La vida está en otra parte.
Madrid, 1997-2002
Calle del Pez, Madrid, otoño de 1997. Interior, día.
—¿Dónde está papá?
Alegre cocina alicatada de azul. Luz aterciopelada, cálida, generosa, entrando a manos llenas por las ventanas, por los balcones, luz por todas partes, el piso entero era una piscina de luz. Se oía la esquila del convento de San Plácido.
Con una mano, yo le daba cucharaditas de yogur a Eloísa, sentada en la trona. La otra la tenía posada sobre un libro. Lo palpaba, lo sopesaba, aspiraba el olor a papel, a tinta. Contemplaba su elegante cubierta en blanco y negro, con el título, Último domingo en Londres, en rojo, y el nombre de la autora también en rojo. En rojo y en mayúsculas: LAURA FREIXAS.
Poblar el mundo. Crear algo nuevo y darle cuerda, para que viva por su cuenta. Una hija, una novela. Mi existencia, justificada por partida doble.
—¿Querrás otro yogur? Procura no mancharte.
—¿Dónde está papá?
—En Lisboa, ya te lo he dicho.
—¿Todavía? Pero ¿estáis casados o qué?
Interior, noche.
Acurrucados en nuestro nuevo sofá, enorme, comodísimo, de un color rojizo, terracota, con cojines a juego, Étienne y yo hablábamos.
¿De qué? De lo de siempre.
—¿Tú crees que esto de Lisboa se va a prolongar mucho tiempo?
—No lo sé, darling. —¿Había un deje de irritación en su voz, o eran imaginaciones mías?—. Hasta que las sucursales portuguesas funcionen solas.
—Y… no sé, pero… si se va a prolongar mucho… ¿no valdría la pena que nos fuéramos nosotras allí contigo?
Lisboa. La ciudad un poco antigua, provinciana, polvorienta, con sus tranvías renqueantes y sus viejas barberías. Las fachadas rosas, verdes, amarillas, y el majestuoso Tajo plateado. Las casas trepando por Alfama y Morería hasta el castillo de San Jorge. (Mi segunda novela, en la que estaba trabajando, ¿la podría publicar si vivía en Lisboa? Claro, ¿por qué no?). El barrio de Lapa, sus palacetes con buganvilias, las calles estrechas, en pendiente, que daban al río. (Lo que tendría que dejar eran los talleres de escritura, claro. ¿Y artículos? ¿Podría seguir publicando en la prensa española?). Y mi amiga portuguesa, con la que todavía me escribía de vez en cuando, Ana María.
—Mmm… No sé si vale la pena por tan poco tiempo. —(¿«Poco tiempo»? ¿Cuánto es poco tiempo? ¿Tres meses? ¿Dos años? ¿Tiempo suficiente para terminar mi nueva novela y publicarla?)—. Y no es lo bastante bueno para vosotras. Te aburrirías en Lisboa. Mejor seguimos como ahora.
—Estaba pensando… Si vas a estar más de un año en Lisboa, no estarás siempre en un hotel, ¿no? ¿La empresa no te pagará un piso?
—Sí, claro, ya lo he hablado con el jefe.
—¿Y el piso no lo podemos buscar entre los dos? Es más, si quieres, como tú estás tan ocupado, la próxima vez que yo vaya a Lisboa me encargo. Me haría ilusión.
—Ah, muy bien, si quieres buscarlo tú, darling.
¡Tener casa en Lisboa! La niña y yo iríamos a pasar allí los fines de semana. Los domingos desayunaríamos esos pastelitos redondos, de crema y hojaldre, deliciosos, típicos de Portugal, en un café de Lapa o de la Baixa. En verano iríamos de excursión a la playa de Guincho, atlántica, salvaje, ventosa.
—Y, por cierto, ¿de Atenas ya no se ha vuelto a hablar?
—Todo depende de cómo vaya Portugal. Si va bien, quizá la empresa se decida a abrir sucursal en Grecia.
Atenas. Mármol antiguo y cipreses. Iconos, incienso, popes con barba y sotana. Café muy negro con sabor áspero, a polvo. La máscara de oro de Agamenón. (¿Podría seguir haciendo traducciones si vivíamos en Atenas?). El mar de un azul tan intenso que al bañarte te parece que vas a salir teñida…
Aprendería griego, no me costaría mucho, estudié griego antiguo en el bachillerato y me encantaba, recordaba bien el alfabeto. (No, una editorial no quiere un traductor que viva tan lejos, con el que sea tan difícil reunirse).
Pasaríamos todas las vacaciones en las islas. Yo adoraba las islas griegas: Nísiros, la isla que es el cráter de un volcán; Simi, la que fue italiana, con sus campanarios y sus casas de colores en forma de anfiteatro sobre la bahía; Kárpatos, con sus molinos… (Pero para mis libros, para eso sí que encontraría editor aunque viviera fuera del país, ¿no?).
—A mí me encantaría —dije.
Urbanización Quinta da Marinha (Portugal), verano de 1999. Viernes, una de la tarde.
—¿Y no te vienes a vivir aquí?
Un puñado de casitas blancas, a una treintena de kilómetros de Lisboa. Silencio, relax. Golf cercano, playa cercana. Piscina rodeada de césped. Al marcharse a trabajar por la mañana, Étienne había dejado a la niña en una guardería por horas. Yo llevaba toda la mañana escribiendo, y a la una, aprovechando la media hora que tenía antes de que vinieran los dos a comer, había decidido nadar un rato.
Junto a la piscina solo había otra persona, una mujer de mi edad. Nos saludamos, y enseguida nos dimos cuenta de que las dos éramos españolas.
En un momento nos habíamos contado nuestras situaciones respectivas. Como yo, ella vivía en Madrid con su marido y sus hijos cuando a él le destinaron a Lisboa. Sin pensarlo dos veces, se trasladaron todos. Ella no trabajaba, más que como ama de casa y madre. (Yo lo había adivinado. Se notaba en sus gestos: lentos, relajados, soñolientos: los propios de una persona sin reloj. Los míos, por comparación, parecían tensos, eléctricos).
Yo le expliqué que no nos habíamos ido a vivir a Lisboa porque yo trabajaba en Madrid, y la niña iba al Liceo Francés… bueno, es verdad que en Lisboa también había un Liceo Francés, y en cuanto a mi trabajo… cierto que no me obligaba a estar siempre en Madrid, bueno, un poco sí, porque daba algún que otro curso, pero en realidad, principalmente lo que hacía era traducir, y claro que lo había podido hacer desde Lisboa, pero por otra parte, cuando estás lejos, pues como que no se acuerdan de ti. (Siempre me enredaba cuando explicaba mi situación. Además, nunca me identificaba como escritora. Lo encontraba pretencioso. Decía que era traductora).
—¿Y no te vienes a vivir aquí?
Se había subido las gafas de sol, colocándolas encima de la cabeza, y fijaba los ojos en mí, intrigada, mientras se untaba perezosamente de crema. ¿No te vienes a vivir aquí? Pudiendo vivir tan cómodamente como yo, ¿por qué te niegas? Me miraba como contemplando, divertida, una extravagancia. Anda, reconócelo, eres como yo: una maruja. Maruja de lujo, eso somos las dos. ¿Por qué finges? ¿A qué juegas? ¡Qué ganas de tocar el campano! Esa noche tendría algo que contarle a su marido.
Me fui al agua.
Carretera de Guincho (Portugal). Mismo día, tres de la tarde.
—Oye, ¿qué pasó con el piso de Lapa? Aquel que me gustaba, te acuerdas, el que más me gustaba de los diez o doce que vi. Te di el teléfono, ¿no fuiste a visitarlo?
A nuestra izquierda empezaban a aparecer acantilados. Más allá, el océano, suave, verdoso, espumoso. Nos instalaríamos en la playa, me hundiría en la arena blanca, caliente, y luego me refrescaría en el agua. Pero qué raro que siendo pleno julio, con un tiempo espléndido, hubiera tan pocos coches.
—Mmm… ¿cuál?… ah, sí… sí, sí… ¿no te lo dije? Cuando llamé, estaba ya alquilado.
Es curioso que no se lo preguntara en su momento, unos meses atrás. O quizá se lo pregunté… no me acordaba bien, lo había borrado. Simplemente, unas semanas más tarde supe que Étienne había alquilado una casa en una urbanización a las afueras de Lisboa.
—Vale, lo que fuera, pero ¿por qué cuando por fin te decidiste por alquilar un chalé en la Quinta da Marinha no me consultaste?
Empezaban a aparecer, a lo lejos, las dunas. Correría, rodaría dunas abajo, me revolcaría en la arena… (¿Y el capítulo de la novela que había dejado a medias? ¿Cuándo lo terminaría?). Qué curioso que no hubiese nadie en la playa.
—Mamá, ¿falta mucho?
La niña ya llevaba puesto el bañador, y se aferraba ilusionada al cubo y la pala. Una arena tan fina como la de Guincho era perfecta para hacer castillos. Nosotros también llevábamos bañador, con una camiseta por encima.
—No, bonita, en diez minutos estarás en el agua.
—¿Es que no te gusta la Quinta da Marinha?
—Es un sitio estupendo. Sí. Pero no es el que yo habría elegido. Aunque solo sea porque aquí no tengo coche, y ¿cómo quieres que vaya a Lisboa? Dependo completamente de ti.
Pasábamos junto a un hotel a cuya entrada se alineaban mástiles con banderas. Que ondeaban violentamente, restallaban, chasqueaban, pero sin ruido, sin efecto, como en sueños.
—¿Y para qué quieres ir a Lisboa?
—¡Yo qué sé! Para visitar un museo, para tomar un café con Ana María, para ir al cine… para no estar encerrada todo el día…
—¿Encerrada? ¿En un chalé dúplex con jardín y piscina, y te parece que estás encerrada?
Ahora pasábamos junto a una hilera de árboles polvorientos que se estremecían, se inclinaban, como esquivando los golpes de un boxeador fantasma.
—Tienes todo el tiempo para escribir, ¿no es eso lo que querías?, con Eloísa en la guardería. Que no es barata precisamente, por cierto.
—¿Y cómo quieres que escriba si no, con la niña pegada a mí?
El coche avanzaba con dificultad, como resistiéndose a una fuerza que intentaba sacarlo a empujones de la carretera. No íbamos del todo en línea recta.
—¿La señora no tiene suficiente con poder dedicarse todo el día a escribir, sin reuniones, sin fichar, sin obligaciones, y echa de menos ir al cine? Por la mañana escribiendo, a mediodía en la piscina, por la tarde en la playa, ¿y a la señora le parece poco?
—¡Yo no quería ir a la playa! Quería escribir esta tarde. —(El capítulo… Hasta el lunes no podría retomarlo. Ah, no: los lunes la guardería estaba cerrada).
—¡Pues nos volvemos ahora mismo a la Quinta!
—¡Yo quiero ir a la playa!
—Sí, bonita, no te preocupes que estamos llegando.
Se oía un ruido en la carrocería, un ruido fino y áspero, agrio, como si las garras de un animal invisible la estuvieran arañando.
—¿Tú sabes la vida que yo llevo? ¿Tú sabes lo que trabajo? ¿Sabes cuántos aviones cojo al mes? ¿Sabes las tensiones que hay en la empresa? ¿Te crees que el dinero cae del cielo?
—¡Bueno, no te enfades! ¡Pero es que yo también quiero opinar!
—¿Me mato a trabajar y no tengo derecho a elegir dónde quiero vivir?
—¡Mamá, papá, no os peléis!
Habíamos llegado. Étienne paró el coche, levantó de un golpe el freno de mano, abrió con furia la portezuela, gritando:
—¡No sé para qué me molesto en trabajar como un idiota, para que tú vivas como una reina y ni me des las gracias!
—¡Yo no quiero una vida de reina! —grité yo, abriendo la portezuela a mi vez.
El aire bramaba, ululaba a nuestro alrededor, nos clavaba finísimos granos de arena como dardos. Instintivamente bajamos los dos la cabeza, tapándonos la cara con las manos: miles de alfilerazos nos acribillaban, pinchándonos por todas partes.
—¡Quiero una vida que sea la mía! —grité.
—¡Pues págatela! —gritó Étienne.
Abrazada a su toalla, su cubo y su pala, la niña lloraba a lágrima viva.
Hotel Mirador de la Franca (Asturias), septiembre 2001.
—¿De veras estás dispuesta a que nos vayamos?
—Que sí. Te digo solemnemente que sí, pero si ya te lo he dicho, ¿cómo quieres que te lo diga? Y ahora podemos colgar, ¿no?, que me caigo de sueño.
—Lo he estado pensando y voy a ponerles una condición.
—¿Otra? Pero ¿cuántas veces ya has hecho lo mismo, pedir una cosa más como condición para aceptar?
—¡No es ninguna broma dejar la empresa en la que llevas toda la vida! ¿Te das cuenta?, para irte a algo tan diferente como un organismo internacional… ¡necesito garantías! Y he vuelto a hacer los cálculos… Sobre la base de que tú no vas a ganar nada, ¿es así?
—Ya te he dicho que en principio no. Supongo que cuando termine el libro la editorial lo contratará, como los anteriores… pero segura, segura, no puedo estar. —(Si me voy a vivir a Estados Unidos, si todo el mundo en España me olvida, ¿todavía le interesará a alguien contratar mis libros?)—. Y además los anticipos, ya sabes, no son… nada del otro mundo. Y en cuanto a las otras cosas, dar talleres de escritura y tal, francamente, en Washington lo veo muy difícil.
—Bien, entonces, repito: no vas a ganar nada. Cero. Y, oye, es para hacerme una idea, para hacer bien las cuentas: he puesto ochocientos dólares al mes de asistenta, ¿es así?
—No lo puedo saber exactamente, pero sí, pon eso. Porque te repito que yo iré a Washington para estar en familia y para descubrir el país y todo lo que quieras, y para escribir, pero desde luego no me pienso dedicar a fregar los platos y pasar la aspiradora… ¿Por qué me lo vuelves a preguntar? ¿Cuál es la nueva condición que les has puesto?, ahora que ya te han aceptado aquello que les pediste del seguro y no me acuerdo qué más.
—Que me suban el sueldo.
—¿Más? Pero si ya es un sueldo astronómico. En fin, a mí me lo parece…
—Pero es que si tenemos que pagar de asistenta ochocientos dólares al mes… Y quizá haya que pagarle aparte la seguridad social o algo… Y si tú no ganas nada, cero, cero coma cero, pues perdemos, respecto a nuestra situación actual, un siete por ciento. ¿Te das cuenta? Es una barbaridad.
—Darling, te señalo que eso de cuánto perdemos ya lo has calculado y me lo has contado en francos, en pesetas, en dólares, en euros, en comparación con lo que ganan tus amigos, y ahora en porcentaje. ¿De verdad quieres ese puesto?
—Y tú, ¿estás convencida?
—Sí. Te lo aseguro. Aquí hace tiempo que nos aburrimos. Vivir en Washington nos va a dar cosas nuevas que hacer, que conocer… Eso que decía Saint-Exupéry de que amarse no es mirarse el uno al otro, sino mirar juntos en la misma dirección… ¡Va a ser tan interesante descubrir juntos Estados Unidos! —(Esa mañana, por casualidad había visto fotos de emigrantes asturianos a América, en los años cuarenta. Yo no quería. Pero es que estaban expuestas en el mismo centro cultural donde se hacían las jornadas literarias en las que estaba participando. Grandes fotos en blanco y negro de mujeres de luto, hombres con boina, niños con alpargatas, llorando a gritos, con la boca abierta, mientras despedían un barco)—. Sé que me va a costar, sé que voy a tener que renunciar a la vida profesional, pero… pero… estoy segura de que vivir en otro país, conocerlo a fondo, va a ser enriquecedor, personalmente y literariamente. Pero ¿estás seguro de que va a ser Washington? ¿No te iban a ofrecer también Atenas, ahora que están a punto de abrir la sucursal?
—¡Estamos hablando de Washington! ¡Si Atenas o no Atenas, yo qué sé, ya me lo dirán, pero tenemos que decidir ahora si queremos ir a Washington! ¿SÍ O NO?
—¡Vale, vale! En cualquier caso, lo importante… es que volveremos a vivir juntos de verdad, no como ahora, que entre que tú estás en Lisboa toda la semana, y yo a veces en congresos los fines de semana como este, hace dos años que prácticamente nunca cenamos juntos, ¿te das cuenta?
—Vivir en Washington… en el centro del mundo… ¿te imaginas? A un tiro de piedra de la Casa Blanca…
—Sí… Esto… ¿cómo le explicamos a Eloísa que nos vamos a vivir a Estados Unidos por no sabemos cuánto tiempo, y después iremos no sabemos adónde?
—Adónde, adónde… en todo caso volveremos a Europa, a un país donde se hablará una lengua que ella conoce. París o Madrid o Ginebra. Bueno, o Londres.
—Pero ¿no decías que a lo mejor iríamos a Atenas, que si no es ahora, será más adelante?
—¡No cambies de tema, te digo, es que no se puede hablar contigo, demonios! ¿Quieres ir a Washington, sí o no? ¿SÍ O NO?
—Darling, por favor, ya te he dicho que sí, ¿cómo te lo tengo que decir? Son las dos y diez, llevamos hablando desde las once y media, y mañana tengo que levantarme a las siete para repasar mi conferencia antes de desayunar. ¿Podemos dejarlo, por favor?
—¿De veras estás dispuesta a que nos vayamos?
Atenas, marzo de 2002.
¡Regalo de la empresa! ¡Tres días en Grecia para los ejecutivos y sus esposas! ¡Un fantástico fin de semana! Hotel de cuatro estrellas, playas y monumentos, excursiones. Minicrucero a las islas, en velero. Visita de Micenas. Tarde libre para compras. Cena típica amenizada por un típico sirtaki. ¡Todo organizado!
El hotel: ¿no había estado yo ya en ese hotel? Sí, en la Costa Brava. No, perdón, en el Algarve. ¿O era en Florida? El mismo bufé para el desayuno, con cereales, kiwis húmedos de la nevera, beicon y huevos fritos en bandejas de acero inoxidable. La misma piscina rodeada de césped con tumbonas. El mismo ascensor con hilo musical. El mismo olor a ambientador y a cloro.
La excursión a Micenas. Fuimos en minibús. Solo las mujeres, mientras los hombres celebraban sus importantes reuniones. (A la ida en silencio. A la vuelta en silencio. No nos conocíamos, no nos caíamos especialmente bien, no teníamos nada que decirnos).
Y ahora, señoras, estamos llegando a Atenas, seguro que quieren ir de compras, ¿verdad?, las dejaremos en Plaka, allí tienen todas las tiendas que quieran, tienen dos horas libres, la cena es a las ocho.
Llaveros en forma de delfín. Imanes de nevera en forma de Partenón. Platos decorados con dibujos en relieve de iglesias blancas con cúpulas azules. (Sale! Discounts!). Estatuillas de sátiro con enorme pene. Saleros en forma de delfín. Venus de Milo tamaño natural, de yeso. (We ship to all countries!). Imanes de nevera en forma de delfín. Teléfonos de alabastro. Imanes de nevera en forma de estatua de la Libertad. (20%! 50%! 70%!). Saleros en forma de pene. Enanos de jardín. (We ship to all countries!). Dálmatas de porcelana. (3 for the price of 1!). Platos decorados con dibujos en relieve de Zeus y Afrodita bailando el sirtaki con el pato Donald… (¿Qué hago yo aquí?). Sombreros mexicanos…
—¿Qué tal te ha ido el día, darling?
—Bienbien —respondió Étienne.
«¿Y ya has decidido si Atenas o Washington?», estuve a punto de preguntar. Pero no dije nada. No solo porque me daba cuenta de que se lo había preguntado unas cien veces en los últimos meses, sino porque Étienne echaba fuego por los ojos. No debían haber sido amables sus reuniones.
—Me alegro —me limité a decir, diplomáticamente.
—¿Y tú? —Étienne respiró hondo, como para tranquilizarse, y me miró con cariño—: ¿Has pasado un buen fin de semana, en tu querida Grecia?
—Sí, muy bueno. Muchas gracias.
—Nos esperan abajo para la cena esa con sirtaki.
Sirtaki: baile pseudogriego inventado para que lo bailara un actor mexicano en una película de Hollywood. No dije nada.
—¡Un fin de semana fantástico! Pero agotador. ¡Estoy hecha polvo! —Lo repetí varias veces, a unos y otras, al azar, durante la cena, para que nadie me preguntase por qué ponía esa cara.
Calle Atocha, Madrid, abril de 2002.
¡Qué calor! Y eso que estábamos solo en abril. ¿Es que no podíamos tener un clima civilizado? ¡Y qué ruido! ¡Qué estridentes los martillos neumáticos, la excavadora, los bocinazos! ¡Qué horroroso era ese Madrid que se me estaba metiendo por las ventanillas! Escaparates con chillonas pelucas de colores. Rótulos de tiendas: La Bodeguilla del Chato, Almacenes Bobo y Pequeño… No me podía mover, estaba atrapada en un atasco.
Sonó el móvil. Era Étienne, me apresuré a cogerlo.
—¡Ya está!
—¿¿Ya está?? ¿Ya has llamado?
Recordaré este día, pensé, este momento, esta esquina de la calle Atocha. Aquí fue donde supe que iba a cambiar mi vida.
—Sí. Acabo de hablar con Washington para decir que acepto.
Washington. Los barrios residenciales: Bethesda, Chevy Chase… Los caminitos entre grandes árboles. Las casas de madera con porche.
—Y con tu jefe, ¿cuándo vas a hablar?
Las aterciopeladas extensiones de césped verde claro, las matas de azaleas color fucsia. El silencio, la nieve…
—En cuanto tenga firmado el contrato con Washington. Ahora te tengo que dejar. ¡Hasta luego!
—¡Hasta luego!
Se deshizo el atasco, empezamos a avanzar.
Leería, escribiría. Durante horas. A quince bajo cero, en una extensión de blanco mudo y centelleante, sin que sonara el teléfono.
¿Y sobre qué escribiría, en Washington?
Horas y horas escribiendo… Sola, rodeada de nieve, en una casa de madera…
¿Sobre qué escribiría? Sobre Madrid, claro. Esa ciudad alegremente ruidosa, luminosa, colorida… ¡Qué pintoresco! ¡La Bodeguilla del Chato, Almacenes Bobo y Pequeño…! Era enternecedor. Ya lo estaba empezando a echar de menos.
Calle Olimpo, Madrid, una semana más tarde.
—¿Y si a Sasha no le dan el visado?
—¿Y por qué no? ¿Por qué nos van a dar el visado a nosotros y a él no?
—Porque es ruso.
—¡Qué ruso ni qué ruso! Ahora es español.
—¿Y si no encontramos inquilinos para alquilarles la casa?
—Pues… no sé, no se me había ocurrido.
—¡Ah! Es que entonces, ¿cómo pagamos a la vez la hipoteca aquí y el alquiler allí? ¿Eh?
—Si hace falta, vendemos la casa.
—¿Vender la casa? Y entonces, ¿adónde volvemos?
—Pero no dices que… ¿no dices que no sabes si volveremos a Madrid? Cuando yo venga, cada dos o tres meses, me alojaré en casa de una amiga.
—¿Cada dos meses quieres venir? ¿Es que no puedes hablar con los editores por teléfono? ¿Tienes idea de cuánto vale el billete de avión? ¿Tienes idea de cuánto vale, eh, tienes idea de cuánto vale?
No contesté.
El segundero del gran reloj dorado avanzaba, mecánico, indiferente. Plop… plop… plop…
Reinaba el silencio en el salón de mármol. Los niños dormían. Ni un ruido: nadie pasaba por aquella calle residencial, entre la hilera de chalés adosados con sus jardincitos y el edificio rojo, con ínfulas británicas, del hotel de cinco estrellas.
—¡¿Por qué lloras ahora?!
—No es nada… no me hagas caso. Yo estoy dispuesta a ir a Washington, me hace muchísima ilusión, sé que me va a costar, que voy a pasar alguna depresioncita de nada. —(Esa noche había soñado que iba a dar una conferencia en Inglaterra, pero no conseguía darla: me perdía, me robaban el equipaje, incluido el bolso y los documentos de identidad)—. Pero estoy decidida.
—¿Seguro? ¿Estás decidida?
—Estoy decidida. ¿Tienes un clínex?
(Mi amiga psicoanalista: «¿Por qué tienes que estar siempre poniéndote a prueba?»).
—Entonces, mañana hablo con el jefe.
—¿Mañana no tenías que irte a Atenas?
—Sí, a última hora de la mañana, pero antes hablaré con él para presentarle mi dimisión irrevocable.
—Muy bien, darling.
—¡Étienne! ¡Por fin me lo coges! ¿Qué tal ha ido con el jefe?
—Mmm…
—¿Cómo? No te oigo bien. Por lo que oigo de fondo estás ya en el aeropuerto, ¿no?
—M…
—¿Étienne? Oigo que llaman el embarque para Atenas, sé que tienes que apagar, pero oye, no te vayas sin decirme qué tal te ha ido con…
—…
—¿Étienne? ¿Étienne?
Calle Olimpo, Madrid, septiembre de 2002.
—«Educación de Eloísa, educación de Sasha, trayectoria profesional de Laura, trayectoria profesional de Étienne, bienestar psicológico de Eloísa, bienestar psicológico de Sasha, bienestar psicológico de Laura, bienestar psicológico de Étienne, dinero, “nosotros cuatro”, seguridad». ¿No nos dejamos nada?
—Creo que no. Pero no todos cuentan igual, ¿no? Voto que si cada concepto tiene un máximo de diez puntos, los de dinero, seguridad y la familia, eso de «nosotros cuatro», tengan veinte.
En su reunión con su jefe, Étienne no había presentado su dimisión irrevocable. Había pedido una excedencia de unos meses. Así podría ir a Washington, me explicó, trabajar en la nueva empresa, y luego decidir si le gustaba el trabajo y entonces nos íbamos todos, o no le gustaba y volvía a Madrid. Pero su jefe no había aceptado.
Los niños acostados. La enorme casa impasible, silenciosa. Indiferente. La lluvia cayendo. El segundero avanzando.
—O sea en total ciento cuarenta. Vale, pues lo rellenamos cada uno por su lado.
Plop… plop… hacía el segundero del reloj. Plop… plop… hacía la lluvia.
—¡Ya está! ¡Contamos!
—A mí me salen setenta puntos sobre ciento cuarenta.
—A mí… ¡también!
Plop… plop…
—Darling, son las dos… Llevamos tres horas debatiendo, mañana nos levantamos a las siete. ¿Por qué no lo dejamos?
—¡No! ¡Ni hablar! ¡Tenemos que decidir de una vez! Llevo un año negociando con ellos, dándoles largas, inventando excusas, se van a hartar, tenemos que decidir de una vez, ¡de una vez! ¡Tenemos que decidir!
—¡Pues decide tú! ¡Lo que te dé la gana! ¡Yo me voy a acostar! —Y salí del salón dando un portazo.
Calle Olimpo, una semana más tarde.
—Es la una y media, darling. No puedo más. De verdad de verdad de verdad hagamos lo que sea, pero no sigamos debatiendo este tema.
—¡Lo que sea! ¡Es buena, esta! ¡Lo que sea! ¡Qué fácil! ¡«Lo que sea», dice!
—A ver, darling… de una vez por todas… dime: ¿qué quieres?
—Para mí es mejor ir a Washington. Para los niños también.
—Yo no estoy tan segura de esto de los niños. Ya te he dicho lo que dice mi psi, la frase literal, y mira que los psicoanalistas nunca se mojan…
—¡No me vengas con chorradas!
Hacía frío en el gran salón de mármol. La calefacción se apagaba automáticamente a las once.
Sentado frente a mí, Étienne parecía cansado. Le noté nuevas arrugas, una a cada lado de la boca.
—No son chorradas. Cuando una psicoanalista dice: «Absolutamente y sin ninguna duda», ¿te das cuenta? «Absolutamente…».
—¡Qué coño nos importa tu psicoanalista! ¡Ahora resultará que las decisiones sobre nuestra vida las toma tu psicoanalista!
Yo lo que quería era ir a acostarme. Y que por la mañana, al despertar, pudiera empezar a pensar en cualquier otra cosa.
Étienne se había quedado callado. Estaba arrebujado en su trenca y los ojos se le cerraban de sueño.
—Bueno, vale, déjalo. ¿Qué me estabas diciendo?
—Que para mí es mejor Washington, para los niños también, pero como para ti quizá no, tienes que decidir tú —murmuró Étienne.
Tomé aire:
—Decido que no.
Étienne me miró incrédulo.
(Mi psicoanalista: «Su marido hará durar la incertidumbre todo lo que pueda, para hacerse la ilusión de que no renuncia a nada»).
—No podemos seguir así, esta obsesión se nos está comiendo vivos, y no podemos tomar una decisión tan enorme si no lo vemos claro. Y tú, ¿no te das cuenta de todo lo que has hecho para no tener que decidir, para que la decisión la tomaran otros dándote o negándote lo que ibas pidiendo, y ahora para que la tome yo? Si seguimos indecisos, entonces ¡es que no! ¡Es que no, demonios, es que no! ¡Y me voy a acostar!
Sentado en el sofá rojo, en medio del gran salón gélido, impecable, blanco, con suelo de mármol y chimenea, como de revista, Étienne, cabizbajo, parecía haber empequeñecido. Subí al dormitorio y me acosté sin esperarle.
Parque Juan Carlos I, Madrid, mayo de 2003.
—Esta noche he tenido una pesadilla horrible.
Qué alegres parecían nuestros hijos, patinando por la explanada de cemento del parque.
—Qué raro, Étienne, tú que nunca sueñas. ¿Y qué era?
A media noche nos habíamos dado cuenta de que los dos estábamos desvelados. Le cogí la mano. «Es la peor crisis que hemos pasado nunca», le dije. «Y no ha terminado», dijo él. «En estos cuatro años que hemos estado separados, yo en Lisboa, vosotros aquí, algo se ha roto».
—Soñé que estábamos en un restaurante con paredes de espejo. Había mucha gente, y tú y yo nos habíamos perdido y nos buscábamos…, íbamos de aquí allá, tropezábamos con los muebles, yo no te veía, tú no me veías, no nos encontrábamos… Y luego estábamos en una pendiente helada tú y yo y los niños, y tú desaparecías, y los niños y yo nos deslizábamos por la pendiente, sin poderlo evitar, y nos precipitábamos al vacío.
No supe qué decir y nos quedamos en silencio, mirando a los niños. Hay momentos en que aspirar a ser feliz parece excesivo. Imposible, simplemente. Y entonces nos conformamos con que lo sean nuestros hijos.
—Hemos hecho bien en quedarnos en Madrid —dije por fin—. Estoy cada vez más convencida. Sobre todo por los niños. Porque imagínate que nos vamos, y luego queremos volver, pero ellos se han educado allí, se sienten americanos y se quieren quedar. ¿Qué sería de nuestra familia?
(Mi psicoanalista: «Absolutamente y sin ninguna duda, para los niños es mejor no irse a Washington»).
—¿Quedarnos en Madrid? No vamos a quedarnos en Madrid. Yo por lo menos. ¡Ni hablar! En dos años y medio todo lo más, yo, al menos, me voy, vosotros haced lo que queráis. ¿Qué hacemos en esta ciudad? No tiene ningún interés, es mediocre, nos la sabemos de memoria. No nos vamos a pudrir aquí. On s’tire! ¡Nos largamos!
(Mis padres: «Étienne es alguien que siempre se está yendo»).
—Pero ¿adónde, Étienne? ¿Y por cuánto tiempo? Yo me puedo marchar por una temporada, pero solo una temporada. Si me voy diez años, veinte, a la vuelta tendría que volver a empezar desde cero. Hemos decidido quedarnos, asumámoslo. Dediquémonos a educar a nuestros hijos, a trabajar, a ser felices. Me importa más eso que ver mundo.
—¡Ser felices! ¿De qué me hablas? Yo no me quiero jubilar. Si tú no tienes otras aspiraciones que llevar una vidita de pueblo, mediocre, en casita, educando a nuestros hijitos… ¡yo no!
—Étienne, ayer en la cama me dijiste algo que es muy cierto: que estos cuatro años han roto algo entre tú y yo. Es verdad. Dediquémonos a recomponerlo.
—¿Dónde? ¿Aquí? No hay nada que recomponer aquí. En Washington habríamos vuelto a empezar, como cuando llegamos a Madrid, tendríamos algo que descubrir juntos… Nos devolvería la ilusión. Y yo no viajaría, ni tendría reuniones hasta tarde, en Estados Unidos solo se trabaja hasta las cinco.
No me lo creo, pensé. Si hubiéramos ido a Washington, a los tres meses Étienne ya habría estado aceptando trabajo extra, o viajes, lo que fuera, con tal de no volver pronto a casa. Pero no dije nada, ¿para qué?
—Qué idiota he sido… —continuaba Étienne, como hablando solo—, o qué cobarde… Habríamos hecho tantas cosas, en Washington… Vacaciones en Florida… en Hawái, en Canadá…
—¡Mamá!, ¿no vienes a patinar?
Étienne con su voz dura, rencorosa:
—Ahora entiendo que nunca quisiste… No lo decías, me dejabas creer… Pero desde el primer momento lo has boicoteado. No has hecho más que poner condiciones. Que si viajar a Madrid cada dos meses, que si tener asistenta…
—¡Si te has traído los patines, mamá! ¡Ven a patinar con nosotros!
Me esforcé por sonreír a los niños, mientras negaba con la cabeza. No tenía ánimos.
No tenía ánimos, no tenía argumentos. No tenía energía, no tenía ideas, no tenía esperanza, no tenía nada.
Mentiroso Saint-Exupéry: años mirando en la misma dirección, y cuando nos dimos cuenta de que mirábamos un espejismo, nos volvimos a mirarnos uno a otro y ya no nos encontramos.
—Por tu culpa no he conseguido el trabajo de mis sueños.
¡Ja! Qué irónico. Daba risa, si yo hubiera estado de humor para reír. El sueño que habíamos perseguido durante tantos años, convertido en una pesadilla que nos perseguía.