Capítulo 8

—Laura, llevas demasiado rato encerrada. Salgamos a tomar el aire —la animó doña Lucía.

Cedió con gusto a la tentación de escapar del obrador. Esa mañana el sol calentaba con más brío que en días pasados, apetecía exponerse durante un rato a su confortable caricia. Se desató el mandil y juntas salieron por la puerta que daba al garaje a esperar a Flora.

Al otro lado de la verja, se podía ver el privilegiado jardín del hotel donde se celebraban las fiestas cuando el clima lo permitía. Entre tanto, doña Lucía le fue contando la rocambolesca historia de cómo dos pobres sicilianos como ellos llegaron a convertirse en propietarios del segundo mejor chaflán de Manhattan. Indiscutiblemente, el primero lo ocupaba el Flatiron.

Al poco llegó Flora, con un ramillete de violetas prendido en la solapa del abrigo y un paquete de papel de estraza en la mano. Y tras ella Kenneth, que al ver entrar el camión del hielo, ayudó con gestos al conductor a efectuar la maniobra.

Doña Lucía recibió a su amiga con un beso en cada mejilla y Flora le mostró el adorno floral que Rose le acababa de regalar. A Laura le era familiar el carácter efusivo de todos ellos. Su abuela tuvo que reprimir a la fuerza su naturaleza espontánea y reservarla para su familia, pero en privado se mostraba igual de generosa en besos y achuchones.

—¿Has visto? —presumió—. Y mira que le tengo dicho que no hace ninguna falta, pero siempre insiste en obsequiarme con un detalle. Esta Rose es un ángel.

—Tú también lo eres —dijo doña Lucía con cariño.

Flora agitó las manos apurada por el halago.

—Tonterías, sabes que le vuelven loca las rosquillas. Ella no puede dejar su puesto para acercarse a la Quinta y a mí me viene de paso. No me cuesta nada traerle unas cuantas.

—Pero jamás te olvidas de hacerlo.

—Me sirve de excusa —anunció agitando la bolsa que llevaba en la mano—. Seguro que a Laura no le importa que de vez en cuando prefiramos los donuts a esos dulces tan exquisitos que ella elabora.

—Claro que no, a mí también me encantan —confesó mirando a Kenneth que se acercaba—. Sobre todo esos que van rebozados en azúcar lustre.

—Entonces, es una suerte que ya hayan acabado las restricciones —comentó él al llegar junto a las tres—. No imaginas las cábalas que tuvo que hacer Lemoine por culpa de la escasez de azúcar al acabar la guerra.

Se apartaron a un lado para dejar paso a los hombres que transportaban las barras de hielo al hombro medio envueltas en sacos de arpillera.

—Kenneth, ¿qué sabes de él? —interrumpió doña Lucía, preocupada—. ¿Se encuentran mejor de ánimo él y Bett?

—Estuvo por aquí hace unos días. La verdad es que lo noté distante, no parece el mismo.

La mujer frunció los labios con lástima. Nadie mejor que ella conocía ese dolor desgarrador. La lógica nos prepara para perder a los padres, no existe mayor crueldad del destino que la de sobrevivir a un hijo.

—Es cuestión de tiempo, ¿verdad? —dijo Flora tomándole la mano; y optó por cambiar de tema para alejar los pensamientos amargos—. Laura, prueba un donut. He traído de esos azucarados que te gustan tanto.

Ella tomó uno de la bolsa, pero antes de darle un bocado giró hacia Kenneth y se lo acercó a los labios para que mordiera primero. Él lo hizo con los ojos fijos en los suyos.

—¡Ah! El amor y las rosquillas, ¡qué tiempos! —recordó Flora a su difunto carnicero con añoranza—. Mi amado esposo me despertaba muchas mañanas con un donut recién hecho. «¡Cariño, mira lo que tengo para ti!», me decía.

—Todo un caballero —dijo Kenneth, poco convencido.

—Sí tú supieras dónde lo llevaba...

Doña Lucía la hizo callar de un codazo.

A Kenneth se le atragantó el bocado. Comenzó a toser de tal modo que Laura tuvo que darle unas palmadas en la espalda. La señora Taviani regañó a su amiga con la mirada, pero ella se entretuvo en recolocarse el ramillete tan tranquila.

—Esto te pasa por meterte en un corrillo de mujeres —siseó Laura.

—¡Pero si tienen más de setenta años! —exclamó en un susurro para que no lo oyeran.

Laura lo vio tan abochornado de su propia capacidad para escandalizarse que se apiadó de él y reprimió la risa.

Los hombres del reparto, contemplaron la escena de reojo mientras regresaban al camión secándose las manos en los sacos. Kenneth los despidió con el brazo alzado cuando el camión ya daba marcha atrás.

Flora recordó algo importante y hurgó en su bolso hasta encontrar un pasquín enrollado. Al desplegarlo, doña Lucía soltó un chillido de emoción.

—¡Mira, Laura! —exclamó la mujer mostrándole el cartel.

—¡Ay, qué me lo como! —gimió. Kenneth respiró hondo y le rodeó la cintura con un brazo—. A ti no, hombre. ¡A Enrico!

La aclaración fue tal jarrazo de agua fría que despegó la mano de golpe.

—¿Quién es ese Enrico?

Emocionada, señaló el pasquín que las dos mujeres sostenían muy ufanas. Kenneth escrutó sus caras antes de centrarse en panfleto. Se trataba del anuncio de la próxima programación de la Metropolitan Opera House.

—¿Caruso?

Perplejo, miró a una tras otra. Las tres asentían como si en el mundo no existiese más «Enrico» que él.

Doña Lucía, se cogió del brazo de Flora y le pidió que la acompañara a buscar el abrigo y los guantes. Kenneth aprovechó que no había nadie a la vista para atrapar a Laura entre sus brazos.

—Así que Enrico.

Ella asintió con una sonrisa soñadora, lo suyo por el tenor era pura fascinación. Miró a su alrededor, preocupada por si alguien los veía.

—Contigo se han acabado las reglas —dijo Kenneth.

Laura lo premió con un beso que a él le supo a poco.

—Me acabo de enterar de una historia digna de un folletín —le dijo.

A grandes rasgos le narró la anécdota, que Kenneth conocía de memoria.

—Es así. Aquel hombre ganó el edificio gracias a una apuesta. Entonces era un hotelucho de poca monta que sólo ocupaba los pisos superiores, el resto eran oficinas en alquiler. Doña Lucía hacía camas y don Roberto era camarero, aunque en la práctica hacía de chico para todo.

Por lo que la señora Taviani le había contado momentos antes, el antiguo dueño, alcoholizado y adicto a la morfina, se confinó como un ermitaño en una de las habitaciones. El hotel funcionaba por pura inercia. Los Taviani, casi por lástima, se ocuparon de él y velaron su enfermedad cuando fue desahuciado por los médicos. Para ellos fue una auténtica conmoción enterarse de que aquél viejo huraño les había legado el edificio en su testamento. Y a fuerza de trabajar, labor que continuó su único hijo, el Taormina se había convertido en lo que era.

—Del mismo modo que los Faith velan por Phillip —comentó Laura.

—Más o menos. Aunque ellos no recibirán todo esto en herencia. Será para los hijos de Phillip.

Laura lo miró con interés antes de atreverse a preguntar.

—Y tú, ¿piensas tener hijos?

—¿Yo? Ni en sueños —dijo, extrañamente contento al ver de repente sus ojos tristes—. ¡Qué dolor! Espero encontrar a una chica dispuesta a tenerlos por mí.

Laura lo sacudió por los hombros mientras él se desternillaba de risa.

—No te conocía ese lado bromista.

—Sólo bromeo cuando soy feliz —confesó en voz baja—, y ahora lo soy.

Laura le rodeó el cuello y se acercó a sus labios. Kenneth entreabrió la boca, pero antes de que se materializara el beso maldijo por lo bajo al llegar un nuevo visitante. Aquello parecía la Estación Central en hora punta.

—¡Lauri! —exclamó Satur que salía con un cubo de basura.

—¿No tienes trabajo Marchena? —le espetó Kenneth sin despegar los ojos de Laura.

—Hemm..., sí.

El muchacho dio media vuelta y, cubo en ristre, huyó como una liebre.

—Parece que te fascinan las cosas pequeñas —insinuó Kenneth—. Miniaturas dulces, perro diminuto y, por lo que veo, tienes una fijación con los hombres que no te llegan ni a la altura del hombro.

—¿Lo dices por Caruso y Satur? —Él asintió—. No he escuchado nada más absurdo en mi vida.

—Eres mucha mujer para ese tipo de hombres. Acabarías comiéndotelos de un bocado.

—Ten cuidado no acabe comiéndote a ti.

—Lo estoy deseando —la provocó con sensualidad.

Ella bajó la vista un segundo. Después volvió a mirarlo con innegable timidez.

—En realidad no sabría ni por dónde empezar —se sinceró.

Kenneth le entreabrió los labios con el pulgar. Con los suyos tironeó de su labio inferior, saboreándolo. Qué deliciosa resultaba. Se perdió en su mirada ardiente pero llena de inocencia, de mujer que esconde deseos secretos no complacidos.

La acarició con la punta de la lengua. Sería él y no otro quien la iniciara en el placer. Se dejaría devorar y luego se alimentaría de ella en el sensual banquete de los juegos prohibidos. La inclinó hacia atrás exigiendo que le ofreciera mucho más.

Pero estaba visto que no era su día. Una nueva interrupción lo obligó a enderezar la cabeza de golpe. Laura trató de apartarse pero Kenneth no cedió.

Salieron las señoras y, en un alarde de discreción, al pasar por su lado fingieron no reparar en la pareja. Pero Flora era incapaz de tener la lengua quieta.

—¡Ah, quién pudiera! —suspiró al pasar junto a ellos, rememorando tiempos mejores—. Disfrutad ahora que sois jóvenes. Pero no olvides una cosa, pequeña: cuando los hombres te dicen «vamos, nena, sólo un beso...» ¡mienten!

Las dos amigas apretaron el paso riendo entre dientes.

—¿Tú qué opinas? —preguntó Kenneth, señalándolas con la cabeza.

—Dímelo tú. ¿Puedo fiarme de ti? —aventuró Laura con seductora ingenuidad.

La sonrisa de ángel descarriado que dibujó su boca antes de besarla le dio la repuesta.

*****

Esa tarde, Stella palpó las mangas de un jersey de angorina todavía húmedas y lo colgó sobre el respaldo de una silla, cerca del radiador de hierro forjado.

Phillip, que aguardaba en el sofá de la sala, pudo oír movimientos a su alrededor y un golpe sordo cuando ella dejó en el suelo el canasto con el resto de la colada ya seca.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó dando un par de palmadas a su izquierda del diván para indicarle que se sentara a su lado.

—Mientras esperamos a las gemelas, voy a doblar la ropa.

—¿No puedes dejar eso ahora?

—Acabas de decir que aún tardarán un rato.

Contrariado, se cruzó de brazos. Benjamín Faith lo había dejado en el apartamento de Stella antes de ir a recoger a Kate y Lizzy, que habían decidido dedicar la tarde a su pasatiempo preferido: ir de compras. Después regresaría para llevar a los cuatro al estadio de Hilltop Park. Disponían por tanto de un rato a solas en el sofá, libres del escrutinio de sus hermanitas postizas, y a Stella no se le ocurría nada mejor que ocuparse de la colada.

—Sí no te apetecía venir de niñera conmigo podías habérmelo dicho.

—Me apetece muchísimo pasar la tarde con vosotros —aseguró sentándose junto a él—, pero mañana me espera un día muy ajetreado y no pienso dejarle toda la tarea a Laura para cuando regrese del trabajo.

Phillip torció la boca. Stella lo miró de reojo mientras doblaba una combinación y, por su expresión, adivinó que a él se le ocurrían ideas mejores para hacer la espera más entretenida.

Kate y Lizzy tenían mucha ilusión por ver jugar a los Yankees, en realidad soñaban con poder conseguir algún autógrafo. Insistieron tanto que su hermano, por no oírlas, decidió comprar cuatro entradas para el béisbol. No debió de hacerlo sin comprobar los cuadrantes con antelación, porque tanto Laura como él trabajaban ese día a la hora del partido. Como Phillip libraba, se ofreció a acompañarlas; además, no le costó convencer a Stella para que se uniera a ellos tres.

—¿Puedo ayudar? —preguntó muy solícito, agarrando una prenda que ella le quitó de las manos—. ¿Crees que no soy capaz?

—Phillip, no tienes ni idea —él la desafió alzando la barbilla—. En tu vida has hecho algo así: vives en un hotel.

Los dos se echaron a reír. En lo tocante a tareas domésticas era un inútil y la ceguera no tenía nada que ver. Aún así, insistió en colaborar sacando la ropa del cesto. Antes de entregarle cada pieza intentaba adivinar de qué se trataba mediante un exhaustivo examen táctil que aderezó con ocurrencias desternillantes.

Al coger una prenda extraña, Stella le explicó se llamaba teddy y era ropa interior de una pieza, abotonada entre las piernas. Phillip con una sonrisa ladina exigió que le detallara mejor eso de los botones y ella sugirió que le preguntara a Laura, ya que era suyo. A Stella le dio un ataque de risa al verlo soltar aquello como si fuese obra de Belcebú y casi se le saltan las lágrimas de tanto reír cuando exigió de corrido: «a Kenneth, ni una palabra».

Phillip enganchó otra pieza con ambos pulgares y se dedicó a estirar para ver cuánto daba de sí.

—¿Qué es esto?

Stella trató de arrebatárselo. Phillip sospechó que aquella cosa llena frunces elásticos y encajes debía ser un artilugio muy interesante, cuando ella pretendía quitárselo a toda costa.

—Dame eso —amenazó entre dientes.

La lucha provocó que se abalanzara sobre él; con lo cual, Phillip decidió prolongar el forcejeo. Sentir la presión de sus pechos mientras se retorcía pegada a él como una culebra era, de momento, lo mejor de la tarde.

—Quieta —mandó sosteniendo aquello en alto—. Explícame qué es y para qué sirve.

—Deja de jugar con mi culotte —masculló arrebatándosela por fin.

—¿A eso le llamas culotte? —exclamó estupefacto.

—¿Nunca has visto unas bragas? —le espetó, dejándose de eufemismos.

Las mujeres preferían nombrar en francés su nueva lencería; brassier y culotte sonaba mucho más chic —y más pícaro— que llamar a cada cosa por su nombre.

—No las recuerdo tan pequeñas —insinuó Phillip, tensando la mandíbula.

Stella lanzó al cesto la prenda de la discordia y se entretuvo rebuscando un par de medias para emparejar.

—Pues éstas no son nada del otro mundo, pregunta a cualquier mujer.

—Las mujeres de mi entorno son mi abuela y sus amigas. Si quieres les pregunto a ellas.

Stella se echó a reír de nuevo, y aún más cuando vio que el enfado de Phillip crecía por momentos. Se preguntó qué hacía siguiéndole el juego a aquél bobo. Estaba claro que no era la primera vez que tenía lencería femenina entre las manos. Para qué engañarse, aquél bobo era adorable y le encantaba dejarse liar por él.

—No creo que te tapen mucho —farfulló—. Eso tiene menos tela que un sello de correos.

—Me tapan lo justo.

Los brazos de Phillip se enroscaron como hiedra a su cintura y de su expresión dedujo que era capaz de asociar con todo lujo de detalle su cuerpo a unas bragas que cubrían lo justo. Stella le acarició el pelo, fascinada con aquellos rasgos duros.

—Tienes los ojos más bonitos que he visto en mi vida —musitó.

Phillip entreabrió los labios, pero ella los selló con su dedo índice.

—No te atrevas a decirlo —le ordeno con voz suave pero tajante—. Sirven para que yo pueda verme reflejada en ellos y eso basta.

Apesadumbrado, giró la cara y Stella, tomándole la barbilla, lo obligó a virar de nuevo hacia ella.

—No sé ni cómo eres —confesó muy serio.

—Estoy prácticamente encima de ti, yo creo que ya te has hecho una idea bastante aproximada de cómo soy.

—No puedo ver tu rostro —aclaró en voz baja.

Stella le tomó las dos manos, que en ese momento se entrelazaban a su espalda, y se las llevó hasta sus mejillas. Phillip, al principio tanteó casi con miedo. Poco a poco fue tomando confianza y ella observó maravillada su grado de concentración, intentando memorizar cada matiz de la textura de su piel.

Le recorrió una y otra vez el puente de la nariz, los pómulos, la curva de la barbilla, las sienes; con la yema de los dedos dibujó la forma de sus cejas. Stella cerró los ojos y, con una sensibilidad que la conmovió, Phillip estudió su forma, le acarició las pestañas y bajó por las mejillas para recorrerle los labios una vez, y otra más. Después, abrió las manos para enmarcarle el rostro.

Bellissima —susurró en italiano.

Y se inclinó para dejar en sus labios un beso muy tierno, casi sagrado.

El timbrazo de la puerta los hizo saltar en el diván. Stella sacudió la cabeza para volver a la realidad.

—Será mejor que cojas tu abrigo —decidió Phillip—, las gemelas nos esperan.

*****

Los altavoces de la megafonía del estadio anunciaron el tiempo de descanso.

—Promete que vendrás —rogó Kate levantando la voz por encima del fragor de los hinchas.

—Vamos, Stella, no puedes perderte la fiesta grande del Taormina —insistió Lizzy—. ¿A que no Phillip?

Él mantuvo la boca cerrada. Stella lo miró divertida, le encantaba cuando se ponía tan serio.

—No sé si a Phillip le apetece verme en esa fiesta. No me ha invitado —dejó caer.

—Pero hombre, ¿a qué esperas? —le reprochó Kate.

Incómodo, giró la cabeza hacia otro lado. Tenía intención de invitarla en privado a la recepción y baile que el Taormina organizaba cada año, coincidiendo con la proximidad de las fiestas navideñas, para agasajar a los empleados, amigos y familiares, pero aquel par de intrigantes le había tomado la delantera.

—Está bien —frunció el ceño y sacudió los hombros—. ¿Vendrás conmigo?

—¿Tú quieres que vaya?

—¿Tú quieres venir?

—Yo quiero ir.

—Pues yo quiero que vengas —farfulló—. ¿Satisfechas?

Las gemelas, que habían seguido la conversación como si se tratara de un partido de tenis, aplaudieron alborozadas. Phillip sopesó la idea de invertir en una de esas agencias que se dedicaban a emparejar corazones solitarios y ponerlas a las dos al frente del negocio.

—Vamos a estirar las piernas —decidió Lizzy tirando del brazo de su hermana.

Tendiéndoles un billete, Phillip encargó perritos calientes para los cuatro. Una vez a solas, Stella estudió su expresión. De pronto se había quedado pensativo.

—¿Ha habido algún hombre en tu vida? —soltó a bocajarro.

Stella disimuló una sonrisa. Así que ése era el motivo de su ceño arrugado. Era el momento idóneo para aclarar algo que quería confesarle y no sabía cómo.

—¿En realidad me estás preguntando si soy virgen?

—¡Por supuesto que no! —saltó. Cerró la boca y tamborileo con los dedos sobre su pierna—. ¿Lo eres? —tanteó, incapaz de callar.

—¿Lo eres tú? —replicó con dulce veneno.

—¡Diablos, claro que no!

Se hizo un tenso silencio, sólo se oía a los que vociferaban a su alrededor. Phillip se removió incómodo en su asiento mientras Stella lo observaba de brazos cruzados.

—No es por el hecho en sí...

—No somos un par de jovencitos casaderos, Phillip. Ni tú ni yo.

—Déjame terminar —pidió molesto por la interrupción—. No me importa lo más mínimo, insisto. Pero me mortifica sobremanera, pensar que hubo alguien tan importante para ti.

—Hubo un hombre —pudo notar que él tensaba la espalda—. En su momento lo fue. Estuvimos prometidos —Phillip respiró con creciente desasosiego—, pero aquello acabó. Fue una de las cosas que dejé en Italia.

—No debió significar mucho cuando no regresaste —alegó con aspereza.

Los ojos de Stella brillaron de alegría. Su preocupación denotaba que la consideraba algo más que un entretenimiento pasajero.

—Ni yo volví ni él vino a buscarme. Estuve muy encaprichada, pero el tiempo y la distancia se encargaron de disipar la ilusión.

—Ya veo. Todos los italianos son unos encantadores de serpientes —masculló con una sonrisa torcida.

Allora, devo fare attenzione[5] —bromeó dándole un empujoncito en el hombro.

Io sono tanto yankee come la statua della Libertà[6] —refunfuñó con un movimiento tajante de la mano.

Ella no pudo contener la risa. Habría resultado convincente de no haberlo dicho como si acabara de llegar de Palermo.

—Nunca pondría en duda tu sinceridad —aseguró ella acariciándole el dorso de la mano—, pero reconoce que eres un especialista en ocultar tus sentimientos.

—A mí me cuesta más que al resto saber qué sienten los demás —le recordó—. Necesito estrategias de defensa y por eso evito mostrar mis debilidades. Más de una vez he llorado de rabia, pero nadie me ha visto derramar una lágrima.

No era cierto, su mejor amigo era el único que le había visto llorar. Pero eso era algo que quedaba entre ellos dos.

Stella le tomó la mano izquierda ente las suyas.

—Phillip, no tienes que avergonzarte.

—No me avergüenzo de nada —aclaró rotundo—. Se necesita mucho coraje para despertar cada mañana y afrontar mi vida. Hay días que me levanto creyendo que mis padres aparecerán en cualquier momento para darme los buenos días. A mis abuelos no les quedan muchos años, dentro de nada me quedaré solo y al frente de una empresa de la que dependen muchas bocas. Te aseguro que mis ojos son un mal menor.

Por fin relajó los hombros y de nuevo permanecieron en silencio entre el bullicio de las gradas.

—Phillip, ¿no piensas contarme si ha habido alguna mujer importante en tu vida? —indagó mirándolo de reojo.

—Ninguna que haya logrado quitarme el sueño. —Antes de seguir arrugó la frente—. Desde que perdí la vista mis relaciones con las mujeres no han pasado de la cama.

Esta vez fue Stella la que se puso tensa.

—No han sido tantas como supones —especificó, feliz en el fondo de sentirla a su lado rígida como una estatua.

—Seguro —intervino con unos celos muy mal disimulados—. La mayoría te miran como si estuvieran deseando lanzarse sobre ti.

—No es nada agradable tener que pedirle a una mujer que te ayude a encontrar la ropa que has dejado esparcida por el suelo —se sinceró.

Stella no esperaba que fuera capaz de confesarle su inseguridad con tanta franqueza.

—¡Qué tontería! Yo lo haría sin necesidad de que me lo pidieras.

—¿Por lástima?

Su tono fue tan cínico que Stella sintió crecer la rabia en su interior. Lo agarró del brazo y se inclinó muy cerca de su cara para que la oyera bien.

—¿Hace falta que te lo diga? —Stella respiró hondo. Dejó pasar unos segundos antes de responder—. Por el mismo motivo por el que a ti no te importaría llorar delante de mí.

Phillip la atrajo por los hombros con rudeza, fruto de la emoción. El hecho de que leyera sus sentimientos de una manera tan diáfana le otorgaba un poder ilimitado sobre él, pero estaba encantado de ser transparente a sus ojos.

—Bésame —exigió bajando la voz.

Stella se acercó a sus labios para darle un beso muy tímido. Phillip se estiró en su asiento sin retirar el brazo que descansaba sobre los hombros de ella.

—No le has puesto demasiada pasión —protestó.

Stella restregó la mejilla sobre su hombro.

—Sabes muy bien que no le he puesto ninguna —se enderezó riendo, vergonzosa—. ¿Quieres que toda la grada nos aplauda? —Phillip sonrió—. Además, Kate y Lizzy se acercan por nuestra derecha.

*****

Unos días después, Laura telefoneó a su padre desde la recepción del Dream a fin de detallarle los pormenores de la visita relámpago que Greg y ella acababan de realizar. Justo esa mañana, se apresuraron a cumplir con la tarea que se le había encomendado y, aunque no fue más que una supervisión de trámite, Greg con su particular ojo avizor señaló detalles que a un profano le habrían pasado desapercibidos. Laura pensó que era una lástima que no se dedicase por entero a los hoteles de la familia, porque reunía cualidades para ello.

—No, no es eso. No lo había olvidado —le explicaba a su padre—, necesitaba la opinión de Greg... Sí, la iluminación del lobby... Él cree que es insuficiente.

Greg escuchaba impaciente; harto de tanta explicación le arrebató el auricular.

—Soy yo, tío Marcus —guardó silencio muy atento—. Es imprescindible, recuerda que muchos locales se han ido a pique por culpa de una iluminación mortecina. —Escuchó a su tío rememorar el caso de un prestigioso almacén de Boston que fracasó por ese motivo—. Sí, más luz. Y ya hablaremos en casa de algún detalle que otro —hizo otra brevísima pausa—. De acuerdo, te la paso.

Laura se puso al habla y Greg se desesperó al ver cómo parecía encogerse en cuanto su padre empezaba de nuevo con sus recriminaciones. De un manotazo le quitó el auricular por segunda vez.

—Tenemos mesa reservada. Hablaremos largo y tendido cuando regresemos por Navidad —zanjó, colgando el auricular en la horquilla—. ¿Lo ves? No es tan difícil —le dijo a su prima.

Ya en la calle, Laura se colgó de su brazo. Habían decidido almorzar juntos y en esa ocasión se permitieron el capricho de escoger un restaurante de postín. Casi a las puertas de Delmonico's se toparon con Annette Greystone que salía de una sombrerería. Laura procedió a las presentaciones.

—Déjeme adivinar el origen de esa belleza, ¿cheyenne?

—India mohawk —matizó con un parpadeo lento—. Medio india en realidad. Y nada de formalidades, por favor.

Laura se quedó anonadada. ¿El soso de Greg piropeando a una chica? ¡Si la acababa de conocer! Para pasmo suyo, su primo continuó alabando la valentía extraordinaria de los indios mohawk que, según se contaba, eran inmunes al vértigo y por ese motivo sólo a ellos se les encargaba la construcción de los pisos más altos de los rascacielos. Incluso se publicaban fotografías suyas en los periódicos en las más inverosímiles situaciones sobre vigas de menos de un pie de anchura.

—Mis antepasados fueron dueños de esta tierra —dijo Annette.

—Ahora les queda el honor de ser los dueños del cielo añadió Greg como merecido homenaje.

Ella sonrió, secretamente emocionada.

—A todos menos a mi padre, que debe ser el único mohawk de Nueva York con miedo a las alturas.

Los dos se sonrieron. Laura aclaró a su primo que el padre de la chica era el afamado chef Harold Greystone del Taormina, pero él no la escuchaba. No tardó en darse cuenta de que algo extraño acababa de suceder, porque el aturdimiento de Greg no era natural. Miró a Annette, estaba desconocida. Todo su desparpajo parecía haberla abandonado y se limitaba a mirar a su primo medio hechizada. Él la invitó a que les acompañara en el almuerzo, pero la chica declinó la amabilidad pretextando que la esperaban en casa. Laura observó cada vez más perpleja el intercambio de miradas de adoración entre su primo y la enfermera. Al fin, aburrida de sentirse invisible y de escuchar monosílabos, decidió iniciar ella misma las despedidas.

Annette continuó su camino. Laura tuvo que tirar del brazo de Greg, que se quedó contemplándola extasiado en medio de la acera. Hasta que no llegaron al restaurante no consiguió sacarle ni media palabra.

Dejaron sus abrigos para que los llevaran al guardarropa y el maître los acompañó hasta la mesa. Una vez les entregó la carta aconsejándoles las especialidades del chef, Greg se reclinó en su silla y se desabrochó un botón del chaleco. Laura comentó la visita al Dream, no porque fuera de su interés; sino como excusa para alejar a Annette de la cabeza de su primo y que de una vez reparara en su presencia, al menos durante el almuerzo.

—Como no aprendas pronto a plantarle cara a tu padre, qué triste vida te espera —vaticinó.

Laura lo estudió con detenimiento.

—Para ti es fácil porque eres igual que él.

—No creas.

—Valientes, emprendedores y cabezotas —Greg reconoció para sí que su prima tenía mucha razón—. Cada día os parecéis más, te miro y parece que lo estoy viendo a él.

Sonrió estudiando sus rasgos angulosos.

—¿Y eso es bueno o malo? —la escrutó sin rodeos.

—Buenísimo. Has madurado.

Como si tuviera criterio propio, la cabeza de Greg se fue por otros derroteros.

—Tu amiga es una preciosidad.

Laura desvió la conversación por otro atajo.

—Tú también resultas irresistible. Si quieres saberlo, las mujeres te encuentran cada día más atractivo. —Él, sin darse cuenta, hinchó el pecho—. Más latino diría yo. Igualito que mi padre.

—Más gitano, hablando claro —aclaró sarcástico—. Pues ni tampoco pasarías por una inglesita recién desembarcada del Mayflower.

Laura sonrió, pero al instante se quedó seria.

—Greg, no me apetece nada volver a casa —reconoció en voz baja.

—A mí tampoco —estudió sus ojos y le confirmaron algo que ya imaginaba—. Ten cuidado, te estás enamorando.

—Ese consejo llega un poco tarde —dijo rehuyendo su mirada.

—En ese caso, felicidades.

Laura circundó con el dedo el borde de la cuchara. No supo si se alegraba en serio o era su manera de advertirle que se enfrentaba a un problema de los grandes.

—Pero me siento culpable —reconoció.

—Creíste que lo tenías todo controlado sin pensar en que la vida está llena de imprevistos.

Laura dejó que la sermoneara como buen hermano mayor.

—Siento que estoy traicionando a mi padre. Me apetece volver a ver a papá y a Helen, pero al mismo tiempo desearía no tener que regresar a Boston.

—Yo también tengo el corazón dividido —dijo Greg muy serio—. Estamos echando raíces y, para bien o para mal, hemos elegido un lugar lejos de casa. Tendrás que tomar una decisión.

—Lo sé.

—Abandonar el nido no es fácil —añadió tranquilizador al verla tan preocupada—, tu padre acabará por entenderlo tarde o temprano.

En ocasiones Greg dejaba entrever esa sensatez que ocultaba tan bien. Hasta él se había dado cuenta de un detalle que ella se negaba a reconocer: ya había elegido sitio para construir su propio nido. Su futuro estaba irremediablemente ligado a la isla de Manhattan.

—Eres el mejor hermano que tengo, ¿sabes? —musitó.

—Yo también te quiero —le besó la mano—. Pero deja las confesiones tiernas para otro momento, que me muero de hambre —convino abriendo la carta.

*****

Las gemelas lloraron a lágrima viva cuando supieron que se iban a perder la tan esperada fiesta grande del Taormina, puesto que sus padres, con fatídica inoportunidad, acudieron a recogerlas a Nueva York justo ese día.

Joe, el padre de Kate y Lizzy, había vendido un semental a unas cuadras cuyos caballos corrían en el hipódromo. El animal valía una fortuna y quiso supervisar en persona el traslado para evitar cualquier lesión. Su esposa le acompañó para, aprovechando el viaje, recoger a las chicas. Kenneth las llevó hasta Coney Island. Su madre prefería no acercarse al Taormina. No albergaba rencor, pero evitaba cualquier encuentro con su primer marido. Antes de despedirse, los cuatro le hicieron prometer que pasaría con ellos las Navidades, como todos los años.

Regresó al hotel con el tiempo justo, ni siquiera metió el Lincoln pero, en cuanto se vistió de etiqueta, bajó a aparcarlo en el garaje.

De vuelta, le extrañó ver luz en el almacén. No eran horas de andar por allí ya que las bebidas y aperitivos se habían subido al office de la primera planta. Iba a empujar la puerta cuando se abrió desde dentro. Su sorpresa fue ver que era Laura quien andaba husmeando allí abajo.

—Te he visto por la ventana —le explicó ella con una sonrisa forzada.

Kenneth extendió los brazos para abrazarla pero Laura dio un paso atrás con las manos a la espalda. Mientras él cerraba la puerta, ella empezó a hablar sin parar.

Pero Kenneth no prestaba atención, se había quedado absorto. Loreta la había peinado con ondas marcadas al agua que le cubrían casi una mejilla; en el lado opuesto, lo sujetaba con una camelia de seda. Se había maquillado lo justo para resaltar aún más sus ojos, si es que eso era posible. El vestido azul grisáceo, con bajo rematado con dos filas de plumas que ondeaban sobre los tobillos, se le ceñía como una caricia. No tenia mangas, pero el almacén era un lugar cálido gracias al calor residual de los fogones. Kenneth supuso que por eso no echaba de menos el abrigo, que descansaba sobre unas cajas. Era el vestido perfecto para girar en una pista de baile, lástima que el escote recto no dejara apenas nada a la vista.

—Por eso ha venido conmigo. Por favor, dime que no te importa —concluyó suplicante—. ¿Kenneth?, no me estás escuchando.

—Lo siento, se me ha ido la cabeza. Estás preciosa.

Su segunda sonrisa de compromiso escamó a Kenneth. Siguió la dirección de su mirada y torció el gesto.

—¿Qué hace él aquí?

Un viejo conocido color canela dormitaba acurrucado en una caja vacía.

—Acabo de explicártelo. Me acabo de mudar y no conoce el apartamento.

—¿Te has mudado? —preguntó sorprendido y un poco molesto—. ¿Cuándo? Y, ¿se puede saber a dónde?

—Anteayer dejé la residencia y me trasladé al apartamento de Stella. Hasta ahora habíamos hablado muy poco, pero es encantadora. Fue idea de Phillip, —Kenneth afiló los ojos, cada vez se sentía más marginado—. Ha sido una suerte, porque ella necesitaba con urgencia alquilar la habitación que tenía libre y yo odiaba aquel horrible sitio. Además, así puedo tener conmigo a Bob. Ya no tendrá que vivir arrinconado en un cobertizo.

El chasqueó la lengua con falsa lástima.

—¿Por qué soy siempre el último en enterarme de todo?

—Con la preparación de la fiesta, ambos hemos estado tan ocupados... Además, tú llevas todo el día fuera.

Kenneth agradeció que no mencionara el hecho de que no la había invitado a acompañarle, evitando con ello que conociera a su madre y a su padrastro. Con todo, se vio en la obligación de disculparse por haber sido tan descortés con ella.

—Pensé pedirte que vinieras a pasar el día con nosotros.

—No importa, Kenneth, sabes que no habría podido —dijo sin atisbo de enfado. El se sintió miserable—. ¿Entiendes ahora que no podía dejar solo a Bob en el apartamento la primera noche que salgo? Al vernos marchar a Stella y a mí, habría aullado durante horas.

—No tengo nada contra él.

—Lo sé, lo sé —aceptó, agitando las manos complacida—, se nota que cada día sois más amigos.

Kenneth puso los ojos en blanco. Lo peor del caso es que Laura estaba en lo cierto; en el fondo empezaba a resultarle simpático. Muy en el fondo.

—Pero no puedo hacer excepciones contigo —le explicó con tono conciliador—. Imagina que llega a oídos de los demás. Se creerán con el mismo derecho y no estoy dispuesto a permitir que el almacén se convierta en un asilo para animales abandonados.

—Sólo hasta que acabe la fiesta —suplicó de nuevo—. No encuentro a nadie que pueda hacerse cargo de él y dejarlo en recepción aún sería peor. Aquí está muy tranquilo, no entiendo por qué.

—Sí, qué curioso —rumió—. De acuerdo, pero sólo por esta vez.

—Esta noche nada más —prometió—. ¿Subimos ya? Seguro que nos echan de menos —dijo girando en redondo para tomar su abrigo.

A Kenneth se le doblaron las rodillas.

El vestido mostraba toda la espalda desnuda salvo por dos finos tirantes de pedrería que la cruzaban como un aspa. Dio un paso y la atrajo por la cintura. Con las dos manos abiertas sobre su estómago la retuvo pegada a él y le acarició la mejilla con la barbilla. Laura echó la cabeza sobre su hombro.

Kenneth se dio una orden tajante de no mover las manos, de no deslizarías por los costados y amoldarlas a sus senos. Dos tentaciones que ya conocía y que cada noche, cada minuto del día, lo torturaban al recordar su tacto enloquecedor. Toda ella le estaba vedada por decisión propia, salvo su boca. Su conciencia le dictaba que Laura necesitaba saber que era digna de respeto y devoción, que su valor como mujer iba más allá de su atractivo.

Pero su cuerpo ardía por hundirse en su interior, saciarse de ella y hacerla gozar sin tregua hasta que pidiera clemencia. Llevaba demasiado tiempo siendo delicado, sufriendo en soledad los latigazos de deseo que amenazaban con hacerle perder la cordura. Las palizas contra el saco de boxeo y las duchas de agua helada ya no surtían efecto. Ese vestido que le ofrecía su espalda como una trampa de Eros fue el tiro de gracia que aniquilo su debilitada fuerza de voluntad.

—Llevo tanto tiempo soñando con aquellas dos noches, cuando no sabíamos ni nuestros nombres —murmuró esparciendo besos suaves desde el lóbulo de la oreja hasta la curva del hombro—. Tanta caballerosidad me está matando. No puedo seguir comportándome como una santo porque no lo soy.

—Ningún hombre ha llegado tan lejos. Sólo tú —confesó insegura—. Carezco de la experiencia que esperas en una mujer.

La giró entre sus brazos para verle la cara.

—¿Crees que no lo sé? —Con una mano le acariciaba la espalda, la otra jugaba con los tirantes de su vestido—. Lo supe desde el principio. Respondes con un entusiasmo tan inocente —sonrió recorriendo con el dedo el puente de su nariz—, es lo que más me gusta de ti. No te compares con otras, tú estás muy por encima de las demás.

Kenneth se quedó contemplando los ojos que se miraban en los suyos, pero Laura malinterpretó su silencio.

—Ninguno —reiteró—, ni siquiera ése que tienes ahora mismo en la cabeza. La sola idea me repugna.

—Nunca me compares con otros hombres —advirtió con una suavidad engañosa.

—Nunca —juró tomándole el rostro con las manos—. De hacerlo, todos saldrían perdiendo.

A él le costó mantenerse sereno; quiso levantarla en el aire y estrujarla contra su pecho hasta oírla chillar. Pero deseaba que se sintiese adorada, iniciarla despacio en placeres desconocidos, con una sensualidad que Laura no era capaz de imaginar. Ladeó la cabeza y la incitó, rozándole la nariz con la suya sin darle lo que ella deseaba.

—Desde la primera noche sé que por ti haré cualquier cosa que me pidas —susurró Laura ofreciéndose de puntillas—, cualquier cosa.

Tomó la mano de Kenneth y la sujetó sobre uno de sus senos.

Era obvio que nada la cubría salvo el vestido, pero la evidencia bajo su palma abierta provocó que se sacudiera de arriba abajo. Con cuidado, la retiró y puso cuatro palmos de distancia entre los dos.

—¿Cualquier cosa? —preguntó. Laura asintió; nunca había visto ese brillo en sus ojos. Como el de dos diamantes, lleno de destellos y sombras—. Entonces, desnúdate para mí.

Sin apartar la mirada de la suya, Laura retrocedió despacio hasta topar con la larga mesa que presidía ese lado del almacén.

—Nadie me ha visto así —susurró.

Desabrochó los tirantes y el vestido cayó como una cortina hasta la cintura.

A Kenneth le faltó el aire. Por primera vez contempló sus senos redondos y erguidos. Se acercó un paso y vio que a Laura se le erizaba la piel de los brazos; los pezones se le endurecían sólo de saberse acariciados por la mirada. Ella echó hacia atrás los hombros, exhibiéndose, orgullosa de su desnudez.

—¿Soy demasiado voluptuosa? —quiso saber con total ausencia de pudor—. Sé que no me ajusto a la moda.

Kenneth negó en silencio mientras su voz interior enviaba al cuerno la moda y a aquellos que la inventaban.

—¿Has probado alguna vez el pan francés? —preguntó avanzando hacia ella.

Laura negó con un murmullo. Kenneth la obligó a echarse hacia atrás hasta que pegó la parte superior de su trasero contra la mesa. Le tomó las manos y las llevó hasta el borde del tablero.

—Agárrate y no te sueltes. Esta vez, no está permitido tocar.

Apoyó las manos a ambos costados de ella y con la boca entreabierta a una pulgada de su cuerpo desnudo la recorrió despacio.

—Tú me recuerdas al pan francés recién hecho —Laura sintió su aliento como una llama—. Blanco pero un poco tostado, cálido —paseó la boca desde la cintura hasta la base del cuello—, despide un aroma tibio que invita a probarlo.

Lo sintió descender de nuevo y gimió al sentir el calor de su boca en el pecho. Cada palabra era una exhalación caliente sobre su piel. Kenneth le sujetó las manos para impedir que se desasiera. Detuvo la boca sobre un seno y lo caldeó con el aliento. Vagó hasta el otro pecho.

—Así me gusta, obediente —jadeó adrede, para erizarle la piel, y prosiguió con su tortuosa comparación—. Es un pan tierno, apetitoso. Resulta casi imposible resistirse a la tentación. Cuando tienes delante ese manjar intacto, darías cualquier cosa por ser el primero en tomar un bocado, masticarlo despacio y saborearlo a placer.

Cayó presa de su propio juego y no fue capaz de mantener las distancias. Laura dio un chillido al notar que su boca abierta engullía cuanto podía uno de sus senos. Sintió sus dientes, su lengua húmeda y luego cómo soplaba para endurecer el pezón aún más. De tan erecto le dolía. Se arqueó hacia él entre gemidos escandalosos; quería más, mucho más.

De súbito, notó que se apartaba de ella violentamente. Laura abrió los ojos confundida. Kenneth se erguía sobre los brazos con la ira del averno. Lo oyó bramar con un juramento terrible y, aturdida, creyó entender algo sobre... ¿un perro?

Se separó de la mesa de un salto y, al tiempo que se recolocaba el vestido, miró hacia el suelo. El culpable gruñía enganchado al tobillo de Kenneth. Una increpación severa de Laura bastó para que lo soltara.

—Como me vuelva a morder, lo mandaré de una patada al otro lado del río —amenazó con ferocidad; el galgo tembló.

—Los gritos lo han asustado —lo excusó tan frustrada como él—. Habrá pensado que me pasaba algo.

A Kenneth se le olvidó el mordisco. La rodeó con los brazos y la levantó en vilo, su mirada desesperada tenía algo de demoníaca.

—¿Por qué gritabas? ¿Qué era eso que te ocurría?

Le recorrió la línea de la mandíbula con besos breves. Laura no tenía intención de fingir una timidez que no sentía.

—Eres un verdugo torturador —susurró—. El cuerpo entero me arde.

—¿Te duele?

—Siento pinchazos por todo el cuerpo.

—No tienes ni idea de cuánto me duele a mí.

Ella rió, ofreciéndole los labios, pero Kenneth la dejó en el suelo y la besó en la frente.

—¿No tocar incluye los besos también?

—No quiero estropear esa tentadora boquita pintada —dijo dándole un golpecito suave con el índice.

Ella se lo besó y Kenneth le enseñó la yema del dedo con una mirada significativa para que viese el rastro granate que acababa de dejar.

—Tirano.

Kenneth la besó en la comisura de la boca. Se moría por disfrutar con calma de esos labios, por saborearla entera. Y no estaba dispuesto a postergarlo más.

El primer paso consistía en librarse del tercero en discordia.

—Vamos, sé de alguien que se hará cargo de tu querido Bob —tomó el abrigo de Laura y la ayudó a colocárselo—. No tendrás que preocuparte de él hasta mañana. La madre de Rose vive cerca de aquí y estará encantada de cuidar de él.

Laura enganchó la correa y salieron de allí. Se colgó orgullosa de su brazo, a su lado caminaba el desconocido que la hechizó la primera noche. El esmoquin le otorgaba una elegancia perversa, como la del mismo diablo.

—Rose vive con su madre —le explicó por el camino—. Su padre cayó en Francia, sus hermanos están casados y viven lejos. Librarse del miserable de su marido fue una bendición para ambas. Desde entonces, su madre atiende la floristería y ella el puesto ambulante, les va muy bien porque nuestro chaflán es un enclave privilegiado.

—Las mujeres no necesitamos a un hombre al lado para salir adelante.

—¿Tú tampoco?

—Sólo a uno y ya está a mi lado.

Kenneth la premió con un beso en el pelo. A una manzana de distancia se detuvieron frente a una floristería. Él pulsó el timbre y en la trastienda se encendió una luz. A través del escaparate, vieron una cabeza que apartaba la cortina de cuentas. La sombra se acercó y abrió la puerta de la calle. Laura comprobó que Rose era un calco de su madre, igual de delgadita y expresiva.

—Señor Callaban, ¿le ocurre algo a mi Rose? —preguntó alterada, cruzándose la bata.

—No, Hilda —rió—, su Rose a estas horas debe haber destrozado ya los zapatos de tanto bailar.

En el Taormina consideraban a la chica como una más ya que los adornos florales del hotel eran cosa suya. Kenneth le presentó a Laura, aunque la mujer ya sabía de ella por boca de su hija. Ella se agachó a soltar la correa del perro y se la entregó, explicándole el motivo de su visita a una hora tan intempestiva a la vez que se disculpaba por causarle una molestia.

—¡Qué ricura de perrito! Será un placer tenerlo aquí, querida. Lo pasará de maravilla jugando con mis nenas.

Al pronunciar la palabra mágica, tres perritas caniche de un blanco inmaculado corrieron a la llamada haciendo tintinear la cortina de cuentas. Bob levantó el rabo. Se dejó husmear y, cuando las tres damas se fueron para dentro, él las siguió con un trotecillo entusiasta.

Laura, intranquila, se roía la uña del pulgar. Kenneth la miró de reojo y fue muy conciso.

—Sobrevivirá.

*****

En cuanto pusieron un pie en el salón de baile de la primera planta, Laura fue requerida por sus compañeros. Ella y Richard no paraban de recibir halagos, ya que para muchos de ellos era la primera vez que degustaban dulces de alta repostería.

Kenneth agradeció el calor que hacía allí. Cuando salieron hacia la floristería, le ardía la sangre de tal modo que no se dio cuenta de que sólo llevaba el esmoquin a pesar del frío nocturno. Sirvió dos whisky del bufé y fue hasta donde se encontraba Phillip, también solo. Todas las mujeres, incluida Stella, bailaban en ese momento.

Le tocó el hombro y colocó un vaso en su mano.

—Ahora que nadie nos oye —dijo Kenneth—. He estado meditando con calma el proyecto que tienes en mente.

—Esto es entre tú y yo hasta que no sea algo definitivo —le recordó—. Ni una palabra a nadie, incluidos tu padre y mi abuelo.

Kenneth le dio en el hombro un apretón tranquilizador; sabía que Phillip aún se sentía inseguro y fracasar ante los demás le supondría un golpe mortal.

—Como te decía, he estado estudiando los pros y los contras y he de reconocer que te funciona la cabeza. Es una idea magnífica, brillante.

—No es nada original —dijo con verdadera modestia—, esos huéspedes vivirán como tú y como yo. En un apartamento de lujo sin tener que mover un dedo y, además, sin necesidad de contratar servicio.

—Con intimidad —añadió Kenneth—. Tener criados viviendo en tu propia casa debe de ser muy incómodo —supuso, él desconocía esa forma de vida.

—No tendrán que preocuparse por ir a la lavandería ni cocinar, ni de la limpieza, ni de ir a la compra... ni de buscar a un fontanero cuando tengan una avería.

—Resultará más caro que un alquiler, pero he calculado los gastos que se ahorran y resulta infinitamente rentable. Nos los quitarán de las manos —auguró convencido.

Phillip sonrió de oreja a oreja.

—Ayer vino el arquitecto a estudiar el terreno. Ya ha empezado a trabajar en el proyecto.

Kenneth escuchó con atención. El edificio ocuparía sólo una parte, ya que pensaba destinar una franja importante de la manzana a un jardín central. Y su orientación permitiría disfrutar del sol, sin ninguna sombra que recayese sobre la zona ajardinada. Sacrificarían el garaje al aire libre, pero el arquitecto tenía intención de destinar a aparcamiento la mitad de la planta baja del edificio en proyecto.

—Cada vez me gusta más la idea —reconoció.

Terminó la canción y Stella se aproximó a ellos. Discretamente, entrelazó los dedos con los de Phillip. Kenneth se excusó y fue a hablar con el director de la pequeña orquesta.

Stella fue piropeada por doña Lucía y sus amigas, que se acercaron hasta la pareja. Vestida de rojo fuego estaba espectacular.

—Me lo ha prestado Annette, en cuanto vi este traje me enamoré de él —explicó gozosa.

La alegría abandonó el rostro de Phillip. Cabizbajo, intentó que su malestar pasara desapercibido.

—Ya lo creo, nenita —aseguró Ofelia—. Eres la reina de la fiesta.

Las mujeres fueron hacia las sillas arrimadas a la pared para dar tregua a sus doloridos pies. Kenneth regresó junto a la pareja.

—Cambia esa cara —dijo. Phillip alzó el rostro, aún muy serio.

—Ve a buscar a alguna chica y baila un rato, me han dicho que hay unas cuantas —rumió dándole a entender que no tenía ganas de charla.

—Prefiero que vengan ellas a mí —presumió. Phillip rió sin ganas—. Seguro que Laura me saca a bailar antes de que apure mi copa. ¿Te atreves a apostar? —lo incitó.

—¿Y qué gano con eso?

—Que decida Stella.

Ella miró a Kenneth agradecida, se notaba que su intención era hacerle cambiar de humor.

—Si ganas —meditó—, mañana Kenneth renunciará a su día libre y te llevaré a pasar el día donde yo elija. Si pierdes, tendrás que bailar conmigo.

Phillip se encogió de hombros. Poco arriesgaba, ya que bailar le era imposible.

Sonaron los primeros acordes. Kenneth buscó con la mirada y, como esperaba, vio que Laura ya se acercaba sonriente al reconocer la melodía y le tendía la mano.

—He ganado —presumió—. Todo tuyo, Stella.

—Explícame qué clase de trampa ha hecho, porque no me lo trago.

—Ven, tú y yo tenemos que hablar —decidió.

Hizo que se cogiese de ella y una vez fuera, lo llevó hasta un recodo del pasillo.

—¿Qué te pasa, Phillip? Lo estábamos pasando muy bien —indagó preocupada.

—Has tenido que pedir un vestido prestado.

—Naturalmente, yo no tengo vestidos de noche. No acostumbro a ir a fiestas elegantes.

Phillip alzó la mano y tanteó hasta encontrar su hombro.

—¿Por qué no me dijiste nada? Yo te habría comprado doscientos.

Stella se echó a reír. Lo obligó a bajar la cabeza y recorrió su cara con besitos mimosos.

—¿Y para qué quiero yo doscientos vestidos? ¿Vas a permitir que una insignificancia nos amargue la noche?

—No es ninguna bobada.

—Sí lo es.

—Hablar contigo es como intentar razonar con una piedra —farfulló separándose de ella.

Giró para regresar al salón, pero ella lo sostuvo por la muñeca obligándolo a volver.

—No te escapes. Me debes un baile.

Phillip le tomó la mano, su expresión era implorante.

—No puedo.

—Sí puedes. No pienso bailar con todos menos con el único hombre con el que deseo hacerlo.

—Para, Stella. Sé que confías en mí más que yo mismo, pero no me pidas imposibles.

Pero no estaba dispuesta a transigir. Lo obligó a rodearle la cintura y le tomó la otra mano.

—¿No oyes la música? Estamos solos, no nos ve nadie.

—Chocaremos con la pared.

—Déjate de excusas y hazme feliz.

No fue tan difícil, era una pieza lenta. Bailaron con los ojos cerrados, muy pegados, sin atenerse a las normas que imponía el buen gusto.

Doña Lucía y Flora salían en ese momento del tocador de señoras. Esta miró hacia el fondo del pasillo y, emocionada, se llevó la mano a la boca.

—Shhh... —retuvo a su amiga por el brazo—. Guarda, cara.

Oh, Dío! —musitó al ver a su nieto girar en la penumbra con Stella entre los brazos, en un baile íntimo y secreto.

Las dos regresaron al salón secándose una lágrima del rabillo del ojo.

En el centro, Laura se dejaba llevar por una nueva melodía. Desde aquella pieza que les pertenecía a los dos, sólo había bailado con él.

Kenneth le acarició la espalda.

—Deja que esta noche te lleve a un lugar que muy pocos conocen y te haré tocar el cielo —le pidió al oído. Laura alzó el rostro—. Quiero que tu primera vez sea conmigo.

—No podría ser con otro —susurró.

Apoyó de nuevo la mejilla en su hombro y cerró los ojos. El cielo ya lo conocía, era mecerse en los brazos de Kenneth al ritmo de un fox lento.