Él escribía entonces:
¡Flujo a mis pies!, te veo cara a cara;
nubes del Oeste, sol de media hora todavía allá lejos,
os veo también cara a cara;
multitudes de hombres y de mujeres, vestidos con el traje de todos los días, ¡qué curiosos me resultáis!... Y vosotros, los que pasaréis de sueño en sueño dentro de unos años por aquí...
Brooklyn, tipo del extrarradio moderno americano, edificada a crédito, «ciudad nominal», como ellos dicen, hecha de esos millares de hogares americanos suspendidos en el vacío por un hilo de teléfono, donde huyendo al amanecer, y no regresando más que para dormir, las gentes viven tan poco, que no dejan la menor huella de su paso y parecen alojarse en una abstracción, en una idea de vivienda. Brooklyn, ciudad italiana y sueca, judía sobre todo (noventa mil israelitas), anónima, y en la que no ha sobresalido más que un nombre, el de las hermanas Rosinsky, conocidas por las Dolly Sisters.
Cuando se llega de Europa por la noche, mucho antes de alcanzar Sandy Hook, ve uno a la derecha un resplandor rojo que precede desde lejos al de Nueva York: es Coney Island. Allí es donde hay que ver el Nueva York veraniego. A orillas del Atlántico, las olas son juguetes de los hombres. Fue ésta durante largo tiempo la playa elegante. Antiguos grabados nos muestran señores de sombrero de copa y patillas dejándose desplumar a los dados por chiquillos de gorra; bañistas con el pantalón arremangado, el torso desnudo y sombrero hongo, luciendo sotabarba o perilla, se arriesgan en el agua hasta media pierna, mientras en los bancos unas damas, vestidas de crinolina y cachemira, contemplan los giros de las ruedas con paletas de los blancos vapores fluviales que el joven míster Fulton ha puesto de moda.
El viejo Conynge Hook de los holandeses, la más antigua de las playas americanas, pertenece ahora al pueblo. Pueblo de Nueva York: es decir, albañiles italianos, herreros alemanes, sastres de Galitzia, vendedores de gorras llegados de Pest, ópticos de Amsterdam, peleteros de Odessa. Es a la vez Trouville, Jean-les-Pins, Luna Park y la feria de Neuilly.
En invierno no conozco nada más triste que Coney Island. Hay que cruzar Brooklyn (desde donde se goza, por la noche, de una vista tan bella de Nueva York) y su inmensidad anónima, poblada y dormida como un cementerio, para llegar a la playa. Todas las tiendas están cerradas, excepto unos cuantos vagones viejos, sin ruedas, varados en la arena, en cuyo interior los noctámbulos van a comer mariscos, clams. Pero en verano el metro desemboca de pronto en el centro de un sol nocturno que no se apaga más que con el alba.
Los rascacielos acuden a beber a la gran taza.
Al lado del vasto océano flotan pequeños océanos de olores, frituras italianas, salsas inglesas, hamburguesas y salchichas alemanas, salchichería Kosker para esa inmensa población judía de Brooklyn, a la cual ha venido a agregarse Coney Island; perfumes amoniacales de langostinos, ostras y esos cangrejos de caparazón blando a los que son tan aficionados los americanos. Entre los mascadores de goma en mangas de camisa, entre los contrabandistas de alcohol italiano, entre dos bandas rivales de chinos, hay toda una multitud de feriantes, compuesta de enanos, de graciosos, de mujeres barbudas, de andróginos, de fotógrafos y de profesores de natación. Ese carnaval perpetuo está dominado por los gritos de las mecanógrafas pintadas, que caen desde lo alto de las más terroríficas montañas rusas que existen en el mundo, cuando, con un estruendo espantoso, la barca ya va a aplastarse en el fondo de los abismos para elevarse de nuevo, en el preciso instante, por encima del Atlántico. Los órganos eléctricos, que resuenan nasalmente con acento yanqui, dominan esas arenas donde los americanos, desnudos, semejantes a los réprobos de los primitivos, acuden en busca de descanso.
Piensa uno entonces con envidia en las grandes dunas desiertas de las costas marroquíes, en las riberas de nácar pulverizado de las ensenadas oceánicas o simplemente en las bellas playas francesas desiertas aún, como las de las Landas o las de Vendée; ¿llegarán a estar algún día, si la higiene y la natalidad continúan su obra de beneficencia terrible, maculadas a su vez por un gentío semejante? Las playas del Danubio, las de los lagos al norte de Berlín, las mismas de Chicago, no son nada al lado de este martes de Carnaval en traje de baño, donde las máscaras están sustituidas por aparatos automáticos que funcionan introduciendo monedas, por vendedores de azúcar cande, por vacas de cartón piedra que, sin necesidad de ordeñarlas, os llenan con sus ubres rígidas un gran vaso de leche helada, y por negros venidos de Harlem, extasiados por el solo placer de sentirse numerosos. Esos millares de seres están ahí, a orillas del océano, infierno pueril, sintiéndose felices de vivir, esperando la frescura de la noche, en la estufa atlántica, en la colada nocturna de julio, mientras los abanicos de los faros de Brooklyn aplacan el cielo.
A través de los parques inmensos de Brooklyn hay millares de autos alineados en la oscuridad, llenos de parejas que preparan generaciones futuras para América... Whitman las ha presentido:
Hijos de Adán
esperando las cosechas de amor,
reproduciéndose con injerto,
antiguos injertos ellos mismos,
injerto de América...
Al volver a pasar el puente, veo agujerearse de luces horizontales y sinuosas el casco de los buques de América del Sur, anclados a mis pies. Brooklyn Bridge se amarra aquí. Gracias a él, Nueva York clava sus garfios en esa orilla opuesta que intentaba escapársele. Así es como, en espera de anexionarse con pasarelas Staten Island y New Jersey, Manhattan, después de haber aferrado sus puentes en la roca, los lanza por encima del agua como ramas que le permiten arraigar en el otro lado del río.
Permiso de residencia.
Un olor extraño sube hasta mi nariz: es que, al salir de Brooklyn Bridge y dejar al río torcer hacia el Norte, acabo de entrar en el Nueva York de los extranjeros. Ese olor es el del melting-pot (caldero), célebre receta.
En esa marmita flotan extrañas tajadas que la cocción no ha conseguido deshacer aún; una grasa muchas veces nauseabunda aparece estancada en la superficie. Para designar a sus metecos, la jerga americana posee mil matices; a los italianos les llaman dagoes, wops o guineas; a los judíos, yids o sheenies;a los húngaros, hunkies; a los chinos, chinks; a los mejicanos, greasers; a los alemanes, choucroutes; a los franceses, frenchies o frogs (ranas). Es el distrito de la Vaquería: the Bowery. Este barrio de las antiguas granjas holandesas tuvo muy mala fama hasta fines del siglo XVIII, hasta que las nuevas arterias (sobre todo, Canal Street, en la prolongación de Manhattan Bridge) aportaron un poco de aire, de luz y de orden social a lo que las misiones religiosas, que perseguían allí el vicio, denominaban corrientemente un sitio de perdición, a place of wickedness. Nada de dólares, ni de ascensores, ni de rascacielos: la miseria, la suciedad y las casas rojo sangre, de dos o tres pisos, con patinillos que sería más justo llamar pozos de aireación, y escaleras férreas de seguridad que sirven para tender ropa. El encantador camino rural, bordeado de tabernas, que en otro tiempo desembocaba de pronto, pasados los mataderos, sobre el campo, y por donde Washington hizo su entrada en Nueva York detrás de las tropas inglesas, no existe ya. Sobre su trazado pasa el ferrocarril aéreo, con un negro estruendo, a la altura de los primeros pisos, y deja en tinieblas las calles en pleno día. A mediodía, algunos rayos blancos atraviesan la armadura metálica y hacen pensar en los zocos de Fez, donde el sol, tamizado, sólo con gran dificultad logra atravesar el espesor de las parras. En realidad, no se cometen crímenes en la Bowery. Los crímenes neoyorquinos de hoy son o batallas campales entre contrabandistas de alcohol en los almacenes portuarios del Oeste, al pie de los grandes transatlánticos, o atracos a mano armada a las joyerías en los barrios ricos. Durante todo el siglo XVIII y hasta fines del XIX, los hombres de mala conducta estaban considerados como los amos del barrio. ¿Quiénes fueron realmente aquellos apaches? Un libro excelente de Heriberto Asbury (con léxico de jerga criminal, The Gangs of New York), acaba de revelárnoslo. Los jefes de las bandas eran ladrones, jugadores, encubridores y asesinos al frente de una importante y fiel clientela; pagados por los políticos municipales para echar, cuando era necesario, una mano a las urnas, podían estar seguros de su impunidad el resto del tiempo. Trabajaban en cuadrillas (gangs), sobre todo durante los motines y los incendios, y se dedicaban en sus ratos de ocio a bailar y beber en cuevas (dives) o apostar en los reñideros de gallos. Ciertos bribones, llamados ratas de muelle, se habían especializado en destripar las mercancías recién desembarcadas y en desvalijar a los marinos en los antros de South Street. Sus fechorías llegaron a su apogeo durante la guerra civil, y en la inmediata posguerra, cuando, a la vista de una policía inepta y de un ayuntamiento complaciente, saqueaban después de adormecerles, lo mismo que hoy, con cloral o morfina, a los aficionados al baile en los salones vecinos; no vacilaban en profanar los cementerios. Esto duró hasta cerca de 1910; entonces la policía, con su brutalidad acostumbrada, efectuó de pronto una limpieza empleando fusiles ametralladores, como lo hace en Chicago, ciudad que se parece todavía mucho al Nueva York de esos tiempos heroicos.
Ahora se vive tranquilo en la Bowery. En primer lugar, porque hay sitio para todo el mundo, y después, porque la población no se compone ya de extranjeros, y porque vivir en los Estados Unidos es algo tan envidiable y tan provechoso que nadie quiere exponerse a ser expulsado. Pero el barrio ha conservado un aire de lugar peligroso que hace la felicidad de los escritores de semanarios. Chatham Square es su centro, plaza de casas anacrónicas, donde se alza el encantador y viejo teatro de Thalia, con su columnata a la antigua, el teatro más viejo de Nueva York. Ya no se vacían allí jarras de cerveza, ni se hace brincar a las damas a los sones del acordeón, y las balas de revólver no silban ya por el aire a la puerta de las tabernas de lujo. En 1866, el obispo Simpsons declaraba que había en Nueva York «tantas prostitutas como metodistas». La prostitución callejera no existe ya desde la guerra. La electricidad ha acabado por sustituir al gas; la Ley Seca ha suprimido la borrachera oficial, y el barrio, al dejar de estar poblado en exceso, excepto en las calles judías, ha perdido mucho de su carácter. En la Bowery era donde se apretujaban al desembarcar los nuevos inmigrantes; y como ya se ha visto, esa inmigración de la Europa central y oriental, que exportó durante cerca de medio siglo su extraña población, ha cesado. El medio millón de hombres que entran actualmente en los Estados Unidos son agricultores suecos, campesinos ingleses sin trabajo, provistos de su brillante pedigrí; granjeros daneses con todos sus dientes, o alemanes del Norte, dueños de un pequeño peculio y de una gran técnica, que son recogidos a su llegada y conducidos directamente a las granjas del Oeste, a tres o cuatro días de Nueva York, donde la policía cuida de que permanezcan. Por eso los alquileres han bajado de precio en esta fracción de la Ciudad Baja que se esconde detrás del barrio de los negocios. Los que continúan viviendo allí son, sobre todo, supervivientes de antiguas colonias de chinos, de judíos, de italianos, de húngaros. Nada separa a esas razas que viven a unos metros unas de otras, aunque nada podría mezclarlas. Tal calle es judía rusa, y tal otra siciliana. Este viaje alrededor del mundo, en el interior de una gran ciudad, es uno de los aspectos más atrayentes de Manhattan. Hoy, cuando el París de la posguerra se ha vuelto, también él, cosmopolita, la sorpresa será para nosotros menos grande, aunque siga resultando asombroso poder pasearse una mañana entera sin oír nunca el idioma nacional. El escritor rumano Konrad Bercovici se ha especializado en la descripción de estos barrios extranjeros. Nos hace ver cómo las naciones se han agrupado allí tal como están en el mapa de Europa; los portugueses viven junto a los españoles, y los alemanes cerca de los austríacos. En ese extraño microcosmos se habla el yiddish, el ruso, el sueco, el polaco, el español, el sefardí, el chino del Norte y del Sur, el italiano, el húngaro, el danés, el noruego, el alemán, el rumano, el griego, y hasta el francés, farfullado por los judíos orientales o rumanos y por los sirios.
Mott, Pell y Doyer’s Street, desde hace poco Bayard Street, constituyen el barrio chino. Son cuatro calles como las demás, igualmente sórdidas, pero tan absolutamente orientales que se creería uno de repente en Cantón. Anuncios verticales de laca roja y negra; bazares de quimonos y sedas de exportación; aletas de tiburón o gelatinas secas despachadas por viejos vendedores de túnica de seda azul y sombrero hongo, en tiendas adornadas de maderas traídas de China... No falta allí nada, ni siquiera los misioneros baptistas, ornamento del imperio central... Escasean, sin embargo, las mujeres chinas de cabellos laqueados, tropezando con sus muñecos descalzos de fieltro. La ley prohíbe, en efecto, la entrada en América a las mujeres asiáticas, y los chinos se ven obligados a cruzarse con negras antillanas, rusas y judías o con mujeres del Mediterráneo. Esta escasez de mujeres provocó a fines del siglo XIX las terribles guerras de clanes, o tong-wars, que tanto contribuyeron a la mala fama del barrio; era la época de los zuecos y de las trenzas a la espalda, los últimos días del Imperio. Unos cuantos cantoneses vinieron a instalarse hacia 1860 en la Bowery, donde ocuparon el puesto de los inmigrantes alemanes; durante largo tiempo traficaron allí en paz, jugando a la taba igual que en Macao, vendiendo su opio muy caro y pasando dulces horas bebiendo té verde en el teatro chino, cuando de repente sus sociedades secretas, una especie de mutualidades, los tongs, se alzaron unas contra otras, en interminables venganzas. Contrataron a los delincuentes mexicanos o italianos de la vecindad, a los llamados thugs o desperadoes. En la actualidad se les designa con una antigua palabra isabelina, recientemente exhumada: racketeer (chantajista). Cada hombre «marcado» era inmediatamente ejecutado en plena calle (lo cual se llama en argot a shooting affair, ajuste de cuentas con el revólver); cuando llegaba la policía no quedaban más que unos cadáveres en la acera, especialmente en la esquina de Doyer’s y de Mott Street, a la que se llama todavía «la esquina sangrienta». Detrás de los mostradores, ojos inexpresivos y sonrisas; ninguno de los ochenta mil miembros de la colonia china habló jamás. En esas casas, aglomeradas como nidos de golondrinas, las lavanderas lavaban y planchaban; los boticarios se rascaban la espalda con manitas de marfil; el tendero pesaba su jengibre o sus golosinas rosadas, y el anticuario contemplaba, con mirada amorosa, sus jades al trasluz. Al día siguiente se les ofrecía a las víctimas un magnífico entierro a la china, con reparto de papel dorado y figuras de cartón pintado, y luego volvía todo a empezar unos días después... Esto duró hasta 1910. La policía cerró el teatro, intervino con dureza, y desde entonces todo ha vuelto a entrar en orden.
La pequeña pagoda y los garitos de Mott Street son ya tan sólo centros de juegos pacíficos, adonde conducen los autocares a los provincianos ávidos de sensaciones exóticas. Personalmente encuentro menos carácter a ese barrio de Nueva York que a los barrios chinos de Los Ángeles y de San Francisco. Esos chinos son ahora demasiado mestizos, se han vuelto gruesos y ricos; no vienen ya de China, y únicamente con ocasión de una fiesta nacional o del día de año nuevo chino, en febrero, vale la pena ir a Mott Street. Allí estaba yo este año asomado al balcón de un restaurante chino lleno de ruidos de mah-jongs, para ver pasar un sinuoso dragón de cartón verde, todo extrañado de pasearse por aquella China occidental, al son de los batintines y de los platillos. Un dragón rojo con lengua dorada llegó por una calle vecina; los dos animales, bamboleados y tiesos de frío, se miraban con unos grandes ojos hostiles (¿representaban el uno a Nankín y a Pekín el otro?). Desde que no hay ya emperador que ofrende en ese día la tierra en holocausto al cielo, los republicanos no conceden ninguna importancia a esos símbolos caducos.
Estos chinos de Nueva York tienen el rostro cuadrado, la boca materialista, la mirada realista y el vientre redondo de los negociantes; y le hacen a uno añorar a los bellos pescadores flacos del Yang-tse. Los veía yo esa mañana viniendo a buscar como unos buenos padres de familia a sus hijos a la puerta del colegio próximo. Cuando salieron de aquellos edificios rojos los chinitos, tan americanos, con su gabán de cuero, y tan mongoles bajo su casco a lo Lindbergh, dispuestos a boxear con los chiquillos armenios del barrio, comprendí que la aventura presente de Nueva York será dentro de uno o dos siglos la del mundo entero.
EL GUETO
Creo, sin embargo, que habrá siempre barrios judíos. Además, aquí no hay un barrio judío, sino cinco o seis. Nueva York es la mayor ciudad judía de la tierra; hay en ella cerca de dos millones de hebreos. Allí hay judíos alemanes, judíos españoles y portugueses, judíos de Oriente, de Holanda, de Galitzia, de Hungría, de Rumania, de Ucrania; allí viven los israelitas millonarios de Riverside Drive, los israelitas pobres de Harlem, del Bronx o de Brooklyn...
El viejo gueto es el de Henry, el de Allers y el de Rivington Street, calles parecidas a las de la judería de la Edad Media. Esa población bullidora, grasienta, prolífica y sórdida que ha sido descrita muchas veces en estilo trágico y cómico, ¡oh amigos Tharaud!, ¿a qué esperáis para ir a visitarla? Hay, en efecto, algunos verdaderos húngaros, rusos, rumanos o polacos en América; pero, en general, bajo esas etiquetas europeas se ocultan sobre todo judíos. Un inmenso folclore local, lo mismo en el teatro yiddish americano que en la novela, repite hasta el infinito la escena del viejo padre impresentable y contrahecho, con sus patillas grasientas saliendo de su hongo verdoso, el Talmud bajo su chal de oraciones, maldiciendo en ruso a sus hijos nacionalizados americanos, que ya no le comprenden. Hoy, el judío nuevo, después de su estancia en los barrios bajos, se ha educado: sus hijos estudian en la Universidad, al menos en aquellas universidades que les admiten, es decir, ni en Princeton, ni en Yale, y abandona cada vez más su tugurio de Downtown a los italianos; ya no es socialista, aun cuando lea gustoso por las noches el Vorwaerts o uno de los cinco grandes diarios impresos en caracteres hebraicos; ya no produce profetas e iluminados como los que describe Zangwill; su verdadero reino está en Broadway. Nueva York es suyo, digan lo que quieran los «ciento por ciento americanos» de Park Avenue. Es dueño de la Prensa, del cine y de la radio... «¿Dónde están los tiempos —escribe Bercovici, no sin orgullo— en que al gobernador Peter Stuyvesant le parecía que los judíos son la escoria de la tierra y que no pueden vivir en la ciudad?»
Los primeros judíos de Nueva York venían de España por las Antillas o Brasil. Aún se ve su cementerio en Olivier Street. No les molestaron nunca; después llegaron, pasado 1848, judíos de Renania; luego aquéllos, mucho más miserables (a pesar de todo cuanto intentaba hacer por ellos la Alianza Israelita Americana, Educational Alliance) de Galitzia y de Rusia, huyendo de las persecuciones del Santo Sínodo. Los hay que siguen siendo pobres, traperos, caldereros, vendedores de plumas, sastres, ópticos. Como en casi todas partes desde hace diez siglos, los judíos acaparan el comercio de pieles y, sobre todo, el de sastrería; desde la gorra al pantalón, visten al mundo. En esas calles sórdidas es donde fabrican los objetos de lujo que encontraremos en la Quinta Avenida, vendidos diez veces más caros. Se alimentan con un arenque ahumado y beben su té a la rusa, en un vaso empañado. Viven en habitaciones a treinta céntimos la noche, o en ese hotel Libby, el hotel judío de Nueva York (curioso, aunque mucho menos que esa posada parisiense de la calle Des Rosiers, que permanece abierta día y noche a los transeúntes desde el siglo XV). La literatura judía de Nueva York es de una tensión espiritual y de una calidad de abstracción que se explican al saber que muchos de esos judíos, criados en East Side, no han visto nunca un árbol. «Esta población —dice Bercovici— da una idea bastante exacta de lo que debía de ser Jerusalén: predicadores, inmoladores de sí mismos, socialistas, anarquistas, bolcheviquistas, comunistas y otros «istas», en continuas disputas, llenándose de improperios, cantan y compran libros.» Paul Adam, en el estilo artístico y cabalístico de su época, los ha descrito así: «Rizosos e indolentes, con hijas que no se dignan rozar con sus miradas orientales la vida que pasa... Allí se borda —dice—, se zurce, se pulimentan, como Spinoza, cristales de lentes; se rellenan, se ribetean almohadones, en espera de que el Dios Sabaot conduzca a sus hijos hacia Canaán próximo a la Tercera Avenida, para instalar allí los bazares de la antigua Cafarnaum».
Me cruzo con un viejo de barba verde y me quedo clavado, petrificado de asombro: es un vendedor de gomas que lleva encima toda su tienda; se parece a un hombre-anuncio o a un maniquí superrealista, con su traje de tubos rojos y negros; sobre su espalda lleva unos irrigadores, y alrededor del cuello, un collar de cánulas...
Todas las calles perpendiculares a Delancey Street son dignas de visitarse; pero las más bellas, invadidas de público a la oriental, bullidoras y desordenadas como las tumbas de un cementerio hebreo, como las ideas de un cerebro judío, son Orchard y Rivington Street. Pienso en la frase magnífica de Heine, que le gustaba recordar a Nerval: «Grandes enjambres de israelitas...».
Nada de sentido único ni de reglamentos de policía para esos carros de mano que revelan aquí, mejor que todo lo demás, la presencia de un elemento exótico.
—Alles gut!...
Almendras tostadas y saladas ofrecidas por vendedores cuya nariz ganchuda y helada sale de un gorro de una piel apolillada, traído de Rusia por algún antepasado. En los escaparates, carpas enormes y doradas, gruesos pepinillos en vinagre, aves rituales y esa carne kosher (pura, permitida a los judíos), con su hemorragia interna; esas salchichas especiales, como enormes miembros congestionados, por no hablar de esos picadillos, de esos platos orientales que parecen excrementos.
En Delancey Street, los cines anuncian en letras rojas la película soviética El fin de San Petersburgo. El pueblo elegido hace cola para ver al final a los boyardos recibir (les llegó realmente su turno) puntapiés en el «pantalón», como se dice en el argot neoyorquino. Alles gut!
Aquí todo es barato, de relumbrón, ordinario, menos las tiendas de objetos religiosos; cuando se trata de comprar un Talmud, un candelabro de cobre, un chal, un calendario rituales, nada es demasiado caro. Un olor a salmuera y a botas engrasadas lo cubre todo. ¡Jesus saves!, exclaman los anuncios del Ejército de Salvación. ¡A otros! Por encima de esta multitud pobre, pero que presiente uno satisfecha de su suerte, chispea una palabra mágica que lo domina todo: «Diamantes».
Hay niños por todas partes y viejos también, hasta en las escaleras exteriores contra incendios, que transforman esas viejas casas enjaulas donde parecen estar encerrados buitres... En la calle, oscurecida por el ferrocarril aéreo, brillan esos cobres amarillos traídos de Rusia, honra de todo hogar judío. (Véanse las tres tiendas de Allen Street, hacia el número 95.) Allen Street es, sobre todo, la calle de la seda, de los edredones, de las almohadas y de las colchas. Hay que recorrerla de noche, y mejor todavía recorrer la calle vecina, División Street. Nadie me había hablado de División Street. Pasé por ella casualmente. Imaginaos un baile de espectros dado en plena calle desierta en invierno. Ni un alma ya; la ciudad barrida como por las ametralladoras o por la peste; y una tras otra, centenares de tiendas iluminadas fuertemente con electricidad, pobladas de maniquíes tiesos y sonrientes, vestidos del modo más agresivo, y que se dan a sí mismos esa extraña fiesta. Hay allí ropa para obreros, ropa para Park Avenue, copias de Worth y vestidos a cinco dólares, destinados al baile público del sábado por la noche; todas las categorías están mezcladas, todas las clases desaparecen en esa confección instantánea de lujo para todos.
Son las nueve de la noche. ¿Dónde están los judíos a esta hora? Los intelectuales devoran toda la literatura del mundo en las bibliotecas nocturnas; los demás, las abuelas de boca humilde y mirada arrogante, las gruesas muchachas sensuales, los viejos de espíritu siempre vivo y discutidor, los jóvenes tercos y flexibles, todos, impulsados por la pasión común de su raza, han ido a llenar la docena de teatros yiddish de las Primera y Segunda Avenidas. «Los actores representan allí —escribía Paul Adam— (y todavía es cierto hoy), con un éxito constante, papeles de seres frágiles, perseguidos durante largo tiempo, y luego victoriosos gracias a las artimañas de su virtud. Está allí, personificada, toda la oscura epopeya de estas razas astutas y subyugadas siglo tras siglo... Nada es tan sugestivo como ese público barbudo, enlutado, como esos orientales de grandes ojos de hollín cuando las manos lívidas aplauden a la huérfana casada con un joven millonario, mientras los detectives del teatro ponen las esposas en las muñecas del prócer malvado...» Leyendo esto, escrito hace casi treinta años, diríase ya un filme de propaganda comunista. Estos públicos, mujeres destocadas, hombres sin cuello duro, cabellos ensortijados, ojos brillantes, bocas carnosas, cutis lívidos, me transportan de repente a los teatros actuales de Moscú; no hay que dar el menor retoque, no hay que variar nada.
No lejos de aquí se encuentra el nuevo cuartel general de la policía, en Centre Street.
Hay robos y asesinatos en Nueva York, como en todas partes; pero lo que más se practica aquí es el «¡Arriba las manos!» (hold up). El asaltante americano no tira casi nunca, a condición de que le dejen operar. Las películas han popularizado su destreza. Si sentís que un caballero os empuja, a través de su bolsillo, con el cañón de su pistola, sonriendo, a las doce del día en plena Quinta Avenida, sonreíd también y no vayáis a volver a entrar gritando en el Banco de donde salís. Acompañadle en su hermoso Packard y él os dejará, aligerado, algunos rascacielos más allá. Cuando hay gente que matar, esa gente maleante no vacila. (Véanse dos libros recientes, muy sugestivos, Love in Chicago e In the days of Rothstein.) Se utilizan incluso agencias de asesinatos, especialistas (killers), y puede uno, según afirman, deshacerse de un enemigo por cien dólares a condición de que no sea un personaje. Matan a las víctimas en un coche, y luego arrojan el cuerpo en unos terrenos incultos.
Si el delincuente neoyorquino opera sin tiros, no sucede lo mismo con la policía. ¿Sois testigos de una persecución? Poneos pronto a cubierto, porque en seguida comenzará el tiroteo. En cuanto pitan a un auto, si el conductor hace como que no se detiene, disparan sobre él. En febrero de este año, una señora que no había obedecido a la orden de alto resultó muerta. La policía de Nueva York es brutal; no aborrece la propina ni otras razones; es considerada poco eficaz (el noventa por ciento de los crímenes quedan impunes, escribe el New York Herald). La fuerza de la policía es, sobre todo, preventiva. Así como nuestro pequeño guardia municipal, muy puesto en su oficio y gesticulador, se hace respetar poquísimo, y en los arrabales cuando intenta detener a alguien corre peligro de ser linchado, en Nueva York, en cambio, el corpulento polizonte irlandés es muy temido; con un pitido requisa los coches y todos le prestan ayuda. Lo mismo que las ambulancias y los bomberos, la policía tiene derecho de prioridad en la carretera, el telégrafo y el teléfono. Existen los agentes de policía urbana, las patrullas, la brigada del puerto, la brigada motociclista (montada en máquinas tan potentes que pasan a todos los coches), la brigada de las bombas (lacrimógenas, etc.), la brigada obrera (¡desgraciados los huelguistas!), la brigada aérea (con tres aeródromos), la brigada de vigilancia de las calderas (boilers squad), la brigada del robo (gangsters squad) y, finalmente, las brigadas especializadas contra los contrabandistas de alcohol y los falsificadores de monedas. Todas ellas armadas de vehículos blindados, de motos con fusiles automáticos, con estaciones receptoras y emisoras de telegrafía sin hilos, de ametralladoras, escudos protectores, etc. Este ejército de paz, cuya misión consiste en mandar gentes a Sing-Sing (trescientas mil detenciones al año), se compone de dieciséis mil hombres, más mil sargentos, seiscientos tenientes y cien capitanes. El sueldo de un policía es de sesenta mil francos al año. El jefe de la policía de Nueva York ha pedido este año nuevos efectivos y un aumento de sueldo. «No se puede vivir con ese salario miserable», ha dicho. El presupuesto de la policía de Nueva York para el año actual, 1930, será de cincuenta y tres millones de dólares, sin contar los detectives privados y las agencias Burns y Pinkerton, que los grandes bancos, las industrias, el comercio de alta categoría e incluso los particulares tienen a su servicio, y que vienen a duplicar exactamente las fuerzas municipales. Al Ejército no lo utilizan nunca para mantener el orden.
Sing-Sing, que el cine ha hecho célebre, es la gran prisión de Nueva York. Me tragó por su puerta abierta, que es la única abertura en sus muros de cemento armado, cercados a su vez con alambre espinoso. El despacho del director era como todos los de la Administración americana, muy atareado: ficheros de acero, máquinas de escribir, secretarios, etc. En la pared, un gran cartel anunciaba un baile a beneficio del personal... Bajé una escalera hasta una verja cerrada con cerrojo. Me encontraba en la ratonera. A la derecha registraban a los visitantes; a la izquierda estaba el locutorio de los reclusos. (No olvidaré a aquel preso joven, guapo, a pesar de su cabeza afeitada, que hablaba, sorbiéndose ambos con los ojos y mostrando una expresión de intensidad asombrosa, con una mujer con abrigo de visón, que sería sin duda por quien había hecho él algunas falsificaciones...) Un empleado con un montón de llaves encima me hizo cruzar los antiguos cuerpos del edificio, novecientas celdas en cuatro pisos, cerradas por la noche con una sola barra de hierro, sin ventanas, con el sitio justo para un camastro, y que recuerdan las antiguas jaulas para locos furiosos de la Salpetrière. El resto de la prisión es una honrada fábrica que no ofrece ya ninguna semejanza con el patio siniestro del cuadro de Van Gogh. Unos reclusos en traje de franela gris se dedicaban a pequeñas tareas; se veían muchos negros, perfectamente felices, por lo demás. Por la noche, la capilla se convertía en cine, y el paño del altar en una pantalla. Los reclusos americanos tienen derecho a toda clase de periódicos y libros; al cine, a diario; y por la noche, hasta las diez, a la radio; todas las camas en los dormitorios tienen antenas y cuadros. En la cocina, donde se cocían unas legumbres al vapor en una especie de grandes cafeteras rusas, estaban preparando unas excelentes pastas para el té. En una palabra, una impresión de buena vida, salvo que en lo más alto de las murallas rojas, en una garita de cristal, unida a las otras por hilos telefónicos, los carceleros vigilaban...
No lejos de allí, un recluso negro cultivaba una especie de invernadero cuyas flores más bellas resultaban ser maravillosos pájaros de los trópicos. Mezcla de brutalidad y de sentimentalismo filantrópico de América: ese invernadero daba a la sección de los condenados a muerte. Abrieron unas puertas blindadas y me encontré de pronto en una especie de sala de operaciones que recibía la luz por una cristalera de estudio; en medio vi un buen sillón antiguo de abuelo, todo él de madera: la silla eléctrica. Me esperaba algo muy de fantasía marciana, enteramente de níquel, con cables de alta tensión, y me encontraba con aquella comodidad para la conversación con Dios. Anchas correas de cuero negro esperaban unas piernas, un busto, una cabeza... (Al principio, no ataban, según parece, a los reos, cuyos cuerpos, por efecto de la conmoción, saltaban al aire.) Al pie del sillón y en el respaldo, por un pequeño cable llega la muerte en forma de dos mil voltios. En un cuartito contiguo, el cuadro de distribución de energía, como una losa fúnebre. Doce asientos para los doce testigos que la ley señala... A la derecha, una sala de operaciones, con mesas para la autopsia legal y seis armarios frigoríficos eléctricos destinados a conservar los cadáveres; en un rincón, seis ataúdes grises...
«La muerte ha sobrevenido al cabo de cinco, seis, siete minutos», dicen las actas de las ejecuciones. Esta lentitud me había parecido siempre atroz. El director me tranquilizó:
—Al cabo de dos minutos, el cerebro y la médula están achicharrados, la cabeza humea; pero, además, en dos centésimas de segundo el condenado queda inconsciente. No sufre.
¿No sufre? Conservo, sin embargo, el recuerdo de una foto tomada aquí, el año último, por un periodista que, a pesar de la severa prohibición, consiguió fotografiar, con una máquina escondida entre las cintas de su zapato, una cara espantosa...
Vuelvo una vez más a mi punto de partida, a la Batería. Como Nueva York termina en forma de V, es el palote izquierdo de esa V el que ataco ahora.
Por la hilera de calles veo nuevos almacenes portuarios: los de Honduras y Guatemala, situados un poco antes de los de los grandes transatlánticos europeos. Rector Street. Sobre las lunas grasientas de los escaparates no aparecen ya caracteres hebreos, sino árabes y griegos. A cada paso, el café y la tienda de cambio, esos dos paraísos de Oriente; aquí, los sirios maronitas, cuya iglesia está próxima, hablan francés. Sheik’s Restaurant. Tapices zurcidos por muchachas morenas, acurrucadas en la parte delantera, ante un decorado de babuchas bordadas y de narguiles de plata. Unos cuantos armenios, desterrados de su centro de la Avenida Veintiséis, venden en pública subasta, al aire libre. Todos estos orientales parecen esperar el lápiz satírico de Pascin, que tan bien conoce su bajo Nueva York.
Esta pequeña Siria representa la antigua colonia, porque la nueva (lo cual es igualmente cierto en lo que a los griegos se refiere) ha emigrado a Brooklyn. No lejos de allí encuentra uno yugoslavos, porteros y mozos de ascensor. Más abajo, a lo largo de Greenwich Street, están alineados, esperando a que termine la Bolsa, los coches particulares que no han podido avanzar más. Es una esquina de puestos ambulantes, de tiendas de crema helada, en las que venden también esas salchichas populares recién sacadas del agua hirviendo y servidas en forma de bocadillos, dentro de un pan, llamadas «perritos calientes», hot-dogs, y que Charlot ha hecho célebre en Vida de perro. El único lujo, la única nota de color de estos barrios pobres, es la fruta.
Heme ahora en West Broadway, que hay que tener cuidado de no confundir con el gran Broadway central. Veo, esta vez desde el exterior, el Woolworth Building con mejor perspectiva que desde Broadway. Sus esfuerzos hacia lo gótico me hacen dedicar un recuerdo enternecido a la flecha de Ruán y a la torre de Saint-Jacques...
Al llegar al cruce de Cortlandt con Greenwich Street, de pronto oigo una música. Miro: nada. Unos mozos negros siguen descargando un camión, el barrendero irlandés realiza su tarea, unos niños regresan del colegio sin mostrar ninguna extrañeza..., y, sin embargo, no son unos ventrílocuos, no es una música, es todo el barrio que resuena, que vibra; canta cosas distintas al mismo tiempo. Levanto la cabeza y observo que me apuntan por todas partes unos trabucos de ebonita, unos altavoces. Es el barrio de la radio; las tiendas de aquí muestran, amontonados hasta el techo de sus escaparates, saloncitos japoneses, aparadores góticos incombustibles, pagaderos a razón de cinco francos al mes; cuadros amplificadores, lámparas brillantes, carretes de hilo de cobre, antenas, mientras las bocinas misteriosas, con su voz cavernosa y aguardentosa, salida de la nada, anuncian una sinfonía de Grossermann, cortada un momento después por el saxófono de Perlmutter, amenizada por el jazz del hotel Saint-Régis, que dirige Warshawsky; de repente, a través de los gritos de la publicidad de Palmolive, llegan las prescripciones de un obispo cortadas inmediatamente por el do de una soprano, mientras se extiende en toda su amplitud la voz profética del conferenciante Weintraub, que comienza precisamente su curso: «¿Tienen derecho los padres a educar a sus hijos?» a las cuatro y dieciocho minutos, estación B. B. R. Staten Island.
Un frío sano, llegado del gran desfiladero de los dos estuarios, barre las calles. Resulta tan crudo el anochecer que, en viejas latas de la basura transformadas en braseros, queman los moradores tablas en medio de la calle. Pierdo de vista los almacenes portuarios, las barcas y el Hudson Tunnel, todos esos conductos laterales que alivian a Manhattan por medio de punciones diarias, librándole de un exceso de población que ellos le ayudan a volcar en los alrededores. Y, dirigiéndome hacia el Norte, llego al barrio italiano.
Se ven unos cuantos coches de caballos. Italia.
¿Cómo equivocarse? He aquí aceitunas negras, jamón crudo, queso parmesano, botellas envueltas en paja, puros, y esos panes toscanos que conservan la misma forma desde el tiempo de los romanos. Los italianos han habitado en los barrios del Este antes de venir aquí, al Oeste. Mañana estarán en otro sitio, pues una ciudad es un organismo que vive, cuyas células cambian, y ya la nueva Italia va a unirse con la nueva Suecia, con la nueva Palestina y la nueva Siria, al otro lado del río, en Brooklyn. Los italianos de Nueva York forman una colonia trabajadora, enriquecida por la industria, actualmente tan próspera, de la construcción, por el comercio del alcohol de contrabando y, sobre todo, por la venta del jugo de uva fresca, el mosto, que se hace fermentar después a domicilio. En Nueva York, como en todas partes, los italianos construyen, son albañiles. Disuelven el cemento y la argamasa para el universo; son italianos los que levantan los rascacielos, las villas de la Costa Azul, los palacios de los rajaes y de los emires; después de los zares, son ellos quienes los han construido con sus ásperas manos romanas. Sus cajas de ahorro nacionales abren sucursales en todas las esquinas. A pesar de que muchos italianos hayan dejado de volver periódicamente a su país, todos siguen siendo nacionalistas e inadaptados.
El barrio italiano era conocido antiguamente por sus crímenes; hoy es muy tranquilo. Ya no es «una ciudad especialmente italiana y no menos sórdida, no menos llena de carteles chillones de Calabria, no menos poblada de artesanos miserables y de prostitutas de ojos mediterráneos, que mantienen a sus madres alquilando sus vicios febriles a los amarillos de Chinese town... (sic)», como escribía Paul Adam. Es la joven Italia, sintiendo siempre un gran fervor por sus Madonas y sus santos; pero con el orgullo de su raza latina, amparada por su gobierno, defendida contra los políticos americanos por sus grandes diarios, representando su papel en las elecciones, disciplinada y enriquecida, visitada con regularidad por sus cónsules, sus viajantes y por los propagandistas fascistas que fomentan su «italianidad». Su Prensa está casi toda ella adscrita al nuevo régimen. Hay, ciertamente, muchos antifascistas en los Estados Unidos; pero viven más bien en Chicago.
Más cerca del Hudson, entre la calle Veintitrés y la Veinticuatro, encuentra uno todavía italianos en una vieja esquina de Manhattan que se llama Chelsea. Chelsea y London Terrace, habitados por irlandeses desde el siglo XVIII, defendidos contra la construcción moderna por largos arrendamientos a la inglesa, sigue siendo realmente un rincón del viejo Londres; allí se ven palomas, jardinillos y hasta árboles. Más aislado y tranquilo que Greenwich Village, Chelsea permanece mucho más intacto.
La transición es casi imperceptible entre esas calles que podrían ser napolitanas o boloñesas y el barrio latino de Nueva York, Greenwich Village. No me resulta muy grato Greenwich Village. La vida de bohemia es encantadora en Fulham, en Charlottemburgo o en Schwabig: alcanza su intensidad máxima en Montparnasse. Desde que toda la América de los escultores discípulos de Archipenko, de los poetas que se creen unos Rimbaud y de las mujeres que se creen pintoras porque necesitan tener estudios para tocar en ellos los gramófonos; desde que los libertos con sandalias, camisa gris, pantalón de Oxford y sin sombrero, imitadores de Gertrude Stein, de Joyce y de Man Ray, viven en la Rotonda o en Cagnes, Greenwich ha dejado de existir. Un viejo periodista neoyorquino me confirmó en esta impresión: «En Greenwich Village todo es falso: falsos cabarés, falsos periodistas, falsa miseria y falsos genios». Las hosterías y el arte rústico reinan en todas las esquinas. Los bailes, muy frecuentados hasta horas avanzadas de la noche, tienen un aspecto de sitios malos, que luego no justifican. En el fondo de unos cabarés-chamizos, a los cuales han dado un baño dorado para que parezcan antiguos, se bebe clandestinamente un chianti californiano; sólo los estudiantes de primer año, que se escapan una noche de las universidades, creen que aquello es vino. Nueva York tiene otros detalles cómicos que le son propios. Greenwich Village es falso, como lo son sus cenas en los restaurantes decorados, imitando una fragata, en los que le sirven a uno, a petición, setas clavadas en la punta de unas picas que empuñan unos piratas de guardarropía.
Greenwich Village está bordeado por el Hudson; la Sexta Avenida, al Este; Washington Square, al Norte, y Charlston Street, al Sur. Fue primero una aldea india, Sappokanican; después, una granja holandesa, la Granja de los Bosques, desde donde podía verse el Hudson, que no estaba tapado entonces por ningún almacén portuario. Una epidemia de fiebre amarilla provocó la evacuación de aquel gran poblado a comienzos del siglo XIX, y los habitantes no volvieron allí hasta pasados cincuenta años. Haría falta un Murger, un Maurier, para evocar tantas sombras ilustres. Lafcadio Hearn pasó en él su juventud, y Poe escribió allí Gordon Pym y El hundimiento de la casa Usher. Todo el periodismo de la época heroica, los publicistas, los libelistas, los artistas del séquito de Whistler, tuvieron allí sus estudios y sus cafés. «Fue éste —nos dice Bercoviciun lugar salvaje, donde Dreiser y Sherwood Anderson, desconocidos aún, se paseaban con melena, y donde Provincetown Playhouse representaba las primeras obras de O’Neill.» Grandes casas editoriales que están ahora en la Ciudad Alta empezaron en el Village. Todavía hace años se podían comprar allí excelentes libros de ocasión, mientras que hoy hay que salir, para encontrarlos, hasta la calle Cincuenta y nueve. Entonces se iba a Greenwich Village para ver en él mujeres de pelo corto y jóvenes decadentes... Se iba allí sobre todo a cenar por poco dinero; pero la prohibición ha matado las trattorie italianas, como ha matado los restaurantes franceses de Nueva York. Por mucho reclamo que hacen las falsas posadas en los hoteles de provincia, atrayendo a los autocares con puestas en escena sugestivas, y colocándose títulos clásicos en letras góticas rojas, sobre muestras rechinantes de hierro forjado: «La madriguera del conejo», «El caballo que cocea», «La copa de ponche azul», hay escaso público ante sus manteles de cuadritos y su vajilla de estaño, a excepción, sin embargo, de la taberna, bastante auténtica, de Lee Chumley, delante de cuya alta chimenea es grato calentarse en invierno oyendo el gramófono. Si deseáis gozar del ambiente de antaño, que Greenwich Village se esfuerza en vano en resucitar, id más bien al Cheshire Cheese de Fleet Street, en Londres, o mejor aún a la Jungle o al Jokey de Montparnasse.
No lejos de aquí es donde se refugiaron los aristócratas franceses que habían huido de Haití, después del alzamiento de los negros. Uno de ellos, Moreau de Saint-Méry, que no bebía más que agua, dio con ello motivo a los reproches de un americano: «Me dice —escribía Moreau— que si sigo no bebiendo nunca vino, mi vida y mi salud estarán amenazadas». Y añade: «Las calles no son muy limpias y ve uno circular por ellas vacas y cerdos...; en cada puerta hay dos bancos, que, en verano, sirven para sentarse a respirar el aire fresco». Algún tiempo después ese barrio latino se llamó French Quarter, el barrio francés. Nuestros desterrados tras la Comuna acudían, sin dejar de vituperar a Thiers, a jugar a los cientos a la Taberna Alsaciana y a la Villa de Ruán, donde iban también antiguos desterrados republicanos que no estaban todavía muy seguros de que hubiese sido destronado el emperador. En Greenwich Village fue donde un joven médico francés, muy aficionado a la política, durante el verano de 1865 descubría América y enseñaba a conocerla, en un momento decisivo para ella, en el ambiente nocturno de los mítines políticos y de las salas de redacción; aquel joven redactaba, entre dos lecciones dadas a hijos de tenderos en Pfaff’s o en los cafés franceses, cartas rebosando casticismo radical, debido, sin duda, al protestantismo de su madre y a las ideas de su padre, librepensador, cartas que enviaba sin firmarlas al Journal des Débats: aquel joven era Georges Clemenceau.
Hoy no hay, por así decirlo, barrio francés en Nueva York. Saboyanos, vascos, bretones de ayer han cedido el puesto a una población flotante, de oficios indeterminados. A lo largo de los almacenes portuarios del Oeste, cierto número de marineros y de cocineros de los barcos franceses, más o menos desterrados, han instalado pequeños comercios clandestinos. Más adelante nos toparemos con ellos. Sin embargo, en los alrededores de las calles Veinticuatro y Treinta y cuatro, existe todavía una minúscula Francia, perdida en el gran Nueva York. Nuestra Señora de la Misericordia, San Vicente de Paúl y, más arriba, el Hospital Francés y la Sociedad Francesa de Beneficencia fueron el centro de ella. El número de compatriotas nuestros se eleva a treinta mil, casi todos domésticos o peluqueros. Una tercera parte, aproximadamente, regresó a Francia a raíz de la movilización; el resto conserva un lazo sentimental con el país originario, aunque éste empieza a desaparecer en la segunda generación. Desde hace diez años los franceses de Nueva York tienden a adelantarse una treintena de manzanas; pero siempre en los alrededores de la Octava Avenida.
Al salir de Greenwich Village, me encuentro de pronto en una plaza soleada y, aunque limitada ahora al Oeste por recientes construcciones, que encuadra con regularidad un cielo nacarado de una variedad admirable. Está limitada al Norte por una fila de casas rojas, de ese rojo que es como un último recuerdo de Holanda, casas de viejo estilo americano, lleno de apostura y de nobleza: es Washington Square, con sus árboles macilentos y sus líneas secas que hacen pensar en los primeros Corot, de antes de Italia; aquí (como por casi todo Nueva York, eso sí) nada de morbidez ni de exuberancia: todo es seco, depurado. ¡Washington Square, centro de la aristocracia Knickerbocker por el año 1840, escenario de las más célebres novelas de Henry James, de los mejores apuntes de O’Henry, de las páginas más tiernas de Edith Wharton; Washington Square, desde donde arranca, radiante, regia, sin una vacilación a través de aro de Washington Arch, la Quinta Avenida, como un bello tulipán! Aquí, a mediados del siglo pasado, Samuel Morse reunía a varios amigos suyos e intentaba comunicar con ellos por medio de un hilo eléctrico. Mark Twain vivió allí... Las tropas realizaban aquí paradas durante la guerra de 1812. Anteriormente a eso, Washington Square fue el osario de los esclavos negros de Nueva Amsterdam, y millares de cráneos prognatos reposan bajo su hierba gris: cuando los arqueólogos de los siglos venideros los exhumen, pensarán seguramente en algún lazo de unión entre América y África.
«Esa plaza exhala una especie de calma estable que se encuentra raramente en esta extensa ciudad vibrante; su aspecto muestra una madurez, un bienestar, una dignidad —que se deben indudablemente a que esa plazoleta fue el centro ya histórico de una Sociedad— de que carecen los barrios más suntuosos», escribe Henry James en su novela titulada Washington Square.
Pasar desde Washington Square al Nueva York de hoy es como abandonar la tierra para caer una temporada en el infierno. Washington Square, a quiet and genteel retirement, retiro tranquilo y de buena ley, parece la entrada de un túnel subterráneo que fuese a parar, por debajo del Atlántico, a Londres, en las inmediaciones de Bloomsbury. Con frecuencia, desde que he descubierto América, me he dedicado a ser injusto con la vieja Inglaterra. Hoy me arrepiento y escojo, por decirlo así, Washington Square. Si he conseguido penetrar y comprender pronto a Nueva York, ha sido porque tenía sobre mis hombros diez años de allende la Mancha. Todas las bromas que circulan sobre los Estados Unidos e Inglaterra, dos países separados por la lengua y por el Atlántico, etc., etc., han acabado por hacernos olvidar que son madre e hija. La más joven reniega de la mayor como reniega una generación de otra; es decir, en vano. «¡Oh, madre Inglaterra!», exclama el Dodsworth de Sinclair Lewis. Los yanquis dicen en tono de mofa: «Su Majestad Británica», «el príncipe de Gales», pero en cuanto uno de ellos está moribundo o el otro se rompe la cabeza al caerse del caballo, dicen con una emoción que es un reflejo hereditario: «El rey está muy mal», «el príncipe sufre una grave caída». Inglaterra sigue denigrando a América, pero ya no la desprecia; los americanos se burlan de los ingleses, pero son los únicos europeos a quienes respetan y en quienes tienen confianza. Trotski ha predicho la guerra entre ambos países; eso es ser un falso profeta, y por ello se merece el destierro; semejante guerra es tan imposible como un conflicto entre Bretaña y Provenza. Además, Londres y Nueva York son una misma cosa, con cien años de distancia; el Londres actual es el Nueva York de la época knickerbocker, lo cual me vuelve a traer a Washington Square.