Capítulo X

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El cuerpo yacía al borde del agua de la playa arenosa, al pie de los muros de la abadía. Ya había anochecido, pero un grupo de pescadores y algunos miembros de la comunidad religiosa se habían reunido alrededor del cadáver con curiosidad morbosa. Varios de ellos llevaban unas antorchas que iluminaban la escena. Fidelma siguió a Cass hasta el grupo. Observó que el hermano Midach ya estaba allí, inclinado para examinar el cuerpo. Había un hermano de mediana edad con una tos nerviosa que sostenía una linterna para que Midach pudiera trabajar. Fidelma supuso que era el boticario, el hermano Martan. El médico, obviamente, había sido llamado por los que habían encontrado a la joven hermana. Fidelma lo vio visiblemente conmovido bajo la luz vacilante.

—Retirad a esta gente —Fidelma le dio instrucciones a Cass en voz baja—, salvo a los que encontraron el cuerpo.

Se inclinó junto al hermano Midach y oteó por encima de su hombro.

La ropa de sor Eisten estaba encharcada. Los cabellos, aplastados por el agua del mar, le cubrían su cara blanca, pálida y rechoncha. Sus rasgos crispados denotaban la angustia de una muerte violenta. Su magnífica cruz ornamentada todavía estaba firmemente sujeta alrededor de su cuello carnoso y magullado.

—No es agradable a la vista —gruñó Midach, al darse cuenta por primera vez de que Fidelma estaba a su lado—. Sostenga bien alta la linterna, Martan —añadió rápidamente, dirigiéndose al boticario.

—La muerte violenta no lo es nunca —murmuró Fidelma—. ¿Se ha suicidado?

Midach se quedó mirando pensativo a Fidelma durante unos instantes, y sacudió la cabeza en señal de negación.

—¿Por qué hacéis esa pregunta?

—Recibió un gran impacto cuando Rae na Scríne fue destruido. Creo que se sentiría culpable de ello. Se trastornó cuando el bebé al que había salvado murió al poco tiempo. La vi esta mañana y no parecía realmente recuperada. Además, no ha sido un ataque para robarla, pues todavía lleva ese valioso crucifijo.

—Buena lógica, pero no; no, no creo que se suicidara.

Fidelma examinó los rasgos seguros del médico rápidamente y siguió preguntando.

—¿Qué os lleva a decir eso?

El hermano Midach se inclinó y giró un poco la cabeza de la muerta, pidiendo al hermano Martan que acercara la linterna para que se viera mejor.

Fidelma vio el hueco de una herida en la parte posterior de la cabeza. Ni siquiera una inmersión en el mar había limpiado la sangre.

—¿La atacaron por detrás?

—Alguien la golpeó en la nuca —confirmó Midach—. Después del golpe, el cuerpo fue lanzado al mar.

—¿Asesinato, entonces?

El hermano Midach suspiró profundamente.

—No puedo llegar a otra conclusión. No sólo está la prueba del golpe en la cabeza. Si tenéis estómago, hermana, miradle las manos y los brazos.

Fidelma así lo hizo. Las heridas y quemaduras hablaban por sí solas.

—No se había autolesionado.

—No. La ataron y torturaron antes de matarla. Mirad esas marcas en las muñecas. Son de una cuerda. Después de matarla, el asesino debió desatar los nudos y lanzarla al mar…

Asombrada, Fidelma se quedó mirando el cuerpo de la joven.

—Con vuestro permiso, hermano… —Se inclinó y cogió las manos frías de la muerta y las examinó, miró con detenimiento los dedos y las uñas. El hermano Midach la observaba con curiosidad. Fidelma hizo una mueca de decepción.

—Tenía la esperanza de que hubiera podido luchar con su atacante y agarrarle algo que nos pudiera proporcionar alguna pista —explicó.

—No. El golpe fatal probablemente le vino por sorpresa —dijo Midach—. Debía de estar de espaldas a su atacante al recibir el golpe de él.

—¿Él? —inquirió Fidelma con rudeza.

Midach se encogió de hombros.

—O ella, si queréis. Aunque yo no creo probable que una mujer pudiera hacer algo así.

Fidelma se mordió un poco los labios, pero no comentó nada.

El hermano Midach se puso en pie, se sacudió la arena de su hábito. Hizo un gesto a Martan y otro hermano avanzó de entre las sombras y les dio instrucciones de que se llevaran el cuerpo a la abadía.

—Hay que llevar el cuerpo al depósito e informar al abad de este asunto.

—Decidle al abad que tengo que hablar con él —dijo Fidelma, mirando hacia el grupito de personas que Cass había apartado hasta un poco más allá.

—¿Creéis que esto tiene alguna relación con la muerte del venerable Dacán? —Midach se detuvo y miró hacia Fidelma por encima de su propio hombro.

—Eso espero descubrirlo —replicó Fidelma.

Midach hizo una mueca y regresó hacia las puertas de la abadía con el hermano Martan apresurándose tras él con la linterna.

Fidelma pasó por entre un grupo de observadores, algunos de los cuales parecían reacios a verse involucrados y se iban alejando. Cass había conseguido una linterna para iluminar el proceso.

—¿Quién encontró el cuerpo? —preguntó Fidelma, mirando de una cara a otra.

Vio a dos pescadores mayores que se intercambiaban unas miradas de alarma a la luz de las antorchas.

—No hay por qué tener miedo, amigos —los tranquilizó Fidelma—. Lo único que quiero saber es dónde y cómo encontrasteis el cuerpo.

Uno de los pescadores, un hombre de mediana edad con cara colorada, se adelantó.

—Mi hermano y yo la encontramos, hermana —dijo con tono vacilante.

—Decidme cómo —les pidió Fidelma con la voz más suave que pudo.

—Estábamos fuera en la bahía, cerca del barco de guerra de Laigin, y decidimos lanzar una vez más nuestras redes antes de que se hiciera de noche. Al estirar de las redes, creímos que habíamos conseguido una gran captura, pero, cuando tiramos las redes al interior de la barca, vimos…, —se arrodilló temeroso—, vimos el cuerpo de la hermana allí.

Fidelma estaba compungida.

—Entiendo. Así que vos y vuestro hermano os acercasteis cuanto pudisteis al barco de guerra para pescar.

—Así hicimos. Estábamos a unas cuantas yardas cuando pescamos a la pobre hermana con la red. Trajimos directamente el cuerpo aquí a la playa y dimos la alarma.

Cass, que estaba tras sus hombros sosteniendo bien alta la linterna, se inclinó hacia adelante.

—¿Pudiera ser que la lanzaran desde el barco de Laigin? —susurró.

Fidelma no le hizo caso de momento y se giró hacia los pescadores, que seguían observándola inquietos.

—¿Qué corrientes hay en la bahía? —preguntó Fidelma.

Uno de ellos se frotó la barbilla reflexionando.

—En este momento tenemos una marea hacia la costa. Sin embargo las corrientes son fuertes alrededor de las rocas. Azotan las rocas de aquel cabo.

—¿Esto significa que el cuerpo pudo haber sido lanzado al mar desde cualquier punto de aquel cabo?

—O incluso del otro lado del cabo, hermana, y verse arrastrado hasta esta ensenada.

—¿Y a esta hora un cuerpo tendería a acercarse a la playa más que dirigirse mar adentro? —insistió Fidelma.

—Así sería —admitió el pescador con rapidez.

—Muy bien, podéis marchar —dijo Fidelma y luego alzó la voz—. Ahora, que cada uno vuelva a lo suyo.

El grupito de curiosos empezó a disgregarse, casi con disgusto, obedeciendo su orden.

Cass estaba oteando con suspicacia en la oscuridad de la bahía. Fidelma siguió su mirada. Unas luces brillaban en el barco de guerra.

—¿Sois diestro con los remos, Cass? —preguntó de repente Fidelma.

El guerrero se giró. Ella no podía ver su expresión en la penumbra.

—Por supuesto… —replicó—. Pero…

—Creo que ya ha llegado el momento de que hagamos una visita al barco de guerra de Laigin.

—¿Es prudente? ¿Si sor Eisten fue asesinada en ese barco y lanzada al mar…?

—No tenemos ninguna prueba para sospechar eso —replicó Fidelma con calma—. Venga, vamos a buscar un bote.

Se detuvo a oír las campanadas de vísperas.

Cass balanceó la linterna de manera que la luz le dio por un momento en la cara. Estaba cariacontecido.

—Nos perderemos la cena —protestó.

Fidelma dejó ir una risa tenebrosa.

—Estoy segura de que luego encontraremos algo para matar el hambre. Ahora busquemos un bote.

Fidelma se sentó en la popa del bote aguantando la linterna arriba mientras Cass se colocaba entre los remos e iba impulsando la pequeña embarcación por las aguas siseantes y oscuras de la ensenada hacia la gran sombra y las luces centelleantes del barco de guerra de Laigin. Cuando se estaban acercando, Fidelma vio que había varias linternas que iluminaban la cubierta del barco de líneas elegantes. Había señales de hombres que se movían de un lado a otro.

Estaban a unas cuantas yardas cuando se oyó una voz que les daba el alto.

—Responded —murmuró Fidelma, mientras Cass vacilaba junto a los remos.

—¡Atención, barco de Laigin! —gritó el soldado—. Un dálaigh de los tribunales de los brehons exige subir a bordo.

Durante unos pocos segundos no se oyó nada, hasta que la misma voz que les había dado el alto respondió:

—Subid a bordo y sed bienvenidos.

Cass acercó la pequeña embarcación hasta una escalera de cuerda que ascendía hasta la barandilla del costado. Lanzaron una cuerda para que Cass pudiera amarrar el bote mientras Fidelma subía con agilidad por la escala.

La chica se encontró a una media docena de hombres de mirada dura esperando en la cubierta y observándola sorprendidos.

Oyó a Cass que iba subiendo detrás de ella. Se acercó un hombre de rasgos indistinguibles con los andares ondulantes de un hombre de mar y se quedó mirando a Fidelma y a Cass. Luego clavó los ojos en Cass.

—¿Qué queréis, dálaigh? —preguntó con rudeza.

Fidelma bufó irritada.

—Es a mí a quien deberíais dirigiros —soltó—. Yo soy sor Fidelma de Kildare, dálaigh del tribunal de los brehons.

El hombre se giró mostrando un asombro que enseguida ocultó.

—¿De Kildare, eh? ¿Representáis a Laigin?

—No. Soy de la comunidad de Kildare, pero en este caso represento al reino de Muman en este asunto.

El marino arrastró un poco los pies.

—Hermana, no quisiera parecer poco hospitalario, pero esto es un barco de guerra del reino de Laigin, que cumple las órdenes de ese reino. Yo no creo que tengáis nada que hacer aquí.

—Entonces, permitidme que os recuerde las leyes del mar —replicó Fidelma lentamente, con medido énfasis. Hubiera deseado conocerlas mejor, pero suponía que el marino aún sabría menos que ella—. Primero, soy una dálaigh que investiga un asesinato. Segundo, vuestro barco, aunque sea un barco de Laigin, tiene echada el ancla en una bahía de Muman. No ha pedido el permiso ni la hospitalidad de Muman.

—Estáis equivocada, hermana —dijo el hombre con un tono triunfante que no ocultó—. Echamos aquí el ancla con el permiso de Salbach, jefe de los Corco Loígde.

Fidelma se alegró de que la luz de las linternas no le diera de lleno en la cara. Tragó saliva absolutamente asombrada. ¿Era cierto que Salbach había dado permiso al barco de Laigin para intimidar a la abadía de Ros Ailithir? ¿Qué significaba aquello? Desde luego, no lo descubriría si se viera obligada a marcharse con el rabo entre las piernas. Valía la pena echarse un farol. ¿Qué era lo que había dicho el brehon Morann? «Sin un cierto grado de decepción, no se puede concluir ninguna gran empresa».

—El jefe de los Corco Loígde bien puede haberos dado permiso, pero ese permiso no es legal sin la aprobación del rey de Cashel.

—Cashel está a muchas millas de aquí, hermana —resopló el marino—. De lo que no sabe el rey de Cashel, no puede gobernar.

—Pero yo estoy aquí. Soy la hermana de Colgú, rey de Cashel. Y puedo hablar en nombre de mi hermano.

Se hizo un silencio mientras el hombre digería aquellas palabras. Fidelma oyó que resoplaba lentamente.

—Muy bien, señora —respondió el hombre, con algo más de respeto en la voz—. ¿Qué buscáis aquí?

—Quiero hablar con el capitán de este barco en privado.

—Yo soy el capitán —contestó el hombre—. Acompañadme a popa, a mi camarote.

Fidelma le lanzó una mirada a Cass.

—Esperadme aquí, Cass. No tardaré.

El guerrero no parecía estar contento bajo la luz de las linternas que se balanceaban en la cubierta.

El marino se dirigió hacia la popa del barco y condujo a Fidelma a su camarote bajo cubierta. Era pequeño, estaba atiborrado y tenía el fuerte aroma de un hombre que vive en un espacio reducido, los olores corporales se mezclaban con la peste de las lámparas de aceite y otros que no reconocía. Por un momento lamentó no haber accedido a tratar el asunto en cubierta, pero no quería que los oídos curiosos de los marineros y guerreros oyeran de qué hablaban.

—Señora —la invitó el capitán, mostrándole la única silla que había en el pequeño camarote mientras él se repanchigaba en el extremo de una litera.

Fidelma se acomodó en el asiento de madera.

—Me lleváis ventaja, capitán —empezó a decir Fidelma—. Sabéis cómo me llamo, pero yo no sé vuestro nombre.

El capitán sonrió burlonamente.

—Mugrón. Un nombre muy adecuado para un marino.

Fidelma le respondió con otra sonrisa. El nombre significaba «muchacho de las focas». Luego volvió a pensar en lo que le interesaba.

—Bien, Mugrón, primero quisiera saber cuál es el motivo de vuestra presencia en la ensenada de Ros Ailithir.

Mugrón hizo un gesto con la mano como para señalar el lugar.

—Estoy aquí a petición de mi rey, Fianamail de Laigin.

—Eso no explica nada. ¿Venís en son de paz o de guerra?

—Vine a entregar un mensaje a Brocc, abad de Ros Ailithir, diciéndole que mi rey lo considera responsable de la muerte de su primo, el venerable Dacán.

—Habéis entregado el mensaje. ¿Qué buscáis ahora aquí?

—Espero para asegurarme de que, cuando llegue el momento, Brocc cumplirá con su responsabilidad. A mi rey no le gustaría que desapareciera de Ros Ailithir hasta que se reúna la asamblea del Rey Supremo en Tara. El brehon de mi rey nos ha dicho que esto está contemplado en la ley de embargo. Como he dicho, también tenemos permiso de Salbach para anclar aquí.

Fidelma se dio cuenta, recordando alguna ley medio olvidada, de que, según esto, el barco de Mugrón actuaba legítimamente. En términos legales, el barco estaba anclado al exterior de la abadía para obligar a Brocc a cumplir con su responsabilidad por la muerte de Dacán, aunque su mano no fuera la que en sí misma realizara el acto, y, hasta que no se conocieran pruebas de que no era responsable, el barco podía permanecer allí. La ley iba más allá y daba derecho al abad Noé, el pariente más cercano de Dacán, a llevar a cabo un ayuno ritual contra Brocc hasta que se admitiera su culpabilidad.

—Le entregasteis un mensaje a Brocc cuando llegasteis. ¿Era el apad oficial, la notificación de este acto?

—Así es —admitió Mugrón—. Se hizo de acuerdo a las instrucciones del brehon de mi rey.

Fidelma apretó los labios enojada.

Tenía que haberse dado cuenta antes de la situación cuando vio el haz de ramas retorcidas de mimbre y álamo temblón colgando de la puerta de la abadía. Esto era el signo de un embargo contra un superior monástico. Hacía mucho tiempo que había tenido acceso al texto conocido como Di Chetharsh-licht Athgabála, que establecía los complejos rituales y leyes sobre el embargo. Lo que recordaba era que le estaba permitido equivocarse tres veces respecto a la ley sin recibir una amonestación, porque era muy complicada. Admitía que su primer error había sido no recordar la ley del embargo.

El rostro curtido del marino se arrugó con cinismo al percibir la expresión en la cara de Fidelma.

—Para el rey de Laigin, la ley está por encima de todas las cosas, señora —dijo con un suave énfasis.

—Es de la ley de lo que quiero hablar con vos, ahora que sé el motivo que os ha traído a este lugar —replicó Fidelma.

—¿Qué sabrá de leyes un simple marino como yo? —continuó Mugrón—. Hago lo que me dicen.

—Habéis admitido que estáis aquí como un instrumento de la ley, instruido por el brehon de vuestro rey —respondió rápidamente Fidelma—. Ya conocéis bastante de la ley.

Mugrón abrió bien los ojos al ver que Fidelma no se dejaba intimidar y luego sonrió burlonamente.

—Muy bien. ¿De qué queréis hablar?

—Una hermana de la fe ha sido lanzada al agua cerca de vuestro barco hace un rato. Estaba muerta.

—Uno de mis hombres me informó del incidente —admitió Mugrón—, sucedió justo antes del anochecer. Dos pescadores rescataron el cuerpo entre sus redes. Lo llevaron hasta la orilla.

—Al parecer, tenéis una buena guardia en el barco. ¿Algún hombre de vuestra tripulación vio algo sospechoso? ¿Ninguna señal de que el cuerpo fuera lanzado al agua desde las rocas de aquel cabo?

—Nosotros no vimos nada. No tenemos nada que ver con la costa, salvo que, con el consentimiento de Salbach, compramos carne fresca y verduras a algunos hombres del lugar.

—¿Y la hermana no estuvo nunca a bordo de este barco?

El rostro de Mugrón se ruborizó preocupado.

—Sor Eisten no estuvo a bordo de este barco —soltó—. ¡Quien lo afirme es un mentiroso!

Fidelma sintió que había cierta alteración en aquella respuesta.

—¿Y cómo sabéis que se llamaba Eisten? Yo no lo he mencionado —dijo con voz férrea.

Mugrón parpadeó.

—Vos…

Lo interrumpió con un gesto.

—No juguéis conmigo, Mugrón. ¿Cómo sabíais su nombre? Quiero la verdad.

—Muy bien, toda la verdad. Pero no deseo poner en peligro ni mi vida ni mi barco. Que quede entre nosotros por ahora.

—No hay peligro mientras sea la verdad —afirmó Fidelma.

Mugrón se levantó, fue hacia la puerta del camarote y llamó a alguien, Midnat. Regresó a su asiento y un hombre anciano y barbudo entró al cabo de un rato y se llevó los nudillos a la frente. Era de rostro curtido y adusto y su cabello se mostraba sucio y grisáceo.

—Decid a la hermana vuestro nombre y vuestro cargo en este barco. Luego explicadle lo que os sucedió hoy cuando fuisteis a la playa.

El anciano se giró hacia Fidelma e inclinó la cabeza moviendo los labios de su boca desdentada.

—Soy Midnat, señora. Soy el cocinero de este barco. Hoy fui hasta la playa para comprar verduras frescas y avena para la tripulación.

—¿A qué hora fue eso?

—Justo cuando sonaba la campana de la abadía llamando para la comida de mediodía.

—Decidle a sor Fidelma lo que sucedió —interrumpió Mugrón—. Exactamente como me lo contasteis a mí.

El viejo le lanzó una mirada sorprendido.

—¿Lo de…?

—Venga, hombre —soltó Mugrón—. Explicadle todo.

El viejo levantó una mano y se la pasó por la boca y la barbilla.

—Bueno, yo me volvía para mi bote. Ya había comprado las verduras, ¿sabéis? Así que me iba de regreso… y, para mi sorpresa, esta hermana me llama y me pregunta si mi capitán estaría preparado para llevarse a dos pasajeros.

—¿Dijo dos pasajeros? —preguntó Fidelma—. ¿Qué dijo exactamente?

—Esto: «Eh, marinero, ¿venís del barco?», dijo. Yo asentí. «¿Cuánto cobraría vuestro capitán por dos pasajes para ir a Britania o Galia?». Entonces me di cuenta de que me había tomado por alguien del barco franco de allá. El gran mercante. Y ofrecía, según ella, dos screpall por los pasajes.

—¿La hermana ofreció esas valiosas monedas de plata?

Midnat asintió con énfasis.

—Yo le digo: «Bien que lo haría, hermana, pero yo sólo soy el cocinero del barco de guerra de Laigin. Para un pasaje fuera de esta tierra, tenéis que poneros en contacto con un marinero del mercante franco que está anclado al otro lado de la ensenada». Acababa de decir esto, cuando retrocede con una mano en la boca y los ojos bien abiertos, como si yo fuera la encarnación del diablo. Y se gira y se va corriendo.

El hombre hizo una pausa y esperó, observando el rostro de Fidelma.

—¿Eso es todo? —dijo Fidelma contrariada.

—Fue suficiente —confirmó Midnat.

—¿Desapareció y no la volvisteis a ver?

—Se fue corriendo por la playa. Yo me volví a mi barco. Luego, al cabo de un rato, justo a la caída del crepúsculo hay un tumulto. Yo me voy a cubierta para ver de qué se trata. No muy lejos, veo a un par de pescadores del lugar sacando un cuerpo del agua. Es la misma hermana que me ofreció el dinero por los pasajes.

Fidelma levantó la vista con agudeza.

—Era el atardecer, casi oscuro. ¿Cómo podéis estar seguro de que era la misma hermana?

—Había luz suficiente —dijo el viejo cocinero— y el cuerpo de la hermana llevaba una curiosa cruz alrededor del cuello. Lo bastante llamativa para saber que no había visto otra que la que llevaba la hermana que quería pasaje para Britania o Galia.

Podía ser cierto, pensó Fidelma. La cruz romana de Eisten resultaba muy llamativa en estas tierras. Pero decidió asegurarse.

—¿Curiosa? ¿En qué sentido?

—Es una cruz sin círculo.

—Ah, ¿queréis decir una cruz romana? —insistió Fidelma.

—No sé. Si vos decís que lo es… —replicó el hombre. Pero es grande y adornada con algunas joyas incrustadas que tienen un valor semejante al del rescate de un rey.

No resultaba sorprendente que el viejo marinero se equivocara y tomara las piedras semipreciosas por joyas de gran riqueza. La identificación, aunque poco sustancial, era suficiente para convencerla de lo que había dicho el hombre.

—Eso es todo, Midnat —dijo Mugrón despidiendo al marinero.

El viejo cocinero se tocó la frente con los nudillos como para saludar y se fue del camarote.

—¿Bien? —preguntó Mugrón—. ¿Os satisface este testimonio?

—No, en absoluto —contestó Fidelma con calma—. Porque todavía no me habéis explicado cómo sabéis el nombre de la desafortunada mujer.

Mugrón se encogió de hombros.

—Bueno, no hay mayor secreto en eso. Os he dicho que teníamos permiso de Salbach para anclar aquí y continuar nuestro embargo contra Brocc de Ros Ailithir.

Fidelma asintió con la cabeza.

—Cuando llegamos aquí hace algo más de una semana, seguimos las instrucciones del brehon de nuestro rey y fuimos directos a la fortaleza de Salbach en Cuan Dóir para pedirle permiso de anclar aquí.

—¿Y? —interrumpió Fidelma, que no entendía por dónde iba Mugrón.

—En Cuan Dóir me presentaron a sor Eisten. Cuando Midnat vino a describirme a esa hermana, con su extraño crucifijo, diciendo que era la misma hermana que buscaba pasaje, recordé el crucifijo y su nombre.

—¿Así que estáis seguro de que sor Eisten estaba en la fortaleza de Salbach hace una semana? —Fidelma estaba confusa por los interminables recodos que tenía el camino de esta investigación.

—Seguro. Cuan Dóir está en la siguiente bahía, no lejos de aquí. ¿Por qué os sorprende que estuviera allí?

Fidelma no tenía intención de contestar.

—Quisiera que hicierais una cosa, Mugrón —dijo al capitán del barco de guerra de Laigin—. Se trata de lo siguiente: Deseo que me acompañéis a la abadía y que me confirméis que el cuerpo de sor Eisten corresponde a la misma persona que la hermana que visteis en la fortaleza de Salbach. Quiero estar totalmente segura de ello.

Mugrón se mostraba dubitativo.

—Bueno, supongo que un viaje a la costa será mejor que quedarme sentado en este cubo zarandeado por las aguas. Sin embargo, sigo sin entender qué relevancia tiene la trágica muerte de esta joven con el asesinato de Dacán. Seguro que ése es un asunto mucho más importante para vos.

Percibió la mirada que le lanzaba Fidelma y luego alzó la mano para tranquilizarla.

—Si, sí, sor Fidelma. Os acompañaré, pero vos, como dálaigh, tenéis que asegurarme que no se me someterá a ninguna humillación por parte de los seguidores del abad Brocc.

—Eso os lo aseguro —afirmó Fidelma.

—Entonces de acuerdo.

—Hay otra cosa —dijo Fidelma adelantándose a Mugrón, que se preparaba para ponerse en pie.

—¿Qué es?

—Habéis dicho que os presentaron a sor Eisten. ¿Por qué?

—Fue mientras estábamos esperando la llegada de Salbach en el salón de fiestas; allí vi a esta joven religiosa. Me interesó la cruz que llevaba, pues no era como los crucifijos que llevan los religiosos de aquí. Haría un buen negocio con una cruz así en Laigin.

—Es cierto —admitió Fidelma—. El crucifijo fue obtenido por sor Eisten en Belén, cuando fue en peregrinaje hasta el santo lugar de nacimiento de Cristo.

—Eso exactamente es lo que me dijo en aquel momento —admitió el capitán—. Me comentó que todo el mundo se lo preguntaba. Pedí a la compañera de sor Eisten que me presentara para que viera que era de confianza. Sin embargo, la hermana tenía la cruz en demasiada valía para querer comerciar con ella.

—¿Quién os presentó? —preguntó Fidelma frunciendo el ceño—. Por lo que decís, conocíais a la compañera de sor Eisten.

Mugrón era sincero.

—Oh, sí. Claro que la conocía. La conocí cuando visité Fearna al servicio del viejo rey. Y ella me reconoció. Me sorprendió que una señora de Laigin se encontrara en la fortaleza del jefe de los Corco Loígde, en particular cuando la señora no era otra que la exmujer de Dacán.

De todas las cosas sorprendentes que Fidelma había escuchado durante la investigación del caso en Ros Ailithir, esta afirmación de Mugrón fue la más chocante para ella.

—¿La exmujer del venerable Dacán? —repitió lentamente, casi sin creer lo que Mugrón había dicho—. ¿Estáis realmente seguro de eso?

—Por supuesto que lo estoy. Yo sabía que Dacán había estado casado. Fue hace catorce años, pero yo la recordaba. Una joven atractiva. No estuvieron mucho juntos, pues él se divorció para seguir con su carrera religiosa. Yo pensaba que se había ido a Cealla.

—¿Y quién era esta esposa de Dacán? —preguntó Fidelma—. ¿Tiene nombre?

—Por supuesto. Se llama Grella.