PRÓLOGO

En los primeros años del siglo actual apareció en los escaparates de las librerías francesas una obra de título misterioso que pronto atrajo la atención del público parisiense:

¡Fantomas!

La firmaban dos escritores casi desconocidos en aquella época, pero que pronto gozarían de una popularidad como pocas veces se había visto en Francia, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de dos jóvenes que apenas habían hecho algunos pinitos literario-deportivos, y no siempre con éxito.

Pierre Souvestre y Marcel Allain, que así se llamaban los afortunados autores de Fantomas, se plantaron, de la noche a la mañana, a la cabeza de esa pléyade de escritores que tenían su sede en París y que trataban de abrirse paso, por todos los medios posibles, incluyendo la extravagancia y el snobismo, por el árido camino de la fama, que, como ha sucedido en todas las épocas, lo tenían cercado un número determinado de autores que no dejaban paso a nadie.

Pero la presencia de Fantomas en los escaparates de las librerías del boulevard Saint-Michel con su sugestiva portada: un hombre enfundado de los pies a la cabeza en una malla negra que delineaba perfectamente su musculoso y juvenil cuerpo, dándole un atractivo alucinante, hizo caer para aquellos dos novelistas desconocidos hasta entonces las murallas de Jericó del cercado literario, como al son de nuevos trompetazos.

Pierre Souvestre había nacido en París el año 1874.

Cultivó preferentemente la novela policíaca, para la que poseía algunas cualidades de primer orden, como la inventiva y el interés de la narración.

Aunque murió joven, el 24 de febrero de 1914, en la misma capital francesa, cuando apenas contaba cuarenta años, escribió bastante. Solamente con Marcel Allain publicó treinta y dos volúmenes de la serie Fantomas, escritos en treinta y dos meses exactamente, lo que da un record difícil de superar.

Aparte de Fantomas, que, en realidad, fue lo más importante que escribió, también salieron de su pluma las siguientes obras, todas de carácter deportivo: Histoire de l'automobile, Le Rour, La traversée de la Manche en aéroplane, De Blanchard à Blériot...

También fue asiduo colaborador de la Prensa deportiva de París.

Marcel Allain nació el año 1885.

Después de la muerte de su colaborador y amigo, continuó él solo la serie de Fantomas, que alcanzó bastantes volúmenes.

Marcel Allain fue uno de los primeros automovilistas franceses.

En la actualidad lleva publicadas más de seiscientas obras.

Vive en Andrésy, departamento de Sena y Oise; pero a pesar de sus muchos años, ochenta, se conserva fuerte como un roble y dispuesto a continuar escribiendo sin desmayo.

* * *

Fantomas es una especie de summa o de historia universal en la cual sus autores relatan las hazañas de uno de los más célebres personajes del folletín francés, tan de moda durante la primera y segunda décadas del siglo XX.

Fantomas, personaje inalcanzable, escurridizo, en lucha constante con la Justicia, representada por el célebre policía Juve, ayudado por el no menos simpático periodista Jérôme Fandor, es el prototipo del ladrón audaz, del criminal sin sentimientos, sin corazón, que se ha marcado un camino y lo sigue, por encima de todo, para llevar a cabo la consecución de su perverso fin.

Como un fantasma, de ahí su apelativo, surge y desaparece con la misma facilidad que una sombra, consiguiendo despistar a sus perseguidores y escapar de sus manos cuando ya están seguros de tenerlo.

Adoptando tipos diferentes, en lo cual es maestro consumado, Fantomas aparece a lo largo de la serie folletinesca bajo las personalidades más diversas. Tan pronto es actor como banquero, mendigo como millonario, sacerdote como seglar, portera como conde...

La realidad es que nadie sabe quién es ni cuál es su verdadero rostro.

La juventud, la fuerza y la agilidad son las bases en las que se asienta su popularidad, popularidad que le hizo saltar a la pantalla, privilegio reservado en los años que van de 1910 a 1920 a contados personajes.

Un productor francés con mucha vista hizo con Fantomas una serie de muchos episodios, interesantes, dinámicos, misteriosos, que durante bastante tiempo atrajo la atención de los públicos, más inocentes e ingenuos que los actuales, de la llamada la belle époque.

Cuando en el cine francés triunfaba Max Linder con sus despampanantes y graciosas películas, hasta el presente no igualadas, y que sirvieron de modelo a ese otro genial actor que se llama Chariot; cuando las pantallas se llenaban con las series sentimentales del mago Louis Feuillade, verdadero precursor de nuestro cine actual, con películas como Judex y La nueva misión de Judex —protagonizadas por el inolvidable René Cresté y toda una compañía de primerísimos actores franceses—, Las dos niñas de París, La huerfanita y Parisette, con la dulce y rubia Sandra Milowanoff, la exquisita Blanche Montel, la gran Alice Tissot y el magnífico galán Aimé-Simon Gérard, inolvidable D’Artagnan de la primera versión de Los tres mosqueteros; cuando las pantallas se inundaban con las series americanas que tenían como héroes fabulosos a Lucille Love, a Eddie Polo, al Conde Hugo, a Pearl White, a Antonio Moreno, a Harry Carey (Cayena); cuando Italia nos proporcionaba Cabina, Quo Vadis?, Ursus y Los últimos días de Pompeya, junto con las películas de Maciste, de Francesca Bertini, de Pina Menicchelli y Amleto Novelli, surge en el lienzo de plata Fantomas, distinto a todos, misterioso, audaz, temerario, sobrecogedor, simpático y malvado a la vez, que aterroriza, admira y embebece al público con sus inconcebibles hazañas, sus robos inexplicables, sus desapariciones fantasmales a través de paredes, suelos y techos...

Y Fantomas es, durante muchos años, el héroe de una juventud fácil de contentar, que acude a los cines para verle y admirarle, y lee los cuadernillos en donde se publican sus maravillosas aventuras, para extasiarse con sus actuaciones más o menos ingenuas.

Después de muchos años de silencio, cerca de cincuenta, Fantomas se abre paso de nuevo en los escaparates de las librerías. Un prestigioso editor francés, Robert Laffont, desempolva los viejos volúmenes y hace una edición primorosa de las siempre nuevas aventuras de Fantomas, y el público se lanza a comprarlos, ávido de conocer un género literario que, aunque algo pasado de moda, conserva todo su encanto, toda su originalidad, todo su interés, para las nuevas generaciones, deseosas de conocer cómo se escribía, cómo se hacía una novela policíaca en los años diez.

Y también la pantalla vuelve a proyectar las peripecias de Fantomas, esta vez en color y cinemascope, protagonizadas por un gran actor francés: Jean Marais.

Traducidas inmediatamente a todos los idiomas, España no podía quedarse a la zaga. Y en estos dos volúmenes damos una muestra muy exacta de la calidad de la serie Fantomas, publicando seis de sus episodios más característicos.

Fantomas, Fantomas contra Juve, Fantomas se venga, Un ardid de Fantomas, Un rey prisionero de Fantomas y El policía apache son las novelas que darán al lector una experiencia desconocida hasta ahora: gustar en toda su exquisitez las aventuras de un delincuente que, durante muchísimos años, hicieron la delicia de nuestros mayores y que es de esperar hagan también la de las generaciones actuales.

SALVADOR BORDOY LUQUE.

1

EL GENIO DEL CRIMEN

¡FANTOMAS!

—¿Qué dice usted?

—Digo... Fantomas.

—¿Qué significa eso?

—¡Nada... y todo!

—Pero ¿quién es?

—¡Nadie... y, sin embargo, alguien!

—En fin, ¿qué hace ese alguien?

—¡Miedo!

La comida acababa de terminarse, y los comensales pasaron al salón. Desde siempre, durante la larga estancia que hacía cada año en su castillo de Beaulieu, al norte del departamento de Lot, en el límite de la Corrèze, en esa pintoresca región que bordea la Dordogne, la marquesa de Langrune, para acompañar su soledad y conservar sus relaciones, recibía regularmente a comer, cada miércoles, a algunos de sus íntimos de la vecindad:

El presidente Bonnet, antiguo magistrado retirado en los alrededores de Brive, en una pequeña propiedad situada en el límite de la Villa de Saint-Jaury; el abate Sicot, cura del municipio, que era igualmente uno de los asiduos del castillo. Asistía también, aunque menos frecuentemente, su amiga la baronesa de Vibray, joven viuda, independiente y rica, que adoraba los viajes y pasaba la mayor parte del tiempo por las carreteras, en su automóvil.

En fin, la juventud estaba representada por el joven Charles Rambert, que había llegado al castillo hacía cuarenta y ocho horas, apuesto muchacho de unos dieciocho años, al que trataba afectuosamente la marquesa, y por Thérèse Auvernois, la nieta de madame de Langrune, de la que, desde la muerte de sus padres, la marquesa hacía de madre.

La conversación extraña y misteriosa que acababa de sostener el presidente Bonnet al levantarse de la mesa, y la personalidad de ese Fantomas, que no había precisado el magistrado, intrigaban a sus acompañantes, y mientras la pequeña Thérèse servía amablemente el café, las preguntas se hicieron más apremiantes.

El presidente Bonnet empezó:

—Si consultamos, señoras, las estadísticas, veremos que, en el número de muertos que se registran diariamente, se encuentra al menos una buena tercera parte que son debidos a crímenes. Ustedes saben, lo mismo que yo, que la Policía descubre alrededor de la mitad de los crímenes que se cometen y que apenas si la justicia castiga la mitad.

—¿Adónde va usted a parar? —interrogó curiosa la marquesa de Langrune.

—A esto —respondió el magistrado, que continuó—: Si muchos atentados permanecen insospechados, no por eso han dejado de ser cometidos; ahora bien: si algunos tienen por autores vulgares criminales, otros son debidos a seres enigmáticos, difíciles de descubrir, demasiado hábiles o demasiado inteligentes para dejarse coger. Los anales históricos rebosan anécdotas de personajes misteriosos: la Máscara de Hierro, Cagliostro... ¿Luego por qué no hemos de creer que en nuestra época haya émulos de esos poderosos malhechores?

El abate Sicot levantó suavemente la voz para decir:

—La Policía es mucho mejor en nuestros días que antiguamente...

—¡Sin duda —reconoció el presidente—; pero su papel es más difícil también que nunca! Los bandidos de renombre tienen, para ejecutar sus crímenes, muchos medios a su disposición; la ciencia, tan favorable a los progresos modernos, puede en alguna ocasión, ¡ay!, convertirse en verdadera colaboradora de los criminales. Por consiguiente, las probabilidades son iguales para ambas partes.

El joven Charles Rambert, que escuchaba atentamente las manifestaciones del presidente, instó con una voz suave, ligeramente alterada:

—Entonces, señor, ¿va a hablarnos de Fantomas, en seguida?...

—A eso voy, en efecto, pues ustedes me han entendido, ¿no es así, señoras? En lo sucesivo, es preciso que nuestra época registre en su activo la existencia de un ser misterioso y temible, al que las autoridades acorralan y el rumor público ha dado ya desde hace mucho tiempo el nombre de Fantomas. ¡Fantomas! Es imposible decir exactamente, con precisión, quién es... Fantomas. Encarna bien la personalidad de un individuo determinado, hasta incluso conocido, o bien afecta la forma de dos seres humanos a la vez... ¡Fantomas! ¡No está en ninguna parte y está en todas! Su sombra se cierne sobre los misterios más extraños; su huella se encuentra alrededor de los crímenes más inexplicables y, sin embargo...

—Pequeños —dijo la baronesa de Vibray a los muchachos—, os debéis de aburrir entre las personas mayores; recobrad, pues, vuestra libertad. Thérèse —continuó sonriendo a su nieta, que, muy obediente, se había levantado ya—, hay un magnífico juego de puzzle en la biblioteca; deberías ensayar a hacerlo con tu amigo Charles...

La baronesa de Vibray volvió a entablar la conversación sobre Fantomas:

—Pero al hecho, presidente. ¿Por qué habla usted de este siniestro personaje en el caso de la desaparición de lord Beltham? ¡Ay! Nosotras, las mujeres, conocemos a los hombres, y sabemos que son capaces de todas las calaveradas. Puede ser que no se trate más que de una fuga vulgar.

—Perdón, baronesa, perdón... Si la desaparición de lord Beltham no hubiera estado rodeada de ninguna circunstancia misteriosa, es evidente que yo participaría de su manera de pensar; pero hay un hecho que debe llamar nuestra atención; el periódico La Capitale, del que les he leído un resumen hace un momento, lo señala además. Se dice, en efecto, que lady Beltham se preocupó por la ausencia de su marido; es decir, la mañana siguiente a su desaparición, se acordó de haber visto a lord Beltham leer, en el momento en que iba a salir, una carta cuya forma particular, forma cuadrada, había extrañado a lady Beltham. Lady Beltham, además, había notado que, en la carta, los renglones estaban escritos con una gruesa letra negra. Luego, había rebuscado en el escritorio de su marido la carta en cuestión; pero el texto escrito había desaparecido. Apenas se descubrieron, después de un examen minucioso, algunas huellas imperceptibles que indicaban haber estado allí el documento que había tenido su esposo entre las manos. Lady Beltham no habría reparado en este hecho si el periódico La Capitale no hubiera tenido la idea de ir con este motivo a entrevistar al policía Juve, el famoso inspector de la Sûreté, que, en muchas ocasiones, había procedido a la detención de criminales famosos. Ahora bien: Juve se mostró muy emocionado por el descubrimiento y la naturaleza de este documento. No ocultó a su interlocutor que creía encontrarse ante una manifestación de Fantomas, teniendo en cuenta el carácter extraño de la extraordinaria epístola.

El presidente Bonnet había convencido ya a su auditorio y sus últimas palabras produjeron frío en la concurrencia.

La marquesa de Langrune creyó que debía desviar la conversación, preguntando:

—Pero ¿quiénes son entonces esas personas, lord y lady Beltham?

Fue la baronesa de Vibray quien respondió:

—¡Ah, mi querida amiga! Bien se ve que no está muy al tanto de los ecos mundanos de París. Lord y lady Beltham son de lo más conocido. Lord Beltham fue, en otro tiempo, agregado a la Embajada de Inglaterra; dejó París para ir a luchar en el Transvaal, y su mujer, que le acompañó, reveló en el transcurso de la guerra hermosas cualidades de valor y piedad, dirigiendo las ambulancias y el cuidado de los heridos. Lord y lady Beltham volvieron luego a Londres, y después se establecieron definitivamente de nuevo en París. Vivían y viven todavía en el bulevar Inkermann, en Neuilly-sur-Seine, en un encantador hotel donde reciben muy a menudo y de la manera más deliciosa. En muchas ocasiones he sido huésped de lady Beltham; es una mujer seductora como la que más; distinguida, alta, rubia, animada con ese encanto particular de las mujeres del Norte...

Sonaron las diez.

—Thérèse —llamó madame Langrune, a quien sus deberes de dueña de la casa no hacían olvidar su papel de abuela—, Thérèse, niña, es hora de acostarte... Se hace tarde, bonita...

La jovencita dejó el juego, dócilmente, y dio las buenas noches a la baronesa de Vibray, al presidente Bonnet y, por último, al anciano cura, quien, paternalmente, le preguntó:

—¿Te veré, Thérèse, en la misa de siete?

La muchachita se volvió hacia la marquesa.

—Abuela —le dijo—, quisiera que me permitieses acompañar a Charles a la estación mañana por la mañana; iré a misa de ocho, al volver...

La marquesa de Langrune se volvió hacia Charles Rambert:

—Entonces, ¿es en el tren de las seis cincuenta y cinco en el que su padre llega a Verrières, mi pequeño Charles?

—Sí, señora...

Madame de Langrune vaciló un instante; después, dirigiéndose a Thérèse, añadió:

—Me parece, niña, que será mejor dejar a nuestro amigo que vaya a buscar solo a su padre.

Pero Charles Rambert protestó:

—¡Oh señora! Estoy seguro de que mi padre se pondrá muy contento si ve conmigo a mademoiselle Thérèse cuando él baje del tren.

—En ese caso, hijos míos —concluyó la excelente mujer—, arregladlo como os parezca... Thérèse —continuó ella—, antes de subir a acostarte, avisa a nuestro buen mayordomo Dollon que dé las órdenes necesarias para que enganchen el coche, mañana por la mañana a las seis... La estación está lejos...

—Bien, abuela.

Los dos jóvenes abandonaron el salón.

—Pero —interrogó el cura—, ¿quién es entonces este joven Charles Rambert? Lo he encontrado cabalmente anteayer con su viejo mayordomo Dollon y le confieso que me he devanado los sesos para reconocerle...

—No me extraña —respondió riendo la marquesa— que no haya logrado averiguarlo, mi querido cura, porque usted no le conoce. Sin embargo, puede ser que ya me haya oído hablar de un tal M. Etienne Rambert, un viejo amigo. Había perdido completamente de vista a Etienne Rambert cuando lo volví a ver hace dos años en París, en una fiesta de caridad; este pobre hombre había tenido una vida accidentada, se casó, hace veinte años, con una encantadora persona; pero, según oí decir, estaba muy enferma. Creo que padecía una cruel enfermedad. No sé si estaba loca... Etienne Rambert tuvo que recluirla recientemente en una casa de salud...

—Esto no nos dice cómo su hijo ha venido a ser su huésped —dijo el presidente Bonnet.

—¡Pues bien! Figúrense ustedes que, hace poco, el joven Charles Rambert dejó el pensionado en el cual se encontraba en Hamburgo para perfeccionar el alemán; yo sabía por las cartas de su padre que madame Rambert había sido internada. Etienne Rambert, por otra parte, tenía necesidad de ausentarse; yo me ofrecí a recibir a Charles aquí, en Beaulieu, hasta que su padre volviese a París; Charles está aquí desde anteayer..., y eso es todo.

—Y Etienne Rambert, ¿viene a reunírsele mañana?

—Precisamente, pues...

La marquesa de Langrune iba a seguir dando otros detalles sobre su joven protegido, pero éste volvió a entrar en el salón.

Los invitados se callaron, mientras que Charles Rambert se acercó al grupo con un juvenil desmaño. El joven, instintivamente, se colocó junto al presidente Bonnet y, cobrando ánimos de repente, interrogó a media voz:

—¿Entonces, señor?

—¿Entonces, qué, mi joven amigo? —preguntó el magistrado.

—¡Oh! —dijo Charles Rambert—. ¿No habla entonces más de Fantomas? ¡Es tan divertido!

Bastante secamente, el presidente advirtió:

—La verdad, yo no encuentro que estas historias de criminales sean «divertidas», como usted dice...

Pero el joven, sin darse cuenta del matiz del reproche, continuó:

—Sin embargo, es muy curioso, muy extraordinario, que pueda haber en nuestra época personajes tan misteriosos como Fantomas; ¿es verdaderamente posible que un solo hombre cometa tantos crímenes, que un ser humano sea capaz, como se pretende que es Fantomas, de escapar a todas las pesquisas y de frustrar los ardides más sutiles de la Policía? Yo encuentro que esto...

Cada vez más frío, el presidente le interrumpió:

—¡Joven, no comprendo su actitud! Parece seducido, electrizado.

Y volviéndose hacia el abate Sicot, el presidente Bonnet añadió:

—¡Aquí tiene usted, señor cura, el resultado de esta educación moderna, del estado de opinión creado por la Prensa!

Pero Charles Rambert insistía:

—¡Señor presidente, es la vida, es la historia, la actividad, la realidad!

Aun la misma marquesa de Langrune, tan indulgente, dejó de sonreír.

Charles Rambert comprendió que había ido demasiado lejos y se paró en seco.

—Les pido perdón; he hablado sin reflexionar.

Charles Rambert tenía un semblante tan desolado, que el magistrado le consoló:

—Tiene usted mucha imaginación, joven; demasiada... Pero esto pasará... Vamos, está todavía en la edad en que se habla sin saber.

La velada se había prolongado hasta muy tarde, y algunos instantes después de este pequeño incidente, los huéspedes de la marquesa se retiraron.

Charles Rambert acompañó a la marquesa de Langrune hasta la puerta de su habitación y respetuosamente iba a saludarla, para irse en seguida a su alcoba, que estaba al lado, cuando la marquesa le invitó a entrar:

—Venga, Charles, coja ese libro que le he prometido; debe de estar encima de mi escritorio.

Desde el momento en que entró en la pieza, la marquesa de Langrune lanzó una rápida ojeada en la dirección del mueble y se corrigió al momento:

—... ¡O al menos dentro de mi escritorio! ¡Puede ser que lo haya cerrado con llave!

El joven se excusó:

—No quiero molestarla, señora...

—Sí..., sí... —insistió la bondadosa marquesa—. Tengo, por otra parte, que abrir mi mesita, pues quiero ver el billete de lotería que he regalado a Thérèse, hace algunas semanas... ¡Eh, Charles —prosiguió madame de Langrune levantando los ojos hacia el joven, mientras que doblaba el cilindro de su mesita Imperio—, sería una suerte que a mi pequeña Thérèse le hubiera tocado el premio gordo!

—Efectivamente, señora —sonrió Charles Rambert.

La marquesa había encontrado el libro.

Se lo dio al muchacho con una mano, y con la otra desplegó unos papeles multicolores.

—¡Aquí están los billetes! —exclamó.

Pero interrumpiéndose, exclamó:

—¡Dios mío, qué tonta soy! No me acuerdo del número del billete premiado que traía La Capitale...

Charles Rambert se ofreció al momento:

—¿Quiere, señora, que vaya a buscar el periódico?

La marquesa movió negativamente la cabeza:

—Es inútil, no está, mi querido niño; el cura, todos los miércoles por la tarde, se lleva la colección de la semana... ¡Bah! Mañana será otro día.

En su alcoba, con la luz apagada y las cortinas echadas, Charles Rambert, extrañamente agitado, no dormía.

El joven no hacía más que dar vueltas en la cama nerviosamente.

Si se adormilaba algún momento, la imagen de Fantomas se le aparecía en el pensamiento, variando, no obstante, sin cesar: unas veces veía un coloso con rostro bestial y espaldas musculosas; otras, un ser pálido, delgado, con ojos extraños y brillantes; otras, como una forma indecisa, un fantasma... ¡Fantomas!

2

ALBA TRÁGICA

Cuando el coche de alquiler daba la vuelta al final del puente Royal, hacia el muelle, en dirección de la estación de Orsay, monsieur Etienne Rambert sacó su reloj y comprobó que, según sus previsiones, le quedaba un cuarto de hora largo antes de la salida del tren. Saltó del coche y, llamando a un mozo de estación, le entregó la pesada maleta y el paquete de mantas que constituía su equipaje.

—Dígame, amigo mío —le preguntó—: ¿el tren de Luchon?

El hombre emitió un vago gruñido e hizo un gesto incomprensible. Murmuró el número de una vía; pero este informe no fue bastante para el viajero.

—Pase delante —dijo este—. Va usted a guiarme...

Eran en este momento las ocho y media y la estación de Orsay tenía esa animación especial que lleva consigo la salida de los trenes en las grandes líneas.

Precedido del factor que llevaba su equipaje, monsieur Etienne Rambert apretó el paso él también.

Llegado al andén, al lugar donde empiezan las vías, el mozo que le guiaba se volvió.

—¿Va a tomar el expreso, señor?

—El ómnibus, amigo mío...

El factor no hizo ningún comentario.

—¿Quiere ir en la cabeza o en la cola del tren?

—Prefiero la cola del tren.

—Primera clase, ¿no es así?

—Sí, primera clase.

El factor, que se había parado un instante en el borde de la acera, volvió a coger la pesada maleta, advirtiéndole:

—Entonces, no hay donde elegir... En el ómnibus, no hay más que dos vagones de primera clase, y están enganchados en mitad del convoy...

—Son vagones con pasillo, ¿supongo?

—Sí, señor; en los trenes de las grandes líneas son muy pocos los que no lo llevan, sobre todo en primera clase...

Etienne Rambert seguía con dificultad, en la barahúnda que aumentaba, al factor al cual había confiado su maleta. La estación de Orsay no tiene el sistema de otras estaciones. No hay en ella una clara separación entre las líneas de grandes recorridos y las simples vías de los arrabales.

Tan es así que, en el mismo andén, colocado a la derecha se encontraba el tren que debía llevar a Etienne Rambert más allá de Brives, hasta Verrières, mientras que a la izquierda estaba parado otro convoy que conducía a Juvisy.

Poca gente subió al tren de Luchon; en cambio, una gran muchedumbre se apretujaba en los departamentos del convoy de los arrabales.

El factor que guiaba a monsieur Etienne Rambert puso sobre el estribo de un vagón de primera clase el equipaje que llevaba.

—No hay nadie todavía para el ómnibus, señor —le advirtió—; si quiere subir el primero, podrá elegir usted mismo su departamento...

Etienne Rambert siguió el consejo; pero apenas había penetrado en el pasillo, cuando el jefe del tren, olfateando una buena propina, se puso a su disposición.

—¿El señor quiere tomar el tren de las ocho cincuenta?... ¿No se habrá equivocado, señor?...

—No —replicó Etienne Rambert—. ¿Por qué?

—Porque —continuó el hombre— hay muchos viajeros de primera clase que se equivocan y que confunden este tren, el tren de las ocho cincuenta, con el de las ocho cuarenta y cinco...

—El tren de las ocho cuarenta y cinco —preguntó monsieur Rambert— es el expreso, ¿no es así?

—Sí —respondió el empleado—, es directo y no para, como este, en todas las pequeñas estaciones..., le precede y llega con más de tres horas de adelanto a Luchon... Es el convoy que usted ve al lado...

El hombre continuó:

—Por otra parte, si el señor quiere tomarlo, hay tiempo todavía; el señor tiene derecho a elegir entre los dos trenes, puesto que tiene billete de primera clase.

Pero Etienne Rambert declinó el ofrecimiento:

—¡No!... Prefiero tomar el ómnibus... Con el expreso, tendría que bajar en Brives y me quedarían veinte kilómetros para hacer hasta llegar a Saint-Jaury, la villa adónde voy...

Dio algunos pasos por el pasillo, se aseguró de que los diferentes departamentos del vagón estaban aún completamente vacíos y, volviéndose hacia el empleado, le preguntó:

—Escuche, amigo: estoy muy cansado y tengo intención de dormir esta noche... Por tanto, quisiera estar solo, ¿dónde estaría más tranquilo?

El hombre, con media palabra, comprendió...

Al pedirle consejo sobre el sitio que debía elegir para estar tranquilo, Etienne Rambert prometía, implícitamente, una buena propina si nadie venía a molestarle.

—Si el señor quiere instalarse aquí —respondió el empleado—, baje las cortinas en seguida y yo creo que podré buscar un sitio en otra parte a los demás viajeros...

—¡Perfectamente! —aprobó Rambert, dirigiéndose al departamento indicado—. Voy a fumar un cigarro hasta que el tren salga e inmediatamente después me dispondré a dormir... ¡Ah, amigo mío, puesto que es usted tan amable, encárguese entonces de llamarme mañana por la mañana con tiempo suficiente para que pueda bajar en Verrières!... Tengo el sueño pesado y sería capaz de no despertarme...

* * *

En el castillo de Beaulieu, el joven Charles Rambert estaba terminando de arreglarse, cuando llamaron suavemente en la puerta de su alcoba.

—Son las cinco menos cuarto, Charles... ¡Levántese en seguida!

Charles Rambert respondió ufanamente:

—¡Ya estoy despierto, Thérèse! Estaré preparado en dos minutos...

La voz de la muchacha observó detrás de la puerta:

—¡Cómo! ¿Está ya levantado? Pero esto es maravilloso; le felicito... Baje en cuanto esté vestido.

—¡Entendido! —respondió el joven.

Acabó de vestirse. Después, cogiendo la lámpara con una mano, abrió con precaución, para no hacer ruido, la puerta de su alcoba y, andando sobre la punta de los pies, atravesó el rellano, bajó la escalera y fue a reunirse con Thérèse, que le esperaba en el comedor.

La muchachita, como una pequeña ama de casa, había dispuesto, mientras esperaba al joven, una colación.

—Desayunémonos pronto —propuso ella—. Esta mañana no nieva; podríamos, si usted quiere, ir a la estación a pie. Tenemos tiempo. Nos sentaría muy bien andar un poco.

—Eso nos calentará, en todo caso —respondió Charles Rambert, que, medio dormido aún, se sentó al lado de Thérèse, haciendo honor a lo que ella le había preparado.

—¿Sabe usted —decía la nieta de madame de Langrune— que es admirable levantarse con tanta puntualidad? ¿Cómo ha hecho usted? Tenía tanto miedo anoche de dormir como de costumbre...

—Sin duda; pero le confieso, Thérèse, que estaba muy nervioso, muy inquieto, ante la idea de que papá llegaba esta mañana... ¡Apenas he dormido!

Habían los dos acabado de desayunar. Thérèse se levantó.

—¿Vamos? —preguntó.

—Vamos...

Thérèse abrió la puerta del vestíbulo, y los dos muchachos bajaron la escalinata que conducía al jardín del castillo.

Al pasar por las caballerizas se cruzaron con un palafrenero que iba a sacar una antigua berlina de la cochera.

—No se apresure usted, Jean —dijo Thérèse al dar los buenos días al criado—; vamos a ir a pie hasta la estación, y lo que importa es que usted esté allí para traernos...

El hombre se inclinó. Los dos muchachos franquearon la puerta del parque y se encontraron en la carretera.

La nieta de madame de Langrune preguntó:

—Debe usted de estar muy contento de encontrarse con su padre... Hace mucho tiempo que no le ha visto, ¿no es así?

—Desde hace tres años —respondió Charles Rambert—, sólo lo he visto algunos minutos... Viene de América y, antes de marchar allá, viajó mucho tiempo por España...

—Le va a encontrar a usted muy cambiado.

—¡Oh! —respondió el joven—. Es triste decirlo; pero ¡papá y yo nos conocemos tan poco!

—Sí, por lo que me dijo mi abuela, usted ha sido educado, sobre todo, por su madre.

El joven Charles Rambert bajó tristemente la cabeza, y respondió a su compañera:

—A decir verdad, no he sido educado por nadie... Sepa usted, Thérèse, que, por muy lejos que me remonte en mis recuerdos, no me acuerdo de mis padres, a quienes, como extraños, veía de cuando en cuando; a los que quería mucho, pero me asustaban... Es como si fuera a conocer a papá esta mañana.

—Durante toda su infancia, él estuvo de viaje, ¿no es así?

—Sí, él viajaba, ya a Colombia, para vigilar las plantaciones de caucho que posee allí; ya a España, donde tenía también grandes terrenos... Cuando pasaba por París, venía al pensionado, me llamaba, y yo le veía en el locutorio... un cuarto de hora...

—¿Y su madre?

—¡Oh; mamá era otra cosa!... Sepa, Thérèse, que toda mi infancia..., al menos la infancia de la que me puedo acordar..., ha transcurrido para mí en el pensionado.

—Usted quería mucho a su mamá, sin embargo.

—Sí, la quería —respondió Charles Rambert—, pero tampoco la conocía, por así decirlo...

Y como Thérèse hiciese un gesto de sorpresa, el joven prosiguió, revelando el secreto de su infancia solitaria:

—Mire, Thérèse, ahora que soy un hombre, adivino cosas que no podía ni aun sospechar entonces. Mi padre y mi madre se llevaban mal. Cuando yo era pequeño, veía siempre a mamá silenciosa, triste, triste, y papá activo, bullicioso, alegre, hablando alto... ¡Casi creo que asustaba a mamá! Cuando un criado me traía a casa los jueves, me llevaban a darle los buenos días y la encontraba invariablemente tumbada en una chaise-longue, en su alcoba, en donde las persianas bajadas mantenían una semioscuridad. Me besaba con indiferencia, me preguntaba dos o tres cosas, y después me hacían salir porque la cansaba...

—¿Estaba ya enferma?

—Mamá siempre ha estado enferma...

Thérèse se quedó callada unos instantes, y después concluyó:

—No ha sido usted muy feliz...

—¡Oh! No he sido desgraciado hasta que he sido mayor; de pequeño, no me daba cuenta de la tristeza de no tener, en conclusión, padre ni madre...

Hablando, Thérèse y Charles habían andado a buen paso y se encontraban ya a mitad de camino de la estación de Verrières.

El día se presentaba indeciso; un día sucio, como los que hacen en diciembre, tamizado por gruesas nubes grises que corrían muy bajas.

—Yo —prosiguió Thérèse— no he sido muy feliz tampoco, porque perdí a papá siendo muy pequeña. No me acuerdo de él... y mamá también debe de estar muerta...

El tono ambiguo de la frase de la joven intrigó a Charles Rambert.

—¿Cómo es eso, Thérèse? No parece estar muy segura de que su madre haya muerto.

—¡Sí, oh, sí! La abuela lo dice..., pero... cada vez que he querido preguntar detalles de su muerte, la abuela siempre ha cambiado de conversación. Me pregunto, a veces, si no se me oculta algo... y si es verdad que mamá no esté muerta...

Llegaron a algunas casas agrupadas alrededor de la estación de Verrières. Unas tras otras, las ventanas de las chozas se entreabrían, las puertas se abrían...

—Hemos llegado con mucho tiempo —hizo notar Thérèse, señalando a lo lejos el reloj de la estación—. El tren de su papá debe de llegar a las seis cincuenta y cinco y no son todavía más que las seis cuarenta; y eso, si no trae retraso.

Entraron en la pequeña estación, donde no había ningún viajero, y Charles Rambert, feliz de encontrar un abrigo contra el frescor de la mañana, pataleó en el suelo, lo que en la sala vacía produjo de repente un alboroto...

Un mozo de estación apareció.

—¿Qué es eso, Dios mío? ¿Quién arma ese escándalo? —empezó con acento encolerizado; pero viendo a Thérèse, se interrumpió—: ¡Ah!, mademoiselle Thérèse, ¿cómo está levantada tan temprano esta mañana?... ¿Es que viene a esperar algún tren? ¿O es que se va?

Sin dejar de hablar, el mozo de estación miraba con curiosidad a Charles Rambert, cuya llegada, por otra parte, le había causado extrañeza dos días antes.

—No —contestó Thérèse—, no me voy. Acompaño a monsieur Rambert, que viene a esperar a su padre.

—¡Ah!, viene a buscar a su padre, señor... ¿Viene de muy lejos? —preguntó el hombre.

—De París —respondió Charles Rambert—. ¿Es que el tren no da señales todavía?

El factor, sacando su reloj, una gruesa cebolla, y mirando la hora, respondió:

—Tienen todavía más de veinte minutos antes que llegue. ¡Oh!, caramba, sí, los trabajos del túnel le obligan a hacer maniobras, y ahora llega siempre con retraso...

Una vez dados estos informes, el hombre se excusó:

—Tengo que ir a mi trabajo, mademoiselle Thérèse...

Thérèse se volvió hacia Charles Rambert:

—Le debe de parecer muy larga la espera —dijo.

—Un poco...

—¿Quiere que vayamos al andén? Veremos llegar al tren.

Dejaron la sala de espera y pasaron al andén de la estación, por donde empezaron a pasearse de un lado a otro.

Thérèse, siguiendo la marcha refrenada del reloj, sonrió a Charles Rambert:

—Dentro de cinco minutos, su padre estará aquí... Aún quedan cuatro minutos... Mire, ahí está el tren...

Señaló con el índice una colina lejana, mostrando un pequeño rastro de humo que subía muy blanco sobre el azul del horizonte, que iba despejándose:

—¿Ve usted eso? Es el vapor de la locomotora que sale del túnel...

No había terminado de hablar cuando un repique de campana resonó en la pequeña estación desierta.

—¡Ah! —dijo Charles Rambert—. Esta vez...

Un mozo de estación avisó a Thérèse al pasar:

—Vaya al medio del andén, señorita; allá es donde paran los vagones de primera clase...

Charles y Thérèse apenas habían tenido tiempo de seguir este consejo, cuando el tren hizo su aparición. Jadeando estrepitosamente, la locomotora disminuyó su marcha, y el pesado convoy, deteniendo su carrera, paróse al fin.

Justo delante de Charles y Thérèse se había parado el vagón de primera clase. En el estribo, un anciano, de aspecto distinguido y gran prestancia, se detuvo: Etienne Rambert.

Con una ojeada, tras divisar a Thérèse y a Charles y coger su escaso equipaje, saltó al andén. Dejó en el suelo la maleta, tiró al vuelo sobre un banco su paquete de envoltorios, y después, estrechando a Charles entre sus brazos:

—¡Hijo mío! —dijo—. ¡Querido hijo!... Visiblemente, se esforzaba para dominar su emoción...

Por su parte, Charles Rambert no permanecía indiferente. Estaba extremadamente pálido y su voz temblaba, mientras que exclamaba:

—¡Ah, papá! ¡Querido papá!, ¡qué contento estoy de verte!

Discretamente, Thérèse se había apartado. Monsieur Rambert, teniendo siempre a su hijo abrazado y habiendo retrocedido algunos pasos para verlo mejor, observó:

—¡Pero estás hecho un hombre!... ¡Cómo has cambiado, muchacho!... ¡Eres tal como yo quería que fueses, alto, fuerte!... ¡Ah, tú eres de mi sangre!... Estás muy bien, ¿eh? Sin embargo, tienes aspecto de cansado.

Charles confesó, sonriendo:

—He dormido mal esta noche, tenía miedo de no despertarme...

Volviendo la cabeza, monsieur Rambert divisó a Thérèse; le tendió la mano.

—Buenos días, mi pequeña Thérèse —dijo—. Tú también estás muy cambiada desde la última vez que te vi... Dejé una niña, y ahora me encuentro una hermosa joven.

Thérèse, que había estrechado cordialmente la mano de monsieur Rambert, le dio las gracias.

—La abuela está muy bien, señor. Me encarga que le diga que la excuse por no haber venido a recibirle; pero el médico le ha prohibido levantarse temprano...

—Tu abuela está perdonada, niña. Tengo, por otra parte, que darle las más expresivas gracias por la hospitalidad con que ha acogido a Charles...

El tren, entre tanto, se volvió a marchar; un mozo de estación se acercó a monsieur Rambert.

—Señor, ¿le llevo los bultos?

Vuelto a las preocupaciones materiales, Etienne Rambert contempló sus bultos, que los factores habían descargado respetuosamente del furgón.

—Dios mío... —empezó.

Pero Thérèse le interrumpió:

—La abuela ha dicho que dará orden de cargar por la mañana el equipaje grande y usted llevará con nosotros en el cupé su maleta y los paquetes pequeños...

—¿Cómo?... ¿Tu abuela se ha molestado en enviar su coche?

—Beaulieu está lejos, ¿sabe usted? —replicó Thérèse—. Pregúntele a Charles...

Salieron los tres al patio de la estación. Thérèse se detuvo muy sorprendida.

—¡Toma! —dijo—. ¿Cómo es esto? El coche no está todavía... Sin embargo, Jean empezó a enganchar cuando salimos del castillo...

Monsieur Etienne Rambert, que se apoyaba con una mano en el hombro de su hijo y de cuando en cuando le envolvía en una mirada cariñosa, sonrió a Thérèse.

—Puede ser que se haya retrasado, muchacha... ¿Sabes lo que vamos a hacer? Puesto que tu abuela va a enviar a recoger el equipaje por la mañana, no tengo necesidad de llevar mi maleta. Podemos dejar todo en consigna y dirigirnos a pie hacia el castillo. Si mal no recuerdo..., y tengo buena memoria..., no hay más que una sola carretera; por tanto, nos cruzaremos con Jean y montaremos en el coche al pasar.

Algunos minutos después emprendieron los tres el camino de Beaulieu.

Monsieur Etienne Rambert reconocía con tierna emoción todos los recodos de la carretera, todos los paisajes.

—Pensar —dijo riendo— que vuelvo aquí a los sesenta años y con un hijo junto a mí de dieciocho. Y que me acuerdo, como si fuera ayer, de las partidas en el castillo de Beaulieu... Thérèse, ¿no es verdad que vamos a distinguir la fachada del castillo en cuanto hayamos pasado este bosque?

—Es verdad —respondió riéndose la muchacha—. Conoce usted muy bien el país, señor.

—Sí —confesó Etienne Rambert—. Cuando se ha llegado a mi edad, mi pequeña Thérèse, se acuerda uno de los días felices de su juventud.

Monsieur Rambert permaneció algunos instantes callado, como absorto en reflexiones un poco tristes. Sin embargo, se repuso pronto.

—¡Oh, oh! —observó—. Han cambiado la cerca del parque... He aquí un muro que no existía antes. No había más que un vallado...

Thérèse reía.

—¡Yo no he conocido la valla!

—¿Tenemos que ir —preguntó monsieur Rambert— hasta la reja principal, o tu abuela ha hecho abrir una puerta?

—Vamos a entrar por las dependencias —respondió la joven—. Así sabremos por qué Jean no ha venido a buscarnos...

Abrió, en efecto, una puertecita medio oculta por el musgo y la hiedra y, haciendo pasar a monsieur Rambert y a Charles, se sorprendió de repente:

—Pero Jean ha salido con el cupé, porque los caballos no están en la cuadra... ¿Cómo es posible que no lo hayamos encontrado?

Y echándose a reír, de repente divertida, dijo:

—¡Este pobre Jean es tan distraído! ¡Apostaría desde luego que ha estado esperándonos en Saint-Jury, como hace todas las mañanas, para traerme desde la iglesia!...

El pequeño grupo formado por Etienne Rambert, Thérèse y Charles llegó al castillo.

Al pasar bajo las ventanas de la alcoba de madame de Langrune, Thérèse llamó alegremente:

—¡Aquí estamos, abuela!

Pero nadie contestó.

Por otra parte, apareció en la ventana de una habitación contigua el mayordomo Dollon, que tenía un gesto incomprensible, como para imponer silencio...

Thérèse, que precedía a sus huéspedes, había dado apenas algunos pasos, cuando el hombre de confianza de madame de Langrune bajó la escalinata del castillo y, precipitadamente, se dirigió hacia monsieur Rambert.

El anciano mayordomo tenía el rostro alterado; él, de ordinario tan respetuoso, tan deferente, cogió a monsieur Rambert por el brazo y, con un gesto casi imperativo, apartando a Thérèse y a Charles, le arrastró aparte.

—Es espantoso, señor —declaró—. Es horrible. Acaba de ocurrir una desgracia... Hemos encontrado esta mañana a la señora marquesa... muerta, asesinada en su alcoba...

3

A LA CAZA DEL HOMBRE

Monsieur de Presles, juez de instrucción, comisionado por el Tribunal de Brive, acababa de llegar al castillo de Beaulieu.

—Veamos, monsieur Dollon —preguntó al mayordomo—. ¿Quiere referirme exactamente cómo descubrió el asesinato?

—Señor juez —respondió el mayordomo—, acudí esta mañana, como todas, a dar los buenos días a madame de Langrune y a recibir sus órdenes. Llamé a la puerta de su alcoba, como tenía costumbre de hacerlo, y la señora marquesa no me contestó... ¡Llamé más fuerte..., nada otra vez! Me estoy preguntando cómo abrí la puerta en lugar de retirarme... ¿Probablemente un presentimiento?... ¡Ah! No olvidaré nunca, se lo aseguro, la impresión que sufrí al ver a mi pobre y querida señora caída al pie de la cama, muerta, con la garganta tan horriblemente seccionada, que he creído, por un instante, que la cabeza estaba separada del tronco...

El cabo de la gendarmería confirmó el relato del mayordomo:

—Es cierto, señor juez —observó— que este asesinato se ha cometido con una brutalidad particularmente espantosa... Las heridas son horribles...

—¿Heridas producidas por cuchilladas? —interrogó monsieur de Presles.

El cabo hizo un gesto de duda:

—No lo sé... El señor juez podrá comprobarlo por sí mismo.

El magistrado, guiado por el mayordomo, penetró, en efecto, en el apartamento, donde, muy inteligentemente, Dollon había procurado que no se tocase nada.

La pieza era grande y sobriamente alhajada con muebles antiguos.

La cama de la marquesa ocupaba todo un lado de la alcoba. Era grande y elevada sobre una especie de estrado recubierto con una alfombra oscura.

En medio de la habitación, un velador de caoba... En un rincón, en la pared, un gran crucifijo.

Un pequeño escritorio, en fin, colocado un poco más lejos, estaba medio abierto, los cajones sacados, los papeles caídos por el suelo...

No había más acceso a la alcoba que la puerta por donde el magistrado acababa de entrar y que daba al pasillo central del primer piso y otra puerta que comunicaba la habitación con el tocador de la marquesa.

El magistrado, al entrar, vio el cadáver de la marquesa. Ésta estaba caída de espaldas, los dos brazos separados, la cabeza hacia la cama, los pies hacia la ventana.

El cadáver estaba a medio vestir. Una herida, desgarrando la garganta en casi toda su extensión, ponía los huesos al descubierto.

Monsieur de Presles, que se había quitado el sombrero instintivamente al ver la muerta, se inclinó sobre ella.

—¡Es abominable! —murmuró—. ¡Qué herida tan horrorosa!

Tras observar el cadáver, el magistrado interrogó al anciano intendente Dollon:

—No ha sido cambiado nada en la disposición de la habitación, ¿verdad?

—Nada, señor juez.

El magistrado, señalando el escritorio, cuyos cajones estaban abiertos, precisó:

—¿No se ha tocado este mueble?

—No, señor juez.

—¿Y es probablemente ahí donde la marquesa encerraba sus valores?

Pero el mayordomo hizo un gesto de duda.

—La señora marquesa no debía de tener grandes sumas en el castillo... Algunos miles de francos, tal vez, para las necesidades diarias.

—¿Usted no cree entonces —observó monsieur de Presles— que el robo sea el móvil del crimen?

El mayordomo alzó los hombros.

—¿Puede ser que el asesino, señor juez, haya creído que madame de Langrune tenía dinero?... En todo caso, se ha desorientado; pues no ha robado las sortijas que la señora marquesa había puesto sobre el tocador antes de meterse en la cama.

El magistrado, sin reparar en la observación del intendente, recorría lentamente la habitación.

—¿Estaba abierta esta ventana? —preguntó.

—La señora marquesa la dejaba todos los días así; temía las congestiones y quería tener la mayor cantidad de aire posible.

Y como el magistrado preguntase:

—¿No habrá podido entrar por ahí el asesino?

El mayordomo movió la cabeza.

—Es poco probable, señor —dijo—. Vea: exteriormente, las ventanas están protegidas por una especie de verja que se adelanta en el vacío y cuyas puntas, dirigidas hacia el suelo, impiden toda escalada.

Entreabriendo la ventana, Presles se dio cuenta de que el mayordomo tenía razón...

Continuando su examen, se aseguró de que nada en la disposición habitual de los muebles de la alcoba había dejado huella del paso del asesino... Llegó, en fin, junto a la puerta de la alcoba que daba al corredor.

—¡Ah, he aquí un detalle interesante!

Con el dedo, Presles señaló al cerrojo interior de la puerta cuyos tornillos, medio arrancados, testimoniaban que se había querido hacer saltar la cerradura.

—Madame de Langrune —preguntó— ¿cerraba la puerta con cerrojo todas las noches?

—Sí —respondió Dollon—, claro que sí.

Presles no replicó. Dio todavía una vuelta por la habitación, observando minuciosamente el emplazamiento de cada objeto, y, llamando al gendarme que estaba en el rellano aguardando órdenes, le dijo:

—Amigo mío, ¿quiere ir a buscar a mi escribano, que me espera en el coche, y decirle que suba inmediatamente aquí? Monsieur Dollon, ¿haría el favor de llevarme a un sitio cualquiera donde pueda disponer de una mesa..., de un tintero..., de lo que hace falta, en fin, para proceder a los primeros interrogatorios?

Mientras el mayordomo, poniéndose a disposición del juez, le conducía a un cuarto vecino, el gendarme que había salido a buscar al escribano volvía precipitadamente.

—Señor juez —dijo, saludando respetuosamente al magistrado—, el señor escribano le espera abajo en la biblioteca, donde ha dispuesto todo...

Presles no pudo reprimir un movimiento nervioso...

«¡Bien!... —pensó—. Ya está Gigou queriendo llevar la instrucción a su manera...»

En voz alta, añadió, volviéndose hacia el intendente:

—¡Bien! Si usted no tiene inconveniente, vamos a reunirnos con él...

Monsieur de Presles, a quien había encargado la instrucción el tribunal de Brive, formaba con su escribano un contraste sorprendente. Era un magistrado muy joven, elegante, distinguido, hombre de mundo...

Gigou, el escribano, era, al contrario, un hombrecillo grueso, alegre por naturaleza y vulgar de temperamento. Encarnaba a maravilla el espíritu tradicionalista de la magistratura de provincia; tenía predilección por las fórmulas largas, el papeleo administrativo, las formalidades que no acababan nunca...

Monsieur de Presles y su escribano estaban animados, sin embargo, de sentimientos casi idénticos, desde que habían llegado al castillo de Beaulieu.

Despertados los dos, aquella misma mañana, por el aviso del procurador general del tribunal de Brive, el escribano y el juez habían considerado, en primer lugar, las ventajas que podían, uno y otro, sacar de este asesinato, de «este negocio» que surgía de improviso.

Como buen escribano y buen provinciano, el excelente Gigou había visto la ocasión de un viaje, un sumario, un hermoso proceso, y numerosos expedientes. Monsieur de Presles, pensando en sí mismo, había reflexionado que tal crimen iba a permitirle demostrar su valía, y, si tenía suerte, podía llegar a obtener su ascenso...

Desgraciadamente, desde su llegada a Beaulieu, el escribano había visto desaparecer parte de sus esperanzas por la manera rápida con que monsieur de Presles había comenzado a llevar el sumario, y el juez de instrucción, por su lado, no había dejado de comprender que, si el asesinato de la marquesa de Langrune podía un día proporcionarle éxito, empezaría seguramente por causarle preocupaciones... Una instrucción, una instrucción importante, no era tan fácil de hacer como había primeramente supuesto...

¿Tendría éxito en los interrogatorios?...

Presles se lo preguntaba con verdadera ansiedad mientras llegaba, conducido por Dollon, a la biblioteca del piso bajo, donde su emprendedor escribano había ya establecido su domicilio provisional.

El juez de instrucción se sentó detrás de una larga mesa y, llamando al cabo de la gendarmería, le preguntó:

—Dígame, cabo, ¿ha llevado al correo el despacho que le he entregado al llegar?

—Sí, señor juez... ¿El despacho en que usted pedía el envío de un inspector de la Sûreté y que iba dirigido a la prefectura de policía de París?

—Ése es, sí...

—Lo he llevado yo mismo a telégrafos, señor juez...

Tranquilizado sobre este punto, el joven magistrado se volvió hacia el mayordomo Dollon:

—¿Quiere usted sentarse, señor? —le propuso.

Y prescindiendo, a pesar de las miradas desaprobatorias del escribano, de las preguntas usuales relativas al nombre, a la edad, y a la profesión de los testigos, Presles empezó la instrucción, preguntando al anciano intendente:

—¿Cuál es el plano exacto del castillo?

—El señor juez de instrucción lo conoce ahora tan bien como yo —respondió el mayordomo—. La galería, que parte de la puerta de entrada al piso bajo, lleva a la gran escalera que hemos subido hace un momento y que conduce al primer piso, donde se encuentra la alcoba de la señora marquesa. Este primer piso está, por otra parte, compuesto únicamente por una serie de cuartos separados por un pasillo. A la derecha, está la alcoba de mademoiselle Thérèse; después, a continuación, vienen las alcobas de los amigos, donde no se acuesta nadie...; a la izquierda está la alcoba de la señora marquesa, que se continúa por el tocador; siempre a la izquierda, y en seguida de la alcoba de la señora marquesa y de su tocador, hay, en primer lugar, otro tocador, y después la alcoba de monsieur Charles Rambert, el joven del cual le he hablado.

—Bien. ¿Y cuál es la disposición del otro piso?

—El segundo piso, señor juez —continuó el mayordomo—, es en todo parecido al primero, solamente que en lugar de las alcobas de los señores, son las alcobas de los criados.

—¿Quiénes son los criados que duermen en el castillo?

—En tiempo ordinario, señor juez, hay dos criadas: Marie, la doncella; Louise, la cocinera; después el ayuda de cámara Hervé..., pero Hervé no ha dormido en el castillo ayer noche; había pedido a la señora marquesa permiso para ir al pueblo y la señora marquesa se lo había dado, a condición de que no volviera esa noche.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, bastante sorprendido, el magistrado.

—Esto, señor juez de instrucción: la señora marquesa era bastante miedosa, no quería que alguien pudiese entrar de noche en el castillo y tenía cuidado, cada noche, de cerrar ella misma con doble vuelta la cerradura de seguridad de la puerta principal y la de la puerta de la cocina. Cada noche, en fin, recorría todas las habitaciones y se aseguraba de que los postigos de hierro estuviesen bien cerrados y que, por tanto, era imposible entrar en la casa. Cuando Hervé salía por la noche, o se quedaba a dormir en el pueblo y no volvía hasta el día siguiente por la mañana, como ha hecho hoy, o le pedía al cochero que dejase abierta la puerta del servicio y se acostaba entonces en una alcoba habitualmente desocupada y situada encima de las cuadras...

—¿Donde habita el resto del personal, probablemente?

—Sí, señor juez.

Monsieur de Presles permaneció algunos instantes silencioso, abstrayéndose en sus reflexiones. No se oía en la habitación más que el ruido enervante de la pluma de ganso del escribano.

Monsieur de Presles levantó al fin la cabeza.

—Pero entonces —insistió—, la noche del crimen no había dormido en el castillo más que madame de Langrune, su nieta mademoiselle Thérèse, monsieur Charles Rambert y las dos criadas. ¿Es así?

—Sí, señor juez.

—En ese caso —continuó el magistrado—, parece inverosímil que el crimen haya sido cometido por algún habitante del castillo.

—Sí, señor juez, y sin embargo...

El mayordomo Dollon había interrumpido su frase como asustado él mismo de lo que iba a decir...

—¿Y sin embargo...? —prosiguió el magistrado.

—Caramba —confesó Dollon—, dos personas solamente tenían la llave de la puerta de entrada: la señora marquesa y yo...

—En otros términos —precisó el magistrado—, habiéndose tomado todas las precauciones, no comprende usted, Dollon, cómo alguien ha podido introducirse en el castillo...

—No, señor juez... Por otra parte, no creo que nadie haya entrado en el castillo...

El magistrado estaba perplejo.

—¿No es posible —dijo— que alguien haya venido por el día, se haya ocultado, y después, llegada la noche, haya cometido el crimen? Recuerde, monsieur Dollon, que el cerrojo interior de la alcoba de madame de Langrune ha sido arrancado... El asesino ha entrado, entonces, por esa puerta y ha entrado a la fuerza.

El mayordomo movió la cabeza.

—No, señor juez, nadie ha podido esconderse en el castillo durante el día. Hay siempre gente en la cocina y, por tanto, el acceso a los servicios está vigilado. Por otra parte, los jardineros han estado toda la tarde de ayer trabajando en el césped que está delante de la entrada principal... Si un desconocido se hubiese presentado allí, hubiera sido seguramente visto... En fin, madame de Langrune había dado la orden, y yo siempre ejecuté sus órdenes, de tener cerrada la comunicación de la escalera con las bodegas del castillo. Por tanto, si el asesino no ha podido esconderse en el sótano..., ¿dónde se habrá ocultado entonces?... Además, ¿cómo es posible que el enorme perro de guardia, que todo el día está atado debajo de la escalera, lo haya dejado pasar? Hubiera sido preciso que ese animal conociese al visitante o, en todo caso, que se le hubiese tirado carne... Esto habría dejado huellas... y no hay nada que se le parezca...

El juez de instrucción preguntó al intendente:

—Pero, entonces, monsieur Dollon, este crimen es inexplicable... Dada la calidad de las personas acostadas en el castillo, es evidente que no podemos buscar entre ellos el criminal... Usted mismo acaba de decirme que no estaban en el castillo más que madame de Langrune, los dos muchachos Thérèse y Charles, y las dos criadas... No es seguramente una de esas personas la que pueda ser el culpable... Es preciso entonces que aquel haya venido de fuera. Veamos. ¿No sospecha usted de alguien?

El mayordomo levantó los brazos con gesto abatido.

—No —respondió—. En fin, no sospecho de nadie, no puedo sospechar de nadie... Pero, vea usted, señor juez, para mí es cierto que si el asesino no está entre los que habitaban el castillo esa noche, tampoco ha podido venir de fuera... Eso era imposible... Las puertas estaban cerradas; los postigos, colocados...

Presles miró al mayordomo, muy sorprendido de esta conclusión.

—Sin embargo, es preciso —dijo—, puesto que alguien ha matado, es preciso que ese alguien haya estado escondido en el interior del castillo, cuando madame de Langrune ha cerrado ella misma la puerta de entrada, o que se haya introducido durante la noche.

El intendente titubeó; después, afirmó:

—¡Es un misterio!..., señor juez; yo, vea usted, le certifico que nadie ha podido entrar... y, sin embargo, es evidente también que el asesino no es ni monsieur Charles, ni mademoiselle Thérèse, ni ninguna de las dos criadas...

Presles, después de algunos minutos de reflexión, rogó al anciano mayordomo que fuese a buscar a los sirvientes.

—¿Volverá usted? —preguntó a Dollon cuando éste se alejaba—. Es posible que tenga necesidad de sus informes.

4

¡NO, NO ESTOY LOCO!

Dos días después del crimen, el viernes por la mañana, Louise, la cocinera, trastornada aún por el horroroso drama que se había desarrollado en Beaulieu, bajó a la cocina.

La aurora despuntaba apenas y la buena mujer, para ver bien, tuvo que encender la lámpara de petróleo. Con ademán de autómata, el pensamiento en otra parte, preparaba los desayunos del personal y de los huéspedes del castillo, cuando un golpe seco, dado en la puerta que daba al patio de las dependencias, la hizo estremecer.

Louise fue a abrir y no pudo contener un grito de emoción al ver aparecer en la penumbra, perfilándose en negro sobre el horizonte pálido, los bicornios de los gendarmes.

Éstos traían a dos individuos de aspecto miserable. Apenas hubo entreabierto Louise, cuando el cabo, que la conocía desde hacía mucho tiempo, se adelantó un paso:

—Mi buena señora —dijo saludando militarmente—, es preciso que nos dé hospitalidad a nosotros y a estos buenos mozos que hemos cogido esta noche rondando por la vecindad.

La anciana Louise interrumpió aterrorizada:

—¡Gran Dios, señor cabo, usted trae aquí bandidos! ¿Dónde quiere usted que los meta?

El gendarme Morand sonrió. El cabo replicó:

—En la cocina...

Y como la criada esbozase un gesto denegatorio.

—Es preciso —prosiguió él—; por otra parte, no tenga ningún temor: estos piratas están esposados, no se escaparán, y, además, nosotros no les dejaremos. Vamos a esperar aquí la llegada del juez de instrucción.

Los gendarmes habían empujado ante ellos sus lamentables capturas.

Louise que, maquinalmente, había ido a airear un calentador cuya agua había empezado a hervir, se volvió al oír las últimas palabras.

—¿El juez de instrucción Presles? Pero si ya ha llegado...

—¿Es posible? —preguntó el cabo, que estaba sentado, y se levantó al instante.

—Ha llegado, le digo —continuó la anciana—, y el monigote que le acompaña también está allí.

—¿Qué monigote? ¡Ah! ¿Es Gigou, el escribano, a quien usted se refiere?

—Puede ser —refunfuñó Louise.

El cabo se dirigió al gendarme:

—Le confío los prisioneros, Morand —dijo con tono imperioso—. No los pierda de vista.

Parecía que la tarea del gendarme Morand iba a ser fácil: los dos vagabundos, acurrucados en un ángulo de la cocina, en la parte opuesta a los hornos, parecían poco deseosos de huir. Los dos tenían aspecto muy diferente: el uno, alto, fuerte, los cabellos crasos, cubierto con una pequeña gorra de jockey, mordiscando su espeso bigote en silencio y lanzando alrededor de él mismo y sobre su compañero de infortunio miradas sombrías e inquietas. Iba calzado con chanclos claveteados y tenía en la mano un sólido garrote.

Había declarado al gendarme llamarse François Paul.

El otro individuo, encontrado detrás de una alquería, durante la noche, en el momento en que trataba de deslizarse tras un montón de paja, encarnaba el tipo clásico de los vagabundos del campo. Un viejo sombrero blando se hundía en su cráneo, todo alrededor ensortijado con mechones rubios y grises, absolutamente rebeldes, mientras que los rasgos del rostro se disimulaban enteramente bajo una barba hirsuta. No se veían en esta cara más que dos ojos chispeantes que, sin cesar, iban y venían en todos los sentidos; este último vagabundo examinaba con interés el lugar al que los gendarmes le habían conducido.

Llevaba a la espalda una pesada alforja donde estaban reunidos los objetos más diversos. Mientras que su compañero guardaba un riguroso silencio, él no paraba de hablar. Empujando de cuando en cuando el codo de su vecino para hacerse oír, murmuraba en voz baja:

—¿Entonces, de dónde vienes tú? No eres de la región, no te he visto nunca... A mí se me conoce bien por aquí: Bouzille. ¡Me llamo Bouzille!

Y, volviéndose familiarmente hacia el gendarme:

—¿No es verdad, monsieur Morand, que somos los dos viejos conocidos? Por lo menos, son cuatro o cinco veces las que usted me ha detenido.

El compañero de Bouzille se dignó mirarle

—Entonces —interrogó éste con el mismo tono—, ¿tú tienes costumbre de dejarte trincar a menudo?

—¿A menudo? —replicó el charlatán—. Eso depende de lo que se quiera decir; en invierno, no hay ningún mal en entrar en chirona, cara al mal tiempo; en el verano es preferible estar tranquilo, y, además, en el verano los delitos son más raros; se encuentra todo lo que se quiere por las carreteras; el campesino no vigila durante la estación, mientras que en invierno, es otra cosa. Si esta noche me han trincado, sin duda que es por lo del conejo de la tía Chiquard.

El gendarme, que escuchaba distraídamente, se mezcló en la conversación:

—¡Ah! —interrumpió—. ¿Eres tú, Bouzille, el que has robado el conejo?

—¿Por qué me lo pregunta, monsieur Morand? Probablemente, si usted no estuviera seguro, me hubiera dejado tranquilo.

El compañero de Bouzille movió la cabeza y, muy bajo, le dijo:

—Y ha habido algo más feo también: el asunto de la dueña del castillo donde nos encontramos.

—¿Eso? —replicó Bouzille esbozando un amplio gesto de indiferencia...

No siguió más. El cabo volvió a la cocina. Severamente, llamó:

—El llamado François Paul, adelante. El señor juez de instrucción quiere tomarle declaración.

Y cuando el interpelado se dirigía hacia el cabo, las manos atadas y dejándose dócilmente coger por el brazo, Bouzille, con una mirada de inteligencia lanzada al gendarme —no tenía más que él por confidente —declaró con aire de satisfacción:

—¡Enhorabuena, esto va hoy de prisa! No se hacen muchas detenciones.

El gendarme, guardando las distancias, no respondió; el incorregible charlatán prosiguió:

—Por otra parte, a mí me es igual que me detengan, desde el momento en que se está alojado, alimentado y acostado por el Gobierno; sobre todo, cuando hay, como ahora, en Brive una prisión verdaderamente preciosa... Caramba —continuó Bouzille, después de un silencio y absorbiendo el aire de su alrededor—, huele bien aquí.

Después, interpelando sin cumplidos a la cocinera:

—¿Por casualidad, madame Louise, no habrá algo de engullir para mí?

La buena mujer se volvió, con un gesto escandalizado. Bouzille prosiguió:

—No hay por qué asustarse, mi buena señora. Usted me conoce bien. He venido a menudo a pedirle cosas viejas y usted siempre me las ha dado: así, cuando monsieur Dollon tenía un par de zapatos usados; pues bien: eran para mí; un pedazo de pan, eso nunca se rehúsa...

La cocinera, vacilante, enternecida por los recuerdos que evocaba el pobre vagabundo, le miró; después observó al gendarme para cobrar ánimos.

Alzando los hombros y mirando a Bouzille con aire protector, Morand dijo:

—¡Bah!, madame Louise; si eso le agrada, dele cualquier cosa... Después de todo, yo le conozco, y se me figura que él no ha debido de dar el golpe.

—¡Ah!, monsieur Morand —interrumpió el vagabundo—, si se trata de coger aquí y allí cosas que se arrastran, un conejo que pasa, una gallina que se aburre sola, no digo que no; pero otras cosas... Gracias, buena señora...

Louise había tendido a Bouzille un gran pedazo de pan que éste hizo desaparecer al momento en las profundidades de su enorme alforja.

Él continuó:

—¿Qué es lo que puede contarle, el otro, al Curioso? ¡No tiene aspecto de tener costumbre! Yo, cuando estoy delante de los hombres de negro, para no contrariarles, respondo siempre: «Sí, señor juez.» Ellos se contentan con eso. Algunas veces, se ríen. Entonces el presidente me ordena: «¡Levántese, Bouzille!» Y, después, me aplica quince días, veinte días, dos meses... ¡Eso depende!

El cabo reapareció solo; dirigiéndose al gendarme:

—El «otro» está en libertad —declaró—; en cuanto a Bouzille, monsieur de Presles estima que no vale la pena de oírle...

—¿Me largan fuera, entonces? —interrogó, afligido, el vagabundo, echando una mirada inquieta hacia la ventana en la cual veía golpear la lluvia.

El cabo no pudo evitar una sonrisa.

—Pues, no, Bouzille, te vamos a llevar al retén. ¿Sabes que tienes que explicarte aún sobre el asunto del conejo? ¡Vamos, andando!

El día había transcurrido triste, nublado.

Charles Rambert y su padre, que desde la víspera vagaban solitarios por las grandes estancias silenciosas del castillo, habían pasado la tarde con Thérèse y la baronesa de Vibray, alrededor de una mesa redonda, copiando, sin parar, en grandes sobres orlados de negro, direcciones de parientes o amigos de la marquesa de Langrune. Los funerales de la desgraciada señora estaban fijados para dentro de tres días. Monsieur Rambert había prometido asistir.

En vano la baronesa de Vibray había intentado convencer a Thérèse de que fuera a dormir con ella a Quérelles.

Después de haber recorrido los diarios que relataban con intensidad detalles e inexactitudes del drama de Beaulieu, monsieur Etienne Rambert dijo a su hijo, con un tono extrañamente grave:

—Subamos, hijo mío, ya es hora.

Monsieur Etienne Rambert, al llegar a la entrada de la alcoba de Charles, pareció titubear un instante; después, como si tomase una resolución repentina, en lugar de ir a su cuarto entró en el de su hija.

Charles Rambert, muy cansado, empezaba a desnudarse, cuando su padre fue hacia él; con gesto brusco, monsieur Etienne Rambert puso las dos manos sobre los hombros de su hijo y, con voz apagada, le ordenó sordamente:

—¡Confiesa, pues, desgraciado! ¡Confiésate a mí, a tu padre!

Charles retrocedió, horriblemente pálido.

—¿Qué? —murmuró.

Etienne Rambert prosiguió:

—¡Eres tú, tú, quien la ha matado!

La negativa que el joven quiso oponer era tan vibrante que se ahogó en su garganta.

—¿Matar, yo?... —gritó al fin—, ¿Matar a quién?

Su padre fue a hablar...

Adivinando su pensamiento, Charles Rambert prosiguió:

—¿Me acusas de haber matado a la marquesa? Pero esto es infame, odioso, abominable...

—¡Ay de mí!... ¡Sí!

—¡No, no! ¡Santo Dios, no!

—Sí —insistió Etienne Rambert.

Los hombres jadeaban uno frente al otro; Charles, sobreponiéndose a la emoción que le invadía de nuevo, gritó con tono de angustia y de reproche:

—¿Y eres tú, mi padre, tú, quien me dice eso?

Charles se quedó durante unos momentos inerte, aterrado, postrado...

Monsieur Rambert dio dos o tres pasos por la alcoba; después, cogiendo una silla, fue a sentarse delante de su hijo. Pasándose la mano por la frente, como si hubiera podido, con un gesto, apartar la atroz pesadilla que le atormentaba el alma, monsieur Etienne Rambert continuó:

—Tengamos calma y razonemos, hijo mío. No sé cómo ha sido; pero, desde ayer por la mañana, al verte en la estación, tuve casi el presentimiento de algo... Estabas pálido, tenías aspecto cansado, la mirada apagada...

—Padre —replicó Charles con voz ahogada—, ya te dije que había pasado mala noche...

—¡Pardiez! —estalló Etienne Rambert—. ¡Bien que lo sé! Precisamente, ¿cómo puedes explicar entonces que, sin estar dormido, no hayas oído nada?...

—Thérèse tampoco ha oído nada...

—Thérèse —replicó monsieur Rambert padre— está en una alcoba alejada, mientras que la tuya no está separada de la de la desgraciada marquesa más que por una pared muy delgada; tendrías que haber oído...

—Pero —interrogó Charles— ¿es usted el único que me cree autor de un crimen tan horrible?

—¡Ay! —murmuró Etienne Rambert—. ¿El único?... ¡Puede ser!... Por el momento, y, sin embargo... ¿Sabes que causaste una impresión detestable a los amigos de la marquesa, especialmente en la velada que precedió al crimen, mientras que el presidente Bonnet os leía los detalles de un asesinato cometido en París por... no sé quién?...

—Entonces... —interrogó Charles—, ¿ellos sospechan también? ¡Pero —continuó el joven, animándose— no se acusa porque sí! ¡Hacen falta hechos!..., ¡pruebas!...

—¿Pruebas? ¡Ay! Las hay en contra tuya. ¡Son terribles! Toma... Escucha...

Monsieur Etienne Rambert se había levantando, obligando a Charles a hacer lo mismo; los dos hombres estaban de nuevo frente a frente.

—¡Escucha! Charles, los magistrados, después de sus investigaciones, han llegado a la conclusión de que nadie había entrado en el castillo durante la noche fatal; así, pues, tú eres el único hombre que has dormido aquí...

—¿No pueden haber venido de fuera?

—Nadie ha venido —insistió Etienne Rambert—, y, por otra parte, ¿cómo lo pruebas?

Charles, aterrado, se calló, la mirada hosca, perplejo, consternado, incapaz de hacer el menor gesto.

Permaneció en medio de la habitación, en pie, tambaleándose; con la mirada siguió a su padre. Éste, con la cabeza baja, se dirigía hacia el tocador.

—¡Ven! —dijo con una voz imperceptible—. ¡Sígueme!...

Charles, incapaz de obrar, permaneció inmóvil.

Su padre había entrado en el cuarto de aseo, levantando las toallas que estaban amontonadas desordenadamente en un estante debajo del tocador, y eligiendo una, toda arrugada, la cogió y la llevó a la habitación.

—Mira —murmuró de repente, mostrándole la toalla a su hijo.

Y Charles Rambert vio, en la toalla colocada a plena luz, huellas rojas, de sangre.

El joven se sobresaltó y quiso protestar...

Con un gesto autoritario, Etienne Rambert le interrumpió:

—¿Negarás todavía? ¡Desgraciado, miserable! ¡Hay! ¡He aquí la prueba convincente, irrefutable, de tu atroz crimen! Esas manchas ensangrentadas están ahí para confirmarlo. ¿Cómo explicarías, si no, la presencia de esta toalla ensangrentada en tu habitación? ¿Negarás aún?

—Sí, niego, niego... ¡No comprendo nada!

Charles Rambert se hundió en la butaca otra vez.

Las miradas de su padre, llenas de ternura infinita, se posaron largamente sobre él.

—¡Pobre hijo mío! —murmuró el desgraciado Etienne Rambert, quien, hablando consigo mismo, prosiguió—: ¡Ay! Puede ser que no seas enteramente responsable; puede ser que haya circunstancias que aboguen por ti...

—¡Vamos, padre! ¿Todavía me acusas? ¿Me tomas verdaderamente por el asesino?

Etienne Rambert movió la cabeza con desesperación.

—¡Ah! ¡Cómo querría poder decir, por el honor de nuestro nombre, a aquellos que nos quieren, que hay en tu ascendencia fatales herencias que te hacen irresponsable!... ¡Ah! Si la ciencia pudiera establecer que el hijo de una madre enferma...

—¿Enferma? —interrogó ansiosamente Charles—. ¿Qué dices?

—Enferma —continuó Etienne Rambert— de una enfermedad terrible y misteriosa, enfermedad ante la cual queda uno impotente, desarmado... La... locura...

—¡Oh, oh! —exclamó Charles, cada vez más espantado—. ¿Qué me dices, padre? ¿Mi madre estaba loca?

Después, agobiado, el joven concluyó:

—¡Dios mío! ¡Debe de ser cierto! Cuántas veces me he quedado sorprendido de su modo de ser enigmático, extraño... ¿Pero yo?..., ¿yo?...

Y el joven se golpeaba el pecho, como si quisiera darse cuenta de que estaba bien despierto.

—¿Yo? Yo estoy en mi sano juicio.

—Puede ser..., una espantosa alucinación, un momento de irresponsabilidad... —sugirió Etienne Rambert.

Pero Charles le cortó la palabra:

—¡No, padre..., no!... ¡Yo no estoy loco!...

El joven, sobreexcitado, no moderaba el tono de voz, gritaba lo que pensaba en el silencio de la noche, indiferente a todo lo que no fuera la espantosa discusión que tenía con su adorado padre.

Etienne Rambert no moderaba tampoco el tono de sus palabras; la declaración de su hijo le arrebató:

—Entonces, Charles, si estás en tu sano juicio, tu crimen es imperdonable. ¡Asesino!... ¡Asesino!...

Los dos hombres se callaron de repente; un ligero ruido que venía del pasillo atrajo su atención.

Lentamente, la puerta de la alcoba, que había quedado entreabierta, se abrió: en el fondo negro de afuera una silueta blanca se destacó.

Thérèse, vestida con un camisón, el pelo desgreñado, los labios exangües, la mirada dilatada de horror, apareció; la muchacha estaba sacudida por un temblor nervioso; a duras penas, levantó el brazo y con la mano señaló a Charles.

—¡Thérèse! ¡Thérèse! —murmuró Etienne Rambert.

El desgraciado padre, de rodillas..., las manos juntas, con una actitud suplicante..., insistió:

—Thérèse, ¿estabas ahí?

Los labios de la muchacha se agitaron, se oyó una respiración entrecortada:

—Estaba...

La muchacha no pudo continuar; su vista se nubló, su cuerpo se tambaleó un segundo. Sin un grito, sin un gesto, cayó rígida, de espaldas, inerte.

5

¡DETÉNGAME!...

A veinte kilómetros aproximadamente de Souillac, la línea de ferrocarril de Brive a Cahors describe una curva bastante acentuada y se mete en un túnel.

Pero las grandes lluvias del invierno habían afectado considerablemente el terraplén, en los accesos del túnel especialmente; las grandes tormentas, sobrevenidas en los primeros días de diciembre, habían determinado un hundimiento del balasto, bastante inquietante para que los principales ingenieros de la compañía fuesen enviados al lugar en que se habían producido los deterioros.

Los técnicos comprobaron entonces que la vía, a algunos metros de la salida del túnel orientada hacia Souillac, necesitaba serias reparaciones.

En atención a estos incidentes, desde hacía un mes, los trenes que hacían el recorrido de Brive a Cahors, expresos, ómnibus o mercancía, traían regularmente media hora de retraso. Un reglamento de seguridad, hecho al punto, vistos los peligros presentados por las vías, ordenaba, en efecto, a los maquinistas que venían de Brive parar completamente el tren doscientos metros antes de la salida del túnel y a los que venían de Cahors hacer parar el convoy quinientos metros antes de la entrada del túnel.

Apenas despuntaba el día en esta mañana gris de diciembre, cuando un equipo de obreros, bajo la dirección de un capataz, se ocupaba en fijar sobre las traviesas nuevas de la vía descendente los nuevos raíles que les habían traído la víspera.

Los hombres discutían entre ellos en pequeños grupos:

—¿No sabes —decía un obrero viejo a su compañero— que nos van a obligar ahora a colocar aquí raíles de doce metros? No son mejores que los de ocho y son mucho más difíciles de ajustar.

—¿Qué quieres? —replicó el camarada—. Si es idea de los jefes, no podemos hacer nada.

De repente resonó un silbido estridente. En el fondo del túnel, que se abría como un agujero negro, se vio el resplandor de dos linternas; un tren, guardando la consigna, tren que se dirigía hacia Cahors, se había parado ante las obras y pedía paso.

El jefe de equipo retiró a sus hombres a una y otra parte de la vía descendente; después, yendo hasta una barranquilla colocada a la entrada del túnel, hizo funcionar el disco con la mano y autorizó al convoy a continuar su camino.

Al lado de la cabaña en la cual estaba un peón caminero de la compañía, encargado de la decimocuarta sección, que abarcaba cuatro kilómetros de vía, comprendidos los novecientos del túnel, un hombre se había aproximado, y dijo negligentemente:

—Éste debe de ser el tren que llega a las seis cincuenta y cinco de la mañana a la estación de Verrières.

—En efecto —replicó el peón caminero—, pero trae retraso.

El tren había pasado; las tres linternas rojas, que indicaban el final del convoy en la trasera del último vagón, se habían perdido en la bruma matutina...

El peón caminero prosiguió su trabajo de Dicar a lo largo de la vía. Cuando iba a entrar en el túnel, le llamaron. Se volvió.

François Paul, el vagabundo a quien el juez de instrucción había puesto en libertad la víspera, después de un corto interrogatorio, era el interlocutor del peón caminero.

—Viaja poca gente en este tren de la mañana, sobre todo en primera —murmuró.

—¡Toma! —replicó el peón caminero, dejando en tierra el azadón que llevaba sobre el hombro—. No es extraño; la gente rica que paga primera, viene siempre en el expreso que llega a Brive a las dos cincuenta de la mañana...

—Sin duda —dijo François Paul—. Lo comprendo; pero, una suposición: ¿cómo se las arreglan los que tienen que bajar en Gourdon, en Souillac, en Verrières, en fin, en las pequeñas estaciones donde no para el expreso?

—¡A fe mía —reflexionó el peón caminero—, no lo sé! Pero supongo que deben de bajar en Brive; en tal caso, vienen en los trenes del día, que son rápidos, hasta Cahors, y allí los va a buscar un coche, o hasta Brive, y toman un ómnibus después.

François Paul no le contradijo. Prosiguió:

—No hace nada de calor esta mañana.

—Nada de calor, en efecto, y parece que va a llover.

François Paul levantó la vista, asombrado de estas palabras, pues el cielo estaba claro; el peón caminero continuó:

—Sí, sopla viento oeste y por aquí esto quiere decir agua.

—Como en todas partes —concluyó con agobio François Paul—. ¡Ah! ¡Decididamente, los tiempos son duros!

Compadecido, el peón caminero sugirió al vagabundo:

—Seguramente tú no eres rentista; pero ¿por qué no intentas trabajar? Aquí hace falta gente.

—¡Ah! ¿Sí?

—Como te lo digo... —continuó el buen peón caminero—; por ahí viene, precisamente, el jefe de equipo. ¿Quieres que le hable?

—¡Un minuto! —replicó François Paul—. Seguramente no diré que no; pero quiero ver primero qué trabajo se hace aquí; no sé si me convendrá...

El vagabundo se alejó del peón caminero y, lentamente, con la vista baja, siguió por el terraplén.

El jefe de equipo, después de habérselo cruzado, vino en dirección contraria hacia el peón caminero, con quien se reunió a la entrada del túnel.

—Bueno, tío Michu, ¿cómo va esa salud?

—¡Oh!, jefe —respondió el excelente hombre—, vamos tirando; se conserva uno. ¿Y ve usted las obras? Eso es lo que me fastidia, ¿sabe?, desde que los trenes tienen señalada la parada en mi sección.

—¿Por qué, pues? —interrogó el jefe de equipo, sorprendido.

—Se lo voy a decir: cuando se paran, los maquinistas aprovechan para tirar las cenizas; entonces me dejan allí, en el túnel, un montón de porquería que me veo forzado a limpiar de cuando en cuando.

El jefe de equipo estalló de risa.

—Es preciso pedir a la Compañía que le mande hombres de suplemento.

—¡A saber si los encontrará la Compañía!... ¡Escuche! A ese pobre pícaro que va por allí le he aconsejado que trate de pedirle a usted colocación. «Veré a ver —me ha dicho—, es preciso enterarme primero en qué consiste el trabajo»... Y se ha ido... Alguien que debe temer que se le formen callos en la mano...

—¡Ah!, tío Michu, hoy día es verdaderamente difícil encontrar gente seria... Por otra parte, si ese buen mozo no me pide trabajo dentro de un momento, voy a hacer que se vaya. El terraplén no es una plaza pública. Voy a estar ojo avizor con los clavos y con el cobre, sobre todo, porque en este momento en la región se señala la presencia de vagabundos...

—¡Eh! ¡Eh! —continuó el tío Michu—. Y también de criminales. ¿Ha oído hablar del asesinato en el castillo de Beaulieu?

El jefe de equipo interrumpió:

—¡Ya lo creo! No se habla más que de este asunto entre los empleados de mi equipo; tiene usted razón, tío Michu, voy a vigilar de cerca a los desconocidos y más particularmente a ese individuo...

El jefe de equipo dejó de hablar...

Al mirar hacia la parte baja del terraplén, permaneció inmóvil. El peón caminero, siguiendo su mirada, quedó también mudo.

Los dos, después de algunos segundos de silencio, se miraron y sonrieron; la silueta majestuosa, fácilmente reconocible, de un gendarme se perfilaba en la penumbra del valle; el gendarme, que venía andando parecía buscar a alguien sin disimularlo.

—¡Bueno! —murmuró el tío Michu—. Ahí va el cabo Doucet. Es probable que esté haciendo como usted, jefe, y que haya echado la vista a alguien en este momento.

—Podría ser —aprobó el jefe de equipo—. Las autoridades están cansadas después de tres días del crimen de Beaulieu. Han detenido a más de veinte vagabundos; pero han tenido que dejarlos en libertad. Todos tenían su coartada.

—Se dice por ahí —sugirió el tío Michu— que el asesinato no ha debido de ser cometido por alguien del país. No hay gente mala en la región, y la marquesa de Langrune era muy querida de todo el mundo...

—¡Mire, mire! —interrumpió el jefe de equipo, señalando con la mano al gendarme que subía lentamente por el terraplén desde la vía—. Se diría que el cabo se dirige hacia el ciudadano de hace un momento, que busca trabajo sin querer encontrarlo...

—A fe mía que esto podría ser —reconoció el tío Michu, después de un instante de observación—. Por otra parte, ese buen hombre tiene muy mal aspecto. No es de los nuestros...

Los dos hombres, interesados, esperaban lo que iba a pasar.

A cincuenta metros de ellos, bajando en la dirección de la estación de Verrières, François Paul se iba lentamente, pensativo...

Un ruido de pasos, detrás de él, le hizo volverse. François Paul divisó al cabo y frunció las cejas.

Y como el gendarme, cosa curiosa, parecía pararse a algunos pasos de él, en actitud deferente y respetuosa, e iba casi a esbozar el gesto de llevarse la mano al quepis, el enigmático vagabundo exclamó en un tono imperioso:

—¡Vamos, cabo, le dije, sin embargo, que no viniera a importunarme!

El cabo adelantó un paso.

—Señor inspector de la Sûreté, excúseme; pero tengo algo importante que comunicarle...

François Paul, a quien el gendarme había calificado respetuosamente de inspector de la Sûreté, no era otro, en efecto, sino un agente de la Policía secreta enviado desde la víspera a Beaulieu por la Prefectura de París.

No era, por otra parte, un agente ordinario, un policía cualquiera. Como si monsieur Havard temiese que el asunto de Langrune pudiera ser misterioso y complicado, había elegido el mejor de sus sabuesos, el más experto de los inspectores: Juve. Era Juve, quien, desde hacía cuarenta y ocho horas, bajo el disfraz de un vagabundo, erraba por los alrededores del castillo de Beaulieu, habiendo tomado hasta la precaución de hacerse detener con Bouzille. Proseguía sus metódicas encuestas sin despertar la menor sospecha sobre su verdadera cualidad.

Juve hizo un gesto de despecho.

—¡Preste atención, entonces! —murmuró—. Nos están observando, y, puesto que debo volver con usted, haga como que me va a detener y colóqueme las esposas.

—Perdón, señor inspector; yo no osaría... —replicó el gendarme.

Juve, por toda respuesta, volvió la espalda.

—Mire —dijo—, voy a dar dos o tres pasos, haré como que me voy a escapar, usted me sujeta por los hombros brutalmente, yo caeré de rodillas... y en ese momento usted me pone las esposas.

Desde la entrada del túnel, el peón caminero, el jefe de equipo y también los obreros ocupados en la reparación de la vía seguían con la vista, muy interesados, el incomprensible coloquio que estaban celebrando, a cien metros de ellos, el gendarme y el vagabundo.

De repente, vieron al hombre escaparse, y al cabo cogerlo casi al instante.

Algunos minutos después, el individuo, con las manos unidas delante del cuerpo, descendía dócilmente al lado del gendarme por la pendiente abrupta del terraplén; los dos hombres desaparecieron detrás de un bosquecillo de árboles.

—¡Otro más! —suspiró el viejo peón caminero—. No ha tenido que molestarse en calentar a este.

Cuando se dirigían con paso rápido en dirección a Beaulieu, Juve interrogó al cabo:

—¿Qué pasa, pues, en el castillo?

—Señor inspector —replicó el gendarme—, se ha descubierto al asesino. Mademoiselle Thérèse...

6

¡FANTOMAS ES LA MUERTE!

Eran las ocho de la mañana.

Juve, que había regresado rápidamente al castillo, y que, durante el camino, se había hecho quitar las esposas, se tropezó ante la verja del parque con Presles.

—¿Conoce usted la noticia? —le preguntó Juve, con voz tranquila y ponderada.

El magistrado miró al policía, estupefacto.

Éste continuó:

—Por su expresión, veo que no, señor juez. Si usted quiere, puede preparar una orden de detención contra Charles Rambert.

Monsieur de Presles retrocedió algunos pasos; después, corriendo hacia Juve, que muy sosegadamente había entrado en el parque y se encaminaba hacia el castillo, le interrogó:

—¿Tiene usted sospechas de su culpabilidad?

—¡Más que eso! —respondieron al mismo tiempo el inspector de la Sûreté y el cabo de la gendarmería...

En pocas palabras, Juve volvió a contar al magistrado la conversación que el cabo le había referido. El juez no podía disimular su sorpresa.

—Pero... —fue a preguntar.

De repente se calló.

Los tres personajes estaban, en ese momento, al pie de la escalinata; junto a ellos, la puerta del castillo se había abierto, dando paso al mayordomo Dollon.

Con el cabello despeinado y el rostro descompuesto, el mayordomo exclamó:

—¿No han visto ustedes a los Rambert? ¿Dónde están?... ¿Dónde están?...

Y mientras el juez, aturdido por las revelaciones de Juve, estaba todavía intentando coordinar en su mente el encadenamiento de los diversos acontecimientos que estaban ocurriendo, el inspector de la Sûreté lo comprendió todo en seguida y, volviéndose hacia el cabo, murmuró:

—¡El pájaro se ha escapado de la jaula!

* * *

En el vestíbulo del castillo, Juve y monsieur de Presles pedían a Dollon que les precisase los detalles de la revelación hecha por Thérèse.

—¡Dios mío! Señores —explicaba el buen hombre—, cuando he llegado esta mañana muy temprano al castillo, he encontrado a las dos viejas sirvientas, Louise y Marie, en la alcoba de mademoiselle Thérèse, prodigando solícitos cuidados a nuestra joven ama, a la que habían encontrado enferma. Al cabo de unos veinte minutos, eran entonces en ese momento alrededor de las seis y media, mademoiselle Thérèse, un poco más calmada, pudo referirnos lo que había oído aquella noche y la horrible discusión de la que había sido testigo, discusión que sostenían monsieur Rambert padre e hijo.

—Y entonces, ¿qué ha hecho usted? —interrogó monsieur de Presles.

—Yo mismo, muy emocionado, señor juez, he enviado a Jean, el cochero, a Saint-Jury, tanto para buscar el médico como para prevenir al cabo Doucet; éste ha llegado el primero, le he puesto al corriente de lo que sabía, y lo he dejado en seguida para ir con el doctor a ver a mademoiselle Thérèse.

El magistrado, volviéndose hacia el cabo de gendarmería, le preguntó a su vez.

—Señor juez —replicó este—, tan pronto como he tenido conocimiento de los hechos señalados por monsieur Dollon, he creído necesario ir a prevenir a monsieur Juve, que yo sabía que estaba en los alrededores del castillo...

—¡Caramba! —interrumpió monsieur de Presles—. Usted ha cometido un formidable error, mi querido cabo, al no tomar las precauciones para que los Rambert no pudieran escapar.

El cabo objetó vivamente:

—Perdón, señor juez, he dejado a Morand de centinela en la entrada del castillo; tenía el encargo de impedir que salieran estos señores, si tenían la intención de hacerlo.

—¿Y Morand no les ha visto salir?

Esta vez fue Juve quien respondió por el cabo, habiendo adivinado, después de un momento, lo que había pasado.

—... Y el gendarme Morand no los ha visto salir, —dijo— por una buena razón: evidentemente, ellos se marcharon después de medianoche, después de su altercado.

Juve preguntó a continuación:

—¿Qué se ha hecho después de ese momento?

—Nada, señor inspector...

—¡Pues bien, cabo, me imagino que el señor juez de instrucción le va a dar orden inmediatamente de lanzar a sus hombres en persecución de los fugitivos!

—¡Naturalmente! —concluyó el magistrado—. Y hágalo aprisa...

El cabo, girando sobre los talones, salió del hall.

El inspector y el juez permanecieron callados; Dollon, aparte, tenía una actitud embarazosa.

—¿Dónde está mademoiselle Thérèse? —preguntó monsieur de Presles.

Dollon se adelantó.

—Está descansando en este momento, señor juez; duerme tranquila. El doctor está con ella y ruega que no se la despierte...

—Está bien —respondió el magistrado—. Déjenos.

Dollon se alejó.

—Monsieur Presles —propuso Juve—, ¿quiere que subamos al primer piso?

Algunos instantes después, instalados en la alcoba que había sido ocupada durante cuarenta y ocho horas por monsieur Etienne Rambert, Juve y Presles se miraban sin hablarse.

El magistrado rompió el primero el silencio:

—Entonces —declaró—, ¿el asunto está terminado? ¿Ese Charles Rambert es, entonces, el culpable?...

Juve movió la cabeza:

—¿Charles Rambert?... En efecto, ése debe de ser el culpable.

—¿Por qué esa restricción? —interrogó el magistrado.

Juve, con la vista baja, miraba con atención la punta de sus zapatos; después levantó la cabeza.

—Digo «ese debe de ser», porque las circunstancias me obligan a esta conclusión, y, sin embargo, en mi fuero interno, yo no creo...

—Las sospechas de su culpabilidad, su falsa confesión, su silencio, al menos, ante la acusación formal de su padre, nos dan la certeza... —declaró monsieur de Presles.

Juve objetó, con una ligera vacilación, sin embargo:

—Hay también sospechas en su favor.

El magistrado prosiguió:

—Sus investigaciones han demostrado, de una manera formal, que el crimen ha sido cometido por alguien que se encontraba dentro de la casa...

—Es posible —dijo Juve—; pero no es seguro.

—Explíquese usted.

—¡No tan aprisa, señor magistrado! —sonrió Juve.

Y levantándose, propuso:

—No tenemos nada que hacer aquí, señor. ¿Quiere que pasemos a la alcoba vecina, la que ocupaba Charles Rambert?

Monsieur de Presles siguió al inspector de la Sûreté.

Juve, yendo y viniendo por el cuarto que examinaba con pequeñas ojeadas vivas y frecuentes, mientras que el magistrado, habiendo encendido un cigarro, se había sentado cómodamente en una poltrona, empezó:

—¡No tan aprisa! Me he permitido decirle eso hace un momento, señor juez, y he aquí por qué. Creo que, en este asunto, hay dos puntos previos que importa dilucidar: la naturaleza del crimen y el móvil que ha debido de determinar a su autor a cometerlo. Volvamos a examinar los dos puntos, si a usted le parece, y preguntémonos, en primer lugar, cómo conviene «rotular», en sentido jurídico, el asesinato de la marquesa de Langrune. La primera conclusión que se impone a todo espíritu observador que haya visitado la alcoba del crimen y examinado el cadáver de la víctima, es que este asesinato debe ser catalogado en la categoría de atentados crapulosos. Parece que el asesino ha dejado sobre su víctima la marca implícita de su carácter; se identifica en la violencia misma de los golpes dados. Es un hombre de condición inferior, un tipo del hampa, un profesional.

—¿De qué detalles deduce usted eso? —interrogó monsieur de Presles.

Juve prosiguió:

—Del solo aspecto de la herida; usted lo ha visto como yo; la garganta de madame de Langrune ha sido casi enteramente seccionada por la hoja de un instrumento cortante. Es inadmisible, dadas la extensión y la profundidad de la herida, que haya sido hecha de una sola vez; el asesino ha debido de encarnizarse, dar varios golpes. Eso demuestra que el asesino pertenece a una categoría de individuos a quienes no les repugnan sus siniestras tareas, que matan sin horror, que lo miran sin emoción. La herida atestigua aún, por su misma naturaleza, que el asesino es un hombre vigoroso; usted no ignora que la gente endeble, con músculos débiles, golpean preferentemente en «profundidad»; es decir, con un arma puntiaguda, mientras que, al contrario, los asesinos vigorosos tienen predilección por los golpes dados «en extensión», las heridas largas, horribles...

Monsieur de Presles aprobó:

—Sus deducciones son, en efecto, exactas, y estoy dispuesto como usted a creer que se trata de un crimen crapuloso. ¿Ha hecho usted otras observaciones?...

—Nos falta —dijo Juve— determinar el arma con la cual se ha matado; no la tenemos, al menos hasta el momento; he dado ya la orden de vaciar las letrinas, de dragar la balsa del parque, de registrar los matorrales; pero tengan o no éxito nuestras pesquisas, tengo la convicción de que el instrumento del crimen no es sino un cuchillo de muesca dentada, uno de esos vulgares «asesinos», que poseen los apaches. La marquesa de Langrune no ha sido asesinada con un puñal, arma noble...

—¿Qué le hace pensar eso? —preguntó monsieur de Presles.

—Siempre la naturaleza de la herida. Si el asesino hubiera tenido un arma, cuya punta constituyera el principal peligro, habría pinchado, y pinchado en el corazón, en lugar de cortar; ahora bien: se ha servido del filo y esto es capital. El asesinato ha sido cometido con cuchillo, no con puñal. Es, pues, un crimen crapuloso...

—Y entonces —continuó el magistrado—, ¿qué deduce usted de que el crimen sea crapuloso?

Con gravedad, Juve replicó:

—Sencillamente que el crimen no ha debido de ser cometido por Charles Rambert, joven bien educado y, seguramente, vista su edad, poco susceptible de ser un profesional del crimen.

—¡Evidentemente! —murmuró el juez.

Juve prosiguió:

—Consideremos, ahora, si a usted le parece, señor juez, el móvil o los móviles del crimen... ¿Por qué ha matado el asesino?

—¡Pchs! —titubeó el juez—. Para robar, sin duda...

—¿Para robar qué? —replicó Juve—. El hecho es que se han encontrado en el velador, bien a la vista, todas las sortijas de madame de Langrune, su broche de brillantes, su portamonedas...; en los cajones fracturados, y los cuales he inventariado minuciosamente su contenido, he descubierto aún otras joyas, quinientos diez francos en monedas de oro y plata, tres billetes de banco de cincuenta francos, en un tarjetero... ¿Qué piensa usted, señor juez, de ese bandido crapuloso que ve estos valores a su alcance y no se apodera de ellos?...

—En efecto, es sorprendente —reconoció el magistrado.

Juve prosiguió:

—¡Es sorprendente, en efecto! ¿Se tratará de algo más importante que de un robo de dinero, de joyas? Desde luego, le confieso que, aunque planteo la cuestión, tengo bastante dificultad para resolverla.

—¡Evidentemente! —dijo aún el juez.

Juve continuó desarrollando sus ideas y sugirió:

—¿Y si nos encontrásemos ante un crimen cometido sin motivo, por simple diletantismo o por seguir un impulso mórbido, fenómeno aún bastante frecuente, crimen de monomaniaco, de desequilibrado?...

—¿En ese caso? —interrumpió monsieur de Presles.

—En ese caso —observó Juve—, después de haber descartado bajo pretexto de un crimen crapuloso la gravísima culpabilidad que pesa sobre el joven Rambert, no me opondría a volver sobre mi opinión y considerar que bien podía ser el culpable. Su madre está, según creo, en un estado mental precario: si consideramos por un momento a Charles Rambert como un histérico, un enfermo, nos es posible incriminarle por el asesinato de la marquesa de Langrune, sin por esto destruir nuestro andamiaje de argumentos en favor de un crimen crapuloso, pues un ser de mediana fuerza, pero atacado de enajenación mental, tiene en el curso de la crisis decuplicado su vigor... Además de esto —continuó Juve, interrumpiendo con un gesto al magistrado, que iba a hacerle una pregunta—, tendré pronto detalles muy precisos sobre el poder muscular del asesino: monsieur Bertillon ha inventado recientemente un maravilloso dinamómetro que permite determinar el vigor exacto del individuo que ha empleado instrumentos de fractura... He sacado muestras de madera del cajón fracturado y estaré pronto documentado...

—Eso —reconoció monsieur de Presles— tendrá, en efecto, gran importancia; si no tenemos por cierta la culpabilidad de Charles Rambert, admitiendo que el crimen ha sido cometido por alguien de la casa, podemos, en efecto, preguntarnos aún si no ha sido cometido por algún otro habitante del castillo.

—A este propósito —interrumpió Juve— podemos, procediendo siempre por deducción, descartar sucesivamente las personas que tengan una coartada o una excusa... Con esto se despejará la cosa. ¿Quiere usted que lo hagamos en seguida?

El juez dio su aquiescencia y, tomando a su vez la palabra, declaró:

—Para mí es imposible sospechar de las dos viejas sirvientas Louise y Marie; en cuanto a los vagabundos que hemos detenido y dejado en libertad..., compréndalo usted, Juve, son seres demasiado rudos, demasiado simples.

Juve movió la cabeza afirmativamente, y el magistrado continuó:

—Está también Dollon; pero creo, probablemente como usted, que, en vista de la coartada presentada por este hombre, al saber que, hasta las cinco de la mañana, ha estado con el médico cuidando a su mujer enferma, Dollon no es sospechoso.

—Tanto más —concluyó Juve— cuanto que el médico forense declaró que el crimen fue cometido entre las tres y las cuatro. Falta examinar la situación de monsieur Etienne Rambert.

—Le interrumpo de nuevo —dijo el magistrado—, Monsieur Etienne Rambert tomó la noche del crimen, hacia las nueve de la noche, en la estación de Orsay, el tren ómnibus que llega a Verrières a las seis cincuenta y cinco de la mañana. Pasó la noche en el vagón y llegó en el tren en cuestión; es la mejor coartada.

—La mejor, en efecto —replicó Juve, que continuó—: ¿No nos queda, entonces, más que Charles Rambert?

Animándose, el policía hizo entonces una acusación aplastante contra el joven:

—El crimen —dijo— se cometió sin que se oyera el menor ruido; el asesino estaba, pues, en la casa; se aproximó a la alcoba de la marquesa y llamó discretamente; la marquesa, entonces, le abrió, no se sorprendió al verle, pues le conocía; él entró con ella en la alcoba y...

—¡Vamos, vamos! —interrumpió monsieur de Presles—. Pero esto es una novela que se está usted forjando, monsieur Juve; usted olvida que la puerta de la alcoba de la marquesa fue fracturada, el cerrojo de seguridad fue encontrado arrancado, colgando literalmente de los tornillos...

Juve miró al magistrado sonriendo.

—Esperaba eso, señor juez..., pero antes de contestarle... haga el favor de acompañarme al lugar del crimen; voy a enseñarle algo curioso.

Juve, cruzando el pasillo, volvió a la alcoba de la marquesa de Langrune.

—Mire bien este cerrojo —dijo Juve a monsieur de Presles—. ¿Qué tiene de anormal?

—Nada —dijo el magistrado.

—¡Sí! —continuó Juve—. El pestillo está salido como cuando el cerrojo está cerrado; pero la cerradura en la que tiene que entrar este pestillo de manera que inmovilice la puerta en la pared, la cerradura, digo, está intacta. Luego si se hubiese forzado realmente el cerrojo, el pestillo habría saltado con...

—El hecho es... —murmuró el magistrado.

Juve prosiguió:

—¿Qué ve usted en estos tornillos?

El magistrado, señalando con el dedo la cabeza, respondió:

—Tienen pequeñas rayas, y yo deduzco...

—Diga, diga —apremió Juve...

—¡Pues bien! —dijo con timidez el magistrado—. Debo deducir, en efecto, que estos tornillos no han sido arrancados por una fuerza ejercida sobre el cerrojo, sino más bien desatornillados y que, por consiguiente...

—Por consiguiente —dijo Juve—, esto es un simple «truco» que nos permite concluir con seguridad que el asesino, obrando así, ha querido simplemente engañarnos haciendo creer que se había forzado la puerta, mientras que ésta le fue abierta simplemente, ante su llamada, por la marquesa de Langrune. Por tanto, el asesino era conocido de ella.

Interrumpiéndose bruscamente, Juve, sin cumplidos, sacó al magistrado fuera del cuarto y le volvió a llevar a la alcoba de Charles Rambert. Yendo al tocador, se arrodilló y, poniendo el dedo en mitad del hule que se extendía sobre el suelo, preguntó:

—¿Qué ve usted allí, señor juez?

El magistrado se ajustó el monóculo y, mirando al sitio que le señalaba el policía, vio una pequeña mancha negra.

—¿Es de sangre? —interrogó.

—Es de sangre —repitió Juve—. De donde yo deduzco que la historia de la toalla ensangrentada, descubierta por Rambert padre, entre los objetos de aseo de su hijo, toalla cuya vista ha impresionado considerablemente a mademoiselle Thérèse, no es una invención de esta última: existía realmente y constituye el cargo más abrumador que se puede encontrar contra este joven.

El magistrado inclinó la cabeza.

—¡He ahí algo concluyente! La culpabilidad de Charles Rambert es indiscutible...

Después de algunos segundos de silencio, Juve dejó escapar:

—¡No!

El magistrado se quedó estupefacto.

—¡Vamos! —exclamó—. ¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir —replicó Juve—, simplemente, esto: que si tenemos, en favor de un asesinato cometido por alguien de la casa y, en este caso, no puede ser otro que Charles Rambert, argumentos absolutamente formales, tenemos también argumentos formales en favor de un crimen cometido por alguno venido de fuera... Nada se opone a que éste haya entrado en la casa por la puerta...

—Ésta estaba cerrada con llave... —declaró el juez.

—¡Oh! Bonito asunto —sonrió Juve—. Argumento sin valor, créame; no olvide que no existe ninguna cerradura de seguridad, cuando ésta puede abrirse con una llave desde el exterior. ¡Ah!, si hubiese encontrado en la puerta simples pestillos, buenos y viejos pestillos como otras veces, yo le diría: Nadie ha entrado, porque no hay más que un medio de entrar en un lugar cerrado con pestillo, derribar la puerta. Pero estamos ante cerraduras que se abren con una llave; ahora bien: no hay llave de la que no se pueda sacar un molde, no hay molde que no permita fabricar una falsa llave. El asesino ha podido muy bien entrar en el castillo con una doble...

El magistrado objetó:

—Si el asesino hubiera venido de fuera, habría dejado fatalmente huellas en los accesos del castillo; nosotros no hemos encontrado ninguna...

—¡Sí que hemos encontrado! —rectificó Juve—. En primer lugar... este pedazo desgarrado de mapa Taride —y Juve lo sacó de su bolsillo— que he encontrado ayer entre el castillo y el terraplén; el trozo que poseemos representa, curiosa coincidencia, los alrededores del castillo de Beaulieu...

—Esto no prueba nada —interrumpió el juez de instrucción—. Encontrar en nuestra región un trozo de mapa de «nuestra región» es un hecho verosímil... ¡Ah!, si usted descubriese... en poder de alguien, el otro trozo de este mapa... Entonces...

—Esté seguro que lo intentaré en el plazo más breve. Por lo demás, este documento no es el único argumento que puedo invocar en favor de mi tesis. Así, esta mañana, cuando me paseaba cerca del terraplén, he descubierto huellas de pasos bastante sospechosas...

—¡Hola! —dijo el magistrado, a quien el descubrimiento de Juve no parecía impresionarle por otra parte—. ¿Cuál es la conclusión que conviene sacar, según usted?

Juve expresó en alta voz su pensamiento, diciendo:

—... ¿Y si pudiésemos hacer de dos hipótesis una sola; a saber: que el asesino estaba en el castillo antes de realizarse el crimen y que una vez cometido el asesinato desapareció? ¿Qué diría usted de un criminal que, una vez cometido el crimen, hubiera ido a coger un tren en marcha, trepando por el terraplén, precisamente en el sitio donde he notado las huellas de pasos de las que le he hablado hace un momento?

—Diría —replicó el magistrado— que no se sube en un tren en marcha como en un tranvía.

—Sea —accedió Juve—. Le haré notar simplemente que en los accesos del túnel, debido a las reparaciones, todos los trenes hacen una parada aquí, desde hace un mes.

El juez de instrucción, un poco alterado por las deducciones de Juve, le presentó otra objeción:

—No hemos encontrado huellas en los accesos del castillo...

—Precisamente —reconoció Juve—. No obstante, he comprobado que en el césped, frente a la ventana de la alcoba del crimen, la tierra está movida, lo que prueba que el suelo ha sido removido en ese sitio; me imagino que si yo salto de un primer piso a la tierra mojada del césped y quiero borrar las impresiones de mis botas, amasaré la tierra alrededor y la hierba que la recubre, de la misma manera que parece haber sido amasado ese pequeño rincón de césped del que le hablo...

—Me gustaría bastante ver eso —sugirió monsieur de Presles.

—¡Que por eso no quede! —consintió Juve.

Los dos hombres descendieron rápidamente la escalera, atravesaron el vestíbulo y salieron del castillo. Al llegar al jardín, Juve había respondido al magistrado, que se asombraba al no notar ninguna huella sobre el césped:

—¡Pero esto es bien fácil de comprender! Si el asesino ha andado sobre el césped, como es verosímil, lo ha hecho durante la noche, antes que hubiera rocío; luego, por la mañana, cuando el rocío se evapora, sabemos todos que la hierba hollada por pasos de hombre o de animal se endereza, y, desde este punto, se aniquila todo vestigio de huellas.

Los dos hombres habían llegado ante el cuadro de hierba que, según la expresión del inspector de la Sûreté, había sido arreglado; estaban agachados en el suelo y examinaban minuciosamente este. Al lado del césped, dándole un poco la sombra, un extenso plantel de ruibarbos extendía sus hojas.

Juve, que, por azar, acababa de echar una ojeada a las hojas más próximas, no pudo contener un pequeño grito de sorpresa y de satisfacción:

—¡Eh! —gritó—. Esto sí que es divertido...

—¿Qué? —preguntó el magistrado.

—Esto —señaló Juve, quien, con el dedo, mostraba al magistrado pequeñas bolitas negras de las que estaba salpicada la planta.

—¿Qué es eso? —interrogó monsieur de Presles.

Juve, con la palma de la mano, había raspado la parte superior de la hoja.

—Es tierra —dijo—, tierra vulgar, como la que se encuentra diez centímetros más abajo, alrededor del césped...

—¿Y qué? —preguntó el magistrado, desconcertado.

—Pues que me imagino —sonrió Juve— que la tierra corriente, incluso la tierra vegetal, no tiene el privilegio de desplazarse a su voluntad, y todavía menos el de saltar diez centímetros en el aire.

Como el magistrado se callaba, Juve prosiguió:

—Deduzco, entonces, que esta tierra no ha ido allí sola, sino que ha sido llevada. ¿Cómo? Es bien sencillo... Un hombre, monsieur Presles, ha saltado sobre este césped, ha hecho desaparecer las marcas de sus pies arreglando el suelo con las manos; éstas estaban sucias y manchadas de tierra, él con un gesto maquinal, las ha frotado una contra otra; la tierra que se adhería a sus dedos ha caído en pequeñas bolitas sobre la hoja de ruibarbo, ha quedado allí, nosotros acabamos de descubrirla... Es cierto, pues, y esto es una prueba más, que el culpable, si no venido del exterior, al menos ha huido después de haber cometido el asesinato...

—¿No es, entonces, Charles Rambert? —concluyó el juez de instrucción...

—Y como Juve, enigmáticamente, dijera:

—«Debe» ser Charles Rambert...

Hubo una pausa. Monsieur de Presles, cada vez más contrariado por la actitud enigmática de Juve, reflexionó en silencio, cuando Juve sugirió:

—Hay una última hipótesis que me es violento someterle; más aún, porque es poco agradable... ¿Sabe usted, señor, que el crimen de Beaulieu es un crimen extraño, misterioso, enigmático; sabe usted que es, en suma, un verdadero crimen a lo Fantomas?

Oyendo al policía pronunciar este nombre casi legendario, monsieur de Presles se encogió de hombros.

—¡Ah! Monsieur Juve, no hubiera creído jamás que fuese a llamar a Fantomas en su ayuda, invocar a Fantomas. Fantomas, pardiez, es la escapatoria demasiado fácil, el medio trivial de archivar un asunto. Entre nosotros, usted lo sabe, es una broma del Palacio de Justicia y de los pasillos de instrucción... Fantomas no existe.

Juve se sobresaltó.

Replicó, muy grave, después de un silencio:

—Señor —hablaba con voz reprimida, pero insistiendo sobre las palabras, que era la manera de manifestar su convicción—, hace usted mal en reírse...; ¡muy mal!... Usted es juez de instrucción y yo no soy más que un modesto inspector de la Sûreté... Pero usted tiene tres o cuatro años de práctica, tal vez menos... Y yo hace quince años que ejerzo... Yo sé que Fantomas existe, y no me río cuando sospecho su intervención en un asunto...

Monsieur de Presles miraba al policía, disimulando mal su asombro. Juve prosiguió:

—Nadie ha dicho de mí, monsieur de Presles, que fuese miedoso. He visto la muerte cerca... Hay bandas de malhechores enteras que han jurado mi muerte..., espantosas venganzas me amenazan... ¡Muy bien, eso me es indiferente! Pero cuando se me habla de Fantomas, cuando en un asunto creo adivinar la intervención de este genio del crimen..., ¡pues bien!, monsieur de Presles, me entra un gran miedo..., le confieso que tengo mucho miedo... ¡Yo!... ¡Juve!... Tengo miedo, porque Fantomas es un ser contra el cual no se lucha con los medios ordinarios, porque su audacia no tiene medida, porque su poder es incalculable..., porque, en fin, monsieur Presles, todos los que yo he visto atacar a Fantomas, mis amigos, mis colegas, mis jefes, todos, usted me entiende, todos han sido destrozados... Fantomas existe, yo lo sé; pero ¿quién es? Y si se puede ser valiente ante un peligro que se puede apreciar, se tiembla ante un peligro que se sospecha, pero que no se ve...

El juez de instrucción le interrumpió:

—Pero este Fantomas no es un diablo..., es un hombre como nosotros.

—Sí, tiene usted razón, señor juez, es un hombre..., un hombre como nosotros..., pero este hombre es, se lo repito, un genio. Parece que mata con el extraño privilegio de no dejar ninguna huella... No se le ve, se le adivina...; no se le oye, se le presiente... Si Fantomas está mezclado en este asunto, no sé si llegaremos nunca a desembrollarlo.

Monsieur de Presles, impresionado a su pesar, dijo:

—¡Sin embargo, usted no me aconseja, mi querido Juve, que abandone las pesquisas!

El policía, que se esforzaba en reír con una carcajada que sonaba a falso, respondió:

—¡Quiá! ¡No, señor! Si le he dicho, en efecto, que tenía miedo, no le he dicho que fuera un cobarde... Esté bien convencido que cumpliré con mi deber hasta el final...

Un ruido de pasos rápidos detrás de ellos hizo volverse a los dos hombres; era un cartero que, todo sudoroso, corría al castillo de Beaulieu.

—¿Alguien de ustedes, señores, conoce a monsieur Juve? —preguntó.

—Soy yo —declaró el policía, quien, cogiendo el despacho con un gesto brusco, lo abrió.

Juve se sobresaltó, y tendiendo el telegrama al magistrado, le dijo:

—Lea, señor, se lo ruego.

El despacho venía del servicio de la Sûreté y estaba concebido en los siguientes términos:

«Vuelva urgentemente a París. Estamos convencidos que desaparición Lord Beltham oculta crimen extraordinario. A título confidencial, tememos intervención de Fantomas.»

7

¡SERVICIO DE LA SÛRETÉ!

—¿Monsieur Gurn, hace el favor?...

La portera del número 147 de la calle de Lovert, madame Doulenques, que precisamente acababa de volver a su portería después de haber barrido apresuradamente la escalera, miró al interlocutor que le hacía esta pregunta... Vio un hombre alto, moreno, con grandes bigotes, cubierto con un sombrero flexible y cuyo abrigo, abrochado de arriba abajo, tenía el cuello levantado hasta las orejas.

El visitante repitió:

—¿Monsieur Gurn?...

—Está ausente, señor —respondió la portera—. Hace ya mucho tiempo...

—Lo sé —insistió el desconocido—. Querría, sin embargo, señora, subir a su apartamento si usted quiere acompañarme...

El personaje esbozó el gesto de registrar en uno de sus bolsillos; sin duda iba, con la presentación de alguna carta o tarjeta de visita, a justificar su indiscreta petición, cuando la portera dijo, después de algunos instantes de vacilación, con sorpresa:

—¿Usted quiere?... ¡Ah! ¡Ya caigo! Sin duda es usted el empleado que habían anunciado que vendría a por el equipaje. El hombre de la Compañía... Espere: ¿cómo se llama esa Compañía?... Es un nombre extraño..., un nombre inglés, creo...

La portera, dejando el umbral de la puerta que, hasta entonces, había mantenido entreabierta, retrocedió al fondo de la portería y, buscando en los estantes donde distribuía de ordinario el correo de los inquilinos, encontró a nombre de monsieur Gurn, un prospecto impreso, ajado.

La vieja se ajustó las gafas para leer; pero el visitante, aproximándose, leyó por encima de su hombro, en una rápida ojeada, el nombre que ella buscaba. Retrocedió con un movimiento imperceptible y, simplemente declaró:

—Vengo, en efecto, de parte de la South Steamship Co...

La portera deletreó penosamente...

—Sí, eso es: la South... como dice usted..., yo no sé pronunciar estos nombres...

La portera continuó:

—¡Pues bien! Hay que creer que no se dan demasiada prisa en su casa; hace cerca de tres semanas que le espero para que se lleve los bultos. Gurn me había dicho que vendrían algunos días después de que él se hubiera marchado...

Madame Doulenques miró, maquinalmente, por la ventana de la portería que daba a la calle.

—Pero —interrogó, después que hubo examinado de pies a cabeza al visitante que sin duda le parecía demasiado bien vestido para ser un mozo de cordel—, pero no trae ni carro de mano, ni camión... ¿No pensará, supongo, cargarse los baúles a la espalda?

El desconocido replicó con calma, tomándose tiempo antes de contestar:

—En efecto, señora, no tengo camión ni me llevaré los bultos de Gurn. Al venir aquí, esta mañana, he querido darme cuenta simplemente de la importancia de este equipaje. ¿Quiere usted enseñármelo?...

La portera suspiró largamente.

—¡Puesto que es preciso!... Es en el quinto.

Mientras subía por la escalera, murmuraba:

—Es lástima que no haya llegado más temprano, mientras que hacía la limpieza, así yo no hubiera tenido que subir la escalera por segunda vez.

Llegaron al quinto piso. Sacando de su bolsillo una llave, la portera abrió el apartamento.

La habitación era modesta, pero bastante coquetamente decorada.

La primera pieza, una especie de salón-comedor, y la alcoba tenían amplias ventanas por las cuales se veían los jardines hasta perderse de vista. El apartamento poseía esta ventaja de no tener a nadie enfrente; se podía ir y venir con las ventanas abiertas, sin ser perturbado por la indiscreción de los vecinos.

—Hará falta ventilar —murmuró la portera—. Si no, cuando venga monsieur Gurn no estará contento.

—¿Él no vive, entonces, regularmente aquí? —preguntó el desconocido.

—¡Ah! Pues no, señor —replicó la portera—. Monsieur Gurn es, como quien dice, viajante; está con frecuencia fuera. A veces durante mucho tiempo. No debe de ser muy divertido viajar siempre así; pero hay que suponer que esto produce, pues monsieur Gurn no es nada cicatero...

—¡Ah!, ¡ah! —observó el hombre del sombrero flexible—. ¿No es cicatero?

—Para eso no, señor.

Y la habladora portera se enzarzó en una confusa historia de gratificaciones, mientras su interlocutor, habiendo divisado sobre la chimenea la fotografía de una joven, preguntó señalándola:

—¿Es esa madame Gurn?

—Gurn es soltero —replicó madame Doulenques.

El hombre del sombrero flexible hizo un guiño y, hablando bajo, con una sonrisa significativa en los labios:

—Su amiguita..., ¿eh?...

La portera movió la cabeza:

—¡Oh! De ningún modo. Bien seguro que esta fotografía no se le parece en nada...

—¿Usted la conoce entonces?

—La conozco sin conocerla; es decir, que cuando monsieur Gurn está en París recibe a menudo la visita de una dama, por las tardes..., una dama muy elegante, a fe mía, como no hay costumbre de ver en nuestro barrio de Belleville. Mire..., debe de ser una mujer de mundo. Viene siempre cubierta con un velo, pasa aprisa, aprisa, por delante de la portería y no me habla nunca... Generosa..., eso sí... Es raro cuando no me da una moneda de cinco francos.

El desconocido, que parecía interesarse por las confidencias de la portera, observó:

—Sí; dicho de otro modo, no se mira el dinero en casa de su inquilino.

—¡Seguro que no!

Llamaban en la escalera. Una voz fuerte gritaba:

—¡Portera!

Madame Doulenques corrió hasta el rellano.

—La portera está en el quinto. ¿Quién es? ¿Para que la quieren?...

—¿Monsieur Gurn está en casa?

—Suba. Estoy precisamente en su piso...

Al entrar en el departamento, la portera no pudo menos de decir:

—¡Otro que pregunta por monsieur Gurn!... Decididamente, todo el mundo viene aquí por él...

El desconocido se informó al punto:

—¿Cómo es esto? ¿Recibe, entonces, muchas visitas?

—Nunca, señor, casi nunca, y por eso mismo estoy asombrada.

Dos hombres se presentaron. Su vestimenta revelaba su profesión.

Eran dos camionistas. Uno de ellos iba a tomar la palabra; la portera adivinó su intención y, volviéndose hacia el hombre del sombrero flexible que ella había introducido antes en casa de su inquilino, le dijo:

—¡Ah, qué coincidencia! He ahí, sin duda, sus empleados, que vienen a buscar los baúles.

El desconocido hizo una mueca, vaciló un instante en tomar la palabra y, finalmente, permaneció callado.

Fue uno de los camionistas quien habló esta vez:

—Escuche —dijo bruscamente—. Nosotros venimos de la South Steamship Co, para llevar cuatro bultos de monsieur Gurn. ¿Son ésos?

Y con la mano, el hombre señaló dos grandes baúles y dos maletitas apartados en un ángulo de la primera pieza.

—¡Vamos! Pero ¿entonces no vienen juntos los tres? —interrogó madame Doulenques.

El desconocido persistía en no decir nada. El primero de los camionistas declaró sin vacilación:

—Nada de eso. No tenemos nada que ver con este señor...

Después, dirigiéndose a su compañero:

—¡Vamos! ¡Movámonos!

Previendo sus movimientos, la portera, al mismo tiempo que el hombre del sombrero flexible, se había interpuesto, con un gesto instintivo, entre los camionistas y el equipaje.

—¡Perdón! —dijo el desconocido con un tono cortés pero autoritario—. ¿Quieren no llevarse nada?

Por toda respuesta, uno de los camionistas sacó de su bolsillo un carnet sucio, sobado, del cual hojeó las páginas.

Después de haber leído atentamente, aseguró:

—Y sin embargo, no hay error. Nos han mandado aquí. Y haciendo por segunda vez señas a su camarada, dijo—: ¡Movámonos!...

La desconfianza de madame Doulenques aumentó.

Cada vez más emocionada, la portera se escapó del apartamento y, con voz angustiada, llamó:

—¡Madame Aurore!... ¡Madame Aurore!...

El hombre del sombrero flexible se había precipitado detrás de ella; con un gesto persuasivo y voluntarioso, la había cogido del brazo y la había vuelto a traer a la pieza.

—Le ruego, señora —suplicó en voz baja—, que no haga ruido. ¡No grite!...

Pero la portera, a quien la actitud verdaderamente extraña de estos hombres enloquecía, chillaba con una voz aguda:

—¡Ah!, qué pena, qué pena... No comprendo nada de vuestras historias... ¿Quiénes son ustedes tres?... En primer lugar, ¡no me toquen!..., ¡nadie!..., y después, ¿qué vienen a hacer aquí?

El primer camionista gruñó:

—¡No le digo que me han mandado! ¡Lea el papel!... Vea nuestro libro, tiene el membrete de la Compañía. Si el señor —y el camionista señalaba al desconocido— pretende que pertenece a la Compañía South Steamship Co, le digo que miente...

El interpelado no se movía. La portera, cada vez más espantada, llamó aún:

—¡Madame Aurore!... ¡Madame Aurore!...

Cada vez más misterioso, el individuo había querido acercarse a ella. Madame Doulenques, aterrorizada, chilló:

—¡Socorro!... ¡Socorro!...

Exasperado el primer camionista juró:

—Es una infamia, ¡por el nombre de Dios!, ser tomados por ladrones. Vaya usted a buscar a la Policía si quiere... ¡A nosotros no nos importa!...

El obrero miró al desconocido...

—Pero ya veo lo que es —continuó con aire sospechoso—. Probablemente el «señor» no tenía intenciones muy claras.

Y, bruscamente inspirado, volviéndose hacia su compañero:

—Mira, Auguste, para terminar, baja hasta la esquina de la calle y tráete un guardia; así se explicará el señor con la portera delante de él.

Auguste se apresuró a obedecer...

Pasaron algunos minutos angustiosos, durante los cuales no cambiaron ni una sola palabra los personajes que habían quedado allí.

La portera, toda temblorosa, estaba en la antesala, no esperando más que un gesto para precipitarse en la escalera. El camionista, con el libro en la mano, miraba con guasa al hombre del sombrero flexible, quien, sin parecer preocuparse en absoluto, miraba distraídamente alrededor de él.

Unos pasos pesados se escucharon. Auguste volvía con un agente.

Con voz majestuosa y solemne, preguntó:

—¿Qué pasa aquí?

La presencia del policía serenó todos los rostros; la portera cesó de temblar; el camionista perdió su aire sospechoso. Los dos iban a explicar el caso al representante de la autoridad, cuando el hombre del sombrero flexible, apartándoles con un gesto, se acercó al policía y, cara a cara, mirándole a los ojos, le dijo:

—¡Servicio de la Sûreté general!... Inspector Juve.

El agente, que no esperaba esta declaración, retrocedió un paso, levantando la vista hacia su interlocutor; después, de repente, llevando la mano al quepis y tomando una actitud respetuosa, exclamó:

—¡Ah!, perdón, señor inspector. Excúseme, no le había reconocido..., monsieur Juve..., y, sin embargo, usted estuvo hace bastante tiempo en el distrito...

Después, volviéndose con enojo hacia el jefe camionista, de cuya presencia se había dado cuenta, dijo:

—Venga aquí, y nada de tonterías.

Juve, inspector de la Sûreté, que así acababa de revelar su cualidad, se sonrió, comprendiendo que el agente tomaba, sin duda, por un ladrón al empleado de la South Steamship Co.

—Está bien —declaró—. Deje a ese hombre tranquilo. No ha hecho nada...

—Pero —interrogó el policía— me pregunto: ¿cuál es la persona a quien hay que detener?...

La portera, por su parte, le interrumpió. El título dado al desconocido le había emocionado.

—Si el señor me hubiera dicho que era de la Policía, seguro que yo no hubiera dejado ir a buscar un agente...

El inspector Juve replicó sonriendo:

—Si yo me hubiera dado a conocer hace un momento, señora, cuando usted, con motivo, estaba muy inquieta, no me hubiera creído. Hubiera seguido llamando...

Después, dirigiéndose a los dos consternados camionistas, dijo:

—En cuanto a ustedes, buena gente, vuelvan inmediatamente a su oficina...

Y como los dos hombres protestasen de que ellos llevaban otro camino, Juve, con un gesto, les cortó la palabra:

—Dejen todos los asuntos. Ustedes avisarán al jefe de su oficina... ¿Cómo se llama?

—Monsieur Wooland —declaró uno de los camionistas.

—Bien —dijo el inspector de policía—. Ustedes prevendrán a monsieur Wooland que yo le espero aquí, en el más breve plazo..., y que traiga con él todos los documentos relativos a la expedición de monsieur Gurn... ¿Comprendido?...

—¡A fe mía, está claro! —concluyó el camionista—. Es igual. Toda una mañana perdida...

—Serán indemnizados —prometió Juve.

Los camionistas bajaron; a media voz, el inspector de la Sûreté les recomendó aún:

—Ni una palabra de esto; sobre todo, en la vecindad. Den mi encargo a su jefe, y nada más.

Había pasado un cuarto de hora desde que los camionistas se habían ido aprisa por la calle de Hauteville.

Abriendo los cajones, registrando los muebles, y explorando con la mano los armarios y las alacenas, Juve se hacía describir por la portera el inquilino, monsieur Gurn, por el cual parecía interesarse tanto.

—Monsieur Gurn —había dicho la buena mujer— es un hombre más bien rubio, de talla media, de complexión robusta y completamente afeitado a la moda inglesa; es un hombre sin señas particulares y que se parece a muchos otros, puesto que nada especial choca en su fisonomía.

Sin embargo, estas vagas señas no parecieron satisfacer al policía, y cuando dio la orden al guardia de desatornillar la cerradura de un baúl, cerrado con llave, con un pequeño destornillador descubierto en la cocina, Juve, volviendo junto a madame Doulenques que, muy aturdida, permanecía inmóvil, en pie, apoyada en la pared, le preguntó;

—Me dijo usted que monsieur Gurn tenía una amiga, ¿verdad? ¿Cuándo veía a esta mujer?

—Dios mío, señor. Bastante a menudo cuando monsieur Gurn estaba en París, y siempre por las tardes.

—¿Salían juntos?

—No, señor.

—¿Esta señora ha pasado alguna vez la noche aquí?

—Jamás, señor.

—Sí —continuó el policía, como si se hablase a sí mismo—. Evidentemente, una mujer casada...

Madame Doulenques esbozó un gesto vago.

—No sabría decírselo...

—Está bien —cortó el policía—. Por favor, páseme el vestido que está detrás de usted.

La portera, obedeciendo, tendió a Juve una chaqueta que había descolgado de una percha. El policía, tras haberla visto rápidamente, buscó en el interior, cerca del cuello, y leyó en una etiqueta este simple nombre: «Pretoria.»

—¡Bueno! —concluyó a media voz—. Esto es algo que concuerda con mis previsiones.

Miró los botones. Llevaban por el revés, incrustado en la madera, este nombre: «Smith.»

El policía, habiendo adivinado la naturaleza de las investigaciones a las que se dedicaba el inspector, creyó oportuno hacerlas él también, examinando los vestidos contenidos en el primer baúl que acababa de abrir.

—Señor inspector, aquí hay vestidos que no tienen ninguna marca de origen; el nombre del fabricante no figura.

—Está bien —interrumpió monsieur Juve—. Abra el otro baúl...

Mientras el agente se dedicaba a forzar la cerradura del baúl designado por su superior, éste pasó un momento a la cocina. Al volver, tenía en la mano un martillo de cobre bastante pesado, con mango de hierro.

Juve examinó este mazo con curiosidad; lo sopesaba, cuando un grito de espanto, escapado de los labios del agente, atrajo su atención hacia la dirección del baúl, cuya tapa acababa de ser levantada.

Juve, sin abandonar su flema profesional, no pudo menos de estremecerse...

Un triste espectáculo se ofreció a su vista: ¡El baúl contenía un cadáver!...

Madame Doulenques, que, a su vez, descubrió la siniestra aparición, cayó en una butaca medio desvanecida. El agente se precipitó hacia ella para reanimarla...

Muy dueño de sí, Juve ordenó:

—No basta que la puerta del rellano esté cerrada; cierre también la de este cuarto. No quiero que se oiga a la mujer gritar, si de repente, le da un ataque de nervios.

El agente obedeció y volvió junto a la desgraciada.

Las mujeres del pueblo se permiten raramente desmayarse: Madame Doulenques, después de un ligero desfallecimiento, había recobrado el sentido; pero, turbada hasta el punto de no poder abandonar la butaca, permaneció sentada, con el cuerpo inclinado hacia delante, la mirada extraviada, fija en el muerto...

Sin embargo, el cadáver no producía horror.

Era el de un hombre de unos cincuenta años con los rasgos muy acentuados, de frente amplia, aumentada por una calvicie precoz. El desgraciado estaba acurrucado en el baúl, las rodillas dobladas, la cabeza baja; evidentemente, el peso de la tapa, presionando sobre el cráneo, había debido de obligar a esta posición.

El cuerpo estaba vestido con cierto cuidado; se veía en seguida que se trataba de un hombre elegante, distinguido; en apariencia, no presentaba ninguna herida...

Juve interrogó, volviéndose a medias hacia la portera:

—¿Cuánto tiempo hace que no ha visto usted a monsieur Gurn?

Madame Doulenques balbució:

—Hace tres semanas, al menos, señor..., tres semanas..., ni más ni menos; desde entonces nadie ha venido aquí, pondría la mano en el fuego...

Juve hizo una seña al policía; el agente comprendió la idea del inspector.

Palpando el cadáver, se inclinó sobre él.

—Está tieso, endurecido —comprobó— y, sin embargo, no desprende ningún olor. Puede ser el frío...

Juve movió la cabeza.

—El frío, ni aún el más riguroso, y éste no es el caso, no podría conservar así un cadáver durante tres semanas, pero hay esto.

Y Juve señaló con el dedo a su subordinado una pequeña mancha amarillenta que se veía alrededor del cuello postizo, en la proximidad de la nuez, que la víctima tenía muy visible, dada su delgadez.

El agente iba a interrogar al inspector, pero Juve, en ese momento, cogiendo el cadáver por debajo de las axilas, lo levantó con precaución. En la nuca, el inspector observó una espesa mancha de sangre; era como un lobanillo negro, extensa como una moneda de cinco francos, que estaba situada justamente encima de la última vértebra de la columna vertebral.

—¡He ahí —murmuró el policía—, he ahí la explicación!

Juve continuó las investigaciones. Con mano diestra y rápida registró las ropas del muerto y encontró el reloj en su sitio. Un bolsillo de la chaqueta de la víctima estaba lleno de dinero. Juve buscaba en vano la cartera que, verosímilmente, el muerto, como todo hombre, debía de llevar consigo, cartera conteniendo, si no valores, al menos documentos de identidad...

—¡Hum! —dijo el inspector de policía sin precisar de otro modo su pensamiento.

Se volvió hacia la portera:

—¿Monsieur Gurn tenía automóvil?

—No, señor; pero... ¿por qué me pregunta eso? —interrogó a su vez la portera.

—Por nada —replicó después de una pausa el inspector al mismo tiempo que examinaba en un estante una gruesa jeringa de níquel, parecida a la que llevan los chauffeurs para echar gasolina o sacarla del depósito, jeringa que podría contener alrededor de medio litro.

Dirigiéndose al policía, que permanecía agachado junto al baúl, le dijo:

—Tenemos una mancha amarilla en el cuello; trate de descubrir otras, especialmente en las muñecas, en el vientre. Mire, pues, pero prudentemente, sin desarreglar el cadáver, a ver si puede encontrarlas.

Y mientras el agente, con precaución, se disponía a obedecer a su jefe:

—¿Quién hacía la limpieza aquí? —preguntó el inspector mirando a la portera.

Ésta replicó, inquieta:

—Pues... era yo, señor...

—La felicito —continuó con un aire zalamero Juve—. Es usted muy cuidadosa y muy limpia... Pero dígame —continuó señalando la cortina de terciopelo que disimulaba la puerta y separaba la antesala del pequeño salón en donde se encontraban—, dígame: ¿cómo es que usted ha dejado esa cortina desprendida de arriba?

Madame Doulenques miró y, temiendo los reproches del inspector, respondió:

—¡Pero, señor, es la primera vez que la veo así! Tengo que decirle que monsieur Gurn habitaba raramente aquí, yo no hacía muy a menudo la limpieza a fondo...

—¿Y la última vez que usted la hizo...?

—Hace un mes casi.

—Es decir, que monsieur Gurn se marchó ocho días después de limpiar usted por última vez, ¿no?

—Sí, señor.

Juve cambió el tema de la conversación.

—Dígame, señora —dijo, señalando el cadáver—: ¿conocía usted a esta persona?

La portera, sobreponiéndose a su emoción y mirando al fin a la desgraciada víctima que ella no se había atrevido aún a mirar de cerca, respondió:

—Jamás he visto a este señor...

Lentamente, el inspector de Policía continuó:

—Por consiguiente, cuando este señor subió aquí, usted no lo vio.

—Yo no lo he visto —afirmó la portera.

Después, como respondiendo instintivamente a un pensamiento que le venía a la cabeza:

—Y esto me extraña, pues vienen raramente a preguntar por monsieur Gurn; desde luego, cuando la dama se hallaba con él, monsieur Gurn no estaba para nadie; es preciso que este... muerto haya subido directamente...

Juve iba a proseguir. Movía la cabeza con signo de aprobación, cuando sonó la campanilla:

—Alguien viene —dijo madame Doulenques.

El policía dijo:

—Vaya a abrir...

Cuando se abrió la puerta, Juve divisó a un joven de unos veinticinco años, de ojos claros; un inglés, seguramente. Con un fuerte acento además, el visitante se anunció:

—Monsieur Wooland, director de la South Steamship Co. Me han llamado, parece, a casa de monsieur Gurn, por orden de la Policía...

Juve se adelantó.

—Después de darle las gracias por haberle molestado, señor, permítame que me presente: Juve, inspector de la Sûreté. ¿Quiere entrar, por favor?

Monsieur Wooland entró en la habitación, solemne, impasible; con una ojeada de soslayo vio de repente el baúl abierto y el cadáver. Ni un solo músculo de su cara se movió. Monsieur Wooland era de buena raza y poseía esa admirable flema que constituye la fuerza de la poderosa nación anglosajona.

—Señor —preguntó Juve—, ¿tiene usted la amabilidad de explicarme todo lo referente al expediente relativo a la expedición de unas cajas cuya orden de recoger en casa de monsieur Gurn ha dado usted esta mañana?

—Estoy a sus órdenes, señor inspector... Hace cuatro días, es decir, el catorce de diciembre exactamente, el correo de Londres nos trajo una carta en la que lord Beltham nos pedía que, con fecha de hoy, diecisiete de diciembre, fuésemos a recoger cuatro bultos, marcados con las iniciales H. W. K., que se encontraban en casa de monsieur Gurn. «He dado órdenes a la portera —decía nuestro cliente— para que les deje sacar esos bultos.»

—¿Dónde pensaba usted expedir esos bultos?

—Nuestro cliente —prosiguió monsieur Wooland— nos precisaba en su carta que embarcásemos sus baúles en el primer steamer que marchara al Transvaal y hacer que continuasen a Johannesburg, donde los mandaría retirar; debíamos adjuntar a la expedición dos conocimientos acompañando la mercancía, según es usual; el tercer conocimiento debía ser dirigido a Londres, lista de correos, a la oficina sesenta y tres de Charing Cross.

Juve anotó en su carnet: oficina sesenta y tres Charing Cross; preguntó:

—¿A qué nombre o a qué iniciales?

—Beltham, nada más.

—Bien. ¿No tiene usted otros documentos en el expediente?

—No tengo otros —respondió monsieur Wooland.

El joven permaneció impasible. Juve le observó algunos instantes en silencio; después, dijo:

—Señor, usted no ha podido dejar de oír los rumores que han corrido en París sobre la desaparición de lord Beltham; se ha notado que este personaje, muy conocido en los medios mundanos, había desaparecido de repente; ¿cómo es que usted no se ha asombrado entonces al recibir, hace cuatro días, una carta de lord Beltham?

Monsieur Wooland replicó;

—En efecto, he oído hablar de la desaparición de lord Beltham; pero no me corresponde a mí formar una opinión oficial sobre esta desaparición. Lord Beltham podía haber desaparecido involuntaria o voluntariamente; yo no tenía por qué considerar el asunto. Cuando me llegó su carta, me limité simplemente a cumplir las órdenes que contenía.

Juve interrogó:

—¿Está usted seguro que las órdenes le fueron transmitidas por lord Beltham?

—Ya le he dicho, señor, que lord Beltham era nuestro cliente hace muchos años. Habíamos efectuado muchas veces transportes por su cuenta. La última orden que nos llegó de él no despertó ninguna sospecha. El papel y la fórmula eran idénticos a la correspondencia ya recibida...

Como Juve se callase, reflexionando, monsieur Wooland, siempre muy digno, interrogó:

—¿Es todavía necesaria mi presencia?

Juve levantó la cabeza.

—No, señor; muchas gracias.

Monsieur Wooland saludó imperceptiblemente y, girando sobre sus talones, se dirigió hacia la puerta, cuando Juve le volvió a llamar:

—Monsieur Wooland... ¿Conocía usted a lord Beltham?

—No, señor... Lord Beltham nos ha transmitido siempre sus órdenes por carta; nos ha telefoneado dos o tres veces; jamás ha venido a nuestra agencia...

—Muchas gracias —concluyó Juve.

* * *

Juve había devuelto minuciosamente a su sitio respectivo los objetos que había desordenado en el curso de sus investigaciones. Con precaución, cerró la tapa del baúl, sustrayendo así al desgraciado muerto de las miradas curiosas de los policías y de las miradas aterradas de madame Doulenques.

Juve se abrochó sin prisas su abrigo entreabierto y, dirigiéndose al agente, preguntó:

—¿Cuál es su comisaría?

—Calle Ramponneau, cuarenta y seis —replicó el guardia—. Pertenezco al distrito veinte. El puesto está al lado...

—Es cierto —concluyó el policía—. Permanezca aquí hasta que le mande el relevo. Yo bajo inmediatamente a ver al comisario.

El policía se fue despacio, bajando la cabeza...

No había error: El cadáver del baúl, la víctima, ¡era lord Beltham! Juve lo identificó. Conocía bien al célebre inglés. Pero ¿quién era el asesino?

«Ciertamente, todo parece acusar a ese Gurn —pensaba Juve—, y, sin embargo, hay detalles que le exculpan... Un asesino corriente no hubiera osado jamás realizar un crimen de una audacia parecida. Es preciso que sea verdaderamente un profesional; peor, un habitual del crimen...»

Y en tono muy bajo, como abrumado, Juve añadió:

—¿Puede ser que yo esté loco, puede ser que vaya aún demasiado lejos en mis suposiciones? Sin embargo, me parece que hay en este asesinato, cometido en pleno París, una audacia extraordinaria, una certeza de impunidad y, más aún, múltiples precauciones... que se relacionan con la manera... de Fantomas.