Agnello Hornby Simonetta - Boca Sellada
BOCA SELLADA
Simonetta Agnello Hornby
SIMONETTA AGNELLO HORNBY
BOCA SELLADA
Traducción de Carlos Gumpert
Título original: Boccamurata
1.a edición: mayo de 200 8
© Giangiacomo Feltrinelli Editore, Milano, 2007
© de la traducción: Carlos Gumpert Melgosa, 2008
Diseño de la colección: Guillemot-Navares
Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantù, 8 - 08023 Barcelona
www.tusquetseditores.es
ISBN: 978-84-8383-060-4
Depósito legal: B. 12.933-2008
Fotocomposición: Pacmer, S.A. – Alcolea, 106-108, 1º - 08014 Barcelona
Impreso sobre papel Goxua de Papelera del Leizarán, S.A. - Guipúzcoa
Impresión: Limpergraf, S.L. – Mogoda, 29-31 – 08210 Barberà del Vallès
Encuadernación: Reinbook
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Índice
Primera parte
1. Elcumpleaños de un pater familias satisfecho. 3
2. Un encuentro poco usual. 8
3. Torrenuova. 11
4. Un sórdido amor. 16
5. La degustación. 18
6. Comida familiar. 21
7. Un inoportuno arrebato de gratitud. 28
8. Las conversaciones de la tía. 32
9. Dante toma la iniciativa. 34
10. Huéspedes en el palacete. 37
11. Caritas y amor. 40
12. Se consolida una amistad. 46
13. Las difíciles relaciones entre hermano y hermanas.48
14. Dana y la fábrica de pasta. 52
15. Una insólita lección de fotografía. 56
16. Una familia deshecha. 59
17. Las golondrinas y la oscuridad. 63
Segunda parte
18. Un paseo por el jardín. 67
19. El concierto de Irina. 70
20. La primera pelea en casi cuarenta años de matrimonio.73
21. Un día que empieza mal acaba bien. 78
22. Los celos de Tito. 81
23. La tarta de cerezas. 84
24. La donación. 86
25. El hombre propone y Dios dispone. 89
26. Un sobrino se comporta de manera reprobable. 93
27. Insólito principio de un viaje de placer. 96
28. Dana en la ciudad. 100
29. Una discusión entre amigos. 102
30. Las Macalube. 105
31. Mariola. 108
32. Las cartas de la tía. 113
33. Un silente adiós en el bosque. 114
34. Como las hormigas. 119
35. La buganvilla. 124
Tercera parte
36. El regreso de Tito. 129
37. Un día traumático. 130
38. La Habitación de Nuddu. 135
39. Dante se prepara para marcharse. 138
40. Las preguntas de Tito. 142
41. Mi vida entera eres tú. 146
42. Tito no está solo en la Habitación de Nuddu. 151
43. Rachele recuerda y no añora. 156
44. Un amor equivocado. 162
45. La larga noche de Rachele. 169
46. El amor brota cuando uno menos se lo espera. 172
47. Temores y esperanzas. 174
48. El granizado de café. 176
Agradecimientos…. 179
A la memoria de Mr Peckham
Los personajes que aparecen en esta novela son fruto exclusivamente de la fantasía de la autora. Cualquier referencia a acontecimientos o personas reales debe considerarse como puramente casual.
Primera parte
Mečtam i godam net vozrata;
Ne obnovlju duši moej…
(Los sueños y los años no regresan jamás;
no renovaré mi alma.)
A.S. Pushkin, Eugenio Oneguin, IV, XVI
1
El cumpleaños de un pater familias satisfecho.
«La fábrica y la familia, sus auténticas pasiones.»
El perro arañaba la puerta acristalada. El sol caía sobre las ramas de los árboles y se reflejaba incandescente en sus hojas; un haz de luz horadaba el centro hasta alcanzar la plata del aparador de la pared.
Tito se limpió las manchitas de salsa de la boca. Se pasaba una y otra vez el borde de la servilleta por los labios apretados, como si se diera un masaje; después extendió el cuadrado de lino sobre las piernas y lo alisó con la palma de las manos.
Su hijo Santi estaba enfrente de él, al otro extremo de la mesa, como en las sesiones del consejo de administración de la fábrica de pasta: les bastaba una ojeada para entenderse al vuelo. A la derecha del hijo, la tía. Tito recorría con la mirada a cada uno de sus cinco nietecitos. Algún día, ellos también participarían en esas sesiones junto a él: en el fondo aún era joven, cumplía sólo sesenta años.
—¿En qué piensas, abuelo? —le preguntó Titino, siempre alerta.
—En que estoy muy contento —respondió y, dirigiéndose a los demás, añadió—: ¡Me gustaría que brindáramos con agua, todos juntos, pequeños y mayores!
—¡Pero si los niños no se han terminado la pasta aún!
Mariola, su mujer, meneó la cabeza, apresurándose con todo a servir la bebida. Después, con un gesto, dio la señal. Con el vaso levantado, Tito aguardó a que todos estuvieran listos. Dirigió su mirada hacia la tía y dijo:
—¡Brindemos por la tía y por la abuela, a quienes debo el mejor regalo de este cumpleaños: mi familia!
Hubo un entrechocar general de vasos, que repitieron varias veces para contentar a los más pequeños, fascinados por aquel nuevo juego. Agotado por el esfuerzo de tanto brindis, Tito repartió tímidas sonrisas y se enfrascó después de nuevo en sus agradables pensamientos.
Comía en aquella mesa desde que aprendió a apañárselas con el cuchillo y el tenedor, con su padre a un lado y la tía y él en el lado contrario, bajo el resplandor de la enorme araña de hierro forjado de diez brazos. Tito se sentía cohibido, encerrados como estaban entre los enormes candelabros a un lado —comensales inmóviles— y el centro de mesa de plata al otro. Con el tiempo se había acostumbrado a ello. Cada día, al final de la mañana, comenzaba a degustar por anticipado aquel momento de intimidad familiar. Los platos siempre eran una sorpresa, aunque sabía que por lo general la tía ordenaba preparar lo que a él le gustaba —su padre le obligaba a probar de todo y a terminarse lo que se había servido— y que a menudo iba más allá: cada vez que su padre le reprendía, ella le procuraba sus platos preferidos. Tito estaba seguro de que así, tácitamente, la tía expresaba su desaprobación respecto a la severidad de su hermano y ofrecía consuelo a su sobrino.
La tía le estaba diciendo algo a Sandra y no se percataba de que la estaban observando; con un ligero suspiro, Tito se lanzó sobre los salmonetes a la livornesa, que le encantaban. Se metió en la boca un bocado abundante. La carne firme del pescado fresquísimo combinaba a la perfección con el condimento de tomate con cebolla; cada sabor quedaba diferenciado, incluso el del perejil esparcido generosamente al final de la cocción. También su mujer lo mimaba en la mesa. Tito la miró: ella tampoco le hacía caso, estaba ayudando a la pequeña Daniela a comer el pescado con el tenedor. Los salmonetes de los niños se habían limpiado en la cocina, pero Mariola temía que hubiera quedado alguna espina. Vera, caprichosa, avanzaba muy lentamente, a pequeños bocados. Sandra comía con desgana, escuchando la conversación de los adultos, curiosa. Marò hablaba con ímpetu, con la boca llena. Daniela pedía en voz alta más pescado. Titino mantenía los ojos fijos en el plato, muy compungido.
Tito les atribuía mentalmente a cada uno de ellos un apodo, inspirándose en las distintas variedades de pasta que ilustraba el prospecto de papel satinado que el director comercial de la fábrica acababa de confeccionar: había setenta tipos. Tendrían que preparar otro sobre los procedimientos de fabricación y desecación de la pasta: los mercados extranjeros solicitaban información acerca del proceso de producción para planear sus estrategias de difusión comercial. Tenía que hablarlo con Santi al día siguiente.
—¿Tú también te quedas embelesado con estos hijos y nietos nuestros tan guapos? —le preguntó de repente Mariola.
—La verdad es que estaba pensando en el nuevo prospecto de la fábrica y en lo bien que ha quedado. ¡Le he dado a cada nieto el nombre de una variedad de pasta y me parece que he acertado con todos! Titino, a quien le gustan los coches antiguos del abuelo —dijo pasándole un brazo por los hombros—, es (¿qué otra cosa podría ser?) Ruedas.
—Y Marò, ¿qué pasta es? —le apremió el niño.
—Marò, la charlatana, es Lengüitas. Y Daniela, que es la más pequeña, Lenguas de pájaro. Vera, que come como una hormiguita, se llama Bocaditos. Sandra, que está siempre con las orejas tiesas cuando nosotros los mayores hablamos..., ¡Orejitas!
La tía no conseguía entenderlos bien, pero Santi le susurraba cada apodo, que todos recibían entre gritos y carcajadas; y ella se reía feliz, con la mirada fija en su sobrino.
—¡Quién hubiera dicho que tu padre tenía un sentido de la observación tan agudo! —le susurró a Santi.
—¡La fábrica y la familia, sus auténticas pasiones! —apuntó él, y dijo después en voz alta—: Papá, me apuesto algo a que para nosotros también hay nombres.
—Desde luego, pero a vosotros sólo os voy a dar los números del catálogo.
Con la boca medio llena de pescado, Antonio levantó la mano:
—¡A mí exclúyeme, yo ni siquiera me acuerdo de los catálogos de mis clientes!
—¡Lo mismo digo! —se apresuró a añadir su otro yerno, Piero.
Y empezó una suerte de tómbola, en la que Tito le daba a cada uno un número que ellos interpretaban al vuelo, entre la hilaridad general:
—Mariola, cincuenta y seis...
—¡Dedalitos!
—Elisa, treinta y tres...
—¡Ganchitos!
—Santi, treinta y cinco...
—¡Macarrones rayados!
La tía se había erguido en su silla con las muñecas apoyadas en el mantel, dispuesta ella también a participar en el juego. Tito vaciló. Un leve parpadeo de Santi y la tómbola prosiguió:
—Tía Rachele, cuarenta...
—¡Anillitos!—gritó ella, tan vivaz como una niña. Después le susurró a Santi—: ¡La memoria me sigue funcionando bien!
Sólo quedaba una. Y Teresa, la hija mayor, no supo qué contestar cuando su padre le dijo:
—¡Treinta y nueve!
«Está en el consejo de administración y no conoce la pasta que fabrica...», rezongó para sus adentros Tito, y cerró el carrusel con un suspiro, dejando a Teresa con su número desnudo, sin nombre. Mariola estaba a punto de intervenir, pero no hubo necesidad: en aquel momento Sonia, la criada, hizo su entrada triunfal en el comedor con la tarta sobre una bandeja de plata.
—¿Y yo qué pasta soy? —murmuró Vanna, sentada a la derecha de su suegro.
—Tú eres la veintisiete.
—¿Y qué tengo que ver yo con los Cabellos de ángel? ¡Si los llevo cortísimos! —objetó ella.
—Es mi pasta preferida, pero no se lo digas a nadie. —Y sus miradas se entrecruzaron risueñas.
Era una calurosa tarde de principios de mayo; estaban tomando café en el jardín, con chocolatinas y galletas de almendra, dada la ocasión. Cómodamente sentado en una butaca, Tito seguía somnoliento y casi hipnotizado por la deslumbrante floración de las mimosas que ondeaban, con la nariz invadida por las fragancias de la tierra.
—¿Ya le has contado a tu abuelo los deberes que tienes? —dijo Vanna, y con manos amorosas empujó a su hijo hacia Tito.
—La maestra quiere que cada uno de nosotros escriba la historia de su familia. Tenemos que hacer, eso nos ha dicho, nuestro árbol genealógico. —Titino, orgulloso, silabeaba las palabras—. ¿Me ayudas, abuelo? —Y enumeraba todo lo que le hacía falta—: Nombres, fechas de nacimiento, fotografías... —Tito se puso rígido mientras el niño proseguía—: ... dibujos, cartas...
Una rabia sorda acabó con el bienestar de antes.
—Ya veremos —dijo apoyando su mano, con todo su peso, sobre el hombro de su nieto preferido—. Ahora vete a jugar con tus primitas.
Pero Titino no se movió. Estaba a punto de romper a llorar.
Vanna hizo una mueca imperceptible. Santi, que los estaba observando, intervino con tono conciliador:
—Papá, ¿qué te cuesta?, basta con alguna vieja fotografía...
Silencio. Como de costumbre fue Mariola quien resolvió la situación; mientras se llevaba a su nieto, le iba diciendo:
—Vamos a por la caja de las fotografías. Mañana nos las miraremos todas, ¡te saldrán unos deberes estupendos!
Tito estaba listo para el paseo de después del café. Avanzó unos cuantos pasos y se dio la vuelta. Nadie hacía ademán de seguirlo. Los demás picoteaban chocolatinas y hablaban en voz baja y de mala gana, sin hacerle caso. Era como si una niebla hubiera caído sobre su familia, clavándolos a todos en sus respectivos asientos. Tito los miraba uno por uno.
Teresa se dio cuenta e intentó ablandarlo:
—¿Te ha gustado la tarta? La encargué en el Picadilly Bar.
Tito bajó la mirada en señal de distraído asentimiento.
—Me gustaría encargar allí los pasteles para la fiesta de la primera comunión de Sandra, tienen una pastelería excepcional, aunque claro, ¡es carísima! —proseguía mientras tanto Teresa, y repetía—: ¡Carísima, realmente carísima! —dirigiéndose a los demás.
La conversación se reanudó, pero el buen humor se había disipado.
—La decoración de fruta y de nata era magnífica, aunque claro, con esos precios, faltaría más... —comentó Vanna.
—Esto es sólo el preámbulo... Querrá que papá le dé dinero —le bisbiseaba entre tanto Elisa a Antonio.
—¡Ya vale, es el cumpleaños de tu padre! —le contestó secamente él.
—¡Ésa consigue todo lo que quiere con sus zalamerías! —insistió Elisa, ácida, y buscó los ojos de Santi. Él le lanzó una mirada furiosa.
Piero les había oído.
—Teresa, date prisa, tenemos que irnos: ¡tengo que escribir una sentencia para mañana! —le dijo imperioso a su mujer.
Las familias de los hijos se habían marchado. Tito y Mariola se quedaron solos con la tía, adormilada en un sillón de mimbre.
—Titino sólo tiene ocho años —dijo Mariola—. Son deberes importantes para él. Podemos hacerlo, no nos cuesta nada.
—Ahí se ve la podredumbre de este país, en que nadie se ocupa de sus propios asuntos. En el colegio ya no se enseña a leer ni a escribir: ¡nos hemos convertido en un pueblo de analfabetos y tenemos los gobernantes que nos merecemos! ¡Hasta Manuel, ese indio que zapa el jardín, habla italiano mejor que el guarda! —dijo Tito en voz alta.
—Tu padre decía que Manuel era maestro de escuela en Goa, y que la tía le había enseñado a cuidar de sus plantas, algo que por lo demás aún sigue haciendo. Hasta le traía semillas de la India. Y tú lo tratas como a un jornalero. Trabaja mucho en casa, pero tú no te das cuenta... —le reprobaba Mariola—. Si oyeras a Dana, en cambio..., ¡esa cernícala ha aprendido el dialecto de la familia para la que trabajaba antes!
Tito permaneció en silencio. Después añadió, sin ninguna entonación especial:
—La tía se está quedando dormida. Haz que la lleven a su habitación. Yo, mientras tanto, voy a comprobar que se haya regado el rosal como es debido.
Llamaron a la rumana, quien ayudó a la tía a levantarse. Desde lejos, Tito observaba las pantorrillas y los muslos robustos de Dana, inclinada sobre su tía, y espiaba bajo la minifalda. Su malhumor se atenuó y continuó con la inspección del jardín.
Sonia le pasó el teléfono.
—Me llamo Dante Attanasio. No nos conocemos —dijo una voz sin acento.
—Dígame.
—Mi madre era compañera de internado de su tía Rachele. He venido a Sicilia para hacer un reportaje fotográfico, he alquilado una casa aquí cerca. —Tito permanecía a la defensiva y callado. El otro prosiguió—: Estoy buscando alquerías típicas y capillas barrocas. Me gustaría conocerle, si no fuera una molestia.
Tito se sentía hostigado y para quitárselo de encima, sin pensárselo mucho, sugirió:
—Mañana en el Picadilly Bar, en el paseo principal, a las once.
—Me reconocerá, iré cargado con el material fotográfico. Hasta mañana.
Tito volvió a la inspección de los bancales, molesto porque lo habían cogido por sorpresa y por haber cedido al atrevimiento de aquel hombre. Ahora todo le parecía digno de reproche: los geranios no se habían podado como era debido, los bancales de los cactus estaban empapados, los cántaros de los rosales secos, los jazmines sedientos. Tomó la decisión de ordenar que instalaran un sistema de riego automático, pero ni siquiera esa idea le resultó grata: su jardín estaría patas arriba durante semanas.
Mariola se había ido a acostar. Tito paseaba saboreando el rito nocturno del último cigarro. Planificaba el sistema de riego y se percataba de otros trabajos por hacer: alinear los ladrillos del paseo, enderezar los asientos de piedra, alargar el parral. Se volvió para contemplar el palacete henchido de orgullo. Había sido enlucido el año anterior y había recuperado su color ocre original: la luna llena lo acariciaba y resaltaba los arabescos de los azulejos esmaltados, que punteaban las siluetas de puertas y ventanas para reunirse después en un dibujo que recordaba la forma de una colmena ante la ventana —casi una tronera— de la Habitación de Nuddu, en lo alto de la pequeña torre. Tito seguía el fluido dibujo de la barandilla de hierro forjado y no se cansaba de admirar la elegancia de la arquitectura modernista.
En la tercera planta, las ventanas de la habitación de Dana estaban entreabiertas. Tiró al suelo la colilla del cigarro y enfiló con agilidad hacia la escalera de servicio.
Tito completó la celebración de su cumpleaños entre las ásperas sábanas de la rumana.
2
Un encuentro poco usual.
«No he tenido un verdadero padre: soy hijo ilegítimo...»
Tito había abandonado el palacete a los veintiún años, cuando se casó. Desde entonces y hasta que Elisa, su hija menor, cumplió dieciocho años, Mariola y él habían vivido en Palermo, para permitir que los chicos acudieran a buenos colegios y disfrutaran de todo lo que la ciudad ofrecía. Tito iba y venía al pueblo, que después de la guerra había crecido considerablemente. Bajo la guía de su padre, se encargaba de la gestión del patrimonio familiar: de las propiedades agrícolas e inmobiliarias y, por encima de todo, de la fábrica de pasta. Lo que les hacía distintos del resto de las familias pudientes de la provincia era su aislamiento respecto a los demás: recibían muy poco, no frecuentaban los lugares públicos y ni siquiera los restaurantes. Tito no había llegado a introducirse nunca en la vida social del pueblo, donde, pese a todo, se sentía a sus anchas. Aunque no aquella mañana, mientras se encaminaba hacia ese Picadilly Bar que jamás había pisado hasta entonces.
El Picadilly Bar —mesitas bajas y asientos de piel, música de fondo y fotografías en las paredes— era un lugar de encuentro para jóvenes. Nada más entrar, Tito se dio cuenta de que estaba fuera de lugar. Pidió un vaso de agua mineral y se quedó de pie en la barra: desentonando vistosamente con su traje gris y su corbata listada, sentía que todo el mundo le miraba.
Lo identificó enseguida. Alto, con el pelo claro y largo cayéndole por el cuello, sombrero de tela, camisa de lino abierta en el pecho, sahariana y cámaras fotográficas en bandolera, en cierta manera Dante Attanasio no desentonaba y se adecuaba de forma natural con la clientela del Picadilly Bar.
Dante le tuteó de inmediato, como si fueran viejos amigos. Hablaba mucho y era de conversación agradable, pero, sobre todo, se comportaba como si el lugareño fuera él: escogió el aperitivo y se anticipó a Tito en el momento de pagar la cuenta, avivando la turbación de éste, que le dejaba hacer, confuso. Trabajaba para una revista de viajes; había decidido pasar en Sicilia una larga temporada, entre descanso y trabajo, acompañado por una amiga rusa que se reuniría con ellos más tarde. Tito, fascinado por la jovialidad de aquel hombre y a la vez desinhibido por el alcohol, empezaba a relajarse.
Hacía tiempo que Dante quería visitar la isla. Su madre hablaba con frecuencia de Rachele. Habían sido grandes amigas y se habían escrito durante mucho tiempo; después, con la guerra, habían perdido el contacto. Su madre había llevado una vida muy movida y había vivido en varios continentes: trabajaba para el cine, era guionista.
—Creo que nunca volvió a tener ninguna amiga tan íntima —decía Dante—, y sé que deseaba entregarle a Rachele su epistolario. Lo encontré el año pasado, cuando murió, entre sus papeles.
Y ahora era él quien quería conocer a Rachele. Había encontrado a Tito gracias a un auténtico golpe de suerte: había llamado a tres personas que tenían su mismo apellido y al final el último le había encaminado hacia él.
Tito se estremeció ante la idea de que Dante les hubiera hablado de su tía y de su familia a sus homónimos. Con todo, ese hombre le caía bien. Aceptó otro aperitivo, y de la tía se limitó a contar que no se había casado, que había vivido siempre con la familia y que no le gustaba hablar con desconocidos.
—Yo adoraba a mi madre —dijo Dante—, y quisiera cumplir con su último deseo. No he tenido un verdadero padre: soy hijo ilegítimo...
Tito no supo qué decir. En aquel momento, Irina entraba en el bar.
Era una de esas personas que con su mera presencia ya llenan por sí solas toda una habitación. Era decididamente hermosa, aunque su paso y la luminosidad que la rodeaba era lo que más llamaba la atención. Llevaba una camiseta y unos pantalones, y habría podido desentonar ante las chicas, bastante más jóvenes que ella, muy maquilladas y vestidas a la moda, que abarrotaban el local. Pero las eclipsaba con su clase. El charloteo se atenuó y todas las miradas recayeron en ella. Los jóvenes volvieron a hablar después con un murmullo aunque no por mucho tiempo: la clientela del Picadilly Bar solía ser ruidosa.
—¿Es él el sobrino de la amiga de tu querida maman, el propietario de la torre de la que tanto me has hablado? —dijo Irina, mientras se sentaba.
Aturdido por la conversación con Dante, y esclavo de la gracia eslava de Irina, Tito prometió llevarles a Torrenuova al día siguiente.
A la hora de comer le contó a su mujer la cita a la que había acudido: era un hecho insólito, Tito se mantenía siempre a distancia de los desconocidos. Pero Mariola no sintió excesiva curiosidad. Llevaban casi cuarenta años casados y, como solía repetir a sus hijas, al cabo de los cinco primeros años de matrimonio ya no hay demasiados temas en común, aparte de los hijos; le escuchaba, por lo tanto, distraída. Sólo cuando Tito aludió a Irina se le desplegaron las antenas.
—¿No habrá sido esa rusa la cuidadora de tu madre? —aventuró.
—¡¿Pero qué dices?!, es una señora de verdad, una mujer hermosa, y muy respetable —contestó él.
Mariola se relajó, más tranquila.
Tito le había sido fiel a Mariola hasta hacía pocos meses y sin que ello representara sacrificio alguno, por más que su matrimonio llevara decenios apagado. Su padre le había inculcado la importancia de llevar una vida reservada. «Es necesario pasar inadvertidos y no dar que hablar, ni para bien ni para mal», le decía. La tía fue mucho más directa: «La mejor palabra es el silencio, y lo mejor que se puede hacer es no hacer nada». Tito sabía perfectamente que en una pequeña ciudad la infidelidad nunca es un secreto, pero sus tejemanejes con Dana —era ella quien insistía— no le preocupaban y apenas eran fuente de fugaces remordimientos: estaba convencido de que la rumana no tenía a quién contárselos y él se sentía muy orgulloso de su recobrada virilidad.
Irina había encendido su imaginación. Esa noche subió la escalera de servicio de dos en dos y, con el pensamiento fijo en ella, se arrojó con ímpetu sobre Dana. Pero no fue sólo eso lo que sorprendió a la rumana. Por lo general eran expeditivos y se mantenían en silencio. Él únicamente abría la boca para fijar los encuentros, y ella para sugerirle la manera de recompensar sus servicios: aludía a lo que deseaba y al precio. Tito le daba la suma requerida, aunque no siempre.
Mientras Dana volvía a vestirse, él tuvo un impulso repentino de curiosidad.
—¿A qué te dedicabas en tu país? —le preguntó.
—Trabajaba en un obrador de pastelería, se me dan muy bien las tartas y sé hacer muchos otros dulces... —contestó ella, y se tomó aquella pregunta como el preludio de una relación estable. Se pasó las manos por el pelo suelto y, sin saber por qué, se lo peinó instintivamente formando un moño como el de la tía.
Mariola le esperaba despierta, en la cama. Pensaba en su familia y en Irina. Otra extranjera. Se sentía amenazada y quiso hacerle una advertencia.
—Has pasado mucho tiempo con la tía esta noche —observó.
Tito no contestó.
—Me preguntaba si la tía querrá conocer a ese fotógrafo. ¿Qué te ha dicho? —prosiguió Mariola.
—No lo hemos hablado. —Tito estaba adormilado.
—¡Con todo lo que has estado con ella!
—Ya sabes que cuando hay ruido oye mal, incluso con el aparato, y se olvida de las cosas. He tenido que volver a contarle, con todo detalle, lo que hablamos ayer en la fiesta.
—Si tú lo dices... —contestó Mariola resentida, y apagó la luz.
Entre las sábanas, Tito estaba inquieto. La idea de romper con Dana le resultaba molesta. Luchando contra el sueño, decidió pasar al ataque.
—La cuestión es que tú pasas demasiado tiempo con tus hijas y tus nietos, y estás poco con la tía. ¡Tengo que explicarle yo siempre las cosas, y no es tan sencillo! —soltó, sin volverse hacia su mujer.
—A ella le gusta hablar con su rumana —protestaba Mariola, ya en duermevela.
Tito no contestó.
—¡Y no es la única!
La voz de Mariola sonó esta vez aguda. Había dado en el blanco y había ganado con su última réplica; se colocó bien la almohada y cayó en el sueño de los justos.
3
Torrenuova.
«Es el sitio más sensual que he visto en mi vida.»
Desde la muerte de su hermano hacía dieciséis años, la tía, muy unida a él, se había negado a abandonar el palacete en el que vivía como una reclusa. Tito, respetuoso con la voluntad de su padre —«No dejes nunca sola a tu tía, tú y yo le debemos mucho»—, había renunciado desde entonces a las tradicionales vacaciones veraniegas en Torrenuova. No sin dejar de sentirlo, porque a esa casa le unían hermosos recuerdos. Pero la había reformado y el hecho de que sus hijos, por turnos, pasaran allí parte de las vacaciones lo consolaba.
Le gustaba enormemente Torrenuova. Los terrenos agrícolas eran una larga extensión de trigo que comenzaba en una cresta cortada a pico sobre el mar y proseguía, extendiéndose ondulada por el interior, hasta las laderas de las áridas y rocosas colinas. La casa englobaba la torre renacentista, construida sobre un promontorio cortado a pico entre dos ensenadas. Sobre éstas se levantaba una muralla de roca negra en la que crecían, colgando en el vacío desde las grietas, áridas retamas silvestres —con las raíces retorcidas en los salientes—, plantas de alcaparras y hierbajos varios. Toda la costa, hasta donde alcanzaba la vista, era parecida: una planicie amarilla que acababa en caída libre sobre minúsculas e inaccesibles ensenadas de arena blanca. La casa de Torrenuova dominaba la tierra, la arena y el mar.
Estaban en la terraza. Dante e Irina se habían desplazado hasta la balaustrada; Tito se había quedado a la sombra, bajo el emparrado.
El sol caía a plomo. Hacía calor y no corría ni un soplo de aire. El zumbido de las cigarras retumbaba. Ligeras e imperceptibles, las olas acariciaban la orilla.
Liso como una tabla y desierto, el mar estaba en su momento de esplendor. El litoral arenoso se perdía dulcemente bajo las aguas. Las bahías en forma de media luna, debajo de Torrenuova, parecían dos arcos iris incompletos, pincelados de colores tenues y maravillosos: aguamarina, verde claro, celeste, verde esmeralda. Después, el mar se volvía de un azul intenso durante un centenar de metros. Una franja de agua cristalina y transparente, celeste apenas, recorría toda la costa como una cinta resplandeciente: era el reflejo del cielo sobre el larguísimo banco de arena sumergida en el que encallaban los veleros enemigos. Aquel banco hacía inviolable la costa. Lejano, el mar volvía a ser aguamarina, verde azulado claro, azul oscuro y, en el horizonte, azul intenso: el mar de África. El cielo, límpido y alto, estaba libre de nubes.
Dante se había dado la vuelta. Se detuvo a pocos pasos de Tito y empezó a declamar con énfasis:
«Deja siempre vagar la fantasía,
siempre está en otra parte el placer;
y se deshace, con sólo rozarlo, dulce,
como las burbujas cuando la lluvia bate;
déjala pues vagar, a ella, la alada,
por el pensamiento que delante aún se le extiende;
abre de par en par las puertas en la jaula de la mente,
y verás cómo se lanza volando hacia el cielo».
Después calló, con un último y melodramático gesto.
—Estaba en una de las cartas de Rachele —dijo como para justificarse.
—¡Muy bonita! —dijo Tito. Y añadió—: En el internado, un profesor me animaba a escribir poesías. Por desgracia, nunca se me dio tan bien como a ella. ¿Vamos al jardín?
Hay jardines maduros que no necesitan mantenimiento; en su abandono encuentran cierto equilibrio y asumen una identidad propia. Grandes muros de piedra protegían el jardín de Torrenuova de las arremetidas de los vientos y del adarce. Altos y lozanos, los pinos marítimos formaban una cortina fragrante en el paseo principal —las plantas delicadas crecían bien bajo su sombra—, que terminaba en la rotonda de un quiosco. La estructura de hierro forjado estaba cubierta y sumergida por una masa de convólvulo. Del interior de la cúpula y de los arcos laterales colgaban en desorden sarmientos de campánulas violáceas. Algunos se habían retorcido en tupidas columnas de hojas y flores que se arrastraban por el suelo para deshacerse después en la podredumbre.
En otros tiempos, una parte del jardín había sido dividida, según un esquema geométrico, en veredas que separaban bancales de plantas distintas: había muchas cactáceas, que crecían en la aridez. No contentas con dominar su propio territorio, se habían desbordado y se propagaban por los bancales limítrofes, aplastando la vegetación baja y estrangulando los arbustos. Otras plantas las habían seguido, prepotentes y amenazadoras. Pero la guerra por la hegemonía se había resuelto con una tregua entre las familias vencedoras, cactus y agaves; de los bancales no quedaba rastro.
Aquellos gigantes verdes ceñidos en hostiles simbiosis e indistinguibles los unos de los otros formaban una enorme maraña, monstruoso testimonio de guerra y de paz. Las hojas muertas de los agaves seguían unidas aún a la planta, entremezcladas con las vivas. Tallos marchitos colgaban de los troncos de los cactus como astas clavadas en su pulpa. Había esqueletos de pájaros muertos, con plumas aún, empalados en sus púas.
Aquí y allá se adivinaban vestigios de las colonias de los primeros invasores. Fustos tubulares de cactus, constreñidos en una torre de atalaya desmoronada, se alzaban entre los agaves. Bolas de cactus de púas afiladas, aferradas unas sobre otras en forma de pirámide, permanecían compactas y envueltas por capas de telarañas, necrópolis de insectos.
Había vida en aquel infierno vegetal. Desde un tupido matorral crecía el tallo de la flor del agave lista para la muerte. Sus hojas eran carnosas y túrgidas aún de agua, algunas de color verde oscuro, otras jaspeadas de blanco, otras más con los bordes amarillos y el centro verde claro. Aplastados pero no exterminados, los áloes brotaban en cualquier lugar donde hallaran grietas y hendiduras; estaban en plena floración. Los racimos de pequeños lirios rojos, altos sobre los finos tallos, aunaban aquel conglomerado de espinas y púas en una belleza maravillosa.
—Lo mantenemos tal como estaba. Mi padre, tras retirarse del ejército, le dedicó mucho tiempo. Y ahora, una vez al año, mando arrancar las ramas secas de abajo —explicó Tito, y dejó que Dante e Irina deambularan por el jardín solos.
Los seguía de lejos, satisfecho por el silencio admirado de ambos.
Dante e Irina estaban ahora en el quiosco. Tito se acercó; los atisbó a través de las orlas del convólvulo. Irina le estaba dando la espalda a Dante. Ella dio un paso hacia atrás y se apoyó contra su hombro; se volvió para mirarlo y dijo:
—Es el sitio más sensual que he visto en mi vida.
Con el dedo índice recto como un lápiz, le acariciaba el cuello y le recorría después el borde de la camisa, abierta sobre el pecho. Él le cogió la mano y le abrió el resto de los dedos, uno a uno, después le dio un largo beso en la palma abierta.
—Estoy de acuerdo —dijo, cerrándosela después de nuevo, dedo tras dedo, muy lentamente.
Le cogió la otra muñeca y la rodeó con sus brazos nudosos, y permanecieron así, abrazados, moviéndose rítmicamente, con las manos de Dante entrelazadas sobre el bajo vientre de Irina como la hebilla de un cinturón.
Tito no conseguía despegar la mirada de ellos: enlazados, avanzaban ahora muy despacio hacia la húmeda oscuridad del interior del quiosco. Del terreno subía un olor penetrante a podrido, infecto. Tito tuvo que alejarse; vagó por el jardín, doliente y excitado.
Se encontró en un rincón a pleno sol. Las flores entumecidas de hibisco parecían jirones de tejido rojo que hubieran quedado enganchados en las ramas nudosas y casi carentes de hojas. Los troncos de las acacias se escamaban a causa de la aridez, pero las ramas seguían en flor. Tito se apoyó contra un árbol y miró hacia lo alto: rica y dorada, la cúpula de flores en copos se recortaba contra el cielo soleado.
El móvil estaba sonando.
—Sólo quería recordarte los deberes de Titino. ¿Pasamos esta tarde? —Era Vanna.
—Estoy en Torrenuova, con unos invitados —dijo Tito, huraño.
—Ya lo sé. Dales recuerdos a Dante y a Irina.
Tito apretó los labios y cerró el puño, con fuerza, casi clavándose las uñas en la piel.
Dante se había acercado hasta él y lo observaba.
—No te lo tomes así. —Irina lo seguía, indolente—. Es sencillamente estupendo, este lugar. Enhorabuena. ¿Puedo fotografiarlo?
A Tito le apasionaba la fotografía y había sacado imágenes del jardín a todas las horas del día. No se había atrevido a contarlo antes por temor a quedar como un bobo, pero dadas las circunstancias, animado por Dante, le enseñó sus sitios predilectos y se atrevió incluso a ofrecerle sugerencias. Dante parecía apreciarlo y él se sintió satisfecho.
En el camino de regreso, Irina dormitaba lánguida en el asiento trasero. Tito la miraba por el retrovisor. La deseó intensamente. Se avergonzó y dirigió la mirada hacia la campiña. Cuando volvió al retrovisor, había otro rostro en él y unos cabellos castaños recogidos en un moño deshecho por el viento. Él era un niño y en la caja del todoterreno de su padre estaba su tía, dando tumbos sobre el asiento y sujetándose a los costados. Sonreía, es más, quizá riera, con el pecho encerrado en el vestido de mariposas ceñido en la cintura y abotonado hasta el cuello. Él había sentido un hormigueo nuevo que tal vez ahora hubiera podido llamar deseo.
Tito volvió a contemplar la campiña. Ésa sí que era suya, y de no haber sido por su tía la tierra hubiera ido a parar a otras manos.
—¿Por qué Rachele nunca llegó a casarse?
Dante parecía leerle los pensamientos. No contestó.
—¿Qué ha hecho con su vida? —le apremiaba Dante.
—Ha vivido con nosotros y me ha criado. Creo que se ha sentido colmada —farfulló Tito.
—Una mujer pasional como la Rachele de mi madre hubiera sido una esposa perfecta. ¡Confío de verdad en que puedas presentármela! —exclamó Dante.
Tito se puso rígido.
—No pretendía ofenderte. Pero es que me gustaría mucho conocerla..., ¿crees que será posible?
—Será improbable, diría yo.
—Entonces quiero conocerte mejor a ti.
Tito inclinó la cabeza.
—Y a mí me gustaría mucho ver Torrenuova desde el mar, ¿crees que se podría? —preguntó Irina, tocándole un hombro.
—Lo haremos —prometió Tito—. Lo hablaré con mi hijo Santi. Es él el navegante de la familia.
Irina se acurrucó en el asiento y pareció adormilarse de nuevo.
Dante le hizo un guiño a Tito:
—Noto que Irina consigue todo lo quiere, de ti.
—Es una mujer fascinante.
—¡Tienes toda la razón, una eslava sensual es el mejor antídoto contra la vejez!
—Estoy convencido de ello —contestó Tito.
Después de comer, Tito le contó a Mariola la visita a Torrenuova.
—Torrenuova le ha gustado muchísimo a Dante: hasta ha recitado una poesía. E insiste en conocer a la tía.
—¿Crees que sería oportuno presentarles?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Me parece que ese fotógrafo hace demasiadas preguntas.
—En cambio, a mí me parece un hombre discreto. Y tal vez a la tía le guste recordar sus años del internado.
—Si tú lo dices... —murmuró Mariola, meneando la cabeza.
4
Un sórdido amor.
«Son cosas de hace muchos años.»
—He visto al hijo de una compañera tuya del internado, Dante Attanasio —probó a decirle Tito después del telediario de la noche.
—Attanasio..., la conozco —murmuró la tía.
—Su madre ha muerto. Él es un hombre simpático, es fotógrafo y está aquí por cuestiones de trabajo. Le gustaría conocerte.
—Son cosas de hace muchos años —contestó la tía. Y cambió de tema.
Dana se estaba vistiendo otra vez e inició una conversación.
—¿Cómo es esa rusa que te has llevado de paseo hoy?
—¿Es que tienes espías?— preguntó Tito, a la defensiva.
—No, me lo ha dicho el subteniente.
—¿Qué subteniente?
—Ese que va a conseguirme el permiso de residencia, le pago todos los meses: nos controla todos los días, por teléfono. No tengo los papeles en regla, ¿no lo sabías?
Tito lo sospechaba, legalizar a alguien costaba dinero y Mariola estaba muy atenta a los gastos de la casa. Hizo ademán de marcharse, pero Dana no había terminado aún.
—La criada de Santi me ha dicho que mañana tu hijo se lleva en barco a la rusa. Debe de ser bonito...
—A mí el mar no me gusta —dijo él, decidido.
Pero Dana no cejaba. Sabía que lo había contentado más de una vez, esa tarde.
—Pero Torrenuova sí que te gusta, ¿verdad? También le gusta a tu tía... ¿por qué no la llevamos alguna vez?
—¡Qué sabrás tú de eso!
—Me lo contaba ella misma el otro día, que durante la guerra iba allí de paseo con su prometido. Leían poesías en la terraza que da al mar. Debe de ser precioso, un sitio así.
Tito se volvió hacia ella, con mirada torva.
—¡Tú crees entender, pero no entiendes nada! ¡Nada! ¡Quién sabe lo que te habrá dicho! Tergiversas y te imaginas cosas. ¡Con todo lo que tenía que hacer durante la guerra mi tía como para leer poemas, sola o acompañada!
Se abrochó los pantalones y se marchó dando un portazo; Dana seguía medio desnuda, pero a él se le habían pasado las ganas.
Tito se encontró a Mariola despierta en la cama; estaba hojeando una revista de moda. Se sorprendió al verlo tan temprano.
—¿Qué tal está la tía?
—Bien. No quiere conocer a Dante.
—Ya me lo imaginaba.
Tito miró a su mujer. De joven había sido curvilínea y atractiva, con una cascada de cabellos castaños, muy rizados. Después, sus curvas se habían ensanchado, su rostro ágil había engordado y tenía una incipiente papada. Y sin embargo, Mariola se cuidaba: hasta iba al gimnasio, y al igual que sus hijas, se gastaba una fortuna en productos de belleza. Ahora, con el rostro untado de crema, parecía una pelota de goma.
«Intenta conservarse», pensó Tito, y sintió piedad por ella. Y por él también.
En plena noche se despertó pegajoso. Se levantó, cauto, y fue a lavarse. Tito se percató de que tenía sangre en la orina.
5
La degustación.
«¡Varones o hembras, qué más da, si total del ombligo para abajo pescado son!»
Desde hacía menos de un año, el pueblo ostentaba un nuevo hito en la provincia: un hotel de cinco estrellas construido con fondos de la Comunidad Europea, cuyo propietario era, a través del habitual testaferro, un influyente personaje político, según decían. El segundo jueves de cada mes el hotel ofrecía tarifas reducidas a entes locales o ciudadanos privados que quisieran organizar degustaciones de productos del lugar: era una de las iniciativas propuestas por Vanna, quien se encargaba de las relaciones públicas del hotel, y había obtenido un notable eco.
El director se mostraba entusiasmado; quería intervenir en los detalles de la organización e incluso obsequiar a los invitados con montajes y espectáculos escogidos personalmente por él. La última degustación, en abril, había sido de quesos de cabra, patrocinada por un ente público y por una revista de gastronomía. En aquella ocasión se habían oído balidos: una procesión de pastores —con sus inevitables pantorrilleras de piel de cabra, sandalias, gorras con sus colgantes y cornamusas— había entrado en los jardines con un pequeño rebaño. Algunos tocaban, otros ordeñaban a los animales y animaban al público a que probara la leche tibia y espumosa. Pero en determinado momento, asustadas por la multitud, dos cabras se habían escapado de los pastores: corrían por los senderos del jardín, brincaban sobre los bancales, pisoteaban lechos de flores, intentaban subirse a los olivos y mordisqueaban sus tiernas hojas volcando las urnas de terracota apoyadas contra los troncos. Una había llegado incluso —cómo, no se sabe— a la terraza de la degustación, y había provocado un enorme alboroto. El director se había divertido; los demás, puede que algo menos.
La degustación de aquel jueves era de vino y habían previsto un tableau vivant del Baco de Caravaggio, que una carreta siciliana tirada por un pony Shetland tendría que haber llevado a la terraza. El director se había rendido sólo al no poder encontrar a un joven florido y de pelo rizado que pudiera representar al dios del vino. Le había preguntado a Vanna si resultaría aceptable sustituirlo por una mujer, vistiéndola con un corpiño muy ajustado que le aplastara el pecho: tenía ya en su cabeza a la persona adecuada. La respuesta de Vanna fue rotunda: a los socios del Rotary no les habría hecho la menor gracia.
El director no había querido insistir, pero se había prometido a sí mismo conseguir algo mejor para la degustación del mes de junio: frutos del mar. Encontraría unas sirenitas, le había dicho, y había añadido en tono de desafío:
—¡Varones o hembras, qué más da, si total del ombligo para abajo pescado son!
Habían colocado las mesas adamascadas bajo amplios toldos blancos, la terraza estaba ya llena de invitados y los rotarianos se entremezclaban con los escasos clientes del hotel que habían sido invitados a la degustación.
Hacía poco que admitían a mujeres y Teresa había sido una de las primeras socias: era Santi quien la había persuadido para dar el paso —ella ya formaba parte del consejo de administración de la fábrica— y ahora permanecía a su lado, protector. Vestidos de oscuro, con sus distintivos en el ojal, los socios no parecían mostrar especial interés por los vinos que les eran ofrecidos. Preferían atiborrarse de pizza, embutidos y quesos, así como de los omnipresentes fritos: croquetas de patata, panelline,[1] flores de calabaza y brécol rebozados. En una región justamente orgullosa del salto de calidad que había experimentado su producción vinícola, la gente seguía prefiriendo comer a beber. Ataviados con costosa afectación, con trajes de marca y corbatas firmadas, hombres de rostros sudorosos y rasgos vulgares rodeaban a Irina con los ojos ávidos de sexo y poder. La media de edad rondaba los sesenta, y para hombres así —y no sólo para hombres así— una mujer fascinante y extranjera suponía una atracción todavía rara e irresistible. Ella escuchaba los cumplidos carentes de savoir-faire y de vez en cuando dejaba vagar la vista entre los camareros, erguidos, en una fila compacta, detrás de las mesas. Ésos sí que eran chicos guapos: entallados con sus ceñidos uniformes azul marino, recubiertos de cordones dorados con doble hilera de botones de latón reluciente, parecían oficiales de la marina del país de las maravillas. Ellos le devolvían la mirada con la misma concupiscencia leve y descarada.
Dante, tras los saludos de rigor, se había retirado a un rincón de la terraza. En el horizonte, un barco pesquero navegaba en línea recta, como una hoja seca transportada por la corriente. La estela turbaba la calma del mar, liso y azul. El cielo refulgía. Él percibía la esencia de una isla: certeza de sus confines, vulnerabilidad y compacta soledad.
Santi estaba apoyado en la barandilla. Seguía la ruta del pesquero con la mirada, en silencio.
—No te he dicho aún que mi curiosidad por vuestra tierra se debe también a mi institutriz: era la Mademoiselle de Rachele. Hablaba con nostalgia del mar del sur y del palacete: los echaba mucho de menos. —Dante había hablado sin apartar los ojos del mar.
—Qué extraña coincidencia, ese encuentro en el internado entre tu madre y la tía...
—Qué va. Antes que para vosotros, Mademoiselle había trabajado para una prima lejana de mi madre, una condesa rusa, cuya familia fue masacrada durante la Revolución. Fue ella quien aconsejó el internado para Rachele, el mismo al que asistían las chicas de mi familia: era americano, con un planteamiento progresista. Aunque me sorprende que la sugerencia de Mademoiselle fuera aceptada por tu bisabuelo. He oído decir que era fascista, y un hombre muy apegado a las tradiciones.
—Tal vez no se diera cuenta de cómo estaban las cosas.
Teresa se había acercado y había oído la conversación.
—No creo. La tía me contó que su padre sentía mucha estima por Mademoiselle. Pasaron años juntos, mientras ella estaba en Roma, se había convertido en parte de la familia. Yo creía que los dejó para jubilarse, para regresar con los suyos. Qué raro que no se quedara cuidando de papá, y en cambio se fuera con vosotros...
—Tal vez no supiera... —comentó Santi sin darse la vuelta.
—Vuestro padre y yo somos casi coetáneos —murmuró Dante.
—No te olvides de que papá era hijo de una mujer casada, su embarazo hubo de ser mantenido en secreto —precisó Teresa. Y añadió—: Me lo ha contado la tía.
—Con ese maldito árbol genealógico, me he preguntado muchas veces por el nacimiento de papá, y por el motivo por el que acabó quedándose con su padre, en vez de que lo dieran en adopción. —Santi ahora se había dado la vuelta y la miraba, intentando comprender.
—Tras la muerte del abuelo, se lo pregunté a la tía —añadió Teresa—. Me dijo: «Mi hermano hizo que me aprendiera de memoria lo que había que decirle a Tito, si es que alguna vez nos lo preguntaba. Y ahora yo te lo digo a ti, para que te lo aprendas tú también. Tu padre vivió un profundo amor por una mujer que no podía pertenecerle: todo fue absolutamente secreto. Ella consintió en entregarte a él a condición de poder amamantarte hasta los tres meses».
—¿Cuál era, en todo eso, el papel de Rachele? —Dante no se había movido, pero escuchaba atentamente.
Teresa asintió:
—Yo también se lo pregunté, y la tía me dijo que Mademoiselle, tras la muerte de su padre, se la había llevado a las montañas; debió de ser una conmoción terrible. Más tarde, el abuelo le pidió que le ayudara con el recién nacido, y ella aceptó. Creo que a Mademoiselle la cosa no debió de hacerle demasiada gracia: probablemente para la tía había deseado una vida completamente suya, con matrimonio e hijos...
Vanna se acercó hasta ellos buscando a su cuñada: quería presentarle a algunos invitados de fuera.
Absorto, Santi siguió a su mujer y a su hermana, hasta que desaparecieron entre la gente. Se había levantado, entre tanto, una brisa que hizo que le entraran ganas de abrocharse la camisa blanca abierta en el pecho. Se apartó el mechón castaño que le había caído sobre los ojos. De tez oscura y bien proporcionada, Santi era un hombre seductor.
—¿Te han fotografiado alguna vez? —le preguntó Dante.
—Para el pasaporte —contestó él, sarcástico—, pero eso no cuenta.
—Hace tiempo hacía retratos, me hubiera gustado fotografiar tu perfil.
—¿He perdido esa oportunidad? —dijo con un guiño de cejas sedosas.
—Sí, ésa sí.
Al igual que Santi, Dante estaba ahora apoyado en la barandilla, dando la espalda al panorama. Seguía siendo un hombre apuesto, con el cuerpo robusto, la piel bronceada, los rasgos decididos.
—Yo solamente fotografío estatuas —dijo Santi—, nunca seres vivos. El monumento de la existencia me aburre.
—¡Cuéntamelo!
Estuvieron hablando —con los ojos vagando sobre la multitud; los de Santi, verdes, haciendo gestos ocasionales dirigidos a algún conocido— sin cruzar nunca sus miradas.
6
Comida familiar.
«¿Por qué no se casó tu tía con su novio?»
Tito se había despertado de mal humor. La noche anterior Dana le había exasperado. Mientras la manoseaba, le había preguntado: «¿Por qué no se casó tu tía con su novio?». Él había seguido manoseándola, sin contestarle. Entonces Dana había insistido: la tía había vivido un flechazo con un militar, amigo de su hermano. En ese momento Tito se había enfurecido y le había cantado las cuarenta. Ella se había defendido bien: la suya era una pregunta sincera y sin ánimo de ofender, sentía cariño por la tía y siempre había sido discreta: «Irina sí que pregunta un montón de cosas, pero yo bien calladita que estoy». Dana se consideraba definitivamente parte de la familia.
Cada mañana, después de llevar a Titino al colegio, Santi se acercaba a ver a su padre para comentarle la jornada de trabajo en la fábrica de pasta. Por eso, Tito aguardaba su visita y deambulaba por la casa. Su hijo se estaba retrasando ligeramente, lo que le provocaba cierta irritación: la puntualidad era una característica familiar que le fue inculcada por su padre y que él había transmitido a sus dos hijos mayores. Con Elisa no había habido nada que hacer.
Sonó el teléfono. Santi se disculpaba, había habido un grave problema en la fábrica: el sobrecalentamiento de una caldera. Los dispositivos de seguridad no conseguían apagar el quemador. Desde principios de mes, la fábrica estaba en funcionamiento día y noche para poder completar las entregas a un cliente sueco. El director técnico había tenido sus dudas sobre el funcionamiento de los termostatos y había solicitado ya con urgencia la intervención del servicio de mantenimiento de la empresa alemana que había instalado la caldera; entre tanto, se había quedado en la fábrica para controlar la situación. A medianoche, Santi recibe una llamada: se hacía necesario intervenir de inmediato. Santi se había reunido con él. Allí estaban ya otros empleados y los escasos técnicos especializados de los que disponía el pueblo. En constante comunicación con los técnicos alemanes a través de Internet y guiados por ellos, el director técnico y su equipo habían conseguido apagar el quemador de la caldera, aislarla de las demás y organizar el sistema de modo que no se bloqueara la producción: una operación compleja, difícil y arriesgada. Ya había un técnico en un avión que llegaría a última hora de la tarde.
—Voy inmediatamente. ¡Tendrías que haberme llamado! —gritó Tito.
—Te estoy informando en tu condición de presidente de la fábrica, pero el problema es mío. Soy el director gerente, y lo estoy resolviendo —le contestó su hijo.
Santi lo estaba esperando ante la puerta de las oficinas de la administración. En cuanto se bajó el coche, Tito hizo ademán de encaminarse al almacén, la entrada a la fábrica, pero él lo previno: quería hablarle en su despacho, a solas, antes.
Mientras esperaban a que el café estuviera listo, empapado de sudor y sin perder su flema, Santi hablaba con sus colaboradores, manejaba rápidamente el teclado del ordenador, consultaba el correo electrónico y examinaba las fichas que una silenciosa secretaria le dejaba sobre la mesa. Tito bramaba.
Los ojos enrojecidos de Santi estaban clavados en la pantalla:
—El director comercial y el encargado del almacén no se han movido de aquí desde el alba: si la caldera vuelve a ponerse en funcionamiento en un plazo de cinco días, podremos hacer frente a todos los pedidos de los nuevos mercados. Nuestras reservas de producto semiacabado seco son suficientes para satisfacer buena parte de las entregas del resto de los clientes. Estamos pidiendo aplazamientos —totales o parciales—, especificando, como alternativa, nuestra disponibilidad de pastas de tipo parecido: no debería haber problemas. Lo que más temíamos era una explosión: nuestra producción hubiera quedado interrumpida durante semanas, por no hablar de la intervención de los organismos públicos o de la mala publicidad en la prensa, aparte de los heridos, que hubieran podido serlo de gravedad. El director técnico se ha comportado heroicamente, y no te exagero. Deberías felicitarle personalmente.
—Pero ¿es que tienes ya alguna explicación para lo sucedido? —Tito había levantado la voz, el café se desbordó de la taza que le habían ofrecido—. Excluyo un sabotaje. ¡De modo que seguro que ha habido alguna intervención de alguien del personal no cualificado en los dispositivos de seguridad, o un fallo de mantenimiento, o una falta de control de las fichas! ¡O todo a la vez! ¿Es que no lo entiendes?
—No ha habido tiempo para el peritaje, pero tenemos algunas pistas. Ya te iré contando. —Santi estaba casi seguro de que un trabajador poco de fiar, a cuyo despido se había opuesto Tito por ser hijo de un antiguo y leal empleado, había cometido varios errores, a pesar de que durante el año anterior había asistido a un curso de reciclaje. Pero antes de tomar medidas en lo que a él se refería, era necesario comprobar las fichas en las que había registrado las operaciones de mantenimiento de la caldera, obtener datos seguros para discutirlos después.
Padre e hijo se encaminaron hacia el edificio principal. Los empleados, con sus monos verdes con el logotipo de la fábrica en el pecho, trabajaban como si nada hubiera ocurrido. Tito y Santi, sin embargo, intuían por la concentración con la que ejecutaban sus tareas, por los silencios y por los guiños de los ojos, que todos eran conscientes del riesgo que habían corrido y de que debían poner todo su empeño en mantener el ritmo de la producción y respetar los plazos de entrega.
Tito notaba también algo más: los saludos deferentes, los más afectuosos incluso, se reservaban para su hijo, no para él. En la zona de desecación, un empleado anciano se le acercó y, mirándolo fijamente, le dijo:
—Señor director, su hijo se ha comportado de maravilla; su señor padre, que en paz descanse, estaría orgulloso de él. ¡Enhorabuena!
Tito no fue capaz de reprimir una mueca. Y ésa había sido la tónica en las demás secciones.
Estaban fuera otra vez. Santi acompañaba a su padre al coche. Tito hubiera querido quedarse en la fábrica, en realidad no dejaba de sentirla como un apéndice de su propio ser. Pero no protestó, habría sido inútil. En aquel momento se abrió la verja eléctrica y entró en el patio una furgoneta con el letrero PICADILLY BAR. ENTREGAS ADOMICILIO.
—¿De modo que celebras los daños? —preguntó Tito, sarcástico.
—Celebramos la emergencia —rectificó Santi, secamente—. Esta noche hemos llamado al personal destinado a las calderas y a otros obreros. Gracias al boca a boca, se han presentado muchos más, incluso aquellos a quienes no habíamos llamado. Hemos trabajado como unos desgraciados. Le he pedido a todo el mundo que la cosa no salga de aquí: la competencia no está esperando ocasión mejor para robarnos la clientela. Estamos cansados, y el aire huele a siroco: ¡los helados del Picadilly Bar son una óptima inversión!
Tito arrancó. Santi levantó un brazo en señal de saludo y añadió:
—Nos vemos a la hora de comer. ¡No le digas nada a mamá, por favor!
Tito estaba otra vez en casa, lívido de rabia. Se olvidó incluso de que era el día en el que generalmente daba cuerda a los relojes. Se dejó caer en un sillón y cogió el periódico. No era capaz de leer. Las palabras no tenían sentido. La explosión de una caldera: la pesadilla de las fábricas de pasta. Un desastre. De la que se habían librado. Santi se había comportado extraordinariamente bien, tenía razón aquel empleado anciano. Él sabía que su hijo era muy hábil, y le había cedido las riendas para poder llevar una vida más tranquila y dedicarse sólo a sus aficiones. Pero ¿cuáles eran sus aficiones? Le parecía como si nada valiera la pena, en comparación con su fábrica.
Se sentía vacío, como el cascarón de un caracol muerto, con el cuerpo viscoso disuelto en la cavidad de la concha. Superfluo.
Sonia interrumpió sus meditaciones: el señor Attanasio le llamaba por teléfono.
—Dile que ya le llamaré yo.
Desde su encuentro, dos semanas atrás, Dante le telefoneaba a menudo. Le pedía información sobre los lugares que podía fotografiar —quería la opinión de un «indígena», como lo definía entre risas— y después hablaban de otras cosas, largo y tendido. A Tito le gustaban mucho esas conversaciones, le fascinaban. Atraído por la cultura de Dante y por su vitalidad, alimentaba con respecto a él una auténtica admiración. Tal vez incluso algo de celos. Por más que él tuviera todo lo que un hombre puede desear y llevara una vida que los demás tenían buenos motivos para envidiar: una infancia serena, una mujer estupenda, tres preciosos hijos y cinco nietos. Era pudiente y las ganancias de la fábrica y del resto de sus rentas le permitían dedicarse a sus pasiones: los coches de época y la relojería. Tenía incluso una hembra, por más que pasajera e intrigante. De repente, sin embargo, todo eso ya no le bastaba. Le parecía trivial, casi insoportable, humillante. Se sentía insatisfecho, y ya no se comprendía a sí mismo.
Sonia apareció en el salón con el aspirador. Tito salió y se dirigió hacia las cocheras, instaladas en las antiguas caballerizas. Allí guardaba sus coches de época, cada uno en su propio box; había uno que estaba equipado incluso para efectuar reparaciones. El chasis del Fiat 508B estaba sobre los caballetes encima del foso. Los frenos mecánicos se habían aflojado y la frenada era demasiado larga: había que desmontarlos para regularlos. Tito entró en el foso y se puso manos a la obra, metódico, empleando herramientas antiguas, poco a poco. Era un trabajo largo y fatigoso. Realizaba algunas pausas y añoraba los viejos tiempos, cuando era capaz de desmontar las maquinarias de la fábrica; entonces entendía incluso de calderas. Aquella mañana, en cambio, no había abierto la boca mientras el director técnico le explicaba su intervención: no por admiración, sino porque le costaba seguirlo. Definitivamente, no era más que un viejo, capaz sólo de jugar con las cosas viejas: coches de época y relojes antiguos.
Titino estaba buscando a su abuelo y entró en el garaje. Tito veía sus piececitos y sus piernas gráciles al borde del foso. Dejó la llave inglesa y levantó sus ojos cansados. No le quedaban energías para irritarse. Miraba a su nieto, nervioso y enardecido, muy guapo con su uniforme escolar cuya camisa blanca hacía resaltar su tez bronceada y sus ojos claros. ¡Era lo que le faltaba: el árbol genealógico!
—El chapista me trajo ayer el Augusta: lo han barnizado por entero. Vamos a verlo —dijo, y salió del foso.
El Augusta resaltaba majestuoso en su box, con su carrocería bicolor —crema y beis— reluciente, que aún olía a pintura. Tito abrió la portezuela. Los mullidos asientos de piel clara, el salpicadero de raíz clara y el volante de radios eran irresistibles: Titino saltó al puesto del conductor y, sentado al borde del asiento, se agarró al volante.
Encendía y apagaba los faros, levantaba las palancas de los intermitentes y se asomaba por la ventanilla para comprobar que parpadeaban, ponía en marcha el limpiaparabrisas, apretaba los pedales, sacudía la palanca de cambios. Tito disfrutaba al ver tanta admiración en su nieto.
—¿Es todo tuyo, abuelo?
—Ahora sí. Pertenecía a un primo de tu bisabuelo. Cuando estalló la guerra, lo trajo aquí y aquí se quedó. ¿Sabes lo que hacía yo cuando era pequeño? Pues rajaba la piel de los asientos, arañaba la pintura con un destornillador, le quitaba los faros; acabé por destrozarlo. Y ya ves, de mayor, me dedico a reconstruirlo.
—¿Está también ese primo del bisabuelo en el árbol genealógico?
—Lo podemos meter —suspiró Tito—, junto a todos los demás hombres de la familia.
—Junto a los papás y a las mamás —le corrigió Titino.
—Ahora encendamos el motor. —Y Tito se deslizó en el asiento de al lado del pequeño.
Manuel los interrumpió: los estaban esperando en la mesa.
Cogido de la mano de su abuelo, Titino parloteaba camino de casa.
—¿Y no te castigaba tu mamá cuando rajabas los asientos del coche?
—Yo no tuve mamá.
—¿Y quién cuidaba de ti?
—La tía.
—¿Como si fuera tu mamá?
—No, como una tía, como una buena tía.
—Ya lo entiendo. ¿Era como cuando mi mamá estaba en el hospital y yo dormía en casa de tía Elisa?
—Exacto.
—Yo tenía miedo de que no volviera a casa.
—Pero volvió, y ahora todo está arreglado. Recuérdalo, Titino, las cosas siempre acaban por arreglarse, siempre —decía Tito, y era como si se lo estuviera diciendo a sí mismo mientras entraban en el comedor, donde los estaban esperando ya todos los demás, sentados a la mesa.
Tito prefería la compañía de su nuera a la de sus hijas. Vanna no era tan chismosa y tenía menos ínfulas. La conocía desde que, con quince años, se convirtió en la novia de Santi: era como una tercera hija. Compañeros de universidad, habían pasado juntos un año de estudios en el extranjero. Después de la licenciatura, mientras él estudiaba en Estados Unidos su máster en dirección de empresas, ella empezó a trabajar en Palermo para una sociedad que organizaba congresos. Pero renunció a este empleo de buena gana para seguir a su marido cuando Santi realizó unas prácticas en una gran empresa de Italia central, y tampoco se había quejado cuando él quiso regresar para estar cerca de Elisa y dirigir la fábrica de la familia. Vanna había sabido montar un piso en el edificio que la familia tenía en el pueblo, bonito y acogedor, y se había integrado con la gente del lugar sin hacer ostentación de su posición social. El año anterior había sufrido un enorme disgusto: su segundo embarazo había acabado mal, pero ella no había cedido a la autoconmiseración y se había concentrado en su trabajo en el hotel.
En la mesa, Vanna aligeraba la tensión entre padre e hijo hablando de la próxima reunión de coches de época y de Dante e Irina, a quienes había conocido algunas semanas antes. Contaba, riéndose, que Dante había creído que su apellido de soltera era el de Santi y que por lo tanto le había pasado desapercibido su parentesco con Tito.
—Se ve que a Irina le hacen falta dinero y amistades útiles. Le gustaría organizar viajes a Sicilia para millonarios rusos y sigue todas las pistas. Es incansable —decía Vanna—, cada mañana acude a nuestro centro de fitness y se queda deambulando por ahí hasta las doce, charlando con quien le sale al paso. Pregunta de todo y a todos. Apunta direcciones, deja caer que acepta invitaciones a casa de quien sea y distribuye sus tarjetas de visita como si fueran octavillas. Y lo mejor es que consigue lo que se propone: el mes que viene dará un concierto benéfico en los jardines del hotel. Después se marchará a Palermo, invitada por el príncipe de Sciali.
—Es una aventurera —intervino Santi—, pero actúa abiertamente, con naturalidad. Y sabe cómo apañárselas.
—No comprendo su relación con el fotógrafo —apuntó Mariola.
—Son compañeros de viaje, y después, si te he visto no me acuerdo: es el mundo de hoy, así funciona ahora —dijo su hijo, y después, dirigiéndose a su padre, preguntó—: ¿Por qué no los invitáis alguna vez?
—Podría ser... —se aventuró Tito.
—Son gente sin pretensiones y mamá es una excelente cocinera. Deberías hacerlo, parece una descortesía intencionada. Nosotros ya les hemos invitado, y Piero y Teresa también, más de una vez...
Tito tuvo que reprimirse para no gritarle a Santi que no le parecía oportuno que le diera consejos también sobre cómo comportarse, ni tampoco que lo tratara como «presidente» de la fábrica, tal como había hecho por la mañana. El dueño de la fábrica era él, solamente él, Tito. El dueño. ¡Los demás, Santi incluido, eran simples empleados, y por si fuera poco, muy bien pagados! Tito ensartaba las patatas golpeando con la punta del tenedor en el plato. Después levantó la mirada hacia la lámpara de hierro forjado, negra, pesada. De repente, le pareció como si los arabescos de los diez brazos representaran pajarracos con las alas desplegadas. «¡Buitres, más que buitres!» Tito mordió rabiosamente un trozo de pan.
—Si tu padre está de acuerdo..., a mí me parece bien —dijo Mariola, que a sus hijos no sabía negarles nada.
Las hijas se presentaron después de la comida, a la hora del café. Elisa venía cargada de paquetes: Antonio, representante de ropa, acababa de recibir los fulares de un conocido diseñador y ella había traído una docena para enseñárselos a las mujeres de la casa. Mariola se ofreció a regalarles uno a cada una y se retiraron al salón para escogerlos. Tito seguía a sus hijas con el rabillo del ojo. Algo no iba bien: Elisa estaba nerviosa, Teresa parecía especialmente afligida.
—Estoy intentando convencer a papá para que invite a cenar a Dante y a Irina —dijo Santi más tarde, mientras tomaban el café todos juntos.
—¡Ésos se cuelan por todas partes, como la mala hierba! —Elisa se echó hacia atrás con una mano el mechón que le caía sobre la frente, como hacía siempre que se mostraba contrariada—. A mí no me gustan nada. Esa gente quiere algo de nosotros, aunque no consigo entender qué. Dante muestra una curiosidad casi morbosa por la tía, e Irina se ha infiltrado entre las criadas extracomunitarias, evidentemente con el fin de saber algo más sobre las familias para las que trabajan: en caso contrario, ¿a qué vienen esas confianzas, ella que tantos aires se da de gran artista y de mujer de mundo? Ha estado asediando a mi rumana con preguntas acerca de nosotros. La verdad es que os tienen camelados, a todos.
—Te equivocas. Dante no oculta en absoluto sus deseos de conocer a la compañera de colegio de su madre: y es muy normal. En cuanto a Irina, será curiosa, pero yo no tomaría como oro colado todo lo que cuenta tu criada —rebatió su hermano.
—¡Ésa te ha hechizado a ti también! ¡Te gusta, admítelo! —chilló Elisa. Pero Santi estaba hablando con su madre y no le hizo caso.
—Irina es una pianista muy buena —objetó Teresa.
—¿Y tú qué sabes? ¿Acaso ha tocado en exclusiva para ti? —Elisa también acometía contra ella.
—Cuando vio nuestro piano, se puso a tocar. Estábamos todos encantados, incluso Piero. Viene a casa y se ejercita cada día, para el concierto que dará en el hotel —insistió su hermana.
—¡Pues anda que entendéis vosotros mucho de música! Seguro que tu marido no le habrá quitado los ojos de encima, ¿es que no te has dado cuenta? —Elisa había levantado la voz en tono desafiante, ahora empleaba ambas manos para apartarse el pelo de la frente.
Teresa no contestó.
—Voy a dar cuerda a los relojes —dijo Tito levantándose. Titino lo imitó: quería enseñarles el Augusta a sus padres. Mariola se quedó a solas con sus hijas.
Teresa, con la cabeza gacha, acariciaba los flecos de su fular nuevo.
—¿Es que tampoco te diste cuenta el otro día, en la piscina del hotel? ¡Cómo la miraba Piero, menudo! —insistía Elisa, inclinándose hacia ella.
—No es la única que desea a los maridos ajenos. —La voz de Teresa era queda; sus ojos continuaban fijos en los arabescos cobrizos de la seda y sus dedos separaban los largos flecos, relucientes y resbaladizos, con movimientos repetitivos, como los de una principiante que se ejercita ante el piano.
Elisa se levantó de golpe. Estampó un beso en la frente de sumadre, lanzó un «adiós» a su hermana y se marchó contoneándose,mientras el bolso se le balanceaba en el hombro.
7
Un inoportuno arrebato de gratitud.
«Son preciosos esos fulares de tu hija; Irina también tiene uno.»
Tito estaba dando cuerda a los relojes —tenía más de treinta, entre relojes de mesa, de pared y de péndulo, esparcidos por el palacete—, una tarea que por lo general le satisfacía y que requería toda su concentración. Arrastraba consigo una robusta silla de nogal y se subía a ella sujetando con fuerza la vieja caja de cartón en la que su padre guardaba llaves, manivelas y destornilladores —cada llave con su cinta particular, desteñida y deshilachada por los años—. Tito buscaba en el mazo la llave adecuada, abría la caja e introducía la manivela en el perno. La giraba y escuchaba el mecanismo. Comprobaba los pesos y los péndulos, y seguía después el tictac de los segundos, con la mirada fija en su reloj de pulsera. Cuando todo estaba en orden y sincronizado, se bajaba de la silla, listo para encargarse de otro.
Pero aquella tarde pensamientos umbríos le vagaban por la cabeza: no era capaz de concentrarse.
Oyó el taconeo de Mariola, en el salón.
—Teresa no me convence. ¿Qué le pasa?
—¿Te has dado cuenta tú también? —dijo ella, y añadió—: Lloraba, a solas conmigo. Piero ha solicitado un traslado al Tribunal de Pistoia, a partir de septiembre.
Tito estaba dándole vueltas a la manivela de una péndola antigua. Se detuvo a mitad del giro, con la mano en alto.
—¿Qué demonios ha ocurrido? —preguntó con voz ronca, y bajó de la silla a toda prisa.
—El magistrado encargado de la investigación ha completado sus indagaciones acerca del escándalo de los fondos comunitarios en el Instituto para la Formación Juvenil: el proceso empezará en septiembre. Es embarazoso para Piero. Ha recibido amenazas y está asustado. Quiere el traslado de inmediato.
—¡Menudo imbécil! —ululó Tito y seguidamente guardó silencio.
Mariola lo miraba con aire serio. Él se dejó caer en la silla, con la caja de cartón sobre las piernas, los brazos colgando, desconsolado: una hija lejana era una hija perdida.
—Cuando acabes con las péndolas, si quieres saber algo más, vente a la habitación. Necesito tumbarme. —Y Mariola se marchó.
Tito estaba demasiado tenso para lo delicado de su tarea. Hubiera estrangulado a ese yerno mujeriego. Y sin embargo, en su momento le había parecido una boda cómoda y satisfactoria. Además, Piero y Teresa iban a quedarse en el pueblo: el tribunal, en la capital de la provincia, se hallaba a sólo media hora de allí. Se decía de él que importunaba a sus colegas universitarias, a las que acompañaba en coche cuando volvía al pueblo para pasar el fin de semana, pero Tito no había dado importancia a los chismorreos: «Cosas de jóvenes», había pensado. Lo cierto, con todo, es que Piero se había revelado como un marido exigente y fastidioso. Todo tenía que ser como a él le gustaba. Enamorada y dócil, Teresa había permitido que la dominara y, tal vez, que tuviera otras mujeres. Sin embargo, Piero tenía sus aspectos positivos: seguía de cerca la educación de las niñas, quería a su manera a Teresa y tenía fama de ser un juez correcto y diligente.
Tito sabía muy poco de las familias de sus hijos. Mariola hablaba de ello muy a menudo y en exceso, de modo que él había adquirido la costumbre de no escucharla. Cuando se reunió con ella en el dormitorio, la encontró en camisón, tumbada en la cama. Ella, sin levantar la cabeza de los almohadones le repitió lo que sostenía haberle contado ya. En el pasado, Piero había tenido una historia con una pariente lejana, contratada en el instituto que estaba siendo investigado por la judicatura: apropiación de fondos comunitarios, falseamiento de balances, cursos inexistentes y estudiantes imaginarios. Los dirigentes —los auténticos responsables— tenían quienes les protegieran. La muchacha, pobre de solemnidad y sometida a investigación, le había pedido a Piero que interviniera en el tribunal; se habían vuelto a ver y de allí habían nacido los chismorreos. La familia de ella, probablemente instigada por terceros —enemigos de Piero—, amenazaba con un escándalo. E incluso con algo peor.
Mariola concluyó:
—El juez que investiga es honrado, como honrado es también nuestro yerno, en su trabajo. Piero no tiene quien lo proteja. Por eso está asustado. Quiere marcharse, y así perderemos a una hija y a nuestras nietas. ¡Quién va a irse hasta la Toscana!
—Tienen que marcharse, tal vez sea lo mejor. Hay mucha gente que tiene a sus hijos lejos: hasta ahora nosotros hemos tenido mucha suerte. —Tito se había repuesto; era lapidario en sus decisiones y conseguía aplacar siempre las emotivas reacciones de Mariola—: Les ayudaremos.
—A Teresa le preocupa perder su trabajo en la fábrica —añadió ella.
—Ya me encargaré yo de eso. Podrá trabajar a distancia; y además vendrá a menudo, a mis expensas, para las reuniones del consejo de administración —concluyó Tito, seco: no había nada más que discutir.
Pero después preguntó:
—¿Por qué la tenía tomada Elisa con ella, hoy?
Mariola suspiró y empezó a untarse las manos de crema. Farfullaba cosas incoherentes y se masajeaba los dedos, eludiendo la pregunta:
—Antonio no gana mucho. Le haría falta una mujer parsimoniosa, que supiera llevar la casa y a los hijos. Él es muy tolerante, pero Elisa le monta una detrás de otra.
—¡Lo que quiero saber es qué pasa entre las hermanas! —repitió Tito, impaciente.
—Cosas antiguas ya, de cuando Elisa volvió al pueblo y se decía que Piero se la comía con los ojos, en la playa... —Mariola era consciente de no poder esquivar la cuestión, pero no acababa de concretarla.
Tito meneó la cabeza. Ella continuó:
—La verdad es que ya te lo había contado, pero tú no me hiciste caso, al contrario, me reprochaste mis «malos pensamientos». En cualquier caso eran miradas y nada más, Santi me lo ha asegurado. Y además, ella tenía por aquel entonces veinte años, y muchos problemas. No hubo nada malo en todo aquello.
—¿Nada malo en un hombre hecho y derecho que molesta a su joven cuñada con problemas de drogas?
—No, Piero, no... Nuestra hija, era ella...
Tito no supo qué más decir.
—Hasta luego —rezongó, y se marchó, cerrando la puerta tras de sí muy despacio.
El resto de la tarde todo se complicó. Se había roto la segadora nueva. Zorro, el perro, se había clavado una espina en la pata y Tito no había sido capaz de quitársela. Ahora la pata estaba hinchada y el perro gañía. Tito tuvo que llamar al veterinario, que le dijo que se pasara por la consulta al final del día.
Zorroera un perro bastardo, adoptado por Tito hacía un año. Se lo habían encontrado cuando era un cachorro, una mañana, delante de la verja: un regalo de Navidad que se había vuelto una carga, quizás, abandonado por alguna familia que se marchaba de vacaciones. No era la primera vez. En lugar de entregárselo al guardián para que hiciera lo oportuno —buscarle un amo o meterlo en un saco y arrojarlo al mar—, Tito quiso quedarse con él. Le había cogido cariño, era un perrillo inteligentísimo y obediente.
Al veterinario, padre de un compañero de Titino, le gustaba mucho su trabajo: era evidente por la atención y la dulzura con la que examinaba la pata de Zorro. No tardó en quitarle la espina.
—¿Qué tal sus achaques? —le preguntó Tito.
El otro se encogió de hombros y buscó la complicidad:
—Ningún achaque, no. Y además, en estos días, si vuelvo a casa un poco más tarde, nadie se da ni cuenta. Mi mujer y mi hijo están liados con el árbol genealógico: tienen que entregarlo dentro de dos semanas. Para nosotros es una pesadilla, tenemos pocas fotografías de la familia: mi madre ha tenido que pedírselas a un primo nuestro que vive en Modica. ¡Para ustedes, en cambio, será como un juego!
Tito se ensombreció. Mientras conducía hacia casa, se repetía:
—¡Un juego! ¡Llámalo juego!
¡Jack-in-the-box! ¿Por qué se le venía eso a la cabeza? ¿Por qué se le aparecía delante aquel estúpido payaso? ¿Por qué ahora? Jack-in-the-box. Titino tenía uno. Se había roto. Él se lo había arreglado y ahora bastaba con apretar un botón para que, ¡pumba!, saliera aquella cara, aquella cara-carcajada, aquella cara demente, aquella pesadilla. ¡Jack-in-the-box! No era el de Titino. Éste era un payaso maligno que salía a relucir a su gusto. Éste estaba oculto en la oscuridad. Era una alarma. Era su paranoia. Suya, y de nadie más.
Tito intentaba concentrarse en la conducción, en Zorro, dolorido aún, pero no lo conseguía. No se reconocía a sí mismo: él, que con buenas razones se consideraba un hombre racional, él, que dejaba a un lado y olvidaba incluso las cosas desagradables y las que no podían cambiarse, estaba obsesionado por un juego.
La tía estaba contenta, Tito no quiso hablarle de Teresa ni tampoco de la fábrica: la situación, por lo demás, estaba bajo control.
—Hoy hemos dado un paseo por el jardín, ¡está todo florecido! —estaba diciendo ella, y le describía las plantas.
—La de historias que me has contado sobre tu jardín, de cuando eras joven.
La voz gutural de Dana venía de detrás del sillón de la tía y la interrumpió, dejándole la frase a medias. No le correspondía a ella entrometerse en las conversaciones de los amos, y Tito le dirigió una mirada de reproche. Dana, sin embargo, no lo miraba. Sentada con las piernas abiertas, se estiraba la camiseta de tal forma que enseñaba el sujetador y, con los ojos clavados en el televisor, se mordía los labios carnosos y se los humedecía con la punta de la lengua, acariciándose el cuello y el pecho hasta el borde del escote, sólo con el dedo índice: un gesto que de repente a Tito le recordó el de Irina en el pecho de Dante, junto al quiosco.
Dana le pareció irresistible y ya no fue capaz de pensar en otra cosa. Apenas tuvo tiempo para apresurarse a despedirse de la tía. Aquella noche la rumana se deslizó hacia abajo y empleó las manos: lenta, continua, controlada, incesante, en un crescendo magnífico. Cuando acabó, le dijo:
—Son preciosos esos fulares de tu hija; Irina también tiene uno.
En un inoportuno arrebato de generosidad, Tito le dijo a Dana que fuera a la boutique donde los vendían y que eligiera uno, el más bonito, sin preocuparse por el precio.
8
Las conversaciones de la tía.
«Sobre todo, pero únicamente si es amor de verdad.»
La tía se encontraba en el jardín, con Dana. Estaban tomándose una limonada.
—La han preparado con nuestros limones, los de la cáscara verde: tienen un sabor fuerte. Los plantamos cuando Tito cumplió un año. Mi hermano me preguntó qué regalo quería hacerle al niño y yo escogí cinco árboles: un limón, un naranjo, un mandarino, un limero y un bergamoto: un campo de cítricos tan pequeño como él, para que crecieran juntos. Quería enseñarle a reconocer el azahar, a recolectar los frutos y tal vez a realizar injertos. Pero Tito, al crecer, prefirió otra clase de juegos.
—¿Te gustaban las plantas?
—Es una pasión que me transmitió Mademoiselle. Su primer trabajo fue en casa de una familia en Inglaterra: enseñaba francés a los hijos y, entre tanto, aprendía inglés. Ella era bilingüe, hablaba también alemán: así son los suizos. Era también muy estudiosa e inteligente. Hubiera llegado a ser un gran profesor de haber nacido hombre, pero por entonces las mujeres no podían asistir a la universidad: una injusticia. Y fue en Inglaterra donde aprendió el amor por las plantas.
»Yo vivo aquí desde que nació Tito: éste es mi mundo. Me gustaba dedicarme al jardín. Trabajaba la tierra, plantaba, zapaba, pero a escondidas: por aquí las mujeres no hacen esa clase de trabajos, y a mi hermano le molestaba.
—Yo también sé muchos idiomas: además del italiano, hablo ruso y eslovaco —observó Dana—, y en mi país las mujeres hacen toda clase de trabajos.
—Ahora aquí también —le contestó la tía no sin hastío. Después retomó el hilo de sus recuerdos—. Él me protegía, a su manera; creía que de eso yo no entendía demasiado, pero luego tuvo que cambiar de opinión. —Se rió—. Una vez me regaló un montón de hortensias rosas, por equivocación: yo las quería azules. Le sentó muy mal, y quería arrancarlas. Le dije que lo dejara, que ya me encargaría yo: puse en el terreno una sustancia que cambiaba el color de las flores, ya no recuerdo el nombre, potasio, me parece, y al año siguiente florecieron con un hermoso color azul.
—¿Y él qué te dijo?
—«Tratándose de ti, tendría que habérmelo esperado: cuando se te mete algo en la cabeza, consigues cambiarlo todo, incluso a ti misma.» Eso fue lo que me dijo.
—¿Y qué significa eso?
—Significa lo que significa: que para todo se encuentra una solución, si se quiere.
—¿Para el amor también? —preguntó Dana, esperanzada.
—Sobre todo, pero únicamente si es amor de verdad.
La rumana se llevó a la cocina la bandeja con los vasos vacíos.
La tía había dejado sobre la mesita de al lado del sillón el libro que estaba leyendo; la esperaba.
—¿Qué estás leyendo?
—La biografía de una mujer que tuvo un matrimonio difícil: es interesante.
—Y tú, ¿cómo es que no te has casado?
—Hubo uno que me quería. A mi padre le hubiera hecho de lo más feliz, y lo intentó todo para persuadirme. Pero yo lo rechazaba. Le pidió ayuda a mi hermano: sabía perfectamente que a él no le hubiera negado nada.
—¿Y tú en cambio se lo negaste?
—No hizo falta. Comprendió que a ése yo no lo amaba.
La tía volvió a coger el libro y bajó la mirada, pero ya no siguió pasando las páginas.
9
Dante toma la iniciativa.
«Yo tampoco tuve madre, mejor dicho, no sé quién es.»
No volvió a hablarse de invitar a Dante y a Irina. Absorbida por las vicisitudes de su hija mayor, Mariola descuidaba incluso a la tía —quien se pasaba tardes enteras con Dana en el jardín—. La rumana se estaba volviendo cada vez más entrometida: apostrofaba a Manuel y a Sonia —e incluso al guardián— con aires de dueña; muy golosa, se servía chocolatinas y pasteles sin esperar a que se los ofrecieran; no solamente escuchaba las conservaciones de sus señores, sino que incluso se inmiscuía y pedía explicaciones cuando no comprendía algo. Mariola lo soportaba todo; bien aceptada por la tía, Dana le daba la oportunidad de dedicarse completamente a sus hijas. Pero era consciente de que aquella mujer había puesto sus ojos en Tito, y se mantenía atenta.
La cuestión de la caldera se había resuelto por fin: Santi seguía pasando por el palacete cada mañana, le hablaba a su padre de la fábrica, pero no le pedía consejos. Tito lo notaba, y su reacción consistía en dedicarse obsesivamente a los relojes —que limpiaba, desmontaba y volvía a montar a la perfección, aunque no se retrasaran más que algunos segundos— y a Dana.
Pensaba a menudo en Dante y en Irina. Le habían introducido en un mundo desconocido para él y en una sensualidad refinada y difícil de emular. Irina era el detonante erótico del deseo —Tito había memorizado sus gestos, sus movimientos, hasta sus olores— y su simple recuerdo bastaba para enardecerle. Dana era el eslabón entre la realidad virtual y la realidad carnal. Dúctil y astuta observadora, la rumana lo secundaba en sus fantasías. Tito exigía cada vez más y más a menudo: se reunían casi cada día, y a veces en varias ocasiones. Él había dejado de preocuparse y era menos cauto: recuperaba así cuanto no había tenido de joven.
Deseaba volver a ver a Dante, pero no estaba listo, aún no. Hablaban por teléfono, a menudo, y siempre por iniciativa del otro. Eran como dos escolares, cada uno con sus proyectos: Dante tenía las fotografías; Tito, el sexo. Al acabar sus tareas se reunirían para intercambiar experiencias y obtener algo el uno del otro.
Al final fue Dante quien dio el primer paso para invitarlo a comer.
—Espero no ofenderte con una propuesta presuntuosa. Hemos descubierto una casa rural, Los Dos Faisanes. Preparan unas berenjenas rellenas de queso de oveja y menta como las que tu tía describía a mi madre. A Irina y a mí nos gustaría invitaros, nos encantaría conocer a Mariola.
—¡Pero si nos corresponde a nosotros! —dijo Tito.
—¿Os vendría bien mañana para el almuerzo?
—Imposible... Nosotros comemos siempre en casa, sin excepciones. Venid vosotros a cenar, una de estas noches. Lo hablaré con Mariola.
—Me apetece verte. ¿Por qué no te acercas a última hora de la tarde? Estoy solo.
Tito asintió. Le habían pillado a contrapié; le gustaba, el juego proseguía.
Tito había escogido ropa adecuada al estilo de Dante: pantalones ligeros, un jersey claro —regalo de Santi— y zapatos de sport, con cordones. Dante llevaba unas chinelas marroquíes y un caftán blanco que le llegaba hasta los pies. Alto, con el pelo caído sobre la frente y largo en la nuca, parecía un vate. Se miraron y se echaron a reír.
—Eso no lo has sacado de tu armario, ¿verdad? —dijo Dante—. A mí me divierte vestirme de manera distinta: me busco a mí mismo, pero sin ansia, ya estoy acostumbrado.
Había alquilado un modesto chalecito sobre una colina desde la que se disfrutaba de unas bonitas vistas del pueblo y, más al fondo, del mar. Había colgado de las paredes telas de diseño oriental: los sillones estaban cubiertos por sencillas telas de algodón blanco. Dos grandes jarrones de cerámica, sobre la mesa, estaban repletos de mimosas, suaves bolitas amarillas cubrían libros, periódicos y CD. «É un facile Vangelo» de Madama Butterfly llenaba la habitación. Dante le ofreció a Tito un cóctel de melocotón y limón mezclado con curasao, y él, abstemio, aceptó: con Dante se sentía dispuesto a nuevas experiencias. Le hubiera gustado hablarle de Irina, pero su anfitrión tenía otras cosas en la cabeza.
—Háblame de tus hijos.
—Son más locuaces que yo. Yo les he dado afecto, una guía, tolerancia. Teresa es sensata y devota, es la hija con la que sabes que puedes contar. Santi ha sido desde siempre un pequeño cabeza de familia, y estoy muy orgulloso de él. Pero Elisa nos dio muchos quebraderos de cabeza, en la universidad. Santi supo enderezarla... —Tito no añadió nada más.
—¿Te has preguntado alguna vez el porqué? —le apremió Dante.
—Pensándolo bien, la muerte de mi padre cambió la vida de los chicos. Elisa no estaba preparada, o no era lo bastante madura para aceptar el cambio —contestó Tito—. Por aquel entonces vivíamos en Palermo. Viajábamos mucho, los llevábamos a esquiar y de vacaciones a capitales europeas.
»Cuando Elisa empezó la universidad, Mariola y yo nos mudamos al palacete, definitivamente, y ya no hemos vuelto a movernos desde entonces. Los chicos venían a vernos en vacaciones y los fines de semana, como hace la mayoría, pero Elisa no consiguió ambientarse ni aquí ni allá. Tenía unas pésimas amistades... Después se enamoró de Antonio...
—Los veo a menudo en el hotel. Teresa transmite una sensación de placidez, pero es muy decidida. Se ve que no desiste con facilidad. Elisa es impetuosa, pasional. Me gusta pensar que tus hijas representan los dos aspectos de la personalidad de Rachele.
—Elisa tiene una buena cabeza, es una pena que la use poco. Teresa siempre ha estado muy unida a la tía, y en cierto modo se le parece, pero no tiene su inteligencia. La tía nos sigue dando, todavía hoy, opiniones que te dejan de piedra.
—¿Tal vez sea Santi quien más se le parece? —aventuró Dante.
—Podría ser. Santi me recuerda mucho a mi padre. Él y la tía eran muy parecidos, incluso físicamente.
—Cuéntame algo de tu abuelo.
—¿Del abuelo?
Tito dijo que no había mucho que contar, no lo había conocido. Era fascista y fue podestá del pueblo. No tuvo una vida dichosa: su primera mujer murió al poco de casarse, en la epidemia de cólera de 1911; y la abuela, tras el nacimiento de la tía. Él no volvió a casarse: se cogió a un ama de llaves suiza para sus hijos. Tenía olfato para los negocios: Torrenuova y el palacete los compró por una nadería poco antes de casarse y con una parte de la rica dote de la abuela fundó la fábrica de pasta.
—El abuelo debía de tener un carácter difícil: rompió con la familia de mi abuela (cuestiones de herencia, supongo) y en definitiva, no sé mucho más.
—Teresa y Santi saben más que tú. —Dante estaba de pie y dijo de repente—: La tía habla con ellos, ¿lo sabías?
—La tía ha sido como una abuela para mis hijos. Yo también le cuento a Titino historias de la familia que Santi desconoce —replicó Tito.
—¿No sientes curiosidad? —le insistía Dante. Medía la habitación dando grandes pasos y gesticulaba mientras hablaba—: Yo, de mi padre, ni siquiera sé el nombre. Siempre ha despertado mi curiosidad: me pregunto quién sería, de qué familia provendría, por qué me trajo al mundo, por qué no quiso amarme, por qué me abandonó. ¡Jamás he dejado de buscarlo! —Se detuvo y dijo, mirando a Tito—: He pasado revista a todos los hombres de los que hablaba mi madre, pero cada vez que le preguntaba por mi padre, ¡me topaba con un muro! Llegué a pensar incluso que yo podría ser hijo de tu padre: ella negaba haberlo conocido, y eso me hacía sospechar.
—¿De mi padre?
—¡No hay nada más plausible que un apasionamiento juvenil y romántico, que se excedió más de lo previsto, por un oficial, hermano de la mejor amiga! Y él además era un hombre muy apuesto, por lo menos en las fotografías. Me las ha enseñado Titino. Ocupa el lugar de honor en el árbol genealógico.
Tito estaba carcomido por la rabia. Tal vez Dante supiera algo. Preguntó dónde estaba el baño y se refrescó la cara, para calmarse.
—Enséñame tus fotografías —dijo, con brusquedad, al volver.
Dante se las enseñó en la pantalla del ordenador. Las imágenes pasaban una tras otra y Tito disfrutaba escuchando a su amigo.
—Irina se marchará a Palermo, tras su concierto, a principios de junio. A mí me gustaría hacer alguna excursión por el interior. ¿Por qué no me acompañas? —preguntó Dante.
Tito contestó impulsivamente «sí», y se calló de inmediato. Era como si hubiera dado su consentimiento a una proposición transgresiva.
Cuando se marchaba, se volvió hacia Dante, que se había quedado en el umbral, y dijo:
—Yo tampoco tuve madre, mejor dicho, no sé quién es.
—Pero en tu caso hubo una tía.
10
Huéspedes en el palacete.
«A papá le hacía falta un amigo: parecían dos novios.»
En el palacete, la comida del mediodía, la más fuerte, era sagrada: solamente la familia. Hijos y nietos eran huéspedes frecuentes y muy bienvenidos; no hacía falta invitación. También la cena tenía lugar siempre y exclusivamente entre ellos. Cenaban frugalmente, solos. Sonia ponía la mesa y dejaba las verduras cocidas sobre el aparador, tapadas con un plato para que se mantuvieran tibias; volvería para recogerlo todo al día siguiente. Mariola llevaba a la mesa el pan y el resto de los platos: quesos, ensaladas, jamón y las sobras de la comida. El menú apenas variaba de una estación a otra. Era una costumbre de casa: el padre y la tía de Tito siempre lo habían hecho así.
Después de cenar, Mariola se ponía a ver la televisión en el dormitorio y daba las buenas noches a cada uno de sus hijos y nietos. Después bordaba o hacía punto, según las estaciones: había siempre algo en proyecto para los niños. Tito se iba a la segunda planta, donde vivía la tía, y charlaban de las cosas del día; después subía a la Habitación de Nuddu, en la torrecilla: era su refugio. Allí se dedicaba a sus cosas: arreglaba los mecanismos de los relojes, ordenaba las fotografías, hojeaba revistas de coches de época.
Las mujeres de la casa estaban como enloquecidas por la visita de Dante e Irina. Con todo, la preparación de la comida —«¿A esa gente le gustará el ajo?», «¡Lo mejor será no añadir guindilla!», «¿Ponemos vino de Marsala o no?», «¡El sabor de las anchoas quizá no les guste!»—, la elección del servicio de platos, de la cristalería y del mantel no fue nada en comparación con la del vestuario.
A juzgar por la deferencia que le demostraban sus hijos, se diría que Mariola era una madre autoritaria; en realidad los chicos se limitaban a seguir con ella el ejemplo de su padre, un hijo devoto y respetuoso: lo que dice un padre es una orden. Con el paso de los años, entre la madre y las hijas se había instaurado una relación de subordinación invertida en las cuestiones relativas al aspecto externo, al que atribuían una enorme importancia: a las tres les encantaba la ropa. Eran Elisa y Teresa quienes le hacían sugerencias a Mariola y quienes daban la opinión definitiva: las compras, además, las hacían casi siempre juntas, tanto en el pueblo como cuando renovaban su vestuario de temporada, con motivo de algún viaje. Y no solamente porque la madre pagara por ellas también. Con ocasión de aquella velada, escogieron para ella un traje de chaqueta que no la estilizaba, con un top por debajo de marcado escote.
Irina se presentó sin joya alguna: tenía un ligero bronceado y estaba sencillamente radiante. Mientras Santi le enseñaba un cuadro de Locajorno, Mariola admiraba el cuello largo y el perfecto décolleté de Irina. Su mano se deslizó por la cadena del grueso colgante de ágata y oro que se había puesto, regalo de Tito por Navidad. Estaba suelta. Mariola bajó la mirada: el colgante se le había enganchado entre los senos. Se tragó lágrimas de humillación y prosiguió con sus tareas de señora de la casa.
Dante quiso visitar todas las habitaciones de la zona noble. Los cumplidos de los invitados supusieron un consuelo nada despreciable para Mariola, quien de recién casada había detestado las paredes revestidas de paneles, el papel pintado de dibujos oscuros, las vidrieras multicolores que dejaban pasar escasamente la luz, los duros sillones, los techos con frescos de estilo floreal y los muebles a medida y encajados en el zócalo. Le hubiera gustado cambiar la decoración y refrescar un poco las paredes, pero jamás se atrevió a proponérselo a su suegro ni tampoco a su marido. Mariola era muy respetuosa con las propiedades de Tito y sabía que de sus padres no había recibido más que una modesta herencia.
El palacete había sido diseñado por un famoso arquitecto modernista, al igual que el mobiliario y la decoración: el propietario original había caído en bancarrota a causa de esa extravagancia, y la casa se había conservado intacta más tarde por fortuitas y trágicas circunstancias. El abuelo de Tito lo compró para su primera mujer y con finalidad de lucro: pretendía parcelar la franja de terreno que lo unía al pueblo, parte de un grandioso jardín que no llegó a existir. Su segunda mujer no quiso vivir allí y la casa permaneció deshabitada. Mademoiselle, a quien le gustaba mucho nadar, insistía para que fueran por lo menos en los meses estivales. Durante la guerra se refugiaron allí y acogieron con ellos a las monjas de San Vicenzo. Tras el nacimiento de Tito, la tía se mudó definitivamente al palacete y quiso dejarlo tal y como estaba. Cuando el estilo liberty se puso otra vez de moda, Tito supervisó personalmente la restauración.
—¡Es una joya! —le dijo Dante—. No me atrevo a pedirte que me dejes fotografiarlo...
—¡Ya lo he fotografiado por entero yo! —contestó él, muy orgulloso.
Dante e Irina sabían cómo mostrarse agradables: ella les pidió la receta del falso magro[2] y de los calabacines rellenos; élfue capaz de conseguir que Mariola sonriera un par de veces. Y, porotra parte, era el que más hablaba, seguido por Santi y Vanna.Antonio, un buen hombre de gustos sencillos, se entreteníaescuchando; de vez en cuando decía lo que se le venía a la cabeza.Elisa, taciturna, lanzaba largas miradas a Irina y a su hermana,que discutían animadamente sobre su traslado a la Toscana; despuésfijaba la mirada en su cuñado. Piero habló muy poco. Sus ojosentrecerrados convergían furtivos en el cuerpo de Irina, como laaguja de una brújula.
Los invitados abandonaron el palacete ya entrada la noche. La velada había sido todo un éxito y le había confirmado a Tito que entre Dante y él existía una auténtica afinidad: se hacían guiños, se reían por las mismas cosas, como si se hubieran puesto de acuerdo, y conversaban animadamente. Como le dijo Santi a Vanna al día siguiente:
—A papá le hacía falta un amigo: parecían dos novios.
Mariola no se tenía en pie del sueño y se marchó enseguida a la cama. Tito fumaba en el jardín, mientras. Su familia se había convertido en gente del montón: desmañados, palurdos, carentes de estímulos intelectuales. Muy distintos respecto a las generaciones precedentes.
No era capaz de resignarse. Su abuelo había sido una personalidad política, respetado en la provincia y bien introducido en distintos círculos: sus dos bodas habían sido por todo lo alto. Su padre, tras obtener el título de bachiller, había emprendido con éxito la carrera militar. Su tía había estudiado en un internado excelente. En el invierno, la familia vivía en Palermo y frecuentaba la buena sociedad. Tenían también una casa en Roma.
Él, en cambio, había sido educado de manera distinta: en casa hasta los once años —prisionero en el palacete—, y después en un internado mediocre, en la isla. Tito era consciente de haber heredado el estilo señoril de su padre y las buenas maneras de su tía, sólo que nunca había tenido ocasión de emplearlos con sus iguales: en su casa no se recibían visitas y él no había trabado amistad con nadie ni en el internado ni en la universidad, ni tampoco después.
Lamentaba no haberse visto impelido a llevar una mayor vida en sociedad: pero su nacimiento representaba una desventaja social y su padre no quería que nadie pudiera humillarlo, jamás. Tito envidiaba a Dante, que no se avergonzaba de ser hijo ilegítimo. Pero él, gota a gota, había absorbido los orgullosos temores de su padre y ahora era demasiado tarde para emular a Dante y sacudirse de encima aquel deshonor.
Tito, sin embargo, no quería que sus nietos crecieran como palurdos y que sus hijos se avillanaran. Él, a pesar de su edad, sentía deseos de nuevas experiencias y estaba dispuesto a cambiar. Dante era como un soplo de aire fresco.
Arrojó la colilla del cigarro al bancal y se encaminó hacia la casa.
Las persianas de Dana estaban cerradas. Las de la tía estaban entreabiertas, a ella le gustaba que entrara un hilo de luz en la habitación. Tito se preguntó por qué la tía, extrovertida y vivacísima según los relatos de Dana, se encerró a sus veintidós años en el palacete y por qué su padre la secundó, arrastrándole al mismo tiempo a él a lo que ahora le parecía un báratro social.
Cuando entró en su habitación, Mariola dormía profundamente, con la luz encendida. Ni siquiera se había desmaquillado. Tito vio los finos churretes de rímel que le orlaban las mejillas regordetas.
Con una mirada piadosa y no carente de afecto, Tito se metió debajo de las sábanas.
11
Caritas y amor.
«Total, la fe, quien la tiene suya es, y quien no la tiene no la tendrá nunca.»
Dana estaba charlando con la tía mientras la ayudaba a cambiarse para dormir.
Ahora le prestaba mucha atención, sobre todo cuando se mostraba confusa: era el momento de las confidencias. Había sido Irina quien se lo había aconsejado. «Extraña mujer, esa Irina», pensaba Dana, «aunque en el fondo, buena persona.» Nada más llegar al pueblo, se había puesto en contacto con todas ellas, las inmigrantes del este. Cuando se reunían, el jueves por la tarde, era una de ellas: otra mujer en busca del bienestar y huyendo de la pobreza. A ella también le había tocado padecer hambre en Moscú, en los años ochenta, con un hijo a su cargo. Irina les contaba, como si fuera una novela, cómo llegó a ser la compañera de un millonario moscovita más joven que ella, que había hecho su fortuna con los yacimientos de gas. Juntos habían llevado una vida de lujo desenfrenado. Dos años atrás, sin embargo, él la abandonó para casarse con una chiquilla de Kiev.
—El matrimonio, eso es lo que hay que perseguir: a los hombres se les atrapa con el sexo y la astucia —decía Irina—. Con vuestro trabajo, tenéis la oportunidad de conocer bien tanto a los hombres como a sus familias: escuchad y recordad. Os será útil en el momento oportuno.
La rumana ponía en práctica los consejos de Irina y, alentada por las ganas de Tito, soñaba con convertirse en su mujer.
—Teresa no hace más que pensar en la fiesta de la primera comunión de Sandra. En mis tiempos, nos limitábamos a una celebración familiar. Ahora cuando comulgan son casi unos adolescentes: dicen que así lo entienden mejor, pero a mí me parece que se ha convertido en algo excesivo... Un traje, una recepción enorme, grandes regalos: ¡como una boda!