Los Compañeros.
Andanzas y encuentros
Flint
Todo empezó con Flint.
Flint Fireforge era un Enano de las Colinas, nacido y criado en las silvestres estribaciones de los Montes Khalkhist. Su abuelo, Reghar Fireforge, había sido en el siglo anterior un enérgico cabecilla de los enanos, a los que capitaneó en una contienda que más tarde se conocería como la Guerra de Dwarfgate, contra sus congéneres de las Montañas. Reghar no sobrevivió a tan trágico enfrentamiento, que segó las vidas de millares de sus hermanos de raza. Dejó solamente un hijo —el segundo—, un joven que contaba setenta y cinco años al perecer el padre; ya que el primogénito había fallecido prematuramente a causa de una dolencia cardíaca hereditaria. (Nota de Caramon: Luego descubrimos que Flint padecía del mismo mal, y que él lo sabía. Es típico del viejo enano que nunca se lo comentara a sus amigos).
Después de la guerra fratricida, los Enanos de las Montañas cerraron las puertas de Thorbardin al resto del mundo y, por supuesto, también a sus parientes de las Colinas. Flint creció junto a su familia en una tierra pobre, yerma, rodeado de miseria. Su padre murió joven según las pautas de la raza, dejando esposa y catorce vástagos. No es de extrañar que el desvalido huérfano abandonara el hogar en cuanto fue capaz de ganarse el sustento, sabedor de que una boca menos que alimentar sería un alivio para su laboriosa y exhausta madre. Tras aprender el oficio de su progenitor, que fue maestro herrero, Flint partió en busca de fortuna.
Solitario por naturaleza, el enano viajó sin descanso a lo largo y ancho de Ansalon. Cuando le sonrió la suerte se construyó una casita en la población arbórea de Solace, y estableció su base de operaciones en un lugar que era punto de encrucijada de nómadas y amantes de la aventura. (Nota de Caramon: Nuestro antiguo compañero tenía, además, debilidad por la cerveza de Otik).
Flint se desplazaba con frecuencia desde su vivienda de Solace, ya que todo el mundo solicitaba sus servicios como artesano. Cuando el Orador de los Soles, adalid de los elfos de Qualinesti, vio una muestra de su trabajo, el enano se convirtió en uno de los escasos miembros de su raza que eran bienvenidos en aquel reino.
Una de sus habilidades consistía en confeccionar encantadores e ingeniosos juguetes. Gozaba de gran popularidad entre los niños dondequiera que fuese, y los elfos no constituyeron una excepción. Les encantaba merodear a su alrededor y observarlo en plena actividad, embromándolo por su larga barba y pequeña estatura. Aunque el viejo cascarrabias fingía enfadarse y de vez en cuando le rugía un «¡Dejadme en paz!», en el fondo apreciaba en lo que valía el afecto de la chiquillería, de lo que los zagales se aprovechaban. Uno de los muchachos que se arrimaba a Flint para admirar sus obras era el hijo adoptivo del Orador, un semielfo que respondía al nombre de Tanthalas.
Tanis
Thanthalas, o Tanis —si se nos permite emplear la versión humana, más breve, del apelativo elfo—, fue un chico poco sociable. Nunca conoció a su padre humano. Su madre, una joven de la raza elfa, que fue secuestrada por un anónimo guerrero en una de las innumerables batallas que libraron ambos pueblos durante el período ulterior al Cataclismo, volvió a casa en el momento de alumbrar a su hijo y expiró poco después. Tanis ingresó en la familia del Orador de los Soles, a la que su progenitora estaba emparentada en segundo grado. Pese a ser educado junto a sus primos lejanos —Porthios, Gilthanas y Laurana, hermana de ambos—, sólo trabó una relación estrecha con la muchacha, e incluso tales lazos le causaban más dolor que alegría. Los elfos se mostraban amables en su trato, mas le daban a entender en mil detalles que, siendo un bastardo semihumano, nunca pertenecería a su rígido clan. Flint, que también se sentía marginado, comprendía al desdichado rapaz y los dos pasaban muchos ratos agradables siempre que el enano visitaba el país de los elfos.
Al entrar en la adolescencia, el conflicto interior de Tanis no hizo sino agravarse. La inquieta parte humana de su naturaleza no se adaptaba a la existencia sedentaria, preñada de estáticas formas de recreo, que tanto gustaba a los elfos. Y, para empeorar las cosas, Laurana, su amiga de la infancia, se enamoró de él. Aunque la correspondía en sus sentimientos, el joven mestizo pensaba que debía conocerse mejor a sí mismo antes de prometerse firmemente en matrimonio, que era lo que la damisela quería. Además, como hija del Orador de los Soles, Laurana tenía entre los suyos el título de princesa. El casamiento que ella anhelaba —y que había de unirla a un huérfano medio hombre— sería rechazado de manera tajante por su padre y hermanos varones. Tanthalas decidió que haría un bien a todos dejando su patria. No conocía más que a una persona «en el mundo exterior», así que, al cumplir los ochenta —una edad temprana de acuerdo con los cómputos elfos—, salió de Qualinesti en busca de su amigo Flint.
No tardó en encontrar Solace, donde el enano le dispensó una cálida acogida. Fireforge lo llevó con él en sus viajes de trabajo. El semielfo resultaba útil con la teneduría de libros, cobro de facturas atrasadas y «rescate» de Flint en las tabernas. Por añadidura, el joven entretenía a los clientes ricos con canciones y relatos elfos. Gracias a él prosperaron los negocios, y el maestro artesano, muy satisfecho, lo hizo socio amén de amigo. Tanis adquirió su propia casa en la localidad de Solace y, durante veinte años, residió allí en una especie de paz intranquila.
Kitiara
En la época en que Tanis se instaló en Solace, una niña de trece años abandonaba el mismo burgo para vivir azares y experiencias. Tan extraordinaria muchachita era Kitiara.
El padre de Kit era un guerrero fornido, de diabólica apostura, procedente de una familia noble de Solamnia. (Nota de Caramon: Se llamaba Gregor Uth Matar. Tenemos razones fundadas para suponer que era pariente del caballero Gunthar Uth Wistan. Pero, si es así, no hay rastro de él en las crónicas familiares). Por motivos que sólo él conocía, Gregor desertó de su patria. Emprendió una existencia errabunda por todo el continente, alquilando su brazo mercenario a quien le pagara el precio estipulado. Consumado espadachín y ajeno al miedo en el combate, le hacían a menudo suculentas ofertas. «La espada es el poder, la espada es la verdad», era uno de sus axiomas que Kitiara solía repetir.
Gregor jamás volvió a pisar su tierra. Corrían rumores de que había cometido allí algún delito inconfesable. Incluso se barajaba la posibilidad de que fuera un Caballero de Solamnia y hubiera tenido que huir de un castigo fatal, ya que la hermandad se rige por normas estrictas. En ocasiones recibía dinero de origen ignoto. Aunque él nunca lo dijo, Kitiara estaba persuadida de que era su familia quien se lo mandaba.
Gregor Uth Matar flirteó con mil mujeres en sus vagabundeos, pero cuidó de evitar las relaciones demasiado estables hasta que tuvo la desgracia de enamorarse perdida y apasionadamente de la frágil y delicada hija de un mercader de clase media afincado en la ciudad de Haven. Soñadora, visionaria y romántica, Rosamun fue fácil víctima de sus encantos. El guapo y enigmático guerrero encarnaba todos sus sueños. Si hubiera recurrido a sus dotes de vidente para escarbar en su futuro, la dama habría vislumbrado mares de penalidades. En cambio, cegada por el amor, accedió a escapar en su compañía.
El conquistador amante podría haber seducido y dejado a Rosamun, mas estaba hastiado de su vida sin norte —al menos de forma temporal— y la desposó. Se establecieron en Solace y fueron gastando las riquezas acumuladas por Gregor. Kitiara, su primogénita, nació poco después de la boda.
Por desgracia, las ganancias del mercenario no iban a durar siempre. Juzgándose por encima de las tareas corrientes, abandonó el hogar para buscar fortuna en la guerra. El fuego de la pasión se enfrió con la prolongada ausencia. Aparecieron otras mujeres. No se molestó en ocultar tales idilios a su esposa, y Rosamun, al darse cuenta de que perdía el cariño de su amado, se hundió de modo paulatino en el pozo sin retorno de la locura.
Siempre había estado sujeta a trances, que algunas veces la impulsaban a caminar como una sonámbula durante varias horas seguidas. Los períodos de irracionalidad se hicieron más frecuentes al percibir que naufragaba su matrimonio. Gregor permanecía fuera de casa el mayor tiempo posible y sólo regresaba para ver a su pequeña. Parecía evidente que nunca tendría un hijo varón concebido con su esposa. Así, pues, volcó todo su afecto en Kitiara.
Temperamental, terca y de talante aventurero, Kit se percató a una edad temprana de que su quebradiza madre no tenía autoridad sobre su persona. Ella profesaba a su progenitora poco amor y menos respeto, mas adoraba a su padre. Su única obsesión era agradarle. Cuando Gregor le trajo una espada de madera de una de sus expediciones, la niña mostró tanto interés por el regalo e hizo gala de tanta pericia, que el hombre se tomó el tiempo necesario para enseñarle a manejarla como es debido. Desde aquel día, las muñecas y las labores domésticas quedaron arrinconadas.
Pese a que Rosamun bramó y protestó, Gregor empezó a instruir a su hija en las artes bélicas. A los siete años, Kitiara presenció su primera batalla. Tras cortarle la larga melena negra, Uth Matar la sacó a hurtadillas de casa y la llevó consigo, presentándola como su vástago. La destreza de la novicia con el acero, incluso en fase tan precoz, le valió las alabanzas de los guerreros adultos. Le encantó la vida en el campamento. El espectáculo de la refriega, que vio desde una loma, la llenó de excitación. Mientras la contemplaba, a horcajadas en el caballo de su padre, este pronunció tres máximas que habían de grabarse a fuego en su cerebro: «No des margen al enemigo», «Gana por cualquier medio a tu alcance», y «La única posesión que merece la pena en un mundo incierto es el poder».
Al regresar ambos al hogar, la enfurecida Rosamun armó una escena. Incapaz de tolerarla ni veinticuatro horas más, Gregor resolvió dejarla para siempre. Antes de irse, no obstante, hizo un aparte con su apenada niña y, en secreto, le describió un escudo solámnico. Según él, era el emblema heráldico de su familia. Si se veía en apuros, Kit debía viajar a Solamnia y rastrear a los de su estirpe. (Nota de Caramon: Mi hermanastra nunca reveló a nadie cómo era aquel escudo). Advirtió a la pequeña que quizá no sería bien recibida, mas los nexos del parentesco eran fuertes y no la repudiarían.
Kitiara se juró a sí misma que sólo se presentaría ante sus abuelos paternos si podía demostrarles que no era inferior a ellos. Se despidió de su padre serena, sin derramar una lágrima. Desde la fecha de su partida conservó el ondulado cabello muy corto, en anticipación de un futuro no muy lejano en el que había de ejercer de guerrera. Planteó con toda claridad a su madre que siempre la despreciaría, y que se quedaría a su lado únicamente hasta asegurarse de haber adquirido vigor y maestría suficientes para desenvolverse por su cuenta.
Rosamun no tardó en contraer segundas nupcias. Esta vez eligió, con mejor tino, a un leñador bonachón e industrioso. Gilon Majere era un tipo sencillo, lo que no le impedía leer en los corazones ajenos. Prodigó cuidados a su esposa, presa ahora de espantosos ataques de demencia, y procuró hacerle grata la existencia en los momentos de lucidez. No tenían mucho dinero, lo que constituía para él una causa constante de preocupación. Tampoco congeniaba con su hijastra, pero desde el principio había intuido esta falta de entendimiento y, gracias a su inteligencia natural, decidió que lo más sensato sería no interferir en su independencia.
Caramon y Raistlin
Cuando Kitiara tenía ocho años, su madre dio a luz dos hijos gemelos. Unos de ellos, Caramon, fue un bebé fuerte y sano. Pero el otro, al que impusieron el nombre de Raistlin, estuvo en un tris de morir al nacer. Rosamun pasó meses enferma después del doble parto. Gilon hubo de trabajar día y noche para alimentar a su familia. Debido a las extravagancias de Rosamun, los vecinos la eludían. Recayó, por consiguiente, en Kit la tarea de ocuparse de sus hermanastros, en particular del más débil.
En tales circunstancias, el primer rival al que tuvo que combatir la muchacha, y antes de lo que imaginaba, fue la muerte. Raistlin empeoraba a ojos vistas. No había ya en el mundo clérigos con virtudes sanadoras, puesto que se habían esfumado al estallar el Cataclismo. La comadrona que había ayudado en el alumbramiento dijo a Kitiara que perdía el tiempo, que el pequeño estaba sentenciado de antemano. La joven se encolerizó; llegó incluso a golpear a la mujer y echarla de casa. Atendió al niño enfermizo sin tregua, a todas horas, forzándolo a vivir a través de su propia voluntad de sacarlo adelante. Venció: aunque nunca fue robusto ni gozó de excesiva salud, Raistlin se salvó.
Rosamun salió de su postración, si bien nunca se recuperó del todo ni corporal ni mentalmente. Hubo de conformarse con dejar que su primogénita criara a los muchachos. Kit asumió de buen grado su papel de madre suplente. Abrigaba la esperanza de entrenar a dos luchadores que fueran los lugartenientes idóneos para respaldarla a ella, la capitana, pero no le quedó más remedio que aceptar los hechos; es decir, que sólo Caramon reunía las condiciones imprescindibles en un guerrero. Raistlin continuaba siendo endeble y propenso a enfermar. Unos pocos lances contra Kitiara lo dejaban sin resuello. La hermanastra, que a la sazón contaba doce años, meditó largas horas a fin de dilucidar qué arte podía enseñar al pequeño que compensase su flaqueza endémica. Fue, sin embargo, Gilon quien halló la clave del porvenir de Raist.
Un día, poco antes del quinto cumpleaños de los gemelos, Gilon llevó a los tres jovencitos a la Feria de la Luna Roja, una festividad que se celebraba anualmente en Solace. En aquella jornada actuaba Waylan, el ilusionista local. No era ningún genio, pero sí apto para cubrir el circuito de la reducida localidad. Había en su repertorio unos cuantos trucos de prestidigitación y hasta algún que otro hechizo de auténtica magia. Caramon lo contempló unos minutos boquiabierto y luego perdió interés y fue a vagar por el recinto hasta que se unió a su hermana en la arena, donde unos mercenarios exhibían su destreza en derribar a sus respectivos rivales.
Raistlin permaneció sentado en absoluto mutismo, pendiente de la demostración del mago. No se separó del artista en todo el día y vio su número una y otra vez. Por la tarde, de regreso a casa, Gilon quedó petrificado al comprobar que su hijo realizaba a la perfección todos y cada uno de los juegos de artificio de Waylan.
Tanto el padre como Kitiara supieron de inmediato que en la magia estribaba la gran oportunidad de Raist, aunque diferían sus criterios sobre cómo esta había de ayudarlo. Para Gilon era un medio de supervivencia; para la chica, la senda hacia el poderío.
A la edad de seis años, Raistlin fue conducido por su padre a presencia de un reputado maestro de hechicería que vivía cerca de Solace. Aquel hombre dirigía una prestigiosa escuela, algo insólito en una época en que la práctica de la magia despertaba sospechas y sus artífices —incluidos los Túnicas Blancas— eran escarnecidos y vilipendiados.
En un primer momento, el rapaz no causó al maestro una impresión muy favorable. Raist era uno de esos niños que hacen sentir incómodos a los adultos. Casi nunca hablaba; prefería mirar fijamente a los ojos de los otros como si desnudara sus mentes. Poseía una memoria fenomenal: podía recitar complicadas historias y conversaciones tras oírlas una sola vez. Descollaba, además, en matemáticas. El maestro detectó tales cualidades en las pruebas preliminares a las que sometió al niño. En los exámenes quedó asimismo constancia de que Raistlin había heredado de su madre sus condiciones para la magia.
El hechicero en cuestión indicó a Gilon que, aunque su hijo estaba dotado para lo arcano, tenía pocas probabilidades de resistir el exhaustivo estudio que este arte requería. En primer lugar, su salud vacilante retrasaría sus progresos. Además, si bien se abstuvo de mencionarlo ante el padre, el pequeño le inspiraba algo más que antipatía.
Mientras debatían el asunto en el aula principal de la escuela, maestro y padre se apercibieron de que Raist se había esfumado. Tras una breve búsqueda lo localizaron en la biblioteca del hechicero, arrellanado en una confortable butaca y con un enorme libro abierto sobre las rodillas.
El hechicero lo regañó.
—Este es un tomo de sortilegios —dijo, al mismo tiempo que se lo arrebataba—. No debes jugar con él.
Raistlin enfocó al maestro con sus ojos grandes y oscuros, desproporcionados en una faz pálida y de óvalo anguloso, y replicó con frialdad:
—No jugaba. Lo estaba leyendo.
—Eso es imposible —afirmó el otro—. Se precisan años de estudio para interpretar los símbolos arcanos.
Por toda respuesta, el muchacho se encogió de hombros y empezó a leer una fórmula en voz alta.
—¡Detente! —gritó el mago, azuzado por visiones de los diablos que el pequeño, en su ignorancia, podía convocar en la sala.
Raistlin fue admitido sin más trámites como alumno de la escuela.
Kitiara tenía ahora trece años. Ya no debía forjar el futuro de sus hermanos. Uno estaba aprendiendo maestrías que lo beneficiarían en su vida ulterior —y quizá también a ella—, y Caramon, que se hacía más alto y fortachón que los otros rapaces de su edad, se transformaría por sí mismo en un guerrero excelente. La joven decidió que aquí terminaba su responsabilidad. Hizo su hatillo y abandonó el hogar materno.
Tasslehoff
Menos de una semana después de la marcha de Kitiara, apareció en Solace un kender llamado Tasslehoff Burrfoot. Este kender transportaba un equipaje compuesto por una caja atestada de mapas y una variopinta colección de artículos, demasiados para enumerarlos, que había «adquirido» en sus vagabundeos a través del continente de Ansalon. También figuraban entre sus pertenencias un juego completo de herramientas de forzar cerraduras, regalo de su padre, y una vara jupak. Debe citarse, por último, como parte de sus posesiones un sinnúmero de relatos de aventuras, de los cuales su favorito era el de un anillo que lo había teleportado a extraños parajes.
La llegada de Tas a Solace coincidió con la Fiestas de Primavera. Las calzadas, por regla general intransitables en invierno, comenzaban a abrirse, y el enano Flint se preparaba para vender en el mercado sus obras de artesanía. Los comerciantes de Solace tenían la costumbre de exponer sus productos durante las Fiestas, y Fireforge no era una excepción. Sus bellas joyas, fantásticos juguetes y otros objetos más prácticos, de uso doméstico, estaban dispuestos en su céntrico puesto de la feria. Al pasar junto al quiosquillo, el kender hizo un alto a fin de admirar la exquisita mercancía. Como todos los de su raza, Burrfoot reconocía el trabajo bien hecho con sólo verlo.
Lo cautivó en especial un brazalete de cobre. La pieza era realmente soberbia. Encandilado, ojeó el entorno en busca de alguien que le informara del precio. (Nota de Caramon: Eso fue lo que siempre sostuvo Tas. Flint insistió en que el kender examinaba el terreno para asegurarse de que nadie lo observaba). No había nadie en aquel momento. Tanis, que no participaba en la venta, estaba desayunando en el posada El Último Hogar. Flint se había refugiado en la tienda anexa al mostrador, donde se refrescaba con la sabrosa cerveza de Otik.
Tasslehoff se probó la pulsera. Se ajustaba a su brazo como hecho a medida; era evidente que la habían confeccionado para él. Movió la extremidad a derecha e izquierda, maravillado por la forma en que la alhaja capturaba los rayos solares. Volvió a dar una ojeada buscando al dueño del puesto, con la exclusiva intención de preguntar el precio. Fue inútil.
—Pasaré más tarde —masculló.
Era exactamente lo que pensaba hacer. También estaba resuelto a restituir el brazalete al sitio donde lo había encontrado. Por desgracia, cuando iba a quitárselo, un malabarista ambulante empezó a hacer gala de sus facultades en un lugar próximo y, según su versión, el kender quedó tan ensimismado que lo siguió y se alejó luciendo —de manera accidental, claro— la joya.
De repente, alguien vociferó a su espalda:
—¡Detened al ladrón!
Burrfoot escudriñó la zona, ansioso de poner la vista encima al desaprensivo que acababa de robar las propiedades del prójimo. No había cerca nadie de aspecto sospechoso, salvo un enano viejo y con la cara congestionada que —para sorpresa de Tas— lo agarró por el pescuezo y llamó a gritos a los guardias.
Tanis, que regresaba de la posada, vio un corrillo de personas junto al puesto de Flint. No era el tipo de muchedumbre que atraía al semielfo, gentes que señalaban y fisgaban. Al oír un rugido del enano, sin embargo, suspiró y echó a correr, mientras se preguntaba en qué nuevo atolladero se había metido su amigo.
Tras abrirse camino entre los curiosos, encontró a Fireforge temblando de pura ira y tratando, al parecer, de retorcer el brazo de un kender hasta descoyuntarlo, a la vez que pedía auxilio a los vigilantes con toda la potencia de sus pulmones.
—Gracias de todos modos —se excusó Tanis ante los guardianes—, y perdonad las molestias. Yo me encargo de acallar este alboroto.
Asió al enano con una mano y al kender con la otra, los llevó a un rincón discreto e imprecó a Flint, sin levantar la voz:
—En nombre del Abismo ¿qué ha sucedido?
Fireforge dio un manotazo a Tas, que lo miraba con expresión de inocencia.
—Este pequeño ratero…
—¡Ratero! —se ofendió el otro, y apretó un puño amenazador.
—¡Me ha robado la pulsera de cobre! —terminó Flint.
—Yo no he robado nada —protestó Tasslehoff, muy ofendido.
—¡La llevas puesta! —bramó el enano, fuera de sus casillas y pateando el suelo.
—¡Ah! —exclamó el acusado, y posó los ojos en la alhaja que se ceñía a su brazo—. ¿Te refieres a esta? ¿Es tuya? ¿La has labrado tú? Considero un honor —añadió solemne, con acento sincero, extendiendo la mano— conocer a alguien de tan extraordinario talento. Pero —prosiguió, ahora severo— no deberías dejar tus artículos al alcance de los amantes de lo ajeno. Ha sido una suerte que ya custodiara el brazalete. De lo contrario, alguien podría haberlo sustraído. No tiene importancia, no espero que me des las gracias.
—¡Gracias! —balbuceó, anonadado Flint.
—De nada, pero ya te he dicho que no te esfuerces —repuso Tas con una sonrisa exultante.
Tan furioso que ni siquiera podía articular palabra, el enano hubo de limitarse a clavar la vista en Burrfoot, mientras Tanis, reprimiendo un deseo imperioso de revolcarse en el suelo de risa, empujaba a ambos litigantes a la parte trasera del mostrador.
—Soy Tasslehoff Burrfoot —se presentó el kender, y de nuevo tendió la mano.
—Y yo Tanis, el Semielfo —se identificó también el joven ayudante, a la par que estiraba la palma para responder al saludo y daba un disimulado codazo al enfurecido Flint.
—Flint Fireforge —gruñó este, y abrió también la mano—. ¡Dame mi pulsera! —reclamó, arrebatando al otro la pieza en el momento en que la deslizaba, con aire sensual en sus saquillos.
—Tienes aquí un mapa muy interesante —cambió Tanis de tema, después de recoger un pergamino que se había caído del cinto de Tas—. He oído comentar que los de tu raza sois unos buenos cartógrafos de Ansalon. ¿Me permites que le dé un vistazo? Saldremos hacia el sur dentro de unos días…
—¡Entonces necesitaréis mi mapa! —lo interrumpió el kender, rebosante su faz de felicidad y orgullo—. Fíjate, esta es una ruta nueva que inauguraron hace poco. Se me ocurre una idea: ¿por qué no os lleváis el mapa y a su autor, a mí?
Indiferente al alarido contrariado de Flint, el semielfo se encorvó sobre el mapa y dejó que Tasslehoff le describiera el itinerario con detalle. Antes de que el enano supiera qué estaba pasando Burrfoot se había convertido en su compañero de andanzas. Y no sólo eso: hasta se mudó a su casa.
Los hermanos
Kitiara regresó de su primer viaje dos meses después. Se había desarrollado, tenía los músculos más firmes y la tez curtida. No reveló a nadie dónde había estado, pero dio a su padrastro un dinero con el que pagar su manutención y alojamiento durante una estancia prolongada. Blandía un arma, una espada de verdad. Caramon la inspeccionó, y se horrorizó al ver sangre coagulada junto a la empuñadura.
La muchacha constató satisfecha que sus hermanos habían adelantado mucho en su formación. Le llevó a Caramon una espada, también verdadera, como obsequio, y advirtió enorgullecida que la manejaba ya sin titubeos. En cambio, no le agradó tanto el carácter del muchacho. El luchador había adquirido el lamentable hábito de ayudar a sus oponentes a incorporarse después de haberlos abatido. Raistlin, a su vez, avanzaba en los estudios de hechicería. Su talante reservado, su laconismo y perspicacia le había valido el apodo de «el Taimado». Había ocasiones —siempre que debatían temas tales como el poder y la ambición— en que entre la chica y su hermano fluía una corriente de perfecto entendimiento.
Al volver a partir de Solace, Kitiara lo hizo tranquila en lo concerniente a sus hermanastros, suponiendo que, de acuerdo con un antiguo proverbio, las carencias de un gemelo entrañarían las ganancias del otro.
A medida que transcurrían los años duraban más y más los viajes de la joven, espaciándose los retornos. Siempre que recalaba en casa, venía cargada de acero, joyas e historias de guerra y gloria.
Cuando Caramon y Raist tenían dieciséis años, su padre murió en un trágico accidente. La madre, rota de dolor, se sumió en uno de sus trances y nunca más salió de él, terminando por fallecer de inanición.
Gracias a los delirios y total negligencia en vida de su progenitora, ambos adolescentes sabían desenvolverse por sí mismos. Raistlin asistía aún a la escuela, donde era un alumno brillante en hechicería y desastroso en urbanidad. Si las clases le aburrían —un suceso casi cotidiano— no se tomaba la molestia en disimular sus bostezos ni el desprecio que profesaba a condiscípulos e instructor. De estructura débil y salud precaria, no tenía nada en común con sus compañeros. No le entristecía que fuera así. Era consciente de su superioridad, de estar más capacitado que ellos para la asimilación y el ejercicio de la magia.
Lo peor del caso fue que Raist jamás desperdició la oportunidad de hacer ostentación de su intelecto. Esta circunstancia, unida a su quebranto física, hicieron de él blanco ideal de los fanfarrones. Caramon tenía que intervenir con frecuencia a fin de rescatarlo del tormento (Nota de Caramon: Tales experiencias infundieron indudablemente en mi hermano una profunda e imperecedera compasión por los marginados y desheredados del mundo, compasión que nunca perdió del todo).
Raistlin poseía asimismo un arraigado sentido de la justicia, que armonizaba con la tendencia innata de su gemelo a obrar el bien. Cualquier que se viera en apuros podía apoyarse en ellos. Los puños de uno y el dominio del otro de la prestidigitación y algunos sortilegios menores zanjaban casi todas las dificultades.
Pronto, ambos hermanos se granjearon el respeto y la admiración de los habitantes de Solace. Caramon, apuesto y popular, era el héroe predilecto de los jóvenes de su generación —en especial del sexo femenino—. Pocos simpatizaban con el hechicero en ciernes, aunque valoraban sus méritos en el campo arcano y lo toleraban por afecto a su gemelo. Eran indisociables.
De todas formas, fueron las aptitudes mágicas de Raistlin las que, un buen día, estuvieron a punto de causarles graves inconvenientes.
Tasslehoff al rescate
Paseaba Tas por las calles de Solace, cuando de súbito reparó en un grupo de lugareños que aplaudían a un mago, un adolescente que realizaba trucos de ilusionismo excepcionalmente logrados para alguien de su edad. Impresionado, el kender se paró a mirar el espectáculo y hasta consiguió retener su impulso de «recoger» dos o tres de las monedas que el público lanzaba a los pies del artista. (En lo referente a las que sí tomó, tenía la sana intención de dárselas al joven, pero el dinero se adentró por error en los pliegues de sus saquillos).
Mientras disfrutaba, al igual que los otros espectadores, de la actuación, irrumpió en escena un airado sujeto de mediana edad, un hechicero vestido con caros ropajes blancos que se hizo una brecha a empellones entre la concurrencia e inmovilizó, con un ademán violento, al conjurador.
—¿Cómo te atreves a explotar tus conocimientos con afán lucrativo? —reconvino el Túnica Blanca al muchacho—. ¡Insensato! Atentas contra la reputación de mi escuela.
«¡Qué hombre tan desabrido! —pensó el kender, compadeciéndose del chico que recibía el chaparrón y que, por añadidura, presentaba una apariencia frágil—. Creo que debería tener unas palabras con él. Seguro que ha habido un malentendido».
Tas se acercó al individuo mayor, que todavía gritaba y abochornaba al jovencito, alzó el brazo para asirle la manga y su mano tropezó, sin saber cómo, con una bolsa. Contenía ingredientes de hechicería.
Al notar un tirón en su cinto, el tipo del alba túnica se inclinó hacia el intruso. El ilusionista aprovechó la ocasión para escabullirse.
—¡Por favor, tíramela! —rogó otro joven a Tasslehoff desde la primera fila. Era fornido, aunque en lo demás tenía un pasmoso parecido con el que acababa de escapar.
—¡Un juego! —se alborozó el kender—. ¡Qué estupendo! —Y arrojó la bolsa al chico musculoso.
El mago adulto, que literalmente echaba espuma por la boca, se puso a dar saltos para recuperar su saquillo, en medio de la jocosidad general. Estaba Tas en lo mejor de la diversión, cuando esta terminó de modo brusco. Un humano de enorme estatura y expresión ceñuda le arrancó el objeto de entre los dedos —se lo habían vuelto a pasar—, y se lo devolvió al hechicero con una cortés inclinación de cabeza y pidiendo excusas. El otro rezongó algún improperio, aceptó la bolsa y se alejó.
—¡Maldita sea, Sturm, has estropeado la broma! —dijo el muchachote robusto. Conservaba, no obstante, el buen humor.
—Raistlin no debería provocar así a su maestro, Caramon —respondió el tal Sturm—. Tiene que tratarlo con más deferencia.
—Sí, no te quito la razón —convino el otro—. Pero mi hermano sólo pretendía ganar un poco de dinero. Atravesamos tiempos difíciles, y no nos regalan la comida. —Se giró hacia Tas y añadió—: Agradezco tu ayuda, hombrecillo.
—Mi nombre es Tasslehoff Burrfoot —dijo el kender, y tendió su diminuta mano con su proverbial cordialidad aunque, en el fondo, consideraba insultante lo de «hombrecillo».
—Yo me llamo Caramon Majere y él es Raistlin, mi gemelo —repuso el grandullón, indicándose a sí mismo y al joven conjurador, que había vuelto al desaparecer el Túnica Blanca.
—Sturm Brightblade —se presentó también el que se había inmiscuido a última hora. Tas le calculó más edad que a los hermanos, si bien no debía sobrepasar la veintena.
«La curiosidad cura al gato», reza un dicho kender. Provisto de esa cualidad en el mismo grado que cualquier otro miembro de su pueblo, Tasslehoff escrutó a los tres humanos, sobre todo a los gemelos, tan semejantes y a la vez opuestos como el día y la noche: uno con el semblante atractivo, afable, rezumante de honestidad, y el otro con ojos fulminantes y aviesos. Del tercero, el severo Sturm, dimanaba un aire de nobleza. Era palpable que no procedía de la comunidad campesina de Solace.
«¿De dónde será? —se preguntó Burrfoot—. ¿Accedería Raistlin a enseñarme sus sortilegios? ¿Es Caramon lo bastante forzudo para alzar un caballo?».
Repleta su cabeza de estos y otros cien interrogantes, el kender se apresuró a invitar a los tres a cenar en su casa.
Por aquellos días Tanis se hallaba ausente, de visita en Qualinesti. El semielfo oía periódicamente la llamada de su patria elfa, aunque se arrepentía de haber acudido en cuanto ponía los pies. Laurana seguía tan enamorada como siempre, y el joven sospechaba —aunque ellos nunca habían dicho nada— que los hermanos, Gilthanas y Porthios, habían descubierto el amor de la princesa hacia él, un bastardo semihumano. La vida en su tierra no era placentera para Tanis. Al despedirse, siempre se prometía no regresar jamás.
Flint añoraba a su amigo —aunque nunca lo admitía—, y se alegró de rodearse de más juventud. Les sirvió un delicioso ágape —le escandalizaron las cantidades que devoró Caramon—, y los cinco personajes se sentaron en torno a la chimenea para una sobremesa que se alargó hasta altas horas de la madrugada.
Sturm Brightblade
El muchacho al que Tas había calculado unos veinte años sobresaltó al enano y al kender al anunciarles, en tono grave, que era hijo de un famoso Caballero de Solamnia. Los dos pequeños oyentes cruzaron una mirada de inteligencia. Siglos atrás, en la época del Cataclismo, los caballeros había caído en desgracia. Muchos fueron asesinados y los restantes enviados al destierro u obligados a esconderse. Era evidente que este era el caso de la familia de Sturm.
Detectando y comprendiendo aquel intercambio visual, Brightblade irguió la cabeza con altivez y declaró:
—Mi padre es un caballero de cuerpo entero: no corre por mis venas sangre impura. No incurrió en el latrocinio ni en la vida al margen de la ley, como hicieron otros. Cuando se hizo demasiado peligroso refugiarse en nuestra mansión nos mandó a mi madre y a mí al sur, donde sabía que estaríamos a salvo hasta que se calmaran las cosas. Espero un mensaje suyo de un momento a otro.
En este punto, Tas vio que Caramon hundía el codo en el costado de su hermano. Volviéndose acto seguido hacia el kender y Flint, el luchador les explicó en un susurro poco comedido:
—No ha tenido noticias de su padre en varios años.
Raist frunció el entrecejo y meneó la cabeza, dos gestos por los que reprobaba el inoportuno comentario de su gemelo. Las mejillas de Sturm se sonrojaron. Fijó los ojos en las llamas, se mordió el labio y, poniéndose de perfil para evitar que lo espiaran, se frotó con la mano los humedecidos párpados.
El bondadoso enano derivó raudo la conversación hacia otros derroteros, más todavía al percibir que Tas iba a formular una de sus temibles preguntas a Sturm.
—Ambos portáis espada —dijo Fireforge con su mejor acento gruñón—. Pero ¿alguno de vosotros, cerebros de mosquito, sabe empuñarla?
Los dos jóvenes, Caramon y el caballero, se levantaron de un brinco para exhibir su pericia de espadachines. Libraron con su viejo anfitrión un amago de batalla, cuyas secuelas fueron algunos muebles volcados y la vajilla hecha añicos. Tasslehoff logró inducir a Raistlin a mostrarle los trucos de algunos de sus juegos de magia, y la velada concluyó felizmente. Los tres humanos pasaron a ser asiduos visitantes de la casa.
Tanis, el salvador
Una noche, de vuelta a casa tras una de sus perturbadoras visitas a Qualinesti y mientras estaba tumbado, profundamente dormido en la espesura, Tanis fue despertado por un chillido ensordecedor. Al identificar, un poco más despejado, el fragor de una riña y una vez femenina, el semielfo echó a correr a través del bosque hacia la fuente del desorden. Topó con una mujer joven que, al parecer, defendía su vida frente a una cuadrilla de goblins.
Tanis fue sin demora al rescate de la amenazada y despachó al último truhán con su espada. Convencido de que la bonita muchacha se abrazaría a su cuello entre sollozos de gratitud, el salvador sufrió un tremendo desengaño cuando la moza se le arrojó al cuello, sí, pero con el obvio propósito de estrangularlo.
—¿Cómo osas fastidiarme una distracción tan emocionante? —demandó la chica, irritada, tras soltar un reniego que ruborizó hasta a un templado guerrero como el semielfo—. Tenía la situación bajo control, estaba jugando con esos infortunados.
—Oí tus gemidos y… —se justificó Tanis, a la vez que se desembarazaba como mejor podía de la agresiva criatura.
—¿Gemidos? —vociferó ella en un acceso de cólera. Se apartó y apuntó con el filo de su espada a Tanis, que retrocedió a fin de salir de su radio de acción—. ¡Era él quien gimoteaba, no yo! —agregó la muchacha y, mientras aspiraba una bocanada de aire, señaló a un goblin muerto y clavado a un árbol por una daga.
Cuando trataba de escapar —bien es cierto que no puso en ello sus cinco sentido—, Tanis el Semielfo dio un traspié con una raíz y cayó boca arriba. La mujer se abalanzó en un abrir y cerrar de ojos. En aquel instante, su rabia se transformó en atracción hacia el guapo joven. En cuanto a él, ya antes había quedado fascinado por un ser tan salvaje y hermoso. La justa degeneró en una lucha amistosa entre el follaje…; una lucha muy, pero que muy amistosa.
Paseo en barca
Entretanto, Flint aguardaba el retorno de Tanis para emprender su ronda anual. Por suerte, el enano estaba de lo más entretenido. Había descubierto que sus nuevos amigos eran unos ases en artes marciales o mágicas, mas no tenían la menor experiencia en la vida campestre. Así pues, Fireforge y Tas organizaron una excursión de varios días por las orillas del lago Crystalmir.
Fue un éxito. Flint instruyó a Caramon y Sturm en técnicas de caza y rastreo de gran utilidad, por las que ambos estarían en deuda con él hasta el fin de sus días. Raistlin aprendió a seleccionar las hierbas adecuadas a sus encantamientos. Todo iba a pedir de boca, hasta que Tasslehoff propuso que hicieran una expedición en barca.
En una embarcación que el kender aseveró haber «encontrado» —dejando a un grupo de pescadores en tierra mientras almorzaban—, Flint, el trío y él mismo iniciaron la travesía del lago. En medio del jolgorio, y un poco sobreexcitado, Caramon quiso pescar un pez con la mano. Se asomó demasiado, la barca osciló, volcó, y todos acabaron dándose un buen chapuzón.
Raistlin, listo por naturaleza, se situó bajo el casco y sacó la cabeza a flote, respirando gracias a la bolsa de aire que se había formado en la concavidad. Su gemelo, en cambio, se hundió como una roca. Flint se sumergió para salvarlo, mientras Sturm y Burrfoot —ambos buenos nadadores— enderezaban la nave y hallaban al hechicero en el proceso.
Los tres últimos embarcaron enseguida y examinaron la superficie atentos a un indicio del enano y Caramon. Divisaron no muy lejos un tempestuoso burbujear, pero este se disipó sin dejar más que un ominoso silencio. El caballero y Tas volvieron a zambullirse sin pensarlo dos veces. Sturm alzó a Caramon, que tosía y escupía agua pero, por lo demás, estaba ileso. El kender se ocupó de Flint, medio ahogado y en estado de pánico. Se precisó el esfuerzo coordinado de los cuatro para subirlo a la barca. El grandullón no tardó en recuperarse y echar a broma lo acontecido, mas Fireforge continuó largo rato en un rincón, presa de temblores y de un castañeteo de dientes que procedían más del terror que del frío. El único sonido que pudieron extraerle fue la promesa de que nunca, mientras viviera, se metería en aventuras acuáticas.
Kitiara y Tanis
Kit y el semielfo volvieron juntos a Solace. Él estaba como hipnotizado por la muchacha, aunque le disgustaban sus sueños de poder y su desmedida afición a guerrear. Siempre que trataba de censurarle en serio estas actitudes, Kitiara se las ingeniaba para desviar la discusión hacia temas más agradables. Con veinticuatro años, su belleza había florecido. El cabello azabache, todavía corto, se ensortijaba en torno a su rostro y, en vez de endurecerlo, le confería un delicado toque femenino que engañaba a cualquiera… excepto a quienes la miraban a los ojos, negros y gélidos.
La joven también había «florecido» en otros aspectos. Era una luchadora hecha y derecha, que hasta su padre habría temido. Había ahondado además en las estrategias de campaña, tanto que Tanis quedaba perplejo de sus conocimientos cuando se suscitaban estas cuestiones. Pero ¿de dónde había sacado tanta sapiencia? ¿Quién había sido su maestro? Siempre que el semielfo indagaba sobre su pasado, Kitiara le respondía mediante evasivas. Había estado en todos los confines de Ansalon, o eso decía ella, y luchado para diversos señores. Ahora regresaba a Solace con objeto de comprobar si sus hermanos menores seguían bien. Hablaba de ellos henchida de un orgullo casi maternal, que su enamorado juzgaba delicioso.
Kit se sentía más atraída por Tanis que por ningún otro de los hombres que se había cruzado en su camino. Al igual que su padre, era capaz de grandes pasiones. Sin embargo, supo sacar partido de las equivocaciones de su progenitor y no permitía que los sentimientos se interpusieran en la consecución de sus aspiraciones.
Por el momento, estaba plenamente satisfecha. El semielfo era de día un compañero inteligente y ameno, y de noche un amante fogoso. A Kitiara le gustaba porque era muy distinto de ella, introvertido y filosófico, si bien se burlaba de su necesidad de trazarse ideales que le proporcionaran una razón de vivir. La joven, citando a su padre, le replicaba que el poder era la única verdad posible.
Al arribar a Solace, y tras contar a la mujer disparatadas historias de Flint y Tas, Tanis la llevó a casa del enano para que conociera a la peculiar pareja. Encontraron a Fireforge en el lecho, con un ataque de lumbago fruto de su accidente lacustre. Lo acompañaban en su aflicción los hermanos de Kit —lo que asombró sobremanera a la muchacha— y Sturm, el amigo de estos.
Un año idílico
Flint hubo de guardar cama durante meses, lo que le impidió realizar su viaje anual. A nadie le importó. Kitiara tuvo ocasión de constatar que Solace no era tan aburrido como ella recordaba. Sus hermanos, Tanis, Sturm, el irresistible kender y la joven misma trabaron una amistad fuera de lo común.
En el verano se sucedieron las cacerías y acampadas en la montaña. Tanis solía contar a los otros relatos de los elfos, Kit sus hazañas bélicas y Tasslehoff inventaba leyendas de una desbordante fantasía. Raistlin se perfeccionó en la profesión arcana. Caramon y Sturm en el manejo de la espada, y Flint permaneció postrado, rezongando por las diversiones que se perdía.
Al instalarse el invierno, los compañeros se reunían a diario en la posada El Último Hogar. Allí conversaban con gentes errantes e intercambiaban narraciones de distantes parajes. En primavera, Fireforge estaba restablecido y pudo comenzar los preparativos para su viaje estival.
Circulaban rumores de una creciente agitación en el país. Los amigos se enteraron de que cuadrillas de bandidos, ogros, goblins y seres aún más viles se infiltraban en zonas antes civilizadas y atacaban a los incautos. Tanis sugirió que, en vez de desplazarse a solas con el enano, se sumaran a la comitiva Kitiara y los demás para tener mayor protección. Flint accedió y todos se dispusieron a partir.
Sin embargo, la víspera del día en que había proyectado salir, se produjo un contratiempo. Al anochecer, Caramon y Raistlin se presentaron en el hogar de Tanis. El guerrero estaba muy alicaído, tanto que, aunque lo intentó, no pudo articular ni una palabra y hubo de dejar que su gemelo comunicara la noticia al semielfo. Con acento grave, el mago le explicó que Kit se había ido aquella tarde sin informar a nadie de su destino. Pidió a sus hermanos que la despidieran de Tanis, y que le dijeran que volverían a verse en otoño.
Los amigos se pusieron en marcha según lo convenido, emprendiendo la primera de la que sería una larga lista de aventuras. A medida que recorrían la región, hallaron múltiples muestras del malestar que les habían anunciado. Los falsos clérigos, adoradores de dioses sin poder, estafaban a los fieles con sus curas ineficaces hasta vaciarles la bolsa. Raistlin tenía un placer morboso en denunciar los engaños de estos charlatanes, con lo que forzaba a Caramon y Sturm a socorrerlo cuando las hordas de fanáticos pretendían quemarlo en la hoguera o confinarlo en lóbregos calabozos.
Kitiara cumplió su promesa y volvió en el otoño, saludando a Tanis como si lo hubiera abandonado sólo unas horas antes. Pese a que el semielfo, herido en su dignidad, al principio se enfadó con ella, acabó dejándose vencer por su ambigua sonrisa y ojos seductores. Pasado un tiempo, incluso se acostumbró a sus desapariciones.
La despedida
En el año 346, el panorama de Ansalon no podía ser más sombrío. Pocas eran las personas que transitaban por las calzadas, y quienes lo hacían iban armados hasta los dientes. Los negocios quebraban uno tras otro. Para Flint, pronto dejó de ser provechoso viajar. Manifestó, al fin, su deseo de retirarse. Aquella noche estaban todos en El Último Hogar, y de repente tomaron conciencia de que era su postrera copa juntos durante, acaso, varios años.
Sturm, que tenía entonces veinticinco años, había decidido ir al norte, a Solamnia, para investigar el paradero de su padre y reclamar su legado. Kitiara se ofreció a acompañarlo, alegando curiosidad por un territorio ignoto (Nota de Caramon: Nunca sabremos a ciencia cierta qué ocurrió entre Kit y el caballero durante aquel episodio, pero es casi seguro que el noble e idealista joven desenmascaró el alma corrompida de mi hermanastra. Tanis me confiesa que más de una vez Sturm pareció presto a prevenirlo, si bien el estricto código de honor de su hermandad le impidió entrometerse en asuntos que no le incumbían. En lo referente a Kitiara, su determinación de viajar al norte obedecía al anhelo de conocer a su familia paterna. Lo más probable es que nunca diera con ella. Después de separarse de Sturm en Solamnia, Kit se tropezó con Ariakas, a la sazón capitán de los recién creados ejércitos de los Dragones. Fue en esta época cuando mi hermana se enroló en unas fuerzas que acabaría comandando).
Kitiara animó a sus amigos a unirse a ellos, mas todos rehusaron.
Tanis adujo, de forma algo brusca, que necesitaba un período de soledad. La verdad era que su relación con Kit empezaba a tomar un cariz demasiado serio. El amor entre una humana y en elfo sólo podía concluir en tragedia, puesto que la mujer envejecería y moriría mientras él mantenía una relativa juventud. El semielfo esperaba que, tras dejarla y pasar un tiempo consigo mismo, conseguiría aceptar su condición de mestizo y encontrar la paz interior de la que había carecido durante tantos años… (Nota de Caramon: Ni siquiera en la actualidad nos ha revelado Tanis dónde estuvo aquellos cinco años. Laurana defiende la teoría de que no viajó a ninguna parte, que vagó entre las cumbres montañosas a fin de aislarse e impregnarse de naturaleza).
Raistlin y Caramon declinaron asimismo la invitación de su hermanastra. A sus veintiún años, Raist era un conjurador de primera magnitud. Aunque joven todavía para obtener el título de maestro, pues antes habría de someterse a la Prueba, anidaba en él la ambición de llegar a lo más alto y estudiaba con ahínco durante día enteros.
—Mi hermano y yo tenemos en perspectiva una larga y peligrosa odisea —dijo a los compañeros, y no les aclaró nada más.
Caramon se encogió de hombros, emitió una risotada y afirmó que seguiría a su gemelo de buen grado donde quiera que este fuera, sin otra condición que la oportunidad de aplastar unos cuantos cráneos de goblin de vez en cuando. (Nota de Caramon: La «odisea» como más de uno habrá adivinado, era la expedición que Raist y yo hicimos a la Torre de la Alta Hechicería, donde él se enfrentaría a la Prueba que había de suponer un cambio tan dramático en nuestras vidas).
Tasslehoff argumentó que estaba harto de ver siempre los mismos paisajes, y que ya conocía el norte. Insinuó que le apetecía más ir con Caramon y Raistlin, pero el hechicero le lanzó un gruñido tan significativo que el kender no insistió.
—Quizás intente averiguar qué fue de mi parentela —planeó Tas con su típica jovialidad—. Luego dejaré que me lleven mis pies. (Nota de Caramon: Nuestro pequeño amigo nos facilitó una relación detallada de sus peripecias para la redacción de este libro, incluido un inverosímil relato sobre un mamut lanudo. Es lamentable que la falta de espacio no nos permita reproducirlo. Le hemos prometido de todos modos, publicarlo en el futuro).
Flint acusó a los presentes de abandonarlo en bloque. En cualquier caso, habían llegado a sus oídos rumores de ciertos problemas acaecidos en su patria natal y se proponía verificarlos. Cando Tas señaló entre risas, que lo que tenía era un ataque agudo de nostalgia, el enano se puso hecho una fiera y le tiró una jarra de cerveza, que pasó rozando la cabeza del kender. (Nota de Caramon: Flint regresó a las colinas. En una fase del periplo lo capturaron los enanos gully, un incidente que se niega vehementemente a admitir. Creemos tener, no obstante, un informador de primera mano, y confiamos en poder narrar el suceso a los interesados en fecha próxima).
La conversación de los compañeros fue interrumpida por las travesuras de una juguetona adolescente de catorce años. Pelirroja, flaca y con la faz llena de pecas, la jovencita se acercó sigilosa a la espalda de Caramon y, en un alarde de destreza, le quitó su daga de la funda. El guerrero advirtió que todos sonreían, pero no se figuró lo ocurrido hasta que ella misma se delató estallando en carcajadas. El muchachote se puso en pie de un brinco y empezó a perseguir a la ladronzuela a través del local, golpeándose contra las sillas y volcando alguna que otra mesa. Intervino Otik, quien les avisó que iba a expulsarlos a los dos. La moza lanzó el cuchillo a su indignado propietario, con tan buena puntería que casi lo ensartó, e hizo mutis por la puerta de la cocina.
Caramon volvió a su sitio, meneó la cabeza y comentó:
—Esa Tika es la niña más fea que he visto nunca. Su padre va a sudar sangre para casarla (Nota de Tika: Caramon jura y perjura que no dijo tal cosa, pero yo escuchaba desde la cocina y lo oí).
Los amigos se echaron a reír, pero eran risas forzadas que enseguida se apagaron. Todos sabían que había llegado la hora del adiós, que sus caminos se bifurcaban. Independientemente de lo que les deparase el destino, los tiempos de despreocupación y juerga continuada tocaban a su fin. Fue Tanis quien, al rato, se dirigió a la callada asamblea:
—Cada año, en esta misma fecha, aquellos de nosotros que estén en Solace acudirán a la posada. Así nos iremos reuniendo, aunque sea de manera esporádica. Pero os conmino a jurar que, dentro de cinco años, nos encontraremos todos aquí.
—Eso si continuamos vivos. —Era Raistlin quien, con ojos centelleantes, hacía esta salvedad.
—Yo suscribo ese juramento —cortó Kitiara a su hermanastro—. Vendré a El Último Hogar dentro de cinco años exactos —anunció y extendió la mano en la mesa mientras miraba de soslayo a Tanis—. Quizás aparezca también antes —añadió, y esbozó su indefinible sonrisa.
—Yo estaré en esta misma mesa, puntualmente, el día acordado —coreó el semielfo, posando la mano encima de la de su amada—. Cuando no antes.
—Yo me comprometo por mi honor de caballero a regresar en ese plazo —dijo Sturm, y cubrió con su palma la de su predecesor.
—No faltaré —fue la promesa de Caramon. Su manaza enterró todas las otras.
—Ni yo tampoco —murmuró Raist, a la vez que aplicaba sobre el montón sus finísimos dedos, que apenas tocaron la rugosa piel de su hermano.
—¡No vayáis a olvidarme! Por nada en el mundo dejaría de asistir —exclamó Tas, y se encaramó en su asiento para coronar la torre de manos.
—El Abismo os confunda —refunfuñó el enano—; es posible que para entonces tenga asuntos que atender más importantes que contemplar vuestras caras descoloridas.
Pese a sus palabras, Flint estiró ambos brazos y recogió en sus encallecidas palmas las manos de sus compañeros.
—Que Reorx guíe vuestros pasos —deseó a todos— hasta que volvamos a vernos.
—Y ahora, si ya habéis terminado de hacer niñerías, debemos irnos —atajó Raistlin cualquier otra intervención y se levantó de modo abrupto.
—Sí —lo apoyó Caramon, tragando saliva para deshacer el nudo de su garganta.
De uno en uno, los amigos fueron desfilando hacia el exterior hasta dejar solo a Flint. El enano, suspirando y negando tristemente con la cabeza, estuvo casi toda la noche sentado en aquel rincón del establecimiento.