Por la puerta del cielo

[Roger E. Moore]

Tenía prisa por llegar a casa, a la confortable roca protectora que se encontraba exactamente ciento noventa y tres kilómetros más abajo, cuando ellos le alcanzaron. Lemborg vio un destello que cruzaba en línea recta el espejo retrovisor izquierdo, pero cuando el tanque de maniobra hidrodinámica de babor explotó en la parte trasera de su nave, la palabra «proyectil» todavía no había llegado a su cerebro.

Lemborg sufrió una docena de sacudidas entre el asiento de piloto y las cintas de sujeción de piel, como si fuera una pelota de goma; sus oídos ensordecieron ante el estruendo, mayor que un trueno, causado por la destrucción del tanque presurizado. Cuando por fin dejó de ver doble, el pequeño gnomo vio que, en lugar de ocupar la ventana principal, la gran esfera azul de Krynn brillaba en el retrovisor. El Espíritu del Monte Noimporta Número XXVIII-B se estaba desviando a la derecha, en el sentido de las agujas del reloj, mientras dejaba una estela de vapor de varios kilómetros, como si fuera la cola de un cometa incandescente.

Sobre aquella estela se distinguía también una nueva estrella que sobresalía entre las constelaciones infinitas, una estrella que no se movía con las demás. Era un astro muy brillante y estable y con solo verlo incluso un piloto inexperto en el espacio como Lemborg podía decir que le estaba siguiendo.

Le estaban persiguiendo.

Lemborg dio un respingo. Con la mente agobiada por mil terrores inexplicables, el gnomo de barba blanca agarró con las dos manos la palanca amarilla que tenía a un lado y le dio un tirón brusco hacia atrás. Las abrazaderas metálicas se desbloquearon entre chirridos y chasquidos en toda la popa del Espíritu. Acto seguido, las sirenas y otras señales de alarma empezaron a aullar de forma ensordecedora. Tras una sacudida que recorrió todo el Espíritu y que alcanzó incluso los dientes de Lemborg, el mecanismo de maniobra hidrodinámica se liberó por completo del fuselaje de la nave, justo en el momento en que la cara inmensa y teñida de manchas blancas de Krynn se mostró a la derecha del gnomo.

En el preciso instante en que el mecanismo fue eliminado, Lemborg soltó la palanca amarilla y levantó el brazo para asir una anilla de mano que tenía sobre la cabeza, adjunta a un perno grueso. Tiró hacia abajo con fuerza. El metal chirrió y un enorme resorte se disparó hacia popa por un riel, tirando así de la cuerda que conectaba con el estabilizador giroscópico primario. Inmediatamente el quejido estruendoso del giroscopio se hizo amo del Espíritu y la caída de la nave cesó.

Lemborg se desplomó sobre su asiento forrado de lana, sin apenas aliento y con el rostro, normalmente oscuro como la madera, pálido y cubierto de sudor. Krynn Glorioso volvía a estar directamente al frente: una bella esfera azul y blanca que ocupaba toda la ventana y se extendía hasta más allá. La isla de Sancrist y la seguridad del Monte Noimporta estaban ya a pocos minutos de allí. Casi había llegado a casa. Nada significaba la pérdida del ensamblaje de maniobra, que le había costado diecisiete mil cuatrocientas seis monedas de acero, pesaba dos toneladas y le había llevado tres años de perfeccionamiento. Lo importante era que ellos no lo capturasen. Al fin y al cabo el tanque reventado había convertido el ensamblaje en algo inútil y peligroso y, por otra parte, le obligaba a reducir la velocidad y ésta era la única aliada de Lemborg.

Un haz de luz pasó veloz por estribor, muy cerca. Lemborg vio aquel rayo cruel delante de él, apenas visible entre las nubes de Krynn, antes de que desapareciera.

Habían fallado. Eso no era normal. Tuvo la certeza de que eso no iba a ocurrir con el disparo siguiente. Como decía su primo del Gremio de Eliminación de Subproductos, había llegado el momento de dar la última coz de vaca.

Lemborg ajustó el giroscopio con una barra de dirección reduciendo el ángulo de descenso hacia Krynn y orientando la nave hacia la isla de Sancrist. Luego musitó la plegaria tradicional de los gnomos ingenieros («Gran Reorx, no permitas que este aparato explote de un modo inapropiado»), se levantó del asiento en la medida en que las cintas de sujeción se lo permitían y dio una patada con su pie derecho.

El tacón de la bota cayó sobre una placa de metal que cedió ligeramente. Lemborg oyó un chasquido a sus espaldas. Cerró los ojos, apretó los dientes y se apresuró a regresar a su asiento.

La explosión que se oyó fue más fuerte que la del tanque de maniobra, más fuerte que el estallido de un rayo en una sala de estar, más que el Martillo de Reorx contra el Yunque de la Creación al forjar el Caos estelar, los Cinco Mundos y el Orden Universal… por lo menos así lo interpretó el pensamiento delirante de Lemborg cuando una fuerza inmensa lo aplastó contra el asiento de piloto, excesivamente mullido, e intentó arrancarle la piel del rostro. Unas agujas ardientes le abrasaban los oídos. No podía respirar. Entonces perdió el conocimiento.

A su pesar, abrió los ojos ante una escena violenta y trepidante. El viento entraba en la cabina y le aporreaba la cara a la vez que le clavaba las cintas de sujeción contra el pecho y los brazos. Las nubes corrían vertiginosamente al lado de la destrozada ventana de mando: unas bolas de algodón titánicas y estelas blancas se elevaban rápidamente hacia el luminoso cielo azul. El aire olía a metal chamuscado, madera y pintura.

Lemborg se tendió laxo e inmóvil en su asiento. El dolor ardía en su cabeza como si fuera lava. Llevaba el mono naranja sucio y tenía la sensación de que su cuerpo había sido vapuleado por gigantes. Pensó que iba a vomitar de un momento a otro.

Entonces se acordó del botón de emergencia. Aún sumido en el espantoso dolor que latía en su cabeza, pensó que sería interesante ver qué ocurriría si fallaba. Con los dedos de la mano derecha buscó el extremo del soporte para el brazo y encontró por fin el botón.

Una sacudida se propagó por toda la nave y arrojó a Lemborg hacia adelante, contra las cintas de sujeción. El caos de nubes que pasaban se redujo cuando la nave se desaceleró y voló más derecha. Lemborg imaginó las alas de emergencia del Espíritu desplegándose hacia afuera y colocándose en su sitio. El paracaídas de freno para el aterrizaje posiblemente había quedado desgarrado inmediatamente pero, por lo menos, había reducido algo la velocidad de la nave y la había vuelto más maniobrable.

La maltrecha mano izquierda del gnomo tomó una barra vertical que tenía junto a las rodillas. La movió con rapidez y el morro del Espíritu se inclinó hacia abajo, donde a pocos metros se extendía un luminoso desierto de dunas y hierba oscura. Ya estaba casi en casa. Entrecerrando los ojos para protegerlos del viento, intentó localizar una pista de aterrizaje improvisada.

Entonces Lemborg se dio cuenta de que la nave descendía demasiado rápido. Sus ojos se abrieron con terror. Por instinto levantó la mano derecha tratando de esquivar una arenosa estribación erosionada a la que se aproximaba a gran velocidad.

El Espíritu pasó la estribación sin rozarla. Por poco.

Un estrépito demoledor y estremecedor recorrió la nave. El Espíritu se sacudía con furia, oscilando de babor a estribor, por encima de los escombros del suelo mientras resbalaba por la arena cubierta de piedras. Un millar de chispas se levantaron desde la parte baja del casco. Las alas de emergencia golpearon contra unas rocas y salieron despedidas. El polvo cayó dentro de la cabina del piloto y cegó a Lemborg por un instante, llenándole la boca y ensuciándole el rostro.

Lemborg no llegó a ver los muros de piedra que tenía delante, ni el arco con sus dos antiguas, y cerradas, puertas que se erguían justo en su ruta. El fuselaje de su nave espacial en forma de cono dio contra aquellas puertas de madera y las convirtió en nubes de astillas volantes. Cuando la nave penetró deslizándose, los tanques de maniobra auxiliares de babor y estribor situados en la sección central de la nave dieron contra los muros antiguos, uno en cada lado, y explotaron al instante; el Espíritu se partió limpiamente en dos mitades y la mayor parte del arco quedó también destrozada.

Bajo una lluvia de luminosas llamaradas naranjas, rocas partidas y restos de nave ennegrecidos, la mitad delantera del Espíritu del Monte Noimporta Número XXVIII-B se detuvo en el centro de una ciudad del desierto abandonada desde hacía mucho tiempo, con el morro apuntando ligeramente hacia arriba, pues había quedado encima de un montón de arena que rodeaba una fuente seca de piedra. Los escombros repicaron al caer y golpear contra los bajos metálicos chamuscados.

Lemborg abrió aturdido los ojos y tuvo la visión breve y borrosa de un enorme monstruo sonriente que miraba a través de la ventana de mando destrozada. «Esto no puede ser bueno», pensó justo antes de que la inconsciencia se apiadara de él y lo tomara para sí.

La conciencia volvió a Lemborg después de siglos de pesadillas. Al principio apenas era consciente de estar vivo. La sensación no era agradable en absoluto. Sentía la piel de la cara y de las manos caliente y quemada por el sol. Se humedeció los labios secos y se dio cuenta de que tenía sed. De hecho, tenía mucha sed.

—Vaya por delante mi saludo —atronó una voz en sus oídos, tan grave y fuerte, que Lemborg notó cómo su cuerpo vibraba—. Tendrás que explicarme pronto cómo lograste introducir este curioso aparato tuyo en mi ciudad y si este modo de llegar fue premeditado. Me impresionaste mucho, así que seré paciente con tu respuesta.

El pequeño gnomo abrió los ojos. Miró aturdido hacia arriba y vio un techo ricamente pintado, que se extendía más allá de lo que sus ojos alcanzaban. La pintura representaba unos pequeños humanos vestidos con trajes de vivos colores que desfilaban dentro del encuadre de unos grandes círculos haciendo sonar trompetas y tambores. Dentro de aquellos círculos se veían figuras con los brazos extendidos hacia un humano apuesto y con una armadura muy ornamentada que estaba sentado en un trono en el centro con una espada alzada en su mano derecha, en un gesto de victoria. El techo estaba resquebrajado por el tiempo pero los colores no habían perdido intensidad.

Lemborg parpadeó y estiró el cuerpo para comprobar cómo se encontraba. Se le escapó un quejido y cerró los ojos. Todo el cuerpo le dolía terriblemente. Todo él era mucho más que un moretón viviente.

—Estás malherido, pero sobrevivirás —dijo la voz atronante en tono amistoso. Aquélla no era la voz de ningún ser vivo que Lemborg conociera. Las palabras sonaban claras, pero el registro era tan grave que Lemborg supuso que quien fuera que estuviera hablando tenía que ser inmenso. Tal vez fuera un ogro. Con un poco de suerte, no sería un minotauro.

—Qu… —La garganta seca de Lemborg le impidió proseguir. Tosió y al levantar la mano una oleada de dolor le cruzó el brazo, el hombro y el pecho.

De pronto, un chorro de agua cayó en la cara de Lemborg. Éste dio un respingo y se incorporó a medias chillando de dolor a causa del brusco movimiento. Intentó volver a tumbarse pero eso sólo hizo que el dolor empeorara.

Un gran objeto sólido le apretó suavemente el brazo izquierdo. Empezó a chillar de nuevo, pero un alivio bendito, bonito-como-la-primavera, se propagó por su cuerpo. El dolor desapareció. Se imaginó una ola de mar acariciando la playa para cubrir la arena con su espuma refrescante que lo sumergía a su paso.

Suspiró, respiró débilmente, se volvió sobre el costado izquierdo y luego abrió de nuevo los ojos. Intentó incorporarse y esta vez lo logró.

Entonces vio al dragón.

—¡AAAAAAHHHH! —gritó cayendo de espaldas. El dragón brillaba como una gran montaña de oro bruñido. Unos enormes ojos negros lo contemplaban impasibles bajo los prominentes arcos ciliares cubiertos de escamas. La cabeza de aquel monstruo casi rozaba el alto techo. Lemborg tenía cinco garras marfileñas a no más de medio metro, cada una de ellas, más larga que sus propias piernas.

—¿Más agua? —preguntó el dragón solícito. La gran pata con garras situada junto al gnomo se apartó de él con cuidado, se dobló y se metió en una gran cuba de metal que había ahí cerca. El agua cayó a borbotones entre las garras cuando éstas se alzaron de nuevo y se acercaron al gnomo a una velocidad alarmante.

Lemborg se volvió atrás rápidamente pero al cabo de un segundo se encontró empapado de pies a cabeza. Sacudido por la tos, agitó histérico los brazos.

A pesar de la confusión, notó que algo muy grande se le acercaba. El aire se volvió excesivamente caliente.

—No vas a tener miedo —dijo el dragón con un conjuro. El aire alrededor de Lemborg quemaba como si se hubiera abierto la puerta de un gran horno. Las palabras del dragón le recorrieron el cuerpo, cobraron vida y por fin se instalaron en su mente.

Lemborg cayó hacia atrás con los brazos extendidos a los lados. Tosió un par de veces, tomó aliento y de nuevo se sentó erguido. El dragón adoptó su primera posición y lo miró con paciencia.

—¡No más agua, gracias! —exclamó rápidamente el gnomo empapado—. Ahora estoy bien, muy bien. Siento el terrorífico espectáculo de antes. Nunca había tenido oportunidad de ver un dragón de cerca; en mi país no hay. Sólo existen en los libros. Obviamente, los dragones son más grandes en la vida real. Simplemente, me cogiste con la guardia bajada. —Lo miró para asegurarse de que no habría más sorpresas.

—Estoy encantado —dijo el dragón. Al decirlo, Lemborg se quedó confuso pues no acertaba a saber qué era lo que le había encantado. El dragón giró ligeramente la cabeza para mirar al gnomo con su ojo derecho. Lemborg pensó que aquél era un gesto bastante regio. Aquel dragón no hacía ningún gesto inútil, sólo se movía lo necesario.

—Deberíamos presentarnos —indicó el dragón. Un aire caliente y seco dio contra el rostro de Lemborg. Olía a arena quemada. A Lemborg le escoció el cuero cabelludo, notó cómo se le agrietaban los labios y rápidamente se los humedeció.

—Oh, por supuesto. —El gnomo se puso en pie cuidadosamente, se sacudió el polvo del traje de vuelo naranja y se irguió para mirar al dragón de frente. (En su interior algo le decía que dar la cara a un dragón vivo era extremadamente peligroso pero, por algún extraño motivo, aquello no le pareció una causa real de preocupación)—. Piloto técnico del gremio de Aerodinámica de cuarta clase Lem­bor­ga­mont­go­lo­fer­pad­der­son­ri­te. Evidentemente, ésta es la forma abreviada del nombre, aunque los humanos lo dejan en Lemborg. Si nos queda tiempo existe una versión larga del nombre, que no nos tomaría más de media hora, o la forma completa, la cual…

—Tal vez en otra ocasión —dijo el dragón, tajante. El gnomo se calló—. Lemborg, puedes llamarme Kalkon, lo cual, evidentemente, es una abreviatura de mi nombre. Pero no voy a aburrirte con la forma más larga. —El dragón levantó el morro ligeramente—. Antes ya te he felicitado por el modo en que has llegado aquí, a lo que se conoce como los Eriales del Septentrión de Solamnia. La demostración fue agradablemente extravagante y tan espectacular como la gran tormenta de arena del año trescientos cincuenta y tres que se llevó la torre oeste del Gran Templo. He contemplado la escena entera desde la entrada de los cuarteles principales de la guardia. Ha sido un desperdicio inútil y destructivo de energía, por cierto, y ha requerido luego un conjuro de curación por mi parte para que te recuperases. —El dragón enfatizó esta última parte—. Pero tu estilo me gusta. Sin duda gozas de buena reputación entre tus compañeros magos.

—¿Qué? —La boca del gnomo se abrió por la sorpresa—. ¡Oh! De mago nada, gracias, sino miembro del gremio de Aerodinámica del Monte Noimporta. No un mago, no, nada que ver, nada. Y gracias por el conjuro. Muy agradable, de hecho. Bueno… —Lemborg volvió a dar una vuelta para contemplar la sala, una enorme estancia desierta—. Sólo he hecho aterrizar una tecnonave aquí… mmm…; pero… parece que ahora se ha extraviado. La zona de aterrizaje tampoco está. Yo iba al Monte Noimporta. Espero que ese último modelo de tecnonave no se haya perdido ni… nada. Tal vez podría arrojarse algo de luz sobre el lugar donde esta bobada de cosa parece haber…

—Tú eres un gnomo chatarrero de Sancrist, al oeste —interrumpió el dragón a la vez que asentía con un ademán de comprensión—. Tu gente construye objetos metálicos que explotan.

—Bueno —dijo Lemborg con una mueca—, no siempre es así, naturalmente. Esto se ha convertido en un mito porque en el transcurso de los últimos veinte años fiscales, menos del noventa por ciento de los inventos de los gnomos efectivamente explotaron o tuvieron que rehacerse por defectos catastróficos de diseño o manufact…

—Denominas a tu aparato de vuelo tecnonave —dijo pacientemente el dragón Kalkon—. ¿Qué hace exactamente una tecnonave?

—Oh. —Lemborg frunció la frente al concentrarse. Ya había intentado explicar eso antes a los humanos y no había tenido éxito. Era algo tan simple a la vez…—. Bueno, esta nave, que evidentemente se ha extraviado, es una tecnonave, las tecnonaves vuelan igual que las aves pero sin el aleteo de las alas y las plumas y todo eso… Es más como… mmm… un planeo con motor… como el vuelo de las maginaves… bueno, mejor, planeo…; lo que pasa es que las tecnonaves, a diferencia de las maginaves, no funcionan con magia, son sólo máquinas si bien ambos aparatos se diseñaron para volar en el espacio inexplorado, entendiendo como tal la… nada que hay sobre el mundo, o alrededor de él, o, de hecho, entre distintos mundos… el caso es que estas tecnonaves pueden…

—Llegaste aquí en una nave voladora capaz de viajar entre mundos distintos —interrumpió Kalkon. Lemborg, sorprendido de que el dragón lo hubiera comprendido tan pronto, asintió con vehemencia—. ¿Acaso estabas regresando de otro mundo?

—Oh, no, despegué de aquí, desde luego —dijo Lemborg. Sacó pecho y tiró de su corta barba blanca con orgullo—. De hecho, éste es el primer vuelo con éxito de una tecnonave del gremio de Aerodinámica. Un milagro del desarrollo actual tras sólo veintisiete intentos, eso sin contar los ochenta y seis programas anteriores. Esta mañana al amanecer, salí y tomé el viejo Espíritu del Monte Noimporta, Número XXVIII-B para dar una vuelta y…

Lemborg se detuvo. Su expresión mudó de repente y su cara morena se volvió grisácea. El dragón aguardó mirando detenidamente a Lemborg. Éste levantó los ojos, se humedeció los labios y tragó saliva.

—Mmm, disculpe, he perdido el hilo de la conversación —dijo distraído—. Tal vez lo mejor sería intercambiar los nombres y direcciones ahora y volvernos a reunir en cuanto nos lo permita la agenda. Sí. Sin duda estaría muy bien saber cómo llegar a esa tecnonave, si es que realmente ha sido avistada y luego ponernos en contacto, en cuanto la huelga del gremio postal del Monte Noimporta se haya res…

—Dime —requirió el dragón.

—¿Decir? ¿Decir qué? O sí, la dirección, bueno, lo mejor sería enviarla por correo en cuanto…

—Dila ya.

—No puedo acordarme muy bien ahora pero…

—No. La verdad.

—Ah, no es nada —el rostro de Lemborg expresaba ansiedad—, de veras, sólo creí que lo mejor era irse antes de que… de que la bienvenida pase y…

La gran cabeza de Kalkon se precipitó muy cerca del gnomo sin que la expresión cambiara excepto para abrir levemente la boca.

—¡Antes de que ellos lleguen aquí! —exclamó el gnomo en un chillido, trastabillando hacia atrás y cayendo sobre sus posaderas. Tenía los ojos como platos y mantenía la vista clavada en los dientes del dragón—. ¡Antes de que ellos lleguen aquí!

Durante un momento reinó un silencio tenso. Las manos del gnomo temblaban mientras sujetaban la barba blanca.

—Ellos —repitió el dragón mientras se echaba hacia atrás.

—De verdad, necesito irme —repitió con urgencia el gnomo que al retorcer los dedos con nerviosismo se estaba enredando la barba—. Debería irme antes de… mmm… antes. Fue el generador del dispositivo de paso, nunca hubo la menor intención de arrebatárselo, sólo que se puso en medio del camino cuando las cosas se fueron de las manos y llegó el momento de salir de ahí, rápidamente antes de que ellos… mm… me atraparan a mí y en toda esa confusión y carreras de un lado a otro, ocurrió que todos se pusieron nerviosos en el puente y entonces vi el generador en su soporte y, pum, corrí directo a él. Fue estúpido, claro, y el generador del dispositivo de paso se soltó y cayó en esta manga, justo aquí, y claro, no había tiempo de sacarlo y devolverlo, de forma que fue a parar al Espíritu del Monte Noimporta; Por suerte, bastante ligero y ahí estaba, metido en esta manga, y se ha quedado ahí, en la nave… —Lemborg se detuvo para tomar aire—. Evidentemente ahora quieren recuperarlo, y de qué manera… De hecho lo necesitan; de lo contrario su dispositivo de paso sólo es un montón de chatarra, así que vendrán pronto, tal vez en pocos minutos, pues estaban muy cerca cuando fue preciso hacer estallar el sistema de propulsión de combustible sólido de alta velocidad. Lo mejor sería marcharse y estar bien lejos cuando lleguen. Muy lejos. Por favor.

El dragón se quedó mirando a Lemborg, quien le devolvió la mirada resollando.

—Ya entiendo —dijo el dragón. Y durante un minuto estuvo en silencio.

El gnomo empezó a ponerse nervioso y a mirar con ansia a todos lados. El dragón brillante se irguió sin más. Era grandioso. Extendió las alas por un momento: dos abanicos de tonos idénticos, grandes como nubes. Lemborg lo contempló desde el suelo con asombro y respeto, así como con un renovado sentimiento de temor.

—Vamos a ver tu nave —dijo el dragón encabezando la salida de la enorme sala. Lemborg se levantó sin decir nada y lo siguió. Sobre ellos, en el trono, el hombre con armadura en el trono miraba impasible hacia abajo.

La luz del sol del exterior cegó durante unos instantes a Lemborg y lo forzó a andar siguiendo a tientas una pared hasta que se dio de bruces contra la base de una estatua de mármol. Estaba sorprendido del enorme tamaño del edificio en el que se encontraba, pero de hecho, en cuanto recobró la vista descubrió que la ciudad todavía era más inmensa. Bóvedas, torres, columnas y tejados puntiagudos rodeaban la enorme plaza que se abría ante ellos. Él y el enorme dragón estaban en lo alto de unos escalones gigantescos y empinados que descendían dos pisos hasta alcanzar la plaza en sí; por lo tanto, desde allí había una panorámica excelente de la ciudad abandonada. La mayoría de edificios parecían hechos con el mismo tipo de piedra de tono gris desvaído o canela; sólo el azul del cielo daba una nota de color a aquel espectáculo. Aun así, la arquitectura era exquisita y admirable y estaba sorprendentemente bien conservada.

Lemborg se centró pronto en lo más destacable de la plaza abierta y cubierta de dunas que había a sus pies: los restos del Espíritu del Monte Noimporta, Número XXVIII-B. Durante unos momentos paseó la mirada por encima de aquellos restos abollados y humeantes. Luego se sentó en el caliente escalón superior y suspiró.

—Podría haber sido peor —susurró—. Por lo menos el nombre todavía puede leerse.

—¿En algún momento sentiste que tu vida estaba amenazada? —preguntó Kalkon con la vista fija en la misma dirección.

—¿Mi vida? Oh, es posible, claro. Todo es posible. De hecho, es lo que ocurrió en las primeras veintisiete pruebas anteriores. —Miró los restos de la nave y su rostro reflejó abatimiento—. La popa ha desaparecido. Podría ser un problema. No hay tren de aterrizaje, ni tanques de maniobra, ni alas de aterrizaje, ni faros de accionamiento, no hay estabilizadores de dirección, ni paracaídas para el aterrizaje. —Suspiró de nuevo, esta vez más suavemente—. Diez, doce semanas como máximo en el dique número dos en la zona del lago y luego, un año para la documentación.

—En el Monte Noimporta —agregó el dragón.

—Sí —dijo el gnomo. Cerró los ojos—. Aquí, no.

El dragón aguardó un momento y dijo:

—Querían matarte.

—¿Qué? —El gnomo, sorprendido, abrió los ojos—. Oh, sí, claro. Ellos… —Se estremeció violentamente y se abrazó a sí mismo como si tuviera mucho frío. Luego se levantó bruscamente y se pasó una mano por la calva—. Lo mejor es irse cuanto antes —dijo en voz baja.

—Antes de que lleguen —apuntó el dragón.

—Sí —dijo el gnomo—. Sí. Lo mejor es irse cuanto antes. Tal vez ahora.

El dragón levantó la cabeza y con su enorme morro olisqueó el aire. Cerró los ojos y se quedó inmóvil durante todo un minuto. Luego bajó la cabeza y volvió a mirar a Lemborg.

—Todavía no ha llegado nadie. No ha cambiado nada. De momento tú estás a salvo conmigo. Volvamos adentro, analicemos la situación y las opciones que se nos ofrecen.

El gnomo regresó con el dragón al edificio. Lemborg volvió a contemplar el interior y de nuevo se fijó en la cantidad de pinturas que había en las paredes y el techo. La mayoría de objetos metálicos de allí: barandillas de escalera, estatuas de humanos con túnicas, candelabros de pared, objetos de sobremesa, estaba afectada por el óxido o la corrosión; una capa de polvo lo cubría todo. Las pequeñas botas de Lemborg crujían al pisar la arena del suelo. El paso del dragón era un suave y rítmico seísmo que retumbaba por las habitaciones y las salas.

—Bonita casa —dijo Lemborg por fin.

—Éste era el antiguo edificio de la administración —dijo Kalkon—. Esta ciudad se llamaba Lago Cantrios porque antes, al este, contra las murallas, había un gran lago. Esta ciudad fue un lugar de veraneo de la poderosa y antigua Solamnia, un lugar de acogida y diversión. El anfiteatro todavía está en pie; en cambio, los cuarteles han caído y el estadio de los gladiadores está en mal estado. El Cataclismo secó el lago, quemó los cultivos al norte y al sur y rompió los túneles de irrigación. Creo que hubo también una tormenta de arena y, como ya te he dicho antes, el templo perdió una torre. Sin embargo, por lo demás, excepto por la arena, todo se conserva muy bien. Los habitantes se marcharon hace más de cuatro siglos pero, como el aire seco mantiene la ciudad intacta, parece como si se hubieran marchado ayer. Lago Cantrios quedó totalmente relegada al olvido hasta que yo la encontré. Esto ocurrió hace sólo… sólo unos pocos años. —Lemborg abrió la boca como si quisiera preguntar algo—. Yo gobierno solo aquí —prosiguió Kalkon—. Ninguna bestia o ser vivo nos importunará. No tienen ganas de retarme a mí para arrebatarme este privilegio.

Lemborg dejó de andar y se quedó mirando al dragón todavía boquiabierto.

—En realidad, no leo el pensamiento —dijo Kalkon sin darse la vuelta—, pero conozco suficientemente el cerebro de los mortales como para predecir las reacciones más probables. Tus pensamientos están a salvo.

—Oh —dijo el gnomo.

Permaneció en silencio hasta que entró con el dragón en una sala especialmente grande. Kalkon avanzó pesadamente hacia el extremo más alejado, se volvió a medias hacia Lemborg y depositó su enorme estómago escamoso sobre el polvoriento suelo de mármol. Lentamente balanceó su cola adelante y atrás por el aire y luego la dejó caer al suelo.

—Bienvenido a mi sala del trono —dijo Kalkon girando la cabeza en un suave arco para mirar toda la sala. La gran voz del dragón retumbó en las paredes y los pilares distantes. No había muebles. Las pinturas estaban demasiado lejos para poderse distinguir bien.

—Gracias —musitó Lemborg. Miró a su alrededor, todavía nervioso y se humedeció los labios resecos—. Bueno, creo que ya ha llegado el momento de partir —añadió.

—Todavía hay tiempo —dijo el dragón—. Acércate.

El gnomo vaciló pero hizo lo que le había dicho.

—Discúlpame —dijo Kalkon—. Hay muchas cosas que debo conocer para tomar la decisión adecuada y mi sistema personal de investigación siempre ha resultado ser el mejor.

—¿Qué…? —empezó Lemborg.

El dragón pronunció una palabra mágica. De pronto los ojos de Kalkon se agrandaron ante el gnomo y Lemborg se concentró sólo en ellos. El gnomo dejó la mente en blanco y esperó a recibir órdenes.

—Ahora, recuerda —dijo Kalkon—. Piensa en el enemigo. Piensa en lo que te ha ocurrido y cómo has llegado hasta aquí.

Lemborg se balanceó hacia atrás sobre los talones pero se mantuvo en pie. Tenía la vista desenfocada y vidriosa. Estaba soñando.

El dragón cerró los ojos y vio el sueño.

Se produjo mucho juego y un gran estruendo y la tecnonave Espíritu, una nave que volaba sin magia, alzó el vuelo. Los gnomos habían logrado lo imposible. El piloto gritó de alegría, tiró de las palancas metálicas e hizo girar unos botones. La cabina se agitaba pero en el exterior el cielo pasó sin brusquedad del azul, al azul oscuro y luego, al negro; había estrellas por todas partes, estrellas como el polvo brillante de las piedras preciosas, más estrellas que granos de arena en el desierto. En la ventana se veía una esfera enorme en la que se distinguían mares azules y tierras oscuras y unas espirales blancas que giraban como molinos de viento. El piloto miró hacia abajo asombrado, ajeno a todo menos a la belleza del mundo de donde provenía: Krynn.

Sin embargo, al poco el piloto divisó otra nave suspendida sobre el mundo, una maginave que volaba por magia y que se movía más rápidamente que el Espíritu. Esa otra nave tenía la forma de una inmensa concha en espiral; de la boca de aquella especie de gran molusco salían unos largos tentáculos delanteros. Aquella nave avanzó hasta colocarse a la altura de la nave del gnomo, y su tripulación procedió rápidamente a sujetarla con unas cuerdas. Aquellos hombres, que tenían una mirada apagada y mortecina, capturaron al gnomo y le llevaron a la fuerza a su nave para enseñarlo a sus jefes.

El piloto gnomo había oído hablar de aquel tipo de nave llamado nautiloide. Sabía algo de sus jefes y había oído rumores escalofriantes sobre ellos. Los hombres de ojos sin vida llevaron al pequeño piloto precisamente ante esos jefes, que se disponían a comer cuando llegó su invitado.

Aquella comida era lo que el piloto gnomo recordaba más vivamente. Nunca lo olvidaría: la comida se debatía como si lo estuvieran sujetando. El gnomo vio cómo uno de los jefes de piel púrpura bajaba silenciosamente la cabeza provista de tentáculos sobre la de aquel hombre que chillaba y…

Kalkon se irguió sobre sus cuatro patas, abrió las fauces y dejó al descubierto todos sus dientes relucientes. Sacudió con fuerza su gran cola y la hizo restallar contra una pared de forma que las pinturas que ahí había se convirtieron en polvo blanco. Durante unos largos minutos su bramido atronó por todo el edificio y se dejó oír por todas las salas. Cuando logró apartar de su mente aquella última y terrible escena, miró al gnomo hipnotizado, que lo contemplaba con ojos vidriosos.

«Sólo es un gnomo —pensó—. En el mundo es como un niño y esos seres perversos vienen a por él. Pero no es mi hijo. Mis hijos ya no están. Sólo es un gnomo que no tiene a nadie que lo pueda salvar. Podría abandonarlo aquí mismo y sin duda esos seres perversos lo encontrarían y yo ya no tendría que pensar más en ello. No vigilé bien mis propios huevos y un ser perverso se los llevó. Permití el chantaje y, a cambio, la promesa que obtuve resultó ser una mentira. Ahora mis hijos están perdidos y ya no están aquí. Yo no los vigilaba. Abandoné a mis hijos en las garras del Mal y dejé que marcharan. Él no es mi hijo pero…».

Kalkon oyó un ruido débil, un sonido que pasaría inadvertido para un humano o un gnomo. Levantó la cabeza. El viento se agitaba alrededor de un objeto volante que se movía con rapidez; ahora lo escuchaba perfectamente. Se encontraba a unos cinco kilómetros de allí. Entonces miró al gnomo.

—Lemborg —dijo. El gnomo parpadeó, se despertó y se llevó una mano temblorosa a la cara—. Lemborg, tenemos que irnos ya.

Evidentemente era demasiado tarde para marcharse de aquella ciudad abandonada. El pequeño gnomo demostró tener mucha razón al decir que ellos vendrían por él muy pronto. En cualquier caso, todavía había tiempo para prepararse, aunque, de hecho, no había muchos preparativos útiles que hacer.

De todos modos, Kalkon no estaba especialmente preocupado. Los devoradores de cerebros tenían su propia nave, pero él era Kalkon, y aquélla era su ciudad. Cogió a Lemborg y lo escondió en una habitación del sótano que antes había sido una sala mortuoria (aunque no quiso decírselo). Luego meditó un momento, pronunció un conjuro y se volvió invisible. A continuación, se marchó tranquilamente bajo el sol del mediodía para recibir a los intrusos.

Lo primero que advirtió al salir a la calle fue que los invasores ya sobrevolaban la ciudad. «Son rápidos», pensó sin dejar de mirar el extraño aparato que flotaba sobre el estadio. La nave era exactamente como el gnomo la recordaba: una concha dorada alargada en espiral, erguida, de cuya boca salían varios tentáculos de madera entretejida y proyectados hacia adelante en forma de proa. Del centro del aparato sobresalía una vara muy larga de la que colgaban unas calaveras y en la parte posterior del molusco ondeaba una bandera repulsiva. El timón colgaba de la parte baja del casco, provisto también de tentáculos.

La nave de los invasores era bastante grande. Al observarla Kalkon calculó que medía un poco menos que él, es decir, que no llegaba a los sesenta y cinco metros y medio de longitud. Supuso que la nave era totalmente de madera. Y aquello era excelente pues, si efectivamente lo era, podría arder.

Se apostó cuidadosamente al final de los escalones, de cara a la plaza central, donde todavía se elevaba el humo de los restos chamuscados del Espíritu del Monte Noimporta, y esperó. Se quedó allí unos veinte minutos contemplando cómo la nave sobrevolaba la ciudad y luego descendía, se acercaba y quedaba suspendida sobre el Espíritu.

Kalkon abrió la boca dispuesto a atacar cuando, sin previo aviso, la nave se elevó velozmente hacia el cielo. Parecía que hubiera sido disparada por un arco. El dragón se irguió aturdido, mirando asombrado cómo la nave se convertía en un punto contra el cielo azul y luego desaparecía por completo.

Permaneció de guardia en aquella plaza silenciosa durante más de una hora, pero no vio ni oyó nada. Finalmente lanzó un resoplido de incertidumbre. Alzó el vuelo sobre la ciudad y comprobó que estaba intacta. Cuando volvió a ser visible, regresó al edificio de la administración para liberar al pequeño gnomo.

—¿Problema resuelto? —preguntó inquieto el gnomo, contento de salir de la sala del sótano. (Se había imaginado que alguna vez aquello había sido una cámara mortuoria).

—Eso parece —dijo Kalkon despreocupadamente. Luego pasó a describir la nave, sus movimientos y su rápida desaparición.

Lemborg lo escuchó pero no se quedó tranquilo.

—Aún así, es posible que se produzca una nueva visita —musitó a la vez que se retorcía las manos inconscientemente.

—O tal vez no —dijo el dragón. Se quedó pensativo mirando al gnomo—. Me intriga saber la naturaleza de ese generador del dispositivo de paso que les arrebataste.

Lemborg tomó aire y empezó a explicárselo. Al parecer todo sistema de mundos, con su sol correspondiente, se encuentra inserto en una esfera irrompible de un tamaño inmenso. La apertura de una «puerta» entre una esfera y otra sólo puede hacerse con un generador del dispositivo de paso pues dicho generador proporciona la magia necesaria para controlar el dispositivo. Los seres que intentaban matar a Lemborg no podían abandonar esa esfera de mundo sin su generador; estaban atrapados ahí para siempre y difícilmente lo iban a agradecer si tenían negocios en otro lugar.

Kalkon asintió en actitud comprensiva aunque de hecho todo aquello le parecía una tontería. Una puerta de acceso al cielo… aquella idea excedía la lógica. Sólo un gnomo podía creer algo así. En cualquier caso, por lo demás, la historia tenía un buen fundamento. Por consiguiente, antes de emitir un veredicto definitivo sobre esa cuestión, optó por esperar. En cuanto el gnomo terminó la explicación, Kalkon hizo una pausa de cortesía y preguntó:

—¿Juegas al khas?

—¿Al khas? —La agitación de las manos del gnomo disminuyó—. ¿Tienes un juego de khas?

—El mejor —dijo Kalkon.

Lemborg tuvo que admitir que, efectivamente, por lo que él sabía, Kalkon tenía el juego de khas más bello de Ansalon. Al poco ya estaban jugando mientras Lemborg comía una bolsa de frutos secos que había logrado recuperar de entre los restos de la nave. («Ciertamente, parece real», se dijo al ver de nuevo la estatua de la gárgola que había en el centro de la fuente seca, el rostro sonriente de la cual vislumbró a través de la ventana de mando durante el aterrizaje).

Durante el transcurso de aquella larga partida en la sala del trono de Kalkon, Lemborg empezó a hablar. Al caer la tarde el gnomo estaba explicando a Kalkon con todo lujo de detalles el programa espacial gnomo-a-la-luna del Monte No-importa, cómo se fundarían colonias de gnomos-charrateros en cada una de las estrellas errantes del cielo, que él llamaba planetas, y que para navegar en el espacio los gnomos no podían confiar ya más en maginaves, poco fiables, puesto que ahora las magníficas tecnonaves podían reemplazarlas, siempre y cuando ninguna de ellas explotara en el momento de la ignición.

—Naturalmente —continuó sin aliento—, en el Departamento de Colonización, Deportación y Equipajes Extraviados constantemente se recibe información sobre gnomos del Monte Noimporta que han logrado establecerse en numerosos mundos de esta esfera y de otras; sin embargo, los modelos futuros del Espíritu del Monte Noimporta garantizarán que esas pocas personas se conviertan en una gran masa de gente y este flujo de civilización y cultura de los gnomos transformará las esferas. Entonces todo el mundo tendrá refrigeradores de vapor y carromatos neumáticos.

—Comprendo —dijo Kalkon, desplazando con cuidado por el tablero una torre azul con su inmensa garra delantera. Examinó el tablero hexagonal con un ojo y asintió en actitud de aprobación. No entendía nada de lo que el gnomo estaba explicando pero, aparentemente, hablar le aliviaba.

Al cabo de un segundo Lemborg movió un caballo blanco.

—Esta fase de expansión es beneficiosa para los gnomos así como para el futuro de las esferas, naturalmente —agregó mientras mordisqueaba un higo seco—. Las recientes estadísticas demográficas revelan que el crecimiento urbano subterráneo en el Monte Noimporta sigue una función exponencial gracias al desarrollo de un aguacultivo hidrodinámico de confianza y a la excelente producción en masa de sustancias alimenticias artificiales no venenosas como el esnerg, el goofunx y kwatz así como…, bueno, no, de hecho, el hoirk todavía causa un veinte por ciento de bajas; el caso es que en esta sustancia todavía no se han eliminado por completo los microbios, pero, bueno, tres de cuatro no deja de ser maravilloso. Parece que a los niños les encanta el goofunx, nunca tienen suficiente a pesar de que provoca numerosas caries. —Se removió en el asiento y miró con expectación a su contrincante—. Es admirable encontrar a un Dragón Dorado interesado en la tecnología aplicada.

—De Latón —dijo Kalkon. Odiaba el modo en que el gnomo movía las piezas sin pensar antes. Le estaba volviendo loco.

—¿Cómo?

—Soy un Dragón de Latón. ¿Creías que era un Dorado?

Lemborg se quedó boquiabierto y de la boca cayeron unos trozos de higo mascado.

—Te ruego que me disculpes mil veces —dijo incómodo—. Las apariencias engañan. Para ser un Dragón de Latón, tienes el porte de un rey.

—De una reina. —Ese caballo blanco… ¿Qué pretendía hacer el gnomo con él? Era difícil concentrarse en el juego. Había algo en lo que había dicho el gnomo…

—¿Reina? ¿Eres una hembra de Dragón de Latón?

—Lo soy.

—Te ruego que me disculpes mil veces, en este caso, pero, sin embargo, para ser una hembra de Dragón de Latón tan joven como…

—Vieja. Un dragón es más fuerte y feliz cuando envejece con su poder, y yo ya soy muy mayor. Nosotros no somos como los humanos, que sólo valoran la juventud.

Lemborg pensó que había algo extraño en el modo de hablar de Kalkon. Miró al tablero de mármol azul y blanco. Meditó muy bien sus próximas palabras.

—En ese caso, bueno, sin duda, ahora estás en el mejor momento de tu vida.

Kalkon movió una garra y con la punta desplazó un clérigo azul y lo dejó ante una hilera de brujas, pese a ser consciente de que ésa no era una buena posición. Pero era el único movimiento que podía hacer. De repente, había perdido el interés por el juego.

Inmediatamente después Lemborg movió su reina blanca. Tenía la palabra «jaque» en la punta de los labios pero la hembra de dragón había vuelto la cabeza para mirar hacia una pared lejana.

—Eso parece —dijo—, eso parece.

Lemborg pensó que lo mejor era cambiar de tema. Por lo general, por lo menos con los humanos, el hogar y la familia acostumbraban a ser temas no comprometedores.

—Jaque —dijo en voz baja tras mirar el tablero y toser. A continuación, más decidido, agregó—: ¿Y hay algún jovencito que venga por aquí de vez en cuando de visita? ¿Algún dragoncillo que se alegre de volver a ver el viejo hogar y las alas de su madre?

El enorme dragón no respondió. Tenía la mirada clavada en la pared y en la oscuridad.

Lemborg aguardó hasta que empezó a ponerse nervioso. Tosió pero no obtuvo respuesta. Si este juego se estuviera disputando en la Academia del Estudio Sin Fin del Khas y Nada Más del Monte Noimporta, ahora Kalkon debería de dar por perdida la part…

—No sé dónde están mis hijos —dijo Kalkon con una voz notablemente tranquila—. Probablemente están muertos, y lo único que deseo es que así sea.

Ante aquella respuesta, al gnomo, pasmado, no se le ocurrió nada que decir. Se quedó mirando a la hembra de dragón. Pasaron unos minutos.

—Tuve una nidada de huevos —dijo Kalkon con dulzura—. Cuatro huevos diminutos. Hace poco menos de cien años, la Reina Oscura los secuestró junto con los demás huevos de nuestra especie y prometió que me los devolvería después de la guerra que se avecinaba. Como temimos por el destino de nuestros hijos, juramos mantenernos neutrales. Luego, ella, con su magia, malogró secretamente los huevos. Y cuando se rompieron nacieron draconianos: una versión atrofiada de sus padres. Mis cuatro hijos se convirtieron en baaz, destruidos en cuerpo y espíritu, corruptos e inútiles. Si hay piedad en el mundo, espero que lleven muertos mucho tiempo. Si alguno de ellos ha sobrevivido, no querrá saber nada de mí ni aprender nada de lo que yo y los míos sabemos.

Lemborg se quedó mirando el tablero de khas. De repente había perdido el interés en él.

—Disculpa mi repentina partida; volveré por la mañana —dijo Kalkon mientras se incorporaba. Desplegó y extendió sus alas—. Necesito hacer un largo viaje y tomar agua del océano. Enhorabuena por tu estilo de juego. Abandono.

La gran hembra de dragón se marchó rápidamente. Tras esperar largo rato, Lemborg volvió a colocar lentamente las piezas del juego en el punto de partida. Se sentía fatal; era culpa suya, por preguntar por sus hijos. Deseó haber nacido mudo. Lentamente desenrolló la alfombra que Kalkon había traído para él, se envolvió en ella y apagó la lámpara de aceite que les había alumbrado durante la partida. Se echó a dormir pero no consiguió encontrar consuelo en el silencio y la oscuridad.

Una débil luz roja iluminaba la plaza. La roja Lunitari estaba llena y las otras dos lunas no estaban a la vista; en lo alto, el cielo estaba reluciente de estrellas. Kalkon levantó la cabeza hacia ellas y se preguntó qué había hecho para merecer esa vida. Se había limitado a cumplir con las reglas y nada más. La huida a aquellas ruinas desiertas no había logrado alejar el sentimiento de culpa y el dolor. Dormía, volaba, comía y procuraba pensar el mínimo posible. Pero nada de todo aquello le servía. Sus hijos se habían malogrado y, en parte, se sentía responsable de ello.

Tensó las patas y se elevó agitando las alas ascendiendo hacia la luz roja de la luna. Posó la mirada sobre aquella enorme ciudad desolada que se abría bajo sus pies. Todo estaba quieto, excepto la arena mecida por el viento. La ciudad estaba vacía, como su propia vida, muerta, como sus hijos. Con una mirada examinó lánguidamente los tejados y las torres.

Entonces ante sus ojos apareció un objeto desde detrás de la única torre que quedaba del Gran Templo. La luz de la luna se reflejaba en aquella concha dorada y los tentáculos de madera pulidos se dirigían hacia Kalkon.

La hembra de dragón estaba asombrada. ¿Cómo había podido llegar hasta allí?

Le dispararon cinco veces en otros tantos segundos.

Aquellos disparos candentes le alcanzaron en el cuello, la pata delantera derecha y el costado derecho de su gran pecho escamoso. Le dolía respirar: tenía las costillas destrozadas y las flechas se le habían clavado en los pulmones. El disparo certero de una catapulta le rompió el hueso principal del ala derecha. Ésta se dobló por completo y, cerrando los ojos, rugió agónica. Se volvió sobre el costado izquierdo y cayó contra las caballerizas militares abandonadas desde una altura de treinta metros.

Lemborg se incorporó todavía envuelto en la alfombra. Aquellos aullidos y el estruendo que siguió se estaban apagando. ¿Un terremoto? En el Monte Noimporta jamás había oído decir que los Eriales del Septentrión fueran propensos a sufrir terremotos. Parecía poco probable.

Se levantó de la alfombra incapaz de conciliar el sueño. Pensó en salir y ver lo que estaba ocurriendo pero tenía miedo a toparse con Kalkon tras su metedura de pata durante la partida de khas. Era preciso escapar por sus propios medios antes de que los devoradores de cerebros regresaran o él volviera a disgustar al dragón. Kalkon le había rescatado de la tecnonave averiada, le había curado, le había entretenido y él sólo supo agradecérselo de esa manera. Su rostro ardía de vergüenza.

Todavía podía ver un poco dentro de aquella enorme sala oscura. Tras recoger sus pocas pertenencias salió a un pasillo de techo alto e intentó recordar cómo salir de allí. Se encaminó hacia un extremo del pasillo, giró dos veces hacia la izquierda y una a la derecha, y se dio cuenta de que se había perdido. No obstante, vio que delante de él había una ventana; la débil luz roja de la luna brillaba a través de los cristales deslustrados por la arena. Lemborg, disgustado consigo mismo, dejó en el suelo sus pocas pertenencias y se encaramó al alféizar de la ventana para echar un vistazo a aquella ciudad oscura.

Se encontraba en el tercer piso del edificio de administración. La luz roja de Lunitari se derramaba sobre las ruinas. Lemborg pensó que algún día habría miles de gnomos paseando por la superficie de aquella luna roja. Allí construirían unas magníficas ciudades y distribuirían sus magníficos inventos por todo el espacio inexplorado, y habría energía hidrodinámica para todos. Pero no era momento de pensar en todo aquello. Tenía tan poco sentido como aquella partida de khas. Lemborg dejó caer unas lágrimas, suspiró y bajó la mirada.

Entonces, justo delante de la ventana asomó una vara larga, suspendida en el aire a no más de seis metros. Llevaba pendidas unas calaveras humanas. En las coronillas, manchadas de sangre, se distinguían unos agujeros.

Lemborg dio un respingo, saltó del alféizar y se puso a correr en cuanto sus pies tocaron el suelo. Abandonó sus pertenencias allí donde las había dejado. Detrás de él la enorme concha dorada de la maginave de los devoradores de cerebros se elevó, se detuvo y quedó suspendida junto a la ventana como si fuera una moneda en vertical. Empezó a girar; la proa oscilaba ostensiblemente.

Lemborg vio delante de él una esquina. La dobló justo en el momento en que la enorme ventana explotaba a sus espaldas. La enorme proa de la maginave barrió la ventana de derecha a izquierda, llevándose por delante cientos de cristales en una cascada cristalina. Antes de que aquel ruido cesara, unas descarnadas figuras humanas mal vestidas pasaron de la proa tentacular al pasillo. Los Trozos de cristal crujían bajo sus pies descalzos. Nadie chillaba, todos los rostros eran inexpresivos, aun en su determinación. Inmediatamente se pusieron a buscar al gnomo.

«Van a atraparme —pensó Lemborg aterrado mientras corría por aquel pasillo oscuro—. Me atraparán y luego me comerán». Aquella certeza le hizo ir más deprisa todavía. Giró una vez a la derecha, otra a la izquierda y encontró una escalera que bajaba en espiral. Bajó dos pisos; en cuanto abandonó la escalera, giró de nuevo a la izquierda y luego huyó por un pasillo. Unos pasos retumbaban a lo lejos detrás de él.

Cruzó un arco y fue a parar a una intersección que se abría en cuatro direcciones. Escogió la de la derecha. A lo lejos, brillaba una luz débil. Se detuvo porque no estaba seguro de qué era eso y luego avanzó con cautela para comprobarlo.

Delante de él se abría una puerta que llevaba al aire de la noche. Caminó con cautela; sus botas crujían levemente sobre la arena traída por el viento. Miró detenidamente el exterior iluminado por la luz de la luna. Ante él se extendía la plaza. El aire estaba impregnado de un leve olor a pintura quemada que emergía de los restos del Espíritu del Monte Noimporta.

Entornó los ojos. Alrededor del morro puntiagudo del Espíritu había unas figuras humanas vestidas con túnicas largas. No parecían andar; de hecho, era como si flotaran por encima del suelo. Devoradores de cerebros. Lemborg les había visto levitar mientras lo perseguían en la maginave nautiloide, cuando intentaban en vano darle alcance. Dio la vuelta y regresó corriendo al edificio hasta llegar a la intersección de las cuatro direcciones.

Allí, una mano de cuatro dedos le hincó sus garras sobre el hombro izquierdo. Lemborg, histérico, se volvió y clavó los dientes en la piel de aquella criatura. Estaba fría y viscosa como si fuera una anguila viva. Al instante la mano se apartó de él. Pero otras lo agarraron por los brazos y la ropa; eran manos humanas de piel sucia y llena de cicatrices. Se debatió contra ellas como un loco, chillando tan fuerte como podía, pero lo tenían bien sujeto y no había nada que pudiera hacer. Lo sujetaban al igual que al hombre al que le habían comido el cerebro en vivo.

El devorador de cerebros se frotó el brazo herido y esperó hasta que el gnomo quedó agotado por el esfuerzo. Luego levantó el brazo herido bajo la débil luz e hizo un gesto en dirección a la plaza. Los humanos de ojos inexpresivos que sostenían el gnomo asintieron y, con su cautivo a cuestas, partieron hacia allí tras su amo, que iba vestido con túnica.

Junto al Espíritu y la fuente seca, tres devoradores de cerebros más esperaban suspendidos unos pocos centímetros por encima de la arena. Las túnicas se mecían con la brisa fresca. Lemborg, que temblaba apresado por los esclavos humanos, reconoció los ojos lechosos y los tentáculos obscenos, que se retorcían como gusanos y que colgaban de aquel horror de color malva que se consideraba una cara entre los devoradores de cerebros. Sus manos delgadas permanecían ocultas dentro de unas mangas enormes y tenían los brazos cruzados, como si estuvieran meditando un castigo.

Los esclavos se detuvieron delante de sus señores. Transcurrió un largo momento de silencio. Luego uno de los esclavos se adelantó y se puso frente a Lemborg. Éste intentó liberarse de nuevo pero no lo consiguió.

Aquel humano mal vestido, una mujer, miró a Lemborg detenidamente. Bajo la luz roja de la luna, los ojos de ella eran pozos sin fondo, como si hubiera muerto hacía semanas y se hubiera podrido por dentro.

—Tú eres la causa de muchos problemas innecesarios —dijo sin ningún acento ni inflexión. Parecía que estuviera leyendo—: Tú habrías escapado y tus actos habrían quedado sin castigar si no fuera por el poder de nuestros amos telepáticos que pueden leen en los cerebros simples de insectos como tú. Vas a decirnos dónde ocultas el generador del dispositivo de paso.

Lemborg forcejeó, con tan poco éxito como antes; luego las fuerzas lo abandonaron. La mujer tenía la mirada fija por encima del hombro de él, como si escuchara algo que Lemborg no podía oír.

—Dejaste el generador dentro de la nave, junto a la butaca de piloto —dijo la mujer—. No está protegido. ¿Sabe alguien más que estás aquí?

Lemborg, respirando con dificultad, se la quedó mirando.

—Sólo la vieja hembra de Dragón de Latón —dijo la mujer. Esperó y luego agregó—: Está muerta. La abatimos con la catapulta y las ballestas de nuestra nave. Dos de nuestros jefes están examinando el cuerpo. ¿Sabes si hay otras cosas valiosas en esta ciudad?

—¡Cállate! —chilló Lemborg furioso—. ¡Cállate, cállate, cállate! —De pronto unas lágrimas cayeron por sus mejillas.

—No nos puedes ocultar nada. Nuestros amos obtienen la información de tu mente en cuanto piensas en ello. Me dictan lo que tengo que decir para poder comunicarme contigo. Tus pensamientos son tan simples como los de un pez. —Calló un momento—. No has visto nada valioso por aquí. Siendo ése el caso, nuestros jefes sólo te ven útil para una cosa. Están cansados y hambrientos por la persecución. Ahora nuestros jefes van a comer y te comerán a ti el último, para que sepas lo que va a ocurrirte. —La mujer dejó de hablar, como si fuera una marioneta.

Uno de los devoradores de cerebros avanzó hacia la mujer y Lemborg. Puso los pies en tierra, directamente detrás de ella. Con sus pequeños dedos la agarró por los brazos clavando sus largas garras en la piel magullada y sucia.

La mujer de mirada inexpresiva se arrodilló mientras su cabeza se doblaba hacia atrás con brusquedad. Sus grandes ojos reflejaban la luna roja del cielo. Sus labios pálidos temblaban.

El devorador de cerebros se inclinó levemente sobre ella hasta que los tentáculos húmedos que formaban su boca tocaron la cara de la mujer, se alargaron y le cubrieron la cabeza estrechando el apretón segundo a segundo.

La mujer se agitó con un espasmo violento. Abrió la boca y aulló contra la noche oscura como si estuviera loca. Lemborg volvió su rostro para no mirar y chilló con ella, con los ojos apretados y dando enérgicas patadas.

Entonces un chillido monstruoso que silenció los otros dos recorrió la ciudad. El bramido estalló y retumbó en medio de la noche y luego se perdió en la lejanía.

Lemborg abrió los ojos, asustado y estremecido. Los devoradores de cerebros tenían los pies en tierra y miraban a la derecha de Lemborg en silencio. La mujer yacía sollozando sobre un costado, con las rodillas dobladas y las manos en su pelo cubierto de sangre. Lemborg miró en la misma dirección que los devoradores de cerebros.

Se oyó un rumor grave, como si un objeto muy pesado avanzara con un ritmo sincopado. A continuación, en el extremo más alejado de la plaza cubierta de arena, tras una esquina apareció una forma enorme iluminada por la luna que se dirigía a grandes zancadas hacia Lemborg y los devoradores de cerebros, arrastrando la pierna anterior derecha. Avanzaba a gran velocidad.

Era Kalkon. Sea lo que fuera lo que los devoradores de cerebros le hubieran hecho, no había sido suficiente. Evidentemente, si podía sanar a Lemborg, también podía hacer algo por ella misma.

Bastó un momento para que Lemborg se diera cuenta de lo que iba a pasar. Huir era primordial. Se revolvió con fuerza y logró liberar el brazo izquierdo del esclavo que lo sujetaba, se giró y mordió la mano del esclavo que retenía su brazo derecho. Éste lo soltó gritando. Lemborg huyó despavorido. Cuando Kalkon atacara no podría distinguirle en la oscuridad y él quería estar lo más lejos posible de los devoradores de cerebros.

Fue inteligente. Kalkon no dio tiempo a los devoradores de cerebros a defenderse. Cuando descubrieron que estaba con vida, las dos criaturas que examinaban el cuerpo intentaron destruir su mente de un modo atroz. Ahora sus cuerpos humeantes yacían juntos en la calle, frente a las ruinas de las antiguas caballerizas militares, medio hundidos en un charco de arena fundida.

Kalkon abrió las fauces en cuanto tuvo a los devoradores de cerebros a su alcance y arrojó así la muerte sobre ellos. De su boca brotó un chorro de vapor ardiente. Sin embargo, uno de los monstruos logró desvanecerse en el aire antes de que aquel chorro lo alcanzara. Los otros tres y sus esclavos humanos fueron destruidos; sus cuerpos calcinados humeaban. Emitieron unos chillidos inhumanos mientras caían al suelo sacudiendo espasmódicamente sus extremidades. Luego, por fin, se inmovilizaron; unas pequeñas llamas consumían lentamente la ropa y la carne.

En cuanto el chorro de vapor salió de su garganta, Kalkon sintió que unas lanzas de fuerza mental se le clavaban entre los ojos y penetraban profundamente en su cerebro. Era el mismo tipo de ataque destructor del cerebro que los otros dos devoradores de cerebros le habían hecho, pero esta vez era mucho más potente y desesperado. Las lanzas explotaron en su cerebro con una luz cegadora. El dolor fue insoportable y destruyó todos sus pensamientos en un segundo.

Mientras huía, Lemborg sintió una ola de calor. El aire era abrasador, demasiado caliente para respirarlo. Cayó, se cubrió la cabeza con los brazos y enterró la cara en la arena. Oyó unos chillidos detrás de él. Luego escuchó también el paso pesado del dragón y sintió que las vibraciones del suelo recorrían su cuerpo. A continuación notó que la piel de su nuca y su coronilla se quemaban.

Detrás de él, en dirección a los restos de su nave, continuaron oyéndose ruidos secos y gemidos. Cuando el calor cesó, Lemborg, agotado por el dolor, levantó la cabeza y miró a su alrededor. Kalkon estaba ahí, dando patadas contra el suelo. Hacía unos ruidos extraños y aterradores, como si fueran gruñidos y quejidos. Arrastraba el ala derecha rota por la arena y agitaba la cola de un lado a otro levantando una gran nube de arena que fue enturbiando lentamente el aire de la plaza.

Una pata con garras se apoyó en el hombro de Lemborg haciendo que éste cayera al suelo. Miró hacia arriba.

—Kalkon —chilló.

El dragón titubeó y miró a su alrededor de un modo fiero. Los restos chamuscados de los devoradores de cerebros y sus esclavos colgaban en jirones de sus garras. Avanzó en dirección a Lemborg arrastrando su pierna derecha.

«Si me atacas lo mato», atronó una voz en el cerebro de la hembra de dragón.

Kalkon retrocedió con los ojos muy abiertos. Se estremeció y buscó el origen de aquella exclamación. A unos quince metros de donde estaba, un devorador de cerebros tenía agarrado a Lemborg delante de él a modo de escudo.

«Si no me atacas, tomaré el generador del dispositivo de paso y me marcharé —rugió aquella voz, que Lemborg también podía oír en su propia mente—. Entonces volveré a teletransportarme, pero esta vez a mi nave con este pequeño. Luego lo liberaré. Quiero conseguir el generador del dispositivo de paso sin problemas».

Dicho esto, el devorador de cerebros se acercó lentamente al Espíritu del Monte Noimporta sosteniendo a Lemborg entre él mismo y la hembra de dragón.

Kalkon se balanceaba insegura. Sus ojos enormes parpadearon.

—Reina de la Oscuridad —fue su única respuesta—, devuélveme mis huevos.

El devorador de cerebros vaciló pero continuó andando hacia la nave destrozada. Lemborg, medio arrastrado por la criatura, extendió una mano hacia la hembra de dragón.

—Kalkon —dijo. Su expresión era de puro terror.

Kalkon echó hacia atrás la cabeza y arremetió hacia ellos. En menos tiempo del que media entre dos latidos de corazón cubrió los quince metros que la separaban del devorador de cerebros. Éste, sorprendido, empujó a Lemborg contra la criatura que embestía y luego huyó. El gnomo tropezó y cayó. Algo muy pesado y grande se apoyó en su pierna derecha y la rompió por cuatro sitios por debajo de la rodilla con un sonoro chasquido. Lemborg, aullando de dolor, se dobló sobre sí mismo, agarrándose la pierna.

Algo cayó al suelo junto a él. Lo vio, pero no comprendió qué era a causa del intenso dolor que sentía: era un brazo de un devorador de cerebros, con su mano de garras que todavía se agitaba. El resto del cuerpo no estaba ahí.

Lemborg sintió que estaba a punto de desmayarse. Sintió un mareo y el mundo adquirió un aspecto decididamente borroso. El dolor disminuyó. Se dijo que si aquello era la muerte, entonces no era tan terrible. Incluso la nave nautiloide de los devoradores de cerebros adquirió un aspecto borroso y de ensueño. Flotaba como una nube por encima del edificio de la administración. Piedras y lanzas caían sobre Kalkon, que esquivaba algunos golpes y bramaba contra la nave. Kalkon rugía y llamaba a la nave Reina Oscura. ¿Acaso aquél era el nombre de la maginave? A Lemborg le sorprendió que supiera eso. Sin embargo, llamaba Reina Oscura a todo.

El gnomo se apoyó sobre un codo. Ahora su pierna estaba mucho mejor, si bien estaba extrañamente doblada. Entonces vio que Kalkon asía la estatua sonriente de la fuente seca con una sola mano (o tal vez fuera pata; no sabía precisar el término apropiado para ello) y la arrancaba de cuajo con un solo gesto. Luego el dragón blandió la estatua y la lanzó contra el cielo.

Y eso ¿para qué?, se preguntaba Lemborg. La estatua golpeó el nautiloide con un sonido más fuerte que el Martillo de Reorx y provocó una lluvia de astillas y tablas de madera. Aquella concha dorada se rompió como un huevo en mal estado y una lluvia seca cayó sobre la arena. Tendría que redactar todo aquello en su próximo informe al Comité Directivo sobre Objetos que Llueven del Monte Noimporta. Si pudiera encontrar un lápiz y una hoja de…

Siguió un largo período de sueños extraños y de fiebre. El dolor intenso fue remitiendo. Luego Lemborg se sintió ligero como una pluma y notó que el viento lo bañaba como si fuera agua. Se mecía en un lecho de bronce y dormía en lo alto del mundo, donde el único sonido era un lento y rítmico trueno. En una ocasión sintió que se elevaba de la superficie de un gran mar y notó la luz del sol filtrándose por los párpados.

«Duerme», dijo una voz grave y dulce y Lemborg volvió a sumirse en los abismos del sueño.

Sin apenas darse cuenta, de nuevo volvió a ser de noche. Unas hojas de hierba fría apretaban la piel caliente de Lemborg. Apenas podía moverse, pero no le importaba.

«Estás en casa —dijo aquella gran voz—. Puedo curarte las heridas pero no la fiebre. Tu gente te encontrará pronto y es posible que ellos sepan hacer algo más que yo. Tienes que descansar hasta que lleguen. Ahora ya no hay nada que temer. —La voz vaciló pero luego prosiguió—. Mi mente se ha curado porque he tenido suerte y he descansado y con mi magia he logrado curarme el ala. Yo también voy a regresar con mi gente. Será un largo viaje hacia el norte pero me encuentro en forma. —Siguió otra pausa, esta vez más larga—. Te debo mucho, Lemborg. Huí del pasado pero éste me volvió a encontrar y ahora puedo enfrentarme a él y continuar adelante. Sin embargo, voy a echar de menos tu compañía y ese raro estilo que tienes de jugar al khas. Me alegro de que tu nave escogiera mi ciudad como puerto final. Ella, y tú, me trajisteis lo que yo necesitaba».

Luego se hizo el silencio. El aire se agitó durante unos momentos. Cuando cesó, todo quedó tranquilo y en calma. El mundo estaba en paz.

Aquello duró unos veinte minutos. Luego los gnomos lo encontraron.

—¡Basura a la décima potencia! —exclamó con enojo el Primer Subsecretario al Director del Gremio de Aerodinámica. Arrojó el informe del Gremio Médico a un lado, donde las gruesas páginas se unieron a otros cientos de informes dentro de una enorme caja situada debajo de un cartel muy bien rotulado en el que se leía: SÓLO BOTELLAS RECICLADAS—. No puedo creerme que esos ingenieros de cuñas me enviaran esta sarta de sandeces. ¡Devoradores de cerebros! ¡Maginaves! ¡Un dragón que juega al khas! Lem­bor­ga­mont­go­lo­fer­pad­der­son­ri­te sufrió un duro golpe en la cabeza, y eso es todo lo que ocurrió. Los mismo le ocurrió a mi primo tercero, que le pilló un rayo y creyó que era un héroe luchador contra dragones o algo así. —El Primer Subsecretario suspiró y miró sobre su mesa—. De todos modos es curioso que lograra sobrevivir a la caída de la nave. Sin duda la tecnonave cayó al mar inmediatamente tras el despegue. El inicio había sido prometedor… Fue un despegue absolutamente perfecto.

—No explotó nada —corroboró el Segundo Subsecretario sacudiendo con vehemencia la cabeza mientras permanecía en pie ante la mesa—. Toda misión aeronáutica tiene que tener siempre un buen comienzo.

—Tal vez lo mejor sería que el piloto Lem­bor­ga­mont­go­lo­fer­pad­der­son­ri­te participara también en la siguiente misión, pues, con o sin delirios, tiene la ventaja de la experiencia. Ahora ya no tiene fiebre y con un curso de puesta al día, o dos, del modelo siguiente, podría… —dijo el Primer Subsecretario a la vez que se rascaba pensativo su corta barba.

—Es una idea excelente. Estoy de acuerdo —repuso el Segundo Subsecretario asintiendo también, pero con menos entusiasmo—. Sería excelente si no fuera por el hecho, sin importancia, de que Lem­bor­ga­mont­go­lo­fer­pad­der­son­ri­te ha sido dado de alta hoy por la mañana del Centro Primario Traumatológico del Declive y ha presentado su solicitud de vacaciones. Me temo que ya se ha marchado.

—¿Que se ha marchado? —El Primer Subsecretario miró asombrado al Segundo Subsecretario—. ¿Se ha marchado? ¿Adónde? ¡Denegad la solicitud! ¡Hacedle volver de inmediato! Es nuestro piloto con más experiencia en la tecnonave. ¡Esto es un motín!

El gnomo que estaba de pie al otro lado de la mesa hizo un gesto de pesar. Sabía que la siguiente parte no iba a ser sencilla.

—Estoy completamente de acuerdo en que tiene visos de motín, pues ni siquiera ha esperado a que la solicitud de vacaciones pase por su período habitual de aprobación de setenta y ocho semanas antes de partir al puerto de Xenos, donde sin duda ya habrá cogido un barco. —Entregó a su supervisor otra hoja de papel, que el Primer Subsecretario leyó tras localizar sus gafas encima de la cabeza—. De todos modos, no obstante, tal vez eso sea para bien pues todavía parece estar cautivado por su… delirio, como también le ocurre a su primo tercero.

El Primer Subsecretario gimió y dejó caer la hoja de las manos.

—Va al norte, al hogar de los dragones, con sólo seis mudas de ropa y un juego de khas. Comprendo tu punto de vista. Muy bien, llama al colegio mayor y convoca a los estudiantes en el auditorio de aquí a dos horas para escoger un piloto para la misión número veintinueve. Lo haremos por el sistema de sacar una pajita, como siempre.

—¡Enseguida! —exclamó el Segundo Subsecretario. A continuación abandonó rápidamente la sala. El Primer Subsecretario echó de nuevo un vistazo a la solicitud de vacaciones de Lemborg, hizo una bola con ella y la echó al cesto con los demás papeles.

—Tarde o temprano conseguiremos construir esa tecnonave —musitó y continuó trabajando en sus papeles.