–Yo cuidaré de mi padre -dijo Cynan-. Id vosotros.

–Lleva a Cynfarch a mi cabaña -le ordenó Tegid-. Sioned lo atenderá.

Luego Tegid, Pebin y yo nos dirigimos a toda prisa hacia el centro del crannog, cruzándonos con grupos de gente que iban hacia el lugar donde había empezado el fuego. Las ascuas todavía humeaban y las cenizas estaban aún calientes, pero ya habían comenzado los trabajos de limpieza. Los que se habían refugiado junto a la orilla regresaban para participar en el desescombro.

Cruzamos el puente de la calle principal y llegamos a un grupo de casas redondas y bajas que se apelotonaban al abrigo del palacio. Con excepción del olor a humo que impregnaba toda la fortaleza, las casas y el palacio no habían sido dañadas por el incendio. Todo parecía a salvo y en pie.

Pasamos a toda prisa entre las cabañas y cruzamos el patio.

–Quédate aquí, Pebin -ordené al guerrero-. No permitas el paso a nadie.

Cruzamos el umbral y entramos. Pese a la escasa luz, enseguida vi que el pedestal de hierro estaba tumbado y que el cofre de madera que contenía las Piedras Cantarinas había desaparecido. Cerca distinguí dos figuras acurrucadas contra el muro y una tercera caída de bruces. Cuando entramos no hicieron el menor movimiento.

Me acerqué al hombre más próximo y lo sacudí por el hombro. Como no obtuve reacción alguna, le di la vuelta. La cabeza le rodó sobre el pecho y me di cuenta de que estaba muerto.

–Es uno de nuestros guerreros -dije.

Su cara me resultaba familiar pero no sabía cómo se llamaba.

–Es Cradawc -me informó Tegid inclinándose a observar el rostro del hombre.

Deposité el cuerpo en el suelo, sosteniéndole con cuidado el cuello para que no se golpeara la cabeza. La mano me quedó viscosa y húmeda. Se me revolvieron las tripas al reconocer el oscuro líquido que la empapaba.

–Lo han golpeado en la nuca -murmuré.

Tegid se acercó al segundo hombre y le posó los dedos en la garganta.

–¿Muerto? – pregunté.

Asintió con un movimiento de cabeza y se acercó al tercer guerrero.

–¿También ése? – pregunté.

–No -respondió Tegid-. Está vivo.

–¿Quién es?

En ese preciso instante el hombre gimió y jadeó.

–Gorew. Ayúdame a sacarlo de aquí.

Con sumo cuidado, sacamos el cuerpo del palacio y lo depositamos en el suelo. Tegid ladeó la cabeza de Gorew y entonces vi una horrible tumefacción negruzca del tamaño de un huevo en la sien del guerrero, sobre el ojo derecho. El herido volvió a gemir.

–Gorew -exclamó Tegid con voz firme.

Al oír su nombre el guerrero abrió los ojos.

–Ahhh… -se quejó en un susurro.

–No te muevas, tranquilo -le dijo Tegid-. Aquí estamos para ayudarte.

–Han… desaparecido -murmuró Gorew con un hilillo de voz.

–¿Qué es lo que ha desaparecido? – lo animó Tegid.

–Las piedras… -respondió el guerrero-. Han desaparecido… las han robado.

–Ya lo sabemos, Gorew -repuse, y los ojos del guerrero parpadearon-. ¿Quién te ha hecho esto? – le pregunté-. ¿Quién te atacó?

–Yo, ahhh… vi a alguien… Pensé… -suspiró Gorew y cerró los ojos.

–El nombre, Gorew. Dinos su nombre. ¿Quién fue?

Pero era inútil; Gorew se había desmayado.

Pebin se había quedado como paralizado, con los ojos clavados en el guerrero herido; lo sacudí por el brazo y le ordené que nos ayudara a transportarlo. Lo llevamos a la cabaña de Tegid, donde nos aguardaban Cynan y Bran. Dentro, Sioned, una mujer con habilidades de curandera, se ocupaba de los heridos más graves. Sioned extendió un manto sobre la paja y depositamos a Gorew al lado de Cynfarch.

–Enseguida me ocuparé de él -nos dijo.

–¿Quién ha podido hacer una cosa así? – me preguntó Pebin al salir de la cabaña.

¿Quién?, me preguntaba yo mismo. Una veintena de muertos, algunos más que no sobrevivirían, el caer en ruinas y el robo de las Piedras Cantarinas. Nos habían infligido un daño considerable y además de forma brutal. Me juré apresar a los ladrones antes de que se pusiera el sol.

Llamé a Bran y a Cynan y les informé del robo.

–Los ladrones prendieron fuego al caer y aprovecharon la confusión para robar las Piedras Cantarinas. Gorew y los otros centinelas fueron atacados y dejados fuera de combate.

–¿El tesoro de Albión robado? – preguntó, atónito, Bran-. ¿Y los centinelas?

–Dos fueron asesinados; Gorew todavía vive. Quizá pueda decirnos algo.

Cynan entrecerró sus azules ojos amenazadoramente.

–Es hombre muerto quien haya hecho esto.

–Hasta que no tengamos una pista no sabremos cuántos están implicados.

–Tanto me da que sean uno o cien -musitó Cynan.

–Bran -dije encaminándome al palacio-, convoca a los guerreros. Comenzaremos la búsqueda inmediatamente.

El jefe de los Cuervos salió corriendo y Cynan y yo nos dirigimos al palacio. Al entrar en el patio, resonó el cuerno de batalla y a los pocos instantes comenzaron a acudir los Cuervos: Garanaw, Drustwn, Niall, Emyr, Alun. Scatha compareció también y poco después hizo su entrada Bran al frente de un puñado de guerreros. Todos nos reunimos en el frío hogar.

–Hemos sido atacados por el enemigo -les dije, y les expliqué el asalto sufrido durante el incendio-. Veinte personas han muerto, y algunas han resultado heridas de gravedad, entre ellas Cynfarch y Gorew. Las Piedras Cantarinas han sido robadas.

Tal revelación arrancó un espontáneo grito.

–Atraparemos a los culpables -prometí, y mi juramento fue coreado por una docena de voces-. La búsqueda comenzará inmediatamente.

Me volví hacia Bran Bresal, mi jefe de batalla, el líder de la Bandada de Cuervos.

–Prepara todo lo necesario para la marcha. Partiremos en cuanto los caballos estén ensillados.

Bran vaciló y dirigió una rápida mirada a Scatha; pero no pude descifrar la expresión de sus ojos.

–¿Qué pasa? – pregunté.

–Se hará como dices, señor -repuso Bran llevándose a la frente el dorso de la mano. Ordenó a los guerreros que lo siguieran y salieron a toda prisa del palacio para ponerse manos a la obra.

Cynan y Scatha se quedaron a solas conmigo.

–Lo siento, Cynan -dijo Scatha posando su mano en el brazo del príncipe.

–La deuda de sangre será pagada, Pen-y-Cat-repuso en tono firme Cynan-. No lo dudes -añadió con la voz quebrada por el dolor.

Luego, dirigiéndose a mí, Scatha me dijo:

–Me gustaría ayudarte en esta tarea, señor. Permíteme que me ponga al frente de los guerreros y capture a los ladrones.

–Te lo agradezco, Pen-y-Cat -repuse-, pero es una tarea que me corresponde a mí. Tú haces falta aquí. Tegid necesitará tu ayuda.

–Tu lugar también está aquí -insistió ella-. Es hora de que pienses en los que dependen de ti. Necesitas descansar -me sugirió con tozudez-. Quédate aquí y gobierna a tu pueblo.

Sus palabras no tenían sentido alguno para mí. La cólera me hervía en las venas y no estaba de humor para adivinanzas. Sólo veía con claridad meridiana una cosa: los hombres que habían cometido aquella fechoría tenían que ser capturados y juzgados.

–Un baño es lo único que necesito -gruñí-. El agua fría me resucitará.

Con el cuerpo dolorido, me dirigí a mi cabaña para bañarme y cambiarme de ropa antes de partir. Apestaba a humo y a sudor; tenía el cabello chamuscado y parecía que mis brecs y mis buskins habían sido atacados por ardientes polillas. Me detuve en la cabaña el tiempo justo de coger una muda, un pedazo de jabón de sebo y un trozo de lino que utilizaba como manopla. Me disponía a atravesar el patio cuando vi que Tegid salía de su cabaña y me acerqué a él.

–Gorew quizá se salve -me dijo el bardo-. Sabré algo más cuando se despierte.

–¿Y Cynfarch? – pregunté.

–La muerte es dura, pero puede que Cynfarch lo sea aún más -repuso Tegid-. La batalla se decidirá antes de que acabe el día.

–De todos modos, tengo el firme propósito de capturar a los ladrones y recuperar las piedras antes de mañana a esta misma hora.

–¿Estás pensando en ir personalmente tras ellos? – preguntó con intención.

–¡Naturalmente! Soy el rey. Es mi deber.

El bardo se puso tenso y abrió la boca para poner alguna objeción. Como no estaba dispuesto a escucharlo, se lo impedí.

–Ahórrate las palabras, Tegid. Voy a comandar personalmente a los guerreros; no hay más que hablar.

Me di la vuelta, atravesé el patio y la puerta y me dirigí al embarcadero. Al final del mismo, la base rocosa del crannog formaba un bajío en el que acostumbrábamos bañarnos. Pero en aquel momento no había nadie.

Me quité las ropas y me metí en el lago. El agua helada era como un bálsamo para mi quemado costado; me sumergí y floté un rato sólo con la frente y la nariz fuera del agua.

Mientras procedía a enjabonarme, el sol se fue levantando y empezó a despejar la niebla grisácea. Me lavé el pelo y me froté la piel con la manopla. Cuando me metí de nuevo en el agua para enjuagarme, me sentí como una serpiente que se libera de su vieja piel.

Me estaba sacudiendo el agua del pelo cuando llegó Goewyn.

–Scatha me ha contado lo sucedido -dijo.

Estaba de pie, en el embarcadero, con los brazos cruzados. Tenía la cara sucia de hollín y los cabellos cubiertos de ceniza. Su manto, antes tan blanco, estaba salpicado de quemaduras negras y marrones.

Casi salí del agua de un salto, porque hasta aquel momento en que la volvía a ver había olvidado por completo que era un hombre casado y que mi mujer me estaba esperando.

–Goewyn, lo siento mucho, olvidé que…

–Dice que tienes intención de marcharte -continuó en tono gélido-. Si te importa algo tu pueblo o lo que ha sucedido esta noche, no lo hagas.

–Debo hacerlo -insistí yo-. Soy el rey, es mi deber.

–Si eres el rey -dijo ella enfatizando las palabras-, quédate aquí y compórtate como tal. Gobierna a tu pueblo. Reconstruye tu fortaleza.

–¿Y qué hay de las Piedras Cantarinas? ¿Y de los ladrones?

–Envía a tu jefe de batalla y a tus guerreros para que te los traigan. Eso es lo que haría un verdadero rey.

–Es mi deber -repetí avanzando hacia ella.

–Estás en un error. Tu lugar está junto a tu pueblo. No deberías permitir que te vieran persiguiendo a esos… ¡a esos cynrhon! – exclamó utilizando un término raramente usado en Albión; nunca la había visto tan enfadada-. ¿Acaso no estás por encima de ellos?

–Desde luego, Goewyn, pero…

–Pues ¡demuéstralo entonces! – me gritó-. ¿Acaso esos ladrones son reyes puesto que es preciso que un rey les dé caza?

–No, pero… -comencé a decir pero me interrumpió sin contemplaciones.

–Escúchame con atención, Llew Mano de Plata: si permites que tus enemigos te impidan gobernar, significa que son más poderosos que tú… y

¡toda Albión lo sabrá!

–Goewyn, por favor. No lo entiendes.

–¿Que no? – preguntó ella, y sin aguardar mi respuesta continuó-. ¿Es que Bran no te serviría hasta su último aliento? ¿Es que Cynan no movería montañas si se lo pidieras? ¿Es que los Cuervos no conseguirían el sol y las estrellas para complacerte?

–Escúchame tú…, si soy rey es gracias a las Piedras Cantarinas.

–Tú no eres un rey cualquiera. ¡Eres el Aird Righ! Eres Albión. Por eso no puedes marcharte.

–Goewyn, por favor, sé razonable.

Debía de ofrecer un triste espectáculo, con el agua hasta el ombligo, temblando y chorreando, porque Goewyn pareció ablandarse un poco.

–No te comportes como un hombre sin rango y sin poder -me dijo, y yo comencé a entender su lógica-. Si eres rey, amor mío, condúcete como un verdadero rey. Demuestra tu autoridad y tu poder. Demuestra tu sabiduría: envía a Bran y a la Bandada de Cuervos. Envía a Cynan. Envía a Calbha y a Scatha y a un centenar de guerreros. ¡Envía a todos cuantos quieras! Pero no vayas tú. No te conviertas en lo que quieres destruir.

–Hablas como Tegid -repuse, intentando con torpeza suavizar la tensión. Era absurdo que nos enfadáramos.

–Deberías prestar oídos a tu sabio bardo -replicó ella con energía-. Te está dando sin duda un buen consejo.

Goewyn seguía con los brazos cruzados sobre el pecho mirándome con implacables ojos y aguardando mi respuesta. Yo sabía muy bien que estaba vencido. Ella tenía razón: un verdadero rey jamás arriesgaría el honor de su soberanía persiguiendo por su reino a criminales.

–Señora, aquí me tienes apabullado por tu reprimenda -dije tendiéndole las manos-. Y temblando, además, de frío. Está bien, seguiré tu consejo, pero déjame salir del agua antes de que me muera de frío.

–Lejos de mi intención impedírtelo -repuso ella sonriendo ligeramente.

–Muy bien.

Avancé otro paso y salí del agua. Ella se inclinó, cogió el manto y lo sostuvo en alto. Me di la vuelta y me lo colocó sobre los hombros. Sus manos resbalaron por mi espalda y me abrazaron por la cintura. Me volví y la abracé estrechamente.

–Te voy a mojar -murmuré.

–Yo también necesito un baño -repuso, y cayendo en la cuenta de la verdad de su aseveración me apartó de un empujón y me mantuvo a distancia.

–Yo ya me he bañado -protesté.

–Pero yo no -dijo alejándose.

–Espera…

–Vuelve a casa, esposo mío -me gritó-, pero dile antes a Tegid que te quedas en Dinas Dwr y envía a la Bandada de Cuervos a cumplir tu voluntad.

–Goewyn, espera, voy contigo…

–Te estaré esperando -dijo desapareciendo por la puerta.

Me puse los breecs, deslicé los brazos en las mangas del siarc, me calcé los buskins y corrí a la cabaña de Tegid para informarle del cambio de planes.

6

CYNAN DOS TORQUES

–¿Llamé a Tegid que salió al momento de su cabaña; parecía encorvado y viejo. Tenía los oscuros cabellos grises de ceniza, la cara muy pálida y los ojos enrojecidos por el humo y el cansancio. Debía de estar muy fatigado. Me sentí culpable por haber ido a tomar un baño mientras los demás trabajaban duramente.

–Sabio bardo -le dije-, he cambiado de opinión. Me quedo en Dinas Dwr. Enviaré a Bran y a la Bandada de Cuervos a capturar a los ladrones y recuperar las Piedras Cantarinas.

–Una prudente decisión, señor -dijo Tegid asintiendo con discreta satisfacción.

–Sí, eso me dije.

Emyr Lydaw acudió en ese momento para comunicarme que los guerreros estaban preparados.

–Reuníos en el embarcadero -le ordené-. Tegid y yo acudiremos allí.

–Ven -le dije a Tegid cogiéndolo por el brazo y conduciéndolo a palacio- comeremos algo antes. Nadie debe ver a un rey y a su bardo desmayándose de hambre.

Tegid se mostró de acuerdo con esa opinión, que demostraba que estaba empezando a pensar como un rey. Comimos una rebanada de pan y bebimos unos tragos del aguamiel que había sobrado del banquete de bodas. Recuperadas las fuerzas, nos dirigimos al embarcadero.

Los Cuervos, chamuscados y sucios por el arduo trabajo de la noche, estaban acabando de cargar las provisiones en los botes. Cynan, un tanto apartado, con sendas lanzas en las manos, contemplaba fijamente el agua. Alun y Drustwn me saludaron al verme. Bran dejó lo que estaba haciendo y me dijo:

–Todo está dispuesto, señor. Aguardamos tus órdenes.

–Me necesitan aquí; no voy a acompañaros. Y tampoco vosotros necesitáis de mi ayuda para capturar a esos criminales -le expliqué-. Te encargo que lleves a cabo esta misión con celeridad y regreses enseguida.

Bran, obviamente satisfecho ante el cambio de planes, repuso:

–Se hará como ordenas, señor.

Cynan, con la mandíbula apretada y el ceño fruncido, se limitó a mirar sin decir nada en dirección a la playa, al otro lado del lago, donde aguardaban Niall y Garanaw con los caballos.

–¡Feliz cacería, hermano! – le deseé.

El príncipe asintió con gesto brusco y saltó a uno de los botes. Los demás lo imitaron y las barcas se alejaron de la orilla. Pero, apenas los remeros habían empezado a bogar, apareció Sioned en la puerta.

–¡Penderwydd! – gritó y echó a correr hacia Tegid.

–¿Qué sucede, Sioned? – preguntó el bardo saliendo a su encuentro con sus ojos grises velados de preocupación.

–Ha muerto -contestó ella-. El rey Cynfarch ha muerto, penderwydd. Eleri está con él. Sencillamente ha dejado de respirar; eso ha sido todo.

Tegid echó a correr, pero apenas hubo dado tres pasos se detuvo y miró por encima del hombro los botes que se alejaban. Abrió la boca para decir algo, pero yo me adelanté.

–Ve -le dije-. Yo llamaré a Cynan.

Mientras el Bardo Supremo corría hacia la puerta, yo ordené a gritos a los botes que regresaran.

–Cynan -dije cuando estuvieron lo suficientemente cerca para oír mis palabras-, se trata de tu padre.

El príncipe vio a Tegid y a Sioned corriendo y supuso lo peor.

–¿Ha muerto mi padre?

–Sí, hermano. Lo siento en el alma.

Al oírme, Cynan se puso en pie con tal brusquedad que casi volcó el bote. En cuanto los remeros acercaron la barca a la orilla, saltó a tierra y echó a correr hacia la puerta.

Lo detuve cuando pasaba junto a mí.

–Cynan, voy a ordenar que los Cuervos se vayan sin ti.

El rostro del príncipe se ensombreció, pero yo me mantuve firme.

–Sé muy bien cómo te sientes, hermano, pero harás mucha falta aquí. Tu pueblo se ha quedado sin rey. Tu lugar está junto a ellos.

Desvió la vista, luchando consigo mismo.

–Deja que se vayan -le urgí-. A Bran le corresponde servirme. A nosotros quedarnos aquí.

Cynan me miró y luego miró el bote. Sin pronunciar una palabra, se dio la vuelta y salió corriendo.

Desde el bote, Bran gritó:

–¿Tenemos que esperarlo, señor?

–No, Bran -respondí indicando al jefe de los Cuervos que se marchara-. Cynan no irá hoy con vosotros.

Contemplé cómo las barcas alcanzaban la otra orilla y los caballos eran desembarcados. Los Cuervos montaron; Bran alzó su lanza y los guerreros se pusieron en marcha siguiendo la orilla del lago. Levanté mi mano de plata en señal de saludo y la mantuve en alto hasta que se perdieron de vista. Luego me di la vuelta y me encaminé a palacio. En el fondo de mi corazón me alegraba de no ir con ellos. Estaba muerto de cansancio y lo único que anhelaba era dormir.

Pero me dirigí a la cabaña de Tegid donde Cynan estaba velando el cadáver de su padre.

–No se puede hacer nada, por desgracia -me comentó Tegid-. Necesitas descansar, Llew. Hazlo mientras te sea posible. Te llamaré si te necesito.

Me resistía a marcharme, pero el bardo puso con firmeza su mano en mi hombro, me obligó a darme la vuelta y me hizo salir de la cabaña. Miré mi cabaña, al otro lado del patio, y entonces recordé que ahora tenía otro hogar. Me alejé en dirección a la casa preparada para mí y para Goewyn. Me parecía que había pasado un siglo desde nuestra noche de bodas.

Goewyn me estaba aguardando. Se había bañado y se había puesto una túnica blanca. Tenía el cabello suelto, todavía húmedo del baño. Estaba sentada en el lecho y se desenredaba el pelo con un peine de anchas púas de madera. Cuando entré, sonrió, se levantó y me dio la bienvenida con un beso. Luego, tomando entre las suyas mi mano de plata, me llevó hasta el lecho, me despojó del manto y me hizo reclinarme sobre los mullidos vellones. Se acostó a mi lado. Yo la abracé y me quedé profundamente dormido.

Me desperté sobresaltado. La cabaña estaba en tinieblas y el caer en silencio. La pálida luz de la luna se colaba por la piel de buey de la puerta. Al moverme desperté a Goewyn, que se apresuró a posar su cálida mano en mi nuca.

–Es de noche -murmuró-. Acuéstate de nuevo y vuelve a dormirte.

–Pero ya no estoy cansado -le dije apoyándome en el codo.

–Ni yo -repuso-. ¿Tienes hambre?

–Un hambre de lobo.

–Hay un poco de pan de bodas y aguamiel.

–Magnífico.

Se levantó y se acercó a la pequeña chimenea que había en el centro de la cabaña. La contemplé mientras ella, de rodillas, se afanaba en su trabajo, grácil como un fantasma a la pálida luz de la luna. En pocos instantes brotó una llama amarilla, el fuego prendió en la chimenea y nuestra glorieta quedó bañada por el amarillento resplandor. Goewyn sacó entonces el aguamiel, una copa y dos hogazas pequeñas de banys bara.

Se sentó de nuevo en el lecho, cortó un pedazo de pan y me lo ofreció. Yo corté otro y se lo ofrecí a mi vez. Comimos la primera hogaza y luego la segunda; después destapamos el pellejo de aguamiel y saboreamos acostados su dulzura y su calor, compartiendo el dorado néctar mezclado con besos cada vez más apasionados.

No pude esperar más. Dejé a un lado el pellejo de aguamiel, y la atraje hacia mí. Ella, cálida y tierna, se abandonó entre mis brazos y nos entregamos al hermoso deleite de nuestros cuerpos.

Consciente de que mi mano de metal podía resultarle desagradable, procuré no tocarla con ella, pero no era tarea fácil, porque me moría por acariciar sus cabellos y su piel. Sin embargo, Goewyn se apresuró a desterrar mis temores.

Se arrodilló junto a mí, se entreabrió la túnica y me cogió la mano de plata entre las suyas.

–Forma parte de ti -me dijo con voz suave y acariciadora-, así que también tendrá que formar parte de mí -y posó la mano de metal entre sus pechos.

La ternura de aquel gesto colmó mi pasión y me abandoné a ella. Goewyn era mi universo y mi vida.

Poco después, escanciamos aguamiel en la copa de oro y bebimos en el lecho. Nuestra noche de bodas, aunque interrumpida, era finalmente lo que habíamos esperado que fuera.

–Me parece como si no hubiera estado realmente vivo hasta ahora -le dije.

Sonriendo deliciosamente, Goewyn se llevó la copa a los labios.

–No vayas a creer que la noche ya ha terminado -me susurró.

Hicimos de nuevo el amor con pasión, pero sin la premura de antes; esta vez disfrutamos del placer con lento deleite. Hacia el alba nos quedamos dormidos estrechamente abrazados. Pero no recuerdo el momento en que cerré los ojos; sólo recuerdo a Goewyn, su dulce aliento en mi pecho y el calor de su cuerpo junto al mío.

Aquella noche fue sólo un breve paréntesis de respiro antes de las preocupaciones y problemas del día que siguió. Sin embargo, a la mañana siguiente me levanté con ánimo invencible, dispuesto a enfrentar lo que me deparara el futuro. Había mucho que hacer y anhelaba ponerme manos a la obra.

En el palacio encontré a Tegid acompañado de un Cynan muy taciturno; estaban comiendo y discutían los detalles del funeral de Cynfarch. Habían decidido que el príncipe regresaría con su pueblo a Dun Cruach para enterrar allí al rey. Debían ponerse en marcha sin más dilaciones.

–Me habría gustado que las cosas fueran de otro modo -me dijo Cynan con los ojos enrojecidos y la voz ronca-. Me habría gustado ayudarte a reconstruir el caer.

–Ya lo sé, hermano -repuse-. Pero disponemos de suficientes manos. A mí me gustaría acompañarte.

Luego hablamos del aprovisionamiento para el viaje. A causa del fuego y de la sequía de los últimos tiempos, nuestras reservas no eran muchas. Pero quería que se llevara víveres no sólo para el viaje, sino también para una larga temporada.

El rey Calbha, que también pensaba volver a sus posesiones en un plazo corto, supervisó el cargamento de los carros de los galanaes. Al cabo de un rato, entró en palacio y anunció que todo estaba listo; nos levantamos de mala gana y salimos tras él.

–Te enviaré noticias en cuanto hayamos atrapado a los ladrones -le prometí a Cynan una vez en el patio.

–Hasta ese día -repuso Cynan con gesto grave- no beberé cerveza ni aguamiel y no se encenderá fuego alguno en el hogar del rey. Dun Cruach permanecerá en la más absoluta oscuridad.

Algunos galanaes que estaban cerca oyeron el juramento de Cynan y se acercaron.

–Deberíamos tener un rey que nos condujera a casa -dijeron-. No es justo que regresemos a la patria sin rey.

Tegid, al oír tal súplica, se cubrió la cabeza con un pliegue del manto y dijo:

–Vuestra súplica os honra. ¿Hay entre vosotros un hombre digno de ser rey?

–Sí, penderwydd-contestaron los galanaes.

–Decidme su nombre y traedlo ante mi presencia.

–Está junto a ti, penderwydd -repusieron ellos-. No es otro que Cynan Machae.

Tegid se volvió y posó una mano en el hombro de Cynan.

–¿Hay algo que te impida subir al trono de tu padre? – dijo.

Cynan se pasó los dedos por la espesa cabellera pelirroja y meditó unos instantes.

–Nada que yo sepa -respondió al fin.

–Tu pueblo te ha elegido -dijo Tegid-, y no creo que pudieran haber hecho una elección mejor. Como Bardo Supremo de Albión, estoy dispuesto a confiarte la dignidad real ahora mismo, si quieres aceptarla.

–La aceptaré con sumo agrado -repuso el príncipe.

–Habría que establecer tu reinado con una ceremonia apropiada explicó Tegid-, pero dada la urgencia del viaje te proclamaremos rey ahora mismo.

En efecto, sin más ceremonial, Cynan fue proclamado rey en presencia de Scatha, Goewyn, Calbha y todos los galanaes que se congregaron a nuestro alrededor al oír las palabras de Tegid. La ceremonia fue rápida y sencilla, con una única interrupción: cuando Tegid se dispuso a quitarle a Cynan la torque que lucía y reemplazarla por la que había ostentado Cynfarch.

–La torque de oro es el símbolo de tu soberanía -le dijo el bardo-. Por ella todos te reconocerán como rey y te servirán con respeto y honor.

Cynan asintió, pero no estaba dispuesto a desprenderse de su torque de plata.

–Ponme la torque de oro si es tu deseo, pero no quiero quitarme la que me regaló mi padre.

–Llévala siempre…, y ésta también.

Con estas palabras el bardo deslizó la torque de oro alrededor del cuello de Cynan y alzando la mano por encima de su cabeza exclamó:

–Te proclamo rey de los galanaes de Caledon. ¡Salve, Cynan Dos Torques!

Todos se echaron a reír, incluso Cynan, que desde entonces ostentaría su nuevo nombre tan orgullosamente como sus dos torques.

Yo me adelanté a abrazarlo y también Scatha y Goewyn. Luego llegó el momento del adiós. Cynan estaba ansioso por regresar al sur para enterrar a su padre y comenzar su reinado. Cruzamos la llanura y le acompañamos a caballo hasta Druim Vran, donde aguardamos sobre el risco para ver pasar la comitiva de los galanaes. Cuando el último carro hubo coronado el risco y emprendido el lento descenso, Cynan se volvió hacia mí.

–Todavía no me he marchado y ya lo lamento. Desde luego, la responsabilidad de un rey es una pesada carga -me dijo suspirando.

–Sin embargo, me parece que sobrevivirás.

–Tú lo tienes más fácil -repuso-, pero yo no tengo a mi lado una bella esposa y debo soportar la carga yo solo.

–Me casaría contigo con gusto, Cynan -apostilló amablemente Goewyn-, pero ya lo he hecho con Llew. Sin embargo, creo que no estarás mucho tiempo sin novia. No hay duda de que un rey con dos torques es un marido muy deseable.

Cynan puso los ojos en blanco.

–¡Vaya! No hace ni un día siquiera que soy rey y ya me encuentro con hembras ansiosas de quitarme mi tesoro.

–Hermano -le dije-, considérate afortunado si encuentras una mujer dispuesta a casarse contigo a cualquier precio. Vale la pena entregar no una torque, sino diez por una esposa.

–No dudo de que estás en lo cierto -admitió Cynan-, pero hasta que no encuentre una esposa tan valiosa como la tuya, conservaré mi tesoro.

Goewyn se inclinó y lo besó en la mejilla. Le dijimos adiós y nos quedamos mirándolo mientras descendía hacia el valle, y se ponía al frente de su pueblo. Durante el camino de regreso al lago, Goewyn iba silenciosa a mi lado.

–Cásate conmigo, Goewyn -le dije.

Ella se echó a reír.

–Pero si ya estamos casados, amado mío.

–Quiero oírtelo decir otra vez.

–Entonces, escúchame bien, Llew Mano de Plata -dijo ella irguiéndose en la silla y alzando la cabeza con gesto orgulloso-. Me casaré contigo hoy, y mañana, y todos los días de mi vida.

7

EL REGRESO DE LOS CUERVOS

Las obras de reconstrucción de Dinas Dwr empezaron enseguida con enérgica eficacia. La gente parecía especialmente ansiosa por eliminar todo rastro del incendio. La gente, mi gente, mi variopinto clan formado por distintas tribus, parentelas, guerreros, granjeros, artesanos, familias, viudas, huérfanos, refugiados, se afanaron sin descanso en reparar los daños del crannog y devolverle el aspecto de antes. Trabajando con ellos, comprendí que Dinas Dwr era para ellos algo más que un refugio; se había convertido en su hogar. Se habían roto y se estaban rompiendo antiguos lazos y ataduras y se estaba forjando un reino nuevo: mientras luchábamos y sudábamos hombro con hombro nos estábamos convirtiendo en un verdadero pueblo, en un clan distinto a cualquiera de las tribus de Albión.

La vida en el crannog, tan cruelmente atacada por el incendio y por la destrucción del Salvaje Sabueso, comenzaba poco a poco a recobrar su ritmo perdido. Tegid reunió a sus mabinogi y reanudó las diarias lecciones sobre las tradiciones bárdicas. Scatha adiestraba a sus pupilos y en el campo de prácticas resonaban otra vez los gritos de los jóvenes guerreros y el estrépito de las espadas de madera sobre los escudos de cuero. Los granjeros se afanaban en sus desolados sembrados con la esperanza de salvar una parte de la cosecha, ahora que había cesado la sequía. Vaqueros y pastores se dedicaban a reabastecer sus existencias al tiempo que los prados comenzaban a verdear otra vez.

Mientras supervisaba las obras de reconstrucción, me parecía que todos y cada uno de mis súbditos habían decidido olvidar el reciente desastre cuanto antes, y liberarse de los terribles recuerdos afanándose en hacer de Dinas Dwr el paraíso del norte. Pero las heridas eran profundas y, pese a la gran tenacidad de mi gente, pasaría mucho tiempo antes deque Albión estuviera totalmente curada. Ésa era la razón, me decía a mí mismo, por la que debía quedarme: para ver la tierra renovada y el pueblo redimido. Sí, había empezado el proceso de curación; por primera vez en años, hombres y mujeres podían encararse al futuro sin miedo ni desesperación.

Así, cuando la Bandada de Cuervos regresó con un prisionero, algunos días después de su partida, todos lo consideramos una favorable señal.

–¡Ya veis! – se decían los hombres unos a otros-. ¡Nadie puede prevalecer contra Mano de Plata! Todos sus enemigos son vencidos tarde o temprano.

Dispensamos una calurosa acogida a los Cuervos y vitoreamos el éxito de su misión. Con ellos traían un único prisionero, de aspecto lúgubre y hosco, con las manos atadas a la espalda y el manto sobre la cabeza y los hombros.

–¡Salud y felicitaciones, Bandada de Cuervos! – les grité en cuanto el bote tocó la orilla.

Un considerable número de personas había salido del caer para recibirlos y se había esparcido por la orilla mientras los Cuervos desembarcaban.

–Veo que habéis tenido una buena cacería.

–Una cacería rápida y una hermosa pieza -asintió Bran lacónicamente-. Pero no sin ciertos sacrificios, como te contará enseguida Niall.

–¿Qué ha pasado? – pregunté, y al mirar a Niall vi que bajo el manto llevaba un vendaje empapado en sangre.

El Cuervo herido disipó mi alarma con un vago gesto, aunque tan leve movimiento dibujó en su rostro una mueca de dolor.

–Me dejé llevar por el entusiasmo, señor -repuso Niall con los dientes apretados-. No volverá a suceder, te lo aseguro. Sin embargo, tuve suerte; el golpe de espada me sorprendió cuando caía. Pudo haber sido mucho peor.

–Su cabeza habría podido hacer compañía a su cuello -me informó Alun Tringad-, aunque no sé si eso hubiera podido ser mejor o peor.

Su comentario suscitó risas entre la pequeña concurrencia que había acudido a celebrar el éxito de los Cuervos y a conocer la identidad del malhechor que habían capturado.

–Un prisionero muy desagradable -comentó Bran-. Eligió la muerte y estaba decidido a arrastrarnos con él.

–Lo cogimos por sorpresa -terció Drustwn-, de otro modo hubiera dejado fuera de combate a dos o más de los nuestros.

Entonces me di cuenta de que Drustwn y Emyr también habían resultado heridos: Drustwn llevaba el brazo en cabestrillo y la pierna de Emyr estaba vendada por encima de la rodilla. Cuando me interesé por sus heridas, Drustwn me aseguró que sanarían antes de que lo hiciera el orgullo del prisionero, que había resultado seriamente dañado.

–Lo habríamos pasado mal si no llega a resbalar con la hierba húmeda y caerse de cabeza -añadió Garanaw, que imitó con un gesto lo sucedido suscitando la carcajada de los reunidos.

No era una risa de felicidad, sino más bien de alivio, y además para humillar aún más al cautivo, pues nadie había olvidado el daño infligido.

–Me alegro de que ninguno de vosotros haya resultado herido de consideración -les dije-. No olvidaremos vuestro sacrificio. Todos vosotros -añadí extendiendo mi mano de plata hacia ellos- os habéis ganado una generosa recompensa y la más profunda estima en el corazón de vuestro rey.

Bran se declaró satisfecho con la última pero Alun reconoció que también sería bienvenida la primera. El prisionero, que había mantenido hasta entonces un hosco silencio, pareció volver a la vida; se revolvió en la silla y aulló desafiante:

–¡Soltadme, hijos de perra! ¡Veréis cómo os doy vuestro merecido en una lucha cara a cara!

Al oírlo se me heló el corazón; no por lo que había dicho, sino por su voz. Conocía muy bien a aquel hombre.

–¡Bajadlo! – ordené-. Y quitadle el manto. Quiero ver su cara.

Los Cuervos desmontaron sin consideraciones al prisionero y lo obligaron a arrodillarse ante mí. Bran le desató el manto y se lo quitó, y yo enseguida reconocí un rostro que hubiera deseado no volver a ver jamás.

Paladyr no había cambiado desde la última vez que lo vi: la noche en que había clavado su cuchillo en el corazón de Meldryn Mawr. En realidad, lo había vuelto a ver unos instantes en lo alto del acantilado de Ynys Sci, cuando había precipitado a la muerte a Gwenllian; pero entonces apenas lo había entrevisto. Al observarlo ahora, volví a admirarme de su corpulencia. Sus poderosos miembros, sus musculosos hombros parecían tallados del tronco de un roble. Incluso hombres como Bran, Drustwn y Alun Tringad parecían alfeñiques al lado del otrora paladín de Prydain.

Desde luego, no se había rendido sin lucha y los Cuervos no habían tenido con él demasiados miramientos: tenía una fea brecha rojiza sobre una sien, la nariz hinchada y el labio inferior partido. Pero mostraba la misma arrogancia y el mismo aire desafiante de siempre.

–Ve a buscar a Tegid -ordené al hombre que estaba más cerca de mí, pues no deseaba dar la espalda a Paladyr.

–Ahí viene el Bardo Supremo, señor -contestó el hombre.

Me volví y vi que Tegid y Calbha acudían corriendo. Al ver a Paladyr arrodillado ante mí se detuvieron en seco.

Tegid contempló con ceñuda satisfacción al desafiante prisionero. Al ver al Bardo Supremo de Albión, Paladyr cerró la boca y una malévola expresión se dibujó en sus siniestros ojos.

Tegid se dirigió a Bran.

–¿Estaban en su poder las Piedras Cantarinas?

–Sí, penderwydd -replicó Bran, e hizo un gesto a Drustwn que descolgó de su silla una bolsa de cuero y nos la trajo.

–Lo cogimos con ellas encima -explicó Garanaw-. Nos llena de orgullo devolverlas al lugar que les corresponde en Dinas Dwr.

Abrió un instante el cofre para mostrar que las pálidas piedras estaban dentro, y se lo entregó a Tegid.

–¿Estaba solo? ¿No encontrasteis a nadie con él? – preguntó el rey Calbha.

Observé atentamente la expresión de Paladyr, pero su rostro parecía esculpido en piedra, sin mostrar el menor parpadeo o la menor señal de que lo que se estaba hablando le incumbiera.

–No, señor -respondió el jefe de los Cuervos-. Registramos la zona y estudiamos muy bien el rastro. No encontramos la menor señal de que alguien lo acompañara.

Me dirigí a algunos de los hombres reunidos y les ordené:

–Construid un cobertizo, aquí, en la orilla, para encerrar al prisionero, porque no voy a consentir que vuelva a poner los pies en el crannog.

Luego le dije a Calbha:

–Envía a tu jinete más rápido a Dun Cruach. Que le diga a Cynan que hemos capturado al responsable de la muerte de su padre y que aguardamos su llegada para juzgarlo.

–Enseguida, Mano de Plata -repuso el rey de los cruinos-. No debe de estar a muchos días de camino; lo alcanzaremos antes de que llegue a Dun Cruach.

Calbha llamó a uno de sus hombres y los dos se pusieron en marcha al momento.

–¿Qué vas a hacer con las Piedras Cantarinas? – me preguntó Tegid alzando la bolsa de cuero.

–Se me ha ocurrido un lugar seguro para guardarlas -contesté golpeando con un dedo la bolsa-. No volverán a robarlas.

Dejamos al prisionero al cuidado de un grupo de guerreros y Tegid, los Cuervos y yo regresamos a palacio, donde señalé con un gesto la chimenea, en el centro del salón.

–Levantad la losa del hogar -dije- y colocad debajo las Piedras Cantarinas. Nadie podrá llevárselas sin alertar a todo el crannog.

–Buena idea, señor -asintió Bran.

Trajeron herramientas y tras un tremendo esfuerzo fue levantada la losa del hogar y se construyó debajo un agujero; pusimos las piedras en él y volvimos a colocar la losa.

–¡Que todos vosotros seáis testigos! – declaró con voz solemne Tegid-. Ahora Dinas Dwr se levanta sobre una sacrosanta piedra angular.

Despedí a los Cuervos para que descansaran e hice llamar a palacio a Scatha y Goewyn para ponerlas al corriente de que el ladrón responsable de la muerte de Cynfarch, del robo de las piedras y del incendio del caer había sido capturado.

–Es Paladyr -añadí.

Un débil gemido escapó de los labios de Goewyn; el rostro de Scatha se ensombreció.

–¿Dónde está?

–Tenía en su poder las Piedras Cantarinas. No hay duda alguna de su culpabilidad.

–¿Dónde está? – repitió ella, emitiendo en cada palabra un latigazo de gélido odio.

–Lo hemos encerrado en un cobertizo junto a la orilla -respondí-. Será vigilado día y noche hasta que decidamos lo que debemos hacer con él.

Scatha se dio la vuelta.

–¡Scatha, espera! – grité, pero ella no se detuvo.

Cuando le di alcance, Scatha había llegado ya junto al cobertizo y estaba ordenando a los guardias que abrieran la puerta y la dejaran entrar. Al verme, los centinelas mostraron un evidente alivio.

–Vámonos, Pen-y-Cat -le dije-. No tienes nada que hacer aquí.

–¡Mató a mis hijas! ¡La deuda de sangre debe ser saldada! – exclamó, mirándome, dispuesta a reclamar la deuda sin más dilaciones.

–No se escapará -la calmé-. Dejémoslo así por ahora, Pen-y-Cat He enviado un mensaje a Cynan y celebraremos el juicio tan pronto como llegue.

–Quiero ver a esa maldita bestia que asesinó a mis hijas -insistió ella. Quiero ver su cara.

–La verás -prometí-. Pronto…, pero espera un poco. Por favor, Scatha, escúchame. No podemos hacer nada hasta que llegue Cynan.

–Quiero verlo.

La súplica desesperada de su voz pudo más que mis recelos.

–Muy bien -dije indicando a los guardias que abrieran la puerta-. Sacadlo.

Paladyr salió arrastrando los pies. Le habían atado las manos y gruesas cadenas pendían de sus pies. Parecía menos insolente que antes y nos miró con aire cauteloso.

Rápido como el coletazo de un gato, el cuchillo de Scatha saltó a su garganta.

–Nada me proporcionaría más placer que degollarte como a un cerdo dijo arañándole el cuello con el cuchillo.

La punta dibujó un tenue trazo de sangre en la piel.

Paladyr se estremeció pero no emitió sonido alguno.

–¡Scatha! ¡No! – dije apartándola de él-. Ya lo has visto. Déjalo ya. Por favor.

La boca de Paladyr se torció en una burlona mueca. Scatha vio la sarcástica sonrisa, se le abalanzó y le escupió a la cara. Paladyr se inflamó de cólera y pensé que iba a golpearla, pero el otrora paladín de Prydain se contuvo. Temblando de rabia, tragó saliva y le dirigió una mirada asesina.

–Lleváoslo -ordené a los guardianes y volviéndome hacia Scatha la vi alejarse con la cabeza erguida y los ojos llenos de lágrimas.

A la llegada de Cynan, pocos días después, convoqué el primer llys de mi reinado para juzgar al asesino. Impartir justicia era la tarea principal de un rey, y nadie merecía más ser juzgado que Paladyr. El veredicto era indiscutible: la muerte.

Mi asiento fue colocado en la cabecera del salón, es decir, al oeste. Tocado con la torque de Meldryn Mawr y con la corona de hojas de roble del Soberano Rey, avancé hacia el trono y tomé asiento. Goewyn y Tegid ocuparon sus puestos: la reina, de pie a mi izquierda con su mano posada en mi hombro; Tegid a mi derecha.

Cuando todos estuvieron reunidos sonó el carynx y el penderwydd de Albión avanzó unos pasos. Se cubrió la cabeza con un pliegue del manto y alzando la vara la sostuvo en alto.

–¡Pueblo de Dinas Dwr -exclamó enérgicamente-, oíd la voz de la sabiduría! En el día de hoy el rey se dispone a impartir justicia. Su palabra es ley, y su ley justicia. Oídme bien: no hay más justicia que la palabra del rey.

Tras golpear tres veces el suelo con su vara, volvió a ocupar su lugar junto a mí.

–¡Traed al prisionero! – ordenó.

La multitud abrió paso a seis guerreros que escoltaban a Paladyr. Si el cautiverio lo había amansado en algo, no lo demostraba en modo alguno. El otrora paladín de Prydain se mostraba tan altivo como siempre: sonreía con aire satisfecho, mantenía la cabeza muy erguida y ni siquiera pestañeaba. Era obvio que la cautividad no había domado su insolencia. Avanzó hasta el trono y se detuvo con las piernas separadas y una mueca burlona en su boca.

Cuando Bran vio la insolencia con que el prisionero me miraba, lo obligó a arrodillarse propinándole varios golpes de espada en las rodillas. Tampoco así logró doblegar el altivo porte del prisionero, que siguió mirándome con una extraña y desdeñosa expresión, que yo interpreté como una forma de autoinfundirse valor.

En el salón reinaba un silencio mortal. Todos los presentes, hombres y mujeres, sabían muy bien lo que Paladyr había hecho y no pocos anhelaban con pasión ver saldada la deuda de sangre. Tegid miró al prisionero fríamente, empuñando la vara como un guerrero empuñaría la espada.

–Compareces ante el tribunal de justicia de Llew Mano de Plata, Aird Righ de Albión -dijo con una autoridad que restalló como un latigazo-. Hoy caerá sobre ti el peso de la justicia, que durante tanto tiempo has eludido.

Al oír que Tegid utilizaba el término de Soberano Rey, Paladyr nos dirigió una rápida mirada, primero al bardo, luego a mí; me pareció que en los ojos del en otro tiempo paladín de Prydain aparecía por primera vez un destello de algo parecido al miedo. ¿O era otra cosa?

El Bardo Supremo, actuando en mi nombre, continuó con voz grave y firme:

–¿Quién tiene alguna acusación contra este hombre?

Algunas mujeres, las madres de los niños asfixiados, gritaron al unísono, y otras, las viudas de los guerreros muertos, sumaron sus voces al coro acusador.

–¡Asesino! – gritaban unas-. ¡Yo lo acuso! ¡Mató a mi hijo!

–¡Mató a mi marido! – añadían otras.

Tegid dejó que los gritos se prolongaran un rato y luego impuso silencio.

–Hemos escuchado vuestras acusaciones -dijo- ¿Alguien más lo acusa?

Scatha, con voz fría y cortante como la espada que pendía en su costado, dio un paso al frente.

–Yo lo acuso de la muerte de mi hija Gwenllian, banfáith de Ynys Sci. Yo lo acuso de la muerte de mi hija Govan, gwyddon de Ynis Sci.

Pronunció estas palabras con gélida claridad e impresionante dignidad, e intuí que se las había repetido incontables veces, esperando que llegara aquel día.

Luego habló Bran Bresal avanzando junto a Scatha.

–Yo lo acuso de robar el Tesoro de Albión y de matar a los hombres que lo custodiaban.

Dando un paso al frente, Cynan exclamó:

–Yo lo acuso de haber originado el incendio que arrebató la vida a mi padre y a otros inocentes, hombres, mujeres y niños.

Su voz cortaba como un cuchillo y la atmósfera se cargó de reprimida cólera; sus palabras levantaron un tenso murmullo y Tegid esperó unos instantes a que cesara. Luego impuso de nuevo silencio.

–Hemos oído vuestras acusaciones. Por tercera y última vez: ¿alguien más lo acusa?

Como nadie más hizo amago de responder, me puse en pie. No sabía si era propio de un rey hablar de aquel modo, pero no me importó. Tenía acusaciones mucho más graves que las de los demás y deseaba que fueran oídas.

–Yo también lo acuso -dije señalando con el dedo el rostro de Paladyr. Estoy convencido de que tú, con la ayuda de otros que ya están muertos, buscaste y mataste al Phantarch, con lo cual desataste la destrucción de Prydain.

Mi revelación levantó un tenebroso y amenazador murmullo entre la abarrotada concurrencia.

–Sin embargo -continué-, como no tengo pruebas de tu participación en tan aborrecible crimen, no puedo acusarte.

Alcé mi mano de plata y lo señalé con el dedo.

–Pero con mis propios ojos vi cómo matabas a Meldryn Mawr, que ostentaba la soberanía antes que yo. Con simulado arrepentimiento arrebataste la vida del Soberano Rey. Por tal acción te acuso de traición y muerte.

Me senté de nuevo. Tegid alzó despacio por tres veces su vara.

–Acabamos de oír graves acusaciones contra ti, Paladyr. Acabamos de oír que con tus propias manos mataste a nuestro rey, a Meldryn Mawr. Acabamos de oír que asesinaste a Gwenllian, la banfáith de Ynys Sci, y violaste el ancestral geas de protección a que tenían derecho todos cuantos se refugiaban en aquel reino. Tramaste robar el Tesoro de Albión, utilizando las llamas para ocultar tu crimen, llamas que causaron la muerte a una veintena de personas, hombres, mujeres y niños. Para hacerte con el tesoro mataste a los centinelas que lo custodiaban y con sigilo te lo llevaste de Dinas Dwr.

El Bardo Supremo continuó hablando, con una voz hiriente como un latigazo que resonaba en el techo de troncos.

–Una y otra vez has traicionado a tu pueblo y has pagado lealtad con alevosía: has traicionado a los que habías jurado proteger con tu vida. Buscaste premeditadamente ganancias al servicio de un falso rey; vendiste tu honor por promesas de riqueza y rango, y concentraste tu fuerza al servicio del mal. Por todas estas perversas acciones tu nombre suena como una blasfemia en boca de los hombres.

Cuando hubo acabado de hablar, nadie se movió, nadie emitió el menor sonido. El pueblo permanecía inmóvil, enmudecido ante la magnitud de los crímenes de Paladyr. Sin embargo, el prisionero parecía vagamente contrito, pero en modo alguno preocupado por su suerte. Permanecía con los ojos bajos, como si centrara toda su atención en el dibujo del suelo. Supuse que desde hacía mucho se había hecho a la idea de las consecuencias que podría acarrearle su perversidad.

–Por todos esos crímenes, y también por los que cometiste a las órdenes del Salvaje Sabueso, te condenamos -declaró Tegid-. ¿Tienes algo que decir antes de escuchar la sentencia del rey?

Paladyr seguía inmóvil; creí que no iba a hablar. Pero lentamente alzó la cabeza y miró a Tegid. Arrogante hasta el fin, dijo:

–He oído tus palabras, bardo. Me condenáis y estáis en vuestro derecho. No voy a negároslo.

Sus ojos se posaron en mí y sentí que se me revolvían las tripas de recelo. Mirándome fijamente, Paladyr dijo:

–Pero ahora vamos a ver si realmente estoy en presencia del Soberano Rey de Albión. Si así es, que demuestre la dignidad real que ostenta. Escúchame bien: solicito naud.

Durante unos instantes sus palabras resonaron en el silencio del salón. La cara de Tegid palideció. Las miradas de todos se clavaron en el postrado Paladyr con mudo y atónito asombro. Sin dar crédito a lo que todos habíamos oído, Tegid dijo:

–¿Que solicitas naud?

Envalentonado por el efecto que había producido su petición, Paladyr se puso en pie.

–Comparezco condenado ante el rey. Por lo tanto, solicito naud por mis crímenes. Concédemelo si es tu deseo.

–¡No! – gritó alguien.

Alcé los ojos y vi que Scatha se tambaleaba, como herida por una lanza. Ella gritó de nuevo y Bran, que estaba a su lado, la abrazó, no sé si para consolarla o para impedirle que atacara a Paladyr.

–¡No! ¡No puede ser! – gritó con el rostro contraído por la cólera.

Cynan, con los puños apretados, dio un paso al frente resollando como un toro. Drustwn, Niall y Garanaw lo contuvieron e impidieron que saltara al cuello del prisionero. La multitud comenzó a agitarse peligrosamente, pidiendo a gritos la muerte de Paladyr.

Con gesto enérgico y severo, Tegid les gritó:

–¡Silencio! Hay que guardar silencio ante el trono.

Los Cuervos se encargaron de contener a la multitud y poco después cedió la tensión. Cuando se hubo restaurado el orden, el Bardo Supremo se volvió hacia mí, visiblemente trastornado y se inclinó para intercambiar consultas.

–Voy a negárselo -dije.

–No puedes -replicó; aunque atónito y consternado era capaz de pensar con más claridad que yo.

–No me importa. No voy a permitir que se salga de ésta.

–No te queda otro remedio -apuntó él simplemente-. No tienes elección.

–Pero ¿por qué? – le espeté con desesperación-. No lo entiendo, Tegid. Debe de haber algo que podamos hacer.

Sacudió la cabeza gravemente.

–No hay nada que podamos hacer. Paladyr ha solicitado naud y debes concedérselo -explicó-, o la Soberanía de Albión estará en manos de un alevoso asesino.

Lo que Tegid decía era cierto, literalmente hablando. La solicitud de naud era en parte una apelación de clemencia, como si uno se acogiera a la misericordia del tribunal. Pero era algo más, porque iba más allá de la justicia, trascendía lo lícito y lo ilícito y apuntaba a la mismísima esencia de la soberanía.

Al solicitar naud, el culpable no sólo invocaba a la misericordia del rey, sino que prácticamente trasladaba la responsabilidad de su crimen al propio rey. El rey, desde luego, podía elegir; podía conceder o denegar la petición. Si la concedía, el crimen quedaba borrado: el castigo que la justicia exigía, lo satisfaría la misma justicia. Naturalmente, sólo el rey podía conciliarse consigo mismo.

Si el rey, sin embargo, denegaba la petición, el culpable tenía que enfrentarse al castigo decretado por la justicia. Era una elección fácil, podría pensarse; pero al negarse a conceder naud, el rey prácticamente se declaraba inferior al criminal. Ningún rey merecedor de tal nombre desearía humillarse de esa forma, ni permitir que la dignidad real quedara degradada.

Considerada desde una apropiada perspectiva, esa aparente falta de lógica era curiosamente lúcida. En Albión, la justicia no es un concepto abstracto que se dispensa con el castigo del crimen. Para el pueblo de Albión la justicia tiene un rostro humano. Si la palabra del rey es ley para todos los que se acogen a su protección, entonces el rey se convierte para su pueblo en la mismísima justicia; el rey es la encarnación de la justicia.

Tan peculiar concepción de la justicia significa que el culpable puede hacer recaer en el rey una petición que él no tiene derecho a hacer. Y, una vez hecha, le corresponde al rey, como encarnación de la justicia, demostrar su integridad. La justicia, así pues, está limitada sólo por la idiosincrasia del rey; es decir, la justicia está limitada sólo por la personal concepción que el rey tenga de sí mismo como rey.

Así pues, en la petición de naud subyace esta cuestión: ¿cuánta es la grandeza del rey?

Paladyr había intuido correctamente la cuestión y había decidido plantearla. Si yo denegaba su petición, sería equivalente a admitir que la amplitud y poder de mi soberanía estaban restringidos. Aún más, todos conocerían con precisión los límites de mi autoridad.

En cambio, si concedía a Paladyr su petición de naud, me mostraría más grande que sus crímenes, por encima de ellos, pues mi soberanía podía extenderse incluso más allá que los delitos de Paladyr, lo cual significaba que era, sin duda, un gran rey. Como Aird Righ, mi poder soberano y mi autoridad serían considerados poco menos que infinitos.

¡Oh! ¡Pero era algo muy duro! En esencia, se me había pedido que absorbiera en mí mismo aquellos crímenes. Si lo hacía, un hombre culpable quedaría libre.

Tegid, con el entrecejo fruncido, me miraba fijamente como si yo fuera el culpable de su irritación.

–Bueno, Mano de Plata, ¿qué decides?

Miré a Paladyr. Sus crímenes reclamaban a gritos un duro castigo. Sin duda, nunca un hombre se había hecho tan merecedor de la muerte como él.

–Le concederé naud-dije, sintiéndome como si hubiera recibido una patada en el vientre-. Pero -me apresuré a añadir-, ¿me está permitido establecer condiciones?

–Puedes dictar medidas para proteger a tu pueblo -fue la cautelosa respuesta del bardo-. Nada más.

–Muy bien, lo enviaremos a algún lugar donde no pueda causar daño a nadie. ¿Existe un lugar así?

Los ojos de Tegid se entrecerraron en silenciosa aprobación.

–Tir Aflan -respondió.

–¿La Tierra Maldita? ¿Dónde está? – pregunté, pues en todo el tiempo que llevaba en Albión apenas había oído nombrarla.

–Al este, al otro lado del mar -me explicó el bardo-. Para los naturales de Albión es un lugar triste y desolado. Puede que Paladyr prefiera antes la muerte -añadió esbozando una sonrisa.

–Que así sea. Mi sentencia es ésta: lo destierro a Tir Aflan y ojalá se pudra allá de tristeza.

Tegid se enderezó y se dio la vuelta para dirigirse al prisionero. Alzó la vara y la dejó caer con estrépito.

–Escucha la sentencia del rey -salmodió-. Has solicitado naud y se te concede.

Sus palabras causaron general consternación. El salón estalló en gritos; algunos protestaban abiertamente contra mi decisión, otros sollozaban en silencio. Tegid alzó la vara e impuso silencio antes de continuar.

–Es voluntad del rey, para proteger al pueblo de Albión, desterrarte de todas las tierras sujetas a su autoridad.

La expresión de Paladyr se ensombreció. Probablemente no contaba con aquel detalle. Lo vi calcular mentalmente sus implicaciones. Luego se irguió y preguntó:

–Si todas las tierras están sujetas a tu autoridad, ¿dónde se supone que debo ir?

Una buena pregunta, que demostraba su inteligencia. Si yo era el Soberano Rey, toda Albión estaba bajo mi autoridad. Ciertamente, no había un lugar en la isla de la Fuerza ni en ninguna de sus islas hermanas adonde pudiera ir. Pero Tegid tenía preparada la respuesta.

–Irás a Tir Aflan -replicó con firmeza-. Y te quedarás a vivir donde encuentres hombres que te reciban. Entérate bien: desde el mismísimo día en que pongas tu pie en Tir Aflan, tu vuelta a Albión te acarreará la muerte.

Paladyr aceptó su destino con gélida dignidad. Sin una palabra más, fue escoltado fuera del palacio por Bran y los Cuervos. Tegid dio por concluido el llys y la gente comenzó a abandonar el salón en silencio, con los corazones destrozados.

8

EL CYLCHEDD

Al día siguiente, al rayar el alba, los Cuervos y unos cuantos guerreros más abandonaron Dinas Dwr para escoltar a Paladyr hacia la costa este, donde sería embarcado para cruzar Mor Glasel y abandonado en los devastados confines de Tir Aflan. Cynan, sombrío e irritado, emprendió la marcha pocas horas después para regresar a Dun Cruach. Fue una despedida muy triste.

En los días que siguieron fueron avanzando las obras de restauración del caer. Se talaron árboles y fueron arrastrados desde los límites del bosque hasta la orilla del lago, donde fueron podados y pulidos para reparar los tejados y el muro. También se cortaron para los techos gran cantidad de juncos, que fueron extendidos sobre las rocas para secar. Se retiraron los troncos quemados y se alisó la tierra para construir nuevas viviendas y almacenes; se transportaron carretadas y carretadas de ceniza al otro lado del lago para abonar los campos. Me habría gustado contemplar la finalización de las obras, pues la simple vista de las ruinas requemadas me dolía como una herida, y cuanto antes acabara la reconstrucción de Dinas Dwr antes cesaría mi dolor. Pero Tegid tenía otros planes.

Una noche, durante la cena, después de que los Cuervos hubieran regresado de escoltar a Paladyr, el bardo se levantó y se colocó ante la chimenea. Todos supusieron que iba a cantar algo y comenzaron a vocear los títulos de las canciones que deseaban oír.

–¡Los hijos de Llyr! – gritó alguien.

–¡El corcel rojo de Rhydderch! – gritó otro, ante la aprobación general.

–¡La venganza de Gruagach! – terció otra voz, que fue acallada con silbidos.

Tegid se limitó a sacudir la cabeza y anunció que no podía cantar ni aquella noche ni ninguna otra.

–¿Por qué? – preguntó alguien-. ¿Cómo es que no puedes cantar?

El astuto bardo respondió:

–¿Cómo voy a cantar si los Tres Hermosos Reinos de Albión permanecen separados unos de otros, sin un rey que establezca la armonía entre las tribus?

Inclinándome hacia Goewyn le susurré:

–Me huele a gato encerrado.

Entonces, dirigiéndose a mí, el bardo declaró que como Aird Righ que era, a buen seguro entraba en mis planes con indiscutible prioridad recorrer mis tierras y establecer mi gobierno en todo el reino.

–A decir verdad -repuse en tono ligero-, tarde o temprano se me habría ocurrido tal idea.

Luego me incliné hacia Goewyn y susurré:

–Ya te lo decía.

–Y puesto que eres el Soberano Rey -anunció Tegid blandiendo orgullosamente su vara-, extenderás la gloria de tu reino a cuantos se acojan bajo la protección de tu Mano de Plata. Por tanto, el Cylchedd que proyectas deberá incluir todas las tierras de los Tres Hermosos Reinos para que Caledon, Prydain y Llogres se sometan a tu soberana autoridad, pues todos deben reconocerte como rey y tú debes recibir los honores y el tributo de toda la isla de la Fuerza.

Sus palabras cogieron a todos por sorpresa. A mí también, pero mientras el bardo hablaba comencé a entrever la lógica que se escondía tras su pomposo tono. Una tarea tan importante requería un cierto ceremonial y el pueblo de Dinas Dwr no tardó en comprender el significado del discurso de Tegid.

No era la primera vez, desde luego, que el Bardo Supremo hacía referencia al título de Aird Righ. Sin embargo, una cosa era usarlo en Dinas Dwr, entre mi propio pueblo, y otra muy distinta proclamarlo al mundo que se extendía más allá del protector risco de Druim Vran.

La concurrencia rompió en murmullos.

–¡Aird Righ! ¡Llew Mano de Plata es el Soberano Rey! – decían-. ¿Lo habéis oído? ¡El Bardo Supremo lo ha proclamado Aird Righ!

Tras la proclamación de Tegid se escondía una poderosa razón: estaba ansioso por establecer la Soberanía de Albión fuera de toda duda. A mí me parecía una ambiciosa aventura. Además, me habría gustado que me previniera. Hablando sin tapujos, yo no compartía el entusiasmo de Tegid por la Soberana Realeza, lo cual, sin duda, era el motivo de que hubiese anunciado el Cylchedd como acababa de hacer.

Cualesquiera que fuesen mis recelos, Bran y los Cuervos, y también los demás guerreros, aprobaron las palabras de Tegid con ruidoso entusiasmo. Entrechocaron las copas y golpearon las mesas con las manos, organizando tal algarabía que al bardo le costó un buen rato retomar el discurso.

El penderwydd, con una sonrisa de autosatisfacción, contemplaba la conmoción que había causado. Sentí en mi cuello una mano fría y alcé la mirada. Goewyn estaba de pie junto a mí.

–No es ni más ni menos que lo que te corresponde por derecho -me susurró al oído con cálido aliento.

Cuando el tumulto se hubo apaciguado, Tegid continuó explicando que el recorrido comenzaría en Dinas Dwr con una asamblea a la que asistiría todo el pueblo. Luego, cuando los preparativos estuvieran a punto, emprenderíamos un largo viaje por toda Albión.

Tegid tenía un montón de cosas que decir, y lo cierto es que las decía muy bien. Yo lo escuchaba un poco distraído y me preguntaba si, como él pretendía, el viaje duraría un año y un día, estimación que yo consideraba más bien una licencia poética que un cálculo acurado. Por lo que decía, colegí que no iba a ser un viaje rápido ni fácil, y pronto me sorprendí a mí mismo planeando los detalles mientras el bardo seguía hablando.

–Escucha, bardo -le dije en la primera ocasión en que nos encontramos a solas-, estoy dispuesto a realizar el Cylchedd, pero deberías haberme prevenido de que ibas a anunciarlo.

Tegid se levantó muy tenso.

–¿Estás disgustado?

–Oh, siéntate, Tegid. No estoy enfadado. Sólo quiero saber por qué lo hiciste de este modo.

El bardo se relajó y volvió a sentarse. Estábamos en mi cabaña; desde mi boda con Goewyn yo prefería la tranquilidad de mi modesta casa de una habitación, al bullicio del concurrido palacio.

–Tu dignidad real debe ser proclamada ante el pueblo -dijo con toda sencillez-. Cuando un nuevo rey sube al trono, es tradición que realice un Cylchedd por sus tierras. Además, como Aird Righ, es necesario que te ganes la fidelidad de otros reyes y pueblos además de la de tus propios capitanes y clanes.

–Lo comprendo. ¿Cuándo nos marcharemos de Dinas Dwr?

–Tan pronto como todo esté dispuesto.

–¿Cuánto tiempo llevarán los preparativos? ¿Un par de días? ¿Tres o cuatro?

–No mucho más. – Hizo una pausa y me miró con expresión ilusionada-. Será algo magnífico, hermano. Estableceremos el honor de tu nombre y aumentaremos tu fama por toda Albión.

–¿No has pensado en que algunos bastardos de la horda de Meldron pueden estar rondando por esos mundos? Seguramente no se mostrarán demasiado conformes contigo.

–Razón de más para que emprendamos cuanto antes el Cylchedd. Podremos convencer a cuantos no lo estén todavía. Nos acompañarán los guerreros.

–¿De verdad durará un ano el viaje? Soy un recién casado, Tegid, y abrigaba la esperanza de poder quedarme en mi casa un tiempo.

–Goewyn nos acompañará -se apresuró a contestar-, y todos los que tú quieras. Cuanto mayor sea la comitiva, mayor estima ganarás a los ojos de tu pueblo.

Comprendí que Tegid concebía el viaje como una demostración de pompa y poder.

–Va a ser una enorme tarea -musité.

–¡Desde luego! – declaró con orgullo-. No se habrá visto nada igual en Albión desde los tiempos de Deorthac Varvawc.

Colegí que aquello suponía para él mucho más de lo que dejaba entrever. Bien, me dije, dejemos que se salga con la suya. Después de todo lo que había sufrido con Meldron, se lo tenía bien ganado. Quizá los dos nos lo habíamos ganado.

–¿Deorthach Varvawc? – repetí-. ¿Quién podría olvidar un nombre como ése?

Los preparativos se llevaron a cabo con toda urgencia. Cuatro días más tarde contemplé una impresionante comitiva de carros, carretas y caballos. Parecía como si toda la población de Dinas Dwr planeara emprender el viaje con nosotros. Era de esperar, sin embargo, que algunos se quedarían para cuidar los campos y ocuparse de la reconstrucción del crannog. Por muy apetecible que fuera viajar por Albión, había también que recoger las cosechas y cuidar del ganado y alguien tenía que hacerlo, desde luego.

Al final se decidió que Calbha permanecería en Dinas Dwr durante nuestra ausencia. Meldron había destruido la fortaleza del rey de los cruinos en Blar Cadlys, así que Calbha tardaría aún bastante tiempo en hacer acopio de víveres, herramientas y provisiones. Por eso él mismo decidió quedarse. Aunque le hubiera gustado mucho acompañarnos, consideró que debía emplear todo su tiempo en velar por el bienestar de su pueblo.

También Scatha decidió permanecer, pues estaba entrenando a muchos jóvenes guerreros. Tres Cuervos se quedarían para ayudarla y también algunos guerreros más para proteger Dinas Dwr.

La víspera de la partida, Tegid convocó al pueblo a palacio. Cuando todos se hubieron reunido, ocupé mi trono y, al mirar todos aquellos esperanzados rostros fijos en mí, sentí sobre mis espaldas -y no por primera vez-la pesada carga de la responsabilidad. Habría sido abrumador si no hubiera sentido igualmente la fuerza de la tradición, para ayudarme a sobrellevar la carga, puesto que otros la habían llevado antes que yo y su legitimidad latía en el mismísimo espíritu de la soberanía.

Sentado en el trono de asta se me ocurrió de pronto que podía ser rey, incluso Soberano Rey, no porque supiera algo acerca de cómo serlo, ni mucho menos porque lo mereciera más que otros, sino porque el pueblo creía en mi dignidad real. Es decir, el pueblo creía en la soberanía y, animado por tal fe, deseaba contagiarme su convicción.

Quizás el Bardo Supremo ostentaba el poder de conferir o negar la dignidad real, pero tal poder derivaba del pueblo. «Un rey es un rey acostumbraba decir Tegid-, pero un bardo es el corazón y el alma del pueblo; es su vida hecha canción, la lámpara que guía sus pasos por los senderos del destino. Un bardo es el espíritu y la esencia del clan; es el eslabón, la cuerda de oro que une las sucesivas generaciones del clan y enlaza los tiempos pasados con los que están aún por venir.»

Por fin comenzaba a vislumbrar la esencia fundamental de Albión. Comprendía, también, los mortales designios de Simon: al atacar la soberanía había herido el mismísimo corazón de Albión. Si hubiera conseguido matar de raíz la dignidad real, Albión habría dejado de existir.

–Mañana -anunció el Bardo Supremo-, Llew Mano de Plata abandonará Dinas Dwr para llevar a cabo el Cylchedd de sus tierras y recibir el homenaje de sus reyes hermanos y de las tribus de los Tres Hermosos Reinos. Sin embargo, antes de que se gane la estima de los demás, corresponde a su propio pueblo jurarle fidelidad y honrarlo.

Tegid alzó la vara y dio tres golpes en el suelo. Llamó luego a los capitanes, tanto reyes como nobles o guerreros, para que me rindieran homenaje y pronunciaran el juramento de fidelidad. Yo debía simplemente recibir sus votos y garantizarles como rey mi protección. Cuando cada uno de los capitanes había acabado de pronunciar su juramento, se arrodillaba ante mí y apoyaba la cabeza en mi pecho en señal de sumisión y amor.

Empezando por Bran Bresal, uno tras otro fueron desfilando ante mí: Alun, Garanaw, Emyr, Drustwn, Niall, Scatha, Calbha. Luego siguieron otros que habían llegado a Dinas Dwr durante las depredaciones de Meldron y por último los que se habían rendido ante el Salvaje Sabueso. Recibir el homenaje de estos últimos me conmovió profundamente. Sus juramentos los ataban a mí, y también me ataban a mí con ellos.

Cuando la ceremonia hubo terminado, yo era más que nunca el rey…, y estaba más deseoso que nunca de volver a ver las tierras de Albión.

Cruzamos Druim Vran mientras el sol se levantaba tras las montañas circundantes. Cuando comenzamos a descender del risco, me detuve a mirar atrás y vi que los últimos carros se ponían en marcha desde la orilla del lago.

Si, tal como había sugerido Tegid, la envergadura de la comitiva incrementaba la estima de un rey, la mía estaba ciertamente centuplicada. Había dieciséis carros cargados de víveres y aprovisionamientos, ganado una verdadera despensa viviente- y caballos extra para el centenar de hombres y mujeres que trabajaban como cocineros, servicio de campamento, guerreros, mensajeros, cazadores y despenseros. Al frente de la comitiva iban mis jefes Cuervos: Bran Bresal, Emyr Lydaw con el carynx de batalla, y Alun Tringad, montados en poderosos corceles. Luego iba el penderwydd de Albión con sus mabinogi y detrás Goewyn, sobre un caballo bayo, y yo sobre un ruano. Nos seguía el grueso de los guerreros y por último una interminable hilera de carros.

El valle que se extendía ante nosotros estaba bañado de luz y relucía como una esmeralda; se me alegraba el alma ante la perspectiva de viajar por aquellas extraordinarias tierras, sobre todo en compañía de Goewyn y de mis amigos. Había olvidado cuán hermosa era Albión. Resplandecía de luz y color: los variados tonos verdes de las boscosas cañadas, el moteado y delicado verdor de los brezales, el brillante azul del despejado cielo, la reluciente plata del agua, el fulgor dorado del sol.

En mis correrías había recorrido aquellas tierras en varias ocasiones, pero todavía tenían el poder de sorprenderme. Un destello de blancos abedules destacándose contra el lustroso verde del acebo, o las sombras de nubes azuladas deslizándose por las distantes laderas me dejaban boquiabierto de admiración. Era una maravilla, sobre todo considerando que Albión había soportado la devastación del fuego y la sequía durante un invierno sin fin. La tierra había sufrido la devastación de Nudd y su horda demoníaca y luego las depredaciones de Meldron, el Salvaje Sabueso. Y pese a todo parecía renacida.

Sin duda, un invisible agente había trabajado infatigablemente para llevar a cabo una constante renovación de la tierra, porque no había por ningún lado rastro de desolación, ni cicatrices, ni señales visibles de las torturas tan recientemente sufridas. Quizás el esplendor de aquellos parajes se renovaba sin cesar, o quizás Albión, de alguna forma, era recreada en cada alborada, pues parecía que árboles, colinas, arroyos y piedras acababan de surgir de la más pura y vivificante exuberancia.

Al cabo de dos días de viaje me sentía un hombre embelesado ante la existencia, pero no sólo de sí mismo sino del universo entero. Mi arrobamiento se extendía a la luna, a las estrellas y a la bóveda oscura que se cernía más allá aún. Si hubiera sido un bardo, habría cantado el vértigo que sentía.

A medida que avanzaba el viaje, iba aumentando mi sensibilidad ante la belleza de la tierra que me rodeaba. Comencé a percibir la gloria sutil que irradiaba de cada una de las formas que captaban mis ojos: cada rama, cada hoja, cada brizna de hierba me asombraba con su inefable grandiosidad y majestad. Me parecía que el mundo que veía ante mí era la mera manifestación de una realidad vastamente poderosa y profundamente esencial que existía más allá de la vista. No podía percibir esa velada realidad directamente, pero sí sus efectos. Todo lo que esa realidad tocaba, vibraba como una cuerda del arpa de Tegid. Me parecía que si escuchaba con todos mis sentidos podría oír el murmullo de su celestial vibración. A veces imaginaba que la oía, como el eco de una canción detenida en el umbral del oído. No podía oír la melodía, sólo su eco.

El motivo de mi deleite se debía en parte a Goewyn. Estaba tan enamorado que junto a ella hasta las mismas mazmorras de Nudd me habrían parecido un paraíso. Mientras viajábamos a través del resucitado esplendor de Albión comencé a darme cuenta de que ahora contemplaba el mundo con ojos diferentes. Ya no era un transeúnte, un intruso que visitaba un mundo que no era el suyo; ahora pertenecía a aquel mundo. Albión era mi hogar. Había tomado por esposa a una mujer del Otro Mundo. Ya no era un extraño; era el rey. Era el Aird Righ. ¿Quién si no el rey iba a pertenecer a Albión?

El rey y la tierra estaban unidos de forma íntima y misteriosa. No de una forma abstracta y filosófica, sino concreta y física. La relación del rey con la tierra era la misma que la del hombre con la vida; el pueblo de Albión la consideraba incluso como un matrimonio. Y ahora que era un hombre casado, comenzaba a entenderlo, mejor dicho, a sentirlo: el concepto estaba aún lejos de mi comprensión lógica, pero podía discernirlo como si tomara forma en mi carne y en mis huesos; podía percibir una ancestral y primaria verdad que aún no podía verbalizar.

De este modo, el Cylchedd comenzó a convertirse en un peregrinaje, en un viaje de una inmensa y espiritual trascendencia. Quizá no comprendía del todo su significado, y mucho menos el de sus aún más etéreas implicaciones; pero podía experimentar su inexorable e ineludible poder, como si de la gravedad se tratara. Y en modo alguno lo sentía como una carga; en otras palabras, sabía que de ahora en adelante me acompañaría siempre, como un alma envuelta en carne.

Durante el día viajábamos por parajes que la luz del sol hacía sublimes; un sol que impartía un esplendor casi luminoso a cuanto tocaba y creaba por doquier resplandecientes horizontes y brillantes panoramas. Por la noche, acampábamos bajo un impresionante cielo recamado de estrellas y nos dormíamos con el relajante sonido del arpa resonando en nuestros oídos.

Así llegamos a nuestro primer destino: Gwynder Gwydd, un poblado del clan de los fotlae, en Llogres. Casualmente, entre los nuestros había algunos fotlae, que estaban ansiosos por comprobar si sus parientes habían sobrevivido.

Acampamos en un prado al pie de un menhir llamado Carwden, el Hombre Encorvado, que los fotlae utilizaban como punto de reunión. Un arroyo corría por el prado rodeado por bosques de árboles jóvenes. Tan pronto como las tiendas estuvieron levantadas, Tegid envió a la Bandada de Cuervos como mensajeros por toda la región, y los demás nos dispusimos a esperar.

Llevábamos con nosotros mi trono de asta, y Tegid ordenó que se levantara un pequeño montículo ante el Carwden para colocar encima el trono. A la mañana siguiente, siguiendo los consejos de Tegid, Goewyn y yo nos engalanamos con nuestras mejores vestimentas. Goewyn se puso una túnica blanca, con el cinturón de escamas de oro de Meldryn Mawr que yo le había regalado, y un manto azul cielo; yo me atavié con un manto rojo orlado de oro, un siarc verde y unos breecs azules. Me puse un cinturón de enormes discos de oro, un broche y mi torque de oro. Goewyn tuvo que ayudarme con el broche, pues yo me había acostumbrado a manejarme sin la mano derecha, pero aún no me había habituado a mi mano de plata.

Goewyn me puso el broche y retrocedió unos pasos para examinar mi aspecto con ojo crítico. No le gustó la forma en que había dispuesto los pliegues de mi manto, así que me lo ajustó de nuevo.

–¿Todo en orden? – pregunté.

–Si hubiera sabido que ibas a convertirte en un rey tan apuesto, me habría casado contigo hace mucho tiempo -repuso echándome los brazos al cuello y besándome.

Al sentir la tibieza de su cuerpo, me embargó un repentino deseo. La estreché fuertemente… y en aquel preciso instante sonó el carynx.

–Los horarios de Tegid son implacables -murmuré.

–El día es aún joven, amor mío -susurró ella irguiéndose-. Pero tu pueblo aguarda. Debes disponerte a recibirlos.

Salimos de la tienda y vimos que un considerable tropel de personas atravesaban el prado y se dirigían hacia el Carwden. Eran los habitantes de Gwynder Gwydd y de los poblados vecinos; unos sesenta hombres y mujeres, todo lo que quedaba de cuatro o cinco tribus. Los fotlae que estaban con nosotros se alegraron de volver a ver a sus compatriotas, y los recibieron con tan ruidosos gritos y aplausos que pasó un buen rato antes de que pudiera empezar el llys. Tegid ordenó a Emyr que hiciera sonar el carynx otra vez y el bramido del cuerno de batalla indicó el comienzo de la asamblea. Goewyn y yo avanzamos hacia el montículo y ocupamos nuestros puestos: yo en el trono y ella a mi lado donde todos pudieran verla, pues Tegid deseaba que todos la reconocieran y honraran como a su reina.

El pueblo de Gwynder Gwydd, deseoso de admirar al nuevo rey y a la encantadora reina, se apiñó en torno al montículo para no perderse detalle. Eso me dio la oportunidad de observarlos detenidamente. Era evidente que habían soportado muchos padecimientos. Algunos estaban mutilados, otros tenían cicatrices de palizas y torturas, y pese a la renovación experimentada por la tierra, todos estaban demacrados por el sufrimiento y la falta de alimentos. Se habían vestido con sus mejores ropas, que eran poco más que limpios y remendados andrajos. Meldron había exigido un alto precio por su reinado, y ellos habían tenido que pagarlo.

El Bardo Supremo procedió con el rito habitual, proclamando ante todos el extraordinario suceso que había ocurrido. Un nuevo Soberano Rey había aparecido en Albión y estaba haciendo un Cylchedd por su reino para establecer su gobierno, etcétera.

Los rostros de los fotlae parecían esperanzados aunque no totalmente convencidos; era la expresión típica de la gente acostumbrada a que la engañen y mientan constantemente. Su actitud era respetuosa y parecían deseosos de creer, pero sólo con verme no podían sentirse seguros. Muy bien, pensé, tendré que ganarme su confianza.

Así que, cuando Tegid hubo acabado, me levanté.

–Os doy la bienvenida, amado pueblo -dije alzando las manos.

El sol se reflejó en mi mano de plata que brilló como fuego. Aquello causó sensación y todos miraron boquiabiertos mi apéndice de metal. La sostuve en alto y doblé los dedos; ante mi sorpresa todos se dejaron caer al suelo de bruces.

–¿Qué les pasa? – le susurré a Tegid, que se había reunido conmigo en el montículo.

–Sienten pavor de tu mano, creo -repuso el bardo.

–Bueno, haz algo, Tegid. Diles que soy portador de paz y buenos deseos…, tú sabes qué decir. Házselo entender.

–Se lo diré -replicó con astucia Tegid-. Pero sólo tú eres capaz de hacérselo entender.

El Bardo Supremo alzó la vara y explicó a la asustada concurrencia lo hermoso que era reverenciar al rey y rendirle sincero respeto. Les dijo cuán satisfecho me sentía yo de recibir el regalo de su homenaje y que, ahora que Meldron había sido derrotado, no tenían nada que temer porque el nuevo rey no era un despiadado tirano.

–Dales una vaca -susurré cuando hubo terminado-. Dos vacas. Y un buey.

Tegid alzó las cejas.

–Eres tú quien debe recibir sus regalos.

–¿Sus regalos? Míralos, no tienen absolutamente nada.

–Son ellos los que deben…

–Dos vacas y un buey, Tegid. Ya me has oído -lo interrumpí.

El bardo se acercó a Alun y le susurró unas palabras al oído. El Cuervo asintió y se alejó a toda prisa. Entonces el bardo se dirigió a la gente y les ordenó que se levantaran. El rey sabía lo que habían sufrido en el Día de la Lucha, les dijo, y había traído con él un regalo como prenda de su amistad y como símbolo de la prosperidad de la que gozarían de ahora en adelante.

Alun volvió con las cabezas de ganado.

–El rey os entrega de sus propios establos estos animales para que podáis formar un rebaño.

Luego les preguntó quién era su jefe, para que tomara posesión del ganado en nombre de la tribu.

Sus palabras provocaron en el grupo cierta consternación y uno de los hombres se apresuró a explicarnos:

–Mataron a nuestro señor y nuestro capitán se puso al servicio de Meldron.

–Ya entiendo -dije-. Según parece también tenemos que darles un jefe -murmuré dirigiéndome a Tegid.

–Eso es fácil -repuso el bardo.

Alzando la vara, se dirigió a los fotlae y les dijo que el Soberano Rey tendría sumo placer en darles un nuevo señor que los gobernara y cuidara.

–¿Quién entre vosotros es digno de convertirse en el señor de los fotlae? – preguntó.

Ellos deliberaron unos momentos pronunciando distintas opiniones, pero por fin surgió un nombre con el que todos se mostraron satisfechos.

–¡Urddas! – gritaron-. ¡Que Urddas sea nuestro jefe!

Tegid me miró para que aprobara la elección.

–Muy bien -dije-. Que se adelante Urddas para que lo conozcamos.

La gente se apartó y una mujer delgada de cabellos negros se acercó al montículo, mientras nos observaba con profundos y sarcásticos ojos y una expresión de desafío en su delgado rostro.

–Tegid -dije conteniendo el aliento-, creo que el tal Urddas es una mujer.

–Posiblemente -replicó en un murmullo.

–Yo soy Urddas -dijo despejando toda duda, y echó una ojeada a Goewyn, que estaba disfrutando de nuestra momentánea confusión.

–¡Salud, Urddas, y bienvenida! – la saludó con cortesía Tegid-. Tu pueblo te ha nombrado su jefe. ¿Estás dispuesta a recibir el respeto de tu tribu?

–Así lo haré -repuso la mujer.

Sólo pronunció esas tres palabras, pero con tal autoridad que no me cupo la menor duda de que los fotlae habían escogido bien.

–No me resultará nuevo tal honor -añadió-, porque he estado dirigiendo el clan desde que su señor, mi esposo, fue asesinado por Mór Cù. Y si he sido nombrada de esta forma, es que me corresponde serlo por derecho.

Sus palabras fueron cortantes… ¿cómo no iban a serlo? Al fin y al cabo su clan había pasado por un verdadero infierno. Pero no era el rencor o el orgullo lo que la hacían hablar de aquel modo; creo que simplemente quería que nos enteráramos de cómo estaban las cosas entre ellos. Sin duda juzgó que las palabras directas y claras eran más adecuadas a su propósito que una afable ambigüedad. No debía de haber sido tarea fácil gobernar un clan bajo la cruel tiranía de Meldron.

–Entonces, aquí tienes a tu rey -le dijo Tegid-. ¿Reconocerás su soberanía, le jurarás lealtad y le pagarás el tributo debido? – le preguntó a continuación.

Urddas tardó en contestar; y creo que me habría sentido decepcionado si no hubiera sido así. Clavó sus fríos e irónicos ojos en mí como si le hubieran preguntado que tasara mi precio. Luego, aún indecisa, echó una mirada al ganado que yo había regalado a su clan.

–Lo reconoceré como rey -respondió al fin.

Noté que mientras contestaba miraba a Goewyn, como si cualquier falta que hubiera visto en mí quedara de sobra compensada por la reina.

Presumiblemente, si había podido cortejar y ganar una mujer de la distinción de Goewyn, quizás había en mí más de lo que a primera vista se podía apreciar.

Tegid le tomó juramento de lealtad y cuando lo hubo pronunciado, la mujer se me acercó, se arrodilló y posó su cabeza en mi pecho. Cuando volvió a alzarse, los fotlae rompieron en aclamaciones. Ella se apresuró a ordenar a unos jóvenes que se llevaran las vacas y el buey…, temerosa de que cambiara de opinión.

–Urddas -le dije cuando iba a retirarse-, me gustaría que me contaras cómo te las arreglaste en esos tiempos tan difíciles. Quédate después de que termine el llys y compartiremos una copa… o lo que más te plazca.

–Una copa con el Aird Righ me complacería mucho -respondió con franqueza.

Sólo entonces la vi sonreír. El color volvió a sus mejillas e irguió la cabeza con orgullo.

–Ha sido un hermoso detalle -me susurró Goewyn acariciándome ligeramente la nuca.

–Un insignificante consuelo por la pérdida de un esposo -dije yo-, pero al menos es algo.

Había aún muchos asuntos que arbitrar, casi todos derivados de los problemas que se habían multiplicado bajo el dominio de Meldron. Los solventamos con prudencia, con lo cual Tegid dio por concluido el llys y, después de tomar juramento de lealtad a las tribus reunidas, declaró al clan de los fotlae bajo la protección del Aird Righ. Para celebrar el pacto, los invitamos a un banquete y al día siguiente regresaron a Gwynder Gwydd bendiciendo el nombre del nuevo rey.

La misma escena se repitió en nuestro recorrido por el resto del territorio de Llogres. Desgraciadamente, algunos distritos o cantrefs, antes muy populosos, habían quedado inhabitables, abandonados o destruidos. Nuestros mensajeros cabalgaron por toda la región, visitando caers, fortalezas y recónditos lugares. Y cuando encontraban supervivientes -en Traeth Eur, Cilgwri, Aber Archan, Clyfar Cnûl, Ardudwy, Bryn Aryenproclamaban la buena nueva: ¡Ha venido el Soberano Rey! Reunid a vuestro pueblo, decídselo a todos y acudid a la asamblea en la que dará la bienvenida a cuantos lo reconozcan como rey.

Los años de crueldad padecidos bajo el dominio de Meldron habían cambiado horriblemente a la gente. El hermoso pueblo de Albión había palidecido, enflaquecido; se habían convertido en ojerosos fantasmas. Se me desgarraba el corazón al ver la degradación de aquella noble raza. Pero encontraba cierto alivio en el hecho de que éramos capaces de salvar a muchos del terror y de la angustia tan largamente padecida. Ánimo, les decíamos, un nuevo rey gobierna Albión; ha venido a restablecer la justicia en esta tierra.

A medida que avanzaba el Cylchedd, todos nosotros, hombres y mujeres, nos convertíamos en entusiastas portadores de buenas nuevas. Las noticias eran recibidas por doquier con tal felicidad y gratitud que todos competían entre sí por llevar el mensaje, sólo para compartir la alegría que sembraba.

Mi principal placer consistía en ver cómo se transformaban los rostros de los espectadores cuando por fin entendían que Meldron había muerto y que la hueste de sus guerreros había sido vencida. Casi podía ver cómo, al entender la verdad, la felicidad descendía sobre el pueblo como una nube resplandeciente. Vi cómo se erguían encorvadas espaldas y cómo miradas mortecinas volvían a la vida. Vi la esperanza y el coraje prender en cenizas apagadas y frías.

La Rueda del Año seguía rodando y las estaciones se iban sucediendo. Los días se habían acortado sensiblemente cuando acabamos el recorrido de Llogres y nos encaminamos a Caledon. Habíamos planeado invernar en Dun Cruach, antes de reanudar el Cylchedd. Yo quería volver a casa, pero Tegid dijo que no podía regresar a Dinas Dwr hasta haber completado el viaje.

–El recorrido no debe ser interrumpido -insistió.

De este modo, Cynan gozaría del placer de nuestra compañía durante sollen, la estación de las nieves.

9

ALBAN ARDDUAN

Llegamos a Dun Cruach cuando el tiempo empezaba a empeorar. Al atravesar las puertas de la muralla, llovía a cántaros y arreciaba el vendaval. Había sido un viaje agradable, pero estaba deseoso de abandonar las tiendas por el calor y la lumbre de un acogedor salón. Cynan y los galanaes nos franquearon las puertas y nos acogieron con entusiasmo.

–¡Llew! ¡Goewyn! – exclamó Cynan al tiempo que nos abrazaba-. ¡Mo anam! Hace días que os esperábamos. ¿Os habéis perdido?

–¡Perdido! Goewyn, ¿lo has oído? Has de saber, Cynan Dos Torques, que yo personalmente he inspeccionado palmo a palmo todos los caminos, rutas y senderos de toda Llogres y de casi toda Caledon. Te lo juro, antes se perdería un ciervo en las cañadas que Llew Mano de Plata.

–Ah, Goewyn -suspiró Cynan y me di cuenta de que la tenía abrazada por la cintura-. ¿Por qué te casaste con un hombre tan malhumorado? Deberías haberte casado conmigo. Mira ahora lo que tienes que soportar.

Sacudió tristemente la cabeza y chasqueó la lengua. Goewyn lo besó en la mejilla.

–¡Ay, Cynan! – suspiró-. ¡Si lo hubiese sabido…!

–Hablas mucho de matrimonio -comenté-. ¿Estás tratando de decirnos algo?

El guerrero pareció súbitamente tímido.

–Ahora que lo dices, hermano, creo que he encontrado una mujer de mi agrado.

–Ya tienes media batalla ganada -repliqué yo-. Pero, vayamos al grano. ¿Qué le pareces tú a ella?

–Bueno -repuso Cynan con una reticencia rara en él-, hemos hablado y se muestra de acuerdo. Casualmente vamos a casarnos durante tu estancia aquí.

–En el solsticio, quizá -sugirió Tegid, que no se había perdido detalle-. Será un día muy favorable…, el alban ardduan.

–Bienvenido, penderwydd -lo saludó calurosamente Cynan tendiéndole los brazos y estrechándolo como a un hermano.

–¿Qué es eso del alban ardduan? – pregunté yo-. Jamás había oído ese nombre.

–Es -explicó despacio el bardo- el único solsticio en un milenio que coincide con una luna llena.

–Y -continuó Goewyn retomando la explicación de Tegid- se puede ver a la vez cómo se pone el sol y sale la luna. De este modo, en el día más oscuro del ano, la oscuridad es vencida.

Recordé con un estremecimiento que Goewyn, igual que sus hermanas, había sido en otro tiempo banfáith en el palacio de un rey.

Govan y Gwenllian habían muerto, y de las tres hermanas de Ynys Sci sólo sobrevivía Goewyn.

–Por eso -concluyó Tegid- es un día de buen agüero, un día favorable para emprender cualquier empresa.

–Entonces, magnífico -comenté yo-. Si alguna vez ha habido un hombre realmente necesitado de esa ayuda, ése eres tú, hermano. – Recorrí con los ojos el concurrido salón y pregunté- Pero ¿dónde está ella, Cynan? Me gustaría conocer a la mujer que se ha ganado tu corazón.

Todos vimos entonces que una esbelta mujer de piel muy blanca y ojos azules se acercaba a nosotros con un enorme bol de cerveza en sus largas y gráciles manos. Era evidente por qué había cautivado a Cynan, pues sus cabellos eran tan luminosamente pelirrojos como los de él; los llevaba sueltos sobre los hombros en tan hermosa melena rizada que un hombre podría perderse en ellos. Caminaba con paso decidido y mirada franca, y todo en ella respiraba audacia y energía. Parecía estar con creces a la altura de Cynan.

–Amigos míos -dijo el rey de los galanaes alegremente-, ésta es Tángwen, la afortunada mujer que ha aceptado ser mi esposa.

Sonriendo, la muchacha me ofreció el bol.

–Bienvenido, Mano de Plata.

Su voz era profunda y vibrante; ante mi expresión de sorpresa sonrió con malicia y dijo:

–No, no nos habíamos visto nunca. Creo que me acordaría si así hubiera sido. Pero Cynan me ha hablado tanto de ti que creo que te conozco como si fueras mi hermano. Y además, ¿qué otro hombre iba a llevar en un brazo una mano de plata?

Me entregó el bol y mientras yo lo cogía, dejó que las yemas de sus dedos acariciaran mi mano de plata.

Bebí un trago del reconfortante líquido y le devolví el bol. Ella se lo pasó a Tegid.

–Te doy la bienvenida, penderwydd – dijo- A ti te conocería incluso sin la vara de serbal. Sólo hay un Tegid Tathal.

Tegid alzó el bol, bebió y se lo devolvió sin separar ni un instante sus ojos de la atractiva pelirroja. Tángwen, imperturbable ante la mirada del bardo, se dirigió a la reina.

–Goewyn -dijo en tono suave-, esperaba con impaciencia saludarte. Desde que llegué a Dun Cruach, no he oído más que alabanzas para la reina de Llew. Espero que seamos buenas amigas.

–Me encantaría -respondió Goewyn aceptando el bol.

Aunque sonreía, noté que entrecerraba los ojos como si buscara algún rasgo familiar en el rostro de la otra mujer.

Luego Tángwen se llevó el bol a los labios diciendo:

–Bienvenidos, hermanos. Que se colmen vuestros deseos durante vuestra estancia entre nosotros y que esa estancia sea larga.

Cynan contemplaba el ritual con una mirada de orgullo. Era evidente que la había aleccionado bien. Tángwen nos conocía a todos y hablaba con franqueza y calor. En cierto modo, me sentía desconcertado ante las enérgicas maneras de la joven, pero comprendí que eran precisamente lo que resultaba más atractivo para Cynan, que no era hombre que soportara la afectación.

Después de ofrecernos el bol, Tángwen se acercó a Bran y a los Cuervos que acababan de hacer su entrada. Contemplamos cómo se alejaba su esbelta silueta.

–Es hermosa, ¿verdad? La flor más bella de la cañada -comentó Cynan.

–Es una maravilla -asentí-. ¿Quién es y dónde la has encontrado?

–Se mueve con familiaridad en el palacio de un rey -observó Goewyn-. Estoy segura de que no es la primera vez que ofrece la copa de bienvenida.

–Has dado en el clavo -replicó con orgullo Cynan-. Es hija del rey Ercoll, que murió en una batalla contra Meldron. Su pueblo ha estado vagando por Caledon buscando un lugar donde establecerse y llegó casualmente hasta aquí. Enseguida me di cuenta de que era de noble cuna. Desempeñará el papel de reina a la perfección.

Poco a poco el salón había ido llenándose. Habían preparado comida y cuando la sirvieron Cynan nos condujo a la mesa. Comimos y charlamos hasta bien entrada la noche, disfrutando de la primera de otras muchas cenas en torno al hogar.

Pasamos un agradable invierno en Dun Cruach. Cuando brillaba el sol cabalgábamos por las neblinosas colinas y caminábamos por los empapados brezales, resbalando en las húmedas rocas y espantando a gallos y perdices. Cuando la nevisca golpeaba sobre el tejado o la nieve remolineaba arrastrada por el helado viento del norte, nos quedábamos en el palacio y nos entreteníamos jugando al brandub, al gwddbwyll y a otros juegos, como durante los hermosos inviernos pasados en Ynys Sci. Por la noche, el salón se llenaba con las encantadoras melodías del arpa de Tegid. Era una verdadera delicia escuchar en compañía de amigos las historias que los reyes de Albión habían oído desde tiempos inmemoriales. Yo disfrutaba de cada segundo.

Cuando estaba ya cercano el día de la boda de Cynan y Tángwen, Tegid nos confesó que estaba componiendo una canción especialmente para tal ocasión. Al preguntarle de qué trataría, se limitó a decir que era una antigua y hermosa historia que colmaría de felicidad a quienes la oyeran.

Entretanto, Goewyn y Tángwen se dedicaban a los preparativos de la ceremonia. Pasaban mucho tiempo juntas y parecían gozar de su mutua compañía. Me parecía que formaban una notable y curiosa pareja y juzgaba que Cynan y yo éramos los hombres más afortunados de Albión y que podíamos sentirnos orgullosos de tenerlas por esposas.

Cynan estaba encantado con su elección y comentaba a menudo la feliz casualidad que había conducido a Tángwen hasta su puerta.

–Podía haber ido a parar a cualquier otro lugar -decía-, pero por suerte vino a parar aquí, conmigo.

A mí me parecía aquello algo más que una simple casualidad, pero ¿qué importaba? Si Cynan quería creer que había sido el destino quien la había conducido hasta él, ¿qué derecho tenía yo a desengañarlo?

En todos los asuntos, Tángwen se las había arreglado para convertirse en el centro de la casa de Cynan. La timidez y la humildad no eran modo alguno rasgos de su personalidad; era inteligente, capaz, y no intentaba simular una docilidad y una modestia que no poseía. Sin embargo, había en ella algo raro…, una especie de impulso extrañamente reprimido. A menudo se mantenía apartada mientras Tegid cantaba y miraba desde las sombras con una expresión casi burlona, irónica, como si despreciara nuestra compañía o desdeñara los placeres de la reunión. Otras veces parecía olvidarse de sí misma y participaba contenta de las veladas. Me parecía como si estuviera siguiendo las directrices de un plan más que los dictados de su propio corazón. Y no era yo el único en notarlo.

–En su alma hay algo oscuro y escondido -me comentó Goewyn una noche cuando nos hubimos retirado a nuestros aposentos-. Se siente confundida e infeliz.

–¿Infeliz? ¿De verdad lo crees? A lo mejor es que tiene miedo de resultar herida otra vez -sugerí yo.

Goewyn sacudió la cabeza ligeramente.

–No, creo que quiere sinceramente ser amiga mía; pero hay en ella una frialdad y una dureza que se lo impide. A veces desearía llegar al fondo de su corazón y sacarlo a la luz. Creo que entonces se sentiría mucho mejor.

–Quizás es su forma de ocultar el dolor.

Goewyn me dirigió una extraña mirada.

–¿Por qué dices que ha resultado herida?

–Bueno -repuse despacio-, Cynan me dijo que el padre de Tángwen había sido asesinado en una batalla contra Meldron. Supongo que ella todavía arrastra ese dolor, lo mismo que otros muchos que hemos encontrado en nuestro viaje.

–A lo mejor -asintió Goewyn con aire meditabundo.

–¿Crees que puede ser otra cosa?

–No -respondió tras unos momentos-. Debe de ser eso. Estoy segura de que estás en lo cierto.

Los días se iban acortando a medida que se acercaba el alban ardduan y la boda de Cynan. Los guerreros galanaes y la Bandada de Cuervos habían llenado las cocinas con variadas piezas de caza y los cocineros mantenían los hornos calientes, mientras preparaban la comida del banquete. El cervecero y sus ayudantes, en previsión de una enorme demanda del fruto de su trabajo, trajinaban incansablemente llenando las tinajas de aguamiel y cerveza. La víspera de la boda se sacrificaron los cerdos engordados para la ocasión y a la mañana siguiente nos despertó el aroma del asado.

Tras desayunar un poco de pan y agua, nos ataviamos con las ropas de fiesta y nos reunimos en el salón, ansiosos de que la fiesta comenzara. En los soportes de hierro chisporroteaban numerosas antorchas que desvanecían las sombras de todos los rincones. Aquel día iban a permanecer encendidas de alba a alba para cumplir el ritual del alban arddan.

Cynan compareció primero, ataviado elegantemente con unos breecs rojos y naranjas y un siarc amarillo. Llevaba un manto a rayas azules y blancas y ostentaba el enorme broche de oro de su padre. Se había cepillado la roja barba y se había anudado su espesa cabellera roja en la nuca. Sus torques de oro y plata bruñida brillaban como espejos. Estaba inquieto y no cesaba de tocarse el cinturón y ajustarse el manto.

–Jamás se ha visto en Albión un novio con un aire tan regio -le dije-. Estate quieto de una vez. ¿Quieres que ella crea que se casa con un manojo de nervios?

–¿Por qué tarda tanto? – preguntó observando nerviosamente el salón por tercera vez en pocos momentos.

–Tranquilo -repuse-. Si has soportado tu soledad tanto tiempo, puedes soportarla un poquito más.

–¿Habrá cambiado de opinión?

–Goewyn está con ella -lo tranquilicé-. No cambiará de opinión.

–¿Por qué tardan tanto? – repitió estirando el cuello para inspeccionar otra vez el salón-. ¡Ahí están! – exclamó apresurándose a salir corriendo.

–Tranquilízate; es Tegid.

–¡Vaya, sólo Tegid! – y se tocó otra vez como si estuviera buscando algo de su persona que se le hubiera perdido.

–¿Qué aspecto tengo?

–Oh, para mi gusto muy guapo. Ahora estate quieto de una vez, que estás haciendo un agujero en el suelo.

–¿Qué significa eso de «sólo Tegid»? – preguntó el bardo.

–No le hagas caso -le dije a Tegid-. Cynan no está hoy en sus cabales.

–Me arde la garganta -se quejó Cynan-. Necesito un trago.

–Luego; después de la boda.

–Sólo una copa.

–Ni una gota siquiera. No deseamos que el rey de los galanaes se caiga redondo al suelo durante su boda.

–¡Te digo que me muero de sed!

–Entonces, procura hacerlo en silencio.

–Ahí están -terció Tegid.

Y en aquel preciso instante se oyó un murmullo en el otro extremo del salón. Cynan y yo nos volvimos y vimos que efectivamente Goewyn y Tángwen se acercaban.

La novia de Cynan era una auténtica visión, un resplandor de salvaje belleza: dos largas trenzas entretejidas con cintas de oro pendían de sus sienes y se perdían en la lujuriosa cascada de flameantes rizos que le caían sobre los hombros. Llevaba un manto carmesí y una túnica de color albaricoque sobre una camisa de color salmón. Iba descalza y en ambos tobillos llevaba gruesos brazaletes de oro que despedían destellos a cada paso. Sobre su pecho resplandecía un espléndido broche de plata: un aro rodeado de fulgurantes gemas de color rojo, suspendido por una fina cadena de plata del prendedor, una hermosa piedra de brillante color azul. Sin duda, aquella magnífica joya era el más preciado tesoro de su padre.

Cynan no pudo dominarse por más tiempo. Salió al encuentro de ella, la rodeó con sus brazos y poco menos que la trajo en volandas a donde estábamos nosotros, junto a la enorme chimenea central.

–¡Qué mayor alegría para un hombre que la de abrazar a una hermosa mujer, en un resplandeciente salón rodeado de sus jefes de batalla! – exclamó.

Luego besó a Tángwen y declaró solemnemente:

–Hoy es el día más feliz de mi vida.

Tángwen lo atrajo hacia sí y le dio un ardiente y prolongado beso en los labios.

–Vamos, Tegid -dijo Cynan-. Aquí está la novia; el salón está repleto y el banquete aguarda. ¡Lleva a cabo de una vez el rito para que podamos disfrutar de la fiesta!

Con la vara en alto y voz potente Tegid rogó a los reunidos que fueran testigos del matrimonio de Cynan y Tángwen. Los asistentes se apresuraron a acercarse y la ceremonia comenzó. La boda fue más o menos como la mía; los novios se intercambiaron regalos y prendas y compartieron el bol. Sentí en la mía la mano de Goewyn, que acercó los labios a mi oreja y me musitó su amor mordisqueándome el lóbulo al apartarse.

La ceremonia concluyó con los tres rituales golpes de vara del Bardo Supremo. Cynan soltó un alarido y cogió en brazos a la novia. La llevó hasta la mesa y la sentó encima.

–¡Compatriotas y amigos! – exclamó-. ¡Aquí tenéis a mi esposa! ¡Saludadla todos como reina de los galanaes!

Los galanaes saludaron a su reina con un coro de gritos que atronó el salón. Tángwen, con el rostro arrebolado de felicidad, sonriente, radiante, se puso en pie sobre la mesa para recibir las aclamaciones de su pueblo. La alegría que expresaba su cara se trocó de pronto en triunfo, como si acabara de ganar una reñida campaña.

Cynan le tendió los brazos y ella se dejó caer en ellos. Se abrazaron ante el general griterío. Después, el rey ordenó que trajeran cerveza para que todos brindaran por la salud y la felicidad de la pareja. El cervecero y sus hombres portaron la primera tinaja que colocaron junto a la chimenea. Copas y vasijas se hundieron en ella para salir llenas a rebosar. Alzamos las copas y las voces.

–¡Sláinte! ¡Sláinte mör! – gritamos brindando por la vida, la salud, la felicidad y la prosperidad del reinado de Cynan.

Afuera comenzó a nevar. El viento helado azotaba las montañas, arrastrando la nieve que caía de un pálido cielo. Dentro, en el salón, comenzó la fiesta: portaron en sus espetones olorosos cuartos de venado y cerdo, bandejas de panes de todas clases; enormes quesos de color amarillo pálido y montones de crujientes manzanas. Comimos, bebimos y charlamos, y seguimos comiendo y bebiendo, disfrutando del oscuro día en el iluminado salón rodeados de amigos y abundancia. Cuando hubimos comido hasta la saciedad, alguien pidió una canción. Tegid cogió el arpa y se colocó junto a la chimenea en el centro del salón.

Hizo sonar una cuerda y aguardó a que todos encontraran acomodo y a que la concurrencia se callara. Poco a poco se fue haciendo el silencio en el salón. Entonces el bardo alzó la voz y dijo:

–Es justo celebrar la unión de un hombre y una mujer con boda, banquetes y canciones, más aun que celebrar las victorias de los guerreros y las conquistas de los reyes. Es justo prestar atención a las leyendas de nuestro pueblo, porque así aprendemos quiénes somos y qué se nos exige en esta vida y en la del más allá. En este día más que en ningún otro, cuando arde la luz del alban ardduan en las alturas, es justo que nos entreguemos a la diversión, es justo acercarse al hogar para escuchar las canciones de nuestra estirpe. Reuníos y escuchad, pues, cuantos queráis oír el relato de una historia verdadera; escuchad con los oídos, Hijos de Albión, y escuchad también con vuestros corazones.

Tras estas palabras, inclinó la cabeza y guardó silencio. Después, acarició con los dedos las cuerdas del arpa, hizo surgir del aire una melodía, tomó aliento y empezó a cantar.

10

EL HIJO DEL PODEROSO REY

Las dulces notas del arpa se derramaron como monedas de los dedos de Tegid; como brillantes chispas surgidas del vigoroso fuego subieron en vistoso remolino hacia las sombras del tejado. La voz del Bardo Supremo se alzó para unirse a la melodía del arpa y ambas se hermanaron en una armonía sin par, mientras Tegid comenzaba a cantar la historia que había preparado para el alban ardduan. Y la canción decía así:

–En los primeros días de la existencia del hombre, cuando el rocío de la creación brillaba todavía sobre la tierra, había un rey que gobernaba muchos reinos y dominaba muchos clanes. El rey se llamaba Cadwallon y gobernó larga y sabiamente, incrementando la fortuna de cuantos estaban bajo su protección. El rey tenía por costumbre subir todas las noches al montículo de las asambleas, que se alzaba junto a su fortaleza, y contemplar sus tierras para ver personalmente cómo andaban los asuntos de su pueblo. Y sucedió que…

»Un atardecer, mientras Cadwallon estaba sentado en el montículo mirando sus tierras, cayó en la cuenta de que sus dominios habían crecido demasiado. "Ya no puedo ver los límites de mi reino, ni puedo contar el número de sus habitantes; mi bardo tardaría tres días enteros en enumerar el nombre de las tribus. Sería vergonzoso -pensó- que si algún contratiempo nos amenazara, no tuviera tiempo de prevenirlo e impedir que cayera sobre mi pueblo. Y no sería difícil que tal eventualidad ocurriera, porque mi reino ha crecido demasiado como para que lo pueda gobernar sólo un rey. Así pues, debo encontrar a alguien que me ayude a gobernar y a mantener la paz en mi pueblo."

»Y aconteció que no faltaban hombres deseosos de convertirse en reyes y ayudarlo en las tareas de gobierno. Pero por desgracia, no a todos les importaba tanto el bienestar de los clanes como a Cadwallon, y al poderoso rey le afligía la idea de que un hombre egoísta se convirtiera en un tirano con su consentimiento. Así que se retiró al montículo del gorsedd para meditar: "No bajaré hasta que haya descubierto una solución al problema".

»Durante tres amaneceres y tres crepúsculos, Cadwallon permaneció allí; y pasaron tres más y luego otros tres, hasta que al anochecer del noveno día se le ocurrió una manera de determinar quién de sus hombres era digno de ayudarlo. Se levantó y regresó lleno de confianza a su fortaleza.

»Al día siguiente envió mensajeros a los cuatro puntos cardinales de su reino con el siguiente mensaje: "Nobles, el poderoso rey os invita a servirlo durante una estación y a descansar en su palacio donde se celebrarán fiestas y juegos y donde no cesarán las rondas de copas de aguamiel".

»Cuando los capitanes hubieron recibido la invitación se apresuraron a acudir junto a su señor. Y cuando vieron la abundancia de comida y bebida dispuesta en su honor se sintieron profundamente complacidos, y exclamaron que Cadwallon era, con seguridad, el más benévolo y generoso de todos los señores.

»Después de que se hubieran sentado a la mesa según sus rangos, dio comienzo el festín. Comieron y bebieron cuanto quisieron y tras haber satisfecho a placer el hambre, comenzaron a charlar, como es costumbre entre hombres, de las diferentes aventuras que les habían acontecido. Hablaron uno tras otro y cada uno de ellos contó su mejor historia para delicia de los demás.

»El poderoso rey escuchó la charla preocupado, mientras miraba fijamente el fondo de su copa. Cuando le preguntaron el porqué de su expresión, el poderoso rey respondió:

»"Hemos escuchado muchas historias, pero ninguna tan extraña como la que os voy a explicar. De todas las aventuras que habéis relatado, la mía es la más misteriosa. Daría mi vida porque alguno fuera capaz de explicarme su significado."

»"Afortunado tú, oh rey, si ése es todo el motivo de tu preocupación replicaron los nobles-. Estamos dispuestos a cumplir tu deseo. Cuéntanos tu historia y enseguida libraremos a tu corazón de ese peso."

»"Escuchadme pues -dijo el rey-, pero no creáis que vais a descubrir el significado de mi relato tan fácilmente como imagináis, porque estoy convencido de que la historia os causará no poca consternación antes de que llegue a su fin."

»"Has de saber, poderoso rey, que no tenemos miedo a nada. Además, tus palabras han despertado nuestra curiosidad. Habla con toda tranquilidad pues nada puede consternarnos."

»"Sin duda sabéis perfectamente lo que decís", musitó el rey.

»Y a continuación comenzó a relatar su aventura:

»"Yo no he sido siempre el rey que contempláis ahora -dijo Cadwallon a sus capitanes-. En mi juventud era fogoso y arrogante pues suponía que nadie podía vencerme con las armas. Pensando que ya había realizado todas las hazañas posibles en este reino, me encaminé a salvajes territorios muy alejados de las regiones que conocemos. Deseaba ganar gloria y fama con mi destreza en las armas, ansiaba oír mi nombre alabado en imperecederas canciones."

»"¿Qué sucedió? – lo interrumpieron los nobles-. ¿Qué hallaste en esos territorios?"

»"Encontré el más hermoso valle que jamás nadie haya podidocontemplar. Árboles de todas clases crecían en los bosques, y un ancho río corría por el valle. Crucé el río, hallé un sendero y llegué a una inmensa llanura repleta de toda clase de flores. Como el sendero proseguía, me dispuse a seguirlo. Cabalgué tres días y tres noches y al fin llegué a una espléndida fortaleza junto a un turbulento mar azul.

»"Al acercarme a la fortaleza topé con dos muchachos, de cabellos tan negros que me hicieron pensar en las alas de los cuervos; ambos iban ataviados con elegantes ropajes y mantos de color verde, y llevaban al cuello torques de plata. Los dos portaban arcos de asta con cuerdas de tendones de ciervo y saetas de marfil de morsa con puntas de oro y plumas de águila. Sus cinturones eran de plata y sus cuchillos de oro, y estaban disparando flechas contra un escudo cubierto por una piel de buey.

»"A cierta distancia había un hombre con los cabellos tan blancos que me hicieron pensar en las alas de los cisnes. Llevaba los cabellos y la barba pulcramente arreglados y lucía una torque de oro en el cuello. Su manto era azul y su cinturón y buskins de fino cuero marrón. Cabalgué al encuentro de aquel hombre con un saludo en los labios, pero fue tan cortés como para saludarme él antes de que yo pudiera hablar y me invitó a entrar en la fortaleza, cosa que yo ansiaba hacer pues era una auténtica maravilla. Allí vi otros hombres y observé enseguida que era un pueblo muy próspero porque el último de ellos hacía gala de la misma riqueza que mi huésped, y el más poderoso no parecía ni tres veces más rico que el más modesto.

»"¡Cinco jóvenes se hicieron cargo de mi caballo y lo atendieron mejor que los más diligentes mozos que jamás hubiera conocido. Luego el hombre me condujo al palacio construido sobre pilares de oro y cubierto con un techo de moteadas plumas de pájaros. Dentro, atractivos hombres y hermosas mujeres conversaban plácidamente, cantaban, jugaban, se divertían. Veinte doncellas cosían junto a los ventanales y la menos agraciada de ellas era mucho más bella que cualquiera de las doncellas de la isla de la Fuerza. Cuando entramos en el palacio, las doncellas se levantaron para saludarme y me dieron la bienvenida con exquisita amabilidad.

»"Cinco me quitaron los buskins y me cogieron las armas, otras cinco me despojaron de mis gastadas ropas de viaje y me vistieron con ropas nuevas: siarc, breecs y un manto de fino tejido. Otras cinco cubrieron la mesa con un hermoso mantel y otras cinco trajeron comida en cinco enormes bandejas. Las cinco que me habían quitado los buskins y las armas trajeron suaves cojines para que me sentara, y las cinco que me habían vestido me acompañaron a la mesa.

»"Me senté al lado del hombre que me había conducido a la fortaleza y el resto de la rutilante concurrencia se sentó a nuestro alrededor. No había en la mesa ni una sola copa, bol o bandeja que no fuera de oro, plata o asta. Y la comida… ¡qué comida! Jamás había probado manjares tan deliciosos al paladar y tan saludables para el estómago como los que comí en aquel salón en tan espléndida compañía.

»"Mientras estuvimos comiendo nadie me dirigió ni una sola palabra. Al cabo de un rato, cuando el hombre sentado a mi lado se dio cuenta de que había acabado de comer se volvió hacia mí y me dijo:

»'"Veo que preferirías hablar mejor que comer.'

»"'Señor -repuse-, ya es hora de que hable con alguien. Incluso los mejores manjares son pobres si se comparten en silencio.'

»"'Bueno -respondió el hombre-, no queríamos molestarte mientras comías. Pero si hubiese sabido que eras de esa opinión, te habríamos hablado mucho antes. Charlemos pues ahora, si nada te lo impide.'

»"Y me preguntó quién era y qué misión me había llevado hasta ellos.

»"'Señor -contesté-, tienes ante ti a un hombre muy diestro en el manejo de las armas. Recorro los desconocidos territorios del mundo con la esperanza de encontrar alguien que pueda vencerme. Porque en verdad te diré que no me divierte en absoluto vencer a hombres menos diestros que yo, y hace mucho tiempo que en mi país no existe guerrero capaz de proporcionarme la diversión que anhelo.'

»"'Amigo mío -repuso el hombre, con una sonrisa-, me encantaría satisfacer tu deseo si no creyera que podrías salir perjudicado.'

»"Sus palabras causaron en mí profunda decepción, y el señor, al ver la expresión de mi rostro, añadió:

»'"Sin embargo, puesto que prefieres el peligro a la prudencia, voy a decirte algo. Prepárate.'

»'"Señor, estoy preparado', fue mi respuesta.

»'"Escúchame, pues, con atención, porque sólo te lo explicaré una vez. Pasa aquí la noche, levántate mañana al alba y toma el sendero que te condujo a esta fortaleza hasta que llegues a un bosque. El sendero se interna en el bosque y a poca distancia se bifurca; toma el camino de la izquierda y síguelo hasta que llegues a un claro en el centro del cual se alza un montículo. Sobre el montículo verás a un hombre enorme. Pregúntale adónde debes dirigirte y, aunque a menudo se muestra descortés, creo que te dirá dónde encontrar lo que buscas.'

»"La noche me pareció interminable. Ni todos los días del mundo hasta el fin de los siglos me habrían parecido más largos. Siempre que alzaba los ojos al cielo me parecía que la mañana estaba aún más lejos que la última vez que había mirado. Sin embargo, al fin vi que el cielo griseaba en el este y supe que la noche había terminado. Me levanté, me vestí, monté a caballo y me puse en camino. Hallé el bosque y hallé la bifurcación de caminos; tomé el de la izquierda y hallé el claro con el montículo en el centro, tal como el poderoso señor lo había descrito.

»"Había un hombre sentado sobre el montículo. Mi huésped me había dicho que era enorme, pero en verdad era más grande de lo que había imaginado… y mucho más feo. Tenía sólo un ojo en medio de la frente, y sólo un pie; espesos pelos le cubrían la cabeza, los hombros y los brazos. Llevaba una lanza de hierro que hubiera resultado pesada para cuatro guerreros y que el hombre blandía como si nada. En torno al hombre, y sobre y alrededor del montículo, pacían ciervos, cerdos, ovejas y animales salvajes de todas clases… ¡los había a miles!

»" Saludé al Guardián del Bosque y recibí una respuesta malhumorada, cosa que ya me esperaba; le pregunté luego qué poder tenía sobre los animales que se apiñaban alrededor. De nuevo recibí una respuesta malhumorada:

«"'Hombrecillo -se mofó-, si no lo sabes debes de ser sin duda el más lerdo de toda tu especie. No obstante, te demostraré el poder que poseo.'

»"El peludo gigante alzó la lanza y la disparó contra un ciervo. La lanza dio en el blanco y el animal se derrumbó; los mugidos del ciervo sacudieron los árboles e hicieron que se moviera la tierra bajo mis pies. Toda clase de animales salvajes acudieron al oírlo desde los cuatro puntos cardinales del mundo. Acudieron a miles y miles, de modo que a mi caballo, rodeado de pronto por lobos, osos, ciervos, nutrias, zorros, tejones, ardillas, ratones, serpientes, hormigas, etcétera, apenas le quedaba sitio para moverse.

»"Los animales miraban al gigantesco Guardián del Bosque como hombres leales que honraran a su señor; él les ordenó que pacieran y al instante las fieras le obedecieron.

»"'Bueno, hombrecillo -me dijo-, ya has visto el poder que ostento sobre los animales. Pero creo que no has venido hasta aquí para admirar mi poder, por muy grande que sea. ¿Qué es lo que quieres?

»"Le expliqué quién era y qué estaba buscando, y me respondió groseramente que me largara. Pero yo insistí y finalmente me dijo:

»"'Bueno, si eres tan estúpido como para andar buscando semejante cosa, no voy a ser yo quien te lo impida. Sigue el sendero que encontrarás al final del claro -añadió alzando la lanza de hierro y señalando la dirección que debía tomar-. Al cabo de un rato encontrarás una montaña; sube por la ladera hasta la cima y desde allí verás una cañada tan impresionante como jamás en tu vida has visto. En el centro de esa cañada verás un tejo más viejo y alto que cualquiera de los de tu mundo. Bajo las ramas del tejo hay un estanque, junto al estanque una piedra y sobre la piedra una vasija de plata con una cadena que lo sujeta a la piedra. Coge la vasija, si es que te atreves, llénala de agua y viértela sobre la piedra. No me preguntes lo que sucederá a continuación, porque no voy a decírtelo aunque me lo preguntes durante mil años.'

»'"Gran señor -repuse-, no soy de esa clase de hombres que se amilanan así como así. Tengo que saber lo que sucederá a continuación aunque deba permanecer aquí durante miles de años.'

»"'¿Habrase visto hombre más ignorante e insensato que tú? – exclamó el Guardián del Bosque-. No obstante, te diré lo que sucederá a continuación: la peña atronará con tal fuerza que te parecerá que estallan los cielos y la tierra, y caerá una cascada de agua tan violenta y fría que probablemente no sobrevivirás. ¡Caerá un granizo tan grueso como hogazas de pan! No me preguntes lo que sucederá a continuación porque no voy a decírtelo.

»'"¡Poderoso señor! – dije yo-. Creo que ya me has dicho bastante. Puedo averiguar el resto por mí mismo. Gracias por tu ayuda.'

»"'¡Ah! – exclamó él-. No tienes por qué dármelas, pues la ayuda que te he proporcionado probablemente será tu perdición. Espero no volver a encontrarme jamás con un hombre tan insensato como tú. ¡Adiós!'

»" Seguí el camino que me había indicado y cabalgué hasta la cima de la montaña desde la cual divisé la enorme cañada y el tejo. El árbol era más alto y viejo de lo que me había dicho el Guardián del Bosque. Me acerqué al árbol y encontré el estanque, la piedra, la vasija de plata y la cadena…, tal como él me había descrito.

»"Ansioso de probar mi destreza, no perdí un segundo; cogí la vasija, la llené con agua del estanque y la vertí sobre la piedra. Al instante resonó un trueno más fuerte de lo que el poderoso señor me había dicho, y después cayó un granizo tan grande como hogazas de pan. A decir verdad, amigos míos, si no me hubiera metido bajo la peña no estaría aquí ahora para contároslo. Aun así, estaba a punto de perder la vida cuando la granizada cesó de golpe. Al tejo no le quedaba ni una sola hoja verde, pero el tiempo había aclarado y una bandada de pájaros se posó en las desnudas ramas y comenzaron a cantar.

»"Estoy seguro de que ningún hombre ha oído jamás una música más dulce y conmovedora que aquélla. Pero cuando más estaba disfrutando de ella, oí unos lastimeros gemidos que fueron aumentando hasta resonar en toda la cañada. Y los gemidos se transformaron después en palabras.

»'"Guerrero, ¿qué quieres de mí? ¿Qué mal te he infligido que te ha empujado a hacerme a mí y a mi reino lo que has hecho?

»'"¿Quién eres, señor? – pregunté yo-. ¿Qué mal te he causado?

»"La quejumbrosa voz respondió:

»"'¿No sabes acaso que a causa de la lluvia que has provocado tan imprudentemente no ha quedado en mi reino ni un hombre ni un animal vivos? Lo has destruido todo.'

»"Tras estas palabras apareció un guerrero montado en un caballo negro y ataviado también él de negro; su lanza y su escudo eran negros y negra asimismo, desde la empuñadura a la punta, la espada que pendía de su cadera. El corcel negro pateó el suelo con sus negras pezuñas y sin más palabras el guerrero se lanzó contra mí.

»"Aunque había aparecido de forma brusca, yo estaba preparado. Pensando que al fin iba a conseguir imperecedero renombre, blandí mi lanza y ataqué. Confiaba plenamente en la fuerza de mi caballo y en el rápido avance del imponente guerrero. Pero aunque mi ataque fue más hábil que los mejores que jamás hubiera llevado a cabo, fui rápidamente derribado del caballo y arrojado ignominiosamente al suelo. Sin mirarme y sin dirigirme palabra alguna, mi negro enemigo pasó el astil de su lanza por la brida de mi caballo y se lo llevó abandonándome a mi suerte. Ni siquiera se tomó la molestia de hacerme prisionero o despojarme de mis armas.

»"De este modo, me vi obligado a volver por el mismo camino que había tomado antes, y cuando llegué al claro del Guardián del Bosque por poco me fundo de vergüenza ante los insultos que me dirigió. Dejé que me denostara cuanto le viniera en gana y desde luego lo hizo con singular elocuencia. Luego, suspiré y me dispuse a regresar a la espléndida fortaleza junto al mar.

»"Fui recibido más calurosamente aún que la primera vez y me sirvieron manjares si cabe aún más deliciosos. Conversé con placer con los hombres y mujeres de aquel hermoso lugar y ellos charlaron afectuosamente conmigo. No obstante, nadie hizo mención alguna de mi viaje al reino del Caballero Negro, y yo tampoco. La vergüenza que sentía era tan grande como mi perdida arrogancia.

»"Pasé la noche allí y cuando me levanté encontré un hermoso caballo bayo con crines del color del liquen rojo. Cogí mis armas, me despedí del señor de aquel lugar y regresé a mi reino. Todavía hoy conservo aquel caballo y no miento al deciros que preferiría perder mi mano derecha antes que desprenderme de él."

»Después, el rey alzó los ojos y miró a su alrededor.

»"Pero de verdad os aseguro que daría la mitad de mi reino al hombre que pudiera explicarme el significado de mi aventura."

»De este modo terminó Cadwallon su extraña historia. Sus nobles se quedaron asombrados no sólo por la humildad de su rey, que les había contado una historia de la que tan malparado había salido, sino por los extraños hechos narrados. Entonces, tomó la palabra un valiente guerrero llamado Hy Gwyd:

»"Nobles -dijo-, nuestro señor nos ha relatado una historia muy interesante. Y, si no estoy equivocado, nuestro poderoso rey nos ha lanzado además un reto: que descubramos el significado de su extraña aventura. Por tanto, comportémonos como deben hacerlo los hombres valientes; afrontemos el reto del rey y descubramos el significado de la historia."

»Los nobles discutieron el asunto entre ellos. Hablaron largo y tendido porque no todos estaban de acuerdo con Hy Gwyd. Finalmente decidieron que no era prudente entremezclarse en misterios como aquél, y que era mejor dejar las cosas como estaban. Y sin más se entregaron de nuevo al placer de la fiesta y del banquete. Pero Hy Gwyd, tan ambicioso como inteligente, no estaba dispuesto a abandonar la batalla y continuó argumentando y argumentando hasta que al fin logró convencer a un amigo, un guerrero llamado Teleri.

»Así, mientras los demás comían y bebían, los dos guerreros salieron del palacio. Ensillaron sus caballos, empuñaron sus armas y salieron del caer de Cadwallon para resolver el misterio. Cabalgaron leguas y más leguas en busca de los extraños territorios que el rey había descrito. Y finalmente dieron con el bosque y con el sendero, y supieron con certeza que era el mismo bosque y el mismo sendero de los que les había hablado Cadwallon.

»Siguieron el sendero, llegaron al maravilloso valle, cruzaron el ancho y refulgente río y encontraron el camino hacia la interminable llanura repleta de flores de todas clases. Mientras la atravesaban, la fragancia de las flores colmaba sus pulmones y la maravilla del paisaje, sus ojos. Cabalgaron tres días y tres noches y al fin llegaron hasta la espléndida fortaleza, junto a un turbulento mar de un intenso color azul.

»Dos muchachos con torques de plata y arcos de asta estaban disparando flechas de marfil contra un escudo blanco, tal como Cadwallon les había contado. Un hombre de cabellos de oro contemplaba a los muchachos, y los tres saludaron calurosamente a los jinetes y los invitaron a cenar en la fortaleza. La gente que encontraron allí era más hermosa y las mujeres más encantadoras de lo que habían imaginado. Bellas mujeres se dispusieron a servirlos como habían servido a Cadwallon, y los manjares que comieron en el maravilloso palacio sobrepasaban en mucho cuantos habían probado hasta entonces. Cuando hubieron acabado de cenar, el señor que les había dado la bienvenida se dirigió a ellos y les preguntó qué misión los había llevado allí.

»"Estamos buscando al Caballero Negro que guarda el estanque", respondió Hy Gwyd.

»"¡Ojalá hubierais respondido cualquier otra cosa! – repuso el señor-. Pero si estáis decididos a buscar la verdad de este asunto, no voy a impedíroslo."

»Y a continuación les dio toda clase de detalles, como les había contado Cadwallon.

»Al alba, los dos amigos atravesaron aquel hermoso reino hasta llegar al claro donde encontraron al Guardián del Bosque en su montículo. El Guardián era más feo e impresionante de lo que habían imaginado. Siguiendo las desabridas indicaciones del huraño señor llegaron al valle más allá de la montaña donde se alzaba el tejo. Encontraron el estanque y la vasija de plata sobre la piedra. Teleri quería regresar por donde habían venido, pero Hy Gwyd se echó a reír y se burló de él:

»"No hemos llegado hasta tan lejos para darnos la vuelta -dijo-. Intuyo que triunfaremos donde nuestro rey fracasó; tenemos al alcance de la mano la ocasión de ser más grandes de lo que jamás fue Cadwallon."

»Tras estas palabras cogió la vasija, la llenó de agua y la vertió sobre la piedra. El trueno y la tormenta que siguieron fueron mucho más imponentes de lo que les había dicho Cadwallon. Pensaron que iban a morir y estaban sin duda a punto de hacerlo cuando el cielo se despejó y el tejo sin hojas se llenó de pájaros. Sus trinos eran más armoniosos y placenteros de lo que habían imaginado, pero, cuando estaban disfrutando con deleite de aquella música, comenzaron a oírse unos gemidos tan quejumbrosos que parecía como si el mundo estuviera agonizando. Los dos guerreros aguzaron la mirada y vieron que se aproximaba un solitario jinete: era el Caballero Negro, cuya aparición les había sido anunciada.

»El Caballero Negro los miró tristemente y les dijo:

»"Hermanos, ¿qué queréis de mí? ¿Qué daño os he infligido para que desearais hacerme a mí y a mi reino lo que nos habéis hecho?"

»"¿Quién eres, señor? – preguntaron los dos guerreros-. ¿Qué daño te hemos causado?"

»"¿No sabéis que a causa de la lluvia que tan imprudentemente habéis provocado no queda en mi reino hombre o animal alguno con vida? Lo habéis destruido todo."

»Los dos guerreros se miraron uno a otro meditando qué debían hacer.

»"Hermano -comentó Teleri-, necesitamos un plan, porque todo está ocurriendo tal como nos contó el rey y no estamos más cerca de descubrir el misterio que cuando emprendimos la aventura. Propongo que regresemos antes de que nos sobrevenga alguna desgracia."

»"¡No puedo dar crédito a lo que oigo! – se mofó Hy Gwyd-. Estamos a punto de ganar una gloria y un poder inmensos. Átate una lanza a la espalda si es necesario, pero sígueme. No podemos regresar."

»Con estas palabras, Hy Gwyd alzó el escudo y blandió la lanza. Cuando el Caballero Negro vio que estaban dispuestos a enfrentarse con él, los atacó derribándolos con la misma facilidad que si hubieran sido tiernos infantes. Luego hizo el gesto de arrebatarles los caballos; pero los dos amigos, adiestrados por lo que le había pasado al rey, saltaron a una, agarraron la lanza del enemigo y lo derribaron de su montura. El Caballero Negro logró ponerse de rodillas y desenvainó la espada. Pero Hy Gwyd fue más rápido.

»Alzó la espada y la dejó caer: rodó la cabeza del Caballero Negro y su cuerpo se desplomó como si fuera un roble caído. Hy Gwyd envainó la espada, jadeante pero muy satisfecho de sí mismo.

»"Lo hemos conseguido, hermano -dijo-. Hemos triunfado donde fracasó nuestro rey. Nos hemos ganado fama y renombre al demostrar que somos más diestros que él."

»Teleri estaba aún intentando recobrar el aliento para responder, cuando se oyeron unos lamentos aún más quejumbrosos que los gemidos del Caballero Negro, y fueron aumentando hasta convertirse en un agudo gemido. Expresaban tanta pena y dolor que parecía que iban a arrancar lágrimas incluso de las piedras. Si toda la tristeza del mundo se expresara de pronto en una voz, no podría resultar tan conmovedora. Los dos guerreros creyeron que no podrían sobrevivir al violento ataque de tanto dolor.

»Miraron a su alrededor para dar con el origen de aquel grito y vieron una mujer arrastrándose cerca de donde estaban, y ¡oh!… era lo más horrible que habían visto en su vida. Si toda la belleza de las mujeres del mundo se marchitara de pronto y recayera en el descarnado cuerpo de la más repulsiva anciana, el resultado no podría dar idea de la fealdad que ambos jóvenes contemplaban. La cara de la mujer era una masa arrugada; dientes negros y torcidos le asomaban entre los labios partidos. Sus fláccidas carnes eran una masa de llagas agusanadas; piojos y gusanos pululaban entre sus cabellos. Los sucios andrajos que colgaban de su repulsivo cuerpo habían sido en otro tiempo hermosos vestidos.

»Los gemidos de dolor seguían saliendo de la garganta de aquella horripilante mujer, más y más quejumbrosos a medida que se acercaba. Cuando llegó al estanque, miró el cadáver del Caballero Negro y sus gemidos se hicieron aún más agudos. Los pájaros cayeron muertos de los árboles ante tan conmovedor sonido.

»"¡Malditos seáis! – exclamó, mientras lágrimas de tristeza le resbalaban por sus arrugadas mejillas-. ¡Miradme! Antes era hermosa y ahora soy horrible. ¿Qué va a ser de mí?"

»"Señora, ¿quién eres? – preguntó Teleri-. ¿Por que nos maldices?"

»"¡Habéis matado a mi marido! – repuso la espantosa mujer-. ¡Me habéis arrebatado a mi esposo y me he quedado sola y abandonada! – Se inclinó hacia el cadáver, cogió la degollada cabeza por los cabellos y la besó en la boca-. ¡Malditos! ¡Malditos! Mi señor ha muerto. ¿Quién cuidará de mí ahora? ¿Quién será mi consuelo y ayuda?"

»"Tranquilízate, si puedes -dijo Teleri-. ¿Qué quieres de nosotros?"

»"Habéis asesinado al Guardián del Estanque -dijo el espantajo-. Era mi marido. Ahora uno de vosotros ha de ocupar su lugar. Uno de vosotros debe tomarme por esposa", añadió, acercándose a los guerreros.

»Despedía tal hedor que a los dos amigos les fallaron las piernas y se les revolvieron las tripas. Con los ojos enrojecidos por el llanto, moqueando y babeando, la vieja les tendió los brazos mostrando un cuerpo tan arruinado y repugnante que los dos guerreros cerraron los ojos para no vomitar.

»"¡No! – gritaron-. No te acerques más o nos desmayaremos."

»"¿Y bien? – preguntó la Bruja Negra-. ¿Quién de vosotros va a tomarme por esposa?"

»Se dirigió primero a Hy Gwyd y añadió:

«"¿Quieres abrazarme tú?"

»Hy Gwyd apartó la vista de ella.

«"¡Apártate de mí, bruja! – le gritó-. Jamás te abrazaré."

«Entonces ella se dirigió a Teleri.

«"Creo que tú eres más compasivo -le dijo-. ¿Quieres abrazarme tú?"

»El estómago de Teleri se revolvió; le sudaban las palmas de las manos y las plantas de los pies. Aspiró profundamente para no desmayarse.

«"Señora, es lo último que haría en mi vida", respondió.

«Al oírlo, la mujer comenzó a llorar otra vez y tan lastimeros eran sus gemidos que se oscureció el cielo, comenzó a soplar el viento, empezó a llover y retumbó en los cielos un trueno. Incluso la tierra tembló y todo el universo se tambaleó mientras los árboles se derrumbaban y las montañas se hundían en el mar.

»La repentina arremetida de la tormenta llenó de pavor a los dos guerreros.

»"Vayámonos de aquí a toda prisa -gritó Hy Gwyd-. Ya hemos llevado a cabo lo que vinimos a hacer."

»Pero, aunque estaba muerto de miedo, Teleri no quería abandonar a la mujer si estaba en su mano remediar su aflicción.

»"Señora -le dijo-, aunque se me abran las carnes, os abrazaré."

»"¡Estás loco, Teleri! – le gritó Hy Gwyd-. ¡Te la mereces!"

»Luego montó a caballo y se alejó a toda prisa en medio de la tempestad.

»Teleri reunió todo su valor y se acercó a la bruja. Le lloraban los ojos, pero no sabía si era por el asco que le producía su aspecto o por el hedor que despedía. Le temblaban los brazos y la fuerza se le escurría como agua. Creyó que su pobre corazón iba a estallarle por la vergüenza y la repugnancia que sentía.

»No obstante, logró alzar los temblorosos brazos y abrazar a la vieja. Sintió que los brazos de ella, fríos como el hielo, lo asían y que sus esqueléticos dedos se le hundían en la carne.

»"Mujer -dijo-, ya te he abrazado y ha sido sin duda un triste abrazo. Ni la helada muerte puede ser más desolada, ni la fría tumba más horrible."

»"Ahora debes acostarte conmigo", le dijo la bruja echándole en pleno rostro su fétido aliento.

»De cerca era, si cabe, más fea, más horripilante y más repulsiva aún.

«"¿Acostarme contigo?"

»Teleri casi perdió la razón. Pensó en huir, pero la Bruja Negra lo tenía bien agarrado y como no había escapatoria decidió hacer frente a la situación.

»"Creo que será un repugnante acoplamiento. Pero si te satisface, lo haré para complacerte, pero el buen Dios sabe que yo no encontraré placer en semejante unión."

»Teleri cogió a la Bruja Negra en sus brazos y yació con ella. Posó sus labios en la repugnante boca y la besó. Hicieron el amor, carne joven sobre quebradizo esqueleto, pero Teleri no pudo soportarlo y perdió el conocimiento.

»Cuando se despertó se encontró entre los brazos de la más hermosa doncella que jamás hubiera visto. Sus largos cabellos eran amarillos como el polen y sus brazos gráciles y flexibles, sus pechos firmes y sus piernas ágiles y largas. El joven se incorporó con un grito.

»"¿Dónde estoy? ¿Qué ha sido de la mujer que estaba aquí?"

»La doncella se sentó y sonrió, y a Teleri le pareció que hasta entonces no había visto el auténtico brillo del sol.

»"¿Cuántas mujeres necesitas?", le preguntó la muchacha, con una voz que era como la dulzura de la miel en la boca.

»"Señora -dijo Teleri-, tú eres la única mujer que necesito. Prométeme que nunca me dejarás."

»"Permaneceré siempre a tu lado, Teleri -respondió la joven-, pues, si no estoy equivocada, soy tu esposa y tú eres mi marido."

»"¿Cómo te llamas?", preguntó Teleri ante el absurdo de tener esposa pero desconocer su nombre.

»"Amado mío, mi nombre será el que te resulte más placentero al oído -respondió la joven con ternura-. Pronúncialo y así me llamaré para siempre."

»"Entonces te llamaré Arianrhod -dijo él-, porque es el nombre que más me gusta."

»Teleri atrajo hacia él a la joven y la abrazó; su piel era fina y suave y su contacto lo llenó de deleite. La besó y su alma se elevó en éxtasis. El amor que sentía no conocía límites.

»Luego se vistieron con ropajes dignos de reyes. Teleri encontró a su caballo pastando cerca y montó. Acomodó a su esposa delante de él y se alejó del estanque emprendiendo el regreso a su reino por el mismo camino por el que había venido.

«Tras varios días de viaje, Teleri y Arianrhod llegaron al caer de Cadwallon donde fueron calurosamente recibidos. Sus amigos celebraron la buena suerte que había tenido Teleri al encontrar una esposa tan bella y prudente.

«"Bienvenido a casa, Teleri -le dijo el rey Cadwallon-. Por fin has regresado. Empezaba a pensar que tendría que gobernar el reino yo solo, porque no encontraba a nadie digno de ayudarme."

«"¿Qué estás diciendo, señor? – preguntó Teleri-. Hy Gwyd se marchó antes que yo. Fue él quien mató al Caballero Negro."

«"Ah, pero no es Hy Gwyd quien está ante mí -repuso Cadwallon sacudiendo la cabeza lentamente-, ni tampoco es Hy Gwyd quien ha regresado tan espléndidamente ataviado y con una esposa tan hermosa y regia. El hombre del que hablas no ha vuelto y creo que jamás lo hará. Por tanto, no hablemos más de él, porque ya he hallado a quien merece más que ningún otro compartir mi trono, y a quien por esa razón deseo honrar por encima de todos los demás. Desde este día eres mi hijo y como tal gozarás de la bendición de mi poder y prosperidad."

»Tras estas palabras, el rey se quitó la torque de su garganta y se la puso a Teleri, confiriéndole así una dignidad real no menos soberana ni menos honorable que la suya. Teleri apenas podía dar crédito a su buena suerte.

»Cadwallon decretó una temporada de festejos en todo el reino y sembró general regocijo entre todos sus súbditos. Luego confió la mitad de sus territorios a Teleri y se retiró al otro confín de su reino desde donde contempló con deleite y alegría cuanto hacía Teleri. En efecto, el joven se reveló como un astuto e inteligente rey, y, a medida que creció su gloria, creció también la de Cadwallon. La fama de Teleri aumentó entre su pueblo de modo que el prestigio del poderoso rey se incrementó a través del de su hijo adoptivo.

»Por su parte, Teleri, sobradamente satisfecho con la parte que le había correspondido, procuró aumentar la fama de su poderoso protector entre los hombres. Pero de Hy Gwyd nunca más se supo ni nadie volvió a verlo jamás. Parecía como si nunca hubiera existido.

»Teleri y Arianrhod gobernaron muchos años con sabiduría, siempre exultantes de felicidad. El amor que se dispensaban fue creciendo hasta colmar de imperecedera ventura todo el país del poderoso rey.

»Aquí termina la historia del Hijo del Poderoso Rey. Que la escuche quien lo desee.