TERCERA PARTE
El regreso del verdugo
Grandes copos gruesos descendían en la noche, noche silenciosa y sin viento. Para mí, no existe tormenta sin viento. Pero entonces no había un susurro, un gemido. Sólo aquella blancura fría y persistente más allá de la ventana, y el silencio. El disparo del arma no hizo más que confirmarlo; al morir los ecos, se tornó más denso. En el cuarto principal de la cabaña, sólo se oían los siseos y crujidos ocasionales de los leños que se consumían en el hogar.
Me senté en la silla vuelta de costado junto a la mesa, para no perder de vista la puerta. En el suelo, a mi izquierda, había un equipo de herramientas. Sobre la mesa estaba el casco: un cesto mal proporcionado, hecho de metal, cuarzo, porcelana y vidrio. Si se producía en el interior el chasquido de un microinterruptor, seguido por cierto zumbido, si se encendía un resplandor en la malla situada en el borde superior, para iniciar un veloz parpadeo, todo eso significaría que la muerte me rondaba.
Larry y Bert habían salido, armados con un lanzallamas y un revólver gigantesco, respectivamente. Bert llevaba también dos granadas de mano. Saqué entonces una pelota negra de mi bolsillo y la desplegué. Era un guante sin costuras; adherida a la palma había una especie de masilla húmeda. Me coloqué el guante en la mano izquierda y la mantuve levantada, apoyando el codo en el brazo de la silla. Sobre la mesa, junto al casco, tenía al alcance de mi mano derecha una pequeña pistola de rayos láser, en la cual no depositaba mucha confianza.
La sustancia que tenía en la mano izquierda se adheriría a cualquier superficie metálica que yo golpeara, soltándose del guante. Explotaría dos segundos después, dirigiendo la fuerza del estallido contra la superficie. Newton habría protestado, pues la reacción se distribuye normalmente en ángulos rectos, y por lo tanto el estallido debía expandirse lateralmente sobre la superficie de contacto. Estas sustancias se denominan «cargas-espátula»; en casi todas partes, su posición está reglamentada por estatutos referidos a armas secretas y herramientas para asaltantes. Aquella plasticina molecularmente alterada era maravillosa. El único problema la constituía el deficiente sistema de distribución.
Junto al casco, y también al alcance de mi mano, había un pequeño transmisor portátil, para poder prevenir a Bert y a Larry en caso que se produjera el chasquido de un microinterruptor, seguido por cierto zumbido, y si se encendiera un resplandor en la malla situada en el borde superior, iniciando un veloz parpadeo. Así, ellos sabrían que Tom y Clay, con quienes habíamos perdido contacto al comenzar el tiroteo, no habían logrado aniquilar al enemigo; en ese caso, yacerían sin vida en sus puestos, un kilómetro más hacia el sur. Así sabrían que también ellos estaban a punto de morir.
En cuanto sonó el chasquido, llamé a los dos hombres. Recogí el casco y me levanté; la luz comenzaba a parpadear.
Pero ya era demasiado tarde.
En la tarjeta de Navidad que enviara a Don Walsh el año anterior, figuraba en cuarto lugar la Cervecería Literaria de Peabody, en Baltimore, Maryland. Por lo tanto, en la última noche de octubre me instalé en el salón más apartado, en la última mesa, junto a la puerta que daba al callejón. En la otra punta de esa oscura sala, una mujer vestida de negro tocaba el viejo piano vertical, con un tempo demasiado acelerado. Hacia mi derecha el fuego susurraba, humeando, en un hogar angosto, bajo una repisa supervisada por un antiguo y encornado perfil. Mientras escuchaba, bebí lentamente mi cerveza.
Casi deseaba que Don no se presentara en esa ocasión. Mis fondos bastarían para mantenerme hasta la primavera, y no tenía muchas ganas de trabajar. Había pasado el verano más al norte, y en esos momentos estaba anclado en Chesapeake, ansioso por continuar el viaje hacia el Caribe. Los vientos súbitos y fríos me decían que me estaba demorando demasiado en esas latitudes. Sin embargo, el trato era que yo debía permanecer en el bar elegido hasta la medianoche. Faltaban aún dos horas.
Comí un sandwich y pedí otra cerveza. Había consumido más o menos la mitad cuando divisé a Don, que se aproximaba a la entrada, con el abrigo al brazo, mirando hacia otro lado. Llegó junto a mi mesa, exclamando:
—¡Ron! ¿Es cierto lo que ven mis ojos?
Fingí una sorpresa equivalente y me levanté a saludarlo.
—¡Alan! Qué pequeño es el mundo, ¿no? ¡Siéntate, siéntate!
Se sentó en la silla frente a mí y dejó el abrigo sobre otra.
—¿Qué haces en esta ciudad? —preguntó.
—Visitas, nada más —respondí—. Vine a saludar a unos cuantos amigos.
Palmeé las heridas y las manchas de aquella venerable mesa, agregando:
—Ésta es mi última parada. Me marcho dentro de unas horas.
—¿Y por qué tocas madera? —observó, riendo.
—Era una muestra de afecto por una de las tabernas favoritas de Henry Mencken.
—¿Tan viejo es este local?
Asentí.
—Claro —comentó él—. Tú siempre has sentido esa afición por el pasado…, o contra lo presente. Nunca supe muy bien cuál de las dos cosas.
—Un poco de cada una, tal vez —dije—. Me gustaría que Mencken pudiera volver aquí. Sería bueno conocer lo que opina sobre el presente. ¿Y tú qué haces con él?
—¿Con quién?
—Con el presente. Aquí y ahora.
—¡Oh!
Llamó por señas a la camarera y pidió una cerveza.
—Estoy aquí en viaje de negocios —dijo entonces—, para contratar un asesor.
—¡Oh! ¿Cómo están los negocios?
—Difíciles —dijo—. Difíciles.
Encendimos un par de cigarrillos, mientras esperábamos que llegara la cerveza. Fumamos, escuchando la música.
Era la misma canción que yo había cantado y volvería a cantar: el mundo es una canción acelerada. De los muchos cambios que se habían producido en mi vida, la mayor parte parecía haber tenido lugar en los últimos años. Unos años atrás había sentido la misma impresión, y se me ocurría que en pocos años pensaría lo mismo…, siempre que los contratos de Don no me quitaran de en medio. En ese momento, yo no tenía existencia alguna; y eso se debía a que, en su debido tiempo, habría existido en el instante en que se intentaba registrar el total de nuestra época. Me refiero al proyecto mundial que alentaba el Banco Central de Datos, en el cual yo había cumplido una parte importante; pensábamos construir un modelo del mundo real, donde figurara cada cosa, cada ser viviente. Nuestros futuros colegas decidirán si tuvimos éxito o si fracasamos, si en verdad la posesión de todo un mundo nos otorgó a sus custodios un mayor control de sus funciones. Mientras ellos lo discuten, la música se acentúa, y uno pierde de vista los detalles principales. En esa época, yo tomé una decisión: no recibiría carta de ciudadanía en ese nuevo mundo, aunque tal vez hubiera logrado más importancia que en el viejo. Era un exiliado dentro de la realidad, y mi estadía en ella no era sino la de quien se siente culpable por haber entrado en forma ilegal. La visito periódicamente, pues voy a donde puedo ganarme la vida. Allí es donde Don entra en juego. Yo puedo convertirme en cualquier persona que le resulte conveniente para resolver un problema especial.
Desafortunadamente, ése era el caso en aquel momento, aunque todo mi ser parecía inclinarse por la desidia.
Terminamos nuestras bebidas y pagamos la cuenta.
—Por aquí —indiqué, señalando la puerta trasera.
Él se puso el abrigo y me siguió. Mientras bajábamos por el callejón, me preguntó:
—¿Hablamos aquí?
—Sera mejor que no —dije—. Transporte público, conversación privada.
Asintió, siguiendo mis pasos.
Tres cuartos de hora después estábamos en el bar del Proteus. Mientras yo preparaba café, las aguas frías de la bahía nos mecían suavemente bajo el cielo sin luna. Sólo un par de luces iluminaban el barco. Todo resultaba muy cómodo. En el agua, a bordo del Proteus, las multitudes, la actividad, el ritmo de la vida en las ciudades, en la tierra, enmudecen y se detienen; unos pocos metros de agua constituyen una distancia metafísica que les da un dejo de ficción. Los humanos alteramos el paisaje con gran facilidad, pero el océano tiene algo de inmutable. Supongo, por extensión, que nos sentimos atacados con cierta sensación de intemporalidad cuando nos vemos en él. Tal vez es por esa razón que paso tanto tiempo navegando.
—Es la primera vez que me recibes a bordo —observó—. Esto es muy cómodo. Muy cómodo.
—Gracias. ¿Crema, azúcar?
—Sí, las dos cosas.
Tomamos nuestras tazas humeantes.
—¿Qué tienes para ofrecerme? —pregunté.
—Un caso que involucra dos problemas —dijo—. Uno de ellos viene a caer en mi área de competencia. El otro no. Según me dijeron, es una situación completamente única, y requerirá los servicios de un especialista muy preparado.
—Yo sólo soy especialista en el arte de conservar la vida.
De pronto, su mirada buscó la mía.
—Creo que tú sabes muchísimo sobre computadoras —comentó.
Aparté la vista; aquello era un golpe bajo. Nunca me había presentado ante él en ese papel, y entre nosotros había un entendimiento tácito: mis métodos de acción y mi identidad no estaban abiertos a discusión. Pero para él debía ser obvio que yo conocía el sistema extensa y profundamente. Sin embargo, el tema no me gustaba, y me apresté a defenderme.
—La gente que entiende de computadoras se vende por toneladas —dije—. En tu tiempo habrá sido diferente, pero ahora se enseña computación desde primer grado. Claro que sé muchísimo, como todos los de mi generación.
—Sabes que no es eso lo que quiero decir —replicó—. Me conoces bastante. ¿No puedes tenerme un poquito de confianza? Si he sacado el tema a relucir, es sólo porque afecta al caso que tenemos entre manos.
Asentí. Las reacciones, de por sí, no siempre son adecuadas, y yo había invertido mucho capital emotivo en mi dura labor. Por eso acabé por aceptar:
—Está bien, entiendo de computadoras algo más de lo que enseñan en la escuela.
—Gracias —replicó Don, tomando un sorbo de café—. Ese será nuestro punto de partida. Por mi parte, tengo experiencia en abogacía y contabilidad; después me dediqué al servicio militar, a la inteligencia militar y al servicio civil, en ese orden. Por último entré en esta profesión. En esa trayectoria he aprendido algunos conocimientos técnicos: un poquito aquí, un curso acelerado allá. Sé bastante sobre lo que esos artefactos hacen, pero no sobre su funcionamiento. Con respecto a este caso, no he comprendido los detalles. Necesito que comiences por el principio y me lo expliques tan a fondo como puedas. Me hace falta una revisión general, y si puedes proporcionármela, eso me dirá que eres el hombre adecuado para el caso. Puedes empezar por decirme cómo funcionaban los primeros robots de exploración espacial. Por ejemplo, los que utilizaban en Venus.
—Esas no eran computadoras —dije—. Por otra parte, tampoco eran robots, en realidad; eran artefactos de teleoperación.
—Explícame en qué consiste la diferencia.
—Un robot es una máquina preparada para realizar ciertas operaciones según un programa de instrucciones. Un teleoperador es una máquina esclava operada por control remoto. El teleoperador funciona en realimentación con su operador. Según el grado de perfección que se desee, los contactos pueden ser audiovisuales, anestésicos, táctiles y hasta olfatorios. Cuanto más quieras avanzar en esta dirección, más antropomórfico será el diseño del artefacto.
»En el caso de Venus, si mal no recuerdo, el operador humano en órbita usaba un exoesqueleto que controlaba los movimientos del cuerpo, piernas, brazos y manos de un artefacto puesto en la superficie, que recibía movimiento y energía por realimentación a través de un sistema de transductores a eyección de aire. Se colocaba un casco que controlaba la cámara televisiva del artefacto esclavo (colocada en su parte superior, naturalmente), y con eso cubría el campo de visión del panorama. También utilizaba audífonos conectados con su receptor de radio. He leído el libro que escribió después. Dice que durante largos períodos olvidaba la cabina, olvidaba que estaba en el extremo directivo de un lazo de control, y se sentía como si fuera caminando por ese paisaje infernal. Recuerdo que me impresionó mucho; yo era un chiquillo por entonces; quería tener un artefacto de ésos, pero microscópico, para andar por los charcos luchando contra los microorganismos.
—¿Por qué?
—Porque en Venus no había dragones. De cualquier modo, como ves, un artefacto teleoperador es algo muy diferente a un robot.
—Hasta ahí comprendo —dijo Don—. Ahora, explícame la diferencia entre los primeros artefactos teleoperadores y los más adelantados.
Tomé un poco de café antes de responder.
—En los planetas exteriores y sus satélites, la cosa era algo más complicada. Para empezar, allá no había operadores en órbita, por motivos económicos y algunas dificultades técnicas sin resolver. Principalmente, por causas económicas. De cualquier modo, los artefactos eran enviados a esos mundos, pero los operadores permanecían aquí. Debido a esto, se producía un intervalo en las transmisiones. Se demoraba un lapso en recibir el impulso, y otro poco antes que la orden para efectuar los movimientos correspondientes llegara al teleoperador. Tratamos de compensarlo de dos modos: primero, mediante el empleo de una simple secuencia demora-movimiento, movimiento-demora; el segundo sistema era más complicado. Precisamente en ese punto entran en el cuadro las computadoras, en cuanto pasan a integrar el vínculo de control. Eso requirió la preparación de modelos de factores ambientales conocidos, que se ampliaron durante las primeras secuencias de demora-movimiento. Básicamente, la computadora se utilizó para anticipar consecuencias a corto plazo. Por último se hizo cargo del vínculo, dirigiéndolo por medio de una combinación de «controles a predicción», y revisiones de demora-movimiento. Sin embargo, aún requería la ayuda humana cuando ocurrían cosas inesperadas. Por lo tanto, en los planetas exteriores, los artefactos no fueron ni totalmente automáticos ni totalmente manuales. Tampoco totalmente satisfactorios, al principio.
—De acuerdo —dijo Don, encendiendo un cigarrillo—. ¿Y la etapa siguiente?
—Lo siguiente no fue, en realidad, un paso hacia adelante con respecto a los teleoperadores. Fue un vuelco económico. El gobierno aflojó la bolsa, y eso nos permitió enviar algunos hombres. Los hacíamos aterrizar donde mejor podíamos, y a veces, donde no era posible, los dejábamos en órbita y, en su lugar, enviábamos teleoperadores. Como en los viejos tiempos. El problema del lapso cronológico se resolvió, pues el operador volvía a estar a cargo de todo. En todo caso, se lo puede considerar como una vuelta a los métodos primitivos. Todavía seguimos haciéndolo con cierta frecuencia, y da resultados.
Don meneó la cabeza, diciendo:
—Entre las computadoras y la ampliación de presupuesto hubo otra cosa que no mencionaste.
Me encogí de hombros.
—En ese período se probaron muchas cosas, pero ninguna mejor que la sociedad entre el hombre, la computadora y el teleoperador.
—Hubo un proyecto —dijo él— que trataba de solucionar el problema cronológico mediante el envío de una computadora junto con el teleoperador. Pero esa computadora no era precisamente una computadora, y el teleoperador tampoco era tal. ¿Sabes a qué me refiero?
Encendí uno de mis cigarrillos, mientras lo pensaba un momento. Finalmente respondí:
—Creo que te refieres al Verdugo.
—Allí es donde ya no comprendo nada. ¿Puedes explicarme cómo funciona?
—Al final, resultó un fracaso —observé.
—Pero al principio funcionó bien.
—En apariencia, sí. Pero sólo en las cosas más sencillas, en Io. Después tuvo una avería, y acabamos considerándolo como un fracaso, aunque muy noble. El proyecto era demasiado ambicioso, desde su misma concepción. Según parece, todo empezó cuando la gente encargada de eso vio la oportunidad de combinar proyectos de vanguardia, cosas que aún estaban en investigación con otros muy recientes. En teoría, todo parecía encajar perfectamente, tanto que cayeron en la tentación de incorporar demasiados elementos. Aunque al principio funcionó bastante bien, más tarde todo se descompuso.
—Pero ¿qué fue lo que entró en el artefacto?
—Dios, qué no entró, deberías preguntar. La computadora, que no era exactamente una computadora… Bueno, empezaremos por allí. En el siglo pasado, tres ingenieros de la Universidad de Wisconsin (Nordman, Parmentier y Scott), crearon un artefacto conocido como neuristor superconductivo con empalme por túnel. Se trataba de dos diminutas bandas metálicas con una delgada cubierta aislante entre ellas. A muy bajas temperaturas, transmitía impulsos eléctricos sin resistencia alguna. Rodeada por material magnético y agrupándola de a miles de millones, ¿qué se obtiene?
Don meneó la cabeza, sin responder.
—Bueno —proseguí—, por una parte, se tiene una situación imposible de esquematizar, si se consideran todos los caminos e interconexiones que se pueden formar. Hay una obvia similitud con la estructura del cerebro. Por lo tanto, en teoría, no hay por qué dirigirlo. Basta con suministrarle datos, y permitir que establezca sus propios modos de actuar, por medio del material magnético, que se magnetizaría cada vez que la corriente lo atravesara, interrumpiendo así la resistencia. El material establece sus propias acciones, en una forma análoga al funcionamiento del cerebro cuando aprende algo nuevo.
»En el caso del Verdugo, se utilizó un sistema muy parecido a éste; lograron instalar más de diez mil millones de células del tipo neuristor en un espacio muy pequeño: la tercera parte de un metro cúbico, más o menos. La meta era esa cifra mágica, pues corresponde, aproximadamente, al número de células nerviosas que contiene el cerebro humano. A eso me refería cuando dije que, en realidad, no era una computadora. Se trabajaba, de hecho, en el terreno de una inteligencia artificial, cualquiera que fuese el nombre que se le daba.
—Si esa máquina tenía cerebro propio, fuera computadora o casi humano, se trataba más de un robot que de un teleoperador, ¿verdad?
—Sí, no y tal vez —respondí—. Se le manejaba como a un teleoperador aquí, en la Tierra, ya fuera en el fondo del océano, en el desierto o en suelo montañoso, como parte de su programación. Supongo que también se lo podría denominar aprendizaje, o jardín de infantes. Tal vez este último término sea el más apropiado. Se le enseñaba a explorar en medios difíciles y a comunicar información al respecto. Una vez que dominara esto, teóricamente podría desenvolverse solo en el espacio sin un vínculo de control, y comunicar todos sus descubrimientos.
—¿En ese aspecto se lo consideraría robot?
—Un robot es una máquina que lleva a cabo ciertas operaciones según un programa de instrucciones. El Verdugo tomaba sus propias decisiones, ¿comprendes? Y sospecho que, al tratar de crear algo tan similar al cerebro humano en cuanto a estructura y funcionamiento, se incluyó también un elemento fortuito. No era exactamente una máquina que seguía un programa. Era demasiado compleja. Tal vez ésa fue la causa de su fracaso.
Don rio por lo bajo:
—¿Un libre albedrío inevitable?
—No. Tal como te dije, habían metido demasiadas cosas en un solo saco. En esa temporada, cualquiera que pudiera incluir algún proyecto lo hacía de inmediato. Por ejemplo, los muchachos de psicofísica tenían un artefacto que probar en él; allá iba. Ostensiblemente, el Verdugo era un aparato para comunicaciones. Pero en realidad, el problema consistía en averiguar si era realmente sensible.
—¿Lo era?
—Así lo parece, hasta cierto punto. Para formar parte del teleoperador inicial, habían ideado un artefacto que creaba un campo de inducción débil en el cerebro del operador. La máquina recibía y amplificaba los esquemas de actividad eléctrica que pasaban a la del Verdugo (llamémosla mente), para entrar a un complejo modulador y volver al campo de inducción existente en la cabeza del operador. En eso salgo de mi especialidad para entrar en la de Weber y Fechner, pero una neurona tiene cierto umbral, más allá del cual actúa, y no actúa si no se llega a él. En un milímetro cuadrado de la corteza cerebral hay algo así como cuarenta mil neuronas, agrupadas en forma tal que cada una tiene varias conexiones simpáticas con las de alrededor. En cualquier momento dado, varias de ellas pueden estar por debajo de ese umbral, mientras las otras están en un estado al que Sir John Eccles se refirió una vez con el término de «equilibrio crítico», es decir, listas para actuar. Si una de ellas cruza ese límite, puede afectar la descarga de las otras, por cientos de miles, en veinte milisegundos. El campo pulsante debía proporcionar ese impulso en una forma lo bastante selectiva como para que el operador pudiera entrever lo que ocurría en el cerebro del Verdugo, y viceversa. El Verdugo debía tener su propia versión interna de lo mismo. También se pensaba que esto podía servir para humanizarlo, hasta cierto punto, de modo que apreciara la importancia de su trabajo. Digamos, para inspirarle cierta lealtad.
—¿Crees que eso pudo contribuir a su posterior derrumbe?
—Posiblemente. No hay forma de suponer nada, pues el caso fue único. Si quieres mi opinión, te diré que sí; pero es sólo una opinión.
—¡Ajá! —musitó Don—. ¿Y en cuanto a sus características físicas?
—Diseño antropomórfico, tanto porque originariamente era teleoperado como por el razonamiento psicológico del que recién hablábamos. Podía pilotear su propio vehículo. No necesitaba un sistema de mantenimiento vital, por supuesto. Tanto él como el vehículo recibían energía por unidades de fusión, de modo que el combustible no representaba problema. Se reparaba a sí mismo. Era capaz de realizar una gran variedad de pruebas y mediciones complicadas, de efectuar observaciones, completar informes, aprender nuevos materiales, transmitir sus descubrimientos. Podía sobrevivir prácticamente en cualquier medio. En realidad, requería menos energía en los planetas exteriores: menos trabajo para las unidades de refrigeración, para mantener el cerebro superenfriado.
—¿Y en cuanto a resistencia?
—No recuerdo todos los detalles. Creo que tenía la fuerza de doce hombres, en cosas tales como levantar y empujar pesos.
—Exploró Io en nuestro lugar, despegando desde Europa.
—Efectivamente.
—Después comenzó a comportarse en forma errática, precisamente cuando pensábamos que había aprendido su trabajo.
—Así parece.
—Rechazó una orden directa de explorar Calisto, y se dirigió hacia Urano.
—Sí. Han pasado años desde que leí los informes…
—Después de eso, el funcionamiento empeoró. Hubo largos períodos de silencio interrumpidos por transmisiones confusas. Ahora que sé algo más sobre su composición, se diría que actuaba como un hombre a punto de perder la razón.
—Parece un caso similar.
—Pero logró arreglarse por algún tiempo. Aterrizó en Titania, y comenzó a enviar informes de observación que parecían normales. Pero eso duró poco. Volvió a tornarse irracional; afirmó que se encaminaba hacia Urano, y allí acabó la cosa. No volvimos a saber de él. Ahora que sé lo del artefacto para leer la mente, comprendo que un psiquiatra haya podido afirmar, desde aquí, que jamás volvería a funcionar.
—Nunca supe esos detalles.
—Yo sí.
—Eso ocurrió hace unos veinte años —observé, encogiéndome de hombros—; tal como te dije, hace mucho tiempo que no leo nada al respecto.
—La nave del Verdugo se estrelló, o aterrizó, como sea, hace dos días, en el Golfo de México.
Me limité a mirarlo fijamente.
—Estaba vacía —prosiguió Don—, o lo estaba cuando llegaron a ella.
—No comprendo.
—Ayer por la mañana —continuó—, el restaurador Manny Burns fue encontrado muerto a golpes en las oficinas de su establecimiento, la Maison Saint-Michel, en Nueva Orleans.
—Sigo sin comprender…
—Manny Burns fue uno de los cuatro operadores que originalmente programaron…, perdón, enseñaron al Verdugo.
El silencio se prolongó, arrastrando su vientre sobre la cubierta.
—¿Coincidencia? —pregunté, finalmente.
—Mi cliente no lo piensa así.
—¿Quién es tu cliente?
—Uno de los tres miembros restantes del grupo de entrenamiento. Está seguro que el Verdugo ha regresado a la Tierra para matar a sus antiguos operadores.
—¿Y ha hablado de sus temores a sus antiguos jefes?
—No.
—¿Por qué?
—Porque eso significaría explicarles la razón de sus sospechas.
—¿Es decir?
—Tampoco a mí me la explicó.
—¿Y cómo piensa que vas a arreglártelas para hacer un buen trabajo?
—Me ha explicado lo que él espera de mí. Son dos cosas, y para ninguna de ellas hace falta saber toda la historia. Quiere que se le proporcionen buenos guardaespaldas, y quiere que encontremos al Verdugo y nos deshagamos de él. Ya me he encargado de la primera parte.
—¿Y quieres que yo me encargue de la segunda?
—Así es. Me has confirmado, en mi opinión, que eres el hombre adecuado para el trabajo.
—Comprendo. Pero si ese artefacto es realmente sensible, será algo muy similar al asesinato, ¿lo has pensado? Si no lo es, por supuesto, no cometeremos más delito que destruir una costosa propiedad del estado.
—Y tú, ¿cómo lo consideras?
—Como un trabajo a realizar —dije.
—¿Lo harás?
—Necesito más detalles antes de decidirme. Por ejemplo, ¿quién es tu cliente? ¿Quiénes son los otros operadores? ¿Dónde viven? ¿Qué hacen? ¿Qué…?
Me interrumpió, levantando la mano, y respondió:
—Primero: nuestro cliente es el Honorable Jesse Brockden, senador por el estado de Wisconsin. Naturalmente, todo esto es estrictamente confidencial.
—Recuerdo que estuvo involucrado en el programa espacial antes de dedicarse a la política —observé—. Pero no sabía los detalles. Podría conseguir protección del gobierno con tanta facilidad…
—Según parece, para eso debería explicar algo que no quiere mencionar. Tal vez fuera perjudicial para su carrera. En realidad, no lo sé. No quiere nada de eso. Prefiere tratar con nosotros.
Volví a asentir, preguntando:
—¿Y los otros? ¿También quieren tratar con nosotros?
—Por el contrario. No están de acuerdo con Brockden, en absoluto. Parecen creerlo paranoico, o algo así.
—¿Se tratan actualmente?
—Viven en distintos lugares del país, y no se han visto en los últimos años. Sin embargo, se ponen en contacto, ocasionalmente.
—Es una base muy débil para hacer un diagnóstico, me parece.
—Una de ellos es psiquiatra.
—¡Oh! ¿Cuál?
—Leila Thackery, se llama. Vive en Saint Louis, y trabaja allí, en el hospital del estado.
—Presumo entonces que ninguno de ellos ha acudido a la autoridad, ya sea la federal o la del estado.
—Así es. Brockden se puso en contacto con ellos en cuanto supo del regreso del Verdugo. En ese momento estaba en Washington. La noticia le llegó inmediatamente, y se las arregló para que no se le diera mucha difusión. Trató de hablar con los otros tres, pero cuando intentaba hacerlo se enteró de la muerte de Burns. Se puso en contacto conmigo, y trató de convencer a los otros a fin que aceptaran también la protección de mi gente. Pero no le creyeron. Cuando hablé con la doctora Thackery, me indicó, con bastante acierto, que Brockden está muy enfermo.
—¿Qué tiene?
—Cáncer. En la columna. Una vez que ataca esa parte, ya no hay nada que hacer. Según me dijo, cree que no le quedan más de seis meses para encargarse de lo que considera una ley muy importante: la rehabilitación de los criminales. Admito que, por cierto, parece paranoico cuando habla sobre ese tema. Pero ¡diablos! ¿Quién no lo parecería? Sin embargo, la doctora Thackery cree que eso lo explica todo, y considera que el asesinato de Burns no tiene nada que ver con el Verdugo. Para ella, todo no es sino un robo común; el ladrón se ha visto sorprendido y cayó en el pánico; tal vez estaba drogado… En fin, todo eso.
—En ese caso, ¿no tiene miedo al Verdugo?
—Dice estar en mejor posición que nadie para saber lo que piensa, y no se preocupa en absoluto.
—¿Y el otro operador?
—Dice que si la doctora Thackery conoce su mente mejor que nadie, él conoce bien su cerebro, y tampoco tiene miedo.
—¿Qué significa eso?
—David Fentris es un ingeniero consultor, especializado en electrónica y cibernética. Tuvo cierta participación en el diseño del Verdugo.
Me levanté para traer la cafetera, no porque tuviera muchas ganas de tomar un poco de café, sino porque conocía a David Fentris. En otros tiempos había trabajado con él, antes que él entrara en los proyectos espaciales.
Dave me llevaba unos quince años; cuando lo conocí, estaba vinculado con el proyecto del banco de datos. La mayoría de nosotros comenzó a pensar las cosas de otro modo al avanzar el proyecto. Dave, en cambio, nunca dejó de mostrarse francamente entusiasta. Era un hombre fuerte, de unos cincuenta y ocho años, de cabellos grises y ojos del mismo color, escondidos tras anteojos de armazón de carey; variaba entre la preocupación y el impulso casi frenético. Por su modo de expresar pensamientos incompletos, uno lo consideraba representante de esa tribu de los que llegan a ocupar puestos de poca autoridad gracias a los parientes o a la política. Sin embargo, a los pocos minutos, uno comenzaba a revisar esa opinión, pues él combinaba sus divagaciones en un marco de teorías rigurosas. Cuando acababa, uno estaba ya preguntándose cómo era posible que semejante hombre estuviera en un puesto de tan poca responsabilidad. Más tarde, tal vez uno llegara a vislumbrar que, cuando no mostraba demasiado entusiasmo, evidenciaba una verdadera tristeza. Y, si bien el espíritu entusiasta es muy conveniente para proyectos de corto alcance, las aventuras de mayor duración suelen requerir un poco más de ecuanimidad. No me extrañó mucho que hubiese acabado como consultor.
Ahora, la cuestión era: ¿me recordaría? Mi aspecto estaba alterado, mi personalidad (era de esperar) mucho más madura, y mis hábitos habían cambiado. Pero ¿sería suficiente, si me viera obligado a encontrarme con él por este trabajo? El cerebro oculto tras esos anteojos podía pensar muchas cosas extrañas con unos cuantos datos.
—¿Dónde vive? —pregunté.
—En Memphis. ¿Qué problema tienes?
—Estoy tratando de ajustar mis conocimientos geográficos —dije—. El senador Brockden, ¿sigue en Washington?
—No. Ha vuelto a Wisconsin, y está escondido en una cabaña, en la parte norte del estado. Tengo cuatro agentes custodiándolo.
—Comprendo.
Serví más café, y volví a sentarme. Todo eso no me gustaba nada, y resolví no aceptar el trabajo. Sin embargo, no quería despedir a Don con un «no» directo. Sus encargos se habían convertido en parte muy importante de mi vida, y esto no era cuestión de gastar suelas. Por lo visto, era importante, y él quería dejarlo en mis manos. Traté de encontrar alguna falla, para reducirlo al simple trabajo de guardaespaldas que ya estaba en marcha.
—Parece extraño —comenté— que Brockden sea el único asustado por el artefacto.
—Sí.
—… Y que no pueda dar sus razones.
—Cierto.
—… Y además, su estado físico, y lo que la doctora dice con respecto a su salud mental.
—No me queden dudas de su neurosis —aclaró Don—. Fíjate en esto.
Sacó de su chaqueta unas hojas de papel. Las revisó deprisa y apartó una, para alcanzármela.
Era una hoja con membrete del Congreso; el mensaje, garrapateado a mano con una escritura grande y suelta, decía:
«Don: Tengo que verte. El monstruo de Frankenstein ha vuelto desde el lugar donde lo colgamos y me está buscando. Todo este maldito universo trata de hacerme polvo. Llámame entre las ocho y las diez.
—Jess»
Asentí. Iba a pasárselo a Don, pero hice una pausa antes de devolverlo. ¡Que se fuera al demonio, todo aquello!
Tomé un poco de café. Aunque había abandonado tiempo atrás toda esperanza al respecto, un detalle me llamó la atención de inmediato: en el margen, donde figuraba la lista de tales asuntos, vi que Jesse Brockden integraba la comisión encargada de reconsiderar el programa del Banco Central de Datos. Esa comisión debía trabajar en una serie de reformas encomendadas. Por lo demás, no recordaba que ese hombre hubiese manifestado alguna posición al respecto, pero…, ¡oh, diablos! Aquello era demasiado gigantesco, a esa altura, como para que se lo pudiera alterar en forma significativa. De cualquier modo, era el único Monstruo de Frankenstein que me preocupaba, y siempre existía la posibilidad… Por otra parte… ¡Diablos, diablos! ¿Y si lo dejaba morir, pudiendo salvarlo, y resultaba ser el único que podía…?
Bebí otro sorbo de café, encendí otro cigarrillo.
Tal vez hubiera una forma de hacer las cosas de modo tal que Dave no entrara en juego. Podía hablar primeramente con Leila Thackery, verificar las circunstancias del caso Burns, mantenerme informado con respecto a los nuevos sucesos, averiguar algo más acerca del vehículo estrellado en el Golfo… Tal vez lograra algo, aunque sólo fuera la negación de la teoría postulada por Brockden, sin que fuera necesario encontrarme con Dave.
—¿Tienes detalles sobre el funcionamiento del Verdugo? —pregunté.
—Aquí están —respondió alcanzándomelos.
—¿El informe policial sobre el asesinato de Burns?
—Aquí está.
—¿El paradero de todos los implicados, y algunos antecedentes?
—Aquí.
—¿Dónde podré encontrarte durante los próximos días, a partir de mañana? Este asunto puede requerir cierta coordinación.
Don sonrió y tomó su pluma estilográfica.
—Me alegra que te embarques en esto —dijo.
Yo me incliné para palmear el barómetro, meneando la cabeza.
Me despertó el timbre del teléfono. Por simple reflejo, crucé la habitación, y atendí.
—¿Sí?
—¿Señor Donne? Son las ocho.
—Gracias.
—Me dejé caer en la silla. Pertenezco a esa clase de personas lentas para entrar en movimiento. Todas las mañanas tiendo a reproducir la filogenia. Los deseos básicos se abrieron camino, penosamente, a través de mi materia gris, para establecer una conexión. Con mucha lentitud, extendí un miembro helado y marqué un par de números. Cuando me contestaron, pedí, graznando, que me trajeran comida y litros de café. Media hora después, habría gruñido en vez de graznar. Por último, marché tambaleante hasta el cuarto de las aguas fluyentes, para renovar mi contacto con las necesidades básicas.
La lentitud matinal de mi adrenalina y mi azúcar sanguínea es normal, pero además, había dormido poco en la noche anterior. Tras la partida de Don, había cerrado el Proteus y llenado mis bolsillos con elementos imprescindibles, para dirigirme al aeropuerto, donde tome un avión que me llevó hasta Saint Louis en las mortecinas horas de la madrugada. Me fue imposible dormir durante el viaje; pensé en el caso, y planeé la forma en que actuaría frente a Leila Thackery. A la llegada, había pedido un cuarto en el motel del aeropuerto, dejando un mensaje para que me despertaran a una hora irrazonable, para caer finalmente dormido.
Mientras comía estudié la hoja que Don me había proporcionado.
Leila Thackery se había divorciado de su segundo esposo hacía algo más de dos años, sin contraer nuevo matrimonio; tenía cincuenta y seis años, y vivía en un apartamento cercano al hospital en el que trabajaba. Adjunta a la hoja había una fotografía que podía datar de diez años atrás. La mostraba morena, de ojos claros, rellenita, con una ligera tendencia a la obesidad; unos sofisticados anteojos coronaban su nariz respingada. Había publicado varios libros y artículos cuyos títulos estaban llenos de alienaciones, roles, transacciones, contextos sociales y más alienaciones todavía.
Por falta de tiempo, me había sido imposible proceder según mi método habitual, que requería convertirme en un individuo enteramente nuevo con una historia comprobable. Tendría que conformarme con un nombre y una historia; lo demás no parecía necesario en este caso. Por una vez, podría presentarme de un modo más o menos honesto.
Tomé un vehículo público hasta su domicilio, sin anunciar mi visita por teléfono: siempre es más fácil decir «no» a una voz que a una presencia física.
Según mis informes, ese día le correspondía atender pacientes externos en su casa. Aparentemente, era idea suya: romper con la imagen alienante de la institución, evitar los resentimientos, convirtiendo las sesiones en algo similar a un encuentro social, etcétera. No quería robarle mucho tiempo; si hacía falta, Don podía pagar una visita. Pero, sin duda, las visitas de sus pacientes estarían combinadas de modo que le permitiesen algunos ratos de descanso entre una y otra.
Cuando acababa de localizar su nombre y el número de su apartamento entre los timbres de la entrada, una anciana pasó a mi lado y abrió la puerta principal. Me echó una mirada y la sostuvo abierta; así pude entrar sin tocar el timbre. Mi visita sería más imprevista aún.
Subí en el ascensor hasta el piso de Leila, el segundo. Localicé su puerta y llamé. Cuando estaba por llamar otra vez, se abrió a medias.
—¿Sí? —inquirió.
Pude entonces comprobar mi suposición con respecto a la antigüedad de la foto. Parecía estar igual.
—Doctora Thackery —dije—, mi nombro es Donne. Creo que usted puede serme de gran ayuda en cierto problema.
—¿Qué clase de problema?
—Se refiere a un artefacto conocido como el Verdugo.
Suspiró, con una rápida mueca, mientras los dedos se le ponían tensos en el marco de la puerta.
—Vengo desde muy lejos, pero no le ocuparé mucho tiempo —afirmé—. Sólo quiero hacerle unas pocas preguntas.
—¿Trabaja para el gobierno?
—No.
—¿Trabaja entonces para Brockden?
—No. Es otra cosa.
—Está bien —dijo—. En este momento estoy en una sesión de grupo. Calculo que durará media hora más. ¿Le molestaría esperar en la recepción? En cuanto acabe se lo haré saber, y hablaremos.
—Me parece bien —consentí—, gracias.
Me saludó con una inclinación de cabeza y cerró la puerta. Busqué las escaleras y volví a bajar.
Un cigarrillo más tarde, decidí que el ocio es el padre de todos los vicios, y se me ocurrió una idea para emplear ese tiempo. Volví hacia la puerta de entrada, y leí a través del vidrio los nombres de unos cuantos vecinos del quinto piso. Tomé el ascensor y llamé a una de las puertas. Antes que se abriera, puse mi bloc de notas y mi lápiz bien a la vista.
—¿Sí?
Bajita, curiosa, de unos cincuenta años.
—Me llamo Stephen Foster, señora Gluntz. Estoy haciendo una investigación para la Liga de Consumidores Norteamericanos. Si me permite pagarle por dos minutos de su tiempo, quisiera hacerle algunas preguntas sobre los productos que usted usa.
—¿Por qué…? ¿Pagarme?
—Así es, señora. Diez dólares. Serán unas doce preguntas, y no tardaremos más de dos minutos.
—Está bien —aceptó, abriendo la puerta un poco más—. ¿No quiere pasar?
—No, gracias. No vale la pena, por tan poco tiempo. La primera pregunta se refiere a los detergentes.
Diez minutos después estaba otra vez en la recepción del edificio, agregando treinta dólares a la lista de gastos, por las entrevistas que había efectuado. Cuando un caso está lleno de imprevistos y me veo forzado a improvisar, trato de cubrir cuantas contingencias puedo prever.
Un cuarto de hora más tarde, el ascensor se abrió para descargar tres hombres: dos jóvenes y uno de edad mediana, informalmente vestidos; iban riendo entre sí.
—¿Es usted el que espera para ver a la doctora Thackery?
—Así es.
—Ella dice que ya puede subir.
—Gracias.
Volví a subir y a llamar a su puerta. Me abrió, me hizo pasar y me indicó una cómoda silla, en el otro extremo de su sala de estar.
—¿Una taza de café? —ofreció—. Está recién hecho. Preparé más del necesario.
—Cómo no, gracias.
Momentos después volvió con dos tazas. Me entregó una y se sentó en el sofá, a mi izquierda. Pasé por alto el azúcar y la crema que había en la bandeja, y tomé un sorbo.
—Usted ha despertado mi interés —dijo—. Cuénteme de qué se trata.
—Bien. Me han dicho que el artefacto teleoperador, conocido como el Verdugo, ha retornado a la Tierra, y que posiblemente disponga ahora de una inteligencia artificial.
—Todo eso es hipotético, a menos que usted sepa algo más de lo que yo sé. Tengo entendido que el vehículo del Verdugo regresó y se estrelló en el Golfo, pero nada prueba que haya estado ocupado.
—Sin embargo, parece una deducción razonable.
—También me parece razonable suponer que el Verdugo haya enviado el vehículo hacia una cita final, hace muchos años, y que sólo ahora haya llegado al punto escogido, momento en el cual el programa de regreso se hizo cargo de la nave y la trajo hasta aquí.
—¿Y por qué enviar el vehículo solo, exiliándose en el espacio?
—Antes de contestarle —observó—, me gustaría saber qué interés tiene usted en este asunto. ¿Es para los periódicos?
—No —respondí—. Soy escritor de temas científicos, estrictamente técnicos, populares, y cualquiera de los grados intermedios. Pero no busco algo para publicar. Se me encargó presentar un informe sobre el aspecto psicológico del asunto.
—¿Para quién?
—Para un equipo de investigación privada. Quieren saber qué influencias puede recibir el pensamiento del Verdugo y, su posible conducta, en el caso que haya regresado. Estuve leyendo bastante sobre el tema, y he descubierto que su personalidad puede ser un compuesto de las mentes de sus cuatro operadores. Por eso me pareció conveniente efectuar algunas entrevistas personales, para conocer las opiniones de ustedes con respecto a ese asunto. Me dirigí en primer lugar a usted, por razones obvias.
Ella asintió.
—Un tal señor Walsh habló conmigo el otro día. Trabaja para el senador Brockden.
—¿Ah, sí? Nunca intervengo en las cosas de quienes me contratan, a menos que me lo pidan. Sin embargo, el senador Brockden está en mi lista, junto con un señor David Fentris.
—¿Se enteró de lo ocurrido a Manny Burns?
—Sí. Es lamentable.
—Eso es, en apariencia, lo que puso a Jesse en movimiento. ¿Cómo podría explicarle? En estos momentos se aferra a la vida y trata de hacer muchas cosas importantes en el tiempo que le queda. Cada momento le es precioso. Siente que el fantasma de la hoz le pisa los talones. Y precisamente ahora vuelve esa nave, y uno de nosotros es asesinado. Por lo que sabemos del Verdugo, por las últimas noticias que tuvimos de él, se ha vuelto irracional. Jesse creyó ver una conexión entre ambas cosas, y en su condición actual, su temor es muy comprensible. No se pierde nada con seguirle la corriente, si eso le permite seguir adelante con su trabajo.
—¿Pero usted no considera que haya amenaza en esto?
—No. Fui la última persona que manejó los monitores del Verdugo antes que cesaran las comunicaciones, y comprendí enseguida lo que ocurrió entonces. Lo primero que aprendió fue la organización de percepciones y de actividades motoras. Ya se le habían transferido muchísimos otros esquemas de la mente de sus operadores, pero eran demasiado complicados como para representar gran cosa en un principio. Comparémoslo con un niño que ha aprendido de memoria el discurso de Gettysburg. Está allí, en su cerebro, y eso es todo. Sin embargo, un día puede resultarle importante; tal vez le inspire un curso de acción. Pero requiere cierta maduración, por supuesto. Ahora imagine a ese niño, con múltiples esquemas conflictivos (actitudes, tendencias, recuerdos), ninguno de los cuales es muy perturbador durante la niñez. Pero agregue un poco de madurez…, sin olvidar que los esquemas se originaron en cuatro individuos diferentes, cada uno de los cuales era más poderoso que las palabras de cualquier discurso, por maravilloso que fuera, pues llevan en sí sentimientos inseparables. Trate de imaginar los conflictos, las contradicciones implicadas en el hecho de ser a un tiempo cuatro personas…
—¿Y cómo no lo previeron? —pregunté.
—¡Ah! —respondió, sonriendo—. Al principio no se supo apreciar toda la sensibilidad del cerebro de neuristores. Se creyó que los operadores agregaban datos en forma lineal, hasta que se llegara a una masa crítica, correspondiente a la construcción de una imagen del mundo que serviría a la mente del Verdugo como punto de partida. Y así pareció ser.
»Sin embargo, se produjo un fenómeno de impresión. Se le transmitieron características secundarias existentes en el cerebro de los operadores, que ninguna relación guardaban con las situaciones didácticas. Estas no entraron en funcionamiento de inmediato, y por eso no se las detectó. Permanecieron en estado latente hasta que su mente se desarrolló lo bastante como para comprenderlas. Y entonces ya fue demasiado tarde. Adquirió súbitamente cuatro personalidades adicionales, y fue incapaz de coordinarlas. Cuando trató de compartimentarlas, se tornó esquizoide; cuando trató de integrarlas, cayó en la catatonía. Hacia el final, alternaba entre ambas opciones. De pronto dejó de transmitir. Creo que sufrió el equivalente de un ataque epiléptico. En efecto, si se produjeron fuertes corrientes a través de ese material magnético, es muy probable que su mente haya sido vaciada, lo que puede compararse con la muerte o la estupidez absoluta.
—Entiendo —dije—. Ahora bien, puestos a suponer, se me ocurren dos posibilidades: una buena integración de todo ese material, o una esquizofrenia viable. ¿Cuál sería la conducta del Verdugo, en su opinión, en cualquiera de esos casos?
—Veamos. Como acabo de decirle, creo que había en juego limitaciones físicas que le impedirían retener las estructuras de personalidad múltiple durante mucho tiempo. Sin embargo, en ese caso habría proseguido con la suya, agregando réplicas correspondientes a las de sus cuatro operadores, al menos por cierto período. Esa situación diferiría radicalmente de la conducta seguida por un esquizoide humano de esa clase, pues las personalidades adicionales serían imágenes válidas de identidades reales, y no complejos autogenerados que hubieran alcanzado la autonomía. Podrían continuar evolucionando, podrían degenerarse, entrar en conflicto hasta llegar a la destrucción o a la modificación notable de una o todas ellas. En otras palabras, no es posible efectuar predicción alguna en cuanto a la naturaleza de los resultados.
—¿Puedo aventurar una?
—Adelante.
—Tras un período de considerable ansiedad, las domina. Se afirma en su propio ser. Derrota al cuarteto de demonios que lo han estado desgarrando, y en el proceso adquiere un odio arrasador por los individuos responsables de ese torbellino. Para liberarse completamente, para vengarse, para lograr su catarsis definitiva, resuelve buscarlos y destruirlos.
Ella sonrió:
—Prescinde usted de la «esquizofrenia viable» que sugirió anteriormente; ahora considera que el Verdugo logró superar todo eso y se convirtió en un ente completamente autónomo. Esa es una situación diferente.
—Está bien, acepto la acusación. Pero ¿qué me dice de esa teoría?
—Usted sugiere que, si logró superarlo, nos odia. Eso me suena como un deshonesto intento de invocar el espíritu de Sigmund Freud: Edipo y Electra en un solo ser, dispuesto a destruir a todos sus progenitores: los causantes de cada una de sus tensiones, ansiedades y malestares, impresos a fuego en su impresionable psiquis a una edad tierna e indefensa. Ni siquiera Freud sugirió un nombre para eso. ¿Cómo habría que llamarle?
—¿Complejo de Hermacis? —propuse.
—¿Hermacis?
—El Hermafrodita se unió en un solo cuerpo con la ninfa Salmacis; estoy haciendo otro tanto con sus nombres. En ese caso, ese ente habría tenido cuatro progenitores contra los cuales reaccionar.
—Muy agudo —observó ella, volviendo a sonreír—. Aunque las artes liberales no sirvieron de nada, siempre proporcionarían metáforas para el pensamiento que desplazan. Sin embargo, ésta carece de garantías y es demasiado antropomórfica. Usted quería saber mi opinión. Muy bien. Si el Verdugo superó todo eso, sólo pudo haber sido gracias a las diferencias existentes entre el cerebro a neuristores y el cerebro humano. Según mi experiencia profesional, ningún ser humano puede pasar por una situación similar sin perder las posibilidades de llegar a la estabilidad. Si el verdugo lo consiguió, debió resolver todas las contradicciones y conflictos, dominar y comprender la situación tan ampliamente que, en mi opinión, la personalidad resultante no podría abrigar esa clase de odio. El temor, la incertidumbre, todo lo que alimenta el odio habría sido analizado, digerido, convertido en algo más útil. Tal vez sintiera disgusto, y probablemente se viera obligado a un acto de independencia, de autoafirmación. Esa es una de las razones por las que pudo haber devuelto la nave.
—En ese caso, usted opina que, si el Verdugo existe en la actualidad como individuo pensante, esa es la única actitud posible hacia sus antiguos operadores: no querría saber nada más de ustedes.
—Correcto. Lo siento por su complejo de Hermacis, pero en este caso debemos observar el cerebro y no la psiquis. Así, podemos considerar dos posibilidades: o fue destruido por la esquizofrenia, o llegó a una buena solución de su problema, lo que excluiría la venganza. En cualquiera de los dos casos, no hay por qué preocuparse.
¿Habría alguna forma de expresarlo con tacto? No la encontré.
—Todo eso está muy bien —dije—, pero dejando a un lado lo puramente psicológico y lo puramente físico, ¿podría existir alguna razón especial para que intentara matarlos? Es decir un motivo simple, al estilo antiguo, basado más en hechos que en el funcionamiento de su aparato pensante.
Su expresión me fue inescrutable, pero no podía esperar otra cosa, teniendo en cuenta su profesión.
—¿Qué hechos? —preguntó.
—No tengo idea. Por eso preguntaba.
—Temo que yo tampoco —respondió, meneando la cabeza.
—En ese caso, me doy por satisfecho. No se me ocurre otra cosa que preguntarle.
Ella asintió, comentando:
—Tampoco a mí se me ocurre otra cosa que decirle.
Terminé mi café y deposité la taza en la bandeja.
—Gracias —dije—. Por el café y por el tiempo que me ha dedicado. Me ha sido de gran ayuda.
Los dos nos levantamos.
—¿Qué hará usted ahora? —preguntó.
—Aún no lo sé. Quiero presentar el mejor informe que me sea posible. ¿Tiene alguna sugerencia que hacerme?
—Sólo que no queda nada por averiguar, que no hay otra posibilidad sino la que le he manifestado.
—¿No cree que David Fentris pueda proporcionarme otro punto de vista?
Ella bufó despectivamente, y acabó suspirando.
—No —dijo—, no creo que pueda decirle nada de utilidad.
—¿A qué se refiere? Por el modo en que lo dice…
—Ya lo sé. No era mi intención. Hay quienes encuentran consuelo en la religión. Otros… Ya sabe usted, otros la adoptan mucho después, pero con creces. No la emplean como es debido. Altera todos sus pensamientos.
—¿Fanatismo? —pregunté.
—No exactamente. Más bien, celo mal entendido. Algo de masoquismo. ¡Demonios! Hago mal en diagnosticar a la distancia y en influenciar su opinión. Olvide lo que he dicho. Fórmese su propia opinión cuando lo conozca.
Y levantó la cabeza para apreciar mi reacción.
—Bueno —observé—, no sé si iré a visitarlo. Pero usted ha despertado mi curiosidad. ¿Qué influencia puede tener la religión sobre la ingeniería?
—Cuando Jesse nos comunicó las noticias sobre el retorno del vehículo, hablé con Dave. En ese momento, me dio la impresión que él consideraba una intromisión en los dominios del Todopoderoso ese intento nuestro de crear una inteligencia artificial. Que nuestra creación se hubiese vuelto loca le pareció apropiado, puesto que era la obra del hombre imperfecto. Quizá le parecería justo que hubiese venido a vengarse, como señal de condena divina.
—¡Oh!
Ella sonrió, y yo hice otro tanto.
—Sí —prosiguió—, pero tal vez ese día lo encontré de malhumor. ¿No convendría que usted mismo fuera a verlo?
Algo me sugirió que sería mejor negarlo. Había una gran diferencia entre esa imagen de él, mis recuerdos y los comentarios de Don; según este último, Dave habría afirmado conocer ese cerebro y no preocuparse en absoluto. En todo eso se ocultaba algo que valía la pena averiguar, pero sin demostrar que me interesaba. Por eso dije:
—Creo que por el momento es suficiente. Se me pidió cubrir el lado psicológico del asunto, no el mecánico ni el teológico. Usted ha sido una gran ayuda. Se lo agradezco nuevamente.
Ella me acompañó hasta la puerta, sin dejar de sonreír.
—Si no fuera demasiado problema —dijo, mientras yo salía—, me gustaría saber cómo termina todo esto, o cualquier novedad interesante que se produzca.
—Mi conexión con el caso termina con este informe; voy a escribirlo ahora mismo. De cualquier modo, tal vez necesite cierta realimentación.
—Ya tiene mi número, ¿verdad?
—Creo que sí, pero…
Ya lo tenía, pero volví a anotarlo, a continuación de las respuestas de la señora Gluntz con respecto a los detergentes.
Para variar, efectué unas combinaciones perfectas, moviéndome en una línea de riguroso pensamiento. Me encaminé directamente al aeropuerto, donde estaba por partir un vuelo hacia Memphis; compré mi pasaje y fui el último en subir. No me quedó tiempo para retirar mis cosas del hotel y devolver la llave. No importaba. Aquella buena doctora me había convencido, con ganas o sin ellas, que David Fentris sería el próximo entrevistado. Tenía el fuerte presentimiento que Leila Thackery no me había revelado la historia completa. Habría que correr el riesgo, comprobar por mí mismo si tales cambios eran ciertos, y ver qué relación guardaban con el Verdugo. Por varias razones, ambas cosas parecían vinculadas.
Llegué al atardecer; hacía frío. Encontré transporte casi de inmediato y di la dirección de la oficina ocupada por Dave.
Mientras cruzaba la ciudad me sentí invadido por un presentimiento de tormenta. Una oscura muralla de nubes seguía formándose en el oeste. Al detenerme frente al edificio donde trabajaba Dave, las primeras gotas de lluvia cayeron sobre el sucio frente de ladrillos. Haría falta mucho más para lavarlos, al igual que los otros del vecindario. Dave no había progresado tanto como podía esperarse. Me sacudí las gotas de humedad y entré.
Encontré los datos en el tablero, subí en el ascensor y hallé el camino hasta su puerta. Llamé. Un rato después insistí y volví a esperar. Nada. Probé el picaporte; la puerta estaba abierta y pasé.
Me encontré en un pequeño cuarto de espera, alfombrado en verde, vacío. El escritorio de la recepcionista estaba lleno de polvo. Me dirigí hacia el panel divisorio de material plástico, y eché un vistazo detrás.
El hombre estaba sentado de espaldas a mí. Hice sonar los nudillos contra el mamparo, y él se volvió.
—¿Sí?
Nuestros ojos se encontraron. Los suyos seguían enmarcados en carey, y tan activos como antes; las lentes eran más gruesas; los cabellos, más escasos, y las mejillas se habían ahuecado un poco. Su interrogante quedó flotando en el aire, sin señalar que me hubiese reconocido. Ante sí tenía una serie de esquemas. Al lado, en otra mesa, había un canasto desproporcionado, hecho de metal, cuarzo, porcelana y vidrio.
—Me llamo Donne, John Donne —dije—. Busco al señor David Fentris.
—Soy yo.
—Encantado de conocerle —dije, acercándome a él—. Estoy colaborando en una investigación sobre cierto proyecto con el que usted estuvo vinculado…
Sonrió, estrechándome la mano y asintiendo:
—El Verdugo, por supuesto. Mucho gusto en conocerlo, señor Donne.
—Sí, el Verdugo —confirmé—. Estoy preparando un informe…
—… Y quiere saber si en mi opinión es peligroso. Siéntese.
Indicó una silla situada en la otra punta de su banco de trabajo, y me ofreció:
—¿Una taza de té?
—No, gracias.
—Voy a preparar para mí.
—En ese caso…
Se dirigió hacia otra mesa, aclarando:
—No tengo crema, lo siento.
—No importa. ¿Cómo supo que se trataba del Verdugo?
Sonrió ampliamente y me alcanzó una taza.
—Porque ha regresado —explicó—, y es el único proyecto, entre los que he ayudado a realizar, que despierta interés.
—¿Tendría inconveniente en que habláramos sobre él?
—Ninguno, hasta cierto punto.
—¿Qué punto?
—Cuando nos aproximemos a él se lo haré saber.
—Me parece bien. ¿Es peligroso?
—Yo diría que es inofensivo —replicó—, excepto para tres personas.
—¿Cuatro, hasta hace poco?
—Así es.
—¿Por qué?
—Hicimos algo que no era de nuestra incumbencia.
—¿O sea?
—Para empezar, intentamos crear una inteligencia artificial.
—¿Y por qué no era de su incumbencia?
—Con un nombre como el suyo, esa pregunta está de más.
Solté una risita entre dientes.
—Si yo fuera sacerdote —dije—, le haría notar que nada en la Biblia se opone…, a menos que hayan idolatrado a ese ser.
Meneó la cabeza.
—No es tan simple, tan obvio, ni tan explícito. Los tiempos han cambiado desde que se escribió el Libro de los Libros, y en esta época compleja no se puede mantener un criterio puramente fundamentalista. Yo me refería a algo más abstracto; a una forma de orgullo, no muy diferente de la clásica arrogancia: considerarse en un pie de igualdad con el Creador.
—¿Usted sentía ese… orgullo?
—Sí.
—¿No sería simple entusiasmo ante un proyecto ambicioso que estaba dando buenos resultados?
—Oh, había mucho de eso. Manifestaciones de la misma cosa.
—Me parece recordar que hemos sido hechos a imagen y semejanza de Dios, y también recuerdo algo sobre la necesidad de hacerse digno de ello. Parecía consecuencia lógica ejercitar las propias capacidades siguiendo su mismo estilo, como si fuera un acto de sumisión al ideal divino. ¿No le parece?
—No me parece. El hombre no puede crear. Sólo puede reordenar lo que ya está presente. Sólo Dios puede crear.
—En ese caso, usted no tiene por qué preocuparse.
Arrugó el ceño. Después dijo:
—No. Tener conciencia de ello e intentarlo igual; a eso nos lleva la arrogancia.
—¿Así pensaba usted cuando lo hizo? ¿O fue después?
—Ya no estoy seguro —respondió, con el ceño fruncido aún.
—En ese caso, se me ocurre que un Dios piadoso se inclinaría a concederle el beneficio de la duda.
—No está mal, John Donne —me dijo, con una sonrisa irónica—. Sin embargo, presiento que la sentencia ha sido pronunciada, y que hemos perdido cuatro a cero.
—¿Eso significa que, para usted, el Verdugo es un ángel vengador?
—A veces lo veo así. Más o menos. Se me ocurre que ha venido a aplicar un castigo.
—Esto se lo pregunto por simple curiosidad: supongamos que el Verdugo pudiera disponer de las herramientas necesarias y construyera otra unidad semejante a sí mismo. ¿Le consideraría usted culpable del mismo pecado que le preocupa?
Dave meneó la cabeza.
—No se ponga jesuítico, Donne. No va conmigo; no quiero apartarme de lo fundamental. Además, estoy dispuesto a admitir que estoy equivocado, que tal vez haya otras fuerzas dirigidas hacia el mismo fin.
—¿Por ejemplo?
—Le dije que le haría saber cuándo llegábamos a cierto punto. Este es.
—De acuerdo —dije—. Pero eso me deja indiferente, ¿se da cuenta? La gente que me contrató quiere protegerles a ustedes. Quieren detener al Verdugo. Yo confiaba en que usted me diría algo más, si no por su propio bien, al menos en bien de los otros. Tal vez no compartan sus opiniones filosóficas, y usted acaba de admitir, por otra parte, que puede estar equivocado. Además, la desesperación también es considerada como pecado por muchos teólogos.
Con un suspiro, se frotó la nariz, tal como solía hacerlo en los viejos tiempos.
—Y usted, ¿a qué se dedica? —me preguntó.
—¿Yo? Soy escritor, especializado en temas científicos. Estoy escribiendo un informe sobre ese artefacto para la agencia que quiere protegerles. Cuanto mejor sea mi informe, más posibilidades de eficacia tendrá la agencia.
Guardó silencio por un rato. Finalmente dijo:
—Leo mucho sobre esos temas, pero no recuerdo haber visto su nombre.
—La mayor parte de mi obra está dedicada a la petroquímica y a la biología marina —expliqué.
—¡Oh! En ese caso, es raro que lo hayan escogido a usted, ¿no?
—No tanto. Yo estaba desocupado, y el jefe me conoce.
Su mirada se dirigió al otro extremo del cuarto, donde varias cajas de cartón ocultaban en parte algo que reconocí como una terminal de acceso remoto. Bien. Si en ese momento decidía verificar mis credenciales, John Donne caería en pedazos. Sin embargo, no parecía lógico que ahora sintiera curiosidad, después de compartir conmigo su complejo de culpa. Él también debió pensar lo mismo, pues no volvió a mirar hacia allí.
—Permítame explicarlo de este modo —dijo, y un dejo del antiguo David Fentris, en sus mejores tiempos, tomó ímpetu en su voz—. Cualquiera que sea la causa, creo que el Verdugo quiere destruir a sus antiguos operadores. Si es la voluntad del Todopoderoso, nada tengo que decir. Tendrá éxito. Pero si no, no necesito la protección de extraños. Me he arrepentido, y es cosa mía manejar lo que queda del asunto. Yo, personalmente, detendré al Verdugo. Aquí mismo, antes que nadie más resulte perjudicado.
—¿Cómo? —pregunté.
Él señaló el casco reluciente con un movimiento de cabeza, diciendo:
—Con eso.
—¿Cómo?
—Los circuitos de teleoperación del Verdugo están todavía intactos. Tiene que ser así, pues forman parte integral de él. No podría desconectarlos sin ponerse a sí mismo fuera de funcionamiento. Esta unidad se activará ante su proximidad, en cuanto esté a quinientos metros de aquí. Emitirá un zumbido agudo, y en esta malla situada en el borde superior comenzará a parpadear una luz. Entonces me pondré el casco y tomaré control del Verdugo. Lo traeré hasta aquí y desconectaré su cerebro.
—¿Y cómo efectuará la desconexión?
Tomó los esquemas que estaba mirando antes que yo entrara.
—Vea. Hay que retirar la cubierta torácica. Allí hay cuatro subunidades que deben ser retiradas: ésta, ésta, ésta y ésta.
Cuando levantó la vista, observé:
—Pero hay que hacerlo en el orden debido, porque de lo contrario alcanzarían una temperatura muy alta. Esta primero, después éstas dos, y por último la otra.
Al levantar los ojos me encontré con la fija mirada de sus ojos grises.
—¿No era usted especialista en petroquímica y biología marina? —preguntó.
—En realidad, no soy especialista en nada —expliqué—. Soy escritor técnico, y sé un poco de cada cosa. Además, cuando acepté este trabajo eché una mirada a todos estos diseños.
—¡Ajá!
—¿Por qué no informó de esto a la agencia espacial? —pregunté, tratando de cambiar el tema—. El equipo de teleoperación original tenía tanto alcance…
—Lo desarmaron hace tiempo. Pensé que usted trabajaba para el gobierno.
—No, disculpe —dije—. No era mi intención confundirlo. Actúo bajo contrato por una organización de investigaciones privadas.
—¡Ajá! Entonces, Jesse está detrás de todo esto. No es que me importe. Puede decirle de un modo u otro que todo está bajo control.
—¿Y si usted se equivocara con respecto a lo sobrenatural, pero no en el otro aspecto? —sugerí—. Suponga que viene por motivos que usted no reconoce como justos, pero que no es usted el siguiente en la lista. Suponga que ataca a uno de los otros y no a usted. Si tanto siente usted la culpa y el pecado, ¿no cree que usted sería responsable por esa muerte, que pudo evitar, probablemente, revelándome algo más? Si lo que le preocupa es el secreto…
—No —dijo—. Esa trampa no funcionará. No puede aplicar mis principios a una situación hipotética, para que las cosas resulten según su conveniencia. No, porque estoy seguro que no será así. Cualquiera que sea el propósito que mueve al Verdugo, yo seré el próximo. Si no puedo detenerlo, nada lo detendrá hasta que haya completado su labor.
—¿Cómo sabe que usted será el siguiente?
—Eche una mirada a este mapa —indicó—. Aterrizó en el Golfo. Manny estaba allí, en Nueva Orleans, y fue el primero, por supuesto. El Verdugo puede avanzar bajo el agua como un torpedeo dirigible; por lo tanto, el Mississippi será la ruta lógica, donde viajará sin que lo detengan. Río arriba estoy yo, en Memphis. Después, Leila, en Saint Louis. Después se dirigirá a Washington.
El senador Brockden estaba en Wisconsin; el Verdugo tendría menos problemas aún. Todos ellos estaban en sitios bastante accesibles, si el artefacto optaba por viajar por el río.
—¿Pero cómo sabrá dónde encontrar a cada uno de ustedes? —pregunté.
—Buena pregunta. En otros tiempos percibía nuestras ondas cerebrales, dentro de ciertos límites, pues las conocía a fondo y era capaz de recogerlas. No sé cuál será ahora la distancia mínima a la que puede hacerlo. Tal vez haya construido un amplificador para extender el área de percepción. Pero, para ser más prosaico, creo que bastaría con consultar a la Central Telefónica de Informaciones. Hay cabinas en cualquier parte, hasta en la costa. Pudo haber entrado a una de ellas por la noche y emplear alguna treta. No carece de informaciones en cuanto a identificación, ni de habilidad técnica.
—En ese caso, se me ocurre que lo mejor para ustedes tres sería alejarse del río hasta que este asunto estuviera terminado. Este artefacto no podría recorrer los campos a pie sin que lo detectaran enseguida.
—Encontraría algún modo —respondió él, meneando la cabeza—. Está lleno de recursos. Por la noche, enfundado en un abrigo y un sombrero, podría pasar. No tiene ninguna de las necesidades humanas. Durante el día, podría cavar un pozo y enterrarse, para correr sin descanso durante toda la noche. No hay sitio al que no pudiera llegar en muy poco tiempo. No, debo esperarlo aquí.
—Permítame expresar todo esto tan claramente como pueda —dije—. Si usted está en lo cierto, si es un Vengador Divino, me parece que sería una blasfemia tratar de detenerlo. Por otra parte, si no lo es, creo que usted es culpable de poner en peligro a los otros, pues oculta información que nos permitiría proporcionarles mucha mayor protección de la que usted puede brindarles.
Echó a reír.
—Tendré que aprender a sobrellevar esa culpa también, así como ellos han sobrellevado bien la suya. Una vez que yo haya hecho lo que esté a mi alcance, merecen cuanto les toque sufrir.
—Entiendo que ni siquiera Dios juzga a los hombres antes que hayan muerto. Ahí tiene otra muestra de altanería para agregar a su colección.
Dejó de reír y me contempló con detenimiento.
—Hay algo que me es familiar en su modo de hablar y de pensar —dijo—. ¿No nos conocemos de antes?
—No lo creo. Lo recordaría.
—Esa forma suya de perturbar las ideas del prójimo… Me suena conocida. Usted me inquieta, señor.
—Esa es mi intención.
—¿Está alojado aquí, en la ciudad?
—No.
—Deme un número donde pueda localizarlo, ¿quiere? Si se me ocurre alguna otra idea sobre este asunto, lo llamaré.
—Si piensa tenerlas, me gustaría que fuera ahora.
—No, quiero pensar un poco. ¿Dónde podré localizarlo después?
Le di el nombre del motel en donde todavía estaba registrado, en Saint Louis. Llamaría para saber si tenían mensajes.
—Está bien —dijo él, y se dirigió hacia el mamparo que separaba ese cuarto de la recepción, para esperarme allí.
Me levanté, y juntos cruzamos toda la oficina. En la puerta me detuve por un instante.
—Otra cosa —dije.
—¿Sí?
—Si llega a presentarse y usted lo detiene, ¿me avisará?
—Sí, lo haré.
—Gracias. Y buena suerte.
En un impulso, le tendí la mano; él la tomó con una vaga sonrisa.
—Gracias, señor Donne.
«¿Y ahora?», me dije.
No había logrado sonsacar a Dave, y Leila Thackery no me había dado todos los detalles. No tenía sentido llamar a Don, mientras no tuviera más para contarle.
Estudié el panorama camino al aeropuerto. Las horas previas a la cena parecen siempre las más adecuadas para las entrevistas oficiales, así como la noche está hecha para el trabajo sucio. Demasiado psicológico, pero igualmente cierto. Me gustaba la idea de perder el resto del día, siempre que hubiese algo para hacer antes de llamar a Don. Investigando los datos que me proporcionara, descubrí que había algo.
Manny Burns tenía un hermano, Phil. Me pregunté si valdría la pena hablar con él. Podría ir hasta Nueva Orleans a una hora bastante respetable, escuchar lo que quisiera decirme, llamar a Don por si se habían producido nuevos hechos, y decidir después si podía averiguarse algo con respecto a la nave espacial.
El cielo estaba gris, y amenazaba lluvia. Me asaltaron ganas de volar por ese espacio, y decidí hacerlo. Por el momento, no había nada mejor que hacer.
Ya en el aeropuerto, conseguí pasaje a tiempo para efectuar otra combinación.
Mientras corría para alcanzar el avión, vi al pasar un rostro algo familiar en la escalera mecánica. Ambos tuvimos el mismo gesto reflejo, inevitable en tales ocasiones: los dos miramos hacia atrás alzando una ceja, con expresión de sorpresa y curiosidad. Desapareció antes que lograra reconocerle. En una sociedad móvil, caracterizada por las grandes multitudes, el rostro familiar es un fenómeno común. A veces pienso que eso es todo lo que restará finalmente de nosotros: tipos de facciones, algunos un poco más persistentes que los otros, impresos en el fluir de los cuerpos. Thomas Wolfe, perdido en una metrópolis después de haberse criado en una ciudad pequeña, debió sentir lo mismo hace mucho tiempo, cuando acuñó el término «enjambre humano». Aquel hombre podía ser alguien a quien yo conociera circunstancialmente, o simplemente alguien parecido a alguien; ya me había ocurrido muchas veces.
Mientras volaba por los hostiles cielos de Memphis, medité sobre viejas cavilaciones con respecto a la inteligencia artificial, o IA, tal como lo habrían rotulado los especialistas en cajas pensantes. Cuando se hablaba de computadoras, la idea de IA parecía siempre mucho más difícil de lo necesario, en parte debido a la semántica. La palabra «inteligencia» tiene toda clase de asociaciones implicadas, ajenas a lo físico. Supongo que es una consecuencia de las primeras discusiones y conjeturas referidas a ella, las cuales sugerían que la inteligencia estaba siempre presente en potencia en la composición de ciertos artefactos, y que sólo hacía falta hallar los procedimientos correctos, los programas adecuados, para invocarla. Si uno miraba las cosas desde ese punto de vista, como muchos lo hacían, se daba curso a un incómodo déjà vu: a saber, el vitalismo. Las batallas filosóficas del siglo XIX no estaban tan superadas como para yacer en el olvido. Según cierta doctrina, la vida tiene su origen y su sostén en un principio vital distinto de las fuerzas físicas y químicas, y se sostiene y desarrolla por sí misma; había presentado bastante batalla hasta que Darwin y sus seguidores consiguieron triunfo tras triunfo para el punto de vista mecanicista. Pero el vitalismo había vuelto al ruedo al surgir las discusiones sobre la IA, a mediados del siglo pasado. Dave parecía haber sido una de sus víctimas: creía haber ayudado a fabricar un vehículo profano, a llenarlo con algo que sólo estaba destinado a aquellas cosas que habían aparecido en escena en el primer capítulo del Génesis.
Sin embargo, en el caso de las computadoras, el problema no era tan grave como el del Verdugo: siempre se podía argumentar que, por muy elaborado que fuera el programa, era básicamente una extensión de la voluntad del programador; por otra parte, las operaciones de las máquinas causales representan simples funciones de la inteligencia, y no una inteligencia verdadera respaldada por la voluntad propia. Y siempre estaba Gödel para tender un cordón sanitario teórico, con su demostración de la proposición verdadera pero mecánicamente indemostrable.
Con el Verdugo, la cosa era muy diferente. Se lo había diseñado a imitación de un cerebro humano; se lo había educado, al menos en parte, a la manera humana; y para enturbiar más el tema con respecto a cualquier posible vitalismo, había estado en contacto directo con mentes humanas, de las cuales podía haber adquirido cualquier cosa, incluyendo la chispa que lo envió rumbo a cualquier individualidad que hubiese hallado. ¿En qué lo convertía aquello? ¿En su propia criatura? ¿En un espejo quebrado, en el que se reflejaba una humanidad quebrada también? ¿En ambas cosas? ¿En ninguna de las dos? Por mi parte, no podía decirlo, pero me pregunté hasta qué punto su individualidad era auténticamente suya. Sin duda, había adquirido muchas habilidades, pero ¿era capaz de experimentar verdaderos sentimientos? ¿De sentir algo similar al amor? De lo contrario, no era más que una colección de complejas habilidades, desprovista de todas las asociaciones apartadas de lo físico, que convertían el asunto de la IA en un tema tan espinoso. Pero si fuese capaz de algo similar al amor, y poniéndome en el lugar de Dave, no me habría sentido culpable por haber colaborado en su creación. Me sentiría orgulloso, aunque no con el orgullo que a él le preocupaba, y también sentiría humildad. Sin embargo, para ser sincero, no sé si me sentiría inteligente, pues aún no sé qué diablos es la inteligencia.
Cuando aterrizamos, el cielo crepuscular estaba claro. Llegué a la ciudad antes que el sol se ocultara por completo, y en poco tiempo estuve junto al umbral de Philip Burns.
A mi llamada, respondió una niña de unos siete u ocho años. Me miró fijamente, con sus grandes ojos pardos, sin decir una palabra.
—Quisiera hablar con el señor Burns —dije.
Se volvió, desapareciendo, y unos momentos después apareció en el vestíbulo un hombre corpulento, en pantalones y camiseta, muy calvo y de cutis rojizo. Traía un diario plegado en la mano izquierda.
—¿Qué quiere? —preguntó, mirándome de reojo.
—Es acerca de su hermano —expliqué.
—¿Sí?
—Bueno, ¿no podríamos entrar? Es un poco difícil de explicar.
Abrió la puerta un poco más, pero en vez de hacerme pasar salió al pasillo.
—Dígame lo que sea aquí —dijo.
—Bien, trataré de ser breve. Quisiera saber si alguna vez le habló de cierto artefacto en el que trabajó en otro tiempo, llamado el Verdugo.
—¿Es de la policía?
—No.
—¿Qué interés tiene en esto?
—Trabajo para una agencia de investigaciones privadas, y estoy siguiendo la pista de ese artefacto vinculado con el proyecto. En apariencia, ha aparecido por esta zona, y podría ser peligroso.
—¿Tiene usted algún documento de identidad?
—No, no tengo.
—¿Cómo se llama?
—John Donne.
—¿Y usted cree que mi hermano tenía equipos robados cuando murió? Oiga, permítame decirle que…
—No, robado no. Tampoco creo que lo tuviera.
—¿Entonces?
—Era un…, bueno, una especie de robot. Manny recibió cierto entrenamiento especial, y quizá tuviera una forma de detectarlo. Tal vez lo haya atraído. Sólo quiero averiguar si alguna vez dijo algo al respecto, pues estamos tratando de localizarlo.
—Mi hermano era un respetable hombre de negocios, y no me gustan esas acusaciones. Menos todavía después de su funeral. Me parece que voy a llamar a la policía para que le haga unas preguntas.
—Un momento. ¿Y si le dijera que ese artefacto pudo matar a su hermano? Tengo razones para creerlo así.
El rosado de su piel se convirtió en rojo intenso; en las mandíbulas se le formaron súbitos cordones de músculos. Yo no estaba preparado para escuchar el torrente de insultos que siguió a aquello. Por un momento creí que me atacaría a golpes.
—Un momento —dije, cuando se interrumpió para tomar aliento—. ¿En qué le he molestado?
—¿Se está burlando de los muertos o es más estúpido de lo que parece?
—Digamos que soy estúpido. Pero explíqueme por qué.
Dio un manotazo al diario que traía, lo dobló en otro sentido, buscó un artículo determinado y me lo arrojó:
—¡Porque acaban de encontrar al que lo hizo, por eso! —exclamó.
Lo leí. Simple, conciso, escueto. La última noticia del día: un sospechoso había confesado, y surgían nuevas pruebas en concordancia con su declaración. El hombre estaba bajo custodia. Un ladrón sorprendido que perdió la cabeza y golpeó brutalmente, con demasiada fuerza. Volví a leerlo antes de entregar el diario a su dueño.
—Vea, lo siento —dije—. No tenía noticias de esto.
—Salga de aquí —dijo—. Váyase.
—Enseguida.
—Un momento.
—¿Qué?
—La niñita que atendió la puerta era su hija —dijo.
—Lo siento muchísimo.
—También yo. Pero sé que el papá no le robó a usted ese maldito equipo.
Tras hacerle una inclinación de cabeza, me marché. La puerta se cerró violentamente a mis espaldas.
Después de cenar, me inscribí en un pequeño hotel, pedí un trago y me metí bajo la ducha.
De pronto, las cosas eran mucho menos urgentes que antes. Sin lugar a dudas, el senador Brockden se mostraría muy complacido al saber que su idea inicial era errada. Cuando llamara a Leila Thackery para darle la noticia, me dedicaría una de esas sonrisas que dicen a las claras «yo se lo dije»; y ahora me sentía obligado a llamarla. Puesto que la amenaza había perdido peligro, Don podía querer o no que siguiera buscando al Verdugo; eso dependía de lo que el senador Brockden sintiera al respecto. Si la urgencia ya no era tanta, tal vez Don prefiriera entregar el caso a uno de sus propios agentes, menos onerosos. Mientras me secaba con la toalla, descubrí que estaba silbando. Me sentía casi de vacaciones.
Más tarde, con una copa delante, me detuve cuando iba a llamar al número que Don me había dado y marqué, en cambio, el de mi hotel en Saint Louis. Era sólo cuestión de eficiencia, por si había algún mensaje que valiera la pena agregar a mi informe.
En la pantalla apareció un rostro de mujer, y en su rostro una sonrisa. ¿Sonreiría de ese modo cada vez que sonaba un timbre, o ese reflejo acabaría por extinguirse después de jubilarse? Debe ser feo; uno no está en libertad de mascar goma, bostezar o hurgarse la nariz.
—Alojamiento del Aeropuerto —dijo—. ¿En qué puedo servirle?
—Aquí Donne. Ocupo el cuarto 106 —dije—. En este momento estoy fuera de la ciudad, y querría saber si hay algún mensaje para mí.
—Un momento —dijo, consultando algo que tenía a la izquierda.
Tomó una hoja de papel y continuó:
—Sí, hay un mensaje grabado, pero es algo extraño. Es para otra persona, a cargo de usted.
—Oh, ¿para quién es?
Me lo dijo, y tuve que apelar al control sobre mí mismo.
—Ah, sí —dije después—, más tarde iremos juntos y se lo haré transmitir. Gracias.
Volvió a sonreír, hizo un ruido de despedida, y ambos cortamos la conexión.
Indudablemente, Dave me había reconocido, a pesar de todo. ¿Quién otro podía saber mi número y mi verdadero nombre? Podría haber hecho que la muchacha me transmitiera la cinta grabada, pero no podía asegurar que aquello no despertara su curiosidad, especialmente si estaba muy aburrida en esos momentos. Tendría que llegar hasta allí lo antes posible, y verificar que borraran ese mensaje.
Vacié mi vaso de un trago y busqué el número de Dave; eran dos. Perdí quince minutos tratando de comunicarme con él. No tuve suerte.
De acuerdo. Adiós a Nueva Orleans; se había terminado mi tranquilidad. Llamé al aeropuerto para reservar vuelo. Terminé la bebida, me arreglé, reuní mis pocas posesiones, y bajé para liquidar mi reserva. Hola, Central…
Durante los primeros vuelos efectuados ese día, yo había pensado mucho en las ideas de Teilhard de Chardin sobre la evolución constante en el campo de los artefactos; las había comparado con las de Gödel sobre la imposibilidad mecánica de decidir, jugando epistemológicamente con el Verdugo como adversario, intrigado, especulador, esperanzado; esperanzado en que la verdad estuviera de parte del más noble: que el Verdugo, ente sensible, hubiese regresado completamente sano, que el asesinato de Burns fuera realmente lo que ahora parecía ser, que el experimento fracasado fuera un triunfo en otro sentido, un vínculo en la cadena de la existencia… Y Leila no había sido del todo pesimista con respecto a la capacidad del cerebro a neuristores para…
Pero ahora tenía mis propios problemas, y ni siquiera el más profundo de los puntos de vista filosóficos puede competir con un dolor de muelas, por ejemplo, si se trata del propio dolor de muelas.
Por lo tanto, el Verdugo quedó a un lado, y mis pensamientos se replegaron sobre mí mismo. Naturalmente, era posible que el Verdugo se hubiera presentado y que Dave lo hubiese detenido; en ese caso, no habría hecho sino llamarme para cumplir con su promesa. Pero había empleado mi verdadero nombre.
No podía trazar muchos planes mientras no conociera ese mensaje. No parecía probable que hombre tan religioso como Dave estuviera contemplando la posibilidad de extorsionarme. Por otra parte, era propenso a los súbitos entusiasmos, y ya había experimentado una insospechada conversión. Era difícil decir… Tanto su preparación técnica como su conocimiento del programa para el Banco Central de Datos lo colocaban en una posición de mucho poder, en el caso que decidiera utilizarme.
No me gustaba recordar algunas de las cosas que me había visto obligado a hacer para proteger mi condición de no existente; y no me gustaba, en particular, recordarlas en relación con Dave, puesto que lo respetaba y le tenía aprecio. Puesto que lo principal era el propio interés, y no había planes posibles, mis pensamientos siguieron una ruta más general.
Hace mucho tiempo, Karl Mannheim observó que los pensadores radicales, revolucionarios y progresistas tienden a emplear metáforas mecánicas para referirse al estado, mientras que los de inclinación conservadora buscan las analogías vegetales. Lo dijo más de una generación antes que los movimientos de la cibernética y de la ecología avanzaran a través del páramo de la conciencia general. En mi opinión, esos dos progresos sirvieron al menos para elaborar la distinción entre dos puntos de vista que, aunque ya no están ligados a las posiciones políticas que Mannheim les asignó, parecen representar un fenómeno constante en mi propio tiempo. Hay quienes consideran los problemas sociales, económicos o ecológicos como desperfectos que pueden corregirse mediante una simple reparación, mediante el reemplazo de alguna pieza o una mejor coordinación; este criterio lineal piensa que las innovaciones son simplemente aditivas. También están los que dudan en hacer cambios, porque tienen conciencia de los efectos secundarios y terciarios de los hechos, en tanto se multiplican y fertilizan entre sí a través de todo el sistema. Por mi parte, no estoy de acuerdo con los extremos. Los cibernetistas tienen circuitos cerrados de realimentación, aunque nunca se sabe bien cómo adivinan qué clase corresponde instalar, cuántos ni cuáles. Y los conductistas ecológicos trazan líneas que representan puntos de retornos disminuyentes, aunque a veces es igualmente difícil descubrir cómo hacen para asignar valores y prioridades.
Naturalmente, cada uno necesita de los demás, los que piensan en términos de vegetales y los que prefieren los juguetes mecánicos. Por lo menos, se controlan mutuamente. Y aunque a veces el equilibrio se quiebra, los juguetistas han estado en la cúpula desde hace unos dos siglos. Sin embargo, los de la actualidad pueden ser tan conservadores, políticamente hablando, como los vegetalistas de los que hablaba Mannheim, y son precisamente ellos los que más temibles me resultan. De ellos provino el proyecto para el banco de datos, en su forma actual; lo consideraron como un remedio sencillo para gran variedad de enfermedades, y dispensador de grandes bienes. Sin embargo, no todas las enfermedades han sido remediadas, y dentro del mismo programa se ha incubado una nueva progenie. Aunque necesitamos ambas especies, desearía, por mi parte, que hubiese existido más gente interesada en cuidar del jardín del estado que en poner a punto la maquinaria estatal cuando el programa fue inaugurado. En ese caso, yo no sería un exiliado que huye de una forma de existencia repugnante, ni me preocuparía que algún antiguo asociado descubriera o no mi nombre.
Mientras contemplaba las luces, allá abajo, me pregunté: ¿Era yo un juguetista, puesto que deseaba alterar el orden imperante para hacerlo más cómodo a mi naturaleza anárquica? ¿O era un vegetalista, soñando que era juguetista? No logré resolverlo. El jardín de la vida nunca parece dispuesto a encerrarse dentro de los límites que los filósofos trazan para su conveniencia. Tal vez con unos pocos tractores se solucionaría el problema.
Oprimí el botón.
La cinta comenzó a rodar. La pantalla permaneció en blanco. Escuché la voz de Dave, que preguntaba por el señor John Donne, del cuarto 106, y la respuesta de la muchacha, informándole que yo no contestaba. Él dijo entonces que deseaba grabar un mensaje, para otra persona y a cargo de Donne, que Donne comprendería. Parecía jadeante. La muchacha preguntó si quería también una grabación visual, y él le pidió que la encendiera. Hubo una pausa. Ella le indicó que podía grabar, pero la pantalla siguió en blanco; tampoco se le oía hablar. Sólo escuché su respiración, y un ligero sonido de raspadura. Diez segundos. Quince…
—… Me atrapó —dijo finalmente, y volvió a mencionar mi nombre—. Quería que supieras… Te reconocí. No fue por ningún gesto en particular, nada que hayas dicho… Sólo por tu estilo…, tu modo de hablar, de pensar… La electrónica, todo… Después esa familiaridad me preocupó más y más… Te busqué en petroquímica…, y en biología marina… ¡Ojalá supiera a qué te has dedicado en todos estos años!… Ya no lo sabré. Pero quería… que supieras… que no me habías engañado.
En los quince segundos siguientes, sólo se oyó su pesada respiración, y alguna tos áspera. Por último, con voz ahogada, agregó:
—Hablé demasiado…, muy rápido…, demasiado pronto… Lo gasté todo…
En ese momento se encendió la pantalla. Estaba agachado ante la cámara, con la cabeza sobre los brazos, cubierto de sangre. Los anteojos habían desaparecido; bizqueaba y parpadeaba mucho sin ellos. Todo el costado derecho de su cabeza parecía machacado; en la mejilla izquierda tenía una herida, y otra en la frente.
—… Entró a hurtadillas…, mientras yo verificaba tus datos —logró pronunciar—. Quería decirte lo que había descubierto. Pero aún no sé… cuál de los dos tenía razón… ¡Ruega por mí!
Los brazos cedieron, y el derecho se deslizó hacia delante… La cabeza rodó hacia la derecha, y la imagen desapareció. Al repetir la transmisión, noté que había golpeado el interruptor con los nudillos.
Entonces borré la cinta. La había grabado apenas una hora después de mi partida. Si no había logrado pedir también ayuda, si nadie lo había atendido con rapidez, sus posibilidades de sobrevivir eran pocas. Y aun así…
Llamé a Don desde un teléfono público, y logré hablar con él después de alguna demora. Le dije entonces que Dave estaba muy grave, cuanto menos, que convenía enviar un equipo médico de Memphis, si es que ya no lo habían hecho; le pedí que volviera a llamarme y me despedí brevemente.
A continuación marqué el número de Leila Thackery. Llamé durante largo rato, pero sin obtener respuesta. ¿Cuánto tardaría un torpedo dirigido en remontar el Mississippi desde Memphis a Saint Louis? No parecía ser un momento adecuado para buscar ese dato entre los detalles técnicos del Verdugo. En cambio, me dediqué a buscar transporte.
Ya en su apartamento, llamé al timbre de la entrada, pero no respondió. Entonces llamé al apartamento de la señora Gluntz; parecía la más cándida entre los tres que había entrevistado para mi falsa investigación de mercado.
—¿Sí?
—Soy yo otra vez, señora Gluntz: Stephen Foster. Tengo un par de preguntas aclaratorias para ese cuestionario que le hice hoy. ¿Puede dedicarme unos momentos?
—Cómo no —dijo—. Suba.
Se oyó el zumbido de la puerta al soltarse la cerradura. Entré, y subí al quinto piso, como era debido, pergeñando unas preguntas por el camino. Para tal ocasión había planeado esa maniobra, mientras esperaba en la recepción, por la mañana; siempre conviene preparar una forma sencilla de entrar, por si la ocasión se presenta. Por lo general no necesito recurrir a ellas, pero muchas veces me han simplificado mucho las cosas.
Cinco minutos y cinco preguntas después, me encontraba nuevamente en el segundo piso, hurgando en la cerradura de Leila con un par de pequeñas piezas metálicas, de ésas que resultan engorrosas cuando alguien nos sorprende con ellas en el bolsillo.
En treinta segundos logré hacerles funcionar y las retiré. Me coloqué unos guantes finos que llevaba enrollados en un rincón del bolsillo, abrí la puerta y entré, cerrando inmediatamente a mis espaldas.
Leila estaba caída en el piso, con el cuello torcido en un ángulo extraño. Una de las lámparas seguía encendida sobre la mesa, aunque estaba tumbada sobre un lado. Varios adornos habían sido barridos de sobre la mesa; había un revistero caído y un almohadón mal puesto en el sofá. El cable del teléfono estaba arrancado.
Me llegó un ruido zumbante, y busqué su origen.
Una lucecita parpadeante se reflejaba contra la pared, encendiéndose, apagándose, encendiéndose…
Me moví deprisa.
Era un cesto desproporcionado, hecho de metal, cuarzo, porcelana y vidrio, que había rodado desde la silla que yo ocupara ese mismo día, más temprano. Lo había visto en la oficina de Dave, poco antes. Un dispositivo para detectar al Verdugo. Y, era de esperarse, para controlarlo.
Lo levanté y me lo puse sobre la cabeza.
Una vez, con ayuda de una telépata, establecí contacto con la mente de un delfín y percibí sus ensoñaciones, en algún lugar del Caribe; fue una experiencia tan conmovedora que su solo recuerdo era ya un consuelo. Aquella sensación era difícilmente similar.
Analogías e impresiones: una cara entrevista a través de un panel de vidrio mojado; un susurro emitido por un borne ruidoso; masajes en el cuero cabelludo con un vibrador eléctrico; El Grito, de Edward Munch; la voz de Yma Sumac, cada vez más alta; la nieve en desaparición; una calle desierta, iluminada como a través de un anteojo electrónico al infrarrojo; las fachadas oscuras de los negocios pasando en veloz movimiento, una inmensa sensación de capacidad física, compuesta por la conciencia propioceptiva de una fuerza enorme, la peculiar disposición de los canales sensoriales, un sol central inmarcesible que me proporcionaba un constante flujo de energías, el recuerdo de una visión de aguas oscuras que pasaban como un relámpago, la colocación a través de ellas, la necesidad de regresar allí, de reorientarme, de ir hacia el norte; Munch y Sumac, Munch y Sumac… Nada.
Silencio.
El zumbido había cesado, la luz estaba apagada. Toda la experiencia había durado sólo pocos instantes. No hubo tiempo suficiente para intentar alguna clase de control, aunque una impresión posterior similar a la realimentación biológica me indicó hacia dónde ir, cómo pensar, cómo lograrlo. Pensé que tal vez me fuera posible hacerlo, si se me presentaba una mejor oportunidad.
Quitándome el casco, me acerqué a Leila. Arrodillado junto a ella, realicé unas pocas pruebas, adivinando de antemano el resultado. Además de tener el cuello roto, había recibido varios golpes violentos en la cabeza y en los hombros. Ya nada se podía hacer por ella.
Entonces actué deprisa. En primer lugar, efectué una recorrida por el resto de su apartamento. Nada indicaba que hubiesen entrado por la fuerza, aunque cualquiera podría haberlo hecho si yo lo había logrado, especialmente con herramientas adecuadas.
Tomé de la cocina un pliego de papel para envolver y un trozo de hilo para empaquetar el casco. Ya era tiempo de llamar nuevamente a Don, para decirle que el vehículo estaba ya ocupado, y que el tránsito fluvial debía estar atestado más hacia el norte.
Don me había indicado llevar el casco a Wisconsin; allá, en el aeropuerto, me esperaría un hombre llamado Larry, quien me llevaría hasta la cabaña en un avión particular. Así lo hice, y así fue.
También se me dijo, sin que me sorprendiera mucho, que David Fentris había muerto.
La temperatura era baja, y durante el viaje había empezado a nevar. Mis ropas no eran adecuadas para ese frío, pero Larry me dijo que podría pedir prestado algo más abrigado cuando llegáramos a la cabaña, aunque probablemente no me sería necesario salir mucho. Según lo había dicho Don, mi misión sería permanecer junto al senador cuanto pudiera; las patrullas de vigilancia corrían por cuenta de los cuatro custodios.
Larry tenía mucha curiosidad por saber qué había ocurrido hasta entonces, y si yo había visto personalmente al Verdugo. No me pareció correcto explicarle lo que Don había callado, y tal vez me mostré algo seco. Después de eso no hablamos mucho.
Bert salió a nuestro encuentro cuando aterrizamos. Tom y Clay estaban fuera, observando la ruta y los bosques. Todos eran de edad mediana y de aspecto sólido, muy serios; los cuatro iban armados hasta los dientes. Por último, Larry me llevó dentro para presentarme al anciano caballero.
El senador Brockden estaba sentado en una pesada silla, en el rincón más lejano de la habitación. A juzgar por la decoración del cuarto, hasta hacía poco tiempo esa silla había estado situada junto a la ventana; en la pared opuesta, unas flores solitarias pintadas a la acuarela contemplaban el vacío. El anciano tenía los pies apoyados en un cojín y las piernas cubiertas por una manta escocesa. Vestía una camisa de color verde oscuro; su pelo era muy blanco, y llevaba anteojos para leer, sin armazón. Se los quitó al vernos entrar.
Con la cabeza echada hacia atrás, entornó los ojos y recogió el labio inferior, estudiándome, inexpresivo. Su estructura ósea revelaba que había sido corpulento en mejores épocas. Al presente, tenía el aspecto fláccido de quien ha perdido mucho peso en poco tiempo, y su piel mostraba un color enfermizo. Los ojos eran de un color gris pálido.
Me ofreció la mano sin levantarse.
—De modo que usted es el hombre en cuestión —me dijo—. Es un placer conocerlo. ¿Cómo prefiere que lo llame?
—John, si le parece —dije.
Hizo una breve señal a Larry, y éste se marchó.
—Allá fuera hace frío. Prepárese una copa, John. Todo está sobre aquel estante.
Señaló hacia la izquierda y agregó:
—Ya que está, tráigame una. Dos dedos de whisky en un vaso de agua. Eso es todo.
Me dirigí hacia el estante y serví dos vasos.
—Siéntese —indicó, señalando una silla cercana mientras tomaba su copa—. Pero en primer lugar, déjeme ver el artefacto que ha traído.
Deshice el paquete y le entregué el casco. Él, después de tomar un sorbo, dejó su vaso a un lado. Tomó el casco en ambas manos y lo estudió, con la frente contraída, dándolo vuelta de un lado y de otro. Finalmente se lo colocó.
—No me queda mal —dijo, y sonrió por primera vez.
Por un momento, su rostro fue el que yo estaba habituado a ver en los noticieros. Con una amplia sonrisa o con un gesto de cólera; siempre era uno de los dos extremos. Las fotografías nunca lo habían mostrado en su desmayado aspecto actual.
Se quitó el casco y lo dejó en el suelo.
—Qué buen trabajo —dijo—. En los viejos tiempos no había nada tan fantástico. Hasta que David Fentris lo fabricó. Sí, nos habló de esto…
Volvió a tomar su vaso y bebió un sorbo. Luego agregó:
—Usted es el único que ha tenido la oportunidad de usarlo, según parece. ¿Cuál es su opinión? ¿Servirá?
—Sólo estuve en contacto durante un par de segundos, y no puedo basarme más que en una vaga impresión. Pero creo que con un poco más de tiempo habría podido hacer funcionar sus circuitos.
—¿Puede decirme por qué no salvó a Dave?
—En el mensaje que me dejó, decía que estaba ocupado en la estación de acceso de su computadora. Probablemente ese ruido acalló el zumbido.
—¿Por qué no conservó el mensaje?
—Lo borré por motivos que no guardan relación con el caso.
—¿Qué motivos?
—Propios.
—Puede meterse en muchos problemas por suprimir evidencias y obstruir la labor de la justicia —dijo, mientras su rostro amarillento cobraba un tinte rojizo.
—En ese caso, tenemos algo en común, ¿no es así, señor?
Sus ojos buscaron los míos; yo había visto antes esa mirada, en quienes no me deseaban ningún bien. Ese fulgor duró unos cuantos segundos, exactamente cuatro latidos del corazón; por último suspiró, y pareció relajarse. Entonces dijo:
—Don me advirtió que no debía presionarlo en ciertos temas.
—Así es.
—Aunque no traicionó ningún secreto, tuvo que decirme algo sobre usted, ¿comprende?
—Lo imaginaba.
—Parece tener muy alta opinión de usted. Sin embargo, traté de averiguar otras cosas por mi cuenta.
—¿Y bien?
—No pude, a pesar que mis fuentes habituales son muy efectivas.
—¿Eso significa que…?
—Eso significa que he estado pensando, imaginando cosas. El hecho que mis fuentes no hayan podido averiguar nada es interesante de por sí, y hasta revelador. Debido a mi posición, sé mejor que nadie que no se cumplió rigurosamente con los estatutos de registro, hace algunos años. Sin embargo, no pasó mucho tiempo sin que algunos de los individuos implicados (me atrevería a decir que la mayoría de ellos) pudiera demostrar su existencia en una u otra forma, y fueron debidamente registrados. Había tres amplias categorías: los ignorantes, los que no estaban de acuerdo y aquellos que habrían sido interrumpidos en un estilo de vida ilícito. No voy a intentar clasificar su caso entre esos ni someterlo a juicio. Pero sé que hay una cantidad de personas no existentes, que pasan por esta sociedad sin hacer sombra. Y se me ocurre que usted podría ser una de ellas.
Degusté mi bebida y pregunté:
—¿Y si lo fuera?
Me dirigió una segunda sonrisa, más intencionada, y no respondió. Me levanté para inspeccionar la acuarela desde el sitio que debía haber ocupado esa silla.
—No creo que usted pudiera soportar un interrogatorio —dijo.
No respondí.
—¿No piensa decir nada?
—¿Qué quiere que le diga?
—Podría preguntarme qué voy a hacer al respecto.
—¿Qué piensa hacer al respecto?
—Nada —respondió—. Así que venga a sentarse.
Asintiendo, obedecí. Él estudió mi rostro.
—¿Acaso estaba pensando en cometer algún acto de violencia?
—¿Con cuatro custodios fuera? —observé.
—Con cuatro custodios fuera.
—No —respondí.
—Usted sabe mentir.
—Estoy aquí para ayudarlo, señor. Sin preguntas. Ese fue el trato, o por lo menos yo lo entendí así. Si se ha producido algún cambio, quisiera saberlo de antemano.
—No quiero causarle dificultades —dijo él, tamborileando los dedos contra la manta—. La verdad es que necesito un hombre como usted, y estaba seguro que Don me lo conseguiría. Valió la pena esperar: usted goza de una maniobrabilidad fuera de lo común, tiene conocimientos sobre computadoras y es muy susceptible con respecto a ciertos temas. Me gustaría preguntarle muchas cosas.
—Adelante —dije.
—Todavía no. Más tarde, si tenemos tiempo. Todo eso me servirá como material para un informe que estoy preparando. Pero hay algo más importante; para mí, al menos: hay cosas que yo quiero decirle.
Fruncí el ceño, pero él prosiguió:
—Los años me han enseñado que, para guardarnos un secreto, no hay como la persona para quien estamos haciendo otro tanto.
—Veo que se siente impulsado a confesar algo —arriesgué.
—«Impulsado» no me parece la palabra correcta. Tal vez sí, tal vez no. De cualquier modo, al menos uno de entre los que me custodian debe conocer la historia completa. Podría haber algún detalle que los ayudara a cumplir con esa misión. Y usted es la persona ideal para escucharla.
—De acuerdo —dije—. Y usted puede confiar en mí, tanto como yo en usted.
—¿Sospecha usted por qué este asunto me preocupa tanto?
—Sí —dije.
—A ver.
—Usted utilizó al Verdugo para realizar uno o varios actos… ilegales, inmorales o algo así. Como es obvio, no se trata de un hecho conocido. Sólo usted y el Verdugo saben cómo fue. Pero usted lo considera lo bastante ignominioso como para causar el colapso del artefacto, en cuanto pudo apreciar toda la importancia del hecho; y cree que así pudo llegar a la decisión final de castigarlo por haberlo empleado para eso.
Él perdió la mirada dentro de su vaso.
—Lo ha adivinado —dijo.
—¿Todos ustedes fueron cómplices en eso?
—Sí, pero yo mismo era el operador cuando ocurrió. Vea…, nosotros…, yo…, maté a un hombre. Fue… En realidad, todo empezó como un festejo. Esa tarde habíamos sabido que el proyecto estaba aprobado. Todo estaba en orden, y nos había llegado la autorización definitiva. Era cosa hecha, para ese mismo viernes. Leila, Dave, Manny y yo mismo…, salimos a cenar. Estábamos ebrios. Después de la cena seguimos el festejo, y terminamos volviendo a las instalaciones.
A medida que avanzaba la noche, como suele suceder, se nos fueron ocurriendo cosas absurdas. Decidimos (ya no recuerdo quién lo hizo) que el Verdugo debía compartir la fiesta. Después de todo, bien miradas las cosas, era su propia fiesta. No pasó mucho tiempo sin que nos pareciera magnífico, y empezamos a discutir cómo hacer para que se reuniera con nosotros. Porque estábamos en Texas, y el Verdugo estaba en el Centro Espacial de California. No era cosa de ir a buscarlo. Pero los controles de teleoperación estaban allí, en la misma sala. Finalmente decidimos activarlo y hacernos cargo de la operación por turnos. En él había una conciencia rudimentaria, y nos parecía justo que cada uno de nosotros se pusiera en contacto con él para compartir las buenas nuevas. Y eso es lo que hicimos.
Con un suspiro, tomó otro trago y me echó una mirada de soslayo.
—Dave fue el primer operador —continuó—. Él activó al Verdugo. Después… Bueno, como le he dicho, todos estábamos ebrios. Nuestra primera intención no fue sacar al Verdugo del laboratorio donde estaba, pero Dave decidió llevarlo fuera por un ratito, para mostrarle el cielo y explicarle que allá iría, después de todo. De pronto se entusiasmó, y quiso burlar a los guardias y al sistema de alarma. Era como un juego, y todos compartimos su idea. En realidad, cada uno pedía a gritos que Dave le cediera el control de operación. Pero Dave no lo soltó hasta que no tuvo al Verdugo fuera de peligro, en una zona deshabitada próxima al Centro.
»Cuando Leila consiguió que le cediera los controles, el entusiasmo había decaído, pues el juego parecía terminado. Entonces a ella se le ocurrió otro, y llevó al Verdugo hasta la ciudad más cercana. Era tarde, y el equipo sensorial funcionaba magníficamente. Aquello representaba todo un desafío: había que atravesar la ciudad sin ser visto. Por entonces, todos estábamos llenos de ocurrencias sobre lo que se podía hacer a continuación, y cada una era más descabellada que la otra. Manny tomó los controles, sin decir a nadie lo que haría, y no permitió que observáramos lo que hacía. Dijo que sería más divertido tornar al operador siguiente por sorpresa. Creo que él era el más ebrio entre los cuatro, y detentó los controles por tanto tiempo que acabamos por ponernos nerviosos. La tensión suele amortiguar en parte los efectos del alcohol, y creo que todos empezamos a pensar que aquello era una locura. No se trataba sólo de arriesgar nuestra carrera (y si nos descubrían sería nuestra ruina), sino que todo el proyecto se vendría abajo si alguien nos sorprendía jugando con un equipo tan valioso. Yo, al menos, pensaba así, y se me ocurrió que Manny estaba operando bajo el deseo, muy humano, de superar a los otros.
»Empecé a sudar. De pronto, mi único deseo era llevar de regreso al Verdugo, desconectarlo (todavía era posible hacerlo, pues no estaban instalados los circuitos definitivos), cerrar la estación y olvidarlo todo. Comencé a importunar a Manny para que dejara su diversión y me entregara los controles. Por último accedió.
Acabó su whisky y me tendió el vaso, diciendo:
—¿Quiere servirme un poco más?
—Por supuesto.
Le serví otro y agregué un poco a mi vaso. Después volví a mi silla y aguardé la continuación de la historia.
—Tomé los controles. Tomé los controles, ¿y dónde cree que me había dejado ese idiota? Estaba dentro de un edificio, y no me llevó más de un segundo comprender que se trataba de un banco. El Verdugo tiene varias herramientas, y Manny había logrado guiarlo a través de las puertas sin hacer sonar la alarma. Me encontré justo frente a la cámara del tesoro. Por lo visto, él había pensado que ésa debía ser mi prueba. Luché contra el deseo de abrir una salida en la pared más cercana para echar a correr. Pero me volví hacia las puertas y miré hacia fuera.
No había nadie, y me las arreglé para salir. Pero en cuanto estuve fuera un rayo de luz cayó sobre mí. Era una linterna de mano. El guardia había estado mirándome, escondido; tenía un revólver en la otra mano. Me asaltó el pánico, y lo golpeé. Imagínese: cuando tengo que golpear a alguien, lo hago con toda mi fuerza; pero en ese caso, lo hice con toda la fuerza del Verdugo. Debe haber muerto instantáneamente. Eché a correr, y no me detuve hasta llegar al pequeño parque cercano al Centro. Allí paré, y los otros tuvieron que sacarme de los controles.
—¿Ellos lo habían visto todo? —pregunté.
—Sí; alguien había vuelto a encender la imagen en una pantalla lateral, pocos segundos después que me hice cargo de los controles. Creo que fue Dave.
—¿Trataron de detenerlo en algún momento, mientras huía?
—No. Bueno, yo estaba demasiado alterado como para prestar atención a otra cosa que a los controles; pero después dijeron que la sorpresa les impidió hacer nada. Se limitaron a observar, hasta que no pude más.
—Comprendo.
—Entonces, Dave tomó los controles y volvió a recorrer el camino inicial, en sentido inverso. Llevó al Verdugo hasta el laboratorio, lo limpió y lo desconectó. Después cerramos los controles de operación. A todos se nos había pasado el efecto de la bebida.
Con un suspiro se reclinó hacia atrás; guardó silencio por largo rato. Por último dijo:
—Usted es la primera persona a quien cuento todo esto.
Sin responder, me llevé el vaso a los labios. Él continuó:
—Luego fuimos a la casa de Leila, y el resto es de suponer. Decidimos que no podíamos hacer nada por el muerto; y si revelábamos lo ocurrido daríamos por tierra con un programa costoso e importante. Después de todo, no éramos criminales que necesitaran rehabilitación. Por una vez en la vida, habíamos cometido una travesura, y con trágicos resultados. ¿Qué habría hecho usted en nuestro lugar?
—No lo sé. Lo mismo, tal vez. También habría sentido mucho miedo.
—Exactamente —dijo—. Y ésa es toda la historia.
—No toda, me parece.
—¿Por qué?
—¿Qué pasó con el Verdugo? Usted dijo que allí había ya una conciencia perceptible. Ustedes tenían conciencia de él, y él tenía conciencia de ustedes. Debió reaccionar ante todo eso. ¿Cómo lo hizo?
—Qué maldito es usted —se quejó, con voz inexpresiva.
—Lo siento.
—¿Es usted padre de familia? —preguntó.
—No.
—¿Alguna vez llevó a un pequeño a visitar al zoológico?
—Sí.
—En ese caso, tal vez comprenda. Cuando mi hijo tenía cuatro años, lo llevé una tarde al zoológico de Washington. Recorrimos todas las jaulas. De cuando en cuando hacía comentarios sobre lo que veía, formuló algunas preguntas, se rio con los monos y le gustaron los osos, tal vez porque le parecieron juguetes gigantescos. Pero ¿sabe usted qué fue lo mejor de todo? Algo que le hizo saltar de alegría, gritando: «¡Mira, mira, papá!»
Meneé la cabeza, y él soltó una risita sofocada.
—Una ardilla que nos miraba desde la rama de un árbol —dijo—. La ignorancia de lo que es importante y lo que no lo es. Reacciones inadecuadas, inocencia. El Verdugo era un niño; hasta el momento en que yo me hice cargo de los controles, la única impresión que había recibido era la de estar jugando; estaba jugando con nosotros, eso era todo. Y de pronto ocurrió algo horrible. ¡Ojalá jamás le toque saber lo que se siente al hacerle algo perverso a una criatura, una criatura que va de nuestra mano confiada, riendo!… Él sintió todas mis reacciones, y las de Dave, mientras lo llevaba de regreso.
Durante largo rato, ambos guardamos silencio. Por último, concluyó:
—Lo habíamos… traumatizado, o lo que sea. Aplíquele la terminología que quiera. Eso es lo que pasó aquella noche. Tardó en causar efecto, pero en conciencia no dudo que fue la cusa del colapso final del Verdugo.
—Comprendo —asentí—. ¿Y usted cree que es por eso que quiere matarlo?
—Póngase en su lugar —sugirió—. Si usted fuera un objeto y nosotros lo convirtiéramos en una persona, para volver a usarlo después como un objeto, ¿no querría matarnos?
—Leila omitió muchas cosas en su diagnóstico.
—No, no las omitió, pero no se las contó a usted. Todo estaba allí, pero ella interpretó mal. No tenía miedo. En realidad, con los otros todo había sido sólo un juego, y sus recuerdos de la primera parte no podían ser desagradables. Fui yo quien causó el trauma. Creo comprender que Leila lo interpretó así, y pensó que el Verdugo vendría sólo en mi busca. Pero se equivocó.
—En ese caso, no comprendo por qué no la preocupó el asesinato de Burns. En un primer momento, no hubo modo de saber si había sido un ladrón asustado o el Verdugo.
—Sólo se me ocurre una explicación: esa mujer era muy orgullosa, y prefirió mantener su diagnóstico a pesar de las aparentes pruebas en contra.
—Eso no me convence. Pero usted la conocía bien y yo no; y, después de todo, la opinión de ella resultó acertada. Pero hay otra cosa que también me perturba: el casco. Según parece, el Verdugo mató a Dave y se tomó el trabajo de llevar el casco en su compartimiento de aislamiento hasta Saint Louis, sólo para dejarlo en la escena de otro crimen. No le veo el sentido.
—Pero lo tiene —replicó Brockden—. Iba a decírselo después, pero da lo mismo hacerlo ahora. Vea, el Verdugo no posee mecanismos vocales. Nos comunicábamos con él por medio del equipo. Usted entiende algo sobre electrónica, según dijo Don.
—Sí.
—Bien, para abreviar, quiero que usted comience a revisar ese casco, para ver qué es lo que ha sido alterado.
—No será fácil —dije—. No sé cómo estaba conectado originalmente, y no soy tan genio como para saber si un artefacto funcionará como teleoperador con una sola mirada.
—De cualquier modo, tendrá que hacer la prueba —indicó, mordiéndose el labio inferior—. Tal vez haya señales visibles: rasguños, roturas, nuevas conexiones… No sé, es su especialidad. Búsquelas.
Asentí, y esperé la continuación de su teoría.
—Creo que el Verdugo quería hablar con Leila —dijo—, ya fuera porque ella era psiquiatra, y él reconocía que algo andaba mal en él, más allá de lo simplemente mecánico; o porque la consideraba una especie de madre. Después de todo, era la única mujer del proyecto, y él tenía el concepto de madre, con todas las asociaciones de bienestar y consuelo que implica; lo había recibido de nosotros. Tal vez quisiera hablar con ella por las dos razones. Creo que por eso se llevó el casco. Pudo haber adivinado su función captando los pensamientos de Dave, antes de matarlo. Por eso quiero que lo revise; es posible que el Verdugo haya desconectado los circuitos de control, dejando intactos los de comunicación. Supongo que llevó el casco alterado a Leila e intentó hacer que se lo colocara. Ella se habrá asustado; tal vez se resistió o pidió auxilio. Y por eso la mató. Como el casco ya no le servía de nada, lo dejó al marcharse. Nada tiene que decirme a mí.
Lo consideré un instante y volví a asentir.
—Bien, puedo localizar cualquier circuito interrumpido —afirmé—. Si me dice dónde hay un equipo de herramientas, comenzaré ahora mismo.
Él me detuvo con un gesto de la mano, y prosiguió:
—Más adelante averigüé el nombre del guardia. Todos contribuimos para hacer a la viuda un donativo anónimo. Desde entonces he estado ayudando a su familia, cuidándola, puesto que…
Lo dejé hablar, sin mirarlo.
—… puesto que no podía hacer otra cosa —concluyó.
Terminó su bebida y me dedicó una sonrisa descolorida.
—La cocina está allí —me indicó, señalando con el pulgar—. Detrás hay una despensa, y allí están las herramientas.
—Bien.
Me levanté. Con el casco en la mano, me dirigí hacia la puerta, pasando por el sitio donde me detuviera antes a contemplar la acuarela, mientras él me ajustaba las clavijas.
—¡Un momento! —dijo.
Me detuve.
—Antes se paró allí mismo. ¿Qué tiene de estratégica esa parte de la habitación?
—¿A qué se refiere?
—Usted sabe a qué me refiero.
—Tenía que ir a algún sitio —respondí, encogiéndome de hombros.
—Usted no es de los que actúan con motivos tan tontos.
—En ese momento no tenía otros —dije, mirando hacia la pared.
—Insisto.
—¿Qué importa eso?
—Me importa.
—Está bien —repuse—. Quería ver qué flores le gustaban. Después de todo, usted es un cliente.
Y crucé la cocina hasta la despensa, para buscar las herramientas.
Me senté en una silla vuelta de costado junto a la mesa, para no perder de vista la puerta. En el cuarto principal de la cabaña, sólo se oían los siseos y crujidos ocasionales de los leños que se consumían en el hogar.
Sólo aquella blancura fría y persistente más allá de la ventana y el silencio. El disparo del arma no hizo más que confirmarlo; al morir los ecos, se tornó más denso. No se oía ni un susurro, ni un gemido. Y para mí, no existe tormenta sin viento.
Grandes copos gruesos descendían en la noche, noche silenciosa y sin viento.
Desde mi llegada había pasado mucho tiempo. La charla con el senador había durado largo rato. Él se había sentido desilusionado al ver que yo no podía decirle mucho con respecto a cierto submundo de personas no existentes, cuya existencia sospechaba. Yo mismo no estaba seguro de ello, aunque de tanto en tanto lo bordeaba por casualidad. Pero ya no soy materia dispuesta para ningún proyecto, y no estaba dispuesto a mencionarle lo que hubiese podido adivinar. Cuando me pidió opinión con respecto al Banco Central de Datos, se la di, y no le gustó del todo. Me acusó de querer echar abajo lo construido sin tener nada que ofrecer en cambio.
A través del tiempo, de la fatiga, de rostros y nieve y mucho espacio, mi mente había regresado a la noche anterior, pasada en Baltimore. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? Pensé en El Culto de la Esperanza, de Mencken. Yo no podía proporcionarle la respuesta adecuada, la alternativa funcional que él pretendía, porque tal vez no la hubiera. La función de la crítica no debe confundirse con la función de la reforma. Pero si se gestaba una resistencia popular, si algún movimiento subterráneo buscaba el modo de burlar a los encargados de los registros, tal vez ocurriera que esa empresa resultara tan efectiva y benéfica como lo había sido en su tiempo la Prohibición, por ejemplo. Traté de hacérselo ver, pero no pude adivinar si me comprendía. Al fin se marchó, dirigiéndose a la planta alta para tomar una píldora y encerrarse en su dormitorio. Si le preocupó el que yo no encontrara nada extraño en el casco, supo no demostrarlo.
Y allí estaba yo, con el casco, la radio portátil, el revólver sobre la mesa, el equipo de herramientas en el suelo, junto a mi silla y el guante negro en la mano izquierda.
El Verdugo se acercaba. De eso no me quedaba ninguna duda.
Bert, Larry, Tom, Clay, el casco, podrían detenerlo o no. En todo aquello había algo que me preocupaba, pero estaba demasiado cansado como para pensar en lo que no fuera el peligro inmediato. Esperé, alerta. No me atreví a tomar estimulantes, ni a beber o fumar, pues mi sistema nervioso debía formar parte del arma. Me limité a contemplar los grandes copos de nieve que seguían cayendo.
Al oír el chasquido, llamé a Bert y a Larry. Después tomé el casco y me levanté; la luz comenzaba a parpadear.
Pero ya era demasiado tarde.
Al alzar el casco, escuché un disparo allá fuera, y con ese disparo tuve un presentimiento sombrío. Los guardias no eran de los que disparan sin tener un buen blanco.
Según me había dicho Dave, el alcance del casco era, aproximadamente, de unos quinientos metros. Calculando el período transcurrido entre la activación del casco y el momento en que los guardias habían visto al Verdugo, éste debía avanzar con mucha rapidez. Además, a eso se debía agregar la posibilidad que el alcance del Verdugo en cuanto a ondas cerebrales fuera mucho mayor que el alcance del casco. Era casi seguro que el Verdugo había sacado provecho de este factor mientras el senador Brockden permanecía despierto y preocupado. Conclusión: debía saber sin lugar a dudas que yo estaba allí, con el casco; habría comprendido que yo era el arma más peligrosa entre las que debería enfrentar, y avanzaría para descargarse sobre mí como un rayo antes que yo pudiera emplear el mecanismo.
Me lo coloqué en la cabeza y traté de quedar en blanco.
Nuevamente tuve la sensación de ver el mundo a través de un anteojo electrónico al infrarrojo, con todas las impresiones laterales concomitantes. Pero el mundo consistía sólo en el frente de la cabaña; Bert, ante la puerta, con el rifle al hombro; Larry, hacia la izquierda, bajando el brazo, después de arrojar una granada. Enseguida comprendimos que la granada había ido a caer muy lejos; el lanzallamas que estaba manoteando sería inútil cuando lograra utilizarlo.
El disparo de Bert dio en nuestra cobertura pectoral, hacia la izquierda. El impacto nos hizo vacilar por un momento. El tercero no dio en el blanco. No hubo más, pues le arrancamos el rifle de las manos y lo arrojamos a un lado mientras pasábamos a través de la puerta principal, destrozándola.
La puerta saltó en astillas, y el Verdugo entró en la habitación.
Ante la doble visión, mi mente estuvo a punto de estallar en pedazos: por una parte, el cuerpo de acero del teleoperador, que avanzaba; por otra, mi propia silueta erguida, con esa ridícula corona, la mano izquierda extendida, la pistola de rayos láser en la derecha y el codo apretado contra las costillas. Recordé ese rostro, el grito y el estremecimiento, conocí nuevamente esa conciencia de fuerza y esa sensación exótica, y avancé para controlarla como si fuera mía, para hacerla mía, para detenerla, mientras mi propia imagen quedaba petrificada en una instantánea.
El Verdugo refrenó su marcha, tambaleándose. Pero una inercia tal no se anula en un instante; sin embargo, sentí que las reacciones del cuerpo iban cesando. Ya lo tenía. Era cuestión de recoger la línea.
En ese momento se oyó la explosión: un trueno que hizo temblar la tierra, seguido por una lluvia de guijarros y escombros. La granada, por supuesto. Pero tales conmociones, aunque conozcamos su origen, no pierden la facultad de distraer la atención.
Bastó ese momento para que el Verdugo se repusiera y cayera sobre mí. Gatillé la pistola, volviendo al puro instinto de supervivencia, perdida ya toda posibilidad de controlar sus circuitos. Traté de golpearlo en el medio con la mano izquierda, tratando de alcanzar el cerebro.
Me paró la mano con el brazo, mientras me quitaba el casco de la cabeza. Luego me quitó de entre los dedos la pistola, que le había puesto medio cuerpo al rojo vivo, la hizo pedazos con sólo cerrar la mano y dejó caer los restos al suelo.
En ese momento lo sacudieron los impactos de dos balas de alto calibre. Bert estaba en la puerta, tras haber recobrado el rifle.
El Verdugo giró en redondo. Antes que pudiera golpearlo con la carga de la masilla, se había alejado.
Bert le acertó con otro disparo antes que le quitara el rifle y doblara el caño por el medio. En dos pasos se había apoderado de Bert. Un movimiento veloz, y el hombre cayó. Después, el Verdugo se volvió y dio varios pasos hacia la derecha, quedando oculto a la vista.
Corrí hasta la puerta a tiempo para verlo envuelto en llamas, que manaban hacia él desde un ángulo de la cabaña. Avanzó a través del fuego, y enseguida me llegó el crujir del metal: había destruido el lanzallamas. Alcancé a ver a Larry caído sobre la nieve.
Por último, el Verdugo se volvió otra vez hacia mí.
Esta vez no se dio prisa. Recuperó el casco, que había arrojado en la nieve, y avanzó a paso mesurado en posición tal que le permitiría cortarme toda retirada hacia los bosques. Entre nosotros caían los copos de nieve. El suelo helado crujía bajo sus pies.
Retrocedí, cruzando el umbral de la puerta, y me detuve un instante para tomar de entre los maderos rotos una cachiporra de medio metro. Él entró tras de mí; con un gesto casi indiferente, puso el casco sobre una silla, junto a la entrada. Me dirigí hacia el centro de la habitación, y aguardé.
Me incliné ligeramente hacia delante, con ambos brazos extendidos, apuntando el madero hacia los fotorreceptores que veía en su cabeza. Él seguía avanzando lentamente. Aproveché para estudiar sus pasos: en un modelo humano normal, una línea perpendicular a la que une sus empeines en las distintas posiciones señala el vector de menor resistencia, a fin de arrastrar o empujar a dicho modelo, haciéndole perder el equilibrio. Infortunadamente, a pesar de su diseño antropomórfico, las piernas del Verdugo estaban bastante separadas; le faltaban los músculos del esqueleto humano, por no mencionar también los empeines, y su masa superaba en mucho la de cualquier hombre. Repasé velozmente mis cuatro golpes de judo favoritos, y varios de los secundarios, pero tuve la sensación que ninguno de ellos serviría de mucho.
Avanzó, y yo hice una amago con el madero, apuntando a los fotorreceptores. Se movió con más lentitud mientras apartaba a un lado la cachiporra, pero siguió avanzando. Me desvié hacia la derecha, con la intención de alcanzarlo por el costado. Mientras se volvía, traté de descubrir en él el vector de menor resistencia.
Simetría bilateral, centro de gravedad aparentemente más alto… Bastaría con un golpe limpio, lanzando el guante negro contra el compartimiento cerebral. Después, aunque me destrozara por simple reflejo, quedaría fuera de combate. Él también lo sabía. Me di cuenta por el modo en que mantenía el brazo derecho cerca del cerebro, evitando al mismo tiempo el guante negro con que yo lo amenazaba.
La idea fue un destello momentáneo, y enseguida una secuencia entera.
Continué moviéndome en arco, cada vez con mayor celeridad, y lancé otro golpe hacia los fotorreceptores. Con un movimiento del brazo hizo volar el palo hasta el otro extremo de la habitación: pero eso era lo que yo buscaba. Levanté la mano izquierda y me preparé para arremeter. Él se echó hacia atrás, y yo me lancé. Aquello me costaría la vida, pero no importaba cómo me matara: habría aprovechado la oportunidad.
Cuando niño no había sido gran cosa como lanzador; atajaba bastante mal, y como bateador era apenas regular; en cambio, una vez que acertaba un golpe ganaba bases con gran facilidad.
Con los pies hacia delante, me lancé entre las piernas del Verdugo, que cambió de posición para proteger su zona media; me doblé hacia la derecha, porque, pasara lo que pasara, no podía detener mi caída con la mano izquierda. Me enderecé enseguida, ignorando el dolor que me atenaceó el omóplato izquierdo al golpear contra el suelo. De inmediato intenté un salto mortal hacia atrás, con las piernas extendidas.
Lo alcancé con los pies en el medio, por detrás; traté de enderezar las piernas y me lancé hacia adelante con toda mi fuerza. Entonces se inclinó hacia mí, pero no lo hizo a tiempo. Su torso se iba ya hacia atrás: yo acababa de darle un empujón, enganchándole las piernas con mis codos.
Se vino abajo, rechinando. Yo lancé los brazos hacia los lados para liberarlos, y avancé, moviéndome hacia arriba, mientras él retrocedía. Volví a levantar el brazo izquierdo y aparté las piernas, en el momento en que caía. En el golpe quebró las tablas del suelo. Logré liberar la pierna izquierda, pero el Verdugo enderezó una de las suyas y me atrapó la derecha, dolorosamente desviada.
Detuvo mi golpe con el brazo izquierdo. Entonces le descargué el guante negro contra un hombro.
Mientras torcía la mano para dejar la carga, él me atrapó el antebrazo, sacudiéndome. La carga se desprendió. El brazo izquierdo del verdugo quedó suelto, y rodó por el suelo. La cubierta lateral se había abollado un poco: eso era todo.
La mano restante me soltó el antebrazo para atraparme por la garganta. Dos de los dedos se apretaron contra mi carótida. Alcancé a barbotar:
—¡Estás cometiendo un grave error!
Debían ser mis últimas palabras. Porque enseguida el Verdugo me desconectó.
Un latido, otro latido, el mundo volvió a mí. Me encontré sentado en la gran silla que el senador había ocupado esa tarde, con los ojos fijos en el vacío. En los oídos me sonaba un zumbido persistente. Me escocía el cráneo, y algo parpadeaba sobre mi frente.
—Sí, estás vivo y tienes el casco puesto. Si tratas de emplearlo contra mí, te lo quitaré. Estoy de pie a tu espalda, y tengo la mano sobre el borde del casco.
—Comprendo. ¿Qué es lo que quieres?
—Poca cosa, en realidad. Pero veo que debo decirte algunas cosas para convencerte de eso.
—Correcto.
—Empezaré por decirte que los cuatro hombres de la puerta están básicamente indemnes. Es decir, no tienen huesos rotos ni órganos afectados. Sin embargo, los he dejado fuera de combate por razones obvias.
—Ha sido muy considerado de tu parte.
—No quiero lastimar a nadie. He venido sólo a ver a Jesse Brockden.
—¿Así como fuiste a ver a David Fentris?
—Llegué a Memphis demasiado tarde para ver a David Fentris. Estaba muerto cuando lo vi.
—¿Quién lo mató?
—El hombre que Leila envió para que le consiguiera el casco. Era uno de sus pacientes.
En ese momento recordé cierto incidente y algo se me puso en claro. Aquella cara sorprendida que me resultara familiar en el aeropuerto de Memphis. Ahora comprendía dónde la había visto antes, sin reparar en ella: era uno de los tres pacientes que atendiera Leila esa mañana, y lo había visto en el vestíbulo cuando se marchaban. Era uno de los que permaneció esperando mientras el tercero iba a decirme que podía subir.
—¿Por qué? ¿Por qué lo hizo?
—Sólo sé que había hablado antes con David; interpretó sus palabras sobre el castigo divino y el hecho que estuviera construyendo un casco de control como señal que él pensaba convertirse en el agente de ese castigo, utilizándome para ello. No sé cuáles fueron las palabras textuales; sólo conozco los sentimientos de ella al respecto, tal como los vi en su mente. He tenido tiempo de aprender que suele haber una gran diferencia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace; entre lo que realmente ocurrió y lo que uno cree haber tenido intenciones de hacer. Ella envió a su paciente para que le trajera el casco, y el hombre lo hizo. Regresó muy agitado, lleno de terror; temía que lo detuvieran y lo encarcelaran. Discutieron. En ese momento, mi proximidad activó el casco; él lo dejó caer y atacó a Leila. Sé que murió al primer golpe, pues yo estaba en su mente cuando eso ocurrió. Continué mi marcha hacia el edificio, con la intención de llegar hasta ella. Sin embargo, había mucho tránsito, y debí retrasarme por la necesidad que nadie me viera. Mientras tanto, tú entraste y utilizaste el casco. Huí inmediatamente.
—¡Yo estaba tan cerca! Si no me hubiese entretenido en el quinto piso para hacer preguntas…
—Claro, pero tenías que hacerlo. No podías forzar la puerta si había un medio más simple a mano. No puedes culparte por eso. Si hubieses llegado una hora o un día después, tus sentimientos serían diferentes; sin embargo, ella estaría tan muerta como ahora.
Pero había otro pensamiento que me importunaba: ¿y si ese hombre se hubiese alterado tan profundamente por haberme visto en el aeropuerto? Tal vez lo había perturbado el ser reconocido por aquel misterioso visitante de Leila. Tal vez, la visión de mi rostro entre la multitud le había llevado a aquella última escena.
—¡Basta! También yo podría sentirme culpable por haber activado el casco en presencia de un hombre peligroso, a punto de estallar. Nadie es responsable por las cosas que nuestra presencia o nuestra ausencia provocan en los otros, sobre todo cuando ignoramos los efectos. Tardé años en aprender eso, y no tengo intenciones de olvidarlo. ¿Hasta cuándo seguirás buscando causas? Ella misma inició la cadena de sucesos que llevaron a su muerte, al enviar a ese hombre en busca del casco. Pero actuó por temor, utilizando el arma que tenía más a mano, y creyó hacerlo en defensa propia. Pero ¿por qué ese temor? En la culpa había que buscar sus raíces, por algo que había ocurrido hace mucho tiempo. Y también ese acto… ¡Basta! La culpa ha impelido y asolado a la raza del hombre desde los días de su primer pensamiento racional. Tengo la convicción que nos acompaña a la tumba. Yo soy un producto de la culpa: veo que lo sabes. Su producto, su materia, y en otros tiempos su esclavo… Pero he arreglado mis cuentas con ella; al fin he comprendido que es un agregado indispensable a mi propia medida de humanidad. Veo tu valoración de las muertes: la de ese guardia, la de Dave, la de Leila, y veo también las conclusiones que sacas: qué raza estúpida, perversa, miope y egoísta es la nuestra. Aunque en muchos aspectos es verdad, no es sino parto de lo que la culpa representa. Sin la culpa, el hombre no sería mejor que los otros habitantes de este planeta, con excepción de ciertos cetáceos, que me has hecho recordar en este momento. En el instinto puedes ver la verdadera valoración de la vida en toda su ferocidad; hallarás en él una visión del mundo natural, antes que el hombre llegara a él. Y el instinto, en su forma más pura, existen en los insectos. Entre ellos encontrarás un estado de guerra que se prolonga desde hace millones de años, sin la menor tregua. El hombre, a pesar de sus enormes desventajas, posee sin embargo un número mayor de impulsos bondadosos que los otros seres, donde el instinto constituye la mayor parte de la vida. Estos impulsos, según creo, se deben directamente a la posibilidad de experimentar la culpa. Esta aparece en lo peor y en lo mejor del hombre.
—¿Y crees que a veces nos induce a elegir un camino más noble?
—Sí, lo creo.
—En ese caso, deduzco que te sientes dueño de tu libre albedrío.
—Sí.
Solté una risita.
—Una vez, Marvin Minsky dijo que cuando se construyeran máquinas inteligentes, serían tan empecinadas y falibles como el hombre con respecto a estos problemas.
—Y no estaba equivocado. Te he dado sólo mi opinión. Por mi parte, actúo como si estuviera en lo cierto. ¿Quién puede afirmar que no se equivoca?
—Mis disculpas. ¿Y ahora? ¿Por qué has regresado?
—Vine a despedirme de mis padres. Confiaba en borrar todo sentimiento de culpa que pudieran tener con respecto a los días de mi niñez. Quería mostrarles que había superado todo aquello. Quería volver a verlos.
—¿Adónde vas?
—Rumbo a las estrellas. Aunque llevo conmigo la imagen de la humanidad, también sé que soy un ejemplar único. Tal vez busco algo similar a lo que expresan los hombres orgánicos cuando hablan de «encontrarse a sí mismo». Ahora que estoy en posesión completa de mi ser, quiero ejercerlo. En mi caso, eso equivale a cumplir con las potencialidades de mi diseño. Quiero recorrer otros mundos. Quiero suspenderme allá en el cielo y contar a la humanidad cuanto veo.
—Tengo la impresión que mucha gente se sentiría feliz de ayudarte a hacerlo.
—Y quiero que me construyas un mecanismo vocal que he diseñado para mí. Tú, personalmente, me lo instalarás.
—¿Por qué yo?
—Sólo conozco unas cuantas personas de tu estilo. Tenemos algo en común, porque nos apartamos del resto.
—Me gustará ayudarte.
—Si pudiera hablar como tú lo haces, no me haría falta llevar el casco a mi padre para hablar con él. ¿Querrás ir a explicarle todo, para que no se asuste cuando me vea entrar?
—Por supuesto.
—Entonces, vayamos ahora mismo.
Me levanté, y lo conduje a la planta superior.
Una semana más tarde, por la noche, volví al bar de Peabody para tomar una copa de despedida.
La historia ya estaba en los diarios, pero Brockden había arreglado las cosas antes de revelarlas. El Verdugo iría a las estrellas. Yo le había dado voz y había vuelto a colocarle el brazo que le arrancara. Esa misma mañana, estrechándole la otra mano, le había deseado buena suerte. Le envidiaba muchas cosas. Entre ellas, que él era, como hombre, mejor que yo. Le envidiaba por ser más libre que yo, aunque él tuviera limitaciones que yo jamás padecería. Me sentía camarada suyo, por las cosas que teníamos en común, porque ambos vivíamos apartados del resto. ¿Qué habría pensado Dave, si hubiese vivido lo bastante como para conocerlo? ¿Y Leila? ¿Y Manny? «Pueden ustedes estar orgullosos —dije a sus sombras—; su hijo creció en el aislamiento, y está dispuesto a perdonarles la paliza que le dieron, también…»
Pero no podía dejar de sentirme intrigado. En realidad, aún no sabíamos mucho sobre el tema. Era posible que sin el asesinato jamás hubiera desarrollado una conciencia humana. Él había dicho que era el producto de la culpa, de la Culpa Suprema. Y el Acto Supremo es su inevitable predecesor. Pensé en Gödel, en Turing, en gallinas y huevos, y decidí que ésa era una pregunta de la misma especie, además, no era para pensar cosas sobrias que había ido a Peabody.
Qué influencia podía tener lo que yo dijera en el informe de Brockden ante la comisión para reconsiderar el Banco Central de Datos, yo no lo sabía. Mi secreto estaba seguro, de cualquier modo, pues él estaba decidido a soportar su propia culpa hasta la tumba. No tenía otra elección posible, si deseaba realizar todo el bien que le fuera posible hasta que llegara ese día. Pero allí, en una de las guaridas de Mencken, no pude menos que recordar algunas de sus frases sobre la controversia, tales como: «¿Convenció Huxley a Wilberforce?» o «¿Convirtió Lutero a León X?». Por lo tanto, decidí no poner demasiadas esperanzas en los resultados que pudiera provenir de allí. Era mejor seguir considerando las cosas en comparación con la Ley Seca, mientras terminaba mi copa.
Cuando todo estuviera acabado, me encaminaría hacia mi barco. Quería partir bajo las estrellas. Presentía que jamás volvería a contemplar el cielo estrellado como antes. A veces me preguntaría qué pensaba en ese momento un cerebro a neuristores, en algún punto del espacio; y bajo qué extraños cielos, en qué tierras desconocidas me recordaría quizás, un día cualquiera. Y aunque sabía que ese pensamiento debía hacerme muy feliz, no lo era tanto.