal humor.

¿Qué había hecho Ninie durante todo el día? ¿Por qué no había ido también al muelle? ¿Y Pipi? ¿Y Potut, que hasta hacía poco dormía en un banco y ahora había desaparecido?

Los trabajadores del astillero Rideau pasaron a las seis, como de costumbre, pero esta vez se detuvieron. Uno de ellos interpeló a Germaine, quien le soltó un largo discurso.

Vestían su ropa de trabajo. Miraban la palabra KRULL. Cada vez parecían más hostiles.

Sin embargo, acabaron por irse sin hacer nada. Después le tocó el turno a un agente en bicicleta que se detuvo al borde de la acera. No se molestó en bajar de ella.

Como la puerta de la tienda estaba abierta para que se secaran los cristales, se limitó a gritar:

–¿Hay alguien?

Anna acudió. Él le entregó un papel.

–¿Qué es eso? – preguntó Hans cuando la joven volvió a la cocina.

–Una citación para papá, mañana a las nueve tiene que presentarse en comisaría… Supongo que irá mamá.

Efectivamente, no le dijeron lo de la citación a Cornélius, ni una palabra. Le respetaban. Era el cabeza de familia, pero justo por eso, tal vez a fuerza de respetarle y de temerle, le mantenían al margen de la mayoría de las cosas que sucedían.

Llamaba mucho la atención, sobre todo al ver que él mantenía aquella calma, como esa dignidad de los sordos que, en medio de la agitación de los demás, siguen el hilo de su sueño interior.

Cuando entraba en la cocina todos se callaban, y él parecía encontrar natural ese silencio. Al comer no se hablaban, aparte de unas pocas frases anodinas o necesarias. Callaban hasta que él se iba, y el silencio le acompañaba hasta el taller, donde le esperaba el obrero.

–¿Dónde está Liesbeth? – preguntó la tía María, después de haberse metido la citación en el escote.

Cuando enmudecía el piano, ya no se sabía dónde estaba Liesbeth. Gritaron su nombre asomados a la escalera.

Hans también había desaparecido.

En realidad acababan de encontrarse en el corredor del segundo piso. Hans había subido por cigarrillos. Liesbeth le estaba esperando.

Se colgó de su brazo con aire suplicante mientras balbuceaba:

–¡No puedo más! – ¿Acaso era culpa de él? Ella no podía contener la exaltación-: ¡Vámonos de aquí!

Su madre llamó:

–¡Liesbeth!

–Ya bajo…

Aunque ella trataba de hipnotizar a Hans, éste no le respondía con el ademán de aquiescencia que la joven esperaba.

–¡Ya voy! – Se arregló el peinado maquinalmente y se volvió una vez más.

–¿Qué hacías arriba?

–Nada. Me lavaba las manos.

–¿Estabas con Hans?

–No. ¿Por qué? ¿No está aquí?

Y Hans, asomándose por el hueco de la escalera, escuchaba y chasqueaba la lengua como alguien que está al cabo de la calle.

La tía María, ¿no estaba durmiendo aquella noche? ¿O la despertó un ruido desacostumbrado? En efecto, en mitad del sueño, Hans creyó oír en cierto momento que alguien hablaba en voz baja en la acera. ¿Acaso su tía lo oyó también y se desveló del todo?

Por su parte, él se despertó al notar que le tocaban el hombro. Era Liesbeth, en camisón. Le hacía señas para que se callara. Ya había amanecido, y la luz aún era indecisa, más gris que rosada.

–Ve abajo a ver… -bisbiseó ella.

Como si quisiera explicarle mejor lo que le pedía, fue hacia la ventana y se asomó con precaución.

Hans se levantó y se puso el pijama, que nunca usaba para dormir.

–¿Qué pasa?

Ella le dio a entender que no lo sabía. Andando de puntillas, bajó la escalera, cruzó la cocina y entró en la tienda, cuya puerta estaba abierta.

Allí estaba la tía María, agachada, con un paño en la mano. Alzó la cabeza con un gesto de temor, reconoció a Hans y se llevó un dedo a los labios.

Sólo eran las cuatro de la madrugada. En el muelle no se veía un alma, aparte de la tía María, que limpiaba el umbral.

Sin duda, por primera vez en toda su vida salía a la calle con ropa de andar por casa.

«¿Qué sucede?», preguntó Hans con la mirada.

El olor ya fue una respuesta. Luego lo que vio cuando estuvo más cerca. Durante la noche habían cubierto el umbral de excrementos y su tía estaba quitándolos.

Hans rozó con el hombro algo blando. Levantó la cabeza y vio un gato muerto, también embadurnado de excrementos, que habían colgado de la campanilla.

La tía María se afanaba sin mostrar repugnancia; sólo temía que no estuviera todo en orden cuando bajase Cornélius, a las cinco y media, como de costumbre.

Cuando vio que Hans descolgaba el gato le dirigió una mirada de gratitud.

Después, siempre por señas, temiendo que el menor ruido despertase a los demás, le señaló el postigo marrón.

Allí habían escrito, con letras que medían cerca de un metro y esta vez usando pintura al óleo, la palabra MUERAN.

7

Poco después de las ocho y media, María Krull volvió a bajar de su habitación dispuesta a salir, pero con la ropa de todos los días: vestido de lana, sombrero negro, guantes de hilo y zapatos de tacones torcidos.

Al pie de la escalera había un perchero de bambú con un espejo y se miró en él como hacía siempre para enderezarse el sombrero.

Esta vez no miró el sombrero, sino que se observó a sí misma, que aquella mañana estaba completamente gris, de un gris ceniciento, no sólo los cabellos, sino también la piel, la voz, los ademanes.

Cuando sus ojos y los ojos reflejados en el espejo se encontraron, se sorprendió, y entonces la tía María, en vez de cruzar la cocina y la tienda para salir, volvió a subir al primer piso.

Anna lavaba los platos del desayuno mirando de vez en cuando hacia el muelle, más allá de la tienda. Liesbeth -porque su madre se lo había dicho- se había sentado al piano y pasaba las páginas de un cuaderno de música atenta a los ruidos de la casa. Hans en aquel momento debía de estar en el taller o en el patio.

María Krull iba y venía por su cuarto, y cuando unos instantes después bajó de nuevo, se había puesto su vestido de seda negra, que reservaba para las grandes ocasiones, con las joyas de jade, la cadena de oro colgada al cuello, el velo y los guantes blancos.

No necesitó mirarse al espejo. Tenía prisa. Parecía que iba a salir rápidamente, pero retrocedió y se inclinó hacia Anna para besarla en la mejilla, sin decir nada, y después entró en el salón y dio dos besos a Liesbeth.

Cuando por fin cruzó el corredor, Hans estaba allí; ella se estremeció y vaciló, pero se fue sin haber despegado los labios. Para ser más exactos, murmuró dirigiéndose a Anna, con su voz más banal:

–Si tu padre pregunta por mí, dile que he ido al mercado.

Hans se acercó hasta el umbral para ver cómo se alejaba. Apretaba el paso a pesar suyo y se miraba los pies, y Hans hubiera jurado que sus labios se movían, que durante todo el camino iba repitiendo en voz baja las palabras que le diría al comisario.

Acaso no fue más que una impresión provocada por la ausencia de la tía María, pero aquella mañana había como agujeros en la casa, lo que los aviadores llaman «agujeros de aire». Se pasaba por una habitación y se sentía cierto malestar debido a que no tenía su densidad habitual, a que el olor no estaba en su sitio, a que no se oía el ruido que hubiera debido oírse. Liesbeth se hallaba en el salón sentada ante el piano, pero aunque era la hora, no salía ninguna nota del instrumento.

Aquel día también el paisaje parecía más vacío. ¿Era posible que hubiera menos barcos en el puerto? Quizá porque ya había empezado la temporada baja. Se veía ropa tendida, pero no mucha, que colgaba inmóvil en el aire demasiado tranquilo.

Pipi no estaba en la esclusa. Seguro que la noche anterior había bebido demasiado y en ese momento dormía la mona.

Una vez quitado el postigo, la tienda de los Krull ya no conservaba ninguna huella de los insultos nocturnos, y la puerta quedó abierta como para demostrar que nada había cambiado y que no había ningún motivo para ocultarse.

Hans, ocioso, volvió a la cocina y, como de costumbre, levantó la tapadera de las cacerolas, cosa que solía enfurecer a Anna.

Pero ella no dijo nada. Tal vez no se enteró. Todo sonido parecía ahogado, sordo, y los ruidos de fuera venían de más lejos que de costumbre.

–¿Qué hay para almorzar? – preguntó.

–No lo sé.

No era que no quisiese responder, sino que en realidad no lo sabía, y Hans, continuando su camino, cruzó el corredor siempre fresco y empujó la puerta del salón.

Vio el piano cerrado y a Liesbeth con los dos codos sobre la tapa, la barbilla apoyada en las manos, la mirada fija en una partitura que no veía. Se puso detrás de ella y le acarició cariñosamente el rubio vello de la nuca.

Al principio ella sacudió la cabeza para darle a entender que la dejase en paz. Su primo se obstinó en seguir, sonriendo, y por fin la joven suspiró:

–¡Déjame, Hans!

Él siguió acariciándola sin parar de sonreír, deslizando la mano por la espalda, bajo el vestido, en el hueco entre los omoplatos.

Liesbeth se volvió con un movimiento instintivo y, con el rostro encolerizado, le gritó:

–¡Te he dicho que me dejes!

Apenas había manifestado su cólera y ya lo sentía, miraba a Hans con angustia; entonces desvió la cabeza y murmuró:

–Perdona. Estoy nerviosa.

No la molestó más. Se adaptó al ritmo de la casa: fue a buscar una silla, se sentó a horcajadas cerca de Liesbeth y, en silencio, encendió un cigarrillo. Unos visillos de tul tapaban la ventana cerrada, adornada con dos plantas verdes en macetas de cobre. La puerta también estaba cerrada. No había nadie más entre aquellas paredes estampadas con flores, en medio de los retratos, de los muebles encerados y de los bibelots.

Parecía que Hans sabía que Liesbeth iba a hablar, que debía hablar, y adoptó la postura de quien escucha. Ella dijo, como para darse ánimos:

–No me mires así… -Luego, bajando la voz y vuelta hacia el piano, añadió-: Hay momentos en que me avergüenzo de mí misma.

Él no sentía vergüenza, ni de sí mismo ni de ella. Ni siquiera experimentaba compasión. Pero apreciaba el espectáculo, el instante, desde el ambiente del salón hasta la línea del cuello de Liesbeth, su nariz puntiaguda, el pañuelito arrugado y hecho una bola en su mano para hacer frente a cualquier eventualidad.

–¡Mamá ha sufrido tanto! ¡Ha luchado tanto toda su vida! Y yo, durante ese tiempo…

Desde luego, lo que Hans dijo no era lo que ella esperaba. Con calma, expeliendo el humo del cigarrillo, preguntó:

–¿Por qué ha sufrido?

Era el único momento difícil de superar, el obstáculo que había que vencer. O bien ella se iba a llorar y a refugiarse en su cuarto, o hablaba como una persona razonable. Sucedió lo último, aunque no de golpe; aún hubo titubeos, timideces, torpezas, pero también una creciente serenidad.

–¡La gente ha sido tan mala con nosotros!

–¿Por qué?

–Por todo. Porque somos extranjeros. En la escuela los alumnos me llamaban la «Alemana», y la maestra me decía delante de toda la clase: «Señorita, cuando se recibe la hospitalidad de un país, se tiene doblemente el deber de portarse bien en él…».

La puerta se abrió. Anna asomó un rostro casi tan gris como el de su madre, miró a la pareja tranquilamente instalada y se limitó a suspirar:

–¡Ah! ¿Estáis aquí?

Se fue como había venido. La puerta volvió a cerrarse sin ruido. Liesbeth aprovechó para decir:

–Anna todavía ha tenido menos suerte. Estaba casi prometida con un joven de buena familia, el hijo del juez de paz que vive en la casa de los dos balcones, enfrente de la iglesia de Saint-Léonard. Cuando el padre se enteró, envió a su hijo a estudiar a Montpellier y juró que renegaría de él si se casaba con mi hermana. ¿Qué podíamos hacer nosotros? Mamá no se rebela nunca. Es amable con todo el mundo. Pero yo sé que le duele que los vecinos, gente como los Morin, que viven justo aquí al lado, prefieran salir y ponerse el sombrero para ir a comprar en otro sitio. – Y bajó aún más la voz como para hacer una confesión de mayor gravedad-: ¡Mamá tiene tanto mérito, Hans! ¡Si tú supieras!

Iba a contárselo, claro, pero se sintió con la obligación de titubear, de mirar a su alrededor para asegurarse de que no la escuchaban.

–Cuando nuestro padre llegó aquí, yendo de ciudad en ciudad como hacían en aquel tiempo los obreros, el tiro no existía y donde está el campo de maniobras había un enorme mimbreral. En el lugar de los astilleros Rideau se hallaba el vertedero municipal. Nuestro padre, que no hablaba francés, se instaló en una barraca de madera entre las mimbreras, al otro lado del agua, y se puso a hacer cestos. Teníamos una fotografía suya de esa época, pero se ha estropeado. Ya era como ahora sólo que con la barba rubia, aunque en la fotógrafa parecía blanca.

Se interrumpió, prestó oídos. Había alguien en la tienda. Los dos escucharon un momento, temiendo algo desagradable, aunque se tranquilizaron al reconocer el ruido de las monedas en la caja registradora y unos pasos en la acera.

¡Se trataba de un cliente!

–Donde ahora vive el carpintero había una pequeña casa de campo a la que iba la gente de la ciudad los domingos a beber leche.

–¿Y esta casa?

–Aún no se había levantado ningún piso, y donde está el patio se encontraba el estercolero de la granja. El puerto ya existía. Nuestra madre asegura que entonces había más barcos, todos tirados por caballos. Aquí venían los marineros a beber. La tienda no existía, sólo se servían bebidas a los hombres y se vendía avena para los animales.

Por fin hablaba como una persona razonable, y en el oasis del salón con flores la angustia de la casa se había disipado. El humo del cigarrillo se arrollaba en torno a la lámpara. Unos gorriones brincaban en el reborde de la ventana.

–Nunca se habla de esas cosas. Anna las sabe mejor que yo porque es mayor. Ella conoció a nuestra abuela.

–¿La madre de la tía María?

–Sí. Ella llevaba el café.

–¿Sola?

–Al principio sola. Yo nunca he sabido de dónde venía, pero tenía el tipo propio del sur. Al parecer era una mujer muy guapa. Mamá también era una mujer magnífica.

–¿Y su padre?

–Precisamente por eso te decía que mamá ha tenido mérito, Hans. En casa vivieron sucesivamente varios hombres. Las personas respetables no saludaban a mi abuela.

De su hija, sólo se sabía que nació mientras vivía aquí un alsaciano, que se fue al cabo de dos años. Mamá servía en el mostrador. Así la conoció mi padre. ¿Por qué sonríes?

No sonreía. Aunque tal vez, en efecto, los labios se habían distendido un poco, pero en cualquier caso no había la menor ironía con respecto a su tía.

Sólo estaba interesado. Aquella historia… Aquel café con una mujer venida de lejos y su hija. Luego Cornélius, especie de peregrino que por fin dejaba su mochila, traía sus herramientas del mimbreral y se instalaba en la trastienda.

–¿Cuánto tiempo vivieron los tres juntos? – preguntó.

–Varios años, porque Anna se acuerda de la abuela. Me parece que tenía tres años cuando ella murió. Vivía en un sillón de la cocina, porque debido a sus piernas demasiado gruesas ya no podía andar. Según Joseph, padecía hidropesía, un mal que sigue presente en la familia.

La abuela murió y la atmósfera empezó a purificarse. El mostrador para servir bebidas había quedado reducido, y cada vez con menor espacio, a uno de los extremos. Los anuncios de ese azul tan puro del almidón Remy, con el león inmaculado, habían sustituido en los cristales a los cromos que mostraban bebidas alcohólicas, cuando no imágenes más frívolas.

La tía María era joven y guapa, pero sin duda estaba adquiriendo ya su disciplina, su tranquila dignidad.

–¿Por qué no se fueron?

A él mismo, su pregunta le pareció grotesca.

–¿Por qué iban a irse? – respondió Liesbeth-. ¿Adónde podían ir? La casa era suya y tenían un buen negocio, pues los marineros cuando tocan puerto se abastecen para varios días.

Evidentemente se quedaron.

Se quedaron sin ningún motivo, sólo porque ya estaban aquí.

¿Acaso tuvo Cornélius una razón para permanecer en aquel lugar?

Había recorrido parte de Alemania, Bélgica, el norte de Francia. Llegó a un mimbreral entre un canal y un río, y allí se instaló, sin más, sin querer ir más lejos, como se detuvieron los judíos al llegar a la Tierra Prometida.

¿Es que no se daba cuenta de que era extranjero? Conservó su larga pipa de porcelana, su religión, sus costumbres. Hablaba el dialecto de su tierra, en el que iban incrustándose lentamente palabras francesas, de modo que los suyos tuvieron que familiarizarse con su manera de hablar.

–Mamá nunca ha dicho nada, pero sé que fue duro.

¿Duro el hecho de quedarse? ¿De aferrarse a ese extremo del canal, a la esclusa, a las paredes de la casa?

¡Duro, sin duda, ganar dinero, a pesar de la hostilidad de la gente! Ganarlo céntimo a céntimo, ladrillo a ladrillo, primero para construir un piso, luego para enviar a los hijos a buenas escuelas y vestirlos como burgueses, para tener un salón, un piano y unos estantes llenos de honrada mercancía.

Aquello aún no era la ciudad, pero tampoco el campo. Se hallaba al final de la ciudad, y las calles empezaban a esbozarse, nacían las aceras, las farolas de gas, la vía del tranvía…

Otras casas rodearon la de los Krull. Un carpintero se instaló al lado. Por la otra parte, pequeños rentistas y funcionarios construyeron sus viviendas, y éstos no podían conocer la historia de la abuela.

Sólo sabían que los Krull eran extranjeros, que no contaban en el barrio, que no tenían nada que ver con él, pero que formaban parte del canal y de su población errante.

–¿Y Pipi? – preguntó Hans.

–No lo sé. Siempre la he conocido así. Cuando yo era niña ya armaba escándalos en la tienda. ¿En qué piensas?

Era uno de esos raros momentos en los que parecían amigos.

Un instante breve, porque mientras miraba a su primo, Liesbeth se estremeció. Su carne se sublevaba, temblaba de vergüenza. Se le descompuso la cara.

–Si mamá supiera… -balbuceó bajando la cabeza-. ¿Por qué he hecho esto, Hans? ¿Qué va a pasar ahora?

De momento no pasó nada. Ni uno ni otro habían prestado atención al ruido de pasos en la acera, luego en la tienda. La puerta se abrió. No era Anna, sino María Krull, con su sombrero de los domingos, el vestido de seda, las joyas de jade; una María Krull sin color y sin expresión los miró a ambos.

Hubiera resultado imposible decir lo que pensaba, ni si estaba sorprendida o descontenta de encontrarlos allí junto al piano. Además, al clavar en ellos los ojos, su mirada fue tan profunda que parecía ver más allá. Y, sin embargo, preguntó con su voz más natural, casi sin mover los labios:

–¿No me ha llamado tu padre?

–No, mamá.

Liesbeth se mordió el labio. Se puso en pie e inició como un movimiento para precipitarse hacia su madre, pero ésta ya había retrocedido, cerraba la puerta y empezaba a subir las escaleras.

No había pasado nada. Nunca una aparición fue más sencilla ni más impresionante. Hans frunció el ceño, dejó caer la ceniza de su cigarrillo, incapaz de responder a la mirada interrogativa de su prima.

¿Qué novedad había? ¿Qué le había dicho el comisario de policía a la tía María? No tenía los ojos enrojecidos, no había llorado. Y resultaba aún más inquietante verla tan tranquila, tan fría, oír su voz neutra, aquellas palabras banales: «¿No me ha llamado tu padre?».

¿Era eso en lo que pensaba, en ocultar a Cornélius su visita a la policía?

Ahora estaba exactamente encima de sus cabezas. Podían adivinar cada uno de sus movimientos mientras se quitaba el vestido, se ponía de nuevo la ropa de andar por casa y se anudaba a la cintura el delantal de algodón de minúsculos cuadraditos azules.

–¿Adónde vas, Hans?

–A ningún sitio.

Estaba harto del salón y de la atmósfera que habían creado, eso era todo. Tenía ganas de volver a ver a Cornélius, sentado en su silla de patas aserradas, al lado del obrero jorobado.

El tío manejaba plácidamente el mimbre con sus largas manos de abultadas venas. Levantó la cabeza y su mirada fue de bienvenida. Estaba acostumbrado a que Hans fuese de vez en cuando a matar el tiempo al taller, donde siempre hacía fresco, y se sentara y contara historias de su país.

¿No se había enterado de ninguna de las idas y venidas de su mujer? ¿No había sospechado nada aquella mañana, cuando antes de que se levantase hubo que ordenarlo todo?

Su rostro alargado conservaba su eterna expresión. Era una serenidad que acentuaba la barba blanca, y, sin embargo, en la comisura de los labios podía distinguirse a veces otra cosa, como una resignación o una secreta ironía.

–Hace calor -suspiró Hans, impresionado por el silencio y la paz del taller.

La tía María ya había vuelto a la tienda. Despachaba a la mujer de un marinero, flaca y pelirroja, que llevaba a un niño en brazos y que tenía que entregarse a una difícil gimnasia para sacar el dinero de su enorme portamonedas.

Luego volvió el vacío: Anna no se atrevía a decir nada, mientras que Liesbeth se decidió, como por desesperación, a hacer sus ejercicios de piano con lentitud, dureza y malicia.

Pipi seguía sin aparecer. En cuanto a Joseph, aunque se encontraba en su cuarto, hacía tan poco ruido que podía pensarse que se hallaba ausente.

Hans notó varias veces que la mirada de su tía le buscaba, pesaba sobre él con insistencia, pero cuando la miraba, ella desviaba la cabeza.

Sin un motivo aparente, la mujer estaba recomponiendo las pilas de latas de sardinas que llenaban tres estantes, y lo hacía con una calma exagerada, con una voluntad que recordaba la tenaz aplicación de Liesbeth al piano.

–El almuerzo está servido -vino a anunciar por fin Anna, la única que manifestaba su cansancio.

Cornélius llegó del taller, Joseph del piso de arriba, en mangas de camisa y con ojos fatigados.

El muelle seguía desierto. Uno podía preguntarse dónde se encontraban los enemigos de la víspera y qué tramaban.

Solamente Germaine, siempre con su sombrero rojo, apareció como quien da una vuelta a la pista, igual que un augusto. Esta vez iba acompañada por dos niñas que no tendrían más de doce años y que parecían muy conscientes de su importancia.

Germaine iba en medio, y las otras dos la tomaban del brazo, de la misma manera que ella iba del brazo de Sidonie, que era la mayor.

Las tres formaban un grupo compacto y hermético, cuchicheaban temibles secretos y a veces dirigían medrosas miradas hacia la casa de los Krull.

Como, sin duda, el día anterior regañaron a Germaine -la de los abultados pechos- por llegar tarde a almorzar, esta vez la ceremonia fue breve, y las tres muchachas, arracimadas y serias como adultas, se alejaron en dirección a la Rue Saint-Léonard.

Joseph estaba tan pálido y tan cansado que daba lástima, y sólo cuando se aseguraba de que nadie le miraba se atrevía a posar en su madre sus ansiosos ojos.

–¿Aún no has terminado tu tesis? – le preguntó Anna, para que en la cocina sonase al menos el sonido tranquilizador de la voz humana.

–Me faltan por escribir unas cuantas páginas.

–¿Cuándo la presentas?

–El siete…

–A ver si el señor Schoof puede llegar a un acuerdo para comprar la casa…

Ésa era otra historia. Apenas leída su tesis, Joseph, que había trabajado en varios hospitales como externo durante dos años, abriría una consulta médica.

Se habían fijado en una casita nueva, en la parte del muelle ya absorbida por la ciudad. Joseph eligió la casa -que debía ser la dote de Marguerite- por su aspecto pulcro y su pequeño jardín rodeado de una verja.

La apertura de la consulta y la boda debían coincidir en otoño, pero el propietario de la casa había establecido un precio que el señor Schoof consideraba excesivo, y ya hacía más de un mes que duraba aquel arduo tira y afloja.

–¿No comes espinacas?

Negó con la cabeza. En cuanto a Cornélius, tenía una costumbre que no habían conseguido que abandonara, excepto cuando recibían invitados: la de servirse, no con un cuchillo de mesa, sino con una navaja que llevaba en el bolsillo desde hacía más de cuarenta años, y cuya hoja medía más de un centímetro de ancho. Cortaba el pan apoyándolo en el pulgar y al llevarse los alimentos a la boca se inclinaba y apartaba la barba con la mano izquierda.

–¿Tienes clase por la tarde, Liesbeth? – preguntó María Krull.

–A las dos. De armonía.

Un avión volaba por encima del barrio, tan ruidoso y a tan poca altura que parecía que fuese a estrellarse contra una chimenea y a hundir un tejado, como se contaba a veces en los periódicos. Joseph se levantó el primero y subió a su cuarto.

Aún no se sabía nada de lo sucedido en el despacho del comisario de policía, pero la tía María, como todos los días, ayudó primero a Anna a lavar los platos.

¿Lo hacía adrede para retrasar aquel momento? ¿O se preparaba, reunía fuerzas, se iba acostumbrando a aquella calma inhumana de la que se había revestido aquella mañana?

Además, Hans, que no sabía dónde meterse, siempre estaba allí cuando iba a mover un músculo de la cara.

En una ocasión, mientras la tía María se entregaba a una especie de revisión de la tienda, ¿acaso no había dirigido a Hans una mirada suplicante?

Ella ordenaba las cosas, lo tocaba todo, abría la caja registradora y volvía a cerrarla.

Por fin pareció respirar hondo, y le anunció a Anna por la puerta entornada de la cocina:

–¡Enseguida bajo!

Pero antes subió las escaleras con una lentitud calculada, recogiéndose la falda; tras detenerse unos instantes en el rellano, por fin giró el picaporte de una puerta, que no se abrió. Entonces llamó con los nudillos.

–¿Qué pasa? – preguntó la voz de Joseph.

Ella contestó en un murmullo:

–Soy yo.

Durante dos horas, Anna y Hans parecieron dos animales encerrados, furiosos más que por estar enjaulados, por encontrarse juntos y tropezar la una con el otro a cada paso.

Excepcionalmente, Anna no hacía nada, no tenía ánimos para ocuparse de nada, pero cuando la ociosidad hacía que se sintiese violenta, iba a ponerse detrás del mostrador como si esperase clientes.

Eso permitió a Hans observar que se ponía de puntillas y miraba de forma clandestina hacia el muelle por encima del escaparate, igual que hacía su madre.

Estaban descargando ladrillos de un rojo agresivo bajo el sol, tanto más agresivos cuanto que contrastaban con el verdor del follaje.

Pero eso parecía lejano; ocurría a menos de cien metros y, sin embargo, en otro mundo, del que se hallaban separados por espacios infranqueables.

Lo que sí existía eran las voces de arriba: murmullos, uno en voz muy baja, el otro un cuchicheo, un extraño diálogo compuesto por un interminable monólogo, apenas interrumpido por las intervenciones de Joseph.

La puerta estaba cerrada con llave y se había oído claramente cómo cerraban la ventana también.

Y nada sabían, salvo que María Krull hablaba y hablaba en un tono monocorde, como se recita la Biblia, como las cristianas farfullan rosarios en un rincón oscuro de la iglesia.

–¿Vas a seguir paseándote así por la casa? – protestó al final Anna, completamente aturdida.

Hans no respondió y la miró sin malicia ni ironía. Aunque sin ser afectuosa, por primera vez había en ella una curiosidad simpática.

–¿Cómo se te ocurrió la idea de venir a instalarte en nuestra casa?

–La verdad es que no podía ir a ningún otro sitio.

–Si ocurre algo -no se atrevía a decir: «una desgracia»-, serás el responsable.

–¿Tú crees?

Tomó un caramelo ácido de un frasco y se lo metió en la boca.

–¿Qué te ha dicho el comisario?

–Apenas nada.

Hacía ya una hora que les llegaba desde arriba un ruido distinto a los demás, parecido al de la caída de un cuerpo, pero más seco; poco más o menos como el ruido que haría alguien al caer de rodillas.

Anna miró a Hans, que no se movió. Ambos contuvieron la respiración.

Oyeron el monólogo de Joseph, jadeante y desordenado, con silencios que tal vez correspondían a sollozos.

¿Cuánto tiempo habló de esa manera? ¿Cinco minutos? ¿Diez? En cualquier caso fue largo y doloroso.

Luego hubo otros ruidos y aquello parecía que se acababa. Se oyeron pasos apresurados, luego otros pasos, y por fin el chirrido característico de los muelles de la cama al recibir el peso de un cuerpo.

–¡Hans!

Él no se volvió.

–¿Tú sabes algo? ¡Dímelo! ¡No puedo más! ¿Es que Joseph…?

Aunque no había motivo, Anna no le gustaba; tal vez se debiera a que no era atractiva, o quizá simplemente a que a ella tampoco le gustaba él; sin embargo se sintió conmovido, buscó una respuesta y balbuceó:

–¡Quién sabe!

Nadie podía llorar. Se sentían acorralados; abrían la boca para decir algo y no pronunciaban ni una palabra.

¿Qué pasaba arriba? ¿Por qué aquel silencio absoluto, un silencio que era interminable?

Entró un carretero con el látigo sobre el hombro y dijo con campechanía:

–Una copita de orujo.

Anna llenó demasiado la copa, pero aún tuvo ánimos para coger un trapo y secar el mostrador.

Uf… En el piso de arriba por fin estaban en pie. Joseph apenas soltaba unas pocas frases, su madre era quien reanudaba su homilía. Se sentaban. Conversaban con más sosiego.

Anna, mientras guardaba el dinero del carretero en el cajón enfundado en metal y miraba hacia el muelle, por fin tuvo la audacia de decir:

–Sería mejor que te fueses. Además, vas a conseguir que Liesbeth sea una desgraciada.

A Hans no le dio tiempo de preguntarle qué quería decir. La puerta del piso de arriba se abrió y volvió a cerrarse. La tía María entró en su habitación, permaneció allí sólo unos instantes, y por fin bajó lentamente, cruzó la cocina y se detuvo en el umbral de la tienda.

Les impresionó que presentara su aspecto habitual y, con la cabeza un poco ladeada, murmuró:

–¿Qué estáis tramando los dos?