SARDINA

De reojo, y ya a punto de taquear, Dardo Dardánelo observó la entrada del Sardina, por la puerta del bar, pool y cafetería «Prólogo’s».

En verdad, sólo entrevió la silueta del muchacho recortada contra la luz de la calle, pero eso le bastó para reconocer la figura más bien pequeña, delgada y el pelo con rulos.

Dardo Dardánelo midió el golpe sobre la bola rayada, calculó el impacto contra la banda, el posterior desplazamiento hacia la tronera y taqueó. La bola rayada recibió el empujón de la blanca, rebotó contra la banda y se perdió más lejos de lo previsto. La blanca, en cambio, derivó caprichosamente tras el impacto, rozó una lisa y cayó por la tronera.

Dardánelo quitó el cigarrillo de su boca y chasqueó los labios.

—¿De qué sirve el cientificismo, amigo Rosales? —preguntó. A lo que Rosales no contestó nada, preocupado por su próximo juego.

El Sardina se había acercado a Dardánelo y miraba el paño verde, con una sonrisa de compromiso, apoyado en la mesa contigua.

—¿Cómo le va, don Dardo? —dijo.

—¿Qué dice, Sardina? —contestó, sin mirarlo, Dardánelo, poniéndole tiza a su taco—. ¿Cómo le va a usted?

Sardina se quedó en silencio, siempre con la sonrisa algo forzada. No se acostumbraba a ese trato de «usted» que le dispensaba Dardánelo, a pesar de la diferencia de edad. Tal vez hubiese preferido una fórmula más familiar, más campechana, pero era conocido ese acento formal, cordial pero austero que campeaba en las costumbres del viejo maestro.

Incluso en la vestimenta de Dardánelo, aun en verano y con un pretendido tinte de sport, se advertían los vestigios de una elegancia no del todo perdida. La camisa blanca abierta en el botón de arriba que dejaba ver el cuello de la camiseta, el saco marrón oscuro, brilloso por el uso, el pantalón también marrón pero ostensiblemente de otro marrón y otro traje, los zapatos negros de cuero trenzado sobre el empeine. Y además, el gesto delicado para sostener el cigarrillo, permanente entre los dedos finos manchados de nicotina. El toque deportivo podía detectarse, tal vez, en la sombra de barba que oscurecía las mejillas y amenazaba con unirse al bigotito fino y renegrido bajo la nariz afilada, casi larga.

—Aquí me ve —decidió proseguir la conversación Dardánelo, consciente de que la timidez del muchacho podía abrir un insondable pozo de silencio tras los saludos de rigor— procurando acercarme a los secretos de esta nueva disciplina lúdica, Sardina.

Rosales le había hecho una seña con la cabeza, anunciándole su turno y Dardánelo comenzó a girar en torno de la mesa calculando su próximo golpe.

—Yo… —continuó diciendo en tanto sus ojitos pequeños y negros reconocían la ubicación anárquica de las bolas—… debo reconocerle que prefiero el billar. Es un juego más… digno. Algo más acorde con un caballero. Pero tampoco uno puede dejarse avasallar por la mocosada. ¿No es así, Rosales? —Rosales aprobó con la cabeza. Si bien nunca era demasiado locuaz, a esa hora de la siesta, lo era menos que nunca.

—Si uno se deja ir acorralando en sus pequeños hábitos… —prosiguió Dardánelo, que ya había decidido su próximo golpe—… llega un momento en que se encuentra encerrado en el pasado. Si uno no acepta la televisión, la licuadora, los satélites artificiales y todo eso, termina atrincherado en la radio galena, el Glostora Tango Club, esas cosas y ya no puede salir a la calle. —Se inclinó para taquear y la atención en la maniobra le hizo bajar el tono de voz—. Y yo empiezo por el pool. Para que no se diga… —esta vez la rayada boqueó en torno a la tronera y volvió al ruedo.

—Eso sí… —enarcó las cejas Dardánelo, irguiéndose—… me va para el culo. Pero no es cosa tampoco de aceptar, sin ofrecer resistencia, la prepotencia de la muchachada. Juega usted, Rosales.

—Me imagino que el rock nacional también le tira —aventuró con una sonrisa el Sardina.

—No, no, no —descartó, fingidamente enojado, Dardánelo—. Hay límites. Hay límites para un criollo.

Sardina se rió. Se hizo un silencio y por unos minutos sólo se escuchó el golpear de las bolas sobre el paño verde.

Dardánelo, sin mirarlo, adivinó la intención del Sardina.

—¿Qué lo trae por acá, Sardina? —le facilitó las cosas. Sardina se puso serio, como sorprendido en falta—. Porque esta no es la hora a la que viene su barra.

—No, no —dijo el Sardina rascándose la frente—. Quiero hablar un momentito con usted. Pero no sé… —se apresuró a aclarar—… en otro momento, cuando no esté ocupado.

Dardánelo aprobó con la cabeza.

—Cómo no. Cómo no —dijo, estudiando su próximo tacazo—. Pero déjeme antes que meta aquella bola en su agujero… es un momentito nomás.

—No, don Dardo —pareció ofenderse el Sardina—. Terminen el partido. —Dardánelo taqueó, hizo un gesto de contrariedad y depositó el taco sobre una mesa vecina—. Juegue usted por mí, Rosales —ordenó. Rosales aceptó con un gesto, sin dejar de mirar las bolas, en tanto sacaba del bolsillo de su saco pijama un dado de tiza.

Dardánelo caminó lentamente hacia una de las mesas cercanas a la entrada, en un sector alejado de la luz que bañaba la mesa de pool donde había estado jugando. Se sentaron los dos. Dardánelo con la espalda apoyada contra la pared de madera aglomerada que separaba el salón del kiosco que daba a la calle. Sardina con los brazos apoyados en el nerolite de la mesa, algo envarado. Dardánelo primero se alisó, como distraído, el negro cabello bien pegado al cráneo por la brillantina. Luego buscó en el bolsillo interno del saco un nuevo cigarrillo.

—Lo bueno de jugar con Rosales —dijo— es que uno se distrae.

Sardina se sonrió.

—Un hombre de una conversación brillante —prosiguió Dardánelo, serio—. Hubiese sido un orador de fuste si no lo ganaba su vocación de justicia. —Encendió un cigarrillo—. Se guarda las tizas en los bolsillos ¿vio? —siguió mirando Dardánelo hacia la mesa de pool—. Se las debe llevar a la casa. Vaya a saber qué hace con eso. ¿Hará caldo? Por ahí piensa que es caldo en cubo.

No había ni una sonrisa en el soliloquio de Dardánelo, pero se lo adivinaba de buen humor. Sardina comprendió que con él hacía un distingo, permitiéndole compartir sus chistes.

—Don Dardo… —se animó, de pronto, el Sardina— quería contarle algo.

—Usted dirá.

Sardina realizó unos golpeteos sobre la mesa con sus manos, buscando el comienzo.

—Bueno… —se decidió— anteayer me hice un grabador.

—Ahá.

—Un lindo grabador. Extranjero. Se ve que es bueno. Yo no sé mucho de esas cosas pero se ve que es bueno.

—Ahá…

—Fue una cosa… este… fácil —se animó Sardina—… un auto importado que se habían dejado la puerta abierta. Bah, abierta, sin seguro.

Dardánelo seguía mirando la mesa de pool, donde Rosales continuaba su solitario, asintiendo con la cabeza.

—Estaba estacionado en una calle con árboles, y no había nadie —explicó Sardina—, era como esta hora. Yo manotié el grabador, había unas bolsas, de esas bolsas de plástico con zapatos de mujer, y me llevé hasta una carpeta que había ahí adentro, en el asiento de atrás. Y estaba todo ahí, a la vista, ni siquiera habían puesto las cosas en el piso. Porque vio que hay gente que, por ahí, pone las cosas debajo de los asientos para que no queden a la vista. Especialmente el grabador…

—Ahá…

—… Porque esos grabadores son caros. Uno de ésos.

—¿Y lo vieron? —cortó Dardánelo.

—No, no, no, fue una cosa fácil. Rápida —Sardina detectó la impaciencia en Dardánelo—. No. No es eso lo que quiero contarle. Bah… o no es eso lo más importante. Se imagina que no lo iba a molestar a usted para contarle que me afané un grabador de un auto estacionado.

Dardánelo se encogió de hombros, como descartándolo.

—Pero… escuche lo que pasó —Sardina se acomodó en el asiento, entusiasmado—. Es increíble. Esa noche, anteanoche, llego a casa, llego a casa con el paquete con las cosas, el grabador y esas cosas, las escondo todas en mi pieza, mis viejos ni aportan por ahí, es un altillo. Bajo, y me pongo a ver televisión. Un noticioso. Y por ahí veo que le hacían una entrevista a Zulema Carina, la artista. ¿La conoce?

—Por supuesto —Dardánelo lo había mirado, de pronto, más interesado.

—Que ha trabajado en varias películas… —informó Sardina— ha hecho cosas en teatro. Que es muy linda.

—Una hermosa mujer —acordó Dardánelo—. Y no sólo una hermosa mujer, sino que es una mujer muy inteligente. Yo he leído reportajes que le han hecho y me ha parecido una persona muy lúcida. Muy ubicada. No es sólo un rostro bonito. Nada de eso.

Sardina pareció exultante ante el reconocimiento del viejo maestro.

—¡Claro! ¡Claro! —exclamó—. Es bárbara. Es una barbaridad. A mí me gusta… una locura.

—Y además, pibe… —Dardánelo lo miró profundamente a los ojos al Sardina— está rebuena. Es un camión. Usted la ve, esa mujer de carnes firmes, duras. De rasgos bien marcados. Muy meridional. Tipo itálico. Muy bien. Muy bien.

—Sí, es así. Es así —le había causado gracia al Sardina la inclusión de algunos adjetivos francamente nuevos en el vocabulario por lo general, clásico, de Dardánelo—. Y bueno, con lo que a mí me gusta esa mina, me quedé mirando a ver qué decía, en el noticiero. Y entonces la Carina dice que estaba muy apenada, «desolada» dijo, ésa era la palabra que yo no me acordaba, «desolada» porque le habían robado del auto un grabador, unos pares de zapatos que había traído para su próxima obra, los había traído de Nueva York, de por ahí… y que también le habían robado un guión… Un guión ¿vio? Un argumento de una película, que lo estaba estudiando, no sé…

Dardánelo se había echado un poco hacia atrás en su silla, como tomando distancia para mirar mejor a Sardina, su mano derecha apoyada en el borde de la mesa, las cejas enarcadas, la boca una «U» invertida, la otra mano sosteniendo en lo alto el cigarrillo. Por un momento no dijo nada. Luego volvió a su postura reposada, volvió a mirar hacia la iluminada mesa de pool.

—Mire usted… —musitó.

—¡Pero mirá qué casualidad! —se tomó la cabeza el Sardina—. Mire lo que son las casualidades.

—El Destino —sentenció Dardánelo.

—Porque mire… no sé… —Sardina bamboleó la cabeza, como dudando—… a usted le parecerá tonto… Pero yo soy fanático fanático de esa mina. Soy un admirador. En mi pieza, ahí, en el altillo, tengo un montón de fotos de ella. Que las fui recortando de las revistas. Me acuerdo de que una vez me fui a la puerta de un teatro donde trabajaba ella, en una obra de teatro, para pedirle un autógrafo a la salida. Y… qué se yo, me dio no se qué… la verdad que me cagué. Al final ella salió, pero medio a los apurones, rodeada de gente, y me dio vergüenza acercarme. Está bien que yo era más chico. Tendría 16, 17 años… Pero me dio vergüenza. Y no le pedí nada. Y eso que me había cagado mojando porque… ¡llovía!… Era un diluvio eso.

Dardánelo se había quedado pensando, abstraído en el humo del cigarrillo.

—¿Qué edad tiene usted ahora, Sardina? —se interesó.

—20. Cumplí 20.

—Y bueno… —pareció decir, a título de resumen, Dardánelo—… ya tiene su anécdota, Sardina. No muchos podemos decir que le hemos robado un par de zapatos a Zulema Carina.

—No… —se rió, incómodo, Sardina.

—Es más, dentro de algunos años podrá contar que ella se los regaló.

—No —insistió Sardina—. Pero lo que yo le quería consultar es otra cosa.

Dardánelo lo miró, de reojo.

—Le quiero devolver las cosas a Zulema —soltó el Sardina.

Dardánelo no le quitaba la vista de encima, ahora.

—Le quiere devolver las cosas… —repitió lo dicho por Sardina, pensando en el significado de la frase.

—Se las quiero devolver.

Dardánelo tornó a mirar hacia adelante, entrecerrando los ojos por el humo del cigarrillo, que hacía girar entre sus dedos, como acomodando el tabaco.

—Sí, porque… —empezó morosamente Sardina.

—¿Ya lo decidió, o lo está pensando? —preguntó Dardánelo.

—Bueno… No… —vaciló el muchacho—… lo tengo casi decidido. Bah…

Sabía que su determinación implicaba un menosprecio al hecho de buscar consejo en el viejo maestro. Dardánelo se había quedado en silencio.

—¿Sabe lo que pasa? —retomó Sardina—. Yo hablé con Zulema.

Dardánelo volvió a mirarlo, deteniendo el movimiento del cigarrillo hacia su boca.

—Ayer, le hablé por teléfono —siguió, como avergonzado, Sardina. Dardánelo hizo un visaje de asombro.

—La puta —dijo.

—Sí. ¿Vio? —apuró la explicación Sardina—. Ya le dije que yo soy, fui siempre muy fana de esta… mina. Y una vez, en un Radiolandia, o en un TV Guía, no sé dónde, había salido el teléfono de ella. ¿Vio en esas cartas que escriben los lectores? Se ve que un tipo pedía el teléfono de ella para pedirle no sé qué cosa, un autógrafo, o guita, qué sé yo. Y ahí en la revista ponían el número de teléfono de ella. Y yo me acuerdo que agarré y lo recorté. Lo recorté y lo guardé. ¿Vio? Qué sé yo. Yo pensaba que algún día me iba a atrever y la iba a llamar, para hablarle, qué sé yo. Por supuesto que después nunca me dio el cuero para llamarla. De pensar que me podía atender ella, me cagaba todo. Pero ayer me acordé que tenía el número y lo busqué. Llamé y me dio con una oficina, qué sé yo, la oficina de un representante, no sé qué era eso. Yo después pensaba, ¡qué boludo!, más bien que no van a dar el número de la casa de ella porque hincharían todo el día las bolas llamándola.

Dardánelo había permanecido mirándolo, fijamente, el cigarrillo suspendido casi a la altura de su mentón.

—Entonces… —continuó Sardina—… me atendió un tipo, le dije, no sé, que era de una revista nueva y que le quería hacer una nota a Zulema —Sardina ya decía «Zulema» con una familiaridad llamativa—… que era una cosa urgente, qué sé yo, la cosa que el tipo me dio el teléfono de ella. El teléfono de la casa. Y la llamé.

Dardánelo nuevamente enarcó las cejas, asombrado.

—La llamé y le conté todo. Lo del auto, que yo le había afanado, que… en fin que no sabía que era de ella… que le quería devolver las cosas…

El relato del Sardina fue apagándose. El muchacho mantenía los ojos bajos, en tanto golpeteaba con las puntas de los dedos de su mano derecha sobre el nerolite. Dardánelo lo contemplaba, serio. Estuvieron unos segundos así.

—Me atendió ella… —siguió el Sardina, sin levantar la cabeza—… medio me asusté porque yo pensaba que iba a atenderme alguna secretaria o qué sé yo. Porque uno nunca piensa que esas… este… estrellas, uno las va a llamar y ellas van a atender el teléfono. ¿Vio? Pero me atendió ella.

Sardina volvió a golpetear con los dedos sobre el nerolite. Luego persiguió un residuo de ceniza, tal vez desprendido del cigarrillo de Dardánelo, procurando que se le pegase en la yema del índice. Después se atrevió a mirar al viejo maestro a los ojos.

—¿Y qué quiere que le diga, Sardina? —dijo éste, tras un instante—. Usted me trae ya el hecho consumado.

Sardina resopló, se echó hacia atrás hasta encontrar el respaldo de la silla y se encogió de hombros.

—No… pero… —amagó defenderse.

—¿Usted no necesita ese grabador? —Dardánelo optó por no persistir en un tono demasiado severo.

—¿El grabador?… —pensó Sardina, mirando al techo—. No. No. Pensaba dárselo a mi hermanita, por si lo necesita para estudiar. Pero ya tiene uno, uno que me afané de un negocio hace bastante.

—Lo podría vender.

—Sí… pero… No —se encogió de hombros Sardina, nuevamente.

—¿Su madre no necesita la plata?

—No… —pareció vacilar el Sardina—. Bah… plata siempre se necesita. Pero por ahora andamos bien. Yo laburé bastante bien estos últimos tiempos.

—Mire que su madre ha hecho mucho por usted —recordó Dardánelo. Sardina aprobó con la cabeza. Otra vez hicieron silencio.

—¿Y cómo le va a devolver las cosas, Sardina? —preguntó el viejo maestro—. ¿Se las va a mandar por correo, las va a dejar en alguna parte…? ¿Cómo piensa hacer?

Sardina se animó visiblemente. Retomó su posición erguida en la silla.

—No. Se las voy a llevar a la casa.

Dardánelo lo contempló largamente, el ceño fruncido. Paseaba la punta de la lengua bajo los labios cerrados.

—Se las va a llevar a la casa —repitió.

—Sí. Quedamos así.

—Ah… Quedaron así —Dardánelo osciló su cabeza, recorriendo con su mirada el salón—. Sardina… —advirtió— va a meter usted la cabeza en la boca del león. ¿Se da cuenta?

—Bueno… no… —defendió su posición, Sardina.

—En este trabajo… —reclamó silencio Dardánelo apenas con un gesto de su mano derecha—… y creo que lo hemos hablado alguna vez, Sardina, hay un elemento vital, primario e impostergable…

—La…

—La seguridad.

—La seguridad —Sardina casi terminó la frase a coro con el maestro.

—Eso es prioritario, Sardina. Uno no puede andar jugando con estas cosas porque no es como en otros trabajos, donde uno si se equivoca pierde guita, o le meten unos días de suspensión en el laburo, o le descuentan algo del sueldo. No. En este trabajo, Sardina, si uno se equivoca, va en cana. Va en cana cuando tiene suerte. Con un poco nomás de mala suerte si uno se equivoca es boleta, Sardina. Usted lo sabe.

Sardina aceptó, con la cabeza.

—Esta historia con esta mujer, con esta joven… —por primera vez, Dardánelo había girado el torso dando el frente al Sardina, asumiendo por fin su condición pedagógica—… es francamente romántica… Créame que es muy linda. Pero usted va a ir como un chorlito a meterse en la propia casa de la persona a la que usted le ha choreado una serie de cosas, de su propio auto. Y va a ir a esa casa no solamente como el asesino que vuelve al lugar del crimen, sino que además va a ir como el asesino que antes de volver al lugar del crimen habla por teléfono y avisa que va a ir.

Dardánelo mantuvo su mirada sobre Sardina, quien, la frente gacha, se rascaba la oreja, dudando.

—Usted es hijo único de madre viuda, Sardina —recordó Dardánelo—. Tiene un compromiso frente a su familia. Es único sostén de su madre. Debe pensar en todo eso, incluso antes que en la posibilidad de conocer a la mujer de sus sueños, estar en su casa, y hasta por ahí, encamarse.

Esto último hizo sonreír a Sardina, como desestimando la alternativa.

—No se ría, Sardina. La gente que anda en lo nuestro ejerce una atracción muy especial en las mujeres. Se lo digo yo.

Sardina hizo un gesto escéptico.

—Recuerde, además… —prosiguió Dardánelo—… que la mayoría de los grandes malandras internacionales, ladrones de guante blanco, señores lo que se dice señores en esta actividad tan discutida, Sardina, han terminado cagados por alguna mujer. Siempre alguna mina les ha hecho pisar el palito. La joda es la joda, Sardina. Y el laburo es el laburo.

Sardina aguantó a pie firme el chubasco. Sabía que, en parte, era el precio que debía pagar por no haber consultado antes al maestro. Ahora, éste se desquitaba.

—Es que ella me prometió total seguridad —dijo, cuando estuvo seguro que Dardánelo había finalizado su parrafada.

—¿Ella se lo prometió? Repítame qué le dijo.

Sardina mostró regocijo al recordar nuevamente el diálogo telefónico.

—Yo le dije que estaba arrepentido… —empezó—… y que le iba a devolver todas las cosas. Que estaban intactas. Que si hubiese sabido que eran de ella no las hubiese tocado. Entonces ella me dijo que me creía, que iba a tener mucho gusto en recibirme en su casa, eso me dijo, que iba a tener mucho gusto en recibirme en su casa, que le llevara las cosas, y que me iba a invitar a tomar el té.

Otra vez la boca de Dardánelo se convirtió en una «U» invertida.

—Cagate de risa —musitó, como para así—, tomar el té.

—Le cuento más —se entusiasmó Sardina—. Me dijo que me iba a preparar una torta y me preguntó qué tipo de torta me gustaba a mí. Yo, por decir algo, porque tenía unos nervios bárbaros, le dije que… no sé qué es… esas tortas que tienen azúcar quemada arriba, que a veces hace mi vieja. Y ella me dijo que ésa no la sabía hacer y que me iba a hacer una de chocolate.

—¿De chocolate? —se interesó Dardánelo—. ¿Por qué no la llama y le pregunta si no puede ir con un amigo?

Sardina se rió. El clima se había aflojado. Dardánelo advirtió eso y retomó su tono académico.

—Dígame, Sardina… —dijo—. ¿Se puede saber a qué carajo vino a verme?

—Este… —se replegó el muchacho.

—Todas las cagadas que tenía que hacer, ya las hizo. Ya afanó de un auto equivocado, ya llamó a la persona a la que usted le afanó, ya quedó con esa persona en que iba a ir a su casa… ¿Qué me quiere consultar, entonces?

Sardina aspiró hondo, sin dejar de mirar la cubierta de la mesa.

—Es que no sé si ir… —exclamó—… tengo un poco de cagazo.

Dardánelo lo miró, comprensivo. Hizo girar el cigarrillo entre los dedos, como procurando afinarlo.

—Mire, Sardina… —dijo después—… yo no puedo tomar la responsabilidad de decirle que vaya o que deje de ir. Pero, para serle sincero, como profesional el asunto no me gusta. Como profesional le diría que no. Ahora bien, como hombre, como ser humano, le confieso que la historia me parece hermosa. Sinceramente, es una oportunidad que se da una vez en la vida, y nada más. Esa es la verdad. Y yo siempre sostengo que lo nuestro no puede tomarse nada más que como un laburo frío y matemático. Esto requiere también sensibilidad y hasta sentido del humor. Como alguien con experiencia que le puede dar un consejo yo le diría: «no vaya». Ahora, yo, en su lugar, iría. Pienso que la mujer es confiable, parece una mujer seria, no una tarambana cualquiera… es una oportunidad de que usted se relacione con otros niveles, otros ámbitos, más intelectuales, eso siempre ayuda, enseña… No sé. Es un riesgo. Está en usted asumirlo, o no.

Sardina aprobó con la cabeza, enérgicamente.

—Eso sí —epilogó Dardánelo—, no vaya armado.

Sardina hizo un gesto como descartando de raíz esa posibilidad. Dardánelo se puso de pie, dando por terminada la charla, levantándose el pantalón que, ya habitualmente, usaba con el cinto muy cercano al esternón.

—Después me cuenta —agregó, caminando hacia la mesa de pool, donde Rosales continuaba el juego—. ¿Cómo va eso, Rosales? —preguntó, en voz alta, Dardánelo—. ¿Me ganó?

Al día siguiente, a eso de las siete de la tarde, Dardo Dardánelo llegó al café de Quico, recién bañado y afeitado. Había tenido una larga noche de naipes, y por lo tanto, había salteado su siestero aprendizaje de pool en «Prólogo’s».

Se sentó en una de las mesas junto a la ventana y pidió un fernet. A esa hora del atardecer, el café de Quico era el lugar indicado, ya que el pool pasaba a manos de los jóvenes, exclusivamente. Por eso Dardánelo se sorprendió cuando el «Panadero», uno de los muchachos de la barra juvenil, entró a lo de Quico con un diario bajo el brazo y se acercó a su mesa.

—¿Puedo, don Dardo? —preguntó el «Panadero», señalando la silla vacía.

—Sentate —aceptó Dardánelo, frunciendo el entrecejo. El Panadero se sentó casi enroscado en el asiento. El pecho inclinado sobre la mesa, las piernas apuntando hacia el mostrador.

—¿Vio lo del Sardina? —preguntó el Panadero, en voz baja. Dardánelo acentuó su gesto de preocupación.

—No. ¿Qué pasó? —dijo. El Panadero meneó la cabeza.

—Se la dieron.

—¿Cómo…? —atinó a preguntar Dardánelo—. ¿No me digas? Pero… ¿Lo agarraron…?

—No… —el Panadero volvió a negar con la cabeza. Hizo un ademán corto, deslizando la palma de su mano derecha paralela a la mesa—. Un balazo.

Dardánelo se quedó callado, visiblemente perturbado. Miraba algo más atrás, más allá del Panadero.

—La puta madre —silabeó, al fin.

—Acá está —dijo el Panadero, alcanzando al viejo maestro el diario de la tarde. Dardánelo lo tomó y lo desplegó sobre la mesa.

—«En confuso suceso…» —comenzó a leer en voz alta. Luego prosiguió la lectura en voz inaudible, marcando los renglones con sus dedos índice y mayor de la mano derecha, adonde sostenía el cigarrillo—… «Adalberto Giarditti, de 20 años…».

—Ese es el Sardina —acotó el Panadero.

Dardánelo prosiguió la lectura, en un murmullo.

—«Notoriamente conmocionada, la estrella… —elevó la voz Dardánelo—… no quiso extenderse en declaraciones al respecto. “Yo le había prometido que iba a estar sola en mi departamento —informó solamente—. Pero comenté el caso con una amiga y ésta me dijo que eso era una locura. Que al menos contratase un custodia para que permaneciese oculto en una habitación contigua, por si el ladrón intentaba algo. Así lo hice y ése fue mi error”.»

Dardánelo continuó leyendo la noticia de policía. Luego elevó su mirada hacia el Panadero, quien prestaba atención, las manos cruzadas junto al pecho.

—Parece que contrató un detective privado, o algo así —le dijo—. No quiso llamar a la Policía.

—Un pata de plomo —silabeó el Panadero, con desprecio—. Después dice.

—Ah sí. Acá está —señaló Dardánelo—. «Gabriel Rosalba, hombre avezado en tareas de vigilancia en fincas privadas».

—La concha de la lora —reflexionó el Panadero.

—«Requerido por la prensa, Rosalba expresó:» —retomó el relato del diario Dardánelo—… «La Carina me había pedido que yo sólo interviniese si el delincuente intentaba hacerle algo a ella. Pero yo soy de la idea que esa clase de gente debe estar entre rejas. Se hizo un silencio prolongado y pensé que algo raro ocurría. Entré al living, donde estaban la Carina y el delincuente y le ordené a éste que se entregara. Pero se asustó, trató de huir y tuve que dispararle. Son gente peligrosa y dispuesta a cualquier cosa. Este, además, era un fanático de la Carina, por lo que no hubiera sido de extrañar que intentara cualquier aberración con ella. Es increíble lo que el fanatismo puede llevar a hacer a ciertas personas.»

Dardánelo repasó someramente el artículo y recién volvió a ponerse el cigarrillo entre los labios. Luego, empujó el diario, aún abierto, hacia el Panadero. Este lo tomó y, lentamente, lo dobló, para meterlo después bajo su brazo izquierdo. Se quedaron un momento en silencio.

—Es increíble lo que el fanatismo puede llevar a hacer a ciertas personas —repitió Dardánelo, mirando hacia afuera. Levantó el vaso de fernet y lo dejó unos segundos junto a su boca, sin beberlo.