En lo que yo creía de verdad cuando regresé a España, a los doce años recién cumplidos, con unos cuantos huesos y pellejos y uñas menos, era en la absoluta, completa veracidad de mi sobrenombre —dijo Félix Roble un día, retomando el hilo de su relato—. Yo era Fortuna porque era auténticamente afortunado, y pensaba comerme el mundo ayudado por mi buena estrella. De aquella época recuerdo sobre todo eso, el hambre de vivir, la confianza. Y el tiempo, el tiempo tan lento, tan enorme, horas que parecían días y minutos que parecían horas. ¡Cuánto dura el tiempo en la niñez! Justo cuando no lo necesitas. Un desperdicio.

Llegué a Madrid en marzo de 1926 y me pareció una ciudad fría y gris, una ciudad del Norte, aunque estuviera más al sur que mi Barcelona natal. La dictadura de Primo de Rivera estaba en su apogeo y la situación de los compañeros era muy penosa. Las cárceles se encontraban atestadas de anarquistas, y hay que recordar cómo eran las cárceles de la época: sucias y ruinosas, infrahumanas. Allí dentro la gente se moría de frío y de hambre. Paquita, la prima de Jover que había ofrecido hacerse cargo de mí, era una mujer de edad indefinida, muy fea y muy robusta. Regentaba un diminuto puesto de frutas y verduras en el mercado de la plaza del Carmen, en el centro de Madrid, y se las apañaba para sacar ella sola adelante su negocio y para cuidar de sus cuatro hijos pequeños, el mayor apenas si tendría siete años, a los que dejaba todo el día encerrados bajo llave en la mísera casa en la que vivían, un único cuarto con estufa a modo de calefacción y de cocina. Del padre nunca supe: tal vez se hubiera muerto, tal vez se hubiera ido, quizá era un anarquista encarcelado o quizá incluso hubiera varios padres que se repartieran la responsabilidad de la prole. Porque los niños, pese a ser tan iguales de edad, eran físicamente muy distintos: uno moreno, otro pelirrojo, otro con la nariz demasiado larga. Nunca me atreví a preguntarle nada a Paquita: sobrecogía porque siempre estaba de muy mal humor, era áspera y cortante y más callada que una piedra. Trabajaba todo el día como una bestia y supongo que en su vida no había tenido muchas razones para sentirse alegre. Paquita poseía unas enormes manos de pelotari con las que era capaz de partir en dos una manzana, proeza que no he vuelto a ver en toda mi vida. Esto, partir manzanas en público, era su única debilidad, el único momento de placer que se permitía. De cuando en cuando venían a solicitarle una exhibición los chicos del barrio, o los clientes, o algún forastero que había escuchado hablar de la extraordinaria gesta. Ella siempre se hacía de rogar, sacudiendo con enfado la cabeza:

«¡Bobadas! ¡Bobadas! ¡Ahora no tengo tiempo! ¡Ahora no tengo tiempo!».

Pero al final cogía una manzana, le daba dos o tres vueltas entre sus gruesos dedos para encontrar el agarre adecuado y luego, zas, de una sola y en apariencia facilísima torsión la rompía limpiamente en dos mitades. Y entonces sonreía, un relámpago de sonrisa diminuta y desdentada en la comisura de sus labios. En el mercado la llamaban la Sansona. Era una buena mujer. Parte del dinero que ganaba con tan enconado esfuerzo se esfumaba en manos de los compañeros anarquistas.

«Los hombres, ja… Todos son iguales. O detrás de una mujer o detrás de una imaginación, pero nunca trabajan», refunfuñaba a veces.

O bien:

«Ya podían dejarse de tanta pamplina anarquista y tanta pamparrucha [por paparrucha] y arrimar el hombro como es debido».

Pero a pesar de todas sus protestas, luego daba para la causa todo lo que podía: era tan generosa como solo pueden serlo los pobres. Paquita pertenecía a esa clase de mujeres que se han ido haciendo cargo de la vida cotidiana a lo largo de la historia, mientras los hombres guerreaban y descubrían continentes e inventaban la pólvora y la trigonometría. Si no llega a ser por ellas, que se ocuparon de gestionar cosas tan vulgares y nimias como la alimentación y la procreación y la realidad, la Humanidad se habría acabado hace milenios.

Yo dormía en el puesto de verduras, cosa que tomé como un cumplido, porque demostraba que Paquita me consideraba un hombre, o al menos lo suficiente hombre como para que no durmiera con ella en el mismo cuarto. Por lo demás, me trataba igual que a sus hijos, con el mismo malhumor y torpísimo cariño, e incluso me pagaba un salario de aprendiz siempre que podía.

Sin embargo, después de tanto alardear y de haberme sentido en la gloria con Durruti, yo me adaptaba bastante mal a la vida menestral del mercado del Carmen. Me humillaba verme obligado a llevar el blusón de faena, y me desesperaba tener que callar, por prudencia clandestina, mi reciente y espléndido pasado. En el mercado del Carmen yo era un aprendiz más dentro de una legión de aprendices mugrientos y famélicos. ¡Si ellos supieran que he estado en América, que he puesto bombas, que he atracado bancos con Durruti! ¡Si ellos supieran que tengo un muerto mío!, me decía por las noches, lleno de frustración, mientras daba vueltas en el jergón de la parada. Y durante el día me dedicaba a zurrarme con los compañeros. Me llamaban el Manco, y yo no lo podía consentir. Me pegué con todos, me parece, aunque mi muñón estaba todavía rosa y tierno y apenas si podía utilizar la mano. Pero no debí de hacerlo del todo mal, porque al final conseguí imponer mi sobrenombre y ser de nuevo Fortuna para todos.

Intenté tomarme ese tiempo mediocre como un castigo por mi error, como pago por el dolor causado y por mi muerto, que no dejaba de atosigarme la conciencia. Pero aun así la frustración y el tedio resultaban excesivos. Víctor me había prohibido meterme en líos políticos sin estar él cerca para controlarme, y Durruti me había hecho prometer que estudiaría. Yo cumplía con los dos, pero me desesperaba. Necesitaba hazañas, aventuras y gloria.

Una mañana, era el mes de noviembre, noviembre de 1926, sucedió algo extraordinario. Yo estaba en el puesto y vi cómo una agitación inexplicable empezaba a extenderse entre los vendedores y los parroquianos. Era como el empuje de una ola, como la brisa que va tumbando la mies conforme avanza. Al fin, el rumor alcanzó mi puesto:

«¡Un toro! ¡Un toro!».

Era un toro que llevaban al matadero; se había desviado del pastoreo y había subido por la Gran Vía, perdido en mitad de la ciudad, furioso y asustado. Todo el mundo corría hacia algún lado, los más a encerrarse en sus casas y otros, como casi todos los chicos del mercado, en dirección contraria, hacia el espectáculo y el peligro. Un puñado de hombres se arremolinaban en la esquina de Fuencarral y se decían los unos a los otros con excitación:

«¡Es Fortuna! ¡Ese de ahí es Fortuna!».

Es tal el egocentrismo de la adolescencia que, de primeras y por unos instantes, llegué a pensar que se referían a mí. Pero no. Era otro. Había otro.

Fortuna era el apodo de un matador de unos treinta y cinco años, Diego Mazquiarán, que se había casado con una bella y vivía por ahí al lado, en la calle Valverde. Este Mazquiarán era un torero veterano; hacía mucho que su mejor momento había pasado y ahora estaba instalado en la decadencia, cada vez más bajo de cartel. Esa mañana, en fin, salía en dirección al parque del Retiro para darse una vuelta, cuando se encontró con el toro perdido. Se quitó la gabardina y le dio al animal dos o tres regates, para evitar que siguiera corriendo y sembrando el pánico por la avenida arriba; y en ese momento los taxistas, que eran prácticamente los únicos conductores de vehículos a motor que transitaban entonces por Madrid, tuvieron el improvisado y tácito ingenio de bloquear la calle con sus coches, formando así una especie de plaza en la Gran Vía, frente al antiguo café Pidoux, entre las calles de Fuencarral y Peligros. Tenías que haber visto la escena: aquel torazo oscuro bufando en medio de los elegantes edificios, los taxis relucientes, las bellas asomadas a las ventanas, los mirones abajo con la boca abierta. Era un mundo mucho más ingenuo, más inocente, y casi cualquier cosa nos dejaba pasmados. Un camarero del Pidoux fue a casa de Mazquiarán a buscar el estoque, y Fortuna, ayudado de su gabardina, mató al toro. El asunto se convirtió en un acontecimiento nacional; Fortuna recibió la cruz de Beneficencia, se volvió a poner de moda como matador y firmó contratos sustanciosos durante un par de temporadas, haciendo honor a su sobrenombre. Yo quedé deslumbrado: había descubierto una manera de vivir que era legal y que podía ser tan intensa como atracar bancos, con la ventaja de que la única vida humana que ponías en riesgo era la tuya propia, cosa que resultaba para mí fundamental, perseguido como estaba por la mirada vidriosa de mi muerto. Para colmo, el torero se llamaba como yo. Me pareció un buen augurio, una coincidencia favorable. ¡Sí, una coincidencia! También a mí me pueden impresionar las casualidades, pero no veo la necesidad de inventarse rocambolescas teorías al respecto. Además, apenas si tenía doce años. De algún modo sentí que todo aquello, la fuga del toro, el oportuno paseo de Mazquiarán, el cercado de taxis, el estoque certero, había existido solo para mí. Que el acontecimiento se había celebrado en mi beneficio.

En Barcelona no había tenido ningún contacto con el mundillo taurino, porque además allí era prácticamente inexistente. Pero en Madrid los toros ocupaban un lugar importante de la vida pública. Empecé a frecuentar los ambientes de aficionados; toreaba de salón con mi mandil, merodeaba por los alrededores de las plazas cuando había corrida y me hacía amigo de los maletillas. Transcurrieron así un par de años con lentitud horrible. Víctor regresó, aunque permaneció en la clandestinidad. Nos veíamos a escondidas, muy de cuando en cuando. Me contó que Ascaso y Durruti estaban en Francia: eran demasiado conocidos como para atreverse a volver. Ambos se habían echado dos novias francesas, mejor dicho, dos esposas, porque convivían con ellas en toda regla y con esa absoluta seriedad que los anarquistas ponían en lo privado. Mi hermano no entendía mi súbita pasión por lo taurino:

«Tú estás chalado, Félix, tú es que estás chalado», decía Víctor, que siempre se negó a llamarme Fortuna.

Le parecía que mi vocación torera era una frivolidad, una tontería. Que me alejaría de la actividad revolucionaria y del sindicato, que era para él lo fundamental. Víctor quería que yo siguiera sus pasos y los de nuestro padre. Con más control y más cabeza que la que había demostrado tener con la bomba de México, pero sin dejar de entregarme por completo a la causa. Durruti, enterado de mi vocación y del desagrado de mi hermano, mandó un mensaje desde Francia: le parecía bien siempre que estudiara. «Déjale en paz, todavía es muy niño», le dijo a mi hermano. «Que se forme en los textos anarquistas y que se distraiga con los toros durante algunos años». De manera que Víctor me dejó. La palabra de Durruti seguía siendo ley entre nosotros.

Conseguidos todos los beneplácitos, a los quince me convertí yo mismo en maletilla y me dejé crecer la coleta en la nuca a la manera antigua, aunque ya se estaba empezando a generalizar el uso del postizo. Pero no para mí: yo me trenzaba mi auténtico pelo en el cogote y luego lo sujetaba en lo alto de la cabeza con una horquilla, llevándolo debajo de la gorra o del sombrero. Porque me compré un sombrero de fieltro: me parecía que un torero tenía que estar en torero a todas horas, uno era torero todo el día, desde por la mañana hasta la noche. También me compré los trastros de matar, la muleta, el capote; y un traje de tercera o cuarta mano, azul y plata, que me tuvo que arreglar Paquita (eso sí, refunfuñando horriblemente todo el tiempo) porque me estaba enorme. En cuanto que cumplí los dieciséis me fui a Barcelona para hablar con mi hermano y con Durruti, que acababa de regresar del exilio. «Quiero dedicarme en serio a torear», les dije, muy nervioso. «Tengo ya dos corridas apalabradas para dentro de un mes». Recuerdo la escena con claridad; estábamos en una mesa del bar del Paralelo: Ascaso, Buenaventura, Víctor. Ascaso sonrió chungón y despectivo: «Vaya con el pequeño Félix Roble, nunca acabará de sorprenderme. A los once años ponía bombas y era el anarquista más anarquista, y ahora resulta que todo aquello se ha olvidado y es el torero más torero. Tú lo que de verdad quieres es que te admiren las mujeres. Tú lo que quieres es ser rico y burgués y señorito». Observé que Víctor empalidecía: supongo que pensaba de mí lo mismo que Ascaso, pero no podía soportar que se pusiera públicamente en entredicho el buen nombre de nuestra familia. Cortocircuitado entre dos sentimientos tan contradictorios, mi hermano apretaba las mandíbulas y sudaba. Me sentí una basura, menos que una basura, un rizo de serrín: porque había algo de verdad en las palabras de Ascaso, siempre tan hábil y tan certero para herir; y, por su manera de decirlo, mis ambiciones parecían sucias, traidoras, miserables. Bajé la cabeza, acongojado. Durruti me dio un cariñoso pescozón en el cogote y me obligó a mirarle: «Deja a estos pelmazos y vente conmigo, Fortuna. Vamos a darnos una vuelta».

Caminamos el uno junto al otro por las calles, Durruti hablándome de sus problemas económicos y de sus dificultades para encontrar trabajo ahora que había vuelto. «Así es que quieres ser torero», dijo al fin. «Sí», contesté. «Me parece muy bien. Un hombre tiene que hacer lo que de verdad le gusta. A mí me gusta mi trabajo. Soy un buen mecánico, un buen metalúrgico». Anduvimos un rato sin hablar. «El anarquismo no es una religión», dijo Durruti. «Ni es tampoco una obligación que otro puede imponerte, como quien se mete en el Ejército. No. El anarquismo está dentro de uno, es una necesidad del corazón y de la cabeza. Y hay muchas maneras de trabajar para la causa». Nuevo silencio. «¿Qué tal la mano?». Su pregunta me sorprendió. Habían pasado cuatro años desde que perdí los dedos. Para mí, entonces, una vida entera. «Bien», contesté. «¿Y lo otro?», dijo. «¿El qué?». «El recuerdo del hombre. De tu muerto». Nunca habíamos hablado antes de eso. La precisión de sus palabras me estremeció: de mi muerto, sí, así lo sentía yo, exactamente. Meneé la cabeza con desaliento, me encogí de hombros y gruñí un poco, todo al mismo tiempo; y esperé que ese conjunto de sonidos y gestos fuera respuesta suficiente para Durruti, porque no sabía qué decir. Seguimos caminando. Pensé en toda la vida que tenía por delante, hermosa y fascinante pero también inquietante y oscura; y en lo fácil que era matar y tal vez morir. «Tengo miedo», musité, sin saber muy bien qué era lo que temía. Pero Buenaventura sí que debía de saberlo: «Yo tengo tanto miedo como tú», dijo. «El miedo y el valor vienen juntos. A veces no sé dónde termina uno y empieza el otro». Cuando regresamos al bar del Paralelo dijo a los demás: «Yo creo que le puede venir muy bien al sindicato que Fortuna se dedique a los toros y parezca limpio. Así le podremos utilizar en momentos difíciles». Y pidió una botella de vino para brindar por mi éxito. No hubo más que hablar sobre el asunto, como siempre. Cuatro semanas después pisaba por vez primera un ruedo. Decidí usar como nombre profesional el apodo de Fortunita, para que no me confundieran con el otro.

No os podéis imaginar cómo era el mundo de los toros entonces. Aunque quizá fuera mejor decir que no os podéis imaginar cómo era el mundo, a secas, porque los toros no hacían sino reflejar la brutalidad general de aquella vida. El ambiente taurino, desde luego, era atroz y era épico. No había penicilina, y las cornadas derivaban en gangrenas inevitablemente. Para luchar contra la infección, las heridas no podían coserse, de manera que las curas se convertían en un martirio interminable. Durante tres o cuatro meses había que quemar la herida todos los días; y todos los días tenían que sacar y meter por el boquete metros y metros de gasa empapada en éter. Cada año moría una decena de toreros, y eso que entonces había muchos menos de los que hay ahora, porque era un oficio demasiado duro, insoportable. Era una realidad de sol y de vértigo, de sangre y de vísceras. Los caballos de los picadores eran destripados todas las tardes por los toros; les metían las entrañas a puñados por la herida, les recosían en vivo en el patio de cuadrillas y les volvían a sacar al ruedo. Cuando la dictadura de Primo de Rivera estableció el uso del peto, acabando así con la matanza de caballos, el filósofo Ortega y Gasset escribió un artículo espeluznante diciendo que con esa medida protectora se había acabado el arte de los toros y que él no volvería a pisar una plaza. Y eso que Ortega era un intelectual, un buen intelectual. Ya os he dicho que la vida, entonces, era salvaje. Toda esa ferocidad y esa violencia estallaron después en la guerra civil.

Además, no sabíamos nada. Los toreros aprendices, quiero decir. No había televisión que emitiera corridas, no teníamos dinero para pagar la entrada de los toros. Llegábamos al ruedo sin haber visto torear a nadie, encandilados por vagos sueños de gloria y empujados por el hambre y el analfabetismo. A torear se aprendía toreando por los pueblos, en plazas de carros sin picadores y sin médicos. Cada novillero, cada matador, estaba obligado a llevar una cuadrilla de tres toreros, según las ordenanzas. Pero por los pueblos se cobraba muy poco, así es que el matador fracasado o el novillero primerizo llevaba tan solo a un verdadero torero, a un subalterno profesional a quien pagaba, y a un par de tocinos, que eran los novatos que querían aprender a torear, y a los que tan solo costeaba los gastos.

Y eso hice yo, naturalmente: a los dieciséis años me puse de tocino. Me arrimé a un viejo subalterno, Crespito, un hombre cabal, una buena persona y un buen torero, y él me fue metiendo en las corridas a las que le llamaban. En septiembre de aquel primer año, era 1930 y yo apenas si llevaba un par de meses de tocino, nos fuimos a torear a una plaza de carros en el pueblo de Bustarviejo. Íbamos de cuadrilla con Teófilo Hidalgo, un novillero de veintisiete años que parecía un anciano. Salió un toro serio. Eran malos toros, los toros de los pueblos, y su peligro aumentaba al estar sin picar. Eran animales sin clase y sin bravura, bichos de seis años y 25 arrobas, o sea, 300 kilos, ágiles y fuertes como demonios. Y aquel de Bustarviejo era un toro serio. Recuerdo a Crespito exhortándole a Teófilo desde el burladero: «¡Ligero! ¡Ligero!». Pero aquel muchacho que parecía un anciano no fue lo suficientemente ligero. El toro lo agarró y le pegó cuatro cornadas monumentales. Le partió el pulmón, le sacó los órganos genitales. Cualquiera de las cornadas hubiera sido mortal, pero fueron cuatro. Se quedó en el suelo como un muñeco roto. Recuerdo el sol cegador, siempre es cegador el sol cuando hay una cogida, aunque esté nublado. Recuerdo el resol, mis ojos entrecerrados y lagrimeantes, el olor de la sangre, el rugido del público. Eran las fiestas del pueblo y estaban borrachos. Borrachos y excitados por el espectáculo de la muerte. Se llevaron a Teófilo a la escuela, que servía de enfermería improvisada. Allí quedó tirado sobre la mesa astillada de la maestra, como un gato reventado por un carro. Crespito, en la plaza, dijo: «Este toro hay que matarlo». Es el rito, es lo justo, no ha de poder la bestia con el hombre, no ha de salir el animal entero de la plaza hacia la ignominia del matarife. De manera que Crespito cogió el estoque. A mí las mujeres me agarraban, desde sus asientos sobre los carros las mujeres me agarraban por el cuello, por los hombros, de la cabeza: «¡No salgas, chico, no salgas!». Yo apenas si era un niño y les daba lástima; temían verme destripado, como a Teófilo. Pero la banda de música empezó a tocar y, después de que Crespito acabara con el animal aquel, quisieron obligarnos a lidiar el otro toro, y nos amenazaron con meternos en la cárcel. La vida no valía un céntimo por entonces y ni siquiera la tragedia de una muerte pública y violenta como la de Teófilo podía ennoblecer, aunque solo fuera por un momento, el aturdimiento de una fiesta de pueblo, toda sudor y polvo y alcohol barato. Cuando regresamos a Madrid, Paquita quemó mi traje azul y plata en la estufa del cuarto, y luego me sentó en una silla y cortó mi coleta de un solo tajo. Yo la dejé hacer: no era cuestión de resistirse a sus poderosas manos de Sansona. Pero dos semanas más tarde estaba toreando de nuevo con Crespito, con un traje prestado que tenía que atarme a la cintura con una cuerda.

A Crespito le partió un toro la femoral en Torrelaguna al año siguiente, o sea, en 1931. Y murió un mes después de la cornada. El toro dejó el cuerno clavado en la madera de la plaza de carros, después de atravesarle. Crespito tenía cincuenta y tres años y ya estaba torpe; por eso ahora se veía obligado a torear esas corridas de mala muerte. Antes, en su buen momento, había sido un subalterno muy solicitado y había ido con maestros. Aquel día en Torrelaguna el burladero estaba lleno de gente, gente que no debía de haber estado allí, y por eso Crespito no se pudo guarecer cuando lo necesitó. Un médico que estaba entre el público le ligó las arterias. Pero yo vi que se moría. Me vine a Madrid desesperado para buscar una ambulancia. Pero en aquella época solo había tres ambulancias para atender a toda la ciudad, y no consintieron en desplazarse. Entonces cogí todo el dinero que tenía y empeñé mi traje y el capote; y gracias a Paquita, que me dio lo demás, alquilé un taxi con conductor, uno de esos grandes Citroen Pato; y metí un colchón dentro del taxi y ahí me traje a Crespito. Ya se le había gangrenado la pierna y en Madrid se la tuvieron que amputar. «¡Y que ese toro se haya quedado vivo!», repetía él con lamento obsesivo, porque el animal que lo había clavado contra el carro había sido devuelto a los corrales. Aguantó el hombre lo que pudo, pero a los veinte días se murió. «Es que a esas edades…», decía el médico, como si se tratara de un anciano ¡Y solo tenía cincuenta y tres años! Y en cambio aquí me tenéis a mí ahora, con ochenta, pudriéndome por dentro como a Crespito se le pudrió la pierna.

Luego me puse de novillero, y trampeé por los pueblos intentando hacer una carrera de figura. Solía llevar, como subalterno profesional, a un buen hombre llamado Primitivo Ruiz; ese Primitivo tuvo durante mucho tiempo una fístula en el ano de una cornada y se tenía que poner paños en los pantalones, pero como necesitaba el dinero seguía trabajando. Un día que fui a buscarle para marcharnos a torear a algún pueblo me lo encontré lívido, temblando, con una fiebre enorme. «No puedo ir, mira cómo estoy». Me quedé horrorizado. «Primitivo, voy solo. No llevo nada más que dos tocinos». Y Primitivo, que era un profesional y sabía todo lo que podía pasarle a un torero solo y a dos tocinos en una maldita plaza de carros de un maldito pueblo, se puso sus paños, se vistió y se vino. Era un mundo de honor.

Pero no todo era tan atroz, naturalmente. No todo era dolor y necesidad y cuerpos rotos. También estaba la emoción del arte de torear, la embriaguez del peligro, el brillo siempre evasivo de la gloria. Uno era torero las veinticuatro horas, ya lo he dicho. Ser torero era tener donaire, era ser arrogante, era disfrutar de la vida porque se estaba vivo. Ser torero joven, y más si eras rubio como yo, era conquistar el favor de las hembras. Recuerdo que en el año 1934 le brindé un toro a un apoderado que conocía de vista, y que estaba acompañado de unas mujeronas muy aparentes. Cuando fui a recoger la montera, la señora situada a la derecha del tipo me la devolvió con una nota: «Vale por una dormida a elegir mujer». La señora aquella era Adela la Botones, una madama célebre. Fueron años felices. Incluso llegué a tener cierto éxito; y toreé en Madrid junto a Pascual Montero El Señorito, un novillero que estaba de moda.

Siendo joven como yo lo era, la vida torera era una buena vida. Sobre todo entre corridas, cuando no había que dejarse matar en una plaza de carros. Por la mañana entrenabas durante algunas horas, como hacen los atletas. Y a la hora del aperitivo te ibas al Rompeolas, que era la parte alta de la calle Sevilla. Ahí nos reuníamos a la vez los cómicos y los toreros. Los cómicos a un lado, junto al Café Inglés, y los toreros al otro lado, esquina con Alcalá. Nos estudiábamos los unos a los otros, separados tan solo por unos cuantos metros de acera, sin que se mezclaran nunca los corrillos. Éramos dos razas de vanidosos, y rivalizábamos en garbo, en rumbo y en majeza. Estábamos tiesos, no teníamos entre todos una peseta, pero alardeábamos muchísimo. Recuerdo un chascarrillo que circuló durante algunos días por el Rompeolas: en un punto intermedio de los corros coinciden un par de taurinos y un par de actores. Los actores preguntan: «¿Y esos nuevos de allá?». «Son también toreros», les contestan los otros. Los cómicos se burlan: «¡Toreros! ¡Aquí todos fanfarronean de ser toreros, pero si apareciera de repente un toro por aquí ya verían ustedes la que se armaba!». «Pues no pasaría nada, porque antes de que la pobre bestia hubiera podido llegar hasta los toreros, ustedes los cómicos se la habrían comido», contestan los otros. Allí, en el Rompeolas, conocí a tu padre, que era algo menor que yo; él no se acuerda de mí, pero yo me quedé con su cara, porque luego le seguí viendo en los teatros.

Después, por la tarde, te ibas a la tertulia. Y al caer la noche comenzaba la fiesta. Y qué fiestas aquellas. Era una mezcolanza de flamencos, y artistas, y toreros; de ladrones y señoritos finos; de escritores y de picadores analfabetos; de putas regeneradas y convertidas en estupendas señoras o de jovencitas inquietas y demasiado hermosas que iban para putas. La gente de bronce, como decía Valle Inclán. Eran noches que nunca se acababan, las noches eternas de la juventud, que vistas desde mi edad, os lo aseguro, llegan a fundirse en una sola.

Era una vida fronteriza, en muchos sentidos mísera y marginal, pero que al mismo tiempo te permitía codearte con la aristocracia de la sangre y del dinero. Era una vida transgresora y nada convencional que se adecuaba muy bien a mi ideología. Sin embargo, cosa extraordinaria, la mayoría de los taurinos eran políticamente de derechas. Yo me fingía republicano y discutía con ellos, pero me cuidaba mucho de mostrar mis verdaderas inclinaciones: seguía manteniendo mi vertiente libertaria en el secreto. Era una cautela necesaria: los anarquistas continuaron siendo la bestia a perseguir durante la República, hasta el punto de que en 1932 Durruti y Ascaso fueron deportados durante varios meses al África Oriental. Cuando no estaban deportados, cuando no estaban en la cárcel, yo me veía clandestinamente con ellos y con mi hermano Víctor, que se había convertido en un dirigente del sindicato. Me usaban para las ocasiones extremas: para pasar unas órdenes escritas que nadie más podía pasar porque la policía los vigilaba, o para sacar de Madrid, camuflado de tocino, a un compañero en fuga: y qué miedo pasó el aguerrido activista cuando tuvo que salir al ruedo a hacer el paripé de su trabajo.

Un día, recuerdo, mi hermano me aconsejó que acudiera a una subasta: «Va a ser divertido. Tú ve allí y mira». El Gobierno de la República había confiscado de modo abusivo las rotativas de Solidaridad Obrera, el periódico libertario, y las sacaba a la venta aquella tarde. Acudí por mi cuenta, intrigado, y al llegar a la sala de la puja empecé a reconocer entre la gente a una veintena de compañeros del sindicato. Comenzó la licitación, se remataron unos cuantos objetos, y llegó al fin el turno de la imprenta. En cuanto que se abrió la puja, Durruti levantó la mano y dijo: «Veinte pesetas». Era una cantidad ridicula, una burla. Un comerciante calvo, situado algunas filas más atrás, ofreció entonces mil; al instante siguiente el cañón de una Browning le aplastaba una oreja, así es que el comerciante comprendió la indirecta y retiró lo dicho. Nadie se atrevió a añadir palabra. Y entonces Ascaso, con sorna achulapada, hizo una nueva puja: «¡Cuatro duros!». Así estaban las cosas por entonces. Todo era un deambular de pistoleros, un latir soterrado de los preparativos para la guerra.

Pero hubo también otros momentos más conmovedores. Recuerdo de manera especial una visita a Buenaventura Durruti ya casi al final de todo, en la primavera de 1936. Yo había ido a torear al sur de Francia, y al regresar a Madrid pasé por Barcelona con la intención expresa de visitar a mi antiguo héroe. Durruti estaba atravesando momentos muy difíciles; llevaba muchos años incluido en la lista negra y nadie le ofrecía trabajo, y el sindicato era demasiado pobre como para poder ayudar económicamente a sus líderes. Vivía en una covacha inmunda junto a Emilienne, su compañera, que le había seguido desde Francia, y Colette, la hijita de ambos, que debía de tener entonces cuatro o cinco años. Emilienne trabajaba de cuando en cuando como acomodadora en un cine, y de esos magros ingresos malvivían. Fui a verle acompañado por Germinal, un medio primo mío de Barcelona, también anarquista. Nos encontramos a Durruti con un delantal atado a la cintura, fregando platos y preparando la cena para la cría y para su mujer, que aún no había vuelto del trabajo. Germinal se echó a reír: «Pero, hombre, esto es cosa de señoras…». Era cierto que Buenaventura resultaba chistoso con ese delantal de mujer que parecía diminuto en su pecho de toro, y con su cabeza de gorila emergiendo por encima de los volantes. Pero entonces Durruti se irguió, y su entrecejo se encapotó, y sus ojos relampaguearon; y ya no pareció chistoso en absoluto, sino feroz y peligroso. Germinal dio un par de pasos para atrás y yo mismo, aun queriendo a Durruti como se quiere a un padre, no pude por menos que encogerme en mi asiento. «Toma este ejemplo», tronó Buenaventura, señalando con el dedo al amedrentado Germinal. «Cuando mi mujer va a trabajar, yo limpio la casa, hago las camas y preparo la comida. Además, baño a la nena y la visto. Si crees que un anarquista tiene que estar metido en una taberna o un café mientras su mujer trabaja, es que no has entendido nada».

No, no entendíamos nada todavía. No imaginábamos lo que se nos venía encima, aunque olfateáramos nerviosamente el aire como perros excitados que intuyen la proximidad de la caza. No sabíamos que muy pronto todo se acabaría. Adiós a los sueños libertarios, adiós para siempre a los amigos; y a los toros, a la juventud y la vida alegre. El mundo conocido caminaba a su fin.

Pero por entonces no sabíamos nada de esto; éramos inocentes, es decir, unos ignorantes, y teníamos la cabeza llena de esos pequeños afanes que siempre nos ocupan a los humanos, de esas nimiedades que luego quedan en suspenso ante las catástrofes. Yo estaba satisfecho con el avance de mi carrera taurina y quería tomar la alternativa; y además, y por primera vez, tenía una novia en serio. Pero sobre todo estaba feliz de poder encontrarme con Durruti, a quien hacía mucho tiempo que no veía. Buenaventura también parecía contento con mi visita; tras el rapapolvo a Germinal, su ceño de niño grande volvió a distenderse. Bajó a comprar vino a la taberna y a pedir unos huevos prestados a la vecina. Preparó una estupenda tortilla de patatas y cuando llegó Emilienne nos dimos un banquete de tortilla, chorizo, queso y pan tomaca. Durruti estaba un poco achispado y de muy buen humor. «Vaya con el niño Félix, todo lo que ha crecido», dijo. «Aquí le tenéis, haciéndose una figura del toreo. Me parece muy bien, pero que no se te olvide que la lucha sigue siendo lo más importante. La lucha, la solidaridad y la libertad. Se lo debes a tu padre y a tu hermano. Me lo debes incluso a mí, coño. Pero sobre todo se lo debes a todos los pobres, a todos los desgraciados. Félix Roble Fortunita, el torero de moda… Siempre tuviste buena estrella, cabrón… Brindo por ti, Fortuna. Me alegro de que hayas venido. Seguro que me vas a dar suerte, y la necesito».

Aquella fue la última vez que vi a Durruti. Apenas un mes después estalló la guerra.

A grandes males, grandes remedios. En vista de que pasaban los días y no volvíamos a tener noticias de Ramón, Félix ideó un plan de emergencia:

—Tenemos que viajar a Holanda cuanto antes.

Adrián y yo nos quedamos atónitos. Chochea, pensé para mí con inquietud.

—Podría ir yo solo, pero creo que sería conveniente que me acompañaras. Y si lo desea, también puede venirse el chico con nosotros.

—Vaya, hombre, gracias —dijo Adrián con sorna.

—Pero ¿por qué a Holanda? ¿Y para qué? —pregunté.

—Porque es el centro mundial del comercio ilegal de diamantes. O por lo menos lo era en mis tiempos de activismo político. Y seguro que sigue ocupando un papel relevante en el negocio: un imperio clandestino como ese no es fácil de derribar.

—Pues sigo sin entender nada. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los diamantes?

—Dejadme hablar. Sois los dos demasiado impacientes, demasiado jóvenes. Veréis, el grueso del dinero negro que circula en el mundo se convierte en diamantes, bien para blanquearlo o bien por la facilidad que ello supone para mover grandes cantidades. Estoy hablando del dinero negro de verdad, de sumas importantes y que han de recorrer trayectorias difíciles. Hablo de los narcotraficantes y de los comerciantes de armas, por ejemplo, pero también del dinero político. Las mafias italianas compran a sus ministros y sus jueces con diamantes, la ETA y el IRA utilizan diamantes en sus operaciones, Gaddafi paga con diamantes los movimientos terroristas de los países que pretende desestabilizar. De mis tiempos de pistolero aprendí que hay muchos mundos en el mundo, y el más amplio, el más sólido y más estable es el mundo clandestino de la criminalidad internacional. La alta delincuencia es la mayor multinacional que existe en el planeta; posee unas normas estrictas, una administración colegiada, una jerarquía bien establecida. Y funciona en todos los países de la tierra. Eso sí que es internacionalismo, y no los sueños bolcheviques o libertarios. Yo conozco en Amsterdam a un tipo, o lo conocía, tal vez se haya muerto, que mandaba bastante en el comercio de los diamantes. Podemos ir allí e intentar hablar con él; y si no es con él, con sus descendientes: suelen ser negocios familiares. Hay un puñado de comerciantes holandeses que ocupan un lugar elevado en la jerarquía mundial de la delincuencia. Puede que ellos conozcan algo de Orgullo Obrero, o, en su defecto, por lo menos sí nos podrán decir a quién tenemos que dirigirnos en España para aclarar el caso. Porque todo se trata de saber a quién preguntar, como en un ministerio. Pregunta a la persona adecuada y obtendrás respuestas. Yo creo que deberíamos probar: no tenemos nada que perder. Vámonos a Holanda e intentemos encontrar a mi viejo amigo.

Explicado así, tal y como Félix lo explicó, el asunto sonaba exótico pero bastante fácil, como si una pudiera llegar a una oficina de información en Amsterdam, y presentar una instancia, y ser introducida en un despacho ante un funcionario correctísimo dispuesto a contártelo todo amablemente.

—Está bien, ¿por qué no? —concedí—. Vámonos a Holanda. Me envenena la sangre permanecer aquí sin hacer nada.

Aunque Félix estaba empeñado en pagarse el viaje de su bolsillo (Adrián no tenía un duro, y se dejaba invitar con ese desparpajo que suelen mostrar los jóvenes a la hora de explotar económicamente a los mayores), conseguí convencerle de que usáramos el dinero sobrante de la caja de seguridad: habíamos recogido 201 millones de pesetas, pero solo habíamos entregado 200 a los de Orgullo Obrero.

—No es dinero mío, no es dinero limpio, no me gusta y no lo quiero. Qué mejor fin que gastarlo entre todos para intentar descubrir alguna pista.

Una vez tomada la decisión, nos pusimos a organizar el viaje con diligencia. Me costó un buen rato convencer a Félix de que no se llevara su Trabuco-Pistola; tuve que explicarle que no habría manera de evitar los arcos de metales y los túneles de rayos X de los aeropuertos; que detectarían el revólver y acabaríamos teniendo un problema, puesto que Félix carecía de permiso de armas. Mi vecino fruncía con enojo sus hirsutas cejas blancas: no estaba del todo convencido de mis palabras. Por su confusión respecto a las medidas de seguridad, descubrí que hacía muchos, muchísimos años que no volaba:

—Es que a Margarita, mi mujer, le daba miedo el avión, y luego yo, ya de jubilado, pues… —se justificó con cierto rubor.

Qué extraño personaje, este Félix Roble; tan pronto sabio, cosmopolita y conocedor de los más profundos arcanos de la vida, como sedentario ancianito pensionista que ni tan siquiera sabe que no puedes pasar un cañón por un aeropuerto. Aunque, en realidad, me dije entonces, qué estrambóticos éramos todos, qué trío tan absurdo. Félix, que ya estaba fuera de la vida por ser viejo, pero que no se resignaba a su vejez y andaba jugando al pistolero; Adrián, que estaba fuera de la vida por ser joven, un chico sin oficio ni beneficio, sin pasado y sin un futuro previsible; y yo, Lucía Romero, la peor de todos, justo en la edad del ser y del estar, pero ni estando en ningún lado ni sabiendo quién era, pura contradicción y desconcierto, una cuarentona mareada de miedo. A nuestros pies, la Perra-Foca hacía el mismo ruido al respirar que un motor de explosión con las bujías sucias; dormitaba feliz y absolutamente convencida de que nosotros la protegeríamos, de que éramos dioses omnipotentes capaces de nutrirla y rascarla y pasearla durante toda la eternidad perruna, en vez de vernos como en el fondo éramos, unos humanos miserables y atónitos. Al otro lado de las ventanas, el resto de las personas de la tierra se afanaban en sus obligaciones; iban y venían, laboriosos, como si tuvieran razones suficientes para moverse; y cumplían horarios, plantaban árboles, daban papillas a los niños, compraban pasteles los domingos, se iban de vacaciones en agosto con un remolque caravana. Hacían cosas. Vivían.

Bien, ahora nosotros por lo menos íbamos a hacer algo: nos marchábamos a Amsterdam a buscar la verdad. Porque ya no era Ramón, o no era solo Ramón, lo que estaba en juego. Tuve que admitir la evidencia en el aeropuerto, mientras revivía, con cierto escalofrío, la desaparición de mi marido; y durante el vuelo, mientras yo fingía dormitar y Adrián y Félix discutían; y en el taxi, camino del barato y deprimente hotel donde nos alojamos, cercano a las calles de escaparates de las putas. Lo que ahora me movía era el afán de desentrañar la verdad, si es que tal cosa existe y tiene entrañas. Sí, quería recuperar a Ramón, y socorrerle, en el supuesto de que le hiciera falta ser socorrido. Pero también necesitaba saber qué había hecho mi marido para acabar así; cuál era su implicación con Orgullo Obrero; cómo era en realidad aquel Ramón con quien conviví más de diez años; por qué me dejé engañar tan fácilmente. Quién era, en fin, esta Lucía Romero que habitaba en la inopia.

La mañana de nuestro primer día en Amsterdam amaneció oscura como (¿por qué siempre dicen «como boca de lobo»? Pobres lobos, de colmillos resplandecientes y lenguas rosadas), oscura como boca de urinario subterráneo. Hacía un frío extremado y una desagradable aguanieve hería las mejillas. Amsterdam, tan hermosa como siempre, mostraba un aspecto solemne y sepulcral bajo el cielo de plomo. Las calles estaban vacías, los canales negros y revueltos, y en cualquier esquina podía estarse cometiendo un asesinato. Salimos del hotel envueltos en lúgubres presagios. Esas eran mis sensaciones, por lo menos; a Félix se le veía animado y verborreico. Tal vez fueran los nervios.

La Tweede Onno Ligtvoetstraat estaba a dos minutos de Rokin, la arteria principal de los comerciantes de diamantes. Comerciantes legales, con joyerías honorables y dignas; solo que, amparados en el sólido prestigio de los orfebres holandeses, unos pocos empleaban la trastienda para el otro negocio. Para las transacciones millonarias y secretas.

En la Tweede Onno Ligtvoetstraat estaba la venerable joyería Van Hoog, una pequeña tienda de portada de madera labrada y aspecto orgulloso en cuyo frontispicio se podía leer «Founded in 1754» en letras talladas y estofadas en oro. Remoloneamos un poco alrededor del pequeño escaparate antes de atrevernos a entrar: en los exhibidores había sobre todo diamantes, pero también esmeraldas, aguamarinas o rubíes; y hermosas joyas antiguas, dispuestas con primor sobre fondos de terciopelo rojo. Por ningún lado se veían las horrorosas cadenitas de oro para turistas, con miniaturas de molinos o de zuecos, que solían atestar las demás tiendas. Van Hoog era una joyería exquisita, un lugar de categoría y con buen tono.

De manera que entramos y nos detuvimos frente al mostrador, un poco pavisosos y apocados.

Can I help you?

Quien se había ofrecido a atendernos era un duque de unos cuarenta años. Digo yo que era duque porque llevaba el traje gris perla más elegante que jamás he visto, con doble botonadura y una tela increíble; camisa azul a juego, corbata de seda en amarillos. Por encima de eso, una cara de príncipe consorte de Inglaterra, con punzantes ojos grises, la nariz aguileña y un mentón nobilísimo que consentía en dirigirse a nosotros con cortesía. Son tan magnánimos los verdaderos aristócratas…

May I speak with Mr Van Hoog, please? —dijo Félix con aceptable sintaxis y calamitoso acento: ¿Puedo hablar con el señor Van Hoog? Qué sorpresa: ignoraba que el viejo supiera idiomas.

—Yo soy el señor Van Hoog. ¿Qué desea? —contestó el duque en su inglés exquisito.

—No, perdone, usted no; me refiero al viejo señor Van Hoog, un hombre de mi edad. Somos antiguos conocidos, aunque hace mucho que no lo veo. Espero que todavía esté vivo —explicó Félix.

—Supongo que se refiere usted a mi padre. Se ha retirado del negocio. Ya no viene nunca por aquí. ¿En qué puedo servirle? —respondió el hombre, imperturbable.

Félix me miró, un poco agobiado. Bien, puestas así las cosas, no había más remedio que aventurarse. Le vi prepararse para dar el salto y aguanté la respiración cautelosamente.

—Bueno, se trata de… Es un asunto un poco difícil de abordar… —empezó Félix con voz titubeante—. Me llamo Fortuna y… Mi hermano y yo pertenecíamos a la guerrilla anarquista española… Éramos pistoleros anarquistas, ¿sabe usted? Y hace años veníamos aquí para comprarle a su padre diamantes del mercado negro.

Aunque estábamos solos en la tienda, Félix había bajado la voz.

—Me temo que está usted equivocado, señor. Nosotros jamás trabajamos en el mercado negro —respondió el duque sin menear un músculo.

—Perdóneme que insista, pero por lo menos cerramos cuatro o cinco transacciones con su padre. Y yo fui el encargado de venir a esta tienda y traté en persona con el señor Van Hoog.

—Le repito que se ha equivocado.

—Mire, solo quiero hablar un momento con su padre. ¿Por qué no me pone en contacto con el señor Van Hoog? Si no, no tendré más remedio que buscarlo por otra parte. Tendré que ir a hablar con los vecinos de esta calle. Contarles mi historia. Preguntar por él.

A medida que Félix insistía, el plan general de este viaje a Holanda y el particular de esta visita a la joyería Van Hoog empezaban a parecerme una auténtica locura. Aun en el caso de que Félix no hubiera confundido sus recuerdos (la memoria de los viejos es como un calcetín agujereado) y estuviéramos en el lugar correcto, ¿quién nos mandaba ir diciendo semejantes burradas a un principesco hijo que probablemente ignoraba las andanzas juveniles de su padre? Claro que la cosa todavía podía resultar peor. Aún podía ser cierto que este establecimiento tan exquisito fuera el centro de una mafia mundial; y, en ese supuesto, venir a tartamudearles impertinencias, como Félix estaba haciendo, se me antojaba ahora una de las cosas más inconvenientes e insalubres a las que uno podía dedicarse en la vida.

Intenté tragar saliva, pero tenía la boca tan seca como un barril de harina.

—Bien… —El seudoduque dejó vagar por un instante su mayestática mirada gris en la lejanía—. Supongo que este no es el lugar más adecuado para discutir el asunto. Si son tan amables, ¿no les importaría acompañarme al piso superior?

No nos importó, naturalmente, aunque para mi coleto yo estaba convencida de que nos iban a pegar una paliza en cuanto que nos metieran en la trastienda. Pero no, me equivoqué. De la joyería pasamos a una minúscula salita con archivadores y sillones de cuero, y de ahí, por una escalera de madera chirriante que el príncipe consorte subió en primer lugar (se disculpó por pasar por delante y explicó que era para enseñarnos el camino), ascendimos hacia el piso superior, primero a un corredor oscuro y luego a una sala. Fue ahí donde nos atizaron.

Es decir, le atizaron a Adrián. Nada más entrar en la habitación, dos enormes gorilas vestidos de Armani se abalanzaron sobre nosotros; en un santiamén sujetaron a Félix y al muchacho, retorciéndoles los brazos por detrás de la espalda. El duque, mientras tanto, me agarró por el cuello. Fue una humillación: me llevaba medio en volandas, casi de puntillas, como un conejo. Se acercó a Félix conmigo colgando de una mano.

—¿Quiénes sois y qué queréis? —dijo el hombre, con voz tranquila, planteando las preguntas de rigor.

—¡He dicho la verdad! —gritó Félix—. No vengo en busca de problemas, solo necesito un poco de ayuda de su padre; pregúntele al señor Van Hoog sobre Fortuna y Víctor el Figurín, los anarquistas españoles…

El hombre no pareció muy convencido. Levantó el puño derecho y por un momento pensé que lo iba a estrellar en la cara de Félix. Pero debió de parecerle de mal gusto golpear a un anciano: el duque era un señor muy fino, desde luego. De modo que giró un poco sobre sí mismo y golpeó la boca de Adrián. Fue un puñetazo notable, teniendo en cuenta que apenas si había tomado impulso, que su equilibrio estaba desnivelado por el peso de mi cuerpo en su mano izquierda y que no parecía estimulado por la pasión o la saña: el príncipe consorte seguía tan civilizado y tranquilo como antes. Casi esperé que le pidiera disculpas a Adrián por haberle manchado la camisa con la sangre que caía de su labio roto.

Las cosas hubieran podido ponerse bastante tenebrosas para nosotros si no hubiera sido porque de repente sonó una voz enérgica que dijo algunas frases en flamenco. Podrían haber sido las palabras con que Moisés separó el mar Rojo: los gorilas dejaron libres a Félix y a Adrián de manera instantánea, y el duque soltó mi cogote y se alejó unos cuantos pasos. Acudía a presentar sus respetos a un viejo que entraba en la habitación apoyándose en un andador de tubos metálicos. Era un viejo lindo, envuelto en una alegre bata de franela a cuadros, con pantuflas a juego y un gorro de lana de dormir como los de los cuentos, rojo, largo y acabado en punta con un pompón. Por debajo del gorro se escapaban unos rizos blancos despeinados que enmarcaban una cara rosada y mofletuda, de cándidos ojos azules y aspecto bonachón. Parecía Papá Noel a punto de acostarse.

—¿Tú dices que anarquista? —preguntó el viejo en mediano español—. ¿Tú hermano de dos hermanos guerrilleros? Veremos.

Se acercó penosamente con el andador hasta colocarse a un palmo del rostro de Félix. Le escrutó con interés durante un rato.

—Sí… Recuerdo… ¿Tú Suerte?

—Fortuna, soy Fortuna, señor Van Hoog.

—Eso sí, Fortuna. Y hermano Victoria.

—Víctor. Víctor el Figurín.

—Eso sí.

Van Hoog volvió a pasar revista a Félix de arriba abajo.

—Mmmm… Tú bien, muy bien, ¡yo cojo! Viejo, un asco. ¿Cuántos años tú?

—Ochenta, señor Van Hoog.

—¡Yo setenta y nueve! Tú cabrón.

Pero sonreía, tal vez encantado de encontrarse con un antiguo conocido de los tiempos jóvenes. O a lo mejor es que se aburría estando jubilado.

Esa sonrisa de Papá Noel lo cambió todo. El hijo cruzó unas cuantas frases en flamenco con su padre y después nos dedicó una somera inclinación de cabeza y se bajó a la tienda. Los guardaespaldas vestidos de Armani se transmutaron en atentos camareros y nos sirvieron un café con pastas, en delicadas tazas de porcelana inglesa, sobre una mesita de caoba. Incluso trajeron una bolsa de hielo para el labio tumefacto de Adrián.

Estuvimos con él toda la mañana, bebiendo café y mordisqueando pastas. El viejo Van Hoog solo se comía las guindas que hay en el centro de esas pastitas radiales como soles pequeños. Devoraba guinda tras guinda y la masa la tiraba a una papelera. A medida que se iban acabando las pastas de ese tipo, los Camareros-Gorilas traían más.

Le explicamos con minucia nuestra historia, y me parece que la encontró amena. Cabeceaba y asentía con pequeños gruñidos a las explicaciones de Félix, a mis comentarios; pero cuando terminamos de hablar, empezó a hablar él. Nos contó sus andanzas juveniles cuando la Segunda Guerra. Cómo participó en la Resistencia contra los nazis; cómo ayudó a la fuga de judíos. Sus novias, sus amigos, sus primeros negocios. Todo esto en su lengua de trapo, en su español comanche. A eso del mediodía ya estábamos los tres desesperados. No nos decía nada sobre nuestro asunto y la conversación empezaba a languidecer. En un momento dado, el viejo Van Hoog cerró los ojos e inclinó la barbilla sobre el pecho.

—Y ahora va y se nos duerme, el tío —farfulló Adrián, que estaba comprensiblemente indignado por la hinchazón creciente de su morro.

—No duerme, pienso —se agitó el joyero, abriendo los ojos y enderezándose en la silla.

Levantó una mano y pidió algo en flamenco a uno de los gorilas. El Mayordomo-Matón salió de la habitación con expresión solícita y regresó al poco tiempo con una preciosa caja de laca china. Van Hoog sacó unas cuartillas de un papel de magnífica textura, cremoso y con grumos irregulares. Desenroscó una Mont-Blanc tripuda y escribió con letra temblorosa:

«They only want to talk. They are my friends. (Solo quieren hablar. Son mis amigos)».

Firmó debajo con su nombre completo y luego puso un sello en tinta verde al pie de la hoja: una torre rechoncha de almenas recortadas, en todo parecida a una pieza de ajedrez.

—Eso sí. Hablar con.

Volvió a agitar una mano en el aire y se acercó el gorila, quien, tras escuchar la orden de su jefe, abandonó la habitación. Esperamos todos en silencio. A los tres minutos regresó el energúmeno con una hoja en la mano y se la dio a Van Hoog.

—Hablar con Manuel Blanco, eso sí —dijo el joyero leyendo la nota—. Teléfono Madrid, aquí papel. Él pequeño hombre nuestro. ¡Pequeño! Ayudará. Aquí mi documento. Mi sello. Mi firma. Ayudará también. Muchos amigos Madrid. Algunos grandes. Ellos sí saben. Es todo. Adiós. Próxima vez yo y tú te vemos, Fortuna, los dos un poco muertos. Eso sí.

Y se rio a carcajada abierta de su propia gracia, más parecido a Papá Noel que nunca. Luego dijo algo al guardaespaldas y este le levantó en brazos como quien levanta una muñeca. El otro gorila agarró el andador metálico, y el grupo desapareció sin añadir palabra por la pequeña puerta del rincón. Ahí quedamos nosotros, con los dos papeles que nos había dado el viejo, los restos del café y una cesta llena de pastas mordisqueadas. Salimos por nuestra cuenta del local (el despacho del piso de abajo tenía una puerta directa a la calle que nos evitó el paso por la tienda) y cuando estuvimos fuera respiramos.

—Lo hemos conseguido.

Era increíble, pero lo habíamos conseguido. La euforia burbujeó dentro de mí, como el principio de una borrachera. Habíamos hablado con un pez gordo, teníamos un contacto en Madrid, incluso disponíamos de una especie de carta de recomendación, ¡y todo eso sin que nos partieran la boca! O, por lo menos, sin que nos la partieran demasiado.

—Pobre Adrián. ¿Qué tal estás? —dije, recordando el puñetazo y advirtiendo que el muchacho iba demasiado callado.

—Bien. No es nada —contestó.

Pero al acercarme a él advertí que estaba temblando.

—¿Qué te pasa?

Le toqué una mejilla: era como arrimar la mano a una caldera.

—Tienes fiebre. Yo creo que mucha fiebre.

—Ya me encontraba mal esta mañana.

Cierto, lo había dicho. Había dicho que se sentía mareado, aunque yo, con la tensión del día, no le hice mucho caso. Ahora iba dando tumbos por la calle, con los ojos desenfocados y brillantes. Cogimos un taxi y nos trasladamos al hotel; subimos a pie los dos tramos de sórdida escalera y entramos los tres en la habitación de Adrián, que era angosta y larga, con una camita virginal y estrecha, un armario desvencijado a los pies y una ventana que daba a un patio oscuro.

—Métete en la cama enseguida —dije inútilmente, porque Adrián ya se estaba desatando las zapatillas deportivas—. ¿Quieres que te ayudemos?

—No, no —respondió él, aturdido y torpe, sacándose el jersey por la cabeza.

Aunque para torpe yo, que no sabía si irme o si quedarme. Pensé: que un muchacho de veinte años se quede en paños menores es una nimiedad; si no me gustara, no me daría ningún apuro que Adrián se desvistiera frente a mí. Pero el problema era que me gustaba. Miré a Félix, turbada.

—Pues parece que no nos necesita.

Para entonces Adrián se había quitado los vaqueros y se había quedado en calzoncillos, y al instante siguiente estaba ya metido entre las sábanas. Un relámpago de carne blanca y sólida, un pecho robusto y delicioso de hombre ya cuajado.

Pero dentro de la cama, mostrando tan solo su cara de gato entristecido, parecía un niño.

—No os vayáis —dijo.

Pequeño, muy pequeño. Y muy mal tenía que estar para pedir que nos quedáramos. Adrián nunca pedía nada. Ese era uno de sus problemas.

—Quédate tú con él. Yo voy a ir a buscar un médico —dijo Félix.

Y, en efecto, se marchó a la calle para volver más tarde con un doctor que dictaminaría que Adrián tenía una amigdalitis, es decir, anginas, unas anginas gordas y rabiosas como las de los crios. Pero eso fue más tarde. Ahora Félix se acababa de ir y yo me senté en una esquina de la cama. Adrián ardía, casi me parecía verle humear, irisar el aire en torno a su cabeza, como sucede con las arenas del desierto bajo el sol calcinante. Tenía las mejillas enrojecidas, los ojos fulgurantes, el labio superior deliciosamente hinchado por el golpe. Estaba hermoso hasta el dolor, atractivo como un abismo. Cómo deseé acariciar su cara. Pasar un dedo por la rosca suave y caliente de sus orejas. Por su cuello. Por sus labios resecos. Pero no podía hacerlo. Él pensaría que le acariciaba por amor maternal, porque estaba enfermo. No por lujuria y frenesí y hambre desaforada de su cuerpo.

—Lucía…

—Sí.

—Esa torre, la torre de la nota, la torre del sello…

—¿Sí?

—No, nada. Es una casualidad, hoy he soñado uno de mis sueños… De las adivinanzas. Y había una torre. Una torre de piedra con muchos, muchos pisos, muchísimas ventanas, una torre muy alta. Pero está toda rota, medio derruida. Un hombre. En lo alto de la torre hay un hombre triste. Se asoma al vacío; y entonces se tira. Pero mientras va cayendo por el aire, camino de la muerte, de repente oye un ruido. Entonces pone una expresión de extrema desesperación y grita: ¡Noooooooo!

—¿No?

—¡Noooooooo!

—¿Y después?

—No hay más. Me desperté. Todavía no sé por qué grita, no sé la solución. Como estoy con fiebre…

Cerró Adrián los ojos, agotado por el esfuerzo de contarme la adivinanza. Pero una de sus manos trepó por el embozo como un cangrejo ciego y me buscó. Se metió el cangrejo, seco y ardiente, entre las palmas de mis manos, como buscando un refugio seguro. Para no caerse de la torre. Yo me quedé quieta, muy quieta. Tal vez así, pensé, Adrián no notará que estoy temblando.

Conocí a Van Hoog en mis andanzas finales como pistolero. Pero eso fue en la posguerra, y antes de llegar a la posguerra hay que hablar de la guerra, aunque resulte amargo —dijo Félix Roble—. Cuando empezó la guerra yo tenía veintidós años, y una novia formal, Dorita, Dorotea, y una responsabilidad que cumplir. Una responsabilidad política, social, libertaria. Como dijo Durruti, se lo debía a mi padre; pero sobre todo se lo debía a mi madre, muerta de miseria, y a mí mismo. A mi idea de lo justo. A los sueños y la rabia de mi niñez.

Aunque todo el país esperaba la guerra, yo había preferido ignorar los preparativos, los crecientes signos del combate. Por eso, cuando al fin estalló, me sentí culpable. Me abrumó entonces mi falta de compromiso con la causa; los escrúpulos anteriores, esa pequeña angustia que siempre me acompañó por la muerte de mi muerto, se me antojó de repente una excusa egoísta para librarme de la parte más dura de la militancia, para dedicarme a mi propio placer y a mis pasiones, a torear, a gustar a las mujeres, a vivir. Me había comportado como un desahogado, como un maldito parásito, casi peor que los burgueses a los que pretendía combatir (la burguesía expropiada y el Estado abolido: así se emanciparía la clase obrera), porque yo sabía. De modo que la asonada de Franco supuso para mí una profunda crisis de conciencia. Volví a sentirme ardiendo de furor anarquista, de solidaridad y de esperanza histórica. Había llegado el momento de la verdad. La Revolución o la muerte. Teníamos a nuestro alcance el Paraíso.

Aquel 18 de julio yo hubiera tenido que torear en Calatayud. Abandoné mi equipaje en la pensión, el traje de luces, el capote, todo, y me marché con unos compañeros de la FAI en un agitado viaje hacia Barcelona. Quería ponerme a las órdenes de Buenaventura: quería entregarle mi vida y que él hiciera con ella lo que quisiera. La Revolución y la guerra (porque los anarquistas hicimos las dos cosas) eran como el ojo de un huracán: lo chupaban todo, de manera que nada tenía importancia fuera de ellas. Nada de índole personal, quiero decir. Ni la emoción de los toros, por ejemplo; ni el amor de Dorita. A ella le pilló el alzamiento en Madrid. No volví a verla en muchos años. Era una buena chica: fue la primera mujer que me enterneció, la primera a la que quise arropar cuando dormía a mi lado. Pensé que eso era el amor; creí que ya lo había conseguido, que ya había llegado. Cuando se enamoran por primera vez, los jóvenes creen que ese amor es una meta, el lugar definitivo en el que instalarse; cuando en realidad es la línea de partida de la peripecia amorosa, que es como una larga carrera de obstáculos. Me encontré una vez con Dorita en una estación de metro en los años sesenta, cuando regresé a Madrid. La reconocí enseguida, aunque había engordado y tenía la cara marchita y como triste. «Estás igual», nos dijimos mutuamente. Mintiéndonos. Dorita iba con dos adolescentes granujientos y sucios. «Son mis dos pequeños», explicó. «¿Cuántos tienes?». «Cuatro», respondió Dorita con rubor, como disculpándose. Contemplé a los chicos: narigudos, feos. Si hubieran sido míos, pensé con orgullo idiota, habrían sido más guapos.

Pero estábamos hablando de la guerra. Llegué a Barcelona el 20 de julio, justo a tiempo de enterarme de la muerte de Ascaso. Le habían abatido unas horas antes en el asalto a Las Atarazanas. Había sido un héroe, había sido un loco, un valiente, un suicida, nos explicaron diferentes voces. Se había ido él solo, en descubierta, para intentar acallar una ametralladora. Armado con una pistola, nada más. Conociendo a Ascaso, yo pensé que había sido, sobre todo, orgulloso. Que debió de sentir miedo en el asalto al cuartel, tanto miedo que necesitó vencerse con un alarde de temeridad. Le mató su soberbia, la terrible altura del listón con que se medía a sí mismo. Los toreros sabemos bien lo que es convivir con el miedo. Cuanto más miedo tienes y más te sobrepones, más te arrimas. Pobre Ascaso. Vi su cadáver, tumbado sobre una mesa en el local de la FAI. Llevaba un traje ligero marrón, de señorito, elegante y a la moda, aunque ahora arrugado y empapado en su sangre. Y unas alpargatas de obrero. Murió con estilo y con un punto de locura. Tal y como él era.

Yo creía que iba a encontrarme con Durruti en el velatorio de Ascaso, pero no fue así. En aquellos primeros días Buenaventura era como Dios, enorme, ubicuo, omnipotente e inalcanzable, por lo menos para mí. Combatió sin dormir y sin pararse a llorar a su hermano Ascaso hasta acabar con la resistencia de los nacionales sublevados, negoció el poder militar y político con Companys, y organizó en un abrir y cerrar de ojos la columna Durruti, que salió cuatro días después hacia Zaragoza, en poder de los nacionales. En esos cuatro días, hasta que se fue, Buenaventura y yo anduvimos buscándonos el uno al otro cuando el tiempo de la guerra lo permitía, pero no conseguimos vernos. Al cabo, Durruti me mandó un mensaje por un cenetista: yo debía conseguir llevar a Bilbao, fuera como fuese, un camión con fusiles para los compañeros vascos. Las armas, ese fue el problema durante la guerra: nos escatimaban las armas a los anarquistas, no teníamos municiones, los oxidados naranjeros nos estallaban en la cara. Mientras me preparaban el envío, aún tuve tiempo de ver la partida de la columna Durruti. Era una preciosa tarde de verano y las calles de Barcelona estaban abarrotadas: todo el mundo quería despedir a los milicianos. No era un desfile militar, no había paso marcial, ni orden, ni filas que mantener. Era una marcha festiva, tres mil jóvenes vestidos con ropas multicolores, tres mil jóvenes cantando y besando a las muchachas y recibiendo ofrendas de claveles desde las ventanas.

Aunque llevaban granadas prendidas en los correajes, no parecía que aquellos chicos fueran camino de la guerra y de la muerte, y en realidad no lo iban: en aquella radiante tarde veraniega del 24 de julio, la columna Durruti marchaba hacia el futuro, hacia el triunfo de la Revolución y hacia la felicidad histórica.

La felicidad, sí. Me refiero al mito de la felicidad colectiva, que tan arraigado está en el ser humano; a la creencia de que en la tierra puede existir el Paraíso, es decir, una dicha horizontal, completa, en la que ningún niño se moriría de hambre. Hoy ya no creemos en la posibilidad de alcanzar una ventura semejante. Digo los occidentales. Los orgullosos ciudadanos del llamado Primer Mundo. No creemos en la felicidad porque ya no necesitamos esa fe. Solo los pueblos miserables y paupérrimos necesitan creer en la posibilidad de alcanzar el Paraíso. De otro modo, ¿cómo podrían soportar tanto sufrimiento? Los milicianos de la columna Durruti salían a recoger esa felicidad, la dicha prometida y al fin llegada, la que se les debía a los pobres y a los desheredados desde hacía milenios, la que se habían ganado, día a día, con su dolor.

Soy un viejo idiota. Por eso se me humedecen los ojos ahora. Nos sucede mucho a los octogenarios: lloriqueamos por cualquier nimiedad como perros falderos con moquillo. Bien, lo admito, me ha emocionado. Creía que ya no dolía, pero aún duele. Recordar aquella entrega, todo aquel entusiasmo. La entereza anónima de tantas y de tantos. Y la justicia histórica: porque era cierto que se nos debía la felicidad. Pero enseguida comenzó el horror y nos ahogó la sangre; y ese horror se prolongaría durante varias décadas. Toda guerra es abominable; las guerras civiles son, además, perversas. Ya lo habéis visto ahora en Yugoslavia. En España fue también así. Violencia y crueldad hasta la náusea. En la zona republicana, la fragmentación del poder y el caos de las luchas intestinas dificultaron el control de los excesos. En la zona nacional, las atrocidades las cometía un ejército regular y disciplinado con el beneplácito de las autoridades. Para mí esto implica un grado y una diferencia, pero no creo que estas sutilezas morales le importen mucho al hombre al que le cortan lentamente las orejas antes de darle un tiro en la cabeza. Con el tiempo he aprendido que un muerto es un muerto en todas partes.

El sueño se acabó muy pronto para mí. Yo estaba en Bilbao, adonde había conseguido llegar con mis fusiles, cuando en enero de 1937 los bombarderos alemanes arrasaron la ciudad. La gente, que ya estaba muerta de hambre por el asedio, enloqueció de rabia y de miedo. Turbas desaforadas se echaron a la calle, dispuestas a asaltar las prisiones de los presos políticos. El Gobierno mandó entonces un batallón de la UGT para defender las cárceles, pero los soldados se contagiaron de la locura de la sangre y se unieron a la chusma. En la prisión de Laronga, el batallón de la UGT asesinó a 94 presos; en el convento del Ángel Custodio, a 96. Rematados a golpes, como alimañas. Yo asistí a la fase final del asalto al convento, horrorizado, e intenté detener, inútilmente, a un par de cenetistas a los que reconocí entre el populacho. Oí decir que iban a dirigirse después al convento de las Carmelitas, también convertido en cárcel provisional para presos políticos, y corrí hacia allí para avisarles. Dentro del edificio, ya muy asustados por los rumores de la carnicería, había seis guardias vascos dispuestos a resistir. Decidimos sacar a los presos de sus celdas, y entre todos construimos una gran barricada en la escalera con los muebles. Lo hicimos justo a tiempo, porque ya empezaban a llegar los linchadores. Solo disponíamos de siete armas de fuego, las de los seis guardias y la mía, y enfrente teníamos un batallón perfectamente equipado y una horda de salvajes provista de los artefactos de matar más variopintos. Pensé que había llegado mi hora y me maldije: ¿cómo se me había ocurrido meterme en ese lío? Los guardias vascos, a fin de cuentas, no tenían más remedio que actuar así, había sido cosa de su destino, estaban moralmente obligados a defender a los presos. Pero yo, ¿qué pintaba yo en esa masacre? ¿Quién me mandaba a mí ponerme quijotesco y dejarme el pellejo por un puñado de fascistas? Aunque en realidad yo no lo hacía por ellos. Lo hacía por nosotros. Entonces sucedió algo increíble. Uno de los presos, un tipo con buena cabeza y con conocimientos técnicos, tuvo el ingenio de manipular el anticuado y precario tendido eléctrico del convento, de manera que, en un momento dado, consiguió hacer estallar al unísono todas las bombillas del edificio. La muchedumbre, histérica como estaba, creyó que volvían a bombardear los alemanes, y salió corriendo; y de esa manera tan chusca salvamos la vida. He de decir que el Gobierno republicano quedó consternado ante la atrocidad de los hechos; arrestaron a numerosos milicianos, y seis integrantes del batallón de la UGT fueron condenados a muerte y ejecutados. Además, se levantó la censura de guerra de los periódicos, para que pudiesen sacar la noticia de la masacre y la vergüenza pública sirviera de escarmiento. Pero a mí el horrible espectáculo me había dejado sobrecogido, desfondado. Creo que fue entonces cuando empezó a flaquear mi fe en la felicidad histórica. Recuerdo que pensé: hemos perdido la revolución, vamos a perder la guerra. Y si ganamos, será como si la hubiéramos perdido.

Apenas un mes antes había muerto Durruti. Le habían mandado con su columna a defender el frente de Madrid, que estaba en situación crítica bajo el acoso de los nacionales. Yo creo que lo enviaron allí para librarse de él: no era un líder cómodo, era demasiado puro, demasiado honesto, estaba demasiado empeñado en la revolución. Así es que le destinaron a un lugar imposible, sin que sus hombres pudieran descansar, sin equipamiento suficiente. Un superviviente de la columna Durruti me dio, muchos meses después, una carta que Buenaventura me había escrito y que no había podido llegar a enviar. Era una carta sencilla, tal y como él era. Hablaba de los políticos cabezas duras, de las dificultades de abastecimiento que encontraba, de que había llorado de rabia en el frente de Bujaraloz porque se habían quedado sin municiones y tuvieron que defenderse con granadas de mano. «La guerra es una porquería —escribía—; no solo derriba casas, sino también los principios más elevados». Y al final decía: «Cuídate, Fortunita. Te necesito».

El compañero que me trajo la carta me repitió las palabras que Durruti había dicho a sus milicianos cuando les informó de que se iban a combatir por la capital: «La situación en Madrid es angustiosa, casi desesperada. Vayamos, dejémonos matar, no nos queda más remedio que morir en Madrid». Bien, son palabras demasiado adecuadas a la realidad histórica para parecer ciertas. Tal vez no fueran exactamente así, tal vez se acuñaran después, dentro del mito póstumo. Pero suenan a él. Suenan a ese maldito bruto cabezota. En cualquier caso, se dejaron matar. En la semana del 13 al 19 de noviembre de 1936 murió el 60 por 100 de esa columna Durruti que había salido apenas cuatro meses antes de Barcelona tan confiada y arrogante. Y el 21 de noviembre murió Buenaventura. Su muerte estuvo envuelta en raras circunstancias; se dijo que lo habían asesinado los comunistas, o que lo habían matado los propios anarquistas, cuando Durruti les recriminó que huyeran del frente. Todo es posible, desde luego, pero con los años, tras haber hablado con los testigos del suceso y con los testigos de los testigos, me inclino a creer una versión más patética y estúpida de la historia. Durruti iba hacia el frente con tres compañeros, y al salir del coche se le disparó accidentalmente el fusil y se mató. Fue un accidente absurdo, antiheroico, ridículo. Y si es malo perder al líder carismático en un frente de combate que se derrumba, peor aún es perderlo por su propia torpeza, como un idiota. Por eso mintieron y dijeron que lo había acabado una bala enemiga. Para estimular a los desmayados milicianos a la venganza.

Lenta e inexorablemente fuimos perdiendo todo. Los combates. Las ciudades. Las personas. Murió Paquita la Sansona. De un tifus, me dijeron. En realidad, de hambre, de la feroz hambruna en la que agonizó durante tres años el Madrid sitiado. Se había estado quitando la comida de la boca para alimentar a sus hijos, y me contaron que, en los últimos meses, Paquita no era más que una percha de huesos descarnados, un esqueleto andante, con las manos aún enormes pero traslúcidas.

A pesar de mi sobrenombre, no estoy muy convencido de que la buena suerte exista. Pero sí sé que existe la desgracia. La desgracia es como un mundo sin sol y sin estrellas, un mundo paralelo al que vivimos. Un día, tal vez por descuido, por azar, por torpeza, te deslizas sin querer al mundo de las sombras. Al principio apenas si adviertes la diferencia, al principio ignoras que te has equivocado de realidad. Algo se tuerce, algo sale mal, sobreviene el dolor. Pero todos podemos aguantar una dosis alta de dolor en nuestras vidas. Al principio creemos que lo superaremos, que saldremos de esta. Que ya hemos dejado lo peor atrás porque no puede haber nada peor que lo ya vivido.

Pero sí, por supuesto que sí, claro que puede haberlo. No tientes a la desgracia: es un verdugo sádico. Y así, lo que al principio parece una caída momentánea en el sufrimiento se convierte enseguida en un descenso imparable cuesta abajo. Cada vez más lejos de quien fuiste. Cada vez más hundido entre las sombras. La desgracia es un lugar del que regresan pocos.

Yo entré en la desgracia aquel 18 de julio de 1936, y a partir de entonces las cosas no hicieron sino empeorar. Fue como si el mundo se fuera apagando poco a poco: primero la guerra, luego el hundimiento republicano, la confusa desbandada, los campos de concentración franceses, el exilio, el estallido de la Segunda Guerra. Nosotros no nos habíamos rendido. No habíamos aceptado la derrota. Pensábamos que, una vez vencido Hitler, también Franco desaparecería del planeta. Nuestro pasado estaba lleno de caciques y tiranos, y el impulso revolucionario había sobrevivido a todos ellos, cada vez más fuerte, más nutrido, en un desarrollo creciente hasta la guerra. Era cuestión de volver a adaptarse a la penuria. De nuevo la clandestinidad y la guerrilla. De nuevo el sacrificio.

Así es que nos sacrificábamos. Anarquistas, socialistas, incluso los comunistas. En Francia combatíamos a los nazis y asaltábamos las estafetas de Correos controladas por los alemanes para conseguir fondos; en España infiltrábamos comandos guerrilleros e intentábamos reconstruir clandestinamente las organizaciones políticas y sindicales. Era una vida alucinada, en el límite de la desesperación y de las fuerzas. Un heroísmo suicida, embrutecido, una carnicería inútil. Los guerrilleros, desabastecidos y muertos de hambre por los montes, eran cazados como conejos. Y aún era mucho peor la represión social. En el Pozo Funeres, por ejemplo, 22 obreros de la UGT fueron acusados de connivencia con la guerrilla y arrojados por un acantilado; algunos murieron en el acto, pero otros se quedaron descoyuntados ahí abajo, con el cuerpo roto sobre las peñas; a esos los liquidaron después con dinamita. Nadie pidió cuentas de esos asesinatos, naturalmente, aunque ocurrieron en 1948, en un país estabilizado que había terminado la contienda nueve años atrás. Yo me enteré de la atrocidad porque por entonces andaba por España, en uno de mis viajes de clandestino, y conocí a las mujeres de dos de los despeñados. No fue la única brutalidad de aquellos tiempos. Silenciosos horrores de la posguerra negra.

Los más perseguidos, con todo, fuimos los anarquistas. Nos imponían el doble de años de cárcel por los mismos delitos, el doble de condenas de muerte. Los compañeros del interior eran detenidos a centenares; solo de 1940 a 1947 cayeron diecisiete ejecutivas de la CNT, una cada cinco meses. Se torturaba tanto que, cuando me desplazaba a España de modo clandestino, me extrañaba no escuchar ningún gemido. Esa era nuestra mayor pesadilla por entonces, la tortura. Soñabas con ella día y noche, intentando prepararte mentalmente, calculando si serías capaz de resistirla. Porque, tal y como iba el ritmo de caídas, sabías que antes o después te atraparía el verdugo. Yo tuve suerte: nunca me cogieron. Quizá fuera ese el único destello afortunado en mi travesía del país de la desgracia; o tal vez la desgracia me destinó desde el principio a una tortura diferente.

Teníamos la base operativa en la Francia no ocupada. Desde allí yo me desplazaba a España con frecuencia, para llevar armas, o explosivos, o dinero, conseguidos por medio de nuestros asaltos a los objetivos alemanes. Fue un tiempo muy amargo para mí: en cada viaje me encontraba con nuevos compañeros que me contaban el horrible destino de mis contactos anteriores: los muertos, los torturados, los presos; y cuando nos despedíamos lo hacíamos con el tácito y desesperado convencimiento de que no íbamos a volver a vernos nunca más. Solo hubo un dirigente del interior, Fabio Moreno, a quien conseguí visitar en sucesivos viajes. Era uno de los principales líderes de la federación catalana, un tipo simpático, aunque me aburría un poco su simpleza ideológica, la extrema inflexibilidad de su fe anarquista, el que soltara un enardecido mitin libertario cada dos palabras. Pero resultaba tan consolador verle sobrevivir año tras año, reencontrarlo una vez más entero y libre, que incluso me conmovía su tedioso entusiasmo. Le tenía cariño a Fabio Moreno. Hasta que su supervivencia, precisamente, le delató. Había logrado mantenerse a flote desde 1943, mientras a su alrededor caían fulminados los compañeros. Pero para 1947 ya nadie confiaba en su astucia clandestina: era literalmente imposible ser tan afortunado. Le tendimos una trampa; le pasamos una información falsa que solo él sabía. Monsieur Roger Laurent va a cruzar la frontera tal día a tal hora con documentos fundamentales para la guerrilla y un cargamento de armas en el doble fondo de su maleta. Monsieur Roger Laurent pasó en efecto la frontera ese día y a esa hora, pero completamente limpio. Era un compañero francés, sin ningún problema legal y pasaporte auténtico. Le retuvieron durante dos días y destrozaron sus maletas buscando el fondo falso, pero al final tuvieron que dejarlo en libertad. Fabio Moreno estaba sentenciado: ya no cabía duda de que era un infiltrado de la policía.

El 12 de julio de aquel mismo año, 1947, entramos desde Francia tres compañeros, Toño Parado, Jesús Ortiz y yo, para hacernos cargo del asunto. Era un trabajo que me repugnaba; pero yo conocía a Moreno y era su contacto, de modo que no desconfiaría al verme llegar.

Localizamos a Fabio en unos billares de la plaza del Buen Suceso, en Barcelona. «No te esperaba hasta dentro de unos meses», dijo, mirando a Toño y a Jesús con sobresalto. «Tenemos problemas», le contesté. «Problemas muy graves en Madrid. Necesitamos tu apoyo logístico». Entonces sonrió. Fue su primer error: ¿sonreír Moreno tras decirle que la organización tenía problemas graves? En cualquier otro momento hubiera soltado una trascendental soflama. Ahora sonrió y dijo: «Bien, bien. Haremos lo que podamos. Vamos a ver. Lo mejor será que vaya a buscar a los muchachos». «De acuerdo. Vamos juntos», le contesté, también sonriendo. Salimos los cuatro de los billares, caminando despacio, muy despacio. Eran las once de la noche. Doblamos por la calle Montealegre, que estaba desierta, moviéndonos cada vez más lentamente, como balones que van perdiendo inercia. La conversación, convencional —qué tal las cosas por allí, qué tal por aquí, cómo ha sido el paso de frontera—, también se fue apagando. La pistola me abrasaba en la sobaquera; de todo mi cuerpo en aquel instante solo percibía esa quemazón, ese bulto, ese peso. Nos detuvimos los cuatro en medio de la calle, al unísono, sin esfuerzo, por el simple languidecimiento de nuestros pasos. Moreno se volvió hacia nosotros. Me miró. Tenía los ojos desorbitados: «A cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades», farfulló con súbita incongruencia. Casi me dieron ganas de reír: era una de las frases del catecismo libertario. Sí, me hubiera podido echar a reír si no hubiera sido por los deseos que tenía de llorar. Pero los pistoleros anarquistas no lloran, los verdugos no lloran, resultaría grotesco. Temblaba Moreno ante mí y yo tenía la pistola en la mano. No sé cómo había salido esa pistola de su sobaquera, pero ahí estaba. Contemplé a Moreno. El simpático Moreno. El superviviente. «Aprieta el gatillo», pensé. «Es un traidor. Es un confidente. Un miserable. Por él han caído y han sido torturados cientos de buenos compañeros. Mátalo. Acaba cuanto antes». Moreno tenía los ojos abiertos de par en par fijos en mí. No eran muy distintos de los ojos de mi muerto. De aquel campesino indio que había reventado tantos años atrás. Me dolió el muñón. Me escoció la memoria. Entonces mi cabeza fue ocupada por seis palabras definitivas. A veces sucede, muy de tarde en tarde. A veces sucede que una frase, una idea, ocupa furiosamente tu cabeza desalojando de allí todo lo demás. Son palabras resplandecientes, incontestables. «Murió el inocente. Vivirá el culpable». Esas fueron las seis palabras irremediables que me poseyeron. Ni siquiera las pensé. Ni siquiera las entendí. Solo las obedecí. No podía hacer otra cosa. «Murió el inocente. Vivirá el culpable». Levanté el brazo por encima de mi cabeza y apreté el gatillo. La bala se perdió en el cielo negro. Hubo un momento de estupor y mis compañeros se volvieron a mirarme con incredulidad. Fabio aprovechó el instante, pegó un empujón a Jesús Ortiz, que era quien le pillaba más de cerca, y sacó su arma. Disparó y no nos dio; Toño y Jesús le respondieron y Moreno cayó muerto.

He sido un pistolero y he estado en una guerra, así es que supongo que he matado. He lanzado granadas en trincheras y he disparado al bulto de la gente. Pero nunca he ejecutado a nadie, nunca me he acercado a comprobar mi eficacia mortífera, nunca he visto previamente los ojos de mis posibles víctimas. Solo conozco los ojos vidriosos de mi campesino, y por eso solo le tengo contabilizado a él como mi muerto. Aunque tengo otros cadáveres en mi conciencia, pertenecientes a una tragedia de la que fui responsable en última instancia: pero a ese dolor aún no hemos llegado.

Mi repugnancia ante la violencia personal ya me había creado algunos desencuentros con los míos. Pero ahora, a raíz de lo sucedido con Moreno, la situación se deterioró de modo irreparable. Tuve un encuentro terrible con mi hermano Víctor, que era uno de los líderes del activismo en el exilio. Estaba furioso porque se sentía humillado personalmente. Un Roble, su hermano, comportándose como un gallina, casi como un traidor. Manchando el apellido de nuestro padre. Eso decía Víctor. No comprendía que yo necesitaba cerrar de una vez, en mi memoria, los vidriosos ojos de mi muerto. Aunque la verdad es que ni siquiera intenté explicárselo. Para entonces ya llevábamos mucho tiempo sin entendernos.

Yo no veía futuro a aquella vida, a tanto sufrimiento, al sacrificio ciego de miles de militantes, de generaciones y generaciones de libertarios. La Segunda Guerra se había acabado y Hitler había caído, pero Franco no; ahora los anarquistas asaltábamos estafetas de Correos plenamente francesas y empezábamos a convertirnos, para nuestros vecinos, en simples delincuentes. A veces yo llegué a sospechar algo parecido. A veces me preguntaba si seguíamos en la lucha por estrategia y por esperanza auténtica en el futuro o porque ya no sabíamos vivir de otra manera. Mi hermano Víctor, anarquista desde los cinco años, pistolero desde los dieciocho, ¿cómo iba a poder construirse otra vida a los cuarenta? ¿Cómo iba a soportarse a sí mismo sin el embrutecimiento de la violencia, sin el perverso poder del líder clandestino, sin el bálsamo justificador de los sueños de la infancia? Pero cada día tenía menos sentido lo que hacíamos. Cada día estábamos más descontrolados. Más fragmentados. Más enfrentados los unos a los otros. Y cada día quedábamos menos: teníamos demasiados muertos, demasiados detenidos, demasiados traidores. Hubo cosas oscuras. Diamantes de Van Hoog que no llegaron jamás a su destino. Pistoleros que se pasaron al lucro personal y que abandonaron el sindicato. Y cenetistas que se dejaron matar para no tener que reconocer nuestra derrota. Porque lo que estaba sucediendo era exactamente eso. Que estábamos perdiendo otra vez la guerra. Y en esta ocasión nuestro fracaso era definitivo.

Puesto que la enfermedad de Adrián nos obligaba a pasar unos cuantos días más en Amsterdam, bajé a recepción a preguntar si ese hotel cochambroso tenía habitaciones más decentes. Sí, me dijeron; había unas cuantas suites en el último piso, pero costaban justo el doble. Las reservé de inmediato: a fin de cuentas, el dinero negro está para pagar buenos cuartos de hotel, y no míseras pensiones. Después de envolver a Adrián en una manta, y de vencer la austera resistencia de Félix, nos trasladamos escaleras arriba. Las nuevas habitaciones estaban bastante bien. Tenían el techo abuhardillado, ventanas al exterior y mucho más espacio. En una de ellas había incluso chimenea, y una cesta con astillas y leña para encender el fuego. Ahí instalamos al muchacho. En realidad, pensé, nos hemos cambiado de cuarto solo por Adrián. Me apenaba verlo ardiendo de fiebre en la antigua habitación, oscura y deprimente. Reflexioné unos instantes: tanta solicitud me daba miedo. Por este y otros detalles de obsequiosidad y entrega por mi parte, de atención permanente y soterrado mimo, empezaba a temerme que Adrián me tuviera comido el corazón de forma irremediable. Pues la primera fase de amor consiste justo en eso, en encontrar suites aceptables incluso dentro de un hotel espantoso; en colgar cortinas (que antes has comprado) en el apartamento de tu amado, cuyas ventanas estaban felizmente desnudas desde hacía años; en buscar por toda la ciudad esa exótica tinta color guinda que a él tanto le gusta para su estilográfica. Resumiendo: en conseguir lo imposible, inventarse lo posible y ser, sobre todo, lo que una no es. Porque la primera fase del amor no la vives tú, sino tu doble, esa enajenada en la que te conviertes.

Aquella tarde en Amsterdam, cuando se le declaró la amigdalitis a Adrián, yo me encontraba en ese territorio fronterizo de la locura, a medias devorada por mi yo amoroso, tan fuera ya de mí, en efecto, que, pese a ser tímida, y emocionalmente cobarde, y a sentir un paralizador espanto ante el rechazo, y a estar convencida de que veinte años de diferencia era una distancia insalvable entre nosotros, empezaba a experimentar la desasosegante certidumbre de que acabaría metiéndome en la cama con él, o por lo menos intentándolo. Era como el borracho que va por una avenida ancha y bien pavimentada, con un solo socavón, tan solo uno, en mitad de la calle; y el borracho contempla el agujero en lontananza, y sabe que podría pasar sin ningún problema por los lados, pero hay algo, una fuerza fatídica, que dirige sus pasos hacia el hoyo; y mientras se acerca el borracho se dice: «Bien, tranquilidad, todavía puedo salvar el socavón cruzándolo de una simple zancada por encima». Pero hay algo o alguien dentro de él que le repite: «Te vas a caer, idiota. Te vas a caer en el único hueco que hay en toda la calle». Y el borracho, en efecto, llega al maldito agujero y se cae dentro. En esa fase terminal me encontraba yo en Amsterdam. Totalmente embriagada y resignada al golpe.

De manera que le cuidé, le mimé y le arropé como una madre lo haría con su hijo. Porque yo hubiera podido ser su madre. Pero no lo era. Pasó dos días Adrián cociéndose en su fiebre y al tercero amaneció sorprendentemente fresco y mejorado: los antibióticos empezaban a hacer su efecto. Entré a verlo a la hora del desayuno: el chico estaba sentado en la cama con una camiseta blanca de manga corta y con la bandeja sobre las rodillas. Pálido y ojeroso, pero devorando los platos como un tigre.

—Te veo mucho mejor.

—Estoy mucho mejor.

Fuera empezó a granizar; los hielos repiqueteaban en el cristal, como aplaudiendo la recuperación de Adrián. Por la ventana entraba una luz insólita, opalina y viscosa; una luz fría y débil que se arrastraba líquidamente por el suelo, como si fuera la linfa del invierno. Mientras Adrián terminaba su desayuno, yo preparé y encendí la chimenea: era un día perfecto para un fuego de leña, para acurrucarse en el cobijo de las llamas mientras fuera se extendía la desolación.

—¿Y Félix? —preguntó el chico.

—Se ha ido al Rijks Museum.

Félix llevaba un par de días inmerso en una inesperada y repentina fiebre turística. Mientras yo cuidaba del muchacho, él iba y venía a los museos y cruzaba canales aferrado a la Guía Michelín. Tal vez también él había percibido la proximidad del socavón. Tal vez también él se había dado cuenta de que sobraba. Félix estaba fuera, bajo el hielo implacable, perseguido por los lobos y por el ulular salvaje de los vientos. Sentí una punzada de culpabilidad. Pero se me pasó enseguida. Retiré la bandeja y me senté a los pies de la cama. Adrián me miraba y sonreía con sus labios ligeramente hinchados. Sonreía con lasitud, con cierta debilidad, una sonrisa de convaleciente, de cama sudada, de intimidad carnal. Me sonreía como si fuéramos amantes. Pero no lo éramos.

Para que comprendas mis miedos con Adrián, para que entiendas por qué una diferencia de veinte años me parecía inmensa, te voy a contar algo, solo como ejemplo, como muestra.

Pertenezco a una generación que fue medio hippiosa, y me precié en su tiempo de moverme ligera, de ser capaz de viajar un mes entero con tan solo un jersey y una muda en la mochila. Ahora, cuando viajo, incluso si me traslado fuera solo un fin de semana, mis bolsos de mano van tan atiborrados que apenas si puedo cerrar las cremalleras. Y no hablo de ropa o fruslerías, de caprichos inútiles. Oh, no, ni mucho menos. Lo necesito todo. Necesito llevar la caja de lentes de contacto, con dos tipos distintos de líquidos limpiadores y las pastillas para desincrustarles las proteínas. Además de las gafas de recambio, graduadas para la miopía, y de las gafas de sol sin graduar, porque las lentillas me hacen fotofóbica, y de las gafas graduadas para la hipermetropía, porque ahora también tengo vista cansada. Esto en lo que respecta a una pequeña parte de mi ser, que son los ojos. Además llevo unas ampollas que se frotan en el cráneo, porque se me han empezado a caer a mansalva los cabellos; y un líquido que, extendido sobre las piernas, el entrecejo y el labio superior, inhiben el crecimiento del vello, porque cada vez estoy más hirsuta donde no debo (una vez me equivoqué y me eché crecepelo en el bigote y matapelo en la cabeza, y me pasé una semana sin salir de casa). Y me parece que con esto hemos despachado el sector piloso.

El sector de la dermis es peliagudo. Primero, la cara: leche limpiadora, emulsión alisante para los ojos, crema nutritiva de noche, crema hidratante de día, mascarilla semanal reestructurante. Y el cuerpo: espuma endurecedora para el pecho, crema anticelulítica para las nalgas, gel especial de manos antienvejecimiento.

¡Y la boca! Esto es lo más mortificante. Mi boca abarca ahora la dentadura de repuesto metida en su correspondiente caja. Seda dental para las piezas de abajo, que aún son mías. Una botella de litro de antiséptico bucal. Pomada para curar las heridas que puede producir la prótesis. Pañuelos de papel para enjugar las lágrimas (todas las noches lloro, todavía, cuando me quito la dentadura para limpiarla).

Hay que añadir, por último, el apartado estrictamente medicinal. Comprimidos de cistina para el pelo. Vitamina C para todo. Almax para la gastritis. Alka-Seltzer para la bebida (ahora ya no tengo la resistencia de antes). Aspirina para todo. Nolotil y antiinflamatorios para la boca, porque la mandíbula superior no quedó del todo bien del accidente. Píldoras para dormir. Tonopán con cafeína para despejarse. Creo que con esto he terminado. Podría ser peor. Podría tener que llevar, pongo por caso, una crema contra los hongos de los pies, o una pomada contra las hemorroides. Pero no, no necesito nada de eso. Todavía.

Todos estos frascos, frasquitos, botellones, tubos, estuches, cajas, pomos, tarros, ampollas, envases y botes se acumulaban de manera indecente en mi cuarto de baño del hotel de Amsterdam, como un recordatorio de mi naturaleza decadente, tan cercana ya a la naturaleza muerta. O así me sentía yo en aquel entonces. Como un cuadro con una jarra de barro en primer plano y un conejo cadáver, tieso como un madero, colgando de la pared por las orejas. Todos esos frascos, frasquitos, botellones, tubos, estuches, cajas, pomos, tarros, ampollas, envases y botes eran la representación misma de mi vida. Al envejecer te ibas desintegrando, y los objetos, baratos sucedáneos del sujeto que fuiste, iban suplantando tu existencia cada vez más rota y fragmentada. Y déjame que te diga lo peor: no es solo un problema de la carne. Así como la crema antiarrugas sustituye a unas mejillas naturalmente frescas, también un pensamiento tópico de segunda mano puede sustituir a la curiosidad de la juventud, una rutina egocéntrica a un cariño primerizo y tembloroso, y un nuevo coche a las ganas de vivir. A medida que envejecemos nos vamos llenando de lugares comunes y de objetos, para cubrir los vacíos que se nos abren dentro. En Amsterdam, yo contemplaba descorazonada todo ese tarrerío que atestaba mi cuarto de baño y pensaba que a mi edad ya era claramente incompatible con Adrián, cuyo desértico cuarto de baño solo albergaba una maquinilla de afeitar eléctrica, un desodorante, un cepillo de dientes y un dentífrico, plantados allí como audaces exploradores en la inmensidad blanca y polar de la porcelana.

Quiero decir que yo temía a Adrián, de la misma manera que el borracho que va derecho al hoyo teme partirse la crisma con el golpe. Pero la caída ya era irremediable. Crepitaba el fuego en la chimenea y estábamos solos en el mundo, separados o unidos por la cama. Le miré. Me miró. Tantas escenas románticas comienzan así. En las novelas, en las películas, pero también en la propia vida personal. Hay tantas puertas, sobre todo puertas, en las que se han producido esas miradas expectantes, transidas de anticipación y de riesgo amoroso. Puertas de cuartos de hotel, de habitaciones, de tu casa, de coches. Puertas abiertas para una despedida que se demora un minuto, y dos, y diez. Y siempre esas miradas: de petición, de entrega, sometidas a la duda deliciosa de no saber si al fin os besaréis o no. Golosas miradas que acarician. Así le debe de mirar el pájaro a la pájara cuando bailotea frente a ella sus danzas nupciales; así deben de mirarse las vacas y los toros, y las jirafas entre sí, y las escolopendras. Es una mirada básica, elemental, tan antigua como la certidumbre de la muerte.

Así es que le miré y me miró, pero pasaba el tiempo y no sucedía nada más. La primera fase del amor es como un juego de ajedrez: hay que mover peón y arriesgarse a que te coman una pieza. Pero ¿cuál sería el movimiento más adecuado? Pensé y pensé furiosamente, con el corazón y la cabeza echando humo. Entonces me acordé de Lawrence Durrell. En El cuarteto de Alejandría, la madre de alguien seducía al amigo de su hijo. Apenas si recordaba la novela, pero ella era una madre, desde luego, y él era el amigo de su hijo. Era el único ejemplo cultural apropiado que se me venía a la cabeza en ese momento. Pues bien, ella le decía: «Tienes algo en la comisura de la boca. Déjame que te limpie». Y se inclinaba sobre él y pasaba la punta de una lengua muy poco maternal por los labios del chico. Y daba la casualidad de que Adrián tenía una miguita de tostada en la barbilla.

—Déjame que te quite… —Comencé a decir, inclinándome hacia Adrián con una mano extendida, mano que esperaba utilizar como avanzadilla del ataque: la pondría sobre la mejilla del muchacho y así podría apuntalar mi boca.

—Vente más cerca… —exclamó Adrián al mismo tiempo, incorporándose bruscamente en la cama y metiendo su ojo derecho en el dedo índice de mi mano extendida.

Bien, por lo menos nos juntamos un poco. Empezó a bufar el chico de dolor, agarrándose el ojo, y yo me aproximé, espantada y solícita, palmeándole la espalda con energía.

—¿Te he hecho daño? ¿Te he hecho mucho daño? ¿Muchísimo daño?

Alzó Adrián un ojo congestionado y lagrimeante, aunque no parecía que fuera a quedarse tuerto.

—No es nada. Creo que será mejor que vaya a lavarme.

Estiró la mano para coger la vieja camisa de franela que estaba sobre la silla, pero no se la puso. Es decir, no se vistió con ella. Lo que hizo fue sentarse en el borde de la cama, colocarse la camisa en torno a la cintura y abandonar entonces el refugio de las sábanas. Comprendí que aparte de la camiseta de manga corta no llevaba nada. Me quedé de pie junto a la cama, torpe, quieta, estúpida. Adrián pasó a mi lado camino del baño, sujetándose la camisa sobre el ombligo. Pero no, espera, no llegó a pasar. Al llegar a mi altura se detuvo. Se volvió y me atrajo hacia él con su brazo libre. Caí en su mullido pecho como quien cae en un montón de heno. Caí en sus labios secos y calientes, en su olor a sudor y a turbación animal y a fiebre y a deseo. Nos separamos un segundo a mirarnos después del primer beso, de la primera humedad, del primer choque. La camisa de franela estaba en el suelo y la breve camiseta blanca apenas si le tapaba las caderas. Adrián se ofrecía a mi vista sonriente y confiado, los brazos relajados junto al tronco, las desnudas y fuertes piernas bien plantadas. Joven, hermoso y mío hasta hacer daño. No es verdad que las mujeres nos pudramos al cumplir los cuarenta. No es verdad que nos desvanezcamos en el pozo de la invisibilidad. Al contrario: la mujer madura, incluso muy madura, posee un atractivo propio, un momento de gloria. Estamos acostumbrados a reconocer el atractivo que los hombres mayores pueden ejercer en las jovencitas; y el mundo está lleno de felices parejas de este tipo. Lo que ignoramos es que la atracción que ejercen las mujeres mayores sobre los chicos jóvenes es igual de fuerte. De hecho, es un fenómeno tan común en los humanos que probablemente se trate de una etapa natural dentro del proceso de maduración amorosa. Y así, en algún momento de sus vidas, a la mayoría de los chicos y las chicas les atraen las mujeres y los hombres mayores. Puede que se trate de un impulso edípico, como diría un freudiano; o de una predisposición ancestral hacia el aprendizaje: en algunos pueblos de los llamados primitivos, son los mayores de la tribu, mujeres y hombres, quienes inician sexualmente a los adolescentes. No sé de qué manera vuelan los aviones, por qué brota la luz cuando pulso un interruptor, para qué sirve bostezar ni cómo soy capaz de recordar mi propio nombre, de modo que no aspiro a poder entender algo tan vasto y turbio como el amor, algo tan indescifrable como el deseo. No sé por qué sucede todo esto. Pero sucede.

Pese a las prohibiciones sociales y los prejuicios, a lo largo de la historia infinidad de mujeres mayores han mantenido relaciones con hombres más jóvenes: lo natural se abre paso a través de la convencionalidad y la hipocresía como el agua a través de las fisuras mal selladas de una presa. No hay más que acercarse un poco a la vida de las mujeres célebres y empiezan a salir historias de este tipo. Con sesenta años, George Sand enamoraba a hombres de treinta; Agatha Christie se casó, a los cuarenta, con un chico de veinticinco; Simone de Beauvoir vivió pasiones con muchachos jóvenes; Eleanor Roosevelt, la primera dama americana, amó y fue amada durante toda su vida por un hombre doce años menor que ella. La lista es interminable: Madame Curie, George Eliot, Edith Piaf, Alma Mahler… Entiéndeme, estas historias no son excepcionales, no son consecuencia de la celebridad de sus protagonistas: por el contrario, es su celebridad lo que ha hecho que estas historias se conocieran, que emergieran del espeso silencio de lo clandestino. ¡Pero si incluso un hombre tan gris, convencional y aburrido como el primer ministro británico John Major tuvo una fogosa historia de juventud con una mujer madura! No hay más que aplicar la lupa sobre las vidas cotidianas para apreciar que vivimos en lo prohibido. Lo que públicamente se entiende por normal no es lo más habitual, sino lo normativo, lo convencionalmente obligatorio. Pero dentro del secreto de nuestra intimidad, todos nos desviamos de la regla, todos somos de algún modo heterodoxos.

Todo esto aprendí en brazos de Adrián: fue una revelación inmediata, luminosa. Aprendí que él no notaba que yo tuviera celulitis ni que mis dientes fueran de resina; que le gustaban las arrugas de la comisura de mis ojos y que le importaba un carajo que mis antebrazos estuvieran un poco pendulones. Aprendí que la mirada implacable con la que nos fileteamos y descuartizamos y despreciamos las mujeres es una mirada nuestra, una mirada interna, una exigencia loca con la que nosotras mismas nos esclavizamos; y que el deseo real, el aprecio del hombre, se asienta en otras cosas: en la carne caliente y la saliva fría, en el sudor mezclado entre penumbras, en el olor secreto de la piel, en la plena lasitud de un cuerpo conquistado.

Tras pasar por los brazos de Adrián, en fin, comencé a mirar alrededor y a descubrir que había otros muchachos que me miraban. Soy bajita, ya lo sabes, poca cosa; por lo demás, no me quejo de mi aspecto ni de mi cara, y creo que en conjunto no estoy del todo mal. Pero nunca he resultado llamativa, nunca he ido dejando tras de mí una estela de atención entre los hombres. Ahora, en cambio, me parecía que me miraban más que nunca. Los jóvenes en los autobuses, el chico de la panadería, el muchacho del coche utilitario que se paraba en el paso cebra y me sonreía para dejarme pasar, los estudiantes de la cafetería de la esquina. Este descubrimiento fue un jolgorio, una fiesta, un regalo inesperado de la existencia; no porque pensara dedicarme a partir de entonces a pervertir menores, sino porque el coqueteo inocente y el modo en que mi presencia chisporroteaba en los ojos ajenos me hacían sentirme viva y hermosa y apreciable. Qué desperdicio el de tantas mujeres de mi edad que se han dejado secar de tristeza y derrota sin ver que las miraban, sin darse cuenta del atractivo que ejercían en los jóvenes, sin disfrutar con naturalidad de su tiempo de gloria.

El cielo, si es que existe, debe de ser un instante de sexo congelado. Hablo del sexo con amor, del apasionado encuentro con el otro. Si el sexo fuera una cuestión puramente carnal, no necesitaríamos a nadie: quién nos iba a atender mejor en nuestras necesidades que nuestra propia mano, quiénes nos iban a conocer y querer más que esos cinco deditos aplicados. Si el onanismo no nos es suficiente es porque el sexo es otra cosa. Es salir de ti mismo. Es detener el tiempo. El sexo es un acto sobrehumano: la única ocasión en la que vencemos a la muerte. Fundidos con el otro y con el Todo, somos por un instante eternos e infinitos, polvo de estrellas y pata de cangrejo, magma incandescente y grano de azúcar. El cielo, si es que existe, solo puede ser eso.

El cielo estuvo en Amsterdam una tarde lluviosa. Crepitaba el fuego en la chimenea, mucho más frío que el sólido pecho de Adrián. Su olor, su carne muelle y tensa, su vientre tan liso, el rizado pubis, las ingles algo húmedas.

—¿Te acuerdas del acertijo de la torre? —dijo Adrián. Yo tenía mi oreja sobre su pecho y su voz resonaba por ahí dentro, un sordo retumbar de caverna marina.

—Creo que sí.

—Lo del hombre que se tira de una torre medio derruida y que a mitad del vuelo grita: ¡Noooooo!…

—Sí.

—Ya sé la solución: es que es el fin del mundo. El mundo se ha acabado, quizá por una guerra nuclear, o por lo que sea; por eso la torre está en tan mal estado. Y el hombre es el último hombre de la tierra. Por eso se suicida. Pero mientras que desciende por el aire…

—… escucha el timbre de un teléfono.

—Exacto. O sea, que no está solo. No tenía que haberse suicidado.

—A saber. Lo mismo el que llamaba era un pelmazo.

—Mira que eres bichejo…

Cuando dos amantes recientes están en la cama y uno le dice al otro «mira que eres bichejo», las palabras suelen ir acompañadas de un achuchón carnal, un abrazo por aquí, un pellizco por allá, un estrujar estas o aquellas redondeces; y los tocamientos enardecen, y los enardecimientos exasperan, y se dispara entonces el dolor hambriento del deseo, cada vez más agudo hasta que se sacia. Eso empezó a suceder también aquella tarde en Amsterdam, mientras yo pensaba en el suicida de la torre. Pobre hombre, tan infinitamente solo. Me había burlado de él, pero le entendía. Le comprendía a la perfección porque ahora Adrián y yo éramos también los únicos seres vivos de la tierra. Los supervivientes del apocalipsis. Y así, enredados nuestros brazos y nuestras piernas, engastados el uno en el otro, náufragos de la carne en el mar del tiempo, aquella tarde en Amsterdam Adrián y yo nos pusimos a ser eternos otra vez durante un rato.

Cuando, ya de vuelta en Madrid, telefoneé al tal Manuel Blanco (desde una cabina, por si acaso) y le dije que llamaba de parte de Van Hoog, al otro lado de la línea se hizo un incómodo silencio. Ahora, conociendo al personaje, me imagino que empleó ese tiempo en cuadrarse servilmente ante el nombre del viejo, pero entonces yo no sabía nada y creí por un momento que el tipo había colgado.

—¿Oiga? ¿Oiga?

—Sí. Estoy aquí —carraspeó el otro—. Dice que llama de parte de, ejem, del señor Van Hoog…

—Sí. Tengo una carta de él.

—¿Una carta de Van Hoog? —casi chilló Blanco—. ¿Para mí?

—Bueno, no para usted… Es una cartita de… de presentación, de recomendación…

Me sentí como una estúpida al decir esto. Se suponía que estaba hablando con un mafioso o algo parecido, con un hombre que nos pondría en contacto con el submundo de la delincuencia, y, sin embargo, ahí estaba yo, mencionando cartitas de recomendación como si estuviera intentando conseguir empleo en una empresa de embutidos. Lo mismo estaba metiendo la pata, pero, claro, a saber cuáles eran las normas de urbanidad en el ámbito canalla.

—O sea, el señor Van Hoog explica que somos sus… Sus amigos.

El otro suspiró:

—¿Y en qué puedo ayudarles?

—Solo queríamos hablar un rato con usted. ¿Qué le parece si nos tomamos un café esta tarde en el Paraíso?

Le parecía bien, de modo que a las cuatro y media en punto nos encontramos frente a la pesada barra del local. Con la primera ojeada comprendí que Manuel Blanco no era exactamente un mafioso, sino como mucho algo parecido. Era un tipo menudo e insignificante, seguramente menor de treinta años, con el pelo engominado y cara de conejo. Vestía una ropa de buena calidad pero que le sentaba fatal, un traje de consejero-delegado que parecía heredado de alguien más corpulento, porque las mangas le llegaban a mitad de la mano y los pantalones se le desplomaban sobre los impecables mocasines de pijo. Daba la sensación de estar disfrazado, de ser un pobre hombre que ha alquilado un traje fino para acudir al funeral de un pariente rico. Nos dedicó una imitación de sonrisa mundana y dejó resbalar su mirada por las mejillas. Se ve que quería contemplarnos con altivo donaire y desde arriba, pero para ello, como era muy bajito, tenía que tronchar el cogote y echar la cabeza hacia atrás de un modo exagerado.

Nos sentamos en uno de los ruinosos sofás de terciopelo del local, en una esquina lo suficientemente lejana y recoleta como para no ser escuchados por nadie, y le explicamos la situación. Vi cómo se iba relajando y encontrándose más a gusto, incluso feliz, a medida que se enteraba de lo que queríamos. Creo que le encantó sentirse requerido como experto. O tal vez le encantara sentirse simplemente requerido.

—Bien. Bien —dijo al final, con gesto vanidoso—. Creo que habéis dado con el hombre apropiado, ¿me permitís que os tutee, verdad?, con el hombre apropiado. Ejem. Tengo, ejem, muchos contactos. Y al más alto nivel. Es por mi trabajo. Porque yo soy un killer, ¿sabéis? Lo que pasa es que últimamente he estado haciendo otras cosas, pero mi verdadera profesión es la de killer.

—¿Quiere decir un asesino? —pregunté con total incredulidad: ni aunque me lo jurara por su madre podría creer que ese tipo fuera capaz de enfrentarse a una mosca.

—No un asesino de verdad, claro, no de puñal y sangre y esas cosas, por supuesto. Killer significa asesino en inglés, pero no es lo mismo. Yo soy un killer económico. En fin, ya veo que no, conocéis el término —risita petulante, subidón de barbilla—. En el mundo de las altas financias y de los negocios internacionales en el que me muevo, ejem, el killer es el especialista en reconversiones empresariales. ¿Que hay que modernizar una firma, hacerla rentable en un tiempo récord y echar a la mitad de los empleados? Pues contratan a un killer. Por ejemplo, la multinacional noruega Nilsen-Olsen. ¿Os acordáis del plan de reconversión de Nilsen-Olsen, que cerró todas las plantas depuradoras que tenía en España? Pues ese trabajo lo hice yo.

—¿Pero eso no fue cosa de un tal Sarda? —respondí, recordando el tremendo lío organizado cuando el cierre de las plantas y las fotos de los manifestantes ahorcando un pelele con el nombre de Sarda cosido al pecho.

—Sí, claro, ejem, Sarda, claro. Pero yo era uno de sus ayudantes. Bueno, ejem, podríamos decir que yo fui su mano derecha. Fue un placer trabajar con Sarda. Es un killer buenísimo. Con él se aprende mucho. Recuerdo la primera asamblea con los trabajadores de la planta principal, que estaba en Cádiz. Fue en una nave y había por lo menos mil empleados. Y llega Sarda y les empieza a decir que el mundo ha cambiado y que sigue cambiando vertiginosamente. Que a finales de siglo y de milenio ya no cabe esperar que las cosas sean como antes. Tiene un pico de oro, Sarda. Y les dijo que ya no servían para nada los conocimientos de antaño. Que la antigüedad en la empresa era un concepto absurdo, y que la lealtad a la empresa era también una idea tonta y trasnochada. Que ahora lo único importante era cumplir los objetivos comerciales, las necesidades de la firma, eso era lo único real, porque en el mundo de hoy, revolucionariamente competitivo, o cumples los objetivos o no existes, así de claro. ¿Qué preferían ellos, que siguiera existiendo una Nilsen-Olsen rentable y saneada, capaz de dar empleo a trescientas personas, o que no existiera absolutamente nada? De manera que había que echar a mucha gente. A los viejos incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos. Y a los vagos, que había muchos. Y por añadidura a todos los que siguieran sobrando, aunque no fueran ni viejos ni vagos. El mundo era así. El mundo había dejado de ser un campo de batalla entre ricos y pobres. La cuestión ya no era si uno podía ganar más o menos dinero y si la empresa podía tener más o menos beneficios, sino si había lugar para sobrevivir. El mundo se nos había quedado súbitamente muy pequeño y ahora ya no había espacio para todos. No lo había para los trabajadores, pero tampoco para las empresas. El poder de decisión ya no se debatía en las mesas de negociación entre la patronal y los sindicatos. Ahora eran la realidad tecnológica y el mercado implacable quienes establecían el orden del cotarro. Eso les decía Sarda, eso les contó aquel día a los trabajadores de Nilsen-Olsen. Y cuando terminó su exposición, añadió: «Y ahora permitidme un consejo: sonreíd. Sonreír más es muy sano, se rinde más en el trabajo, se siente uno mucho mejor. Hacedme caso: sonreíd, por favor». Yo era muy joven entonces y he de confesar que pensé que nos iban a cortar el cuello; de este lado éramos solo tres y delante había mil y pico personas. Pero no. No dijeron nada. Se mantuvieron todos muy callados y muy atentos. Fue un momento cumbre. Para que veáis lo bueno que es un killer bueno. Para que veáis la fuerza que tiene la verdad, cuando se dice bien.

—¿Pero qué verdad? —Me indigné ante la mentecatez del tipejo, imaginando el despavorido silencio con el que los empleados debieron de escuchar las burradas de Sarda—. Al final, Nilsen-Olsen cerró todas sus plantas en España. Ni trescientos puestos de trabajo en una empresa saneada ni nada. Lo que hizo Sarda fue aterrorizarlos y engañarlos para quitárselos de en medio sin problemas.

—Bueno, sí, bien, ejem, un killer tiene que saber… ejem, disfrazar la verdad en un momento determinado. Es una cuestión de táctica y de estrategia. Como por ejemplo el trabajo que estuve haciendo yo después. Verás, tú vas a las empresas subsidiarias de una gran firma. En mi caso, a las de Nilsen-Olsen; y entonces llegas por ejemplo a una fábrica que hace unas válvulas para los cierres herméticos, esas válvulas son su única producción y toda la producción la adquiere Nilsen-Olsen. Y les explicas que vienes de parte de la multinacional noruega, y que les vas a hacer un estudio de rentabilidad de la fábrica completamente gratis, un regalo de Nilsen-Olsen a su proveedor. Todos se quedan encantados y te abren sus puertas, te dan los libros, contestan todas tus preguntas. Al cabo de dos o tres semanas ya te sabes la fabriquita de memoria, cuáles son sus fallos de organización, sus costes, sus derroches. Y entonces vas al dueño y le dices: «Nosotros te hemos estado pagando 3000 pesetas por cada válvula. A partir de ahora te pagaremos solo 1500». El dueño se queda lívido: «¿Cómo? ¿Pero por qué?». Y ese es el momento de gloria del killer, donde entra en funcionamiento su poder, que es el poder del conocimiento. «Porque la fábrica está fatal gestionada. Toma estos papeles, este estudio, este plan de rentabilidad. Echa a la mitad de los obreros y haz las cosas como es debido, y las válvulas te costarán la mitad». Eso le dices, y te marchas. Si el dueño es un triunfador, hace la reconversión. Si es un perdedor, no la hace, o la hace mal, y se lo lleva el viento al infierno de los fabricantes incompetentes. Así es la vida, pequeña.

Y diciendo esto, alzó una ceja en plan chico duro y me lanzó una mirada seductora y tan tórrida como el aliento de un mosquito.

—Qué interesante. Y dime, después de haber desempeñado trabajos tan importantes como el de hundir la fábrica de las válvulas, ¿cómo es que ahora no sigues trabajando de killer?

Su cara de conejo se crispó un poco.

—Bueno… Ejem… Esas cosas pasan.

—¿Pero fuiste tú el que hiciste lo de la fábrica de válvulas, no?

—Sí, ejem… O sea, casi sí. Sarda delegó en un ayudante suyo y yo era el ayudante del ayudante. Bueno, se puede decir que yo era su mano derecha. Ejem…

—Y ahora estás en paro.

—Bueno, no… Ahora… Ahora trabajo también para las altas finanzas, y para la gente importante, como los de Holanda. Sarda me recomendó a… Y entonces yo… Bueno, cuando hay un dinero que hay que mover rápidamente sin que deje huellas, yo me ocupo de eso.

—Me parece que nuestro amigo es un correo. Vamos, que este tipo no es más que un transportista. Es el que lleva de acá para allá las maletas con el dinero negro —intervino Félix.

Manuel Blanco apretó los labios, fastidiado:

—Bueno, sí, ejem, hago eso también, además de otras cosas.

—Cosas que, a decir verdad, no nos importan demasiado —atajó Félix—. Estamos aquí para saber algo de Orgullo Obrero y del secuestro de Ramón Iruña. Van Hoog pensó que podrías ayudarnos. ¿Puedes facilitarnos alguna información o no?

El tipo enrojeció violentamente desde el mentón birrioso hasta el comienzo de la brillantina:

—Sí, señor. Creo que puedo —dijo con tono de dignidad ofendida.

—Estupendo. Estamos esperando.

Hubo algunos segundos de silencio. Manuel Blanco sorbió su café, se arregló el nudo de la corbata, carraspeó dos veces. Cuando volvió a hablar ya había reconstruido nuevamente sus aires de hombre duro y mundano.

—Mi trabajo de… ejem, de correo, me pone en contacto con todos los mundos no oficiales. Quiero decir que un correo atraviesa fronteras, y yo me conozco todas las fronteras que existen. No hablo de las fronteras horizontales, esas que van entre países, tan aburridas y llenas de pasaportes y sellos y visados, sino de las fronteras verticales, que están aquí mismo.

Y dibujó con su mano varias líneas paralelas en el aire, unas debajo de otras.

—No sé quienes son esos de Orgullo Obrero, pero sí sé que están detrás de alguna de esas fronteras. La cuestión, ejem, es encontrarlos. Ahora bien, así como en las fronteras horizontales hay ciertas agrupaciones, ahí están los países de la Unión Europea, por ejemplo, o los Estados árabes, pues también en las fronteras verticales hay un orden. La división fundamental, aunque luego haya subclases, es entre organizaciones Diurnas y Nocturnas. Las Nocturnas son las más llamativas. Son lo que la gente común conoce como mafias. Se ocupan en general del sector de Ocio y Servicios: drogas al por menor, prostitución, juego, trata de blancas, redes ilegales de pornografía y pederastia, en fin, esas cosas. Hay suministradores fijos, departamentos específicos, líneas de comercio internacional. Está todo muy bien organizado. Hoy mismo las dos corporaciones mundiales más importantes del sector Nocturno son las Tríadas Chinas y la Jakuza japonesa, que han hecho un acuerdo para repartirse el planeta; pero luego está la nueva Mafia Rusa, que está apretando mucho y mejorando su rendimiento a ojos vistas. En cuanto a los italianos, se han quedado los pobres muy anticuados; y los colombianos, aunque aún muy potentes, andan necesitados de una reconversión. Tal vez les conviniera, ejem, contratar a un buen killer

Perdió el tipo la mirada en lontananza, como rumiando la luminosa posibilidad de que la mafia colombiana le contratara para mejorar su balance económico. Es un imbécil, pensé, casi admirada por la dimensión de su estupidez.

—Luego están las organizaciones Diurnas, que son, en conjunto, las más poderosas. En el sector Diurno entran todos los grupos políticos: terroristas, guerrillas urbanas, movimientos de liberación, el IRA, la ETA, la Internacional Neonazi. Y las cloacas administrativas: el terrorismo de Estado, la parte más secreta de los servicios secretos… Luego están también los magos financieros capaces de hacer cualquier pirueta con el dinero: limpiarlo o borrarlo. Y más arriba aún, las mafias gubernamentales de economía negra: sobornos, corrupciones a gran escala, desviación de fondos públicos. Por último, y arriba del todo en la cadena del mando, hay que citar a los traficantes de armas, que son los grandes jefes del sector Diurno y que también son respetados por el sector Nocturno. Esos tipos son los reyes del mundo, prohombres de la patria que presiden fundaciones internacionales de caridad y que terminan convertidos en estatuas. ¿Os habéis fijado que en cuanto que hay un pequeño resquemor entre dos tribus remotas al día siguiente están armados todos hasta las cejas? Pues de ese negocio viven los reyes del planeta.

—¿Y dónde cae Orgullo Obrero entre todo este lío? —pregunté.

—Pues, ejem, todavía no lo sé. Pero lo sabremos. Son mundos muy organizados. Aquí nadie se mueve sin que sus superiores respectivos sepan algo. No sé si Orgullo Obrero será una mafia nocturna, unos simples chorizos que se hacen pasar por un grupo político, o si pertenecerán al mundo diurno. Lo primero que haré será enterarme. Preguntaré. Hablaré con alguna gente. El nombre de Van Hoog abre muchas puertas. Habéis tenido suerte al conseguir su ayuda.

Suspiró, yo creo que con envidia ante la calidad de nuestros contactos. Luego se levantó y asumió de nuevo sus aires de grandeza para despedirse, aunque sus pretensiones quedaran algo empañadas por el hecho de que, al darnos la mano, sus dedos apenas si sobresalieran de las mangas, y porque sus pies pisoteaban de manera inclemente el largo y sucio bajo de los pantalones.

—Sabréis de mí. Saludad al señor Van Hoog de mi parte y decidle que Manuel Blanco, ejem, estará siempre encantado de poder atenderle.

—Se lo diremos —mentí plácidamente: para qué contarle que no íbamos a volver a ver al holandés en toda nuestra vida. No hice más que disfrazar la verdad, como lo hubiera hecho un killer.

Nuestro encuentro con Manuel Blanco me dejó algo desconcertada. Era un tipo tan estrambótico, y aparentaba ser tan poca cosa, que no resultaba muy creíble que pudiera ponernos en contacto con el mundo subterráneo. O con el más allá de las fronteras verticales, como decía él.

—¿Qué os parece? —pregunté a mis compañeros cuando Blanco abandonó el café.

—Un loco, un tío ridículo —dijo Adrián.

—Pero recordad que su nombre nos lo dio Van Hoog. Así es que, aunque parezca mentira, sí que está de algún modo relacionado con las mafias —dijo Félix con voz apagada—. Es un correveidile, un hurón, como les llamábamos nosotros: tipos inciertos que rondan por los confines de la marginalidad, haciendo recados, escuchando cosas, abriendo puertas a los poderosos y sonriendo mucho. Tendremos noticias de él, estoy seguro.

De manera que nos fuimos a casa y nos pusimos otra vez a esperar, aunque en esta ocasión la guardia estuvo endulzada por los brazos de Adrián, por el vientre cálido de Adrián, por la saliva de Adrián resbalando dentro de mi boca. Transcurrieron dos días que en mi memoria se confunden en una sola noche, hasta que al fin una mañana, a eso de las nueve, alguien se apoyó sañudamente en el timbre de la puerta y no volvió a levantar el dedo del botón.

—¡Ya va! ¡Ya va! —grité mientras salía de debajo del cuerpo de Adrián, a medias furiosa por la insistencia y a medias asustada, porque ni siquiera mi relación con el muchacho había conseguido borrar el miedo continuo que experimentaba desde el secuestro de Ramón. Me eché encima la bata y atisbé por la mirilla: era Félix. Abrí a toda prisa.

—¿Qué sucede?

Félix estaba apoyado en el quicio, pálido y tembloroso, con grandes círculos malvas rodeando sus ojos.

—No te preocupes, no pasa nada raro, es algo de lo más natural —jadeó—. Es que me estoy muriendo. Y se desplomó encima de mí.

Hubiera debido imaginarlo. Hubiera debido saber desentrañar el porqué de la enfermedad de Félix, qué había sucedido para que, de repente, se colapsara así. Pero a la sazón yo estaba sumida en ese arrebato de puro egocentrismo que es el primer momento de un romance, cuando el resplandor del amor te deja ciega y la felicidad te deja tonta, cuando todo es excitación y borrachera y solo eres capaz de sentirte la piel y de mirar al otro. Así es que cuando Félix se derrumbó en mis brazos preferí pensar en lo más fácil: que era viejo y que a los viejos les suceden esas cosas. Que un día se ponen malos y a lo peor se mueren.

Cuando lo ingresamos en el hospital estaba sin sentido. Él también ardía de fiebre, lo mismo que había sucedido con Adrián apenas una semana antes. Pero a diferencia del muchacho, cuya fiebre olía a anginas escolares, a pan tierno y tarde lluviosa de domingo, la fiebre de Félix evocaba agitados susurros de enfermeras, cuerpos emaciados, pasillos interminables atravesados por corrientes de aire frío. Félix, nos lo dijeron los médicos enseguida, tenía una neumonía. Un diagnóstico preocupante para su edad y para el estado de sus pulmones. Le empezaron a suministrar antibióticos, pero su organismo no respondía al tratamiento. En la ardiente penumbra de la habitación, con la calefacción a toda potencia, yo me desembarazaba del abrigo y luego de la chaqueta y después me remangaba la camiseta y le observaba dormitar durante horas, angustiada por el calor y por la proximidad de la muerte. Antes, vestido con sus amplias chaquetas de tweed, Félix había mantenido su prestancia, pero ahora, envuelto en el camisón hospitalario, se le veía huesudo, pingajoso de piel y diminuto, viejo como una gárgola, más pálido que las sábanas, extremadamente delicado y frágil. Le imaginé una semana atrás, paseando solo por Amsterdam bajo vientos polares, con las cejas escarchadas y los pies helados. No era de extrañar que se hubiera cogido una neumonía. Era una cosa más a añadir a la larga lista de mis culpas, junto con el hundimiento del Titanic y la desaparición de los dinosaurios. Qué increíble fragilidad la de los humanos: aquí estaba Félix, con toda su larga vida detrás y sus recuerdos, a punto de desaparecer en un solo instante como el humo que se desvanece en el aire. Recordé, no sé por qué, a Compay Segundo, el anciano artista cubano que cantaba canciones arrastradas de viejo cabaret, músicas sensuales y ceñidas, cálidos sones para noches del trópico. Compay era más o menos de la edad de Félix: y él también, como Félix, debió de ser joven y voraz en el pasado. «Yo vivo enamorado, Clarabella de mi vida, prenda adorada que jamás olvidaré; por eso yo, cuando te miro y te considero como buena, yo nunca pienso que me tengo que morir», cantaba ahora Compay, desde la altura de sus ochenta años: y cada vez que le oía me lo imaginaba preso de la nostalgia de sí mismo, de aquel Compay que antaño tuvo que ser, con el pecho fuerte, los ojos seductores y el hambre de las hembras aún en los labios. En los hombres llenos de vitalidad, como Compay o Félix, la melancolía del tiempo fugitivo era más aguda, más conmovedora. A mí, por lo menos, me conmovía. La intensidad de mi preocupación por Félix Roble me tenía sorprendida: hacía apenas mes y medio que le conocía y ya formaba parte de mi vida. Pasé muchas horas en aquel cuarto seco y tórrido del hospital, vigilando al enfermo y sintiendo oscuramente que estábamos llegando a un punto final, que algo se acababa.

Al tercer día, cuando los médicos se disponían a probar con Félix el cuarto antibiótico distinto, Adrián y yo nos pasamos un rato por casa para cambiarnos de ropa, cosa que, curiosamente, terminamos haciendo dentro de la cama y con gran entusiasmo. Cuando sonó el teléfono estábamos medio dormidos. Pegué un respingo y miré el despertador. Eran las siete de la tarde.

—¿Sí?

—Li-Chao. Te espera en el El Cielo Feliz. Dentro de media hora. Lleva la carta del amigo holandés.

Eso dijo Manuel Blanco, porque era él, sin duda, antes de colgar abruptamente.

—¡Pero qué estúpido! ¿Es que no se imagina que tenemos el teléfono intervenido? —bufé—. Y además dentro de media hora. ¿Qué es eso de El Cielo Feliz?

—Un restaurante chino, claro —dijo Adrián.

Por supuesto: tuvimos que mirar en la guía de teléfonos para encontrar la dirección. Paseo de la Cuesta del Río, 11. Nos vestimos a una velocidad inverosímil y tuvimos la suerte de encontrar un taxi nada más salir del portal, pero tanto el taxista como nosotros ignorábamos dónde se encontraba la calle y nos perdimos. Llegamos al restaurante casi una hora más tarde. Había caído la noche y el solitario paseo de la Cuesta del Río tenía un aspecto bastante siniestro, delimitado en toda su extensión por muros de fábricas abandonadas, talleres mecánicos cerrados y solares atestados de basuras. En medio de la negrura, un pequeño restaurante chino hacía parpadear tantas bombillas rojas como un carricoche de verbena. Nos detuvimos ante la puerta, amedrentados, mientras el taxi se perdía a nuestras espaldas. Cómo echaba de menos a Félix; aunque no era más que un anciano, su aplomo me hacía sentirme más segura. Tomamos aliento y empujamos el pomo, que era un dragón de plástico enroscado. Entramos en el local: rectangular, pequeño, con siete mesas preparadas para la cena pero aún vacías. Farolillos chinos de papel, paredes bastante sucias. Olor a pescado hervido.

—¿Hola? —aventuré—. ¿Hay alguien?

Salió una chica por una puerta. China, naturalmente. Muy joven, despeinada, simpática.

—Hola. Lestaulante celado todavía. Media hola después.

—No venimos a cenar. Tenemos una cita con… Con el señor Li-Chao.

La chinita dejó de ser simpática.

—Un momento.

Desapareció por la puerta interior y yo pensé una vez más en salir corriendo. Pero no me dio tiempo. La joven asomó la cabeza:

—Pasen.

Y pasamos. A la cocina, pringosa y llena de perolos humeantes que un par de tipos removían; a un pasillo oscuro; y a un cuarto de estar. La chinita cerró la puerta detrás de nosotros.

—Siéntense, por favor.

Obedecimos. Li-Chao era un hombre más bien grueso, con un rostro carnoso, liso y blando que recordaba a una ciruela madura. Podía tener unos cuarenta años y vestía de occidental, con una chaqueta gris y una camisa negra, sin corbata y abrochada con primor hasta el gaznate. Estaba sentado ante una mesa camilla, y frente a él tenía una bandeja de laca con una tetera y varias minúsculas tacitas de porcelana.

—¿Un poco de té?

Aceptamos los dos, Adrián y yo, supongo que para poder tener algo entre las manos. Estábamos en un cuartito pequeño, casi ocupado por completo por la mesa camilla y media docena de sillas baratas de respaldo alto y recto. Detrás de Li-Chao había un aparador estrecho, y sobre el aparador una talla de jade representando a un viejo pescador y una caja abierta de corn-flakes de Kellog’s. Lo único extraordinario era la luz: un farolillo de papel la teñía de color rosa, de un rosa denso, pegajoso, tan dulce como un caramelo desleído, un rosa atosigante que te hacía sentir dentro de una burbuja, en la boca de un pez, entre membranas. Asfixiaba ese aire.

Nos sirvió el té con parsimonia y colocó las tazas frente a nosotros. Por supuesto que no nos ofreció azúcar, y el té, además de estar hirviendo, era tan amargo que resultaba corrosivo. Volví a dejar la taza sobre la mesa y sonreí educadamente a Li-Chao con mis labios abrasados. He estado en China, y sé que los prolegómenos corteses se llevan cierto tiempo.

—De manera que son ustedes amigos de mi amigo Van Hoog…

Hablaba un español perfecto. Cabeceé para mostrar mi asentimiento: el gesto me pareció menos comprometedor que decir que sí de viva voz. Saqué la carta y se la tendí sobre la mesa.

—Tenemos una nota suya.

Li-Chao cogió el papel y se enfrascó en su lectura durante un tiempo inconcebiblemente largo, teniendo en cuenta que el escrito solo constaba de una línea. Luego levantó la mirada y también él cabeceó. Yo le imité con mi mejor sonrisa de cortesía, y advertí que Adrián también hacía lo mismo a nuestro lado. Ahí estábamos los tres, en ese aire confitado de casa de muñecas, sonriendo estúpidamente y basculando arriba y abajo las cabezas como si fuéramos tentempiés. En ese meneo nos pasamos otros dos minutos.

—Dice mi amigo Van Hoog en su carta que ustedes solo quieren hablar —dijo al fin Li-Chao—. Pero en realidad ustedes lo que quieren es escuchar. Ustedes quieren que hable yo.

Cerró los ojos y se quedó quieto como un buda. O como un hombre dormido. Sus ojos estaban rodeados de una infinidad de arrugas muy menudas. No debía de tener cuarenta años, sino bastantes más. Cincuenta, quizá incluso sesenta.

—Ustedes quieren saber, y eso, la búsqueda del conocimiento, es una ambición muy noble. Pero yo no quiero hablar, porque la discreción es una virtud también muy loable. «El silencio es un amigo que jamás traiciona», como dice el…

—Confucio —interrumpió Adrián. Le miramos los dos con cierta sorpresa.

—Es una frase de Confucio —repitió Adrián, un poco turbado.

—Como dice el gran Kung-Fu-Tsé, a quien, en efecto, ustedes llaman Confucio —prosiguió el hombre, imperturbable—. Celebro que nuestro joven amigo tenga tan buen conocimiento de nuestros clásicos, cosa que, por desgracia, no se puede decir de la juventud china de hoy. Enhorabuena. Sin embargo, ninguno de nuestros jóvenes, pobres incultos como son, se hubiera atrevido jamás a interrumpir las palabras de una persona mayor y de respeto, y menos aún si dicha interrupción solo tuviera como objeto la vanagloria del muchacho, puesto que su comentario no añadía a la conversación nada que no supiera de antemano su interlocutor y no era sino un alarde necio de conocimientos. No obstante, y teniendo en cuenta su condición de joven y de occidental, y por consiguiente de doble ignorante, no tendremos en cuenta por esta vez la evidente falta de educación de nuestro invitado. A decir verdad, este humilde servidor vuestro ya ha olvidado por completo el incidente.

Sentí, más que vi, cómo Adrián enrojecía con violencia a mi lado: despedía verdadero calor y emitía un ruidito sordo y entrecortado, como un pequeño motor a punto de pararse.

—Perdón —farfulló.

—¿Más té? —ofreció Li-Chao con amabilidad exquisita. Adrián y yo cabeceamos frenéticamente nuestro asentimiento. El hombre nos sirvió. Observé que solo utilizaba la mano izquierda. La derecha había permanecido sumida en las profundidades de la mesa desde el comienzo de nuestro encuentro. Tal vez fuera manco, pensé. O tal estuviera escondiendo una pistola. Por otra parte, esa mano izquierda con la que desempeñaba todos los movimientos estaba cubierta de manchas, seca y arrugada, con los nudillos deformados por la artrosis. Setenta. Li-Chao debía de tener lo menos setenta años. O quizá incluso ochenta. Era la mano de un anciano.

—Yo soy un buen amigo de mis amigos y ustedes son amigos de mi amigo —prosiguió Li-Chao tras la pausada ceremonia de las tazas—. Me gustaría ayudarles. Pero tenemos un conflicto, puesto que deseamos cosas contrapuestas. Escuchar y callar. Saber y silenciar. Ahora bien, la vida es siempre así, ¿no es cierto? Llamamos vida al complejo equilibrio que nace del choque entre contrarios. La realidad es siempre paradójica. Las cosas se definen por lo que son, pero también por lo que no son; sin el otro, sin lo otro, no existiría nada. La luz no se entiende sin la oscuridad, lo masculino sin lo femenino, el yin sin el yang. El Bien sin el Mal.

Inclinó la barbilla sobre el pecho y volvió a cerrar los ojos. Transcurrió un minuto interminable. Quizá Félix hubiera sabido qué hacer en una situación tan rara y desconcertante como esta, quizá Félix hubiera sabido encontrar la palabra exacta para que el chino saliera de su pasmo y nos contara algo aprovechable. Pero en esos momentos Félix se encontraba enfermo en el hospital, tal vez incluso agonizando. La vida sin la muerte.

—Mis hermanos y yo sabemos que el Mal forma parte del Bien y el Bien forma parte del Mal. El hombre virtuoso entenderá esto y contribuirá a la armonía universal, a la concordancia de los contrarios. Mis hermanos y yo llevamos milenios siendo piezas humildes dentro de la gran rueda de la vida. Administramos el Mal, y gracias a nosotros el Bien existe. Es un trabajo altamente moral y muy difícil. Se lo voy a decir de otra manera, para que incluso ustedes, con sus pequeñas mentes occidentales, puedan entenderlo. Les daré un ejemplo: España en el año 1992. La Exposición Universal, los Juegos Olímpicos… ¿No les extrañó que no hubiera ningún percance terrorista durante las celebraciones? Tanto la Exposición de Sevilla como los Juegos de Barcelona eran acontecimientos gigantescos, imposibles de vigilar en su totalidad. Con la tecnología actual, cualquiera puede dejar una bolsa explosiva en una papelera. La seguridad de un evento semejante es algo por completo inalcanzable. Y, sin embargo, no sucedió nada. ¿Se han preguntado ustedes alguna vez por qué?

Tuve que admitir que no, que no me lo había preguntado.

—Porque donde hay tradición y organización, el orden impera. Ustedes tienen la ETA, que es un poderoso interlocutor del mundo subterráneo. El Gobierno solo tuvo que pagar secretamente a ETA el precio de una tregua para conseguir la paz en esos meses; y por su parte, ETA se encargó de que no hubiera advenedizos que rompieran el pacto. Eso es orden. Eso es armonía. Los barrios chinos de las grandes ciudades occidentales están limpios de delincuencia. Usted y este humilde servidor se podrían pasear por las calles del Chinatown de Nueva York a cualquier hora de la noche sin que nos sucediera nada malo. Porque mis hermanos y yo cuidamos de ello. Eso es orden. Eso es armonía. Sin embargo…

Detuvo su exposición Li-Chao y suspiró tenuemente. Su mejillas frutales, blandas y amarillas, retemblaron un poco.

—Sin embargo el caos avanza y el desorden nos devora. Y no se trata de ese desorden cósmico del que el orden nace, sino de la confusión, de la imprecisión, de la falta de lugar y contenido. La tradición se pierde, la memoria se rompe. La Nada nos acecha.

Diciendo esto, Li-Chao sacó su brazo derecho de las profundidades y lo apoyó sobre la mesa. Tuve que hacer un considerable esfuerzo para no demostrar mi sobresalto. La mano era un muñón abrasado, una garra cerrada sobre sí misma, un despojo encarnado y derretido que parecía haber sido asado a fuego lento.

—Son ustedes amigos de mi amigo y yo soy buen amigo de mis amigos, así es que de todas maneras les diré algo. Dos pequeñas cosas. Dos menudencias. Primero, que Orgullo Obrero es uno de los nombres del desorden. Y segundo: tenga usted cuidado de con quién habla. Porque una de las personas de su entorno está implicada.

—¿Quién?

Li-Chao sonrió e ignoró mi pregunta.

—Les ofrecería más té, pero está frío. Servir el té frío es una descortesía imperdonable. Pero, claro, el tiempo transcurre sin que nos demos cuenta. Espero que sepan disculpar este descuido de su humilde servidor.

—Somos nosotros quienes le pedimos disculpas —dije inmediatamente, entendiendo el mensaje—. Creo que le hemos entretenido demasiado. Gracias por recibirnos.

Mientras hablaba, no pude evitar que mis ojos se desviaran de nuevo hacia la mano herida, hacia ese horrible amasijo de tendones al aire y carne atormentada. Li-Chao atrapó mi mirada y yo advertí que me había visto. Enrojecí.

—Observo que le llama la atención el estado de mi mano. Esto también es una consecuencia del desorden.

Levantó el muñón en el aire: los dedos, o lo que quedaba de los dedos, parecían estar fundidos entre sí.

—Sin embargo, el dolor puede formar parte del equilibrio universal. Lo mismo que la violencia. Y la venganza.

Y, diciendo esto, abrió dificultosamente su garra descarnada: allí, en lo que una vez había sido la palma de la mano, había un pequeño pomo de vidrio transparente relleno de un líquido que parecía agua; y flotando dentro, como un pez diminuto en su pecera ínfima, había un ojo humano. Blando, redondo, absorto. Salí de El Cielo Feliz aguantando las náuseas a duras penas. Crucé como una exhalación el todavía vacío restaurante, abrí la puerta de un empellón y me precipité a la calle, aspirando con ansiedad el aire frío. Apoyada en el muro de una fábrica, fui recuperando el resuello poco a poco. Adrián, a mi lado, estaba verborreico. Los nervios le producían a veces ese efecto.

—Joder, qué tío, qué cosa tan siniestra; cuando me dijo lo de Confucio creí por un momento que me iba a cortar el gaznate allí mismo, y eso que no nos había enseñado todavía el ojo, qué asco, y la mano, qué horror, y esa luz rosada, que era una pesadilla, y…

—¿Cómo vamos a salir ahora de aquí? —le corté.

Porque estaba empezando a percatarme de la situación a medida que el juicio volvía a mi cabeza. Adrián miró alrededor: una calle extrema de un barrio extremo, desolada, desierta, amedrentante. Ni una persona a la vista, ni un maldito coche. Por no haber, no había ni una sola ventana encendida. En toda la calle no se apreciaban más luces que las mortecinas farolas del alumbrado público y el centelleo barato del restaurante chino.

—Podríamos regresar a El Cielo Feliz y llamar un taxi por teléfono —sugirió Adrián.

—¿Volver a entrar ahí? Ni pensarlo.

—Pues entonces habrá que caminar.

De manera que echamos a andar hacia uno de los extremos de la calle, aunque no sabíamos muy bien por cuál de los dos lados saldríamos antes de ese barrio horrible: el taxi había dado mil vueltas para llegar.

—¡Tranquila, Lucía! Vas casi corriendo. Con lo pequeñita que eres y me cuesta seguirte —dijo Adrián con una sonrisa, mientras encendía un cigarrillo como para darle una apariencia de naturalidad a la noche antinatural y tenebrosa.

—Tengo miedo. No me gusta este sitio. Estoy deseando llegar a algún lugar civilizado.

—Yo tengo un truco estupendo para atravesar con tranquilidad los lugares siniestros. Cuando voy caminando por algún sitio un poco sobrecogedor, lo que hago es imaginarme que el asesino soy yo. Si yo soy el atacante, no puedo ser el atacado. Funciona muy bien.

Le miré, atónita. Nunca acabaría de entender a los hombres. A nuestra espalda, un coche encendió los faros y arrancó. Me sentí vagamente aliviada: por lo menos había alguien más en la calle, además de nosotros. Tal vez fuera cosa de la imposibilidad de asumir su propio miedo, seguí reflexionando; quizá los hombres preferían imaginarse asesinos antes que reconocerse cobardes. El coche que había arrancado poco antes no nos había sobrepasado todavía. Una inquietud pequeña como un garbanzo empezó a endurecerse en la boca de mi estómago. Eché un vistazo hacia atrás por encima de mi hombro. El coche venía detrás de nosotros, casi a nuestra altura, manteniendo la velocidad de nuestros pasos. La inquietud se convirtió instantáneamente en una gran piedra encajada en mi pecho que apenas si me dejaba respirar.

—Adrián… —susurré.

—Ya lo he visto.

La calle se extendía delante de nosotros negra y larga, sin portales en los que guarecerse, sin posibilidades de esconderse, sin que la velocidad de nuestras piernas pudiera librarnos de la persecución.

—¿Qué hacemos? —dije.

—Sigamos caminando. Deprisa, pero sin correr. Haz como si no los hubieras visto.

Nuestros pasos repiqueteaban en las baldosas rotas de la calle: una zancada de Adrián, dos saltitos míos. Y el ronroneo del coche que nos seguía. Con el rabillo del ojo, atisbé el morro del vehículo. El resplandor de los faros impedía ver nada con precisión, pero a través de los cristales me pareció advertir al menos dos siluetas.

—Tranquila, hay gente ahí delante.

—¿Cómo?

—Hay gente ahí delante —repitió Adrián. En efecto, unos metros más allá se veía a dos o tres personas junto a una farola amarillenta. Apretamos un poco más el paso.

Me dolía el costado, una punzada aguda al respirar. Eran tres, ahora ya se podían ver con claridad, tres hombres jóvenes de aspecto muy común, dos con vaqueros, uno con traje. El coche seguía deslizándose muy cerca de nosotros, junto al bordillo.

—Adrián…

No me gustaba lo que veía, no me gustaba nada. Los tres hombres nos estaban mirando, no hablaban entre sí, solo nos contemplaban fijamente y se extendían en una línea a todo lo ancho de la acera. A su lado había aparcado otro vehículo, un automóvil grande, caro.

—¡Adrián!

Nos habían cortado el paso. Me sentí como una oveja hábilmente pastoreada que entra por sí sola al matadero. Redujimos la marcha hasta detenernos. A nuestra espalda se abrieron y cerraron las puertas del coche que nos seguía: alguien se bajaba. Pero no miramos para atrás, o al menos yo no lo hice. Toda mi atención estaba concentrada en los tres hombres que teníamos delante. Los dos que vestían pantalones vaqueros estaban situados en los extremos. Llevaban unas pistolas negras y relucientes con las que nos apuntaban. El individuo del centro era pelirrojo, alto y musculoso, con aspecto de galán de culebrón televisivo. Era uno de esos tipos tan pagados de sí mismos que convierten su guapeza en una agresión a los demás. Sentí cómo alguien me arrimaba desde detrás algo frío y metálico a la oreja. Debía de ser el cañón de un arma, porque Adrián tenía un pistolón pegado a la garganta.

—Pero qué sorpresa —dijo el pelirrojo con voz pituda—. Mira quién está aquí: la pobre y desconsolada esposa.

—¿Qui… quiénes son ustedes? —dije, con una voz tan tenue y temblorosa que creí que no me oirían. Pero el Caralindo debió de escuchar algo.

—Preguntas mucho, querida, ese es el problema. Para vivir tranquilo hay que cerrar la boca.

Hizo un gesto con la mano y volví a escuchar cómo se abría una puerta de coche a mis espaldas. Al instante entró en mi radio de visión un hombre nuevo que arrastraba algo enganchado por una cadena. Reconocí el gemido aun antes de verla: era la Perra-Foca. El animal intentó venirse conmigo, pero el tipo la tenía sujeta por el collar y no se lo permitió.

—¿Qué hace ella aquí? —farfullé.

—¿Lo ves? Eres incorregible: no paras de preguntar —dijo el pelirrojo.

Se agachó y comenzó a acariciar a la Perra-Foca.

—No es de buena educación ir de acá para allá preguntando cosas y molestando a tanta gente. No señor, no lo es.

En vista de que la cosa se prolongaba, la Perra-Foca suspiró y optó por tumbarse, a la espera de que los extravagantes humanos tuviéramos a bien acabar con esa situación para ella incomprensible. El pelirrojo se puso en cuclillas junto a ella.

—Qué perra tan bonita.

No era bonita. Era gorda y despeluchada y vieja y estaba desparramada sobre el suelo. Se me encogió el corazón.

—Tengo amigos, amigos muy importantes, a los que no les gusta la gente preguntona —dijo el Caralindo.

Y se sacó una navaja del bolsillo. Era de resorte, con una hoja muy puntiaguda, fina y estrecha.

—Mis amigos me han dicho: Vete y adviértele a esa chica que preguntar es muy malo para la salud.

Comenzó a pasar la punta de la navaja por encima de la Perra-Foca. Sin apretar, como si fuera una caricia, el pico de metal marcando un camino por las ingles del animal, por el lomo, por el cuello.

—Vete y adviértele a esa chica que preguntar demasiado es más perjudicial para la salud que ser yonqui, o que caerse de un décimo piso.

El puñal merodeó perezosamente por el vientre de la Perra-Foca.

—Preguntar puede terminar convirtiéndose en algo muy doloroso, mutilador, violento…

La afilada punta recorrió las peludas patas delanteras y empezó a subir por la línea del cuello hacia la cabeza; la Perra-Foca dio un lametón a la mano del pelirrojo y se lo quedó mirando, miope y plácida. El ojo, pensé alucinada. Como el ojo de Li-Chao. Le va a sacar un ojo al animal y no seré capaz de soportarlo. En ese momento el matón sujetó la cabeza de la perra contra el suelo con su mano derecha. Era zurdo. Debí de hacer algún tipo de movimiento, no lo recuerdo, porque sentí que me retorcían los brazos y que el cañón del arma se me clavaba en la cara con más fuerza.

—Algo muy desagradable, te lo aseguro.

Todo fue muy rápido: era habilidoso el Caralindo. Con un solo movimiento de muñeca, el hombre alzó la mano y rebanó de raíz una de las orejas de la Perra-Foca, que empezó a chillar como si la estuvieran matando y a sacudir la cabeza, salpicándolo todo con su sangre. Entonces la soltaron y el animal se vino hacia mí en busca de cobijo. Adrián y yo nos inclinamos para cogerla y calmarla; estábamos libres, los hombres habían guardado sus pistolas y se estaban metiendo a toda velocidad en sus grandes vehículos. El pelirrojo fue el último en retirarse:

—Ya lo sabes, querida, no sigas preguntando. No vuelvas a enfadar a mis amigos.

Hubo un estruendo de portezuelas al cerrarse y los dos coches desaparecieron con gran rugido de motores por la calle vacía. La Perra-Foca gimoteaba y se daba cabezazos contra mis rodillas: la herida debía de dolerle, pero podría haber sido mucho más grave. Me temblaban tanto las piernas que apenas si era capaz de caminar. Tardamos cerca de veinte minutos en llegar hasta una cabina de teléfonos y conseguir un taxi.

Lo primero que hicimos fue acercarnos a un veterinario de urgencia, y lo segundo, llamar al inspector García, que acudió a vernos enseguida. Era feo y estúpido, pero servicial. Yo estaba tan aterrorizada que me dieron ganas de besarle cuando llegó.

—Lo peor es que para llevarse a la perra han tenido que entrar en casa. Y no parece que la puerta esté forzada —dije, tras explicarle nuestro desagradable encuentro de esa noche.

García revisó con plúmbea laboriosidad todas las ventanas y cerraduras de la casa.

—Todo en orden. Nada forzado. Trabajo de profesionales. Pero no se preocupe. No volverán. Por ahora. Era un aviso. ¿Qué hacía usted en el paseo de la Cuesta del Río?

Porque yo no le había contado toda la verdad. No había hablado de Van Hoog, ni de Manuel Blanco, ni de Li-Chao. Ahora estuve tentada de decírselo todo. Abrir mi corazón al inspector y abandonar la búsqueda. Acabar con las preguntas, como dijo el abominable pelirrojo, y con el miedo. Pero no, no podía porque también me daba miedo Li-Chao. Estaba segura de que al chino no le haría ninguna gracia que habláramos de él con la policía. Habíamos ido ya demasiado lejos. Lo clandestino debía de seguir siendo clandestino.

—Habíamos ido a… A un taller mecánico de la zona para… Nos habían dicho que vendían una moto de segunda mano en buen estado y Adrián quería comprarla.

—¿Qué taller?

—No… No lo encontramos. Nos perdimos. Taller Sánchez, era. Pero no lo encontramos. Por eso dimos un montón de vueltas por ahí. Y luego se nos hizo de noche y no había manera de pillar un taxi.

La cara de García se crispó en un gesto de melancólico disgusto.

—Soy un profesional. Usted miente. Yo callo. Usted cree que me ha engañado. Yo callo. Usted cree que soy idiota. Y yo callo. Pero si sigue usted husmeando por ahí, le pasará algo muy feo. Quédese quieta. No juegue a detectives. Deje que los profesionales trabajemos.

García tenía razón. Sí, por primera vez pensé que García tenía razón. Todo había sido una locura, una estupidez. Me había dejado llevar por las fantasías de Félix, por sus viejerías, porque los viejos, ya se sabe, cometen viejerías del mismo modo que los niños cometen niñerías. Y ahora Félix estaba en el hospital, grave, muy grave; y yo tenía miedo y estaba decidida a no volver a plantear ni una sola pregunta. Sí, se acabó el jugar a los detectives, como decía el inspector. Si la policía no podía devolverme a Ramón, era una insensatez creer que yo lograría mejores resultados.

Esa madrugada, después de que se fuera el inspector; de habernos tomado todos, Perra-Foca incluida, una ronda de tranquilizantes; de haber hecho el amor desesperadamente e intentado comer sin hambre alguna, me marché al hospital para ver a Félix. De noche, los hospitales tienen una atmósfera reverberante y umbría, el eco submarino de los grandes espacios sigilosos. Recorrí los pasillos medio apagados y entré de puntillas en el cuarto. Félix dormitaba, aparentemente tranquilo, en la suave penumbra de la lámpara nocturna. Un viejo en una cama de hospital, de madrugada. Como en aquella Nochebuena con aquel anciano desconocido. Pero esta vez el viejo era mío y yo era yo.

Me senté a su lado. Hay momentos en la vida en que todo es muerte. En los que la cotidianidad se hace pedazos y el horror se convierte en un destino inevitable. Sádicos pelirrojos que sacan ojos, niñas violadas y estranguladas, muchachitos que torturan y asesinan a bebés, mendigos quemados vivos por neonazis. Hay momentos en los que la atrocidad te anega de tal modo que te asombra haber llegado relativamente indemne hasta ese día. Es tan impensable el horror cuando se piensa. No cabe en la cabeza y te vuelve loco.

—Lucía…

Me sobresalté. Hice un esfuerzo por regresar al mundo. Estaba lejos, muy lejos, en el abismo.

—Lucía, ¿qué te pasa?

Era Félix. Se había despertado y me miraba. Tenía un rostro hermoso, pulcro, inteligente.

—Nada. Bueno, sí. Estaba un poco angustiada. Pero no es nada. Ya se me está pasando. ¿Qué tal estás?

—¿Cómo dices? —Se esforzó, enroscando una mano sobre la oreja.

—Que qué tal estás —repetí, modulando con cuidado las palabras.

—Bien. Creo que no tengo fiebre. Le toqué la frente. Parecía fresca.

—Estás temblando —dijo Félix.

—No me siento muy bien —respondí, intentando no llorar. Félix me palmeó el dorso de la mano.

—Lucía, cariño, yo no tengo ganas de dormir. ¿Quieres que te cuente una de mis historias?

Desde la ejecución del traidor Moreno todo empezó a desmoronarse —dijo Félix Roble—. Yo bebía demasiado, y no era el único. Los anarquistas originales, la gente con la que me crie, eran de una sobriedad rayana en lo maniático: incluso el café les parecía una droga peligrosa. Pero ahora algunos bebíamos, y otros empezaban a mostrar demasiado apego a sus armas y al dinero conseguido con ellas. Las discusiones eran constantes: cada uno de nosotros tenía un criterio diferente sobre la estrategia a seguir. Empecé a alejarme del grupo y de mi hermano. No es que lo hiciera de manera voluntaria y consciente, es que no disponía de sujeciones suficientes, estaba a la deriva. Me sentía como hueco. Un papel arrugado que la brisa arrastra.

Fue entonces, en ese tiempo hosco y aturdido, cuando conocí a Manitas de Plata. Siempre recordaré la fecha: era el 7 de mayo de 1949. Tras lo de Moreno, la organización de Barcelona había quedado gravemente dañada. Entonces a Víctor se le ocurrió volver a poner en marcha a los Solidarios. La idea consistía en crear una guerrilla urbana totalmente independiente del sindicato clandestino. El grupo de activistas estaría compuesto por personas venidas del exterior, gentes limpias para los archivos policiales de las que los cenetistas locales no sabrían nada.

«Así, si vuelve a caer la dirección del sindicato, que tal como están las cosas es muy posible, no podrán delatar a los Solidarios», dijo Víctor.

«Muy bien, montamos otra vez un grupo de pistoleros en España. ¿Y qué? ¿Qué crees que vamos a conseguir con esto?», le discutí. Últimamente le discutía todo.

«¿Que qué vamos a conseguir? Parece mentira que seas hijo de tu padre. Pelear, cojones, eso es lo que vamos a conseguir. Pelear contra los oligarcas y los fascistas. Como siempre, hermano. Como siempre».

Víctor tenía razón y al mismo tiempo se equivocaba. La lucha no nos llevaba a ningún lado, pero, por otra parte, luchar era lo único que nos quedaba. De manera que acabé plegándome a su voluntad, como casi siempre.

Yo fui el primero en irme a España, de cabeza de puente, para organizar la infraestructura. A decir verdad, agradecí la misión: me obligaba a disciplinarme de nuevo y me sacaba de la abulia. Además, siempre podía morir en el empeño. Y no es que por entonces quisiera de verdad morirme, todavía no, eso vendría después; pero en aquella época la vida ya había perdido para mí su brillo y su razón, eso sí era cierto; y ponerte en peligro tenía por lo menos el atractivo de otorgarle cierto sentido a tu existencia: el de sobrevivir hasta el día siguiente.

Así es que llegué a Barcelona a finales de abril de 1949 tras cruzar clandestinamente la frontera. Llevaba conmigo unos papeles falsos magníficos que en realidad eran legales. Pertenecían al novio de una cenetista, un chico que se había matado al caer de un tejado; era huérfano y carecía de familia, y los compañeros habían tenido presencia de ánimo suficiente como para enterrar el cadáver en secreto, de manera que sus papeles se quedaron limpios. Yo era ahora ese muchacho: me llamaba Miguel Peláez, era albañil y tenía treinta años. En realidad, había cumplido treinta y cinco y no sabía manejar la llana, así es que me instalé en una pensión de las Ramblas y encontré un trabajo en el puerto, de estibador. Tenía que dar el 30 por 100 de mi paga al capataz que me contrató, y aun así estaba de suerte. Según mis papeles, es decir, según los papeles de Miguel, yo estaba clasificado como indiferente. Después de la guerra civil, todos los españoles fuimos clasificados por nuestra ideología en afectos al Régimen, desafectos e indiferentes. Los desafectos, como puedes imaginar, tenían una vida negra: o estaban en la cárcel o depurados, sus bienes habían sido generalmente confiscados y no podían encontrar trabajo. Los indiferentes lo tenían mejor; pero en la práctica no podían ser maestros ni profesores, ni trabajar como funcionarios, ni recibir ayudas estatales; y tampoco les era sencillo encontrar un buen empleo. Así es que yo me sentí bastante satisfecho de poder romperme el lomo trabajando como estibador, aunque tuviera que entregar una parte de mi sueldo al mafioso de turno.

Aquel mes de mayo la primavera estalló de un día para otro. Yo vivía en una pensión de las Ramblas registrado como Miguel Peláez y además había alquilado una casa pobrísima en el cinturón fabril, con nombre falso, para que nos sirviera de centro de operaciones. Ahora me doy cuenta de que he dicho que esa casa la alquilé con nombre falso, como si el de Miguel hubiera sido auténtico. He vivido durante tantos años una vida doble y clandestina que a veces me cuesta descubrir cuál es mi verdadera identidad. En aquel entonces yo era Félix Roble en la memoria privada de mi infancia, Fortuna para los compañeros de clandestinidad, Arturo Pérez para el carnicero que me realquiló la casita del extrarradio y Miguel Peláez para todo el mundo con quien me trataba en mi vida cotidiana en Barcelona. Sobre todo fui Miguel Peláez para Manitas de Plata; y por eso aún hoy me parece que esa era mi identidad auténtica. Porque con ese nombre fui amado.

Pero te decía que aquella primavera el calor llegó de un día para otro. Era un domingo por la tarde y no tenía nada que hacer. Salí de la pensión y bajé por las Ramblas. El cielo estaba de un color azul sólido, como si fuera esmalte, y el aire olía a flores, a verano y a polvo, ese polvo festivo que levantan los pies de las familias al pasear por las avenidas en domingo. Los primeros días de calor de primavera son extraordinarios: se te meten debajo de la piel, te hacen bullir la sangre lo mismo que bulle la savia en un arbusto. Te hacen sentirte renovado y joven, incluso ahora me sucede, que ya estoy casi muerto; incluso ahora, los primeros calores me hacen sentir como si pudieran brotarme hojas de los dedos. Así es que bajé por la calle un poco aturdido ante tanta vida, recordando otros tiempos, mi juventud primera, cuando me llamaban Fortunita y paseaba por las Ramblas junto a mis compadres, la gente de bronce, antes o después de una corrida, mirando a las chicas y sintiendo las piernas ágiles y fuertes; y la espalda, recta y sin pesadumbres; y todo mi cuerpo, el cuerpo de la juventud, hambriento de placeres, ese cuerpo que contoneaba ligeramente Ramblas abajo con paso achulapado de torero para impresionar a las muchachas.

Todo aquello se había terminado, ese mundo se había ido para siempre, y ni siquiera las Ramblas eran las mismas: ahora formaban parte de una ciudad humillada y vencida. Pero la primavera sí era igual; y el calor, y el cielo deslumbrante. De modo que la culpa de todo la tuvo la temperatura. Si no hubiera hecho un día tan hermoso, yo me habría comportado con más cautela, con más disciplina. Pero la primavera me había trastornado.

Dio la casualidad de que mis pasos me llevaron hasta la plaza de Cataluña justo cuando allí se desarrollaba una pequeña escena: una mujer era violentamente zarandeada por un hombre. La situación no era en sí nada extraordinaria: en las callejas cercanas a las Ramblas los chulos pegaban a sus prostitutas abiertamente, y en los ambientes obreros más de una mujer aparecía con el ojo morado por las mañanas. Nunca las mujeres anarquistas, desde luego. O casi nunca. En los círculos libertarios la mujer siempre ocupó un lugar preeminente.

Pero aunque la situación no fuera extraordinaria, los personajes implicados sí lo eran. Sobre todo, ella. Ella era una dama, no sé cómo explicarte. Vestía un traje sastre color cereza, de falda estrecha y chaqueta muy ajustada. Y un sombrerito redondo del mismo tono con un velo negro sobre la cara. Entonces nadie vestía así, con esa elegancia, con esa sofisticación, con ese refinamiento. Nadie llevaba sombreritos con velo a media tarde. Parecía una actriz de Hollywood. Decir esto es una banalidad, pero es lo que se me pasó de verdad por la cabeza. En la España de los cuarenta, miserable y sombría, aquella mujer parecía proceder de un planeta remoto. Y eso era la estética de las películas de Hollywood para nosotros, un producto de Marte. En fin, era una mujer impresionante. En el tipo, en el porte, en la boca roja y carnosa que asomaba por debajo del velo; en el relampagueo furioso de sus ojos tras la suave penumbra de la redecilla.

En cuanto a él, me sorprendió comprobar que reconocía su cara. Era un actor joven y medianamente famoso por entonces. Estaba fuera de sí, desencajado. Había cogido por los hombros a la mujer y la sacudía frenéticamente mientras gritaba con voz ronca: «No me puedes hacer esto, no me puedes hacer esto». Ella intentaba resistir los empellones agarrada a las muñecas del hombre, pero sus fuerzas empezaban a quebrarse: la cabeza se le movía como un badajo loco, los pies perdían apoyo. Entonces intervine yo. No sé por qué. Nunca debí hacerlo. Iba en contra de todas las normas. Un militante clandestino que está en una misión no puede jugar a ser caballero andante. Pero supongo que olía demasiado a verano como para ser prudente.

Me acerqué y puse la mano en el hombro del actor: «Hombre, qué haces, cálmate», le dije, o algo parecido. Tampoco quería pegarme con él, si no era necesario. Pero el tipo ni se enteró de mi presencia, tan trastornado estaba. Así es que tuve que pegar un tirón y arrancarle literalmente de la mujer. Se me quedó mirando atónito y boqueante, como un perro rabioso al que separas de otro. «Tranquilo, no hay que ponerse así, ya está bien; seguro que puedes arreglar las cosas de otro modo». Pero él seguía obnubilado. Extendió un dedo hacia mí y dijo: «Tú… tú eres su amante… Ya lo sabía… Lo sabía… Voy a matarte». Estaba como loco. Así es que al final tuvimos que pegarnos. Fue fácil; él se lanzó sobre mí como un toro ciego, sin saber qué golpeaba. No debía de tener costumbre de pelear. Yo sí, yo estaba entrenado para ello, y eso lo cambia todo. Yo sabía que las peleas se ganan en el primer golpe, y que todo consiste en ser tú quien da ese golpe y en hacer el mayor daño posible, porque a lo peor no tienes una segunda oportunidad. Y hay que atacar sin saña y con la cabeza fría, pero al mismo tiempo sin clemencia. Eso es lo que hice, y el actor quedó tendido en la acera con el segundo puñetazo. Me dejé los nudillos destrozados.

La mujer se agachó a inspeccionar al vencido. Con el zarandeo se le había caído el sombrerito. Estaba muy calmada y muy hermosa. «Damián, por favor, ¿puedes venir?», dijo después, llamando a alguien a mi espalda. Miré hacia atrás: estábamos rodeados de espectadores. No se habían detenido a ver cómo sacudían a una mujer, pero la pelea entre nosotros dos había conseguido formar un atento corro. Damián se acercó: era un hombre mayor al que luego llegué a conocer bastante, el portero del teatro Barcelona, que estaba en la misma plaza de Cataluña. «Por favor, Damián, llévatelo a casa. Y ocúpate de que esté bien», le dijo la mujer, metiéndole un billete en el bolsillo. Y Damián se ocupó, con la ayuda de un par de tramoyistas.

«Gracias», me dijo entonces ella, dándome la mano y apretándola como si fuera un pelotari: mis doloridos nudillos gimieron. «Me llamo Amalia Gayo. A lo mejor me conoces. Soy artista. Trabajo en el teatro», continuó, señalando con un movimiento de barbilla al Barcelona. En aquellos tiempos las mujeres llevaban las cejas depiladas y pintadas muy finas, pero Amalia llevaba sus cejas naturales, muy negras, medianamente anchas y maravillosamente dibujadas sobre la amplia frente, como gruesos trazos de tinta china; y ya solo por eso llamaba la atención, solo por eso parecía extraña y un poco salvaje. Tenía el pelo suelto y ondulado sobre los hombros y sus ojos grises destacaban contra la piel morena.

«Me tengo que ir», añadió la mujer. «Está bien», contesté. Ella se echó a reír; luego me diría que le intrigó mi displicencia, que estaba acostumbrada a que los hombres se pegaran a ella como moscas. «Es un buen chico, pero ya ve usted que está un poco loco», explicó, refiriéndose al actor. «Son cosas que pasan», contesté. «Muchas gracias de nuevo», dijo ella, dándome otra vez la mano; y la retuvo un poco, añadiendo con coquetería: «Se lo digo de corazón; y le advierto que no suelo dar las gracias a los hombres muy a menudo». «Ha debido de tener usted una suerte muy mala con los hombres», respondí. Volvió a reír: «Al contrario: buenísima», dijo, y se alejó de mí con taconeo garboso. Me la quedé mirando. A los pocos metros se volvió: «¿Quiere usted verme?», preguntó desde lejos. «La invitaría a un café con mucho gusto», contesté. «¡Me refiero al teatro!», rio ella maliciosamente, satisfecha de haberme atrapado. «Que si quiere venir a ver la función. Empieza en media hora». Y sí, quise. Algo tan simple como eso, decir un sí en vez de un no, desencadenó la catástrofe y cambió mi vida para siempre.

Tal vez te suene el nombre de Amalia Gayo. Fue también conocida como Manitas de Plata. Llegó a ser muy famosa durante un par de temporadas: era la más directa competidora de Concha Piquer. Amalia cantaba tan bien como la Piquer, y además bailaba maravillosamente. Pero lo que mejor hacía era tocar la guitarra española; en esto era muy original, porque por entonces no había mujeres guitarristas. Por eso la llamaban Manitas de Plata. Ella decía que era hija de un francés y de una gitana española, y que Gayo era el apellido de su primer marido. Tal vez fuera cierto o tal vez no: era una mujer enigmática, secreta. Nunca he conocido a nadie como ella; todo cuanto hacía, todo cuanto era, tenía una intensidad extraordinaria. Cuando reía, cuando actuaba, cuando se enfadaba, cuando amaba, lo hacía con tanta determinación y tanta fuerza que parecía estar inventando la risa, el arte, la furia, el amor. Hubo noches gloriosas en las que sentí que ella me quería como nadie jamás me había querido antes: era el paraíso, la abundancia. Pero al día siguiente se te escapaba de las manos, volvía a convertirse en una criatura inasible y misteriosa. Era como una llama, abrasadora e imposible de apresar. Volvía locos a los hombres. A mí me volvió loco.

A partir de aquel domingo de mayo empezaron unos meses de éxtasis y de martirio. Empezó la desgracia. No hay hombre en la tierra que no conozca o no intuya el daño de la mujer, el dolor que la otra puede infligirte, cómo a través del amor llega la peste. Y no me estoy refiriendo solo al desamor, a que ella no te ame bien, o te deje, o te engañe con otro. Estos son dolores simples de corazón, aunque sean lacerantes como un cuchillo al rojo. No, a lo que me refiero, el verdadero peligro de la mujer en su sustancia, es todo lo indecible que engloba al otro sexo, es el espejo oscuro, esa perversión que nos refleja. La mujer, una mujer, puede sacar a la luz toda la locura y la destrucción que tenías dentro ti, adormecidas. Porque todos llevamos dentro nuestro propio infierno, una posibilidad de perdición que es solo nuestra, un dibujo personal de la catástrofe. Pues bien, Amalia desencadenó para mí las tempestades.

Nunca había sentido algo semejante por una mujer. Mi historia con Dorita, la novia que la guerra me hizo perder, y a quien yo creía haber amado profundamente, me parecía ahora una relación superficial, casi infantil, poco más que un cariño rudimentario y fraternal. No lo digo por alardear, pero siempre me fue bien con las mujeres e intimé con bastantes. Pero todas ellas tuvieron que competir en desventaja contra mis prioridades: el anarquismo y mi pasión por los toros. Amalia, en cambio, se adueñó de mí por completo. Ella era como un sol, derretía y fulminaba el entorno con su presencia. Y así, todo desapareció, incluso mi propia identidad. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez Amalia pudo brillar tanto para mí en aquel momento precisamente porque toda mi vida anterior había empezado ya a desmoronarse. Porque los toros se habían acabado, los fascistas nos habían vencido, el anarquismo se desintegraba. Con ella, con Amalia, cuando todo iba bien, cuando nos amábamos como desesperados, me sentía tan vivo y tan invulnerable que todas las pérdidas anteriores desaparecían como por ensalmo de mi memoria. Este tipo de amor es como una droga. Te ofrece el paraíso, pero te mata.

Al principio el placer fue mayor que el dolor. Poco después el dolor empezó a superar al placer; y al final, eso fue lo peor, el dolor se convirtió en placer, o al menos uno y otro comenzaron a ser indistinguibles. Amalia seguía viendo al actor que la había zarandeado y yo enfermaba de celos asesinos. Empecé a perseguirla, me escondía en portales malolientes para espiarla, le monté grandes broncas, chillé, lloré, me humillé, la zarandeé yo también, le pedí perdón, soñé con matarla. ¿Lo estoy contando demasiado deprisa? Créeme que no sé hacerlo de otro modo: el recuerdo de aquellos meses es un borrón confuso en mi memoria, como el recuerdo de una pesadilla. Dejé mi trabajo en el puerto, descuidé por completo mi labor clandestina, no pagué la pensión y un día me pusieron la maleta en la calle. Pero ella me llevó a su piso y me dio dinero para poder vivir. Siempre fue generosa en eso. Era un verdugo tierno y cuidadoso.

Una tarde salía de casa de Manitas de Plata para ir a recogerla al teatro al final de la función cuando me encontré con mi hermano. Me había localizado no sé cómo y me estaba esperando frente al portal. Tenía una cara terrible, una expresión desencajada y dura. «Me parece que tenemos que hablar», dijo, cogiéndome por el brazo con tal fuerza que me hizo daño. Yo me dejé hacer. Para entonces ya no estaba en mí, apenas si existía. Víctor me explicó luego que había ido decidido a matarme. Entonces yo no lo sabía, pero mi descuido en pagar el alquiler del piso franco había hecho que el dueño entrara en la casa y descubriera los panfletos y las armas. Yo había desaparecido sin dejar huella, y esto, unido a mi comportamiento cuando el asunto Moreno, les hizo sospechar que les había traicionado. Por eso vino Víctor a buscarme; pero cuando me agarró ante el portal de Amalia, y sintió en su mano el calor de mi fiebre, y vio mi delgadez y mi aspecto enajenado y macilento, comprendió que me sucedía algo terrible. Y se convirtió otra vez, la última, en el hermano mayor, en el protector abnegado y generoso. Me llevó con él, sin siquiera dejarme recoger mis cosas en el piso; nos instalamos en una pensión, y allí me cuidó y escuchó con paciencia exquisita. Pobre Víctor: hacía muchos años que no nos sentíamos tan cerca. Desde la infancia, desde la muerte de nuestra madre, desde México.

En dos o tres semanas me había recuperado de mi dolencia física, que tal vez fuera una bronquitis provocada por el deseo mismo de morirme que a la sazón sentía. Pero la dolencia moral seguía intacta. Disimulaba ante mi hermano, le decía que ya había olvidado a Manitas de Plata, pero no era cierto. Llevaba dentro de mí su ausencia como una llaga. Me volví a meter en las actividades clandestinas, me comprometí más que nadie en la reestructuración de los Solidarios, en parte para hacerme perdonar por los compañeros y en parte para intentar aturdirme con la lucha y borrar el recuerdo obsesivo de esa mujer. Pero el deseo seguía, cada vez más agudo, más perentorio.

Mientras tanto, la situación política iba empeorando por momentos. En las últimas semanas habían estallado en Barcelona diversos ingenios explosivos, unos artefactos chapuceros que parecían el trabajo de un aficionado. Los cenetistas, inquietos ante una escalada terrorista con la que ellos no tenían que ver y que sin embargo parecía incriminarlos, enviaron frenéticos mensajes a Francia pidiendo aclaraciones: tenían noticias de que andaba un comando por Barcelona intentando reconstruir a los Solidarios y querían saber si éramos los responsables de las bombas. Los dirigentes en Francia conectaron con nosotros y nos transmitieron la preocupación de nuestros compañeros. Pero nosotros tampoco habíamos puesto los explosivos, de modo que parecía bastante probable que se tratara de una añagaza de la policía española para comprometer a los anarquistas. Decidimos romper nuestro aislamiento y tener una reunión con José Sabater, el célebre líder cenetista, para elaborar una estrategia común. Al fin acordamos encontrarnos en un piso franco del sindicato. Era el mes de noviembre de 1949. Me desgarra el corazón hablar de esto.

La cita era a las siete de la tarde, y por la mañana Víctor me encargó que hiciera la ronda habitual. Hay un mecanismo básico de seguridad en la vida clandestina consistente en comprobar de manera periódica que todos los integrantes del grupo están bien, que no ha caído nadie. Tengo entendido que los antifranquistas de los años posteriores llevaban a cabo esos controles por medio de llamadas de teléfono a horas específicas y con un número de timbrazos previamente convenido. Pero en 1949 había muy pocos teléfonos, de manera que las rondas de seguridad se hacían personalmente. Se establecían una serie de citas y había que ir y confirmar que todo marchaba bien y que la organización se mantenía intacta e impermeable, sobre todo en los momentos previos a un encuentro tan importante como aquel.

A mí me tocó conectar con tres compañeros; con los dos primeros no hubo ningún problema: nos encontramos en las esquinas y a las horas acordadas. Iba ya camino de la tercera cita cuando me hundí. Tuve mala suerte, eso desde luego: necesitaba coger un autobús cuya parada salía justamente de la plaza de Cataluña. Pero podía haber dado un rodeo, podría haberme ido andando hasta la parada siguiente para evitar la plaza, como venía haciendo en las últimas semanas. Sin embargo, no lo hice. Me justifiqué diciendo que tenía prisa. Que ya había pasado mucho tiempo. Que no podía seguir huyendo de mí mismo. Uno siempre puede encontrar centenares de justificaciones para adornar sus errores y sus debilidades. Creo que, al principio, solo quería ver una vez más la preciosa cara de Manitas de Plata en el cartel anunciador de la fachada del teatro, su rostro malamente dibujado a una escala gigantesca, con tres metros desde la frente a la barbilla; y leer su nombre en las grandes letras. Cuando arrecia la desesperación del amor, cuando uno no puede más de angustia y añoranza, ver o repetir el nombre de la amada calma un poco, lo mismo que le sucede al alcohólico, que cuando necesita urgentemente una nueva copa y no dispone de ella, manosea con avidez la botella vacía para intentar buscar alivio a su ansiedad.

De modo que entré en la plaza de Cataluña con las piernas temblando y entonces sucedió lo peor que podía haberme pasado: ya no estaba allí el rostro de Amalia. Los cartelones del teatro eran nuevos y ahora anunciaban una comedia. Me acerqué a la taquilla a preguntar: el espectáculo de variedades del que Manitas de Plata era la principal estrella había terminado su contrato. Sí, Amalia Gayo se había ido. No, no tenían ni idea de dónde estaba.

Sentí que el mundo se borraba. Estoy hablando de algo físico, de una percepción directa de la nada. Dejé de escuchar los ruidos de la calle y me sentí flotando dentro de una masa gris de volúmenes amorfos. Amalia se había ido. Había desaparecido. Nunca más la encontraría. La había perdido para siempre.

Para un drogadicto, y el amor de este tipo es una droga, las palabras para siempre no tienen un significado temporal, es decir, no se extienden delante de ti de modo horizontal como una sucesión de días y meses y años, sino que tienen un efecto inmediato y vertical, como si bajo tus pies se abriera un abismo. Y haces lo que sea por llenar ese hueco. Por paliar el dolor insoportable de la caída. Yo me fui a casa de Amalia. No sé cómo lo hice, no me puedo recordar cubriendo el trayecto que separaba el teatro de su casa. Solo me veo delante de la puerta pintada de marrón y apretando el timbre furiosamente, convencido de que todo era inútil, de que se había ido. Pero entonces se abrió la hoja. Era ella. Con el pelo despeinado, la cara pálida, los ojos engastados en ojeras violeta. Estaba descalza y llevaba un batín de seda china. Recuerdo que nos quedamos mirando el uno al otro, sin decirnos nada durante un largo rato; y luego ella se desató el quimono. Soy de otra generación y no me gusta hablar de estas cosas tan íntimas; pero te puedo decir que en sus brazos volví a renegar de mi propio nombre. No fui a comprobar la tercera cita, y tampoco fui esa tarde a la reunión con los dirigentes cenetistas. A decir verdad, no es que se me olvidara: se trató más bien de un sacrificio, de una ofrenda interior que le hice a Amalia, la ofrenda de mi vida, de mi dignidad, de mi cordura. Este tipo de amor exige víctimas.

A la mañana siguiente, bajo la despiadada luz del día, con el cuerpo ahito y el deseo cumplido, el peso de la culpa comenzó a asfixiarme. Sabía que Víctor estaría preocupado, que creerían que me había detenido la policía, que mi ausencia probablemente les había obligado a hacer una desbandada preventiva. Me avergonzaba de tal modo mi comportamiento que comprendí que tenía que tomar una resolución definitiva. Con doloroso esfuerzo, decidí volver a la pensión y afrontar las iras de mi hermano. Le conté una excusa a Amalia, que seguía creyendo que yo era Miguel Peláez e ignoraba toda mi parte clandestina, y salí hacia la pensión. Pensaba explicarme con Víctor y luego dejaría la lucha para siempre y regresaría con Manitas de Plata. Para amarla y para odiarla, para vivir y para morir. No sabía lo que me podía deparar mi futuro con Amalia, pero sí sabía que era incapaz de estar sin ella.

Siempre recordaré, para mi desgracia, aquella mañana, aquella escena. Cuando entré en el portal del edificio en cuyo cuarto piso estaba nuestra pensión, la sobrina del portero se encontraba fregando las escaleras. Nada más verme se levantó del suelo, riendo y secándose sus rojas y agrietadas manos en el mandil. «¡Vaya, primo Raimundo, te esperábamos el próximo domingo!», dijo, o algo así, mientras echaba los brazos a mi cuello y me besaba en ambas mejillas. «¡Qué buen aspecto tienes! ¿Y la tía Domitila?», prosiguió. «Bien», contesté, poniéndome alerta. «El tío está en la bodega. Si quieres, te llevo con él», dijo la muchacha, y me agarró del brazo y me arrastró fuera del portal. Era una chica robusta y fea, como de unos veinticinco años; cruzamos la calle y anduvimos unos metros charlando animadamente de cosas absurdas hasta doblar la esquina. Ahí la muchacha se detuvo. «No sé quiénes sois y no quiero saberlo, —dijo entonces, repentinamente seria—, pero la policía te está esperando arriba». «¿La policía?», me inquieté. «¿Y mi hermano?». «Ah, pero ¿no te has enterado?», dijo la chica; y se sacó un recorte de periódico del pecho y me lo metió en la mano. «No vuelvas por aquí. Y si te cogen, yo no te he visto», dijo antes de salir corriendo. «¿Por qué haces esto?», le pregunté. La muchacha se encogió de hombros: «Mi padre era del Partido. Y lo mataron». Así es que ya ves las vueltas que da el mundo; yo, anarquista e hijo de anarquistas, le debo la vida a un comunista.

En fin, supongo que puedes imaginar lo que decía ese recorte. Que había habido un tiroteo entre miembros de la policía y veinte delincuentes, como siempre nos llamaba el Régimen. Que habían muerto un policía y seis de los bandoleros. Uno de ellos era José Sabater, el líder cenetista; otro era mi hermano.

Con el tiempo me enteré de lo que había pasado. Un compañero había sido detenido y confesó en la tortura el lugar de la reunión. Ese infortunado era Germinal, el chico que me acompañó a cenar con Durruti antes de la guerra; y era la persona a quien yo hubiera tenido que ver en mi tercera cita de seguridad, aquella que no hice. Si hubiera ido a su encuentro, me habría dado cuenta de su ausencia y habría alertado a los demás. Pero no lo hice; y ellos acudieron a la reunión, a la emboscada, inocentemente.

Hay dos pensamientos que me martirizan de manera especial. En primer lugar, ¿por qué mi hermano no sospechó nada cuando yo no volví? ¿Por qué no abortó él mismo el encuentro con Sabater, puesto que no se había completado mi ronda de seguridad? Solo se me ocurre una respuesta: que Víctor intuyó la verdad, es decir, que yo había regresado con Amalia; y que quiso cubrirme, dándome una nueva oportunidad, a la espera de que yo regresara a la hora de la reunión. Ya digo que en aquellas últimas semanas estábamos de nuevo muy unidos.

Su generosidad fraternal, esa confianza postrera en mí que le supongo, me hace aún más doloroso imaginar lo que sucedió allí, en aquel piso. Lo peor es tener la certidumbre de que, cuando empezó el asalto policial, solo faltábamos dos, Germinal y yo. Alguien les había traicionado, alguien les había delatado, y solo podía ser uno de nosotros, o tal vez los dos. Soy ateo y estoy convencido de que no hay otra vida después de esta. Quiero decir que Víctor murió para siempre, y murió creyéndome un traidor. No hay forma de arreglar esto, no puedo enmendarlo de ningún modo. Durante muchos años fue un pensamiento insoportable. Todavía tengo pesadillas por las noches.

Y, en efecto, yo era un traidor. Mía era la culpa de la matanza y no del pobre Germinal, que se rompió en el suplicio. Cuando los supervivientes del tiroteo se encontraron con Germinal en la cárcel, llegaron al total convencimiento de que yo había sido un confidente de la policía: a fin de cuentas, seguía desaparecido. Yo no hice nada por sacarles de su error. Quería que me odiaran. Quería que me consideraran menos que una rata. Quería humillarme, castigarme, hacerme a mí mismo tanto daño que pudiera olvidarme de mi dolor.

El infierno existe. Yo he estado allí. El infierno son todos aquellos años que vagué por el mundo queriendo escapar de mis recuerdos. Es la soledad indescriptible, el embrutecimiento, la agonía. No volví a ver a Amalia, por supuesto: no hubiera podido soportar su presencia. Me fui directamente de Barcelona a la frontera y crucé a pie los Pirineos. Llevaba conmigo los papeles de Miguel Peláez, que, por una extraña casualidad, seguían limpios: la pensión había estado a nombre de mi hermano y los compañeros me conocían como Fortuna. Conseguí un pasaporte en París y embarqué hacia Hispanoamérica. Anduve dando tumbos por allí. No lo recuerdo mucho, porque casi todo el tiempo estaba borracho. Al principio estuve trabajando como pistolero y guardaespaldas para los mismos oligarcas y caciques a los que había combatido treinta años antes con Durruti. Luego llegué a estar tan tirado que ni siquiera ellos me quisieron contratar. Incluso los despreciables caciques me despreciaban. A mí, que treinta años antes, siendo un mocoso, me había sentido un príncipe ante ellos. Un príncipe del Glorioso Reino de los Pobres, una avanzadilla de la Revolución pendiente e inevitable.

Y un buen día, cosa extraordinaria, el infierno acabó. Sucedió en México y fue algo bastante raro. Yo había pasado la noche en el albergue de caridad de unas monjitas y por la mañana me había lavado bien en la fuente del patio. Luego me senté fuera, en un banco de piedra, pensando en cómo sacar algo de dinero para comprar alcohol. Debía de llevar como quince horas sin beber. Entonces se me sentó al lado un hombre mayor. En cuanto que abrió la boca reconocí su procedencia: era un gachupín, un español, y había venido a México para visitar a una hija monja. Él también adivinó mi origen en el acento y comenzó a interrogarme: ¿Llevaba mucho tiempo en el país? ¿Acaso estaba aquí por razones políticas? Y se apresuró a explicarme que podía hablarle con toda confianza, que aunque tuviera una hija monja y nunca hubiera militado en ninguna parte siempre se había sentido republicano y liberal.

Lo más asombroso es que la verborrea del hombre no me molestaba. Al contrario. Allí estaba yo, calentito en el banco al sol de la mañana, con el cuerpo limpio y el pelo aún mojado sobre el cráneo, tratado con respeto por ese caballero y completamente sobrio, sin que eso, la sobriedad, me infundiera ganas de chillar, como casi siempre sucedía. Entonces el hombre me preguntó que a qué me dedicaba. Me agarré las manos para que no se me notaran los temblores y contesté: «Soy torero». «¡Torero!», se admiró el español. «Yo soy un buen aficionado. ¿A lo mejor le he visto alguna vez?». «No sé. Yo era… Yo soy Félix Roble, Fortunita», le dije. Y sí, me había visto, ¡se acordaba de mí! Estuvimos hablando de tardes de toros, de pases memorables, de mis propias faenas. «¿Por qué no vuelve usted a España?», me dijo el tipo, al cabo. «Es inútil que espere a que Franco se marche, porque a mí me parece que tenemos Generalísimo para rato. Además, las cosas están cambiando; y han empezado a regresar muchos exiliados». Yo le escuchaba hablar mientras me repetía mentalmente: «Soy Félix Roble, soy Fortunita, soy Félix Roble». Era como si me hubieran enterrado vivo durante un tiempo interminable y ahora estuviese sacando la cabeza. Era salir a la luz desde las tinieblas. Entonces me di cuenta de la fecha en que estábamos: era noviembre de 1959 y habían pasado diez años desde la muerte de mi hermano. Diez años de infierno, pensé, ya eran bastantes.

No he vuelto a beber una gota de alcohol desde entonces. Encontré un trabajo, saqué dinero suficiente para el pasaje de regreso y me vine. No tuve problemas con las autoridades: como no me habían detenido nunca, mi nombre auténtico estaba relativamente limpio; siendo hijo y hermano de quien era, se sospechaba que había podido estar implicado en algún tipo de activismo libertario, pero también constaba mi participación en defensa de los presos de Bilbao, y eso resultó definitivo. Volví a España en 1960. Tenía cuarenta y seis años y todo el pelo blanco, ¿te lo quieres creer? Tan blanco como ahora.

Las cosas no me fueron mal. Mis antiguos amigos del mundo de los toros me consiguieron un trabajo de repartidor de refrescos por los pueblos de la sierra de Madrid. Llevaba unos meses en el empleo cuando la Guardia Civil mató en Gerona, en el transcurso de un tiroteo, a otro Sabater, el más famoso: a Quico Sabater, el último guerrillero cenetista. Con él se acabó el activismo libertario clásico.

Unos días después de haberme enterado de esa noticia me tocó pasar por la localidad de Somosierra con la camioneta de reparto. Estaban en fiestas y me quedé. Por entonces el pueblo no estaba asfaltado y solo había luz eléctrica en las calles, no en las casas. Habían instalado una tarima en la gran plaza de tierra y una orquestina tocaba pasodobles. Era el mes de agosto, pero por las noches se levantaba la brisa, ese frescor serrano y afilado que encendía dos rosetones en las mejillas de las mozas y que les hacía arrebujarse en sus rebecas de perlé. Las macilentas bombillas se balanceaban en los cables, enredadas con las cadenetas de papel. Los niños correteaban y se perseguían, los mozos y las mozas se miraban con ojos ruborosos, los matrimonios arrastraban los pies al compás de la charanga levantando una nube de polvo alrededor. En realidad, era una fiesta muy pobre, muy oscura y muy triste, y, sin embargo, tal vez te parezca absurdo, pero recuerdo que contemplé la escena y pensé: «Esto es la felicidad». Y casi se me saltaron las lágrimas. Entonces, fíjate qué tópico, fíjate qué simple, para no llorar saqué a bailar a la primera chica que tenía al lado. Y esa chica era Margarita, y fue mi mujer.

Nos quisimos mucho. Con un cariño apaciguado y cómplice.

Estuvimos juntos treinta años, hasta que ella me traicionó muriéndose antes que yo, pese a ser más joven. Qué caprichosos somos los humanos: he estado aburriéndote con mi labia y empleando muchísimas horas, como un viejo pesado, para contarte parte de mi vida, y ahora resulta que despacho treinta años en un par de frases. Siempre me llamó la atención esa desproporción en el cálculo del tiempo que tenemos todos. Yo leo muchas biografías, o las leía antes, cuando tenía mejor la vista, antes de operarme de cataratas, porque ahora los ojos se me cansan; y a todas las biografías les sucede lo mismo, que se extienden páginas y páginas en los años jóvenes, pero luego pasan a toda velocidad por la edad madura, como si ya no hubiera nada que narrar, como si la vida hubiera perdido su sustancia. O como si el tiempo hubiera adquirido un ritmo infernal, vertiginoso. De hecho, esto último es una verdad literal: cuanto más mayor eres, más se acelera el tiempo. Y no creo que la diferencia de velocidad sea una apreciación ilusoria y subjetiva, sino una realidad física. La percepción del tiempo de una mariposa que vive cuarenta y ocho horas ha de ser forzosamente distinta de la de un cocodrilo que alcanza los ciento veinte años. De niños, el reloj interno de los humanos está más afinado, va más lento; de mayor, todas tus viejas células se precipitan hacia el fin. Imagínate: si te he contado mis treinta años con Margarita en un par de frases, el momento actual de mi vida ya no merece una palabra, ni siquiera una letra: cabe todo él en un suspiro, que se convertirá muy pronto en estertor.

Te voy a decir algo que te va a sorprender: esta es la primera vez que le he contado a alguien toda mi vida. La primera vez que no me oculto y que no finjo. Margarita nunca supo de mi existencia anterior; de mis actividades libertarias, de la clandestinidad y de los atracos. Cuando nos conocimos inventé para ella un pasado discreto: había sido torero, sí, y luego, aunque sin militar concretamente en ningún lado, partidario de la República, razón por la que me había exiliado tras la guerra. Esa era también mi biografía oficial para los archivos policiales, y no quise poner en riesgo a Margarita. Estábamos en pleno franquismo y las dictaduras son así: llenan la vida de secretos. Mi caso no era el único; millares de familias borraron tan diligentemente su pasado que, a la llegada de la democracia, hubo muchos hijos adultos que descubrieron, estupefactos, que su padre había pasado cuatro años en la cárcel tras la guerra, por ejemplo, o que el abuelo había muerto fusilado y no en la cama. Con la democracia, sin embargo, yo seguí callando. Porque quería olvidar. Así es que prolongué mi mentira. Y, sin embargo, Margarita fue sin duda la persona que mejor me conoció en toda mi vida. A pesar de mi fingimiento y de mi impostura, ella sabía de mí. La identidad es una cosa extraña, casi tan extraña como el deseo y como la memoria y como el amor. ¿Sabes lo que más recuerdo de Margarita, lo que más me enternece de ella? Pues los momentos en que se enfadaba conmigo. Era una mujer ordenada y metódica, y le sacaban de quicio mis ingeniosidades, como ella decía, cuando yo cambiaba los planes en el último momento o se me ocurría alguna extravagancia. Entonces ella torcía la cabeza como una ardilla, me miraba de soslayo apretando los labios, furibunda, y soltaba dos o tres sonoros resoplidos. Después de eso yo ya sabía que se iba a pasar un par de horas sin hablarme. Hoy daría todos los días que me quedan, aunque ya sean un tesoro escaso, porque Margarita pudiera estar de nuevo aquí, mirándome de soslayo, indignándose conmigo y resoplando.