5
Madame Wu se despertó del sueño más profundo que había tenido en su vida. Era de día, y había dormido la noche entera de un tirón. No recordaba cuándo era la última vez que le había pasado eso. La vela nueva que Ying había dejado en la mesita la noche anterior tenía aún la mecha blanca.
Su primera impresión fue de descanso completo. El cansancio había desaparecido de su cuerpo y de su alma. Pero la sensación de alivio tenía, además, algo que le resultaba familiar. Obligó a su mente a reflexionar sobre su intensa vida y encontró el recuerdo. Así era como se sentía después del nacimiento de sus hijos. En cada ocasión, había notado la carga de su interior cada vez más pesada a lo largo de los diez meses lunares, más cercana, más invasora, hasta llegar a un punto en que lo único que le había posibilitado mantener la compostura habitual en ella era el meticuloso autocontrol que tenía de sí misma. Entonces llegaba el alumbramiento. Un instante que para ella no significaba tanto el nacimiento como la reivindicación de su propio cuerpo. Su primer pensamiento cuando el dolor se acababa de repente y cuando oía el agudo llanto del hijo que se separaba de ella, siempre había sido el de haber recuperado la libertad. Tan pronto como le acercaban el niño, aseado y vestido, empezaba a quererlo por lo que era, pero nunca por ser parte de ella. De hecho, nunca había deseado sentirse dividida. Lo único que deseaba era volver a sentirse íntegra.
Y aquella mañana tenía esa misma sensación de integridad, pero más profunda y más completa. Había cumplido todos sus deberes. A nadie en aquella casa le faltaba nada que necesitara.
… Se acordó entonces de su hijo Fengmo. ¡No sería completamente libre hasta que estuviera casado!
Se levantó pensando en eso y calzó sus pequeños y finos pies en las zapatillas de seda negra bordada que Ying dejaba siempre en el banco largo que había junto a la cama. Los pies de madame Wu eran un poco más finos de lo que podrían haber sido por naturaleza. Y se debía a que mucho tiempo atrás, a los cinco años de edad, su madre había empezado a vendárselos. En aquella época, su padre viajaba por países extranjeros acompañando al príncipe Li Hung Chang. Ella miraba las fotografías de su padre en aquellos países exóticos, y su criada le hablaba sobre su sabiduría y su bondad. Su madre hablaba también a menudo de él, pero siempre para corregir alguna rebelión de su hija.
—¿Qué te diría ahora tu padre? —le preguntaba muchas veces.
La pequeña no podía responder porque no lo sabía y por ello acababa siempre cediendo en sus brotes de rebeldía. Un día que su madre reclamó su presencia, la niña vio los largos vendajes blancos de algodón y se echó a llorar. Había visto lo que le había sucedido a su hermana mayor, esa hermana que antes corría y jugaba alegremente y que ahora se pasaba el día sentada en silencio y bordando, incapaz siquiera de mantenerse firme sobre sus doloridos pies vendados.
La mujer miró con severidad a su segunda hija.
—¿Qué diría tu padre si llegara a casa y te encontrara con los pies grandes como los de la esposa de un campesino? —le preguntó.
Los sollozos de la niña se convirtieron en un gemido, y se dejó vendar los pies.
Madame Wu seguía recordando aquel mes de agonía. Entonces recibieron una carta anunciando el regreso de su padre. Soportó medio mes más, por el bien de su padre. A su llegada a casa, se obligó a acercarse a él caminando con sus piececitos. ¿Qué alegría podía semejarse a la alegría que sintió a continuación? Antes de que le diese tiempo a verle la cara o llamarlo, el hombre lanzó un grito agudo y la levantó en brazos.
—¡Quitad inmediatamente estos vendajes de los pies de la niña! —ordenó.
Se produjo un alboroto y muchos gritos de protesta. Ella nunca fue capaz de recordar ni una sola palabra de aquella batalla entre adultos, pero jamás olvidaría el tumulto. Su madre gritaba, su abuela chillaba enfadada, e incluso su abuelo voceó también. Pero su padre se sentó con ella en las rodillas, y con sus propias manos le quitó los vendajes y le liberó los pies. Aún se acordaba del dolor, de la alegría de los pies liberados. Su padre los cogió entre sus manos, primero uno y luego el otro, y los frotó con delicadeza para restablecer en ellos la circulación de la sangre, y la llegada de la sangre a las venas comprimidas fue primero una agonía y luego una felicidad.
—Nunca… jamás —murmuró el hombre.
Ella se había aferrado a él llorando.
—¡Y si no hubieses vuelto a casa! —Sollozó con la cabeza escondida en su pecho. Su padre había llegado a tiempo de salvarla. En pocos meses podría volver a correr. Pero para los pies de su hermana ya era demasiado tarde. Los huesos estaban destrozados.
Después de aquello, en la casa todo fueron peleas. Su padre había aprendido nuevas formas de vida en nuevos países, e insistió en que la enseñaran a leer. Cuando tres años después falleció a finales de verano a causa de un ataque repentino de cólera, era ya demasiado tarde para vendarle de nuevo los pies a la niña y demasiado tarde también para la ignorancia, pues ya había aprendido a leer. Se le permitió incluso seguir con sus lecturas porque estaba ya prometida, y al Viejo Caballero le gustaba que supiese leer y no tuviese los pies vendados.
—Somos muy afortunados —dijo su madre— por haber encontrado una familia rica tan indulgente.
Y cuando en aquel momento deslizó sus finos pies en el interior de las zapatillas, recordó a su padre. Volvía a sentir en su interior algo de aquella alegría de libertad. Sonrió, y en ese momento entró Ying, que la sorprendió sonriendo.
—Ama —la reprendió—. ¡Qué feliz se la ve esta mañana! —La miró y, por mucho que pretendió guardar la compostura, no pudo evitar sonreír también—: Parece una niña traviesa.
—No intentes comprenderme, buena alma —dijo alegremente madame Wu—. ¿Por qué molestarte? Sigamos siendo como siempre hemos sido. Dime, ¿hace buen día?
—Como si no hubiese llovido.
—Entonces vísteme para ir de visita. Saldré a ver a madame Kang en cuanto desayune. Tengo un asunto que tratar con ella. ¿Qué opinas de su Linyi para nuestro Fengmo?
—Dos nudos de la misma cuerda —respondió Ying reflexionando sobre ello—. Creo, ama, que es mejor repetir una cosa buena que una mala. Nuestro joven primer señor está feliz con la hija mayor de los Kang. Pero nuestro segundo señor pegó anoche a su esposa.
—¿Que Tsemo pegó a Rulan? —exclamó.
—La oí llorar. Sería porque él le pegó.
Madame Wu suspiró.
—¿Es que nunca conseguiremos la paz bajo este techo?
Desayunó rápidamente, se puso en pie y se dirigió a las estancias de Tsemo. Pero Tsemo se había levantado incluso más temprano que ella y se había ido ya. Rulan continuaba en cama, durmiendo, según la criada. A madame Wu jamás se le ocurriría preguntar a una criada por qué su hijo había pegado a su esposa, de modo que le dijo:
—Dile a mi hijo que quiero verlo esta noche.
Siguió entonces con su recorrido habitual de cada día para inspeccionar las cocinas y los patios de la familia, y cuando hubo examinado las distintas partes de la casa, después de elogiar aquí y corregir allí, regresó a sus estancias.
Dos horas después cruzaba la puerta de la mansión. Hacía unos dos años que el señor Wu había comprado un automóvil extranjero, pero las calles eran tan estrechas que a madame Wu no le gustaba utilizarlo. Le desagradaba ver a la gente común aplastándose contra las paredes de las casas mientras el cochazo se abría paso por las callejas. Por otro lado, tampoco le agradaba la accesibilidad del rickshaw que le había regalado el señor Wu. Lo que más seguía gustándole era la intimidad del anticuado palanquín que en su día había formado parte de su mobiliario de boda. De modo que le dijo a Ying que la siguiese en el rickshaw. Uno de los cuatro porteadores levantó la cortina, madame Wu entró, se acomodó en la silla y el porteador volvió a soltar la cortina. La ventanita que se abría en la tela le bastaba para ver lo que pudiera interesarle de las calles sin ser vista.
De ese modo, transportada por las abarrotadas calles por los cuatro porteadores, tenía la sensación de no hacer daño a nadie. Su peso era muy ligero para los cuatro hombres y el palanquín era tan estrecho que no se requería empujar a nadie para abrirse paso. Más aún, le gustaba el respetuoso grito del porteador en cabeza cuando quería apartar a los que se interponían en su camino, «¡Os pido prestada vuestra luz! ¡Os pido prestada vuestra luz!», pues los ricos debían ser respetuosos con los pobres, y los de clase elevada, con los de clase baja. Madame Wu nunca había soportado la opresión de ningún tipo. Desde que era la dueña y señora de la casa de los Wu, jamás se había pegado a un esclavo ni ofendido a un criado. Pese a que a veces resultaba necesario despedir a un sirviente desleal o incapaz, nunca se hacía aduciendo esos motivos sino otros, de modo que, aunque él supiese que eran falsos, le suponía un consuelo frente a sus compañeros. Y por eso se sentía tan mal pensando en lo que Ying le había explicado…, que Tsemo había pegado a Rulan.
«No me lo creeré hasta que le haya pedido que me cuente la verdad». Y alejó ese pensamiento de su cabeza.
La distancia entre las casas de los Wu y los Kang no era corta; de hecho, era preciso atravesar casi toda la ciudad. Pero madame Wu no tenía prisa. Aprovechó para disfrutar del sol que caía sobre las calles aún húmedas por la lluvia de la noche. Los suelos adoquinados lucían lavados y limpios y la gente parecía alegrarse de la luminosidad del cielo. Los mercados estaban muy concurridos y los campesinos llenaban ya las calles de la ciudad cargados con sus sacas con coles frescas, sus cestas de huevos y sus fardos de forraje. La visión de todo aquel trajín siempre tranquilizaba a madame Wu. En la ciudad, la familia Wu no era más que una casa. Resultaba agradable pensar que existían todos aquellos hombres y mujeres que vivían juntos y criaban a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Y en el país había muchas ciudades más, y en el mundo muchos países más donde diferentes tipos de hombres y mujeres vivían la misma vida. Le gustaba sumergirse en esos pensamientos. Su vida, entonces, cobraba la proporción adecuada. ¿Qué era una pena entre tantas otras penas o una alegría en un mundo de tantas alegrías?
El palanquín llegó a la puerta de la casa de los Kang en menos de una hora. Naturalmente, Ying había enviado un criado con antelación para notificar la visita de madame Wu y estaban ya aguardándola. Las verjas lacadas en rojo se abrieron enseguida y apareció un criado que esperaba su llegada. Ying salió precipitadamente de su rickshaw para ayudar a su ama a bajar de la silla. Llevaba bajo el brazo el pequeño neceser de viaje de su señora, por si acaso deseaba arreglarse el pelo o repasarse la cara con polvos.
Cruzaron la verja, y antes de llegar al primer patio, madame Kang apareció en persona para recibir a su amiga. Las dos damas unieron las manos.
—¡Me siento feliz de verte, hermana! —exclamó con pasión madame Kang. Estaba ansiosa por escuchar de boca de madame Wu todo lo sucedido. Gracias a las idas y venidas de los criados de las dos casas, sabía que su amiga había llevado a cabo su plan. Sabía incluso que la noche anterior Ch’iuming había ocupado las estancias del señor Wu.
—Vengo a hablar de muchas cosas, hermana. Pero he llegado demasiado pronto…, te interrumpo.
—¿Cómo puedes decir eso? —replicó. Inspecciono el rostro fresco y encantador de su amiga. No estaba alterado en lo más mínimo. Los ojos tranquilos, la boca serena y exquisita, la piel perlada; todo, en su mejor estado—. Qué bonita que estás siempre —dijo con ternura, consciente, aunque sin sentirse mal por ello, de que ella ni siquiera se había peinado todavía.
—Me levanto temprano. Ahora entremos, y esperaré mientras te peinas.
—No te preocupes por mi pelo —repuso enseguida—. Me lo peinaré por la tarde. Las mañanas siempre pasan muy rápido.
Miró a su alrededor y se echó a reír, pues detrás de ella acababa de aparecer una docena de chiquillos como surgidos de la nada. Hijos y nietos mezclados. Se inclino y cogió al más pequeño de todos, que aún no caminaba pero que, rozando el suelo con las puntas de los pies, se balanceaba sobre un trapo de algodón pasado por la entrepierna que sujetaba por los extremos una joven esclava. Pese a ir vestido con una chaquetilla de seda, el niño estaba sin asear y bastante sucio, pero madame Kang lo olisqueó igualmente con amor, como si estuviese recién salido de la bañera, y lo abrazó con todas sus fuerzas.
Las dos amigas entraron en la casa, atravesaron dos patios y llegaron finalmente al patio de madame Kang. Ésta depositó en el suelo el niño que había transportado en brazos todo el trayecto y agitó sus dos gordezuelas manos en dirección a los pequeños y a las jóvenes esclavas que las habían seguido.
—¡Largaos! —les gritó enérgicamente. Entonces, viendo la tristeza de sus rostros, se introdujo la mano en la chaqueta y sacó de ella un puñado de calderilla que depositó en la mano de la mayor de las esclavas—. Ve y compra cacahuetes para todos —le ordenó—. ¡Con cáscara! —le indicó a la impaciente chica—. ¡Para que tarden más en comerlos! —Rió con su risa arrolladora al ver a los niños correteando hacia la calle. Luego volvió a coger la mano de madame Wu, la guió hacia su habitación y cerró la puerta—: Ya estamos solas. —Se sentó tan pronto su amiga hubo tomado asiento y se inclinó hacia delante, con las manos apoyadas en las rodillas—: Cuéntamelo todo.
Pero madame Wu la miró. Sus ojos mostraban una mezcla de inexpresividad y sorpresa.
—Resulta extraño —dijo después de un segundo de pausa—, pero siento que no hay nada que contar.
—¿Cómo es posible? —exclamó madame Kang—. Tengo más preguntas que huevos puede tener una gallina. La chica… ¿Cómo es?… ¿Te gustó? ¿Le gustó a él?
—Me gusta —afirmó. En cuanto su amiga hizo una pausa, se dio cuenta de que esa mañana había estado evitando expresamente pensar en Ch’iuming y el señor Wu. ¿Le habría gustado a él? Se obligó a continuar sin responder a aquella pregunta que empezaba a envolver su corazón como una serpiente—. Le he dado un nombre… Ch’iuming. No es más que una chica corriente pero buena. Estoy segura de que le gustará. Gustará a todo el mundo porque no tiene nada que no pueda agradar. Nadie en la casa sentirá celos de ella.
—¡Cielos! —exclamó maravillada—. ¡Y dices todo eso como si acabaras de contratar un ama de cría nueva para un nieto! Cuando mi padre tomó una concubina, mi madre lloró e intentó ahorcarse, y nosotros teníamos que verla día y noche, y cuando tomó una segunda concubina, la primera se tragó sus pendientes, y así siguió la cosa hasta que tuvo la quinta, que fue con la que terminó. Todas se odiaban entre sí y peleaban por él. —Soltó una de sus características carcajadas—: Siempre andaban persiguiendo sus zapatos…, pues él los dejaba en la habitación de la que tenía pensado visitar por la noche. Entonces aparecía otra y los robaba. Al final, para lograr la paz en casa, mi padre decidió dividir su tiempo por igual con cada una de ellas.
—Esas concubinas debían de ser tontas —dijo con calma madame Wu—. No me refiero a tu madre, Meichen. Por supuesto, es natural que ella pensara en el corazón de ese hombre. ¡Pero las concubinas!
—Nunca ha habido una mujer como tú, Ailien —declaró con orgullo madame Kang—. Cuéntame al menos, ¿pudiste dormir anoche?
—Anoche dormí muy bien porque oía la lluvia sobre el tejado.
—¡Oh, sí, la lluvia sobre el tejado! —exclamó, y le dio tal ataque de risa que tuvo incluso que secarse las lágrimas con las mangas.
Madame Wu esperó, sonriendo, a que las risas terminaran. Después habló muy seria.
—Tengo un tema que discutir contigo, Meichen.
Madame Kang se ponía muy seria siempre que oía a su amiga emplear aquel tono de voz.
—Ya no reiré más. ¿De qué se trata?
—Ya conoces a mi hijo Fengmo. ¿Crees que debería enviarlo a estudiar fuera? —Era una pregunta muy astuta. Si su amiga respondía que no era necesario, le pediría enseguida a Linyi. Por otro lado, si…
—Eso depende de lo que el chico quiera hacer —respondió. Su cara redonda estaba muy seria.
—Nunca me ha dejado entrever lo que quiere. Hasta ahora se ha limitado a ir creciendo. Pero a partir de los diecisiete, una madre tiene que vigilar a los hijos.
—Naturalmente —coincidió madame Kang. Frunció los labios y pensó en Fengmo, con su cuerpo afilado y su orgullosa cabeza.
—De acuerdo —dijo con franqueza madame Wu—, ¿por qué no decirte la verdad? Había pensado en unir de nuevo nuestra sangre en el mismo río. Fengmo y Linyi… ¿Qué opinas?
Madame Kang dio dos palmadas.
—¡Estupendo! —gritó. Pero luego dejó caer las manos—. El caso es que Linyi… —empezó, apesadumbrada—. Una cosa es que yo diga estupendo. Pero ¿cómo saber lo que opinará ella?
—Nunca deberías haberle permitido estudiar en una escuela extranjera. Ya te lo dije en su momento.
—Tenías razón —admitió con tristeza madame Kang—. Ahora no encuentra nada que esté bien en casa. Se queja de todo. Se pelea con su padre cuando escupe en el suelo, el pobre. Quiere que pongamos recipientes para escupir. Pero los pequeños cogen los recipientes y los rompen. Y Linyi se enfada porque quiere que los pequeños vistan con el culito tapado. Pero con trece nietos bajo este techo que aún no saben aguantarse el pipí, ¿cómo podemos taparlos a todos? Nuestros antepasados nos enseñaron la sabiduría que esconden los pantalones con el trasero al aire. ¿Crees que debemos despreciar su sabiduría? En estos momentos tenemos ya tres criadas responsables de la lavandería.
—En nuestra casa no tendría problemas con ningún niño pequeño excepto los nuestros —dijo madame Wu—. Y cuando se trata de los suyos, la mujer aprende a ser sabia.
Era demasiado amable como para contarle a madame Kang que en lo que a ese asunto se refería, comprendía secretamente a Linyi. Las nodrizas y las criadas de aquella casa estaban continuamente sujetando a los pequeños para que hiciesen sus necesidades en el suelo, hasta el punto de que ya no sabías ni dónde pisar. Madame Wu nunca había permitido en su casa costumbres tan descuidadas como ésas. Las sirvientas siempre habían tenido la orden de llevar a los pequeños a hacer las necesidades a determinados rincones o detrás de los árboles.
Madame Kang miró a su amiga sin convicción.
—Me alegraría que te quedases con Linyi. Necesita casarse y tener la cabeza ocupada. Pero te quiero demasiado para no contarte sus fallos. Me da la sensación de que, aunque estuviera dispuesta a casarse con Fengmo, le exigiría estudios extranjeros. Le parecería vergonzoso que él no hablara ninguna lengua extranjera.
—¿Y con quién la hablaría? ¿Acaso se sentarían los dos a charlar entre ellos en otra lengua? Sería una tontería.
—A buen seguro —coincidió madame Kang—. Pero ya sabes que con las jóvenes de hoy en día lo de charlar en idiomas extranjeros es una cuestión de orgullo.
Las dos damas se miraron pensativas. Luego madame Wu dijo claramente:
—Si Linyi no se siente satisfecha con Fengmo tal y como es, dejaré correr el asunto. La guerra está en el aire, y no permitiré que mis hijos se desplacen a ninguna ciudad costera. Aquí, al ser provincias alejadas del mar, estamos a salvo.
—¡Espera! —gritó de repente madame Kang—. Ya lo tengo. En la ciudad hay un sacerdote extranjero. ¿Por qué no lo contratas como tutor de Fengmo? Así, cuando yo hable con Linyi, puedo explicarle que Fengmo está estudiando otros idiomas.
—¿Un hombre extranjero? —repitió con reservas madame Wu—. ¿Y cómo podríamos hacerlo para que viniese a casa? ¿No supondría una molestia? He oído decir que los occidentales son muy lujuriosos e impetuosos.
—Éste es sacerdote. Está más allá de esos pensamientos.
Madame Wu se planteó concienzudamente el asunto.
—Bien —dijo por fin—, si Linyi insistiese en eso, sería mejor que enviar a Fengmo a estudiar fuera.
—Eso es.
Madame Wu se levantó.
—¿Y si Fengmo no quiere? —preguntó madame Kang.
—Querrá, porque elegiré el momento adecuado. Con el hombre, joven o viejo, lo importante es elegir el buen momento.
—Qué bien lo sabes —murmuró.
Una vez en pie, las dos damas se dieron la mano y salieron de la habitación. En el patio estaba el té servido junto con unos pasteles.
—¿Te quedas a tomar algo, hermana? —pregunto madame Kang.
Pero madame Wu negó con la cabeza.
—Si me perdonas la descortesía, regresaré a casa. Puede que hoy sea el momento adecuado para hablar con Fengmo.
No le apetecía explicar, ni siquiera a su amiga, que cabía la posibilidad de que Fengmo estuviera inquieto por haber visto a Ch’iuming antes de que ésta hiciese su entrada en los aposentos del señor Wu. Se despidió y dejó algo de dinero a modo de regalo para la criada que había preparado el té. Ying llegó procedente de las habitaciones de los sirvientes, donde había estado chismorreando, y juntas regresaron a casa.
Pero la primera persona a la que vio a su llegada no fue Fengmo sino la extranjera, la Pequeña Hermana Hsia. E igual que todos los criados de todas las casas de la ciudad sabían lo que sucedía en la casa de los Wu y en la casa de los Kang, que eran las dos grandes familias del lugar, madame Wu sabía que el cocinero de la Pequeña Hermana Hsia se habría enterado también de la noticia y se la habría contado a la mujer.
La inglesa estaba cruzando el patio principal cuando la vio. Se detuvo y exclamó:
—Oh, madame Wu, acabo de enterarme… No puede ser verdad.
—Pase —dijo ella con amabilidad—. ¿No hace un día precioso? No es frecuente que la atmósfera esté tan limpia en esta estación. Nos sentaremos fuera, y Ying nos traerá alguna cosa para comer. Debe de ser casi mediodía. —La guió por el patio principal en dirección al suyo—: Siéntese, por favor. Tengo que ir un momento a mis habitaciones. Pero descanse. Disfrute de la mañana.
Sonriendo y saludando con elegancia, se retiró a sus habitaciones. Ying la siguió malhumorada.
—Debe de ser que volveremos a tener lluvia —murmuró—. Los demonios están ahí fuera.
—Calla —dijo madame Wu. Pero sonrió mientras se sentaba frente al espejo. Colocó en su lugar un mechón de cabello desplazado, se dio unos toques de polvos en las mejillas, cambió los sencillos pendientes de oro por unos de jade en forma de flor. Se lavó y se perfumó las manos y volvió a salir.
El pálido rostro de la Pequeña Hermana Hsia lucía una mueca de simpatía. Se levantó de la silla con la torpe rapidez que tenía por costumbre.
—¡Oh, buena amiga! —dijo suspirando—. ¡Qué dura prueba le ha caído encima! Jamás soñé… El señor Wu parecía tan distinto a los demás hombres… Siempre había pensado…
—Me alegro mucho de que haya venido esta mañana —declaró con su cálida sonrisa—. Podrá ayudarme.
Estaban sentadas. La inglesa se inclinó de aquella manera tan intensa en que solía hacerlo, con las manos unidas.
—Lo que sea —murmuró—. ¡Lo que sea! Querida madame Wu, a veces el Señor castiga a los que ama…
La dama abrió los ojos de par en par.
—¿Le apetece predicar el evangelio esta mañana, Pequeña Hermana? —preguntó—. De ser así, dejaré para otro momento lo que iba a decir.
—Sólo para consolarla, sólo para ayudarla.
—Pero si estoy muy bien —dijo sorprendida.
—He oído decir, pensaba… —titubeó, perpleja.
—No debe hacer caso a los chismorreos de los criados —dijo madame Wu amablemente—. Siempre desean ser portadores de noticias emocionantes. Si por ellos fuese, estaríamos todos enfermos hoy, muertos mañana y en pie de nuevo al tercer día.
La Pequeña Hermana Hsia la miró con atención. ¿Sería un chiste aquello? Decidió no enfadarse.
—¿Entonces no es verdad? —preguntó.
—No sé lo que es verdad y lo que no es verdad. Pero le aseguro que en esta casa no sucede nada sin mi conocimiento y mi permiso. —Sintió lástima por el leve rubor que moteó la pálida cara extranjera que tenía enfrente—: Es usted siempre tan amable… —dijo con gentileza—. ¿Me ayudará?
La Pequeña Hermana Hsia movió afirmativamente la cabeza. Bajó las manos. En sus labios y sus ojos había una sombra de desilusión.
Madame Wu se acarició sus bellos labios con su pañuelo de seda perfumado.
—Tengo la sensación de que mi tercer hijo necesita más educación —dijo con su delicada voz, una voz cuya amabilidad siempre parecía poner distancia entre ella y la persona a quien se dirigía—. He decidido, por lo tanto, que un extranjero adecuado le enseñe a hablar un idioma extranjero y a leer libros extranjeros. Al fin y al cabo, lo que bastaba para nuestros antepasados ya no basta hoy para nosotros. Los mares han dejado de dividir a los pueblos, y el cielo ha dejado de ser nuestro exclusivo dosel. ¿Podría usted decirme si hay en la ciudad algún occidental a quien pueda invitar a enseñar a Fengmo?
La Pequeña Hermana Hsia se quedó tan sorprendida ante una solicitud que nada tenía que ver con lo que había oído comentar, que durante un momento permaneció sin habla.
—He sabido que hay un sacerdote forastero —continuó madame Wu—. ¿Puede contarme alguna cosa sobre él?
—¿Sacerdote? —murmuró.
—Eso me han dicho.
La hermana parecía dudar.
—Si es el que creo que insinúa, no creo que lo quiera para su hijo.
—¿No es cultivado?
—¿Y qué es la sabiduría del hombre, querida amiga? —preguntó la inglesa—. ¡Es igual de bueno que un ateo!
—¿Por qué lo dice?
—No creo que sea un verdadero creyente —respondió muy seria.
—A lo mejor es que tiene su propia religión.
—Sólo existe una religión verdadera —afirmó de forma concluyente la mujer.
Madame Wu sonrió.
—¿Le pedirá que venga a verme? —preguntó.
Le sorprendió ver que un rubor pasajero iluminaba el sencillo rostro que había frente a ella.
—No está casado —explicó la Pequeña Hermana Hsia—. No sé qué pensaría si yo fuera a visitarlo.
Madame Wu extendió una mano y rozó los huesudos dedos que descansaban en el regazo de la hermana.
—Nadie pondría en duda su virtud —aseguró.
La amabilidad deshizo la timidez de la extranjera.
—Querida madame Wu. Haría cualquier cosa por ayudarla.
La intensidad se apoderó de nuevo de su voz, pero madame Wu la pasó por alto con elegancia. Por encima de todo, sentía aversión por la ansiedad.
—Es usted buena. —Dio una palmada, y Ying hizo su aparición con la bandeja de té y dulces.
Madame Wu estuvo media hora ocupada con eso. A continuación tomó los pasos necesarios para ayudar a su invitada a despedirse.
—Y bien —dijo con sus suaves modales—, ¿le gustaría rezar una oración antes de irse?
—Me encantaría —contestó la Pequeña Hermana Hsia.
Cerró entonces los ojos, inclinó la cabeza y su voz inició su ferviente discurso hacia un personaje invisible. Madame Wu permaneció sentada en elegante silencio mientras todo aquello sucedía. No cerró los ojos. Pero observó el rostro de la inglesa con la comprensión de sus antepasados. ¡Qué vacía estaba aquella persona, tan sola, tan lejos de casa! Había cruzado el mar para hacer buenas obras. Todos la conocían por la reunión semanal que celebraba para enseñar a coser a las pedigüeñas. Todos sabían que vivía pobremente y que daba casi todo lo que tenía. ¡Pero qué sola estaría la mujer que moraba en el seno de aquella pobre criatura!
En las profundidades del corazón de madame Wu se agitó un intenso cariño. La Pequeña Hermana Hsia era ignorante, por supuesto, y no había que hacerle caso, pero era buena y estaba sola.
Cuando la mujer abrió los ojos, se sorprendió al ver el amor que desprendía la preciosa mirada de madame Wu. Pensó durante un momento que su oración había sido respondida como por un milagro. ¿Y si Dios había llegado por fin al corazón de aquella pagana?
Pero madame Wu se levantó y la despidió con un movimiento firme.
—¿Me enviará pronto al sacerdote? —preguntó, convirtiendo la pregunta en una orden.
En contra de su voluntad, la Pequeña Hermana Hsia se encontró respondiéndole que lo haría.
—¿Cómo podré pagarle? —dijo cortésmente madame Wu—. Al menos, Pequeña Hermana, permítame decirle lo siguiente. A cambio de su amabilidad por ayudarme a encontrar un maestro para mi tercer hijo, rece por mí siempre que lo desee, por favor. —Y así despidió a su visita.
Madame Wu no pudo olvidar durante todo aquel día las palabras de Ying: que por la noche había oído llorar a Rulan. Pero había aprendido tiempo atrás que los asuntos de la gran casa tenían que gestionarse de uno en uno y en orden. Ese orden se establecía primero en su cabeza. Había intentado ver a Tsemo y el Cielo se lo había impedido. Eso significaba, por lo tanto, que el momento no estaba todavía maduro. Y sabía que mientras reflexionaba sobre los asuntos mayores, podía dedicarse a los menores.
Mandó llamar al cocinero para que se presentara con las cuentas mensuales, que tenía que haberle entregado dos días antes pero que había retenido al intuir la confusión que reinaba en la casa. Madame Wu las repasó y comentó lo elevado del precio del forraje que se utilizaba como combustible.
Ying procuraba estar siempre presente cuando se revisaban las cuentas, pues creía que su marido, pese a ser el mejor cocinero que se podía encontrar, no era listo para nada más. Cuando su señora empezó a hablar del forraje, supo al instante que alguien de la servidumbre había informado del asunto, y se imaginó que sería aquella criada de mediana edad que en su día abordó a su esposo ofreciéndole su amor. Pero él sabía que debía guardarse muy bien de mirar a otras mujeres, y ahora la sirvienta estaba amargada y no sabía cómo encontrarles una falta a Ying y al cocinero.
Madame Wu mencionó lo del combustible y Ying le gritó a su marido:
—¡Lo ves, burro, ya te dije que no lo compraras en el mercado de la puerta oriental! ¡Allí todo es más caro!
—No deberíamos comprar forraje tan pronto —dijo madame Wu—. El de nuestras tierras tendría que bastar hasta el octavo mes, cuando pueda cortarse la hierba nueva.
—El administrador ha decidido labrar parte de las tierras donde crecía la hierba —replicó el cocinero.
Madame Wu sabía que no era necesario prolongar más el tema. Aceptó su excusa, pues la reprimenda ya estaba dada, cerró los libros de cuentas y se los devolvió. Entonces se acercó a la caja del dinero y sacó de la misma la cantidad que se debía del mes anterior y el dinero en metálico suficiente para el próximo mes. La familia ascendía casi a sesenta personas, incluyendo todas las bocas, y la cantidad nunca era pequeña.
El criado responsable de la ropa y las reparaciones fue el siguiente, y llegó acompañado por las dos costureras. Madame Wu acordó con ellos la ropa de verano necesaria para los miembros del servicio y para la familia, los cambios de ropa de cama y otros temas relacionados. Una vez que hubo terminado con ellos, pasaron los carpinteros para estimar los costes de la reparación de los tejados con goteras y de la construcción de una nueva dependencia exterior para almacén.
Madame Wu prestó toda su atención a esos asuntos. Tenía el talento de hacerlo todo con los cinco sentidos y de saber dedicarse de forma exclusiva a las cosas. Solucionado un asunto, su cabeza pasaba por completo al siguiente. Así que durante aquella jornada fue aceptando una tarea tras otra. Sólo cuando empezó a anochecer y hubo finalizado con todos los temas de la casa, volvió a ocuparse de sus pensamientos. Y estaban concentrados en Fengmo.
«Hoy he ido muy lejos en cuanto a la decisión de su vida», pensó. Seguía todavía en la gran silla situada junto a la mesa de la biblioteca en la que había pasado el día trabajando. Pese a que tenía más clara que nunca la decisión de que debía casarlo con Linyi, era justo que hablara con él y le permitiera primero cierta libertad para poder rebelarse. Llamó a Ying, que estaba en la habitación contigua preparando la cama para la noche.
—Ve y dile a Fengmo que se presente aquí. —Se quedó dudando mientras Ying aguardaba—: Y cuando hayas llamado a mi hijo —continuó—, invita a la Segunda Dama a asistir esta noche a la cena familiar.
Ying frunció la boca y desapareció; madame Wu permaneció sentada, se llevó el pulgar y el índice a los labios, e inició la espera. A aquellas horas, casi la de cenar, Fengmo estaría en su habitación. Si el chico encajaba bien su decisión, ella cenaría con la familia en vez de sola, como había hecho los últimos días. Había llegado el momento de salir y ocupar de nuevo su lugar entre ellos.
En cuestión de minutos oyó los pasos del muchacho. Conocía los pasos de cada uno de sus hijos. Los de Liangmo eran lentos y firmes, los de Tsemo, rápidos e irregulares, y Yenmo iba corriendo por todas partes. Pero Fengmo caminaba marcando un ritmo, tres pasos siempre más rápidos que el cuarto. Apareció en la puerta de la biblioteca, vestido con su uniforme escolar de color azul oscuro. Llevaba en la cabeza una gorra con visera de la misma tela, y en la gorra, una banda con el nombre de su escuela, la Escuela de Enseñanza Media de la Reconstrucción Nacional.
Madame Wu sonrió a su hijo y le indicó con un gesto que pasara.
—¿Qué significa eso de la «reconstrucción nacional»? —le preguntó bromeando.
—No es más que un nombre, madre. —Tomó asiento en una silla, se quitó la gorra y la giró como una rueda entre los dedos de las dos manos.
—¿No significa nada para ti?
—Naturalmente, todos queremos la reconstrucción nacional.
—¿Sin saber lo que significa? —inquirió ella, continuando con el mismo tono bromista.
Fengmo se echó a reír.
—En estos momentos tengo dificultades con el álgebra. A lo mejor cuando haya superado eso, comprenderé mejor la reconstrucción nacional.
—Álgebra —murmuró pensativa madame Wu—. Varios de esos estudios se descubrieron en la India y luego se abrieron camino hacia Europa.
Fengmo pareció sorprendido. Nunca se había imaginado que su madre conociese cosas de libros; ella lo sabía y le gustó sorprenderlo.
—Te veo pálido —dijo de repente—. ¿Estás tomándote tu tónico de polvo de cuerno de ciervo?
—Sabe peor que el pescado podrido.
Madame Wu le ofreció una de sus bellas sonrisas.
—Entonces no lo tomes —repuso tranquilamente—. ¿Por qué tomar lo que no gusta?
—Gracias, madre —contestó, otra vez sorprendido.
Madame Wu se inclinó hacia delante y sus manos cayeron unidas sobre su regazo.
—Fengmo, es hora de que hablemos sobre tu vida.
—¿Mi vida? —Él levantó la vista y dejó de darle vueltas a la gorra.
—Sí, tu vida. Tu padre y yo ya lo hemos discutido.
—Madre, no creo que vaya a consentir que elijas una esposa por mí —dijo acaloradamente.
—Por supuesto que no lo haré —afirmó enseguida—. Todo lo que puedo hacer es darte determinados nombres y preguntarte si te gustaría alguna de ellas, he tenido en cuenta tus gustos, por supuesto, así como la posición de la familia. He rechazado cualquier idea al respecto de chicas como la segunda hija de la familia Chen, que ha sido criada a la antigua.
—Nunca estaría con una chica así —declaró Fengmo.
—Por supuesto que no. Pero hay otra dificultad —continuó con su habitual calma—. Las muchachas de hoy en día son también muy exigentes. No es como cuando yo era joven. Yo dejé todas estas cosas en manos de mi madre y de mi tío, que ocupó el lugar de mi padre fallecido. Pero ahora las chicas…, las del tipo que querrías tú, Fengmo, no quieren un chico que no sepa hablar en un idioma extranjero como mínimo.
—En la escuela estudio algo de inglés —dijo él con arrogancia.
—Pero no lo hablas muy bien —replicó—. Yo no conozco ese idioma, pero te oigo tartamudear y veo que te interrumpes cuando emites esos sonidos. No te culpo le ello, pero es así.
—¿Qué chica no me querría? —preguntó Fengmo enfadado.
Madame Wu avanzó hacia su objetivo sin hacer caso del enfado de su hijo, igual que una barca avanza sobre la espuma en dirección a la orilla.
—La tercera hija de madame Kang, Linyi —dijo, y pese a no haber visto ninguna muestra de interés entre ellos, la reacción de Fengmo le bastó. Se mostró interesado de inmediato.
—¿Esa chica? —murmuró—. Parece muy orgullosa. No me gusta su aspecto.
—La verdad es que es muy guapa. Pero lo que importa no es eso. La menciono como un nombre más entre las otras. Si Linyi, que conoce nuestra familia y nuestra posición, pone objeciones, ¿crees que podemos aspirar más alto?
—Puedes enviarme a estudiar a una escuela extranjera —dijo con entusiasmo.
—No lo haré —respondió con su bella voz, aunque tan inexorable como el sol y la luna—. En pocos años habrá guerra en todo el mundo. Cuando llegue ese momento, todos mis hijos tienen que estar en casa.
Fengmo la miró pasmado.
—¿Cómo puedes decir esas cosas, madre?
—No soy inconsciente, aunque todos los que me rodeen lo sean —dijo madame Wu sin perder la calma—. Cuando se dan ciertos pasos y nadie los impide, se siguen dando más pasos.
El chico se quedó en silencio, con los ojos clavados en el rostro de su madre. Eran grandes y negros como los de ella, pero carecían de su profundidad. Era todavía muy joven. Pero no dijo nada, como si estuviese luchando por captar lo que su madre decía.
—He oído que en la ciudad hay un sacerdote extranjero —prosiguió ella—, y que es un hombre instruido. Es posible que a cambio de algún dinero te enseñe a hablar otros idiomas. ¿Estás dispuesto a eso? Los idiomas podrían servirte algún día. No pienso sólo en el matrimonio. Los tiempos van a cambiar.
Su voz, tan clara, tan musical, estaba llena de augurios. Fengmo amaba y temía a su madre al mismo tiempo. Para él, siempre tenía razón, y las pocas veces que la había desobedecido, ella no lo había castigado, pero igualmente se había sentido castigado. Lentamente y a las duras había aprendido que todo lo que ella decía era sabio. Pero, siendo un chico, puso reparos un momento.
—¿Un sacerdote? —repitió—. Yo no creo en religiones.
—No te pido que creas en religiones —dijo ella a modo de respuesta—. No estamos hablando de eso.
—Intentaría convertirme —repuso Fengmo malhumorado—. La Pequeña Hermana Hsia intenta convertir a todos los de esta casa. Siempre que se cruza conmigo me entrega una hoja sobre el evangelio.
—¿Necesitas doblegarte a la conversión? ¿Tan débil eres? Tienes que aprender a tomar de una persona lo mejor de ella y prescindir de todo lo demás. Vamos, prueba con el sacerdote un mes, y si al cabo quieres que deje de enseñarte, lo aceptaré.
El secreto del poder que madame Wu ostentaba en la casa era que nunca permitía que su voluntad fuera percibida como absoluta. Daba tiempo y prometía un final, y luego utilizaba ese tiempo para que los acontecimientos avanzaran hacia el final que ella tenía pensado.
Fengmo empezó de nuevo a girar la gorra entre las manos.
—Un mes, entonces —dijo—. No más de un mes si no me gusta.
—Un mes —confirmó madame Wu. Se puso en pie—. Y ahora, hijo mío, iremos a cenar juntos. Tu padre habrá empezado sin nosotros.
En la familia Wu, hombres y mujeres comían en mesas separadas. De modo que al llegar al umbral del gran comedor, Fengmo se dirigió hacia un extremo, donde su padre, sus hermanos y los primos varones se habían sentado ya, y madame Wu se acercó con su elegancia habitual a las mesas donde se encontraban las mujeres. Todas se levantaron al ver que se aproximaba. Vio enseguida que Ch’iuming había ocupado su lugar entre ellas. La chica estaba tímidamente separada de las demás, y tenía en las rodillas a un niño. Sin soltarlo, se puso también en pie y consiguió ocultar su rostro con el pequeño. Pero madame Wu ya la había mirado bien antes de que ella lo hiciera. La joven estaba seria, pero eso era normal en una casa desconocida. Bastaba con que estuviese allí.
—Sentaos, por favor —dijo cortésmente a nadie en concreto. Se acomodó en su sitio, el asiento más destacado, y cogió sus palillos. Meng había estado sirviendo a las demás y madame Wu volvió a dejar los palillos—. Sírveme, Meng, por favor. He pasado todo el día encargándome de temas de la casa y estoy un poco cansada. —Se echó hacia atrás sonriendo y, como era habitual, dedicó unas palabras a cada una de sus nueras y luego al pequeño de Meng, que estaba en brazos de su ama de cría. El niño estaba nervioso, y madame Wu tomó los palillos, eligió un pedacito de carne y se lo ofreció. Luego se dirigió a Ch’iuming—: Segunda Dama —dijo amablemente—, debes comer lo que más te guste. El pescado suele ser bueno.
Ch’iuming levantó la vista y se sonrojó. Luego se puso en pie e hizo una pequeña reverencia, sin soltar al pequeño.
—Gracias, Hermana Mayor —respondió con voz débil. Se sentó de nuevo y no habló más. Cuando un criado le puso delante un tazón con arroz, dio de comer primero al niño.
Pero con aquellas amables palabras, madame Wu había comunicado a toda la casa que Ch’iuming ocupaba un determinado lugar y que la vida de la familia debía incluir a partir de entonces aquella nueva incorporación. Todos habían oído sus palabras, a las que siguió un momento de silencio. Entonces los criados se pusieron a hablar entre sí y el ama de cría con el niño para camuflar el silencio.
Madame Wu aceptó la comida que acababan de servirle y empezó a comer con su lentitud y delicadeza habitual. El nieto, atraído por el obsequio en forma de carne que había recibido, reclamó de repente poder sentarse en sus rodillas. Meng lo regañó con ternura.
—¡Llevas la cara y las manos muy sucias!
Madame Wu alzó la vista como si hasta entonces hubiera estado en un sueño.
—¿Es a mí a quien quiere el niño? —preguntó.
—Va muy sucio, madre —dijo Meng.
—Pues que venga —aceptó. Extendió los brazos, agarró al rollizo pequeño y lo sentó en sus rodillas. Después, con su exquisitez instintiva, cogió un par de palillos limpios, buscó trocitos de carne en los tazones colocados en el centro de la mesa y alimentó al niño. Lo hizo sin pronunciar palabra, pero sonriendo a cada pedacito.
El crío no le devolvió las sonrisas. Permanecía sentado en un sueño de felicidad, abriendo la boquita y masticando cada bocado con silencioso placer. Era el efecto que madame Wu solía generar en los niños. Sin el mínimo esfuerzo, se sentían felices a su lado. Y ella se sentía feliz con el nieto. Con él, su deber en la casa estaba completo, y con él, también, se mitigaba la secreta soledad que vivía en la casa. No sabía que estaba sola, y si alguien le hubiera dicho que lo estaba, lo habría negado, sorprendida ante un malentendido como aquél. Pero estaba muy sola y nadie podía llegar al interior de su alma. Su alma había dejado atrás su vida. Había ido mucho más allá de las cuatro paredes en las que habitaba su cuerpo. Vagaba por el mundo, había llegado al pasado y avanzaba hacia el futuro, y sus muchos pensamientos acompañaban ese viaje constante. Pero de vez en cuando, su alma regresaba a casa. Y en ese momento acababa de regresar. De repente se sentía plenamente consciente de aquel niño y de su significado. Las generaciones seguían su camino, la suya acabando, la de él empezando.
—Hijo de mi hijo —murmuró, y continuó acercando trozos de carne a su sonrosada boquita, que se abría para recibirlos. Cuando el pequeño estuvo saciado, lo devolvió a su madre.
Antes de que los demás terminaran, ella había terminado ya. Se levantó, rogándoles que continuaran, y abandonó con paso lento la estancia. El señor Wu y sus hijos la saludaron a su paso, haciendo el ademán de levantarse de sus asientos, y ella les sonrió, inclinó la cabeza y prosiguió su camino.
Aquella noche también durmió de un tirón.
Para Ch’iuming, la media hora de presencia de madame Wu fue el equivalente a su ceremonia de matrimonio. La noche la había dejado confusa. ¿Lo habría complacido o no? El señor Wu no había cruzado ni una palabra con ella y se había ido antes del amanecer. Después, ella había dormido hasta el mediodía. Nadie se acercó a verla en toda la jornada excepto una doncella. Luego, a última hora de la tarde, Ying la convidó a cenar con la familia. Ella se apresuró a prepararse, pero llegado el momento entró tarde en el comedor, y rápidamente cogió el niño de brazos del ama de cría. Él no lloró. Pero los niños nunca lloraban con ella. En el pueblo había cuidado a muchos bebés de madres campesinas. Las damas que se habían convertido en sus parientes la saludaron de una en una, con una mezcla de indiferencia y timidez, y ella se limitó a inclinar un poco la cabeza a modo de respuesta. Ni siquiera podía comer.
Pero después de que madame Wu abandonara la estancia, se sintió hambrienta de repente y, girándose un poco para no quedar por completo de frente a las demás, comió dos tazones de arroz lo más deprisa posible.
Terminada la cena se puso en pie, cada vez más avergonzada, esperando que Meng y Rulan se marcharan. Pero Meng, siempre muy amable, se detuvo un momento para hablar con ella.
—Mañana iré a verte, Segunda Dama —dijo.
—No merezco tal honor —respondió débilmente Ch’iuming. Era incapaz de cruzar la mirada con la joven, pero se sentía reconfortada y feliz. Levantó la vista, y Meng adivinó un corazón tímido y desolado.
—Iré y llevaré conmigo a mi hijo —le prometió.
Y Ch’iuming salió entre las mujeres y los niños, escondiéndose de los hombres. Pero ellos la miraron, cada uno a su manera y tratando de ocultarlo.
Aquella noche el señor Wu llegó temprano al patio de las peonías, cuando ella no se había acostado aún. Cuando oyó sus pasos, estaba cosiendo las prendas que le quedaban por terminar. Se levantó al verlo llegar y apartó la mirada. Él tomó asiento mientras ella permanecía de pie, tosió para aclararse la garganta, posó ambas manos sobre las rodillas y la miró.
—Tú —empezó, sin llamarla por su nombre—, no debes tenerme miedo.
Ella era incapaz de responder. Se aferró con fuerza a la prenda que sujetaba entre las manos y permaneció quieta como una piedra frente a él.
—En esta casa —volvió a empezar el señor Wu—, tienes todo lo que puede hacerte feliz. La madre de mis hijos es afectuosa. Hay mujeres jóvenes, las esposas de mis hijos y las esposas de los primos, y muchos niños. Pareces de buen carácter y es evidente que eres complaciente. Serás muy feliz aquí.
Ella seguía sin responder. El señor Wu tosió y se aflojó un poco el cinturón. Había comido mucho y se sentía algo sofocado. Pero no había acabado todavía lo que tenía que decir.
—En lo que a mí respecta —prosiguió—, tienes sólo unos pocos deberes. Me gusta dormir hasta tarde. Si estoy aquí, no me despiertes. De noche me gusta el té si estoy desvelado, pero no el té rojo. Soy de sangre caliente y en invierno no soporto dormir con dos mantas. No me cabe duda de que irás aprendiéndolo, tanto eso como otras cosas.
A Ch’iuming la prenda se le cayó de las manos. Entonces lo miró y olvidó su timidez.
—Entonces… ¿me quieren aquí? —Le formuló la pregunta con el deseo de encontrar cobijo en algún lugar bajo el cielo.
—Por supuesto. ¿No es lo que estoy diciéndote?
Él sonrió, y sus agradables facciones se iluminaron con un calor repentino que manaba de su interior. Ella se dio cuenta y lo comprendió. Aquella noche no tendría miedo. Era un precio muy bajo que pagar, un precio muy bajo que pagar a un hombre bueno a cambio, por fin, de un hogar.