Capítulo 7

Rebobinó la grabación con el mando a distancia y se inclinó hacia delante para concentrar la atención en cada suculento detalle que proyectaba la pantalla del televisor. Aquel era su momento favorito, el instante en que el cuerpo temblaba ligeramente y la vida se desvanecía dejándolo laxo e inerte. Era maravilloso tener el control absoluto de ese instante y decidir cuándo había llegado el momento de que cada una de sus víctimas cerrara los ojos para siempre.

La sensación que arrasaba sus venas cuando los labios espiraban el último aliento era lo más parecido a un orgasmo, pero mucho más intenso, arrollador y dilatado en el tiempo. Durante semanas se sentía poderoso e invencible, ninguna droga podría emular el estado de continua excitación que sucedía a cada uno de sus trabajos, hasta que la sensación remitía y entonces tenía que volver a actuar.

El instante de mayor éxtasis se desvaneció y observó cómo su propia mano enguantada se acercaba al rostro pálido de Michelle Knight para tomarla con los dedos por la barbilla. Había sido una mala chica, protestona y muy poco cooperadora pero, precisamente por toda la resistencia que había opuesto, la diversión y el placer del que disfrutarían sus contactos estaban servidos.

Apagó el reproductor de DVD y recostó la espalda sobre el cómodo sillón del salón de su casa. Cruzó las piernas a la altura de los tobillos y recuperó el vaso de bourbon que había dejado sobre su mesa. Bebió un sorbo y paladeó el fuerte sabor del whisky mientras pensaba en todo el trabajo que todavía quedaba por realizar.

Los planes estaban saliendo a la perfección hasta que Roy Crumley no solo había permitido que una mujer con el aspecto de un ángel le sorprendiera mientras se deshacía del cuerpo de Knight, sino que el muy estúpido había encontrado su propia muerte cuando trataba de atrapar a la joven. Había cometido un descuido intolerable al enterrar el cuerpo a menos de un kilómetro de un campamento de caravanas. ¡¿Sería imbécil?! ¿En qué diablos estaba pensando? Los bosques de Irvine tenían una extensión de miles de hectáreas y a Crumley no se le había ocurrido inspeccionar la zona.

Meneó la cabeza y agitó el líquido ámbar, que trazó círculos en el interior del vaso. Eso le pasaba por haber delegado el trabajo sucio en un idiota.

Que la policía hubiera identificado el cadáver de Crumley le colocaba en una posición un tanto delicada, aunque jamás podrían encontrar una pista que lo relacionara con él, ya que se había encargado personalmente de eliminarlas. Excepto las copias de las grabaciones. Se llevó el disco duro de su ordenador pero no encontró los DVD que sabía que guardaba en algún lugar. Fue inútil preguntar a la señora Evans al respecto, la anciana no tenía ni idea de las oscuras prácticas de su hijo.

Bebió otro sorbo y lo paladeó con lentitud mientras continuaba reflexionando sobre las consecuencias de aquel inoportuno escollo.

Analizó las grabaciones desde el punto de vista policial. Las imágenes no ofrecían ni una sola pista sobre el autor de las muertes, había puesto especial cuidado en ello. Los planos eran limpios, solo enfocaban a la víctima, ni siquiera se podía adivinar el lugar donde se habían llevado a cabo. La única conclusión a la que se podía llegar tras vislumbrarlas era que no habían sido hechas para el mero uso particular. Hasta un tonto lo interpretaría así.

Tenía que idear una manera para reparar lo que Crumley había estropeado. De momento, había destruido las pocas pistas que podían vincularle a él pero, tal vez, eso no fuera suficiente. Pronto lo sabría y actuaría conforme a ello. No había motivo para preocuparse en exceso.

Bebió un segundo trago de su Coca-Cola Light y dejó la lata sobre el escalón de la caravana donde se hallaba sentada. La noche caía sobre Irvine al compás de su interés en la conversación que desde hacía rato mantenía con Glenn y Cassandra. Intentaba por todos los medios concentrarse en ella para sacarse de la cabeza aquello que la estaba martirizando desde que había llegado al campamento, pero no había forma de arrancarlo de allí.

Echó una discreta mirada a su reloj de pulsera. Eran las siete de la tarde y el tiempo para decidir si quería continuar sentada se agotaba con una rapidez asombrosa. Se removió incómoda sobre el duro asiento, apoyó la barbilla sobre el puño y miró a Glenn, dispuesta a seguir el hilo de aquello que estaba comentando, pero lo miró sin verle y le oyó sin escucharle.

¿Qué tenía de malo aceptar la invitación del detective Craven y cenar con él? Se había hecho esa pregunta unas cuantas veces durante el transcurso del día y siempre llegaba a la misma conclusión: «Él te gusta y tú le gustas». Eso era suficiente para mantener el trasero pegado al escalón de la caravana. Se mordió el labio y volvió a dirigir una rápida mirada a su reloj. Conforme pasaban los minutos la impaciencia que la embargaba iba ganando terreno y tomando control de sus extremidades. Sin darse cuenta, comenzó a golpear el suelo con la punta de su zapato.

- ¿Qué te sucede, Jodie? Pareces intranquila -observó Cassandra.

Jodie levantó la mirada del suelo y sonrió vagamente al cruzarla con la de su compañera.

- Estoy bien, es solo que… bueno, pensaba en mis cosas -dijo con aire de disculpa.

- Creo que te está aburriendo la conversación. Puedes compartir tus cosas en voz alta en el caso de que no sean privadas -la animó Glenn.

- No, no son privadas. Recordaba la audición de esta mañana -mintió.

Jodie la había borrado de su cabeza nada más salir por la puerta. Layla le había asegurado que el papel estaba hecho a su medida, pero, nada más presentarse ante el director del casting y sus compañeros, lo primero que le dijeron fue que buscaban a una joven que no tuviera ningún pudor en quitarse la ropa.

- ¿Qué tal te ha ido? -preguntó Glenn con interés.

- No demasiado bien. En realidad, no llegué a realizar la prueba -les contó lo de los desnudos-. Me pregunto si en esta condenada ciudad existirá algún papel en el que no tenga que quedarme en cueros.

- Tampoco es tan terrible, cariño. Yo lo hice en su día y, si volvieran a proponérmelo, no tendría ningún reparo en hacerlo -aseguró Cassandra.

Jodie hizo un gesto de negación al tiempo que recuperaba su Coca-Cola.

- Prefiero abrirme camino utilizando otras cualidades aunque, no me malinterpretes, no tengo nada en contra de que tú lo hicieras.

- Pues a mí me parece una postura admirable y te felicito por ello -salió Glenn en su defensa-. Aunque también es cierto que un desnudo tuyo causaría estragos en la taquilla y en tu cuenta corriente -sonrió, ajeno al mal humor que le despertaban esas palabras que siempre escuchaba de labios de Eddie Williams-. Un cuerpo bonito siempre llama la atención de directores, productores y personalidades importantes del cine. Probablemente, te abriría muchas puertas.

- Además, y no te lo tomes a mal -agregó Cassandra-, en tu trabajo en el Crystal Club prácticamente te paseas en cueros por todo el local. No encontrarías excesiva diferencia entre una cosa y la otra.

- Cassandra… -la amonestó Glenn, que percibió la ofensa en el semblante de Jodie.

- ¿Te ha molestado? No era esa mi intención -parpadeó la actriz.

- Aunque tú no lo creas sí que hay notables diferencias. Mi uniforme es atrevido pero no es ordinario y esconde perfectamente todo lo que yo quiero que esté oculto -puntualizó muy seria.

- Lo siento, ya te he dicho que no pretendía ofenderte.

Jodie aceptó sus disculpas pero dio por zanjada aquella conversación y se puso en pie.

- ¿Te marchas? -inquirió un decepcionado Glenn.

Él hacía todo lo posible por alargar las dos noches que Jodie pasaba en el campamento sacando temas de conversación de hasta debajo de las piedras con el fin de pasar todo el tiempo que pudiera a su lado. Pero esa noche en concreto, nada de lo que dijera la haría cambiar de opinión. Había tomado una decisión firme de la que esperaba no arrepentirse aunque ni siquiera se hubiera dado cuenta de cuándo lo había hecho.

- Sí, acabo de recordar que… olvidé conectar la alarma de casa y Kim va a pasar la noche fuera -improvisó, sorprendida por su capacidad de invención-. Tengo que ir a Costa Mesa. No me esperéis levantados.

Pasó los siguientes quince minutos arreglándose a toda prisa. Escogió unos vaqueros desgastados, una blusa blanca y unas botas planas que no se estropearían con la arena de la playa. El conjunto estaba bien para tener una cita informal, pues quería dar la sensación de que no se había arreglado demasiado para encontrarse con él. Frente al espejo del baño intentó hacer algo igualmente despreocupado con el aspecto de su rostro. Se dejó el pelo suelto después de cepillárselo, se puso un poco de sombra de ojos, rímel para alargar las pestañas y brillo en los labios. Estaba maquillada sin parecerlo.

Por último cogió una chaqueta y abandonó la caravana.

Ya en el coche puso algo de música para distraerse durante el primer tramo del trayecto. Era la primera vez que conducía de noche por el bosque y no estaba segura de cómo iba a afrontar esa nueva experiencia. Para su satisfacción, comprobó que la inquietaba más el encuentro con Craven que atravesar el bosque a oscuras.

Cuando llegó a la autopista de Newport Beach una reluciente luna menguante se dejaba ver en lo alto del cielo, tiñendo de plata las oscuras aguas del mar. La arena más cercana a la carretera mostraba un intenso color dorado potenciado por la luz ámbar que las farolas proyectaban sobre ella, y las copas de las palmeras que se alzaban a lo largo del paseo se mantenían estáticas debido a la ausencia de viento. Bajó unos centímetros la ventanilla y sacó una mano al exterior. El aire era húmedo pero no frío, y se preguntó por qué no estaría lloviendo a mares para tener así una excusa convincente que la obligara a regresar.

El muelle Pier apareció a su derecha y Jodie tomó el desvío señalizado que conducía a la playa. Había muchos coches aparcados en el área de estacionamiento del Grill, que estaba iluminado al fondo del muelle como un árbol de Navidad. Encontró un lugar en el que aparcar a unos veinte metros de la caravana, pero no llegó a hacerlo porque la potente luz de los faros del coche los iluminó. Él estaba de pie, junto a la puerta, con la barbacoa asentada sobre la arena y una espátula en la mano con la que daba vueltas a la comida. Ella estaba a su lado, sonriendo, con el cabello castaño suelto y flotando sobre sus hombros.

Craven había decidido compartir sus chuletas con la detective Faye Myles.

Las manos oprimieron el volante y Jodie apretó los dientes en un acceso de profundo malestar. ¿Cómo se podía tener la cara tan dura y disimularlo tan bien? Debería haber hecho caso a su instinto y quedarse en casa, en lugar de dejarse llevar por el agradable jugueteo de la seducción. Si hacía un tiempo decidió que no volvería a complicarse la vida con un hombre, era precisamente para evitar situaciones como aquella. Qué tonta al haberlo olvidado.

Como no podía girar, Jodie dio marcha atrás en el estrecho pasillo del aparcamiento con los faros enfocándolos. Vio a Craven mirar hacia el coche mientras removía la carne, pero se quedó tranquila porque no podía verla. Lo que no esperaba es que reconociera el vehículo y que, a continuación, le entregara la espátula a su compañera y se aproximara hacia ella cuando todavía no había logrado salir de allí.

Maldijo entre dientes al saberse atrapada y sin posibilidad de escapatoria. ¿Cómo sabía que ese coche era el suyo si nunca la había visto subida en él? Lo habría visto aparcado junto a su caravana la tarde en que interrogaron al equipo en el campamento. Emitió un profundo suspiro de resignación y se removió en su asiento adoptando un porte digno.

La luna iluminó la imponente silueta de Craven cuando llegaba hasta ella. Dio unos golpecitos en el cristal de la ventanilla y Jodie accionó el elevalunas eléctrico hasta que el cristal descendió al máximo. Él apoyó los brazos en el capó y asomó su atractivo rostro por el hueco de la ventanilla. La luz de una farola cercana alumbró sus rasgos, que esgrimían una expresión de satisfacción.

- Ha venido.

Jodie asintió mirando al frente, donde la detective Myles los observaba con los brazos cruzados y la mirada recelosa.

- Sí, aunque de haber sabido que seríamos tres no me habría tomado la molestia. -Y lo miró con seriedad-. ¿No cree que debería habérmelo dicho?

- ¿Piensa que también he invitado a la detective Myles a cenar con nosotros? -Alzó las cejas y luego sonrió al percatarse de que sí lo creía-. Soy hombre de una sola mujer, señorita Graham.

- Ya, pues yo me largo a casa. -Accionó la marcha atrás y puso el pie sobre el pedal del acelerador-. Si me permite -le indicó que se apartara del coche.

- Está sacando conclusiones erróneas. ¿Por qué no deja que se lo explique?

- Porque no me interesa escuchar ninguna explicación -contestó, de una manera demasiado vehemente. Jodie intentó serenarse porque no quería que él se apercibiera de lo hondo que era su malestar-. Apártese y disfrute de su cena. De todas maneras, no debió invitarme ni yo debí venir.

- Qué tontería. Si la invité fue porque me apetecía estar un rato en su compañía y usted ha venido por la misma razón. Ahora no se eche atrás. -Ella negó y sus labios se abrieron para decir algo que no llegó a salir de ellos-. La detective Myles ha venido a mi casa de forma inesperada para tratar unos asuntos relativos al trabajo, pero no pensaba quedarse a cenar. De hecho, estaba a punto de marcharse.

Max observó que su mano derecha se relajaba sobre la palanca de cambios pero, aun así, permanecía el gesto terco de su barbilla.

- No puedo hacerlo -dijo ella por fin, sin dejar de mirar al frente-. Prefiero no hacerle perder el tiempo.

- ¿Qué es lo que no puede hacer?

- Estar aquí. Ha sido una equivocación.

- ¿Ha conducido durante más de media hora y justo al llegar a la playa se da cuenta de que es una equivocación? -Ella tardó demasiado en responder y Max bajó los brazos del capó para agacharse y apoyarlos en la portezuela del coche. Ahora que estaba más cerca de ella, olió el perfume floral que desprendía su piel y se fijó en que su discreto maquillaje realzaba sus labios y aclaraba su mirada. Maldijo el hecho de que Faye hubiera llegado en un momento tan inoportuno pues, de no encontrarse allí, estaba seguro de que ahora no tendría que estar convenciéndola de que se quedara-. Yo creo que no lo es.

Jodie por fin le miró y entonces sintió que sus ojos negros la engullían y le dejaban el cerebro en blanco.

- ¿Usted siempre es fiel a sus pensamientos, detective Craven? ¿Nunca cambia de parecer? -inquirió, consciente de que sus argumentos eran menos consistentes que los de él.

- Soy un hombre de ideas fijas y cuando algo se me mete entre ceja y ceja suelo ir a por ello con todas las consecuencias -contestó, cautivado por el suave pestañeo de sus ojos azules-. Solo es una cena. Quédese.

Su voz poseía un cariz tan incitador que la envolvió como si escuchara una melodía con poderes mágicos. Concentró la atención en la detective Myles, que no se había movido de su posición frente a la barbacoa, pero que estaba atenta a la escena con un afilado interés que se apreciaba en sus facciones tensas. Jodie juraría que su presencia allí le había sentado como una patada en la boca del estómago.

- Disfrute de ella. Espero que haya hecho una buena inversión con su compra.

- El aroma es delicioso y el sabor promete serlo todavía más. Y usted va a perdérselo.

Jodie sonrió vagamente dejando patente dos cosas, que su decisión de marcharse era firme y que el poder que sus palabras ejercieron sobre ella disolvieron su mal humor, al menos temporalmente.

- Sí, voy a perdérmelo.

Max no insistió más. Una retirada a tiempo siempre era una victoria. Suspiró hondamente y encajó la derrota con buen talante. Apartó las manos de la portezuela y se puso en pie.

- ¿Regresa a Irvine?

- Sí, mañana me levanto temprano para rodar.

- En ese caso, conduzca con cuidado.

- Gracias. Lo tendré.

El coche comenzó a moverse hacia atrás y la frustración regresó a él una vez que dejó de ver su bonito amago de sonrisa.

- ¿Habrá otra ocasión? Tengo que amortizar la compra.

Jodie se encogió de hombros, vacilante.

- Buenas noches, detective Craven.

- Buenas noches, señorita Graham.

Mientras tuvo una imagen definida de su rostro y sus ojos azules continuaron mirándole a través de la luna delantera, Max no se movió de allí. No entendía exactamente qué era lo que estaba sucediendo entre los dos, pero fuera lo que fuese le gustaba. Aunque ella se marchaba y volvía a escapársele como el agua entre los dedos, se le había quedado un agradable sabor en la boca.

Al incorporarse a la autopista y desaparecer de su vista, Max giró y regresó a la caravana, donde Faye estaba ocupándose de las chuletas para que no se quemaran. Trató de arrinconar los gratos pensamientos que se le agolpaban en la cabeza para rescatar la conversación que mantenía con su compañera, aunque iba a tener que hacer un gran esfuerzo de desconexión.

Relevó a Faye en su tarea frente a la barbacoa y entonces se dio cuenta de lo seria que estaba; aunque no de la manera en que lo estaba cuando compartían nuevos datos sobre el caso rocambolesco que se enmarañaba con el transcurso de las horas, sino que su seriedad tenía un aire diferente. Faye no se demoró en hacerle ver por dónde iban los tiros.

- La chica del coche era Jodie Graham.

- Sí -contestó Max.

Faye pensó que le daría una explicación más precisa, pero esta no llegó.

- ¿La has invitado a cenar?

- Sí, la invité a cenar. -Utilizó la espátula para darle la vuelta a las chuletas-. Pero no ha podido quedarse.

- Vaya, no sabía que la señorita Graham y tú hubierais intimado tanto durante estos días -dijo con retintín.

- Faye… -la miró.

- ¿Qué?

- Ya sabes qué. No sigas por ahí -le pidió con la voz hastiada.

- Creo que tengo derecho a mostrarme sorprendida, ¿no? Ella está involucrada en el caso que investigamos y, de repente, me entero de que teníais planeada una cita.

- Está involucrada porque se hallaba en el lugar menos indicado a la hora menos indicada -dijo con seriedad-. No me parece bien que utilices eso como arma arrojadiza contra ella.

- Intento ser lo más objetiva posible en mi trabajo.

- En este hecho concreto no me parece que lo estés siendo. Lo mezclas con circunstancias personales.

- No hago eso -protestó con sequedad.

- Lo haces. ¿Qué pasó en esa fiesta de cumpleaños que organizó tu padre?

El olor de la carne a la brasa se intensificó y Max dirigió su atención a las chuletas, que ya estaban casi hechas.

- No sucedió nada. Apenas intercambiamos unas cuantas palabras de cortesía porque no dejó de estar rodeada por moscones que babeaban por ella -moderó el tono al reparar en que estaba siendo demasiado efusiva-. ¿Te gusta?

Max observó las recelosas motas ámbar que brillaban en sus ojos castaños y entonces comprendió el origen de su antipatía. No fue un descubrimiento tranquilizador. Hubiera preferido que las razones siguieran siendo profesionales y no esas otras que movían los celos. Max exhaló el aire con pesadez y apagó el fuego.

- Sí, me llama la atención.

- Es lógico, es una mujer muy guapa -asintió, sin que le saliera la sonrisa-. Sé que no te gusta que te den consejos pero… soy tu amiga y me siento en la obligación de decirte que hay algo en ella que… no me gusta.

- ¿Y qué es, Faye?

- Si lo supiera te lo diría.

- Creo que sé lo que es. Y no tiene nada que ver con el caso.

Faye se violentó y retiró la mirada. A continuación, metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y se miró la punta de los pies mientras pensaba en lo que iba a decir.

- No estoy enamorada de ti. Lo que pasó entre nosotros ya pertenece al pasado.

- ¿Estás completamente convencida de eso? -la observó con detenimiento.

- Por supuesto que sí -sonrió con aire nervioso-. Lo intentamos y no salió bien. Te quiero mucho más como amigo y compañero que como pareja sentimental. No te ofendas, pero eres un auténtico desastre en lo segundo -bromeó.

Max quería creerla pero sus palabras sonaban tan forzadas y su actitud había dado un cambio tan brusco y repentino que temió que solo estuviera fingiendo para hacer lo que se le daba tan bien: tragarse sus emociones hasta que la envenenaban por dentro. Faye era la clase de persona que no se dejaba querer por nadie, pensaba que ella sola podía apañárselas en la lucha particular que había emprendido contra el mundo.

- ¿Quién fue a hablar? Tú tampoco eres una ganga -respondió con humor.

Más tranquila tras haber sorteado sus espinosos comentarios y haber recuperado el tono distendido, Faye volvió a advertirle sobre Graham.

- No bajes la guardia con ella. Es lo único que trato de decirte.

Max asintió pero no pronunció ni una palabra al respecto. Faye tenía razón, no solía tener en consideración los consejos de los demás, y menos todavía si afectaban a su vida privada. Si tenía que equivocarse prefería hacerlo él solo. Además, tras la infausta reunión con su abogada y el arduo día de trabajo en comisaría, no le apetecía discutir. Tan solo deseaba tener una noche tranquila en la que poder disfrutar de una cena agradable con el sonido del mar como telón de fondo. Sin embargo, ya que la velada había dado un giro tan inesperado, creyó que podrían aprovecharla para hacer un repaso exhaustivo de la información que poseían sobre el caso.

- Esto ya está listo. ¿Te quedas a cenar?

- Pues… pensaba comprar una pizza de camino a casa.

Max tomó un par de platos de plástico de la mesa de campo que había colocado sobre la arena y sirvió las chuletas.

- Es demasiada comida para mí solo. -Depositó los platos sobre la mesa y la instó a que se sentara-. ¿Qué has descubierto en la agencia de transportes?

Hablaban de ello cuando Jodie Graham había aparecido en la playa, por lo que Faye no pudo terminar de contarle lo que había averiguado cuando se personó en el trabajo de Crumley. Max tampoco había compartido con ella las primeras conclusiones a las que habían llegado los técnicos que se ocupaban de examinar las grabaciones, con quienes había pasado las últimas horas de la tarde.

Faye aceptó su ofrecimiento y se sentó a la mesa frente a la humeante chuleta de ternera. Esperó a que Max también tomara asiento para empezar desde el principio.

- Estuve charlando con Nick Webber, el jefe directo de Crumley, y me contó que habían descubierto que nuestro hombre se desviaba de su ruta en algunas ocasiones. -Troceó la carne con el cuchillo y el tenedor y el embriagador aroma le abrió el apetito-. Algunos de sus compañeros de trabajo dicen que, en más de una ocasión, han visto la furgoneta de reparto de Crumley en distintos puntos de Los Ángeles donde no estaba previsto que realizara ninguna entrega. Tras revisar con ellos la programación de sus rutas diarias, han llegado a la conclusión de que se ausentaba del trabajo por motivos que nunca justificó.

- ¿Envíos clandestinos?

- Yo he pensado lo mismo.

Max procesó la información y una teoría empezó a cobrar forma de manera vertiginosa en su cabeza. La expuso en voz alta, mirando a los ojos de su compañera.

- Tal y como pensamos desde el principio, las grabaciones de las muertes tienen una doble finalidad. El asesino encuentra un placer morboso haciéndolas pero también necesita que su «obra» -pronunció esa palabra con desprecio- sea vista por otras personas. El verdugo tiene una red de contactos a quienes envía copias de las grabaciones y me apuesto el cuello a que no conocen su identidad. -Paseó la mirada por la mesa, el tono de su voz se agitó-. Ahí entra Crumley. Se ausenta de sus rutas para entregar las copias a quienes han hecho los pedidos. Seguro que pagan grandes sumas de dinero por tenerlas.

- ¿Cómo crees que se establecen los contactos? ¿Por Internet?

- Es probable. Es el medio más seguro y también el más cómodo. Si sabes utilizarlo no deja demasiadas pistas.

- Es repugnante que existan personas que estén dispuestas a pagar por visualizar tales atrocidades. ¿En qué mundo vivimos? -inquirió con asco. A continuación, fue ella la que expuso su teoría-. Crumley no es el verdugo, tan solo es el tipo que hacía el trabajo sucio. Se encargaba de deshacerse de las víctimas y de distribuir las grabaciones. Hay que encontrar la conexión entre Crumley y el hombre que irrumpió en la vivienda de Ela Evans. -Frunció el ceño-. Al margen de los que compran los DVD, no creo que haya más gente implicada en este asunto. El intruso que registró el apartamento podría ser el verdugo. Tengo las direcciones de los lugares en los que vieron la furgoneta de Crumley. Tal vez obtengamos algún hilo del que tirar. -Max asintió, estaba de acuerdo con ella-. ¿Qué han dicho los técnicos sobre las grabaciones?

- De momento no hay nada relevante. El hijo de perra se ha asegurado de cuidar cada mínimo detalle para no dejar ninguna pista sobre el lugar en el que lleva a cabo los crímenes. En algunas partes los técnicos han detectado una especie de sonido camuflado, casi imperceptible al oído humano. Están trabajando en ello pero les llevará algún tiempo identificarlo. -Probó la carne, que estaba jugosa y en su punto-. Me pregunto cómo elige a sus víctimas. -Jodie Graham le había hecho esa misma pregunta una semana atrás cuando la interrogó en la cocina de su casa. Pero aún no tenían las respuestas-. Lo más lógico sería pensar que está relacionado con el mundo del cine y que conocía a cada una de ellas, en cuyo caso el contacto era personal y directo.

Habían requisado los ordenadores y habían comprobado las facturas de teléfono de Darlene, Arizona y Michelle, pero no habían encontrado correos electrónicos o páginas web sospechosas, ni llamadas de teléfono dudosas. No había nada extraño en ninguna de ellas.

Faye sintió que se le comprimía el pecho cuando reapareció la inquietante sensación sobre Crumley. Como otras veces, rebuscó en los oscuros confines de su memoria pero solo encontró puertas cerradas y gruesos muros de hormigón. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué la imagen de ese tío acudía a su cabeza y no la dejaba en paz? Agitó la melena y se dispuso a saborear la apetitosa cena de Max.