—Debe de estar agotada para dormir tan profundamente —reflexionó en voz baja—. No creo que hay podido descansar mucho durante el viaje.
La señora McGee siguió la dirección de su mirada e inclinó la cabeza con gesto pensativo como si ella también estuviese contemplando a la muchacha.
—Es de una rara belleza, ¿no es cierto?
Gage alzó una ceja con expresión interrogante y miró de soslayo a la viuda, porque sus intenciones eran evidentes, pero contuvo la tentación de preguntarle por sus planes casamenteros.
—¿Ya ha preparado el té, o debo despertar a Shemaine y a Andrew y marcharme?
—Alise su plumas alborotadas, mi hermoso pavo real —regañó Mary Margaret con gentileza, haciéndole señas de que la siguiera hacia el hogar. Con aire pensativo, tomó la tetera y sirvió una taza llena—. Si lo animara a hablar con la muchacha, sería sólo por el deseo de ver a usted y a su hijo con una buena mujer en la casa.
—¿Cómo puede decir que Shemaine es buena si no sabe nada de ella?
La señora McGee sonrió y se tocó la sien con un dedo.
—Tengo un poco de sabiduría aquí, en mi sesera, y puedo ver lo que tengo delante de mis ojos.
—¿Y qué es eso, anciana? —preguntó Gage, mientras ella le alcanzaba la taza de té.
—Shemaine es tan dama como cualquier mujer de este pueblo. Lo veo en el modo en que camina y en su postura. Tiene la elegancia confiada, refinada, de la mujer que ha recibido buena enseñanza de las maneras sociales. Lo percibo cuando habla, a pesar de ese dejo de acento irlandés. Bien vale el alto precio que ha pagado por ella, señor Thornton, si es que usted no lo sabe.
—Es todo lo que usted dijo, y más —admitió Gage—. Sus talentos son ilimitados. Andrew está encariñándose con ella. Tal vez haya visto usted lo preocupado que estaba cuando creía que estaba malherida. Es muy buena con él, mejor que...
Se interrumpió de golpe, advirtiendo que estaba siendo demasiado locuaz con respecto a la muchacha.
—¿Roxanne? —aventuró Mary Margaret en suave tono interrogante, pues no quería malquistarlo con ella.
—Shemaine tiene su modo de ser —dijo Gage, pasando por alto la pregunta de la anciana—. Es muy dotada.
—Oh, sin duda. Sin duda. —La mujer bebió un sorbo de su taza y luego se acomodó en la silla mecedora frente al hogar. Contempló durante largo rato las llamas, mientras saboreaba la infusión. Luego, echó al hombre una mirada furtiva—. Tengo que advertirle de los rumores que han empezado a circular por el pueblo, sobre todo gracias a la señora Pettycomb. Si esa mujer se ocupara tanto de sus asuntos como de los ajenos, sería una santa.
—Me imagino que esos rumores no deben de ser muy agradables —murmuró Gage sobre su taza—. Nunca lo son.
—Cuando alguien es tan apuesto como usted, suele provocar murmuraciones, señor y si, además, tiene bajo su techo a una muchacha tan bonita como Shemaine O’Hearn... bueno... es de esperar que se produzcan esas murmuraciones. Tenga por seguro que observarán su vientre para ver si empieza a crecer.
En las mejillas de Gage se tensaron los músculos cuando dijo, obstinado:
—Compré a Shemaine porque está en condiciones de enseñar a leer y escribir a Andrew.
—¿Ése es el único motivo?—preguntó Mary Margaret con suavidad.
Gage la miró, sorprendido; aunque le costara la vida no podía seguir negando la tácita insinuación de la mujer porque sería una flagrante mentira.
—Si yo fuese un hombre tan guapo como usted y tuviese a una esclava tan hermosa como Shemaine —aventuró Mary Margaret—, no dejaría espacio a los rumores. Me casaría con la muchacha y sonreiría con orgullo cuando las viejas comadres viesen crecer el vientre de ella.
Su invitado alzó una ceja, perplejo.
—No se rinde jamás, ¿eh, Mary Margaret?
—¿De que habla?
Fingiendo inocencia, le dirigió una dulce sonrisa.
—Sabe bien de qué hablo —desafió Gage—. Se congelarían los infiernos antes de que usted desistiera de concertar matrimonios. Tiene usted un carácter decidido, señora.
La anciana sonrió y se encogió de hombros.
—¿Qué esperaba? ¡Soy irlandesa!
Gage puso los ojos en blanco.
—¡Que los Cielos protejan a los ingleses de las irlandesas de este mundo!
Capítulo 7
El taller del zapatero remendón estaba casi en e! centro de Newportes Newes y, aunque la tarde declinaba rápidamente, Gage no quiso irse del pueblo sin completar todas las tareas que se había propuesto, la última de las cuales era encargar zapatos para su esclava. Detuvo el carro frente a la tienda del zapatero y bajó primero a su hijo y luego a Shemaine. Al hacerlo, vio que una cantidad de personas se habían detenido en la calle principal y observaban con franca curiosidad. Daba la impresión de que el interés de la gente estaba centrado, sobre todo, en la muchacha y, tras su reciente conversación con la señora McGee, no le costó trabajo adivinar que era lo que mayoría de ellos estaba pensando. Por otra parte, debían de haberse oido en el pueblo relatos sobre el enfrentamiento de Shemaine con Potts y no cabía duda do que la misma gente estaría interesada en ver cómo le había ido a la muchacha.
Varios solteros se acercaban para ver mejor. Aunque Gage no se imaginaba a la adusta señora Pettycomb elogiando la belleza de una convicta, otros miembros de la comunidad habían presenciado la compra de Shemaine y estaban en mejores condiciones de describirla con mayor detalle. Era comprensible que tales habladurías despertaran la curiosidad de los jóvenes galanes. Más aún; con la escasez de mujeres en la región, habrían mirado con avidez a cualquier doncella atractiva que apareciera por allí.
Gage conocía bien a casi todos; había algunos mejores que otros. Dos de los más jóvenes habían trabajado para él como aprendices durante un tiempo, pero los había despedido porque no habían cubierto sus expectativas. Conocía las largas luchas de los solteros para conseguir esposas. Él mismo había sufrido el mismo tipo de frustraciones antes de su boda con Victoria, y luego otra vez, en meses recientes, pero el problema de esos jóvenes no era de su incumbencia. Si cualquiera de ellos hubiese querido, podría haber desafiado las intolerantes opiniones de las chismosas del pueblo y haber ido al London Pride como había hecho él mismo. Pero, como no lo habían hecho, Gage preferiría dejarse colgar antes que permitir que le arrebatasen la mejor de las mujeres. Shemaine era su posesión y, a menos que los padres llegaran para comprar la libertad de la joven, no tenía intenciones de venderla ni aunque obtuviera una elevada ganancia. Era exactamente la clase de sierva que había esperado encontrar, mejor y más bella de lo que se hubiese atrevido a imaginar, razón suficiente para rechazar cualquier proposición.
—¡Pero si son el señor Thornton y Shemaine O'Hearn! —exclamó tras ellos una voz burlona de mujer.
La áspera voz femenina resultó vagamente familiar a Gage y, en cambio, Shemaine la conocía demasiado bien. Su tono cáustico le trajo el sombrío recuerdo de largas horas encerrada en el pañol del Pride y de horribles escenas de cuerpos sin vida arrojados al mar. Haciendo una profunda inspiración para calmarse, Shemaine respondió a desgana mientras Gage enfrentaba a la mujer a la que la joven y los demás convictos habían motejado desdeñosamente de "la capitana Fitch".
—Señora —saludó Gage, tocándose el sombrero al reconocer a Gertrude Fitch; luego saludó con la misma concisión a su ceñudo esposo—, Capitán Fitch.
Gertrude recorrió con mirada mordaz al objeto de su odio y sintió una amarga decepción al notar cuánto había mejorado la apariencia de la joven. Sus labios se torcieron hacia abajo cuando comentó:
—Por cierto, la vida de sirvienta parece sentarte bien, Shemaine El despecho había impulsado a Gertrude Fitch a averiguar cómo le iba a la lechuza en funciones de esclava. Más aún, había exigido a su esposo que la acompañase en una recorrida de la aldea con la esperanza de sonsacar espantosas noticias sobre la suerte corrida por Shemaine a partir de los comentarios casuales que pudieran hacer diversos pobladores. Pero cuando vio que el colono tomaba con gentileza los dedos de la muchacha en los suyos, Gertrude estuvo a punto de ahogarse con la amarga bilis de la animosidad. Quizá fuese un gesto de reafirmación, de compasión o, peor aún, de tierno afecto; de cualquier manera, el gesto provocó en ella sentimientos que atravesaron una vez más su corazón, desbordándolo de hostilidad. Con la evidencia de que el hombre había tomado a Shemaine bajo su protección, Gertrude podía prever que nada malo le pasaría a la muchacha.
Se produjo un breve silencio, durante el cual Gertrude miró, ceñuda a Shemaine; el capitán Fitch no compartía la enemistad de su esposa hacia la muchacha y consideraba su molesta hosquedad con cierto dejo de desdeñosa burla.
—Es la primera vez que mi esposa se aventura fuera de las cotas de Inglaterra. Tenía tanta curiosidad con respecto a estas malditas colonias si me amenazó con cortarme el cuello si no la acompañaba a recorrer el lugar —disimulando su resentimiento con unas carcajadas sin alegría, se balanceó hacia atrás sobre los talones y dirigió una mirada irritada a lo largo de la calle principal. Sabiendo que Gertrude había abrigado la esperanza de saber algo sobre las adversidades sufridas por Shemaine, siguió con sus sutiles insinuaciones—. Le aseguré que no habría nada digno de verse, pero creo que estaba impaciente por encontrar alguna chuchería o novedad que la comentara.
Everette Fitch posó fugazmente la vista en Shemaine. Con el pelo peinado en un rodete de trenzas recogidas en la nuca, la muchacha unía una apariencia tan pulcra y bonita como él había imaginado que podía estar en circunstancias más favorables. Considerando la profundidad de las odiosas expectativas de Gertrude, estaba seguro de que su esposa debía de estar ardiendo de rabia.
Gage percibió la mirada que el capitán Fitch dirigió a Shemaine y el torturante anhelo que bullía en el interior de sus ojos grises. También captó el significado de las palabras del hombre y las respondió sin vacilar.
—En efecto, hay tesoros que buscar... pero tal vez no siempre atraigan, en su forma verdadera, a aquéllos que buscan con tanto empeño. Otros, en cambio, los aprecian mucho. Más aún, algunos hombres serian capaces de arriesgar todo para conservarlos a salvo, en su poder.
Las astutas insinuaciones exasperaron de tal modo a Everette que no se sintió capaz de enfrentar la mirada de esos ojos de ámbar; mucho menos de hablar. Todavía estaba furioso por haber perdido a Shemaine, y más aún de que ese intruso desvergonzado desafiara su autoridad como capitán del barco con la audacia de involucrar a Gertrude para que considerase su oferta de comprar a Shemaine, como si en realidad hubiese comprendido que era su esposa la que detentaba el poder verdadero. Para el orgullo de cualquier hombre, el éxito de un recién llegado arrebatándole a la muchacha hubiese sido un golpe vil pero, para Everette Ficht, estaba teñido de la sospecha de que J. Horace Turnbull había arreglado las cosas de manera que Gertrude fuera la que controlase toda situación, tal vez con el único propósito de humilllar a su yerno.
Gertrude no había captado lo que había pasado entre los dos hombres. Durante la conversación, ella se había dedicado a pasear la vista por la calle salpicada de charcos de barro y las construcciones de madera que bordeaban las aceras, y sacó sus propias conclusiones. Expresó su disgusto con un resoplido desdeñoso.
—No he visto nada en este lugar que me dé motivos para volver alguna vez.
Gage esbozó una sonrisa tolerante.
—Newportes Newes es una insignificancia comparada con Londres, señora. Pero hay en este país otras ciudades que están progresando mucho, aun para sus primeros años de vida. Williamsburg, por ejemplo, el palacio del gobernador es representativo de un modo de vida más agradable que lo que usted verá en este puerto. En lo que a mí respecta, disfruto de vivir junto al río, y valoro el espacio y la libertad que me proporciona esta región. En esta tierra prospera el espíritu de la aventura, y eso me atrae.
Gertrude no guardaba mucha consideración hacia los principios de un colono de esa zona semisalvaje y menos aún los de uno que, sospechaba ella, era de origen modesto.
—Sin duda usted está lleno de entusiasmo por esta zona salvaje señor, pero yo prefiero con mucho los refinamientos de la civilización en Inglaterra a esta sucia y pequeña aldea. Claro que, sólo un inglés educado estimaría su herencia cultural.
El tono despectivo de la mujer alarmó a Andrew. Había oído hablar de brujas a Malcom Fields, su compañero de juegos, y en ese momento estaba viendo a una de ellas. Dándose la vuelta, escondió la cara entre las piernas de su padre embutidas en piel de carnero y deseó con ganas que esa fea mujer de voz áspera se alejara.
Gage pasó, distraído, los dedos por la cabeza de su hijo mientras respondía:
—Conozco muy bien Londres, señora. Me he criado allí y trabaje cerca construyendo barcos para mi padre. He conocido aristócratas que se creían más sabios que el hombre común. Por cierto que algunos lo son, aunque la mayoría no; en mi opinión sus puntos de vista se originaban en prejuicios propios de mentes estrechas.
Gertrude alzó la nariz, con gesto arrogante. Era preciso poner en su lugar a ese patán; qué mejor para lograrlo que rebajar a sus ancestros.
—Dice usted que su padre es constructor de barcos y yo me pregunto si alguien en Inglaterra ha oído hablar de él, señor. Usted no estaría viviendo en este asentamiento junto al bosque si él tuviese tanto éxito, ¿cual es su nombre?
—Williarn Medford Thornton —respondió Gage, dejando de lado título de lord.
Gertrude movió la cabeza, sin poder recordar a nadie de ese nombre y sin comprender que su mundo era bastante estrecho, más aún su círculo de amigos. Con altanero orgullo, avanzó otra suposición:
—Estoy segura de que usted habrá oído hablar de mi padre. Es muy conocido en los mejores círculos. Casi no hay nadie en el ramo de la navegación que no conozca a J. Horace Turnbull.
Asombrado y divertido, Gage arqueó una ceja.
—¿Dijo usted J. Horace Turnbull?
—Ha oído hablar de él, entonces.
—¡Ya lo creo! —replicó, enfático y un tanto misterioso. Gertrude sonrió presumida, complacida de haber demostrado su argumento.
—Al parecer, la fama de mi padre se ha extendido hasta aquí. Dígame, señor Thornton, ¿cómo es que conoce a mi padre?
Gage alzó una ceja oscura con aire dudoso y la miró de frente.
—Señora, no sé si debo decírselo.
—¡Desde luego que debe decirlo! —insistió—. No aceptaré una negativa.
Gage miró a Shemaine, que se había acercado a él como buscando refugio sin advertirlo, tal como lo hacía Andrew. Tal vez, la respuesta de Gage fuese la única venganza que ella podría saborear. Gage tomó su mano para darle tranquilidad.
—Hace unos diez años, mi padre me envió a buscar al suyo, señora —dijo, volviendo otra vez su atención a la matrona—. Antes de eso, J. Horace Turnbull había recibido un barco que había encargado a mi padre y había dejado un cofre con monedas como pago total. Se contó cuidadosamente el contenido antes de sellar el acuerdo pero, después de que su padre se hiciera a la vela con el barco, el cofre fue trasladado a un banco de Londres. Cuando lo abrieron sólo contenía balas de mosquete. En algún punto del espacio y el tiempo, su padre se las había ingeniado para cambiar el cofre por otro exactamente igual pero de distinto contenido, estratagema que, según supimos después, había planeado con Lendon Crocket, uno de los hombres en quienes más confiaba mi padre.
Hizo una pausa mientras Gertrude contenía una indignada exclamación de rechazo; notó que al capitán Fitch parecía encantarle el relato. Los titubeantes intentos de la mujer por convencerlo de la integridad de su padre fueron muriendo, y Gage continuó:
—Turnbull había asegurado a Lendon Crocket que se haría responsables a los banqueros y que nadie sabría jamás de la ingeniosa treta que habían urdido; parece que su verdadero propósito era dejar que el señor Crocket, nuestro hombre, fuese quien cargara con la culpa. El señor Crocket tuvo la perspicacia de darse cuenta de que había sido engañado y contó todo, acortando así una larga condena en Newgate.
"Si bien en aquella época yo tenía poco más de veinte años, mi padre me envió en un barco dotado de una tripulación de reemplazo, con órdenes de perseguir a Turnbull hasta los confines de la tierra, si fuera preciso. Encontramos al navío cargando en Portsmouth, no muy lejos, y esperamos hasta el atardecer fijado para que zarpara, cuando la mayoría de los hombres disfrutaban de una última jarana en las tabernas. Así las cosas, nos deslizamos a bordo, arrojamos al resto de la tripulación por la borda y llevamos el barco de regreso al río Támesis. Mi padre vendió la carga y conservó la ganancia a cambio de lo que su padre había tratado de robarle. Turnbull se puso furioso y se quejo de robo, pero había olvidado a nuestro hombre preso en Newgate, que estaba dispuesto a testimoniar en nuestro favor. Como Turnbull tenía fortuna suficiente para comprar su libertad, fue liberado y pudo seguir adelante en el negocio de la navegación. Es innecesario decir que fue la última vez que construimos un barco para su padre.
—¡Jamás he oído nada tan ridículo! —chilló Gertrude, indignada—. ¡No se cuál será su propósito, señor Thornton, pero sé que su historia no es más que una burda calumnia!
Sus ojos llamearon de furia desbordante al posar la vista sobre Shemaine:
—¡Y tú, pequeña ramera! ¡No sé cómo convenciste a tu amo de que dijera semejantes mentiras sobre mi padre! —sin hacer caso de las vehementes negativas de la roja cabeza, Gertrude siguió, rechinando los dientes—: ¿Qué exigió el señor Thornton para hacerlo? ¿Una noche en la cama?
—¡Ya está bien! —gritó Gage—. ¡Shemaine no tiene nada que ver con esto! ¡Usted insistió en que se lo dijera, y yo le di el gusto, señora! ¡Si está empeñada en acusar a alguien, hable con su padre la próxima vez que lo vea! Quizá le diga la verdad. ¡Pero deje fuera de esto a la muchacha! ¡Ella no hizo nada!
—¡Ja! —se burló Gertrude—. ¡Ha hecho cualquier cosa por avergonzarme!
—Usted se avergüenza de sí misma, señora —acusó Gage con brusquedad—. Acusa a otros de malicia y los juzga de acuerdo con su propio carácter despreciable. Le aseguro que cualquier vergüenza o difamación que caiga sobre usted o sobre su padre, tiene origen en ustedes mismos. Y ahora, le deseo buenos días.
Soltando los dedos de Shemaine, pasó una mano bajo su codo y la guió con gentileza hacia la puerta. La sintió temblar y quiso detenerse para tranquilizarla, pero no contaban con suficiente intimidad para ello porque el zapatero los aguardaba en su tienda y, tras ellos, la señora Fitch consumía su cólera.
Andrew lanzó una mirada asustada hacia la mujerona mientras seguía a su padre. En sus pocos años de vida, jamás había visto a nadie tan malo, ni a persona alguna que se pusiera de un color tan desagradable. Corriendo hacia la puerta tras su padre, tironeó de sus pantalones para llamar su atención. Señalando con temor a la mujer de rostro lívido, preguntó:
—Bruja gorda, ¿loca, papá?
La pregunta del hijo contribuyó a aliviar la tensión que había hecho presa de Gage desde que llegaron a la aldea. Echando una mirada a Gertrude Fitch, le costó esfuerzo contener la risa y, cuando traspuso la puerta, ya había estallado en francas carcajadas, asombrando a Shemaine que lo miraba atónita.
—¿Qué le pasa, señor Thornton? —preguntó, asombrada por su desborde tan poco común en un hombre que sólo a veces dejaba ver una sonrisa.
—Bruja gorda loca —imitó Gage, saludando con la cabeza a Gertrude, que seguía profiriendo amenazas hacia ellos a través de los pequeños cristales cuadrados que cerraban la ventana más grande del frente del local—. ¿Le parece que eso es subestimar la realidad?
Shemaine sintió que una extraña alegría bullía dentro de ella y echó una mirada hacia la furibunda mujer. Después de todo el maltrato que había sufrido a manos de Gertrude, era una satisfacción haber presenciado cómo alguien pinchaba el inflado orgullo de esa arpía.
¡Los dos me la pagarán por esto!, se prometió Gertrude.
Ya fuese porque su inconsciente convocó a un malvado encantamiento o, más rebuscado aún, la providencia se sometió a sus deseos, lo cierto fue que una voz sedosa le preguntó desde atrás:
—¿Qué piensa hacer con esos dos, señora Filch? No dejará que el amante de Shemaine salga bien parado, después de haber calificado de ladrón a su papá, ¿no es verdad?
Gertrude volvió su voluminoso cuerpo y enfrentó a la mujer que había hecho esa pregunta; era Morrisa Hatcher que, con sonrisa confiada, se acercaba meneándose desde la puerta vecina, donde se había demorado para escuchar la conversación. La última vez que Gertrude había visto a Morrisa fue cuando la meretriz abandonó el barco en compañía de la mujer mayor, de chillona vestimenta, que la había comprado. Muy animada, Morrisa había arrojado besos a todos los marineros que la saludaban, y los había invitado a visitarla en la taberna.
—¿Y a ti qué te importa, Morrisa? —preguntó Gertrude, altiva.
—No es de mi incumbencia, señora Fitch, lo que sucede es que me parece que debería usted silenciar todas esas mentiras que se están diciendo de su papá —repuso Morrisa con indolente encogimiento de hombros.
El reciente fracaso de Potts en asestar un golpe mortal a su adversaria la había disgustado, y ahora estaba en la necesidad de tener a otro mono amarrado a su correa. En el barco, Gertrude la había servido con eficacias través de Potts y, si la manipulaba con eficacia, podría ser una aliada útil. Según lo que había dicho Gertrude cuando elogiaba sin medida a su padre estando a bordo, era cuestión de tiempo que él atracase en algún puerto al norte de Virginia—. Si lord Turnbull estuviese hoy aquí, apuesto hasta mi última camisa a que él se ocuparía de hacer algo con esos dos,
Para las astutas estratagemas de una habilidosa manipuladora, Gertrude era flexible como lodo mojado por la lluvia. Ante la deliberada exageración de la importancia de su padre, se hinchó su orgullo y se dignó tomar en cuenta la sugerencia. Gertrude sabía que en un par de semanas o, a lo sumo, en un mes, su padre llegaría al puerto de Nueva York en el Black Prince, nada menos que el mejor y más grande de sus barcos. Si ella le hiciera llegar un mensaje que estuviera esperándolo cuando él amarrara, su padre estaría dispuesto a navegar hacia el sur y encargarse de ese sujeto, Thornton. ¡Cuando el colono y esa perra de esclava enfrentasen la ira de J, Horace Turnbull, pronto comprenderían la imprudencia de contar mentiras vengativas con respecto a él!
Gertrude demostró su gratitud con una tensa y cínica sonrisa, la mejor que pudo dedicar a la meretriz.
—No tienes por qué preocuparse por esas cuestiones, Morrisa, estoy segura de que pronto esos dos tendrán su merecido.
Morrisa fingió solicitud con un ceño afligido.
—Sabiendo lo conocido y admirado que es el señor Turnbull, me parece una vergüenza que un burdo patán como ése pueda empañar el buen nombre de su padre, milady —sonrió y saludó con timidez al capitán Fitch, haciéndolo ponerse encarnado de pudor. Aliviando su conflicto, Morrisa se despidió de Gertrude con el mismo agitar de dedos—. Les deseo buenas tardes.
Gertrude exhaló una exclamación de disgusto viendo alejarse lánguidamente a la ramera de atuendo chillón en dirección a la taberna. Luego, dirigió a su marido una mirada iracunda y éste, a su vez, fijó la vista en algún punto cualquiera, en dirección opuesta. Como Gertrude no lo había perdido de vista desde que partieron de Inglaterra, se salvó de tener que responder a un montón de airadas acusaciones. Él había sido tan prisionero de ella como los convictos que iban a bordo del London Pride.
Centrando de nuevo su atención en la joven que estaba en la tienda del remendón, Gertrude compuso una expresión amenazadora y agitó uno de sus gordos dedos, como si estuviese regañando a un niño travieso:
—Pequeña y sucia lechuza de pantano, haré que lo lamentes.
Shemaine hizo un movimiento de hombros como librándose de la ahogada amenaza, y enfrentó de nuevo a su amo.
—Pienso que usted provocó adrede a la mujer; le daría un beso por ello. Gage se inclinó adelante esbozando una amplia sonrisa.
—Si es una promesa, la reclamaré cuando lleguemos a casa, Shemaine.
—Bueno, en realidad no... quiero decir, yo sólo...
Shemaine se asombró por la habilidad del colono para ponerla nerviosa; no podía recordar que la presencia de Maurice le provocara jamás tal reacción. ¡Y eso que su prometido era un marques, por el amor de Dios!
Al advertir que el zapatero los aguardaba expectante, una impotente y confusa Shemaine indicó al hombre.
—¿No deberíamos encargar los zapatos ahora, para poder regresar a la cabaña antes de que oscurezca?
Gage levantó una mano, solicitando al hombre que se acercara.
—Miles, aquí tengo a una muchacha que necesita probarse un par de zapatos. ¿Podría complacernos?
El hombre de cabellos grises se apresuró a adelantarse.
—Ya lo creo, Gage.
—Shemaine... —Gage hizo las presentaciones— ... el señor Miles Becker. Miles,., permítame presentarle a la señorita Shemaine O'Hearn. Miles Becker saludó con un vehemente movimiento de cabeza.
—Miles, si prefiere, señorita O'Hearn —sugirió con fugaz sonrisa.
Le hizo señas de que tomara asiento en una silla, se acomodó en un taburete frente a ella, y le quitó uno de los desmesurados zapatos que llevaba. Admiró la esbeltez del pie cubierto con la media y luego, al levantar la vista, se encontró con los ojos más verdes que había visto en su vida. Como antiguo soltero, le sorprendió la súbita aceleración de su pulso al contemplar esas órbitas resplandecientes. No se atrevió a confiar en su voz mientras medía el pie y trazaba su contorno en un trozo de madera. Era como la embriaguez que seguía a una copiosa libación, algo que en ese momento le habría venido muy bien.
Las cejas de Gage se arquearon un poco al percibir la confusión del zapatero, pues no era difícil discernir el motivo. Por cierto, la cercanía de Shemaine O'Hearn tenía sus desventajas, comprendió. Sin duda, si era capaz de hacer tambalear el juicio de un soltero como Miles Becker sin otra cosa que una mirada inocente, eso significaba que ningún hombre quedaría a salvo de su belleza y de su encanto; menos aún uno que estuviese siempre cerca de ella.
—¿Qué clase de calzado prefiere, señorita O'Hearn? —preguntó Miles, con voz trémula.
Se aclaró la voz, esperando que ella no notara su inquietud.
—Algo práctico —respondió Shemaine, maravillándose del cambio producido en ella. Poco tiempo atrás habría encargado la seda más costosa o el cuero más suave para sus sandalias sin sentir la menor preocupación por su duración. Pero eso se debía a que podía apoyarse en su padre, confiando en que pagaría toda su ropa y sus accesorios. Ahora, en cambio, debía considerar los limitados recursos del hombre que la poseía y restringirse para no resultar una carga—. Deben calzar bien y no costar mucho.
—Tengo dos tipos de zapatos que cumplen esos requisitos —informó Miles, yendo hacia su mesa de trabajo. Tras buscar en un pequeño y desordenado montón, volvió con dos zapatos diferentes, seguro de que le servirían—. Éstos son voluminosos y no muy vistosos, pero son muy duraderos, señorita.
Shemaine se sintió algo abatida por la fealdad de ambos zapatos y se preguntó si podría usarlos durante cierto tiempo sin que ese cuero tan rígido le ampollara los pies o el peso le acalambrase las piernas. Por desgracia, no podía permitirse pensar en detalles tan insignificantes. Se recordó que era una esclava, y que los siervos contratados no podían darse el lujo de ser selectivos,
—Si el señor Thornton está de acuerdo...
Dos pares de ojos se alzaron, inquisitivos, hacia Gage, desviando su atención de la muchacha. Reprochándose por ser tan vulnerable al atractivo de Shemaine como Miles Becker, tomó un zapato en cada mano, los examinó por ambos lados, probó la flexibilidad y el peso de cada uno, y los devolvió con un reproche:
—No está herrando a un caballo, Miles. La muchacha necesita algo más ligero y flexible que estos incómodos zuecos.
—Gage, un cuero mejor le costará más dinero —advirtió el remendón—, y tal vez no dure tanto.
—¿Le pedí a usted que se ocupara del tamaño de mi billetera?—preguntó Gage, terco—. Y ahora, veamos qué otra cosa tiene. No quiero ver a Shemaine impedida con esas cosas molestas.
Miles accedió y, por fin, se pusieron de acuerdo con un par más adecuado que también tenía mejor aspecto. Gage contó las monedas para el adelanto y luego, tras despedirse del zapatero con un cabeceo, alzó a Andrew en brazos y salió tras Shemaine.
Había caído el crepúsculo y se habían encendido las luces de la taberna cercana, en la misma acera. Salían por la puerta risotadas estrepitosas y la vivaz melodía de un instrumento de cuerdas y flotaban calle abajo,
—Papá... tengo hambe...
—Yo también, Andy —respondió Gage, advirtiendo que no se había detenido el tiempo necesario para comer desde la mañana—. Falta demasiado tiempo para que lleguemos a casa.
Echando una mirada a Shemaine, hizo un gesto con la cabeza hacia el establecimiento.
—No es una taberna propiamente dicha o una cafetería, como las que visité en las Carolinas. Suelen beber y jaranear mucho ahí dentro y, tal vez, una dama bien educada como usted se sienta incómoda. Aun así, resulta que es el mejor lugar de Newportes Newes para comer algo, como no sea en una casa particular. Pero si prefiere que no...
Shemaine mostró el atisbo de una sonrisa. Después del enfrentamiento con Potts, en la casa de la señora McGee no había tenido ganas de comer nada.
—A decir verdad, estoy hambrienta y en tanto haya comida allí dentro no me importaría aunque fuese un viejo cobertizo.
—Es probable que nos encontremos con otros marineros del London Pride —advirtió Gage—. Es un lugar frecuentado por los hombres de mar y sus mujeres.
La información no inquietó a Shemaine, que respondió encogiéndose de hombros. Gage intentaba prevenirla ante la posibilidad de que sucediera algo desagradable, pero la muchacha dudaba de que ningún incidente podría ser peor que lo sufrido durante el cruce del océano. Estar tres meses encerrada con Morrisa fue una experiencia que le dejó una gran enseñanza, y que no quería volver a repetir.
—Creo que hasta podría soportar otro encuentro con la señora Fitch si eso significara poder comer algo.
Pasando a Andrew al otro brazo, Gage puso una mano en la cintura de la muchacha y no la quitó mientras recorrían la calle en dirección a la taberna. Shemaine se mantenía rígida, sintiendo vividamente la presencia del hombre alto y apuesto que caminaba junto a ella, y de la mano que se apoyaba suavemente en su cintura.
Un movimiento furtivo en la entrada de la tienda de ramos generales hizo detenerse a Gage, súbitamente aprensivo. Frenó a Shemaine poniéndole una mano en el brazo, le hizo señas de que esperase y dejó a Andrew al lado de ella. Se adelantó con cautela, preguntándose si Jacob Potts habría decidido volver y atacar de nuevo pero, cuando llego a la entrada, exhaló un suspiro de alivio viendo que sólo se trataba del jorobado que estaba agazapado en la sombra.
Al saber que había sido descubierto, Caín salió del rincón, se inclinó hacia adelante y miró en derredor desde el frente de la tienda, hasta que vio a Shemaine. Llevaba en la mano un ramo de marchitas flores silvestres. Poniéndose de frente a Gage, se las tendió pero, al ver que el hombre alto se negaba a tomarlas, Caín levantó una mano señalando a la muchacha.
—Floes... paa Sheimon. Po favo... déle... las floes.
—Dáselas tú —lo animó Gage, indicando a su sierva que se acerara—. No hay problema, Shemaine. Es Caín que quiere darle algo.
Shemaíne se inclinó para tomar la mano de Andrew, pero el chico se resistió ante la perspectiva de acercarse al deforme y sacudió la cabeza con vehemencia. Pese a las suaves frases tranquilizadoras de la muchacha, el niño no se dejó convencer y se quedó atrás, tembloroso, mostrando que no quería saber nada con Caín. Por último, Shemaine lo dejó y se acercó: la puerta, donde estaba el padre del niño. Al acercarse ella, Caín retrocedió hacia las sombras como si no quisiera dejarse ver de cerca pero la sonrisa de Shemaine le dio ánimos y, mientras ella esperaba, se adelantó con torpeza y le entregó las flores.
—Gracias, Caín, son encantadoras —murmuró, gentil.
Cediendo a un impulso, se inclinó adelante y depositó un beso en la mejilla del hombre.
Caín se tambaleó hacia atrás, atónito, y la miró boquiabierto. A continuación, muy perplejo, como si no pudiera creer en lo que ella había hecho, tocó con delicadeza el lugar donde los labios de Shemaine lo habían rozado
La bondad de Shemaine maravilló a Gage.
—Me parece que se ganó su corazón, Shemaine.
A partir de su detención, Shemaine había visto muchas escenas desgarradoras y, en muchos casos, su impotencia la había frustrado. Nada como un cruel encarcelamiento para provocar el anhelo de una palabra bondadosa o un gesto caritativo. Los odiosos insultos y la malvada persecución a los que había estado sometida durante su confinamiento le inspiraron una profunda compasión por los desdichados y los menos afortunados, No le resultaba difícil discernir que este pobre hombre, tan feo, repulsivo de nacimiento tenía una necesidad desesperada de amistad y de un poco de ternura,
Shemaine apretó el ramo contra su pecho.
—Conservaré tu regalo, Caín —prometió con dulzura—. Te agradezco nuevamente por tu bondad y también por devolverme mis zapatos, No conozco a muchas personas aquí, en la aldea, y si no le molesta, te considerare mi amigo.
Sin saber qué responder, el lisiado inclinó la cabeza para mirar a Gage como si quisiera obtener cierta claridad por parte de alguien que conocía a esta criatura de tan tierno corazón. Pero Gage no podía aclarar nada al jorobado porque estaba tan asombrado como él por la compasión que la muchacha le había demostrado.
Perturbado y, sin embargo, colmado de una extraña sensación de maravilla, Caín se marchó arrastrando los pies en dirección opuesta al niño que parecía clavado al suelo, tembloroso y con los ojos muy abiertos.
El miedo de su hijo compadeció a Gage que, acercándose, lo alzó en sus brazos. Andrew se abrazó al cuello de su padre, muy aliviado de estar a salvo y de que el monstruo se hubiese ido.
—¿Todavía tienes hambre? —preguntó Gage, echándose atrás para ver el rostro de su hijo. El niño asintió, ansioso y, con una repentina sonrisa, apretó con más fuerza los brazos. Gage le devolvió la sonrisa y el abrazo y, echando una mirada a Shemaine, que parecía muy abstraída con las flores, susurró en el oído del niño—: ¿Y qué me dices de Shemaine?
—Ven... Shimen —llamó Andrew, extendiendo un brazo hacia ella—. Papá... hambe.
Shemaine rió contemplando a los dos sonrientes varones. Aceptando las irresistibles invitaciones, se acercó a ellos, y la familiaridad de la vivaz melodía que salía de la taberna animó su espíritu irlandés y, lanzando una suave exclamación de alegría, bailó unos pasos de giga hacia ellos, para hilaridad de Andrew y placer de Gage.
Cuando llegó junto a ellos, Gage volvió a posar la mano en la cintura de la muchacha, Era un lugar agradable, cómodo para su mano y en realidad no le importaba que se divulgaran conjeturas atrevidas en el pueblo, relacionadas con los motivos que él podía haber tenido para comprarla. Le gustaba tocarla y, para él, era suficiente justificativo.
—Será conveniente que la lleve pronto de regreso a casa —comentó, con los labios temblándole de incontenible diversión—.De lo contrario, me vería envuelto en una pelea para ahuyentar a los solteros. Y le aseguro que no será porque tengan deseos de matarla, mi niña, como lo intentó Potts. ¡Tratarían de arrebatármela!
Shemaine se imaginó a la orgullosa y elegante Edith du Mercier desmayándose de horror si hubiese presenciado sus poco dignas cabriolas. Imitando la expresión condescendiente de la anciana, hizo un gesto como si apoyase la mano en el mango de plata labrada de su bastón, del que nunca se separaba y, alzando la barbilla, se adelantó con pasos imperiosos.
—Supongo que preferiría verme actuar de manera más refinada y distante, señor.
Los ojos de Gage brillaron, contemplando la encantadora pantomima.
—A Andrew y a mí nos gusta tal como es.
Shemaine se puso de puntillas, giró de cara a él, y luego ejecutó una profunda reverencia como las que hacía en los bailes suntuosos. Padre e hijo la aplaudieron, Shemaine rió y alzó los brazos con infantil entusiasmo.
—Puede atribuirlo a la sangre irlandesa, señor Thornton. Es fuerte y, por lo general, me domina a pesar de mis esfuerzos por controlarme. Con frecuencia, me impulsa a hacer bufonadas.
Sus juguetonas travesuras embelesaron a Gage.
—Shemaine, nos ha aligerado los corazones como hacía mucho que no sucedía —reconoció con una sonrisa—. Nos eleva el ánimo.
Su relajada sonrisa provocó una extraña euforia en Shemaine. Radiante, inclinó la cabeza en otra reverencia.
—¡Estoy encantada de que esté encantado, señor! La carcajada de Gage fue acompañada por el palmoteo de Andrew que demostraba su aprobación.
—¡Shimcn divertida, papá!
—¡Tú eres divertido! —replicó Shemaine, apretando su cara a la del niño.
Haciendo morisquetas, sacudió la cabeza. Cuando la enderezó, pellizcó la pequeña nariz, provocando más risas.
Cuando traspusieron la puerta de la taberna los recibió un fuerte bullicio. Andrew tuvo la prudencia de taparse los oídos. Shemaine se crispó, deseosa de hacer lo mismo. Gage dudó de que fuera capaz de soportar semejante manicomio. El local estaba atestado de marineros ebrios y mujeres perdidas, ataviadas con ropa llamativa. Shemaine vio a Morrisa Hatchet sentada sobre las rodillas de un hombre, bebiendo sin prisa de la jarra de cerveza y mientras él jugaba a los naipes. El atuendo de la mujer era tan atrevido como su profesión que, al parecer, continuaba bajo la supervisión de su nueva dueña. Hasta ese momento la mujer no los había visto, Shemaine abrigó la esperanza de que lograran encontrar un rincón discreto antes de que los viese. Casi ninguno de los presentes en la taberna les prestaba la menor atención pues los parroquianos estaban demasiado interesados en sus propias aventuras y tentativas para darse cuenta de lo que sucedía más allá de su estrecho mundo. Mientras los clientes sacaban monedas para pagar comida y libaciones, agotadas mozas de taberna vestidas con ropa de colores apagados se afanaban con grandes fuentes de comida o jarras en equilibrio sobre bandejas. Una de el las pasó cerca de la puerta y los ojos de Andrew se dilataron a la vista de las cargadas bandejas que la muchacha manipulaba en medio del gentío.
—Quizá podamos encontrar un rincón más tranquilo en el fondo —propuso Gage, tomando la mano de Shemaine y guiándola.
James Harper había trasegado una abundante cantidad de cerveza cuando divisó al hombre alto, de pelo oscuro y reconoció en él al colono que había comprado a Shemaine. Con una fea mueca que deformaba su rostro, el contramaestre se abrió paso entre sus compañeros en un intento por interponerse en el camino del otro. Al llegar junto a Gage, se puso de puntillas y se inclinó adelante para mirar a la cara al colono.
—Usted no me agrada, señor Thornton —pronunció, en turbia voz de ebrio, tratando de enfocar la vista. Se tambaleó hacia atrás y luego recuperó el equilibrio. Adoptando una postura más digna, se enderezó la chaqueta de un tirón y dio un paso más hacia Gage—. Para ser franco, creo que es usted el bribón más terco y confabulador que existe. Y, por cierto, Shemaine O'Hearn es demasiado buena para un tipo como usted.
—Vine aquí a comer —declaró Gage, hostil—. Si quiere pelear, tendré que complacerlo otro día. Ahora, tengo conmigo a mi hijo y a Shemaine.
Las cejas de James Harper se arquearon, altivas, mientras buscaba detrás del colono a la muchacha de la que se había enamorado. Posó sobre ella la mirada de sus ojos sanguinolentos y empezó a recorrer su refrescante belleza con mirada lasciva y ávida. Abriendo los brazos, se abalanzó hacia ella como si fuese a abrazarla pero Gage lo detuvo asiéndolo por las solapas y haciéndolo girar,
—Mantenga la distancia, señor Harper —refunfuñó Gage en voz baja. Aún sosteniendo al hijo en el hueco del brazo, levantó al robusto individuo sobre las puntas de los pies y lo sujetó con fuerza inflexible—. Ahora, es mía y no suya, y le romperé sus malditas manos si trata de tocarla otra vez. ¿Me entiende?
—No me asusta usted —farfulló Harper, por encima de los blancos nudillos que le aferraban la chaqueta—. No es más que un torpe colono.
Gage lo sacudió con fuerza, los ojos de Harper rodaron en sus órbitas como canicas sueltas.
—Tal vez yo sea un torpe colono, pero usted es un tonto si cree que no puedo hacerle pasar vergüenza ante sus compañeros. Si no nos deja en paz, cuando termine con usted, estará bebiendo de la escupidera. ¿Ahora me entiende?
Para dar énfasis a sus palabras, levantó más al otro hasta que sus pies abandonaron el suelo.
James Harper recuperó cierto grado de cordura cuando trató de respirar y no pudo. El puño del otro era como una apretada cuña contra su tráquea, impidiendo el paso del aire a los pulmones. Temiendo por su vida, Harper asintió con vehemencia y entonces, casi con suavidad, fue puesto sobre sus pies. Ese puño duro se aflojó y se apartó. AI instante, esos dedos delgados ya recuperaban la mano de Shemaine y la conducían por entre los espectadores, que habían interrumpido lo que estaban haciendo para observarlos.
James Harper tocó su garganta para cerciorarse de su estado, tragó varias veces y estiró el cuello para estar seguro de que no había resultado dañada ninguna parte vital. Pese a haber sufrido cierta escasez de aire durante algunos segundos, tenía la cabeza asombrosamente despejada por tratarse de un hombre que había bebido tanta cerveza. Se precipitó hacia una silla y se dejó caer, flojo, en el asiento. Contento de estar vivo, exhaló un suspiro trémulo acompañado de vapores que apestaban a fuerte cerveza.
Una moza se detuvo junto a él y ladeó la cabeza, observando primero al contramaestre y luego a la pareja que en ese momento se dirigía al fondo de la taberna.
—Le aseguro que debería considerarse afortunado, jefe —informó al marinero—. Ese Thornton puede ser muy malo cuando quiere, Una vez lo vi dar una paliza a un hombre que lo doblaba en tamaño cuando el tipo trató de molestar a su esposa en la calle, saliendo de esta taberna. Claro que ahora la señora Thornton está muerta, y hasta podría ser que el propio señor Thornton la hubiese matado, viéndolo tan malhumorado y tal; pero, a mi modo de ver, sería una verdadera pena, siendo él tan guapo y tal.
Harper dudó en encontrar el significado preciso de sus palabras mientras ella hablaba. La comprensión llegó con torturante lentitud unos momentos después, haciéndole levantar la vista y fijarla, boquiabierto, en la atrevida mujer.
Al ver su expresión atónita, la moza se preocupó,
—No tienes porque asustarte tanto, cariño —le dio una palmada al hombro en actitud maternal—. A esta altura, el señor Thornton ya te habrá olvidado. Estás a salvo.
Morrisa Hatcher se abrió paso a codazos entre la gente, empujando a la moza con brutalidad al pasar ante el contramaestre. Los ojos de Harper vacilaron observando las amplias caderas bamboleantes, pero la ramera no le prestó atención y siguió en pos de su pelirroja adversaria. Deteniéndose ante la mesa que Gage había elegido cerca del fondo, Morrisa adoptó una pose sensual y pasó una mano por sus curvas voluptuosas, esperando que él advirtiese su presencia. Gage puso a Andrew en la silla entre él y Shemaine y luego acercó otra silla para su sierva. Por fin, enfrentó a Morrisa reconociendo su presencia con una mueca de los labios tensos, el mejor saludo que podía ofrecerle.
—Morrisa Hatcher, seguramente.
—Así es, patrón —la furcia flexionó el brazo en un movímiento artificioso que hizo resbalar la manga de su vestido rosado intenso, dejando el hombro desnudo—. He estado esperando a que vinieras, pero no sabía que se te ocurriría traer a tu hijo. Por cierto, es un niño muy bonito. —Estudió un momento al pequeño, y concluyó—: Es imposible no ver que has cumplido tu deber de hombre: es tu viva imagen.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó Gage, impaciente, sin mucha paciencia para tolerar sus picardías.
—Nada verdaderamente importante, patrón —se encogió de hombros, logrando hacer bajarla línea del escote— .Se me ocurrió invitarte a que vuelvas y te quedes un rato cuando no tengas a tu hijo o a Shemaine pegados a los talones. Si quieres, puedo satisfacer muy bien tus necesidades, Sé más que Shemaine sobre todo lo que puede complacer a un guapo como tu. Hasta podría enseñarte un par de cosas, si me lo permitieras.
Ante la audacia de Morrisa, el rostro de Shemaine se puso escarlata. Fijó su atención en Andrew, cuya nariz a duras penas llegaba al borde de la mesa, porque estaba sentado, Shemaine se puso de pie de un salto y, utilizando un pequeño barril que había cerca, lo puso sobre la silla, debajo de Andrew, mientras el padre lo levantaba.
Una vez, que Andrew estuvo instalado sobre el barril, Gage se dirigió de nuevo hacia la ramera y, al descubrir que no se había marchado por propia voluntad, se enfadó y lanzó un suspiro exasperado.
—Morrisa, lo único que quiero ahora es que me dejen en paz con mi hijo y con Shemaine, Supongo que no será mucho pedírtelo a ti o a cualquiera de los que están aquí.
Semejante respuesta provocó un resoplido irritado de Morrisa.
—No eres un sujeto muy amistoso, ¿eh?
—No, no lo soy —admitió Gage—. Parece que hoy me encuentro con alguien del London Pride dondequiera que vaya y que todos los encuentros terminan en algún tipo de refriega, por eso te ruego que me dejes en paz antes de que realmente pierda la paciencia.
—¡Que te aproveche, patrón! —saludó Morrisa, resoplando—. Sólo trataba de ofrecerte mis servicios... viendo que tienes bajo tu techo a una pequeña ignorante —Morrisa inició el movimiento de volverse pero se detuvo mirando a Shemaine. Muy pronto, la gratificación se había convertido en frustración cuando el colono arrebató a la mocosa irlandesa a Potts. Todavía ansiaba asestar el golpe mortal a su adversaria, pero habiendo testigos de sus acciones, debía limitarse a una forma más aceptable de tortura—. He oído que un ratón chillón que llegó ayer al Pride para observarnos compró los documentos de Annie, Shemaine. Como él es soltero y todo eso, sospecho que Annie no tendrá ningún niño que cuidar. Sin embargo, sospecho que pronto te pedirá que la protejas de ese viejo avinagrado. Un ratón como Samuel Myers puede llegar a ser más malo que una enorme rata cuando se llega al fondo de la cuestión.
—¿Has terminado? —preguntó Gage, cortante, captando las crueles intenciones de la ramera.
El ceño angustiado de Shemaine era una clara indicación de su honda preocupación por su amiga.
—¡He terminado, patrón! Te veré pronto, tal vez cuando te canses de esta señora Mojigata.
Morrisa concluyó arrojando su negra melena sobre un hombro y se alejó anadeando, exagerando al andar el balanceo de sus caderas.
Shemaine se inclinó adelante para atraer la atención de su amo.
—Señor Thornton, ¿cree usted que Annie corre peligro de ser maltratada por ese hombre que la compró? ¿Ese tal señor Myers?
Gage miró a los ojos a su esclava.
—No lo sé, Shemaine, pero si quiere podría averiguar el carácter de ese hombre, preguntando a alguno del pueblo que lo conozca mejor que yo.
—Se lo agradecería, señor Thornton. Annie ya ha sufrido demasiado maltrato; me gustaría saber que puede disfrutar de su trabajo y estar contenta con su vida.
—Veré qué puedo averiguar.
Una de las mozas que servían en la taberna se acercó a la mesa.
—Tenemos guiso burgoo y bizcochos. No hay otra cosa —dijo con voz aburrida.
—Comeremos eso —dijo Gage e, indicando al niño, agregó—: No mucho para él.
—¿Burgoo y bizcochos? —repitió Shemainc, confundida, cuando la moza se fue.
En el húmedo calabozo del London Pride había roído algunos bizcochos, pero la palabra burgoo era desconocida para ella.
Gage se encogió de hombros.
—Es un estofado hecho con carne y verduras. Los bizcochos son el pan que comemos aquí... sin duda mucho mejor que las galletas marineras que habrá soportado en el viaje.
En pocos instantes, pusieron ante ellos tres platos de estofado y una gran fuente con bizcochos. Shemaine imitó a Gage que untaba con mantequilla el pan de Andrew y luego, animada por él, dio un mordisco. Para su sorpresa, le pareció delicioso.
Gage sonrió viendo cómo le brillaban los ojos cuando estaba eufórica, y la observó, expectante, mientras probaba el guiso.
—¿Está bueno?
Shemaine asintió, vehemente:
—¡Oh, sí!
—Bueno, papá —coincidió Andrew con una amplia sonrisa. Gage miró a la muchacha con expresión interrogante y esbozó una sonrisa.
—Entonces, ¿me perdona por haberla traído aquí? Shemaine se asombró de que a su amo le importaran los sentimientos de su esclava.
—No hay nada que perdonar, señor Thornton. Usted no es responsable de las acciones de otras personas. No puede determinar el comportamiento de Morrisa ni del señor Harper, del mismo modo que no puede ordenar al sol que avance o retroceda y esperar que le obedezca.
—Trayéndola aquí, lo menos que se puede decir es que estaba tentando al destino. Desde hace algunos años los marineros suelen reunirse aquí por diversas razones.
Después de haber conocido a Morrisa, Shemaine podía imaginar sin dificultad a qué clase de razones se refería.
—Usted me ofreció la oportunidad de declinar pero, para decirle la verdad, señor, en el London Pride he visto y oído cosas mucho peores que las que han sucedido aquí, esta noche. Si bien yo era bastante ingenua con respecto a la vida antes de mi detención, puedo decirle, sinceramente, que he aprendido mucho gracias a esa penosa situación y que buena parte de ella preferiría olvidarla. Le aseguro que no estoy hecha de azúcar hilada. No me romperé en mil pedazos en cuanto tenga que enfrentar una adversidad. Si fuese tan frágil, no estaría sentada aquí ahora. Es probable que habría sucumbido a los malos tratos de la señora Fitch o al despecho de Morrisa mucho antes de que el barco llegara a puerto.
—Es bueno saberlo, Shemaine —murmuró Gage—, porque ésta es una tierra dura y, a veces, más bien austera. Para los débiles se hace difícil sobrevivir aquí. Las desventuras pueden abrumar, incluso quebrar a una persona decidida si no está preparada para enfrentar los desafíos de vivir en una zona no civilizada. Por cierto, es útil ser resistente.
—Como crecí en la seguridad del hogar de mis padres, jamás había imaginado que un día tendría que enfrentar las calamidades —reflexionó en voz alta—. Antes de mi detención, estaba destinada a convertirme en marquesa. Lejos estaba de suponer que pronto estaría expuesta a la hostilidad y la brutalidad de personas que tenían poder y autoridad para determinar mis circunstancias o que sería arrojada a un modo de vida que me resultaba desconocido. He recibido muy duras lecciones desde que fui apresada, pero he llegado a comprender que no carezco de solidez y de energía, señor Thornton. Con la voluntad de Dios, sacaré provecho de estos siete años.
Gage le dedicó un atisbo de sonrisa.
—Creo que ya he presenciado algunos cambios desde que he llegado ayer.
Shemaine se ruborizó, comprendiendo que quizás había hablado con cierta jactancia de su propia fuerza y resistencia.
—Señor Thornton, entiendo que cualquier beneficio que yo obtenga de mi servidumbre con usted provendrá, sobre todo, de su tolerancia con mis defectos. Sé que todavía tengo mucho que aprender pero, si me tiene paciencia, trataré de superar mis fallas.
—Usted es una bendición para Andrew y para mí, más de lo que se imagina, Shemaine —dijo Gage con una generosa dosis de sinceridad—. Es refrescante como una lluvia de primavera después de un duro invierno. En este momento, estoy demasiado ocupado apreciando sus valores como para saber si tiene o no defectos.
Shemaine sonrió, complacida y tranquilizada.
—Si no llegamos demasiado tarde a su casa, tal vez Andrew y usted quieran comer pastel de crema antes de acostarse. Lo preparé esta mañana para ustedes.
Una lámpara arrojaba un aura dorada sobre el rostro de Gage, poniendo un suave resplandor de bronce pulido en sus nobles facciones. Para Shemaine era como contemplar la estatua de un dios de fábula que hubiese cobrado vida. El mismo resplandor iluminaba sus ojos castaños dándoles un suntuoso tono ámbar translúcido, haciéndole sentirse maravillado por su belleza. Pero lo que colmó su corazón de una extraña, inquietante tibieza, fue la dulce luminosidad de su sonrisa.
Capítulo 8
Cuando llegó la hora en que salieron de la taberna, la noche había caído y una brisa suave soplaba desde el Sur. Su tibia fragancia embriagaba a Shemaine que, pocos días antes, desesperaba de poder disfrutar de aire fresco alguna vez. Aceptó la ayuda de Gage para trepar al asiento del carro, recibió a su hijo dormido y acurrucó al niño en su regazo mientras el padre se alejaba para desatar el caballo. De pronto, Shemaine escuchó una sorda maldición de Gage y levantó la vista, preocupada.
—¿Ocurre algo?
—La yegua ha perdido una herradura —Gage rechinó los dientes, sabiendo lo que sobrevendría, y suspiró—. Me temo que no tenemos alternativa. Deberemos ir a ver a los Corbin si queremos regresar a casa.
Ante la perspectiva de tener que enfrentar otra vez a Roxanne, Shemaine se estremeció pero no dijo nada porque, al parecer, Gage sufría similares recelos.
—¿Tendremos que bajarnos para que pueda desenganchar los caballos?
—Por ahora, pueden quedarse donde están. Yo guiaré a la yegua al taller del herrero y la desengancharé cuando lleguemos ahí.
Al llegar a la herrería, en el extremo más alejado del pueblo, Gage ayudó a bajar a Shemaine y luego volvió a entregarle a Andrew. Desenganchó la yegua y llevó al animal aun cobertizo abierto donde aún se veían algunas brasas en una fragua de ladrillos.
Un hombre corpulento de vientre prominente salió a la puerta delantera de la cabaña ayudándose con una improvisada muleta. Cuidando de no pisar con su pierna entablillada, se acercó al borde del porche escudriñando en las sombras de la noche que rodeaban a sus visitantes. Su voz áspera retumbó en la oscuridad.
—¿Quién anda ahí?
—Soy Gage Thornton, señor Corbin. Mi caballo perdió una herradura, Hugh Corbin respondió con un fuerte resoplido desdeñoso.
—Es una hora bastante avanzada para venir aquí con un caballo que perdió la herradura. Cualquier hombre sensato estaría en su casa, que es donde debería estar, pero usted no es esa clase de individuo, ¿no es así?
—Puede ayudarme o no? —preguntó Gage, irritado, sin hacer caso de la ofensa.
—Parece que no tengo otra alternativa si pretendo que usted se marche —replicó Hugh, irascible—. Espere que iré a la casa a buscar una lámpara.
Roxanne, que había reconocido la voz de Gage en la breve conversación, salió por la puerta delantera con una lámpara que se había apresurado a encender. Llevaba el pelo suelto a la espalda y se había puesto de prisa una bata sobre el camisón.
—¡Ve a vestirte! —ladró Hugh, mientras trataba de tomar la lámpara de manos de su hija.
—¡Estoy vestida! —replicó Roxanne, poniendo la lámpara fuera de su alcance.
Bajó rápidamente los escalones y corrió, casi, hacia la herrería sin intentar, siquiera, adaptarse a la cojera de su padre. A la luz de la linterna, sus ojos parecían animados y llenos de alegría, hasta que el halo de luz se extendió más allá de Gage e iluminó la delgada silueta que estaba a corta distancia de él. Entonces, sus pupilas grises tomaron una dureza acerada, Había tenido la esperanza de que Shernaine aún estuviese incapacitada por todo lo que había pasado y que después de su advertencia de esa mañana Gage lo hubiera pensado y quisiera disculparse. Pero Roxanne se dio cuenta de que semejante idea era absurda: el fabricante de muebles era tan empecinado como su padre.
Roxanne se acercó a la sierva y la recorrió con mirada malévola.
—Bueno, Shemaine, veo que te has recuperado bastante. Tal vez suceda que, en realidad, no estabas tan mal. Quizá fuera sólo una treta para provocar simpatía a tu amo.
Shemaine sonrió sin ganas.
—Imagine lo que quiera, señorita Corbin. Estoy convencida de que nada que yo diga le hará cambiar de idea.
Alzando el mentón en gesto altanero, Roxanne esbozó una sonrisa desdeñosa.
—Por supuesto, tienes razón. Jamás haría mucho caso de lo que diga una convicta.
Roxanne se volvió rápidamente haciendo volar su bata; daba la impresión de que flotaba hacia el hombre a quien había ofrecido una vez su corazón y que, después de meses de haberle servido con devoción, había rechazado cruelmente su amor. En tono bajo, herido, confesó:
—Gage, creí que habías venido a reconciliarte, incluso a contarme que te habías desecho de tu sierva. Pero veo que te empecinas. Siguiendo tus inclinaciones, como siempre, ¿en? —movió la cabeza, pesarosa—. Es una pena... tanto para ti corno para tu hijo.
Percibiendo una amenaza en sus palabras, Gage clavó en ella su mirada aunque permaneció mudo pues prefería no tener otra discusión con ella ni con ninguna otra persona mientras Shemaine estuviese cerca. Le parecía que todo el día había estado enzarzado en una riña tras otra y lo único que quería, en ese momento, era regresar a su casa y disfrutar de una agradable y apacible velada a solas con su hijo y su esclava.
Hugh, que iba cojeando hacia la fragua, se apoyó en la muleta y ladró a Gage:
—Avive el fuego; sea útil si quiere que hierre su caballo. No puedo hacerlo solo.
—Puedo hacerlo yo mismo, si quiere —ofreció Gage—. Lo único que necesito es que me deje lo necesario.
—De todos modos, pagará; lo haga uno u otro —informó con brusquedad el otro—. No crea que le saldrá gratis.
—No pensaba en eso —repuso Gage sin inmutarse.
Sintiendo que crecía dentro de él un gran resentimiento, empezó a mover el fuelle para dar aire a la fragua.
El herrero se volvió para mirar con aire especulativo a Shemaine alterándola con su desvergonzado examen. Shemaine se marchó con Andrew hacia un gran tocón que había a cierta distancia de la herrería y se sentó allí, para poner cierta distancia entre ella y los Corbin pues había llegado a la conclusión de que el herrero le agradaba tan poco como su hija.
Estrechó al niño contra su cuerpo y empezó a cantarle y a mecerlo atrás y adelante. Poco a poco, Andrew se relajó en sus brazos y se cerraron sus párpados. Un suspiro escapó de sus labios entreabiertos y se quedó dormido, acurrucado contra ese pecho tierno.
Contemplando a Shemaine que trataba tan dulcemente al niño, Hugh se debatió en un conflicto interno pero se sentía impotente para contener el rugiente torbellino que arrasaba su corazón y su mente. Desde las tenebrosas profundidades de recuerdos sepultados hacía mucho tiempo subieron a la superficie violentas impresiones que lo hirieron y lo vejaron, y se descargó con Gage, llevado por una oscura envidia.
—Ha conseguido una estupenda convicta —se burló, con quemante reproche—. Sin duda, como ella le pertenece, podrá calmar sus deseos con sólo chasquear los dedos; debe ser por eso que ha desistido de casarse con mi hija.
Gage, que estaba inclinado sobre la fragua examinando la herradura que había estado calentando, al oír al hombre alzó os ojos hacia Roxanne. Ésta se inquietó bajo esa mirada perspicaz y se concentró en colgar la lámpara de un poste cercano. El sombrío ceño de Gage se volvió hacia el herrero.
—Si cree que alguna vez le he pedido a su hija que se case conmigo, me temo que está equivocado, señor Corbin, Como no es así, realmente no creo que deba explicarle mis motivos para comprar a Shemaine. En síntesis, señor Corbin, no es asunto suyo.
—¡Pedazo de libertino arrogante! ¡Ya le enseñaré yo a respetar a los mayores!
Hirviendo de furia, Hugh aferró el extremo inferior de la muleta blandiéndola como un garrote y saltando sobre un pie, se precipitó hacia el otro con la intención de golpearlo,
Gage se enderezó lentamente y arqueó una ceja, mirando al hombre mayor con expresión condescendiente.
—Señor Corbin, sí piensa golpearme con eso, le aseguro que no lo soportaré sumisamente. Créame que yo termino todo lo que comienzo,
La mirada helada que atravesaba el resplandor de la lámpara enfrió pronto la cólera de Hugh. Aún estaba fresco el recuerdo del dolor que había pasado cuando el caballo que estaba herrando lo pateara y rompiera su pierna, y no tenía deseos de sufrir más daño. Como no encontró otra manera elegante de retirarse del enfrentamiento, alzó una mano en una teatral demostración de ira y refunfuñó:
—Termine lo que está haciendo y márchese. Mi niña y yo no los queremos aquí ni a usted ni a esa sucia fulana, ¿me oye?
Gage necesitó recurrir a un enorme esfuerzo para contener la tentación de estrellar su puño en la cara del hombre. Tenía todas las razones para reprimir semejante ataque, y hasta un imbécil las hubiera reconocido, Hugh Corbin lo doblaba cu edad y, en ese momento, estaba baldado. Si lo golpeaba, entonces el no sería mejor que Jacob Potts maltratando a Caín. ¡Por mucho que lo ansiara en ese momento, no podía golpear a un inválido!
—Shemaine no es una fulana y no acepto que la llame así—repuso Gage, entre dientes—. Lo único que lamento en este momento es que debo terminar de herrar la yegua. De lo contrario, lo mandaría a usted al infierno —resopló desdeñoso mientras lo pensaba—. Pero, ¿para qué voy a desperdiciar el aliento? Con lo malo que es, de todos modos irá a parar allí,
Entre los dos hombres que se miraban, ceñudos, el aire crepitaba por la tensión. Hugh tuvo ganas de lanzarse sobre él en ese mismo instante, pero no podía desechar la temible posibilidad de resultar más dañado de lo que ya estaba. Por una vez, prevaleció la sensatez aunque aún sentía la exasperación provocada por la impiadosa mordedura de la animosidad.
Hugh dio media vuelta, regresó al porche con su paso irregular y se sentó con dificultad en el borde. Desde ese lugar podía vigilar hasta que el otro terminase la faena. Si bien nunca había tenido motivos para creer que Gage Thornton fuera capaz de estafarlo, Hugh no confiaba sus pertenencias a ningún hombre. Después de recibir las monedas del ebanista, lo mandaría a seguir su camino.
Roxanne se acercó lentamente hasta un punto desde donde podía ver mejor a Gage. Apoyándose en un poste, observó el rostro vuelto hacia abajo sobre las brasas ardientes y se asombró de que todavía sintiera anhelos de contemplar ese bello rostro y declararle su amor. Hubiese bastado con una sonrisa tierna de parte de él para animarla. Pero al mismo tiempo que contemplaba ese noble rostro Roxanne vio que sus cejas se unían en un hosco ceño como si la intensa atención de la joven lo irritase. Al pensarlo, Roxanne se enfureció.
—¿Qué piensas hacer, Gage? ¿Luchar contra cualquier hombre que insulte a tu convicta?
—¡Sí, si es necesario! —replicó vivamente, sin mirarla.
—Eres obstinado, Gage Thornton, y en este momento se me ocurre que eres un tonto. Shemaine no merece tu protección.
Esas palabras indignaron a Gage, pero no quiso mirarla.
—Roxanne, a decir verdad, tus opiniones me tienen sin cuidado. Nunca me importaron.
Esa frase fue para la mujer como una bofetada que cruzara su cara; la evidente indiferencia de Gage encolerizó aún más a Roxanne. En esos nueve años, desde que lo conocía, ¿cuántas veces se había ofrecido a él? ¿Y cuántas veces él la había ignorado? ¿O acaso había sido una treta deliberada de él? Había estado a punto de volverse loca de tanto desearlo y siempre, en todas las ocasiones, se encontraba con que él la rechazaba cortésmente, como si fuese incapaz de considerarla su amante... o su esposa. No conseguía imaginar que fuese tan insensible con su esclava. ¡Ah, no! ¡Tenía otras intenciones con respecto a su convicta!
—Tienes intenciones de llevarte a la cama a esa buscona, ¿no es cierto? —preguntó Roxanne, con la voz quebrada por la emoción—. ¡Eso es lo que has deseado desde el primer momento en que la viste, fornicar con esa furcia!
—¿Y si fuera así, qué? —replicó Gage, furioso, convencido de que no había diferencias entre padre e hija. Aunque le daba escrúpulos empujar a una mujer hasta el borde del precipicio de los celos irracionales, azuzó la ira de la mujer hasta un descontrolado frenesí y, apoyando las palmas en los pilares de ladrillo de la fragua, se inclinó y clavó en ella una mirada penetrante—. Dime, Roxanne, ¿en realidad crees que te concierne lo que yo decida hacer con Shemaine en la intimidad de mi cabaña... o en mi cama?
Los labios de Roxanne se torcieron en una fea mueca y en el fondo de su garganta se formó un gemido borboteante. Con la furia de una mujer despreciada, explotó en un horrendo chillido. El ruedo de su bata giró alrededor de sus piernas desnudas cuando ella se volvió y, como una furia de la noche, corrió hacia la cabaña. Pasando junto a su padre, entró como una tromba por la puerta delantera. El estrépito del portazo hizo que Hugh Corbin agachara la cabeza e hiciera una mueca, como si esperase que el porche cayera sobre él.
Durante el largo trayecto de vuelta, Shemaine permaneció silencio en el asiento del carro, junto a Gage, llevando en brazos al dormido hijo del hombre. La luna ya estaba por encima de los árboles y proyectaba su luz de plata sobre el paisaje; Shemaine podía ver el ceño sombrío que unía las magníficas cejas del hombre. No se atrevía a preguntarle qué era lo que le preocupaba, iba contra todas las reglas de la corrección que una sierva hiciese preguntas sobre los pensamientos íntimos, los torbellinos interiores v los sentimientos de su amo, pero no podía menos que preguntarse qué le habrían dicho los Corbin para ponerlo de un talante tan hosco. Había visto las disputas de esa noche. Más aún, tendría que haber estado completamente distraída para no ver cómo Hugh lo había amenazado con su muleta o la furia de Roxanne antes de entrar corriendo en la cabaña, si bien el viento se había llevado las palabras impidiéndole oírlas. Aun así, Shemaine tenía intenciones de preguntarle, sobre todo porque el primer altercado se había iniciado poco después de que Hugh la viese a ella, la discusión se inició a raíz de algo que Hugh dijo acerca de ella.
La luz escasa de la luna fue suficiente para que Gage percibiera la mirada pensativa que su esclava contratada fijaba en él pero transcurrieron muchos kilómetros antes de que él se sintiera bastante seguro para mirar en dirección a la joven. Al fin lo hizo, y se encontró con unos ojos brillantes, iluminados por la luna.
—¿Está preocupada, Shemaine?
—Sucede que noto su enfado, señor Thornton —murmuró con timidez—, y estaba pensando qué hacer para serenarlo. Tengo la impresión de que, en cierto modo, yo tengo la culpa.
—La culpa no es suya —afirmó Gage, enfático.
Efectivamente, él pensaba que no, que los problemas habían comenzado poco después de su llegada a Newportes Newes. Después de conocerlo, Roxanne no necesitó mucho tiempo para obsesionarse con la posibilidad de ser su esposa. Había urdido astutas tretas para atraparlo en un matrimonio forzado, fingiéndose inocente cuando lo provocaba rozándose contra él, esperando excitar los sentidos de un hombre solo. Gage, reconociendo su gran vulnerabilidad en ese plano, con sus insatisfechos deseos camales, había tenido sumo cuidado en ignorar cada una de las insinuaciones de la mujer, aun a riesgo de parecer estúpido. Después de todo, no había huido de Inglaterra y de la bonita Christine para pasar un buen rato con una mujer a la que no podría mirar a la mañana siguiente. Tuvo la prudencia de mantenerse atareado, lejos de ella.
Años después, cuando se casó con Victoria, Roxanne se había encerrado en la casa de su padre y entregado al duelo como si hubiese llegado el fin del mundo. A la larga, Roxanne había salido de su estado de desdicha. E incluso entonces, durante un tiempo, lo había tratado con el desprecio y el odio que una doncella deshonrada podría alimentar contra el canalla sin principios que la abandonara tras aprovecharse de su inocencia. Llegó el momento en que su amargura fue cediendo, siendo reemplazada por miradas anhelantes, sonrisas trémulas y, por fin, sutiles insinuaciones, hasta que Gage empezó a temer y a detestar sus visitas. Victoria no percibió las intenciones de Roxanne, y Gage no se ocupó de explicárselas. Su esposa había sentido compasión por la solterona y, a su tierna manera, se convirtió en la mejor amiga que Roxanne había tenido.
Después de la muerte de su esposa, Roxanne había vuelto a demostrar su determinación de ocupar un lugar privilegiado en la vida de Gage. Sin duda, creía que, al estar disponible de inmediato después de la fatal caída de Victoria, había adquirido cierta ventaja gracias a la cual podría empujarlo hasta el altar. Aunque tácita, la amenaza nunca estuvo ausente. Roxanne diría la verdad o incluso estaría dispuesta a mentir pero, esta vez, estaba resuelta a quedarse con él... o a despojarlo de todo.
Gage había comprendido a fondo lo que arriesgaba frustrando las aspiraciones de Roxanne; por eso había ido al London Pride, prácticamente a comprar su libertad y fijar el rumbo de su vida en una dirección diferente de la que ella había fijado para él. De antemano sabía que a Roxanne le costaría aceptar que él comprara una sierva contratada. Seguramente imaginaba que cualquier mujer que él comprase sería sólo una usurpadora, quizá como había considerado a Victoria. Era triste llegar a la conclusión de que Roxanne había confirmado esos temores.
Hugh Corbin también había presentado dificultades; Gage sabía que ni siquiera desdeñaría aprovechar como excusa la presencia de Shemaine para provocar una disputa con él. El herrero habría recurrido a cualquier cosa que le diese una ventaja. El odio de Hugh hacia Gage se percibía con claridad en cada palabra que decía.
—En los ocho o nueve años que lo conozco —reflexionó Gage, mirando de soslayo a Shemaine—, Hugh Corbin siempre ha sido áspero y hostil y el último tiempo se ha vuelto intolerable, malvado y caprichoso como el Viejo Una Oreja. Es generoso con sus insultos y, al parecer, se descontrola para provocarme sobre todo cuando estoy con mi familia... o, como comprobé esta noche, con usted. Una vez, no hace mucho, lo sorprendí observando a Andrew con una expresión extraña en los ojos. Me puso muy nervioso. No sé de qué es capaz ese hombre..., si se atrevería a volcar su despecho sobre un niño, pero su actitud me preocupó. En el pasado, Roxanne me pidió muchas veces que le permitiese llevar a Andrew a su casa y que se quedara a dormir allí, pero no pude decidirme a darle mi consentimiento. No me atreví a confiar en su padre.
—La señora McGee me dijo que el señor Corbin había deseado tener un hijo varón —comentó Shemaine con suavidad—. El único que él concibió nació muerto, cuatro años antes del nacimiento de Roxane. Quizá, cuando lo ve con Andrew, el señor Corbin recuerda su frustración de no tener un hijo varón. Bien podría ser envidia y no odio lo que siente por usted.
La rabia que había enturbiado el talante de Gage durante la última hora empezó a disiparse cuando se puso a pensar en la conjetura de Shemaine. Por sus pasadas experiencias con el herrero, debía reconocer que tal vez ella tuviese razón. Había conocido al irritable herrero y a su hija de diecinueve años poco después de llegar a las colonias, pero sólo en los dos últimos años el hombre había manifestado una aversión tan intensa hacia Gage.
Sacudió la cabeza, perplejo, reprochándose por no haberlo pensado antes y porque fuera necesario que una muchacha casi adolescente se lo sugiriese. Lo maravilló la lucidez de ella.
—Es usted muy perspicaz, Shemaine. Mucho más de lo que he sido yo. No podía entender por qué Hugh me detestaba de ese modo.
—Tal vez usted haya estado demasiado cerca de la situación para reconocer esos celos —aventuró Shemaine, mirándolo.
Lo que vio entibió su corazón: la expresión de Gage se había suavizado y aparecía en sus labios el asomo de una sonrisa. Gage se volvió para mirarla de frente y, cuando la mirada de él acarició su rostro, Shemaine contuvo la respiración. Luego, la mirada del hombre descendió hasta la pequeña cabeza acurrucada en su pecho.
—Tal vez sus brazos estén fatigados —tomando las riendas en una sola mano, Gage levantó el brazo libre y lo apoyó sobre la parle superior del respaldo, detrás de Shemaine, evitando cometer el error de tocarla y espantarla—. ¿Por qué no se acerca más a mí y apoya la cabeza de Andrew en mi regazo? Así aliviará el peso en su brazo y estará más cómoda.
Shemaine estaba más que dispuesta a aliviar sus músculos agarrotados pero, cuando trató de moverse, descubrió que sus fuerzas no alcanzaban para desplazarse sobre el asiento. Tras varios intentos fracasados, confesó su derrota:
—Lo siento, señor Thornton, me parece que no puedo.
Sujetando las riendas entre las piernas, Gage pasó su brazo derecho por la cintura de la mujer y la mano izquierda bajo sus rodillas. No le costó un gran esfuerzo acomodarla muy cerca a su lado. Dejó su brazo como sólido sostén tras la espalda de la joven y ella apoyó la pequeña cabeza en las piernas de Gage. Un hondo suspiro se escapó de los labios de Andrew, pero no se despertó.
Gage contempló a su hijo dormido, la pequeña cara vuelta hacia arriba, bañada en la luz suave de la luna. Las largas pestañas se apoyaban, en apacible descanso, sobre las mejillas del pequeño y la mandíbula, aflojada en el sueño, hacía que la boca estuviese entreabierta. Shemaine extendió la mano y la apoyó con suma delicadeza en la mejilla del niño y, poniendo el pulgar en la barbilla, cerró su boca. Andrew se movió, se volvió sobre el lado derecho, hacia su padre y pasó un brazo sobre el de Shemaine apretando su mano, que había quedado atrapada entre la mejilla del niño y el vientre de su padre.
Shemaine soltó una exclamación mientras procuraba liberar su mano. Fue sólo un instante, pero le pareció que pasaba una eternidad hasta que consiguió hacerlo y, durante esa eternidad, una multitud de sensaciones habían sido estimuladas en el hombre.
En el preciso instante en que la mano de Shemaine quedó atrapada, una oleada de sangre caliente recorrió a Gage con feroz intensidad, dándole dolorosa conciencia de su deseo abrasador. Pasó un largo rato después que la mano quedó liberada y a salvo, junto a la otra mano de la joven, sin embargo voraces llamas todavía hacían latir con torturante vigor los genitales del hombre, intentando derribar el delgado muro de su contención. Con cada fibra de su ser, percibía la sutil fragancia de su esclava que llenaba su cabeza, la misma fragancia que había aspirado con placer embriagador cada vez que la había tocado o la había atraído junto a él durante ese día. Era el dulce perfume de una mujer que, hasta ese momento, él no había tenido conciencia de ansiar. El busto suave atrajo su mirada y, cuando al fin levantó la vista para encontrarse con la mirada de ella, se encontró con unos ojos dilatados, desbordando consternación. Aun bajó la tenue luz, creía detectar que en las mejillas de Shemaine se intensificaba el rubor bajo la mirada de él.
—¡Lo... lo siento! —el susurro estrangulado de Shemaine parecía llenar la noche dando testimonio de su pudor. Apretó la mano ofensora contra el pecho; aun así, le parecía seguir sintiendo en el dorso el calor quemante de su virilidad, la inesperada firmeza que había crecido rápidamente, poniendo de relieve la diferencia de madurez entre este hombre y su hijo. Contrariando los instintos que la obligaban a guardar silencio y fingir que nada había sucedido, Shemaine imploró su perdón con la esperanza de disipar cualquier idea que pudiera ocurrírsele a Gage de que su acto había sido deliberado—. No tuve intención de tocarlo, señor Thornton,
Gage dirigió la vista otra vez al camino y no hizo ningún comentario, Chasqueó la lengua y espoleó a la yegua para que acelerase la marcha. Gage era incapaz de ignorar el suave cuerpo femenino que tenía junto a él y, mucho más difícil, el recuerdo de esa mano que había rozado deliciosamente su virilidad.
Una semana después, tras el desayuno, Shemaine llegó a la conclusión de que llevaría tiempo establecer una rutina, pues su principal preocupación debía ser, como había señalado su amo, cuidar de Andrew. Y sin embargo, entre cocinar y atender a las necesidades del niño, se encontró con que estaba haciendo mucho más de lo que, aún remotamente, se había creído capaz.
El cliente de Williamsburg había pedido a Gage que postergase indefinidamente la entrega de los muebles nuevos. Sucedía que los albañiles aún estaban trabajando para terminar la casa y no podía recibir los muebles hasta tanto ésta no estuviese habitable. Entre tanto, Gage se había puesto a fabricar las piezas de comedor que hacía poco le habían encargado en Newportes Newes. Por las noches hacía los planos, dibujando los brazos y las patas de las sillas y un nuevo armario. Durante el día, trabajaba con sus hombres en otras piezas pero, con frecuencia, era posible encontrarlo en el barco, ayudando a Flannery,
Esa mañana, antes de salir de la cabaña, Gage había anunciado que trabajaría en el barco buena parte del día. Dijo a Shemaine que, si le parecía bien, alrededor del mediodía podría llevar a Andrew y comida suficiente para los carpinteros de ribera y los ebanistas; así podrían disfrutar comiendo en la cubierta del barco, ya que el día prometía ser hermoso y soleado,
—Cuando esté preparada para ir al barco, toque la campana que está junto a los peldaños del frente —le indicó Gage cuando ella le aseguró que podría hacerlo—, y yo enviaré a alguien a buscar la comida.
Shemaine se entregó de inmediato al desafío de preparar un banquete suculento que satisficiera el apetito de hombres que trabajaban duro. Unos días antes, vagando por los alrededores, había descubierto una cavidad que su amo había excavado en un altozano, cerca de la cabaña. Allí fueron ella y Andrew a buscar zanahorias, cebollas y una variedad de verduras para el estofado de venado que pensaba preparar. Sería su propia versión de un suculento plato irlandés que Bess Huxley solía preparar para el padre de Shernaine. Muy pronto estaba hirviendo suavemente en el fuego.
Esa mañana, Shemaine había puesto masa de pan a leudar. Ahora, la amasó, la separó en pequeñas piezas y las puso cerca del calor del hogar para que leudase por segunda vez. Peló una buena cantidad de patatas y las puso a hervir en una cacerola. Luego, preparó un pastel con especias y, mientras se cocía, se ocupó de otras tareas en la cabaña.
La técnica del lavado de ropa habían formado parte de las instrucciones que ella recibiera cuando todavía estaba bajo la tutela de su madre, aunque sólo fuese para ser capaz de administrar una casa llena de sirvientes, Shemaine no tuvo dificultad en recordar los consejos que había recibido en aquella época. Con la entusiasta ayuda de Andrew, quitó las sábanas de las camas y las lavó junto con varias toallas de lino, algunas prendas del niño y las camisas que había encontrado en el armario de Gage poco después de su llegada. Colgó la ropa fuera, donde le diese el viento y la luz plena del sol. Mientras la ropa se secaba, aireó las almohadas, barrió y pasó un lampazo a los suelos, lustró los muebles y limpió a fondo el interior hasta dejarlo reluciente, sin olvidar de convertir cada tarea en un juego para mantener entretenido a Andrew. Incluso, empezó a enseñarle una canción para aprender a contar, y la pronunciación del pequeño le hizo reír. Todo eso embelesaba al niño, que reía con fuerza, esforzándose por imitarla.
Para la comida en el barco, Shemaine sacó de la despensa un buen surtido de utensilios, platos de estaño y tazas, añadió un mantel y servilletas que encontró entre los paños de cocina, y metió todo en una cesta junto al pastel, que había cubierto con una capa azucarada. Cortó el pan, lo envolvió en un paño limpio y lo dejó aun lado para que Andrew lo llevase. Sacó del estanque una botella de sidra fresca, y retirando del fuego la olla del estofado, la tapó y la dejó con todo lo demás en el borde del porche delantero. Por último, pisó y condimentó las patatas, puso el puré resultante en una fuente con tapa y lo envolvió con un pequeño tartán para que se mantuviese caliente.
Pocos momentos después, hizo sonar la campana que colgaba de un poste, junto a los peldaños, y un joven alto y delgado corrió hasta la cabaña para ayudar a transportar todo al barco. Cuando se detuvo, jadeando, junto a los escalones, inclinó el sombrero en cortés saludo y sonrió, y su cara más bien tosca se transformó agradablemente. A Shemaine le pareció que los suyos eran los ojos más azules y el pelo más negro que había visto, aun en Irlanda.
—Buen día, señorita —saludó alegremente—. Soy Gillian Morgan. El capitán me envió a buscar la comida para llevarla al barco. Shemaine expresó su perplejidad con un leve ceño.
—¿El capitán?
—Quise decir el señor Thornton, señorita —se apresuró a explicar Gillian—. Lo que pasa es que a él no le gusta que lo llamen así. Pero como el señor Thornton es el constructor principal y diseñador del barco, el que paga nuestro salario, además tiene trece anos más que yo, mi padre armó un escándalo de aquéllos al oírme llamarlo por su nombre de pila. Por eso, mi padre lo apodó el capitán.
—Ya entiendo —dijo Shemaine, asintiendo y sonriendo—. El señor Thornton me comentó que siente aversión a que lo llamen por su apellido, pero yo no puedo abusar de la familiaridad y llamarlo de otro modo.
Fue el turno de Gillian de confundirse:
—¿Aversión?
—Disgusto...desagrado —explicó Shemaine, ladeando la cabeza con expresión curiosa—. ¿Ha explicado alguna vez el señor Thornton porqué no le gusta que lo llamen por su apellido?
—Bueno, sólo dijo que cuando aún construía barcos para su padre, trabajaba con otros hombres que hacían lo mismo que él, pero su padre insistía en que lo llamasen señor Thornton porque era el hijo del propietario. Y, por cierto, el capitán odiaba ese trato.
Shemaine indicó la olla de estofado y el cuenco de las patatas, envuelto en la manta.
—¡Será mejor que llevemos esta comida al barco antes de que se enfríe o el señor Thornton nos odiará a nosotros!
—¡Sí! ¡Nos arrancará el pellejo con los dientes!—agregó Gillian, riendo entre dientes—. Por cierto, tiene un modo muy expresivo de hacernos saber cuándo está enfadado.
—No es malo, ¿verdad? —preguntó, recelosa.
—No, no es malo. Pero es muy exigente con el trabajo que hacemos para él. Espera lo mejor que podamos darle, y a usted le convendrá hacer lo mismo.
Shemaine exhaló un breve suspiro.
—Claro que lo intentaré.
Colgó del brazo de Andrew el paño en que había envuelto los trozos de pan, lo tomó de la otra mano y recogió la cesta. Gillian cargó con la olla, el cuenco y la jarra, y abrió la marcha, mientras Shemaine lo seguía con el niño. Cuando se acercaban, Gage bajó a la grada para salirles al encuentro, levantó a Andrew, tomó la cesta que llevaba Shemaine y la escoltó hasta la cubierta en construcción.
Los cuatro ebanistas y el viejo carpintero ya estaban esperándola, impacientes por conocerla, tras haber insinuado en voz bastante alta y con ánimo burlón, que ya era hora de que el señor Thornton dejara de preocuparse por la posibilidad de perderla a manos de alguno de ellos y se dispusiera a presentarla. Gillian sacó a Andrew de los brazos de su padre y comenzó a forcejear y a rodar por la cubierta con el niño haciéndolo chillar de risa mientras Gage, por fin, cumplía con la exigida formalidad. Shemaine reconoció a Ramsey Tale como el hombre que había estado ayudando a su amo fuera de la carpintería el día después de que ella fuese comprada. Sly Tucker, un hombre alto, bastante corpulento, de pelo rubio rojizo y barba poblada, era otro ebanista experimentado. Los dos aprendices eran de edades parecidas, de poco más de veinte años. Uno era un alemán llamado Krich Wernher, joven de facciones regulares, de pelo y ojos oscuros; el otro, Tom Whittakcr, un apuesto colono de pelo cobrizo y ojos grises. Flannery Morgan era un anciano canoso con tantas arrugas en su rostro como estrellas había en el cielo nocturno, aunque su ingenio era tan agudo que solía hacer estallar a los otros en sonoras carcajadas.
Todos ellos trataron a Shemaine con el respeto debido a una dama, algo que ella atribuyó a un gesto deferente hacia su empleador. Se apresuraron a colocar unas tablas mientras ella sacaba el mantel y, una vez que lo tendió, ellos ayudaron a distribuir platos y tazas. Como Sly Tucker era predicador itinerante, fue el que pronunció la oración de gracias antes de la comida. Pronto se oyeron exclamaciones de deleite y de satisfacción cuando los trabajadores empezaron a devorar el estofado que habían puesto sobre el puré, acompañándolo con pan. La botella de sidra fresca dio varias vueltas en la mesa llenando las tazas de estaño, para apagar la sed de los hombres. Cuando se sirvió el pastel, varios de ellos gimieron, en manifestación de burlona agonía.
Por primera vez desde que Gage la comprara, Shemaine logró comer toda la comida que se había servido, aunque su peso en el estómago le provocó somnolencia. Ansiaba llevar a Andrew de vuelta a la cabaña para dormir la siesta, pero era obvio que teniendo a Gillian cerca, el niño no querría marcharse tan pronto.
Gage se había sentado sobre un barril con clavos en un extremo de la mesa improvisada cuando al fin apartó su plato, inclinó un poco el barril y se apoyó en la estructura de la borda. Desde ese lugar podía abarcar con la vista a sus hombres y apreciar el goce que les había proporcionado la comida. En ese momento estaba convencido de que hubiese dado lo mismo que Shemaine fuese un sapo viejo; sus hombres la habrían admirado lo mismo por su talento para cocinar.
Les dio un momento de descanso antes de reanudar las labores, porque era evidente que lo necesitaban después de una comida tan suculenta. A los más jóvenes correspondió la tarea de recoger los platos sucios, la olla vacía y los restos de comida, que llevaron de vuelta a la cabaña mientras Shemaine se quedaba un rato más con Andrew. Recorrió el barco junto con el pequeño, admirando el excelente trabajo realizado mientras Gage comentaba las dificultades que les causaba una madera mal estacionada que Gillian había llevado desde el cobertizo.
—Capitán, esas tablas se abrirán más antes de que finalice la semana. Tendremos que sacarlas pronto y cambiarlas —aconsejó Flannery Morgan a su empleador.
—Si hay que hacerlo, hagámoslo, entonces —respondió Gage con lógica irrebatible—. AI parecer, no tenemos otra alternativa,
Andrew vio a una gaviota que planeaba cerca, sobre la proa barco, y corrió hacia allí con la esperanza de atraparla. Shemaine se apresuró a seguirlo pero el niño, rápido como un ratón, se puso a trepar por las tablas en su impaciencia por acercarse. El ave planeaba sobre él, como si quisiera tentarlo. Luchando contra su propio letargo, Shemaine trepó tras él saltando sobre las tablas y cruzando tirantes en su ascenso. Estaba asombrada de que un niño tan pequeño tuviese tantas energías y tanta destreza para trepar, pero tan repentinamente como antes, la atención de Andrew se desvió hacia otra cosa y comenzó un rápido descenso hacia la cubierta principal, donde una rana saltaba sobre las tablas. Shemaine se detuvo para recuperar el aliento y, de pronto, se encontró bien cerca de la proa y, muy intrigada por la vista, se acercó al vacío. Al mirar hacia abajo, vio grandes rocas amontonadas alrededor de los puntales que sostenían la construcción, y cuando miró alrededor, al paisaje que rodeaba la cabaña, vio que era lozano y bello.
—¡Maldición, Shemaine.—vociferó alguien desde muy cerca, haciéndola tambalearse el sitio donde se había encaramado—. ¡Baje de ahí! ¡Baje, antes de que pueda caer!
Shemaine vio que Gage ya corría hacia ella y, antes de que pudiera obedecerle, ya estaba a su lado aferrándola del brazo y apartándola bruscamente del borde. Cuando llegaron a la cubierta principal, la tomó de los hombros y la sacudió con fuerza, mientras la regañaba, furioso:
—¡No vuelva a subir allí! ¿Me entendió? ¡No es seguro! ¡Manténgase lejos!
Shemaine asintió, asustada, impresionada por su furia.
—S... sí... por su... puesto, señor Thornton —tartamudeó, conteniendo lágrimas de dolor. Los dedos del hombre apretaban sus brazos con tanta fuerza que estaba segura de que quedaría una marca. Crispando la cara, trató de liberarse del férreo apretón—. Por favor, señor Thornton, está haciéndome daño.
Como asustado por su propia ferocidad, Gage dejó caer las manos y retrocedió.
—Lo siento —dijo, en un ronco susurro—. No quise...
Girando sobre sus talones y con el cuerpo rígido, la dejó y se alejó a zancadas por la cubierta. Como estatuas de piedra, Shemaine y los trabajadores lo vieron descender rápidamente del barco en construcción. Luego, como si los demonios del infierno le mordieran los talones, siguió andando a grandes pasos hacia la cabaña y, un momento después, oyeron el lejano portazo que sonó como un trueno en el silencio creado por su partida.
Shemaine se volvió hacia Gillian con un ceño que manifestaba su perplejidad, impresionada por la furia que había manifestado su amo.
—¿Qué he hecho? ¿Por qué el señor Thornton se ha enfadado tanto conmigo?
—No se preocupe creyendo que el capitán estaba enfadado con usted, señorita—murmuró el muchacho, procurando aliviar sus temores—. Se asustó de verla en la proa. Allí fue donde su esposa se trepó cuando se cayó y se mató.
Shemaine se llevó una mano a la boca para ahogar un gemido de angustia. ¿Cómo había podido cometer semejante torpeza?
—Señorita, ¿porqué no lleva a Andy a la cabaña?—sugirió Gillian—. Yo llevaré lo que falta.
Shemaine aceptó el consejo y llevó a Andrew a la casa. Descubrió, agradecida, que los más jóvenes habían lavado los platos y las tazas en el río y los habían dejado en la cesta, junto a la puerta de la cabaña. Fue sólo cuestión de unos momentos pasarlos por agua jabonosa, por agua hirviendo y limpiar la cocina.
Entró las sábanas, fragantes de olor a limpio, también las almohadas, tendió las camas y, por fin, se acostó con Andrew en su cama del altillo. Le leyó hasta que el pequeño se durmió. Con su cabecita apoyada en el hombro, Shemaine permaneció acostada largo rato mirando el techo y recordando la furiosa reacción de Gage cuando la vio en la proa del barco. Si bien podía comprender que para él resultara un doloroso recuerdo el modo en que su esposa había hallado la muerte, en el breve lapso durante el cual le gritó y la sacudió, Shemaine había visto el dolor y la angustia de esos ojos, que hasta entonces no había notado. Sin duda, se trataba de un hombre atormentado por un recuerdo fatal, quizá por algo que había hecho o que no había podido hacer, y que aún no se había diluido en el liberador olvido. ¿Qué había en aquel accidente, que a ella no le habían tomado? ¿Qué cosa más terrible que la muerte de una joven esposa y madre había ocurrido aquel día y tenía el poder de sumir a un hombre en las profundidades de su alma y hacerlo debatirse en la angustia?
Meditar sobre todo lo que podría haber pasado agotó a Shemaine, porque no encontraba respuestas sencillas a sus preguntas. Con un suspiro afligido, rodeó a Andrew con un brazo, se acurrucó junto a él y se sumió en una somnolencia que la tenía atrapada.
Ramsey Tate se acercó al taller de carpintería y, antes de entrar, golpeó suavemente. Oyendo una amortiguada respuesta desde dentro, abrió la puerta, entró y la cerró sin hacer ruido. Su patrón miraba por la ventana con expresión lúgubre, un profundo ceño crispaba su frente, y una hosca mirada hizo poco por tranquilizar a Ramsey en el sentido de que su presencia sería tolerada.
—Sly y los otros temen venir, creyendo que te molestarán —dijo el hombre, inquieto—. Me enviaron a preguntarte si quieres que vuelvan al trabajo.
Gage lanzó un resoplido de irritación y miró a su oficial ebanista con un ceño más sombrío aún.
—¿Tú qué crees'?
Ramsey arqueó sus cejas hirsutas.
—Sí, eso es lo que yo les dije, que tú querrías que siguieran trabajando como de costumbre, por muy negro y agrio que fuese tu talante. No necesito decirte cuánto asustaste a tu mujer. Estaba convencida de que había hecho algo para ofenderte, hasta que Gillian le explicó que sólo estabas recordando a tu esposa.
Gage no hizo caso del parloteo del hombre referido a Shemaine, sabiendo que era para ponerlo aprueba. No ignoraba que había asustado a la muchacha, pero al verla asomada sobre la proa, su mente había sido invadida por horribles escenas de Victoria haciendo lo mismo. Por un instante, realidad se enredó en una telaraña de atormentadoras visiones, como si estuviese reviviendo la pesadilla de la escena de la muerte, de esas imágenes paralizantes que persistían en él desde la muerte de su esposa, arrancándolo de las profundidades del sueño y obligándolo a pasearse por su habitación como una fiera enjaulada. La única diferencia era que esta vez se trataba de Shemaine que se precipitaba hacia las rocas, y se veía así mismo inclinándose sobre la proa, y viendo suceder todo desde arriba.
—Mi humor no tiene nada que ver con mis expectativas —replicó al fin Gage—. Espero que mis hombres terminen la jornada y den lo que corresponde por sus salarios. He controlado el modo en que han dispuesto los planos sobre la madera para las piezas nuevas; creo que dejan mucho que desear las vetas que han elegido y destinado a mi inspección. Yo habría puesto madera nudosa en las puertas y vetas similares para los cajones.
—Podrías mostrarnos cómo lo quieres —propuso Ramsey con gentileza.
Sabía que ni él ni los otros podían imaginar la pieza terminada tan bien como el maestro ebanista. Además, estaba seguro de que el trabajo podría servir como bálsamo que aliviara lo que estaba atormentando a Gage Thornton, al menos hasta que se resolviera a tomar a una mujer.
—Di a los hombres que vengan —ordenó Gage con cierta aspereza—. Les mostraré lo que quiero. —¿Y a los Morgan? —preguntó Ramsey, inseguro—. Querrán saber si hoy volverás a trabajar en el barco.
—Flannery debe cambiar algunas tablas —afirmó Gage, sin rodeos—. No me necesita para eso.
Pasándose una mano por los ojos, Gage soltó un suspiro apesadumbrado cuando el otro se marchó. Recurriendo a la voluntad, apartó los pensamientos de la engañosa, aterradora escena de Shemaine precipitándose hacia su muerte. Sólo podía pensar en sí mismo, preguntarse si alguna vez se vería libre de ese tumulto que seguía arrasándolo por dentro, dejándolo a veces con la sensación de haber sido duramente lastimado y golpeado.
Esa noche, los moradores de la cabaña cenaron con una suculenta sopa y, mientras Shemaine lavaba la vajilla, Gage le leyó a Andrew; después lo acostó. Cuando volvió a la cocina, encontró a Shemaine que lo esperaba.
—Señor Thornton, lamento haberlo inquietado hoy, en el barco —murmuró en voz queda—. No sabía cómo había muerto su esposa.
A modo de sonrisa, lo único que pudo hacer Gage fue esbozar una breve mueca.
—Me asusté al verla tan cerca del borde y pensar que a Victoria pudo haberle pasado algo bastante parecido.
—En este momento no tengo nada urgente que hacer señor Thornton —dijo en tono tranquilo—. Tal vez usted se sienta mejor si puede hablar de ello.
La suave sugerencia parecía llena de compasión; él no tuvo coraje para ofenderla, negándose a hablar.
—Yo no estaba allí cuando... mi esposa... cayó —dijo, entrecortadamente—. Había traído a Andrew aquí, a la cabaña para limpiar la brea de sus dedos; se había ensuciado con la estopa de calafatear. Cuando estaba aquí, oí gritar a Victoria; parecía asustada. Un instante después oí más gritos. Dejé a Andy en su cama y corrí a ver qué había sucedido. Al llegara! barco, encontré a Roxanne sollozando desesperadamente sobre el cadáver de mi esposa. Dijo que acababa de varar su canoa en la playa cuando oyó gritar a Victoria. Que cuando llegó junto al barco vio a mi esposa sobre las rocas, debajo de la proa. Se había roto el cuello en su caída; yo no pude hacer absolutamente nada para revivirla. Hice una caja de pino para poner su cuerpo y la llevé al pueblo para que fuese enterrada en el cementerio de la iglesia, junto a sus padres.
Se abstuvo de mencionar lo que debió sufrir cuando llegó a Newportes Newes. Sin duda, actuó en su contra el hecho de que, en años anteriores, se había malquistado con ciertos habitantes del pueblo al atreverse a señalar que varias de las leyes que habían propuesto para la región eran una tontería. Desde entonces, lo consideraban un antagonista y su hostilidad se había hecho evidente poco después de la muerte de Victoria. Las autoridades británicas habían llegado a la conclusión de que el interrogatorio que le habían hecho no era más que una maldad, y sugirieron que su esposa había trepado a la proa y resbalado por accidente. Aunque la mayoría de los habitantes del pueblo estuvieron de acuerdo, las murmuraciones difamatorias habían continuado bullendo en ese oscuro caldero de las habladurías y las calumnias.
—Después del accidente, me sentí como si hubiese descendido aun calabozo oscuro del que nunca podría salir —continuó Gage—, Pero el duelo suele ir aliviándose con el transcurso del tiempo. Cuidar de Andrew me ayudó a superar la pena.
—Tiene usted un hijo maravilloso, señor Thornton —aseguró Shemaine con dulzura—. Andrew es capaz de conquistar el corazón de cualquiera.
—Ha sido una bendición para mí en diversos sentidos —Gage suspiró. Se hizo un incómodo silencio entre ellos, hasta que él inclinó la cabeza hacia el corredor del fondo—. Shemaine, si ahora quiere tomar un baño, puede hacerlo. Esta noche no pienso trabajar en mi escritorio, de modo que dispone de tiempo para disfrutar todo lo que le plazca.
—Gracias, señor Thornton —repuso, sonriendo—. En el London Pride, esto de no poder bañarme era una tortura para mí, por decir lo menos. Nunca imaginé que podría darle tanto valor al hecho de estar limpia. Nada me gustaría más que un largo baño de inmersión.
—Entonces, hágalo, por favor —la animó—. Leeré un rato en la cocina, así que seguramente estaré despierto cuando usted termine.
Shemaine se dispuso a preparar su baño vertiendo tres cubos agua caliente en la bañera y trayendo dos más de la fuente. Esa tarde, después de la siesta, había leído a Andrew en el porche trasero y luego, mientras lo miraba jugar, había doblado la ropa limpia. Había apilado todo en una cesta, colocando las toallas arriba de todo pero, en su prisa por preparar la cena y bañar a Andrew antes de la comida, había dejado la cesta junto a la silla, en el porche trasero. Al mismo tiempo que entraba el último cubo de agua, entró la cesta de mimbre y la dejó sobre el taburete de Gage antes de verter el agua en la bañera.
Un momento después, se metió en el agua caliente con un hondo suspiro de satisfacción. La bañera no era la más elegante, el jabón no era el más suave, pero gozó del baño como si la ayudaran las doncellas de la corte real. A decir verdad, permaneció demasiado tiempo en el agua, hasta que se arrugaron los dedos de las manos y los pies y el agua se puso decididamente fría. Sólo en ese momento pensó en la posibilidad de salir.
Se incorporó y estiro la mano para buscar la toalla. La tomó de una punta, tiró para sacarla del cesto y notó que tenía un peso extraño. Al instante siguiente, un horror helado la paralizó y le arrancó un gemido asustado, cuando una larga serpiente cayó al suelo. El animal empezó a sisear; a retorcerse, irguiendose sobre el vientre. Los ojos del reptil se clavaron ella, amenazadores, y su lengua apareció de entre los colmillos y mientras seguía siseando a modo de advertencia. Su cola nudosa se alzó agitada y empezó a sacudirse, emitiendo un extraño sonido.
La cabeza de la serpiente se lanzó hacia adelante; lanzando un grito asustado, Shemaine retrocedió hacia el otro lado de la bañera. Oyó el ruido de una silla que caía en la cocina y pasos que corrían hacia la puerta. Gage la llamó a gritos en tono ansioso pero ella no tuvo tiempo de responder pues el reptil se lanzó otra vez hacia ella, provocando un nuevo grito. Apretando la toalla contra sí, Shemaine retrocedió hasta el escritorio al mismo tiempo que la puerta que daba a la cocina se abría de par en par.
La serpiente, tenaz en su celo por atraparla, se había deslizado alrededor de la bañera y estaba cerca de la puerta cuando apareció esta nueva amenaza. El reptil se volvió bruscamente, atacando apenas el hombre traspuso la entrada, pero Gage saltó hacia atrás, fuera de su alcance, y corrió hacia la despensa. Cuando volvió, traía en su mano un largo cuchillo de aspecto feroz. La serpiente lo observó con suspicacia, buscando una ocasión para clavar sus colmillos. Gage eludió otro ataque y, cuando la serpiente se enroscó, ya estaba listo. Dando un rápido paso adelante, bajó la afilada hoja, cortando casi la cabeza de la serpiente y clavándola al suelo.
Temblando, Shemaine apretaba la toalla ya húmeda contra sí, mientras observaba cómo se retorcía el cuerpo del reptil, en las garras de 1a muerte. Gage abrió la puerta del fondo y luego, pasando el cuchillo bajo 1a cabeza rota de la serpiente, la sujetó con la otra mano cerca de la cola. La levantó y la llevó al porche trasero.
Shemaine se aflojó, aliviada, apoyándose en el escritorio, todavía temblando de nervios. Pasó un buen rato hasta que se le ocurrió que podría haber otra sepiente en la cesta. No sabía si los reptiles eran gregarios pero sin duda a esa altura, ya habría hecho su aparición.
Dejó escapar el aliento en un prolongado suspiro de alivio al comprender la causa de su inquietud: lo que estaba haciendo era dejarse llevar por la imaginación. Ya estaba a salvo, se tranquilizó. Su amo había matado al animal y si hubiese otro igual en la cesta, también lo mataría.
Oyó salpicaduras de agua en el porche, y comprendió que había desperdiciado la ocasión de escapar con su pudor razonablemente intacto. Apretando la toalla sobre el cuerpo, estaba a punto de lanzarse hacia la escalera pero, al oír pasos que se acercaban a la puerta, el dilema la paralizó. No podía dejar su refugio sin exponer su desnudez ante Gage. Si se quedaba, en cambio, la toalla ya húmeda y corta no la protegería lo suficiente, porque la tela cubría sólo la parte delantera de su cuerpo. Se mordió el labio, nerviosa, echando un vistazo a la cesta que estaba en el extremo más alejado de la bañera. Una segunda toalla le daría mejor cobertura pero, ¿tendría tiempo para tomaría?
Entró Gage, dando fin a su dilema y, en su desesperación, Shemaine se apretó entre la pared y el escritorio, poniendo un brazo sobre los pechos y el otro atravesado en el vientre. Eso era lo mejor que podía hacer. Pero ni aun así se calmó la agitación de su corazón.
Un cúmulo de emociones inundó a Gage cuando vio que su esclava se refugiaba detrás del escritorio. Le asombraba que no hubiese huido aún. Cerró la puerta con el hombro y avanzó a paso mesurado por el corredor, centrando su atención en secar las salpicaduras de agua del cuchillo con un trapo engrasado que guardaba con tal fin en una caja, cerca de la puerta. Deteniéndose junto a su esclava, frotó la hoja, ya resplandeciente, con la tela, fingiendo una calma que le costaba esfuerzo mantener.
—Ha tenido suerte, Shemaine —afirmó. Los tambaleantes límites de su deseo estaban siendo puestos a prueba, y él procuraba distraerse. Sabía muy bien el efecto que le provocaría ver el cuerpo de ella con tan escaso atavío. Y aun así, no podía abandonar la tentadora situación en que se encontraba—. La serpiente era venenosa. Podría haberla matado a usted. O, al menos, enfermarla. ¿Tiene idea de cómo logró entrar?
Shemaine no podía contener el temblor nervioso que la sacudía. Se sentía demasiado expuesta para percibir otra cosa que el estremecimiento que le provocaba la presencia del hombre. La inquietud le trabó la lengua cuando quiso dar una explicación.
—La... la vi... víbora se habrá refugiado entre la ro... ropa del cesto que de... dejé esta larde en el po—porche. Su...supongo que se acurrucó en la toalla para dormir.
—Debería dar las gracias que no la atacó cuando usted entraba la cesta.
Shemaine alzó la vista hacia él, y Gage sintió el impulso de observarla. Eso fue su perdición, Cualesquiera que fuesen las nobles intenciones que abrigaba con respecto a cómo reaccionar frente a ella, por escasas que fuesen, quedaron hechas añicos cuando sus instintos viriles se alzaron como la espada de un bárbaro guerrero feroz lanzado a la carga. Era un hombre ávido de mujer; sus ojos hambrientos devoraron la deliciosa visión, como si contemplase su primera comida tras un largo ayuno. Hasta ese momento, había lamentado la escasez de toallas, que le parecían insuficientes para secar como era debido el cuerpo de un hombre, pero esa noche valoraba en gran medida el hecho de que esta toalla, precisamente, siendo tan estrecha fuese tan generosa. Su vista fué descendiendo, ansiosa, desde los hombros pálidos hasta los pechos plenos, que un brazo empujaba tentadoramenle hacia arriba. El borde superior de la toalla casi no se veía sobre ese miembro, y sus costados amigados hacían poco para ocultar el valle ahondado por la presión de ese brazo, Por cierto, desde su altura, podía espiar dentro del improvisado corpiño, donde la tela se apartaba un poco de esa provocativa plenitud. Su mayor altura le permitía una visión detallada de esa piel rosada, aumentando sus deseos de verlo todo.
En las partes que los brazos no ocultaban a su inspección, la tela húmeda revelaba cada curva y cada hueco, pegada al femenino territorio, insinuando las dulces delicias que pretendía ocultar. Todo un costado de Shemaine, desde el pecho derecho hasta más abajo de la toalla que terminaba en un muslo bien torneado, quedaba expuesto a su mirada vagabunda. Por cierto, la piel era tan suave y clara como él había imaginado. Y estaba seguro de que sería igual de placentera y dulce al saborearla.
Sus ojos ardieron, oscuros, cuando elevó otra vez la vista agudizando hasta un punto doloroso la conciencia de Shemaine de su vulnerabilidad. La joven no podía contener los violentos temblores ni dominar el frenético tumulto de su corazón. En verdad, el deseo que ardía en esas pupilas castañas habría intimidado a un guerrero. Admitiendo la superioridad de la fuerza de su amo, no podía abrigar la menor esperanza de apartarlo, si él decidía arrojarse sobre ella y satisfacer sus deseos.
El momento se demoró más allá de su tolerancia, y contribuyó a azuzar el temperamento irlandés de Shemaine, hasta que al fin se manifestó en una franca pregunta, cuando ella expresó su irritación ante ese escrutinio tan atrevido.
—¿Le molestaría que me ponga algo de ropa, señor Thornton? —derramando sobre él una buena dosis de sarcasmo, ironizó—: No sé si habrá notado que esta toalla es bastante escasa para vestirme.
—Perdóneme, Shemaine —se disculpó Gage con una mueca divertida en los labios—. El espectáculo es tan apetitoso y placentero que casi olvidé lo incómoda que estaría usted con su falta de ropa. Por favor, perdóneme.
Shemaine levantó el mentón en gesto altivo y se preguntó si él no había dado importancia a su curiosidad porque, hasta ese momento, ella no la había objetado. Por las dudas de que se sintiera animado por su demora en protestar, fue directamente al grano.
—Sí, me siento muy incómoda, señor Thornton, y es la expresión de sus ojos lo que me hace temer las consecuencias de esto. Si no tiene intenciones de deshonrarme, le ruego que salga antes de que cambie de idea, señor.
Después de una nueva contemplación total, Gage inclinó la cabeza indicando su aceptación, y se dirigió hacia la puerta. La cruzó sin detenerse ni mirar atrás y cerró suavemente tras él. Un momento después, Shemaine oyó cómo enderezaba una silla en la cocina.
—Por las verrugas de un sapo —protestó Shemaine, deshaciéndose de la traicionera toalla. Sacudiendo la cabeza, imitó la endeble excusa de su amo en un susurro siseante—. Casi olvidé lo incómoda que estaría usted con su falta de ropa, Shemaine. ¡Oooohhh, señor Thornton! ¡Qué engañosas tretas!
Se puso el camisón y luego una bata, anudó con firmeza el angosto cinturón en torno de su esbelta cintura, aunque la asaltaron serias dudas de que fuesen suficiente protección contra la lujuria que había entrevisto en esos ojos brillantes. Era bastante ignorante sobre los apetitos del sexo opuesto, pero era lo bastante perspicaz para saber en qué pensaba un hombre cuando miraba a una mujer como Gage Thornton la había mirado hacía unos instantes.
Cuando, poco después, Gage apartó las mantas y se metió entre las sábanas, el delicioso aroma a limpio invadió sus sentidos, haciéndole notar el cambio que habían experimentado sus sábanas y almohadas desde que se levantara esa mañana. Una cosa se le hizo evidente: lo que había hecho Shemaine, Roxanne no había tenido tiempo de hacerlo, ocupada como estaba persiguiéndolo. Sintió un enorme placer cuando hundió la cabeza en las mullidas almohadas e inhaló su dulce fragancia. Por cierto, después de haber pasado toda la tarde en melancólica reflexión, advirtió que se había relajado y estaba listo para beber el dulce licor del sueño como un recién nacido que acabara de mamar. Y, sin embargo, no podía apartar su mente de la inquietante visión de los abundantes pechos de Shemaine que se elevaban bajo la toalla, ni de la deleitosa fantasía en la que cualquier hombre se hubiese demorado: la idea de saborear su plenitud con cálidos besos.
Capítulo 9
Cuatro días más tarde, poco después de la cena, comenzó el aprendizaje de cargar y disparar el mosquete. Gage se acercó a Shemaine minutos después de que ella había secado y guardado los platos. Por precaución, ordenó a Andrew que se quedara en el porche trasero jugando con sus bloques, donde podrían vigilarlo y estaría bien lejos del blanco que Gage había instalado en la dirección opuesta. Antes de dar el arma a su sierva, Gage le explicó el modo correcto de cargarla y cebarla y luego le mostró el procedimiento. Hizo un disparo y observó atentamente cómo ella preparaba el arma par el siguiente.
Antes de dejarle disparar, Gage le advirtió que pulsar el gatillo era sólo el primer paso en el largo proceso de disparar el rifle. Cuando caía el martillo y percutía en la mecha, el pedernal lanzaba chispas que encendían la pólvora que, en consecuencia, explotaba e impulsaba el proyectil por el cañón. En suma, daba la impresión de que transcurría cierto tiempo hasta que la pólvora se encendía aunque, desde luego, no era así.
Gage le sugirió un modo conveniente para sostener el arma de modo que el peso no fatigara demasiado sus brazos y, para corregir su postura, se puso detrás de ella, cerca, y acomodó el arma que ella sostenía. La tibia presión de su cuerpo largo que se amoldaba a su espalda distrajo mucho a Shemaine y, en pocos instantes, el simple acto de respirar se tornó difícil. No cabía duda de que era un cambio de posición eso de tener que vérselas con su propia reacción ante la proximidad de él; el mal menor era un temblor incontrolable. Teniendo en cuenta que ahora ella sentía los alocados latidos de su propio corazón cada vez que la cara interna del brazo del hombre le rozaba el pecho o que sus muslos le rozaban las nalgas, no podía juzgar a Gage con demasiada dureza por el flagrante deseo que había descubierto en sus ojos unas noches atrás. La falda no era una protección. Habría necesitado una armadura para impedir el contacto con ese cuerpo masculino. No podía creer que su mentor ignorase el caótico retumbar de su corazón pero si por casualidad no lo percibía, ella era muy consciente de él. Debió recurrir a una fuerte resolución par no darse la vuelta y huir.
Pese a su agitación nerviosa, el horrible estruendo de los disparos y el retroceso de la culata en el hombro que la lanzaba contra el hombre, Shemaine se las arregló para extraer una buena cantidad de conocimientos referidos al correcto manejo de las armas de fuego. Si bien la cercanía de Gage la inquietaba en sumo grado, él transformó la lección en algo tan fascinante como un baile de salón. Shemaine estaba encantada con su habilidad de novata para acertar en un blanco fijo y estaba ansiosa por ver llegar el día en que podría fijar la vista en un blanco móvil, disparar y hacerle un agujero. Abrigaba serias dudas con respecto a su capacidad para matar a un animal o a un hombre y esperaba que no llegara nunca el día en que tuviese que poner a prueba su coraje de esa manera, aunque sabía que existía la posibilidad de que cambiara por completo de disposición si alguna vez debía enfrentar una amenaza, la desmayaban a golpes o incluso corría el riesgo de que Jacob Potts la matara.
—Mi niña, parecería que tiene un talento natural para dar en el blanco —comentó Gage al día siguiente en tono elogioso—. Y ahora, veamos qué puede hacer con un blanco móvil.
Gillian se había ofrecido a arrojar al aire, bien alto, un plato de estaño pero Gage, que estaba muy cerca detrás de Shemaine, la había rodeado con los brazos para ayudarla a sostener el arma, a guiarla mientras apuntaba y, por último, a disparar. Si bien le permitiría apuntar y tirar del gatillo, él estaba allí para cerciorarse de que ninguno de los disparos saliera para cualquier lado. Gage sentía cómo temblaba todo el cuerpo de Shemaine e, interpretando erróneamente su estremecimiento, trató de calmar sus temores.
—Por ser una principiante, lo está haciendo extraordinariamente bien, Shemaine, así que puede relajarse y dejar que le enseñe cómo seguir un blanco.
Mucho antes de que se realizara el disparo, Shemaine se convenció de que le sería casi imposible concentrarse en apuntar a nada, porque su mente estaba pendiente del hombre y no del arma que sostenía. Cuando el rifle disparó errando al plato por un amplio margen y la explosión aplastó su espalda contra el cuerpo fornido, a Shemaine se le escapó una exclamación contenida, y con buenos motivos. Para su ser femenino era todo un impacto sentir que sus suaves nalgas se apretaban contra unos muslos pétreos. Si se hubiese sentado sobre ascuas encendidas su reacción no habría sido diferente porque se apartó de él como si se le hubiese escaldado el trasero.
—Ése no fue tan bueno como el de ayer, pero volveremos a intentarlo —comentó Gage, sin darle excesiva importancia, inclinándose sobre el hombro de ella para tener un idea de adónde debería apuntar ella la próxima vez. No ignoraba el cuerpo suave que encerraban sus brazos, pero se propuso inhibir sus desviados pensamientos, sobre todo durante las lecciones—. No hay motivo para que esté nerviosa, Shemaine. Relájese.
«¡Existen todos los motivos del mundo para estar nerviosa!», pensó Shemaine aterrada, sintiendo el pecho de él apretado contra su espalda, el brazo rodeándola para sostener su mano bajo el cañón del arma, para que el peso no la abrumase. De pronto se sintió sofocada, sin poder respirar; se dio cuenta de que debía escapar antes de pasar una gran vergüenza.
Apartando los brazos de Gage, le dejó el mosquete y salió corriendo, tras farfullar una excusa, casi sin aliento.
—¡Tengo que amasar el pan! No tengo más tiempo para lecciones.
—Shemaine, ¿adónde va...? ¡Vuelva!
Gage se quedó boquiabierto al ver que se alzaba la falda y salía corriendo hacia el porche trasero. Totalmente desconcertado, cruzó una mirada con Gillian, que estaba tan perplejo como él.
El joven se encogió de hombros, contempló el plato de estaño todavía intacto y, alzándolo para que su patrón lo viese, sonrió diciendo lo obvio:
—Bueno, al menos todavía podrá comer con éste.
Al día siguiente, Hannah Fields y sus dos hijos menores llegaron de visita, para deleite de Andrew. Los tres niños retozaron y jugaron en el patio trasero mientras Shemaine y la mujer mayor los observaban desde el porche y trababan conocimiento.
—El pequeñín de su amo es adorable —dijo la robusta mujer de rostro jovial, sonriendo y siguiendo con la vista a Andrew por el patio—. Y es cierto que su padre está educándolo como corresponde.
—¿Hace mucho que conoce al señor Thornton? —le preguntó Shemaine, esforzándose por conocerlo mejor.
Era cierto que aquella noche del encuentro con la serpiente había visto un apetito en los ojos de Gage que le había inquietado bastante pensando que estaba sola con él, sin embargo, desde aquel momento su amo la había tratado con toda la consideración que un caballero debe a una dama. Por supuesto, ella no podía leer en su mente y, a veces, cuando alzaba la vista y lo sorprendía contemplándola con expresión intensa, no podía menos que preguntarse qué estaría pensando... o deseando.
—Prácticamente tanto tiempo como su amo ha vivido aquí —respondió Hannah con una risotada—. Nosotros nos asentamos aquí un par de años antes de que llegara Gage. Su señora era una verdadera dama, ya lo creo. No tan arrogante y altanera como son algunas, ¿entiende usted?, sino bondadosa y dulce. Nunca vi a una mujer que amara a su hombre tanto como ella amaba al señor Thornton. Algunos decían que él no la merecía, porque sólo amaba a su barco, aunque yo he pensado siempre que todo trabajo que él hiciera lo hacía tanto por ella como por sí mismo.
—Por cierto, el señor Thornton es un hombre ambicioso y talentoso —comentó Shemaine, señalando con una mano el pulcro sendero que serpenteaba por el prado desde el porche pasando entre los árboles y llegaba hasta los cobertizos y las construcciones que él había erigido—. En cada lugar que miro veo pruebas de su esfuerzo.
Hannah volvió la vista hacia Shemaine preguntándose qué le habrían contado acerca de su amo. Era poco probable que la muchacha se hubiese resignado tanto a su servidumbre contratada de haber oído una parte de lo que la señora Pettycomb y su círculo de intolerantes amigas solían decir a espaldas de Gage Thornton. Las chismosas se sumían, ansiosas, en especulaciones malévolas y a veces expresaban fantasías tan absurdas que no muchos podían soportar sus ataques. Gage había podido. Con estoica determinación, había seguido trabajando como de costumbre, como desafiando a aquel que repitiese esos cuentos en su cara. Cualquiera que fuese la verdad con respecto a la caída fatal de Victoria, Hannah no tenía intenciones de divulgar semejante habladuría. Calumniar a un hombre inocente era, para ella, una ofensa grave por mucho que Pettycomb y otras como ella desestimaran el daño causado por sus largas lenguas.
—Vine dispuesta a enseñarle lo poco que sé de cocina —informó Hannah a Shemaine con una chispa divertida en los ojos—. Pero tan pronto como llegué su amo me ha dicho que usted se las ha arreglado muy bien sola... por eso estoy pensando que quizá no necesite mi ayuda.
—En realidad, me encantaría aprender a preparar los bizcochos que sirven en la taberna... si usted lo sabe —respondió Shemaine, ansiosa—. En el viaje por mar hasta aquí he comido galletas marineras, pero eran muy diferentes de las que había en la taberna. Hacía falta un estómago fuerte para tolerar esas cosas llenas de bichos y alimañas.
—Podemos hacer una horneada de galletas ahora mismo —propuso la mujer con una carcajada alegre—. Traje una cesta con comida pensando que, tal vez, estuviese un poco cansada de la que usted prepara. Los bizcochos serán un sabroso agregado a lo que traje.
—Sería preferible que trajéramos a los niños a jugar adentro de la cabaña mientras cocinamos —dijo Shemaine, preocupada—. Hace poco, sufrí un susto tan grande con una serpiente venenosa que me inquieta que pueda haber otra por aquí.
—¡Esas cosas horribles! ¡Me congelan la sangre de miedo! Hay unas que llaman de cascabel y, si ha oído a alguna, ya sabrá por qué.
—Ya he oído a una y la tuve demasiado cerca para mi tranquilidad —repuso Shemaine, estremeciéndose.
Hannah dio unas fuertes palmadas llamando a los niños.
—Niños, vamos adentro. Malcom y Duncan, quiero que cuiden sus modales en la casa del señor Thornton, tan bonita y limpia. No me gustaría que la señorita Shemaine pensara que estoy criando a una pandilla de rufianes.
Como suele suceder con los niños cuando están encerrados en un espacio limitado, empezaron a retozar y a jugar con cierta brusquedad. Por ser el más pequeño, Andrew llevaba la peor parte y Shemaine sufría cuando, en medio de los forcejeos, resultaba golpeado. Con la intención de protegerlo, probó de separarlos por las buenas. Los más grandes estaban acostumbrados a jugar entre sí y eran demasiado rudos para Andrew, en opinión de Shemaine pero, a pesar de las magulladuras, era valiente y volvía a la refriega lanzando un grito de gozo. Pero los bulliciosos revolcones fueron cortados abruptamente cuando, al fin, Hannah vociferó una orden a sus hijos, que se pusieron de inmediato en alerta.
—Niños, les he dicho que cuidaran sus modales; si no lo hacen, les bajaré los pantalones y les daré unos azotes en las nalgas. ¡Y ya saben que cumplo lo que digo!
Desde ese momento, los dos niños podrían haber pasado por un par de ángeles, sin tener en cuenta el brillo endiablado de sus ojos. No cabía duda de que creían en la seriedad de las amenazas de su madre porque incluso aceptaron hacer la siesta con Andrew mientras Hannah y Shemaine limpiaban la cocina.
Antes de ir de visita, Hannah había preparado la comida para su familia y dejado a sus hijas la tarea de servir la cena si ella regresaba tarde, por eso cuando Gage invitó a su vecina a quedarse a cenar con ellos, Hannah aceptó de inmediato agradeciendo el respiro que tendría en sus innumerables deberes de madre y esposa. Se hizo evidente que disfrutaba de la comida que Shemaine había preparado y, cuando Gage la animó a repetir, aceptó con gusto. Después, se apartó de la mesa lanzando un gemido.
—Espero que mi canoa no se hunda en el trayecto a casa, porque no sería capaz de nadar hasta la orilla. Mi pobre Charlie jamás me perdonaría por dejarlo con la responsabilidad de criar a nuestros hijos él solo.
Gage sonrió.
—¿Quiere que la acompañe a su casa?
Hannah lo miró de soslayo, los ojos chispeando de travieso deleite.
—Después de sus malvados intentos de hacerme engordar, tendré que aceptar su oferta —bromeó, jovial, pero descartó la idea—. Si la canoa empezara a hundirse, ataría una cuerda alrededor de Malcom y de Duncan, y los dejaría ir nadando a casa.
—¡Ma! —gritaron los niños al unísono, y se quedaron mirando a la madre con la boca abierta.
En medio de las carcajadas de su madre, los niños se señalaban mutuamente.
—¡Malcom irá primero!
—¡No, ma! ¡Primero Duncan! ¡Quiero verle nadar hasta casa!
—¡Los arrojaré a los dos! —advirtió Hannah al ver que comenzaban a forcejear y a atacarse entre sí.
Gage rió cuando la mujer lo miró, como suplicándole ayuda y propuso bromeando:
—Podría atar a los dos ya mismo, así se ahorrará problemas más tarde.
—No está sugiriendo nada que yo no haya pensado antes —declaró la madre de los niños exhalando un suspiro fatigado—. Por el modo en que se pelean será un verdadero milagro que estos chicos sobrevivan hasta haber madurado del todo.
—Imagínese su futuro como valientes soldados o algo por el estilo —sugirió Gage con una sonrisa—. Ya están acumulando ahora toda la experiencia que necesitarán.
—¡Ya lo creo que se puede decir eso! Pero hay veces que me gustaría disfrutar de una pequeña tregua entre batallas par poder aprender yo misma un poco de estrategia... por ejemplo, cómo colocar sus cabezas sin aplastarme los dedos.
El humor de la mujer era demasiado divertido para que Shemaine lo escuchara seriamente. Mientras preparaba el baño de Andrew había oído la conversación y trataba de ahogar sus risas al alzar el caldero de agua hirviendo para quitarlo del gancho sobre el fuego. Pero su risa resultó incontenible; se le escapaba en breves ráfagas mientras llevaba la olla al corredor del fondo y pronto estalló en carcajadas contagiosas, haciendo reír primero a Andrew y luego a Gage y a Hannah, que se había acercado a la puerta delantera. Hacía muchos meses que la cabaña no desbordaba así con ese bullicio alegre. Para Gage fue como un elixir mágico que entibiaba todo su ser.
Finalmente, las carcajadas cedieron y, preparándose para partir, Hannah agitó la mano hacia el porche delantero y pidió un favor:
—Gage, si no le molesta, le dejé un par de sillas para componer cuando tenga un poco de tiempo. No es necesario que lo haga de inmediato, ¿entiende?, pero sería grato tenerlas antes de que termine el año. Aunque a primera vista no se nota, tienen los respaldos flojos. No son seguras para sentarse en ellas.
—Veré qué puedo hacer, Hannah —dijo Gage—. ¿Está segura de que no las necesitará antes de fin de año?
—Tenemos suficientes sillas para la familia. Cuando llegue Navidad las necesitaremos para nuestros parientes. Vendrán los hermanos y las hermanas de Charlie y son tantos que será como si nos invadiese un ejército.
La idea de contar con tanto tiempo para repararlas hizo reír a Gage.
—Tal vez pasen uno o dos meses antes de que pueda componerlas, pero estarán listas mucho antes de Navidad. Si las necesitara antes, hágamelo saber. Hasta entornes, las tendré en el porche para no olvidarme.
Hannah ladeó la cabeza y prestó atención a la canción que Shemaine le cantaba a Andrew en el corredor del fondo, donde estaba bañándolo. Era una melodía alegre y airosa, de nítido origen irlandés, y la voz de la joven era la más dulce y grata que Hannah había oído. La mujer alzó la vista hacia Gage y sonrió:
—Por si no lo advirtió, Gage Thornton, su esclava podría enseñarme un par de cosas y no se referirían a la cocina. Tiene su cabeza muy bien puesta sobre los hombros, sin duda, por no hablar de su voz de ángel. Estoy pensando que tendría que venir a algunas de las lecciones que dará a Andrew. Nunca he sabido mucho de eso.
—Shemaine es todo lo que esperaba encontrar, y más —admitió Gage.
—Y usted decía que no sabía cocinar —reprendió Hannah con afabilidad, sacudiendo la cabeza.
Gage se encogió de hombros.
—No sé si Shemaine es consciente de su talento. Es una maravilla cocinando y, además, cuida de Andrew como si fuese su propia madre. El niño se ha encariñado mucho con ella.
—Sí, esta mañana, cuando Shemaine trataba de proteger a Andy de mis hijos, he visto el afecto que se tienen. No sabía cómo hacerlo para no herir mis sentimientos. Yo dejé que el juego brusco siguiera algo más de lo debido sólo para ver cómo reaccionaba ella, y puedo asegurarle que ninguna gallina vigilaría a sus polluelos con tanta atención como la que ella demostró con su hijo.
—Shemaine parece tener una inclinación natural hacia la maternidad —respondió Gage—. Creo que tiene un don especial para traer paz y seguridad al niño, para hacerlo sentirse querido, nutrido... y amado.
Hannah sonrió satisfecha al percibir el cambio operado en ese hombre. Todos los atributos de la muchacha que, según él, habían beneficiado a Andrew también lo habían modificado a él. Parecía mucho más relajado y en paz consigo mismo que nunca, desde aquel horrible día de la muerte de Victoria.
—Ha sido afortunado encontrando a Shemaine. No es habitual conseguir mujeres como ella por mucho dinero que se disponga.
Un maullido lejano se coló en la noche; Shemaine, que se resistía a separarse de sus sueños, había vivido una vez más la emoción y la euforia de correr en el campo de la propiedad paterna sobre el lomo de su potro, Donegal. Había sentido el viento revolviendo su pelo, sacudiendo su traje, y disfrutado de la libertad de cabalgar en cualquier dirección que le pidiese su fantasía.
El sueño se esfumó gradualmente, los gemidos continuaron y los barrotes de la prisión de Newgate se cerraron a su alrededor. Nuevamente la perseguían los gritos y los sollozos impotentes de los desdichados, el arrastrar de pies y los pasos inquietos que siempre iban acompañados del ruido de cadenas. La lúgubre y sombría desesperación de la penumbra la inundó, y estuvo a punto de quitarle el aliento.
Shemaine se incorporó con una aguda exclamación y, mientras su corazón golpeaba frenético en su pecho, escudriñó en la oscuridad que la rodeaba buscando las caras adustas de sus compañeras de Newgate y esperando, temerosa, que unos pasos se acercaran. Lenta, dolorosamente, Shemaine logró ir separando la realidad de las engañosas dimensiones del sueño hasta que, al fin, lo comprendió: lo que en realidad estaba oyendo eran los gemidos de Andrew, en el dormitorio de la planta baja. Prestó atención unos momentos más, esperando oír algún movimiento de su padre en respuesta a los plañideros gemidos, pero el llanto se hizo más intenso y cada vez sonaba más asustado. No podía creer que Gage siguiera durmiendo mientras su hijo lloraba; empezó a preocuparse. ¿Y si algo le había pasado al padre de Andrew? ¿Y si había ido al retrete y no podía oír a su hijo?
Sintiendo el impulso de consolar al niño, Shemaine apartó las mantas y fue poniéndose la bata mientras bajaba de prisa. La puerta del dormitorio de Gage estaba abierta y la luz que provenía del hogar de la cocina y la de la luna que entraba por las ventanas, encima de la cama, bastaban para iluminar la habitación y confirmar que su amo no estaba en el vestíbulo ni en su dormitorio. Entró, cautelosa, en el cuarto de su amo en dirección al rincón de Andrew, un poco temerosa de haberse confundido y de toparse con el hombre antes de llegar junto al niño. Pero sus temores resultaron infundados: ahí no había nadie más que Andrew.
Los sollozos se habían hecho más fuertes, oprimiendo el corazón de Shemaine; se apresuró a acercarse a la cama del niño y a alzarlo en sus brazos. Cantando una nana, se paseó por la habitación estrechándolo contra su pecho, besando la mejilla mojada de lágrimas y acariciando su pelo revuelto. Poco a poco el llanto asustado cesó y la respiración del pequeño se hizo más profunda pero, cuando intentó acostarlo de nuevo, soltó un grito de alarma. Lo alzó de nuevo y desandando el camino, se paseó en dirección a la cama del amo, mucho más grande, yendo y viniendo una y otra vez hasta que sintió apoyarse la pequeña cabeza sobre su hombro. Fue bajando la voz, detuvo su paseo, queriendo cerciorarse de que el niño siguiera dormido después de que lo llevara de vuelta a la cama.
A la luz escasa, Shemaine estaba admirando las hermosas facciones del niño volviéndolo de lado a lado cuando percibió otra presencia en la parte principal del cuarto. No fue tanto el sonido de la entrada del hombre lo que la alertó sino su estremecimiento cuando él caminó hasta el lado opuesto de la cama. Shemaine alzó la vista con la intención de explicar sus motivos para haber invadido los dominios personales de su amo, pero le faltaron las palabras cuando lo vio de pie, desnudo, bajo la luz de la luna. Pequeñas gotas de agua brillaban como diamantes sobre el torso y los miembros musculosos, testimoniando su reciente inmersión en el arroyo. En ese momento, tenía una toalla sobre la cabeza y frotaba vigorosamente su pelo. Al parecer, aún no había advertido la presencia de ella.
Y sin embargo Shemaine tenía aguda conciencia de la presencia de él. Nunca había visto a un hombre desnudo, y la visión de ese cuerpo alto, potente, fue una sacudida para sus sentidos virginales. Al mismo tiempo, estaba completamente fascinada por la belleza y la elegancia audaz, masculina de ese cuerpo. Tal como lo revelaban las ropas, los hombros eran muy anchos y no necesitaban de las hombreras que solían usar los pomposos lores en sus chaquetas. El pecho amplio se estrechaba en la cintura de tensos músculos y las caderas atravesaban el vientre. Una fina línea de vello bajaba desde el pecho, atravesaba el vientre y atraía de manera irresistible la vista de Shemaine hacia su punto más bajo.
Con las mejillas ardiendo, el corazón saltando desbocado, Shemaine se sentía paralizada, incapaz de apartar la vista. A juzgar por las delicadas, embarazosas descripciones que le había hecho su madre y los gentiles consejos de lo que podría esperar cuando se casara con Maurice, Shemaine comprendió que ¡no la había preparado para tanta... madurez!
Como no quería atraer hacia ella la atención y, en consecuencia, sufrir la humillación de que su amo supiera que había estado contemplando su desnudez y tener que huir como una doncella sonrojada, Shemaine retrocedió muy lentamente, en silencio, hacia el pequeño cuarto de Andrew. Aun así, sus pensamientos galopantes no encontraron vía de escape, sabiendo que, en algún momento, tendría que pasar cerca del hombre.
De repente, Shemaine se detuvo notando un cambio que tenía lugar en los genitales del hombre. Su tamaño y turgencia aumentaba visiblemente.
La mirada de Shemaine voló hacia arriba atravesando los rayos de luna y los espacios oscuros, hasta que se topó con las pupilas plateadas por la luz lunar que le sonreían desde el lado más alejado de la cama. La toalla rodeaba el robusto cuello de Gage, y sus brazos colgaban flojos a los lados. El agua formaba negros mechones en la cabeza, revueltos y resplandecientes.
—Lo siento —pronunció en voz estrangulada, advirtiendo que se disculpaba demasiado desde que era esclava contratada—. ¡Andrew estaba llorando y yo no sabía que usted había salido!
En el silencio que siguió, Shemaine giró bruscamente sobre sus pies descalzos y acostó al niño en la cama. Sintiendo que el calor de la vergüenza la consumía, cerró los ojos temblándole todo el cuerpo, mientras se esforzaba por recobrar el sentido común. Pero pese a sus esfuerzos, la imagen de lo que acababa de ver había quedado grabada para siempre en su memoria, y ardía en su mente con tanta claridad como si aún estuviese viendo al hombre.
Shemaine, apartando con cuidado la vista del hombre desnudo, corrió hacia la puerta abierta y huyó hacia el pasillo. En su prisa, tropezó en la escalera y apretó los dientes para contener un grito por el dolor que palpitaba en su espinilla golpeada, pero no se detuvo. Arrojándose sobre la cama, volvió la cara a la pared y se cubrió hasta la cabeza con las mantas, deseando con desesperación que desapareciera el mundo que la rodeaba.
Capítulo 10
Shemaine enfrentó con temor la mañana siguiente, poco dispuesta a encontrarse con su amo y a sufrir el trauma de estar cerca de él, de saber que a los dos les resultaría difícil pensar en otra cosa que no fuese la noche anterior, cuando él la sorprendiera contemplando sus partes como cualquier atrevida ramera. Ya había sido bastante embarazoso cuando la mano de Shemaine había quedado atrapada junto a la ingle de Gage, pero lo pasado la noche anterior había sido aún más humillante. La muchacha ansiaba quedarse en la cama hasta que Gage marchase a trabajar a su taller, pero sus deberes de sierva le impedían el privilegio de esconderse en su cuarto como una cobarde. Tenía que hacer lo que pudiera ante el inevitable encuentro, por mucho que deseara desvanecerse en el aire antes de que eso sucediera.
Cuando bajó, cautelosa, Shemaine sintió el alivio de descubrir que Gage ya había salido fuera para ocuparse de sus faenas matinales. Sólo después de que ella hubo dispuesto el desayuno sobre la mesa y tenido tiempo par vestirse, él volvió a la cabaña con su acostumbrada provisión: una cesta con huevos y un cubo con leche. Echó una mirada apreciativa a la mesa cargada de comida, y luego depositó la cesta y el cubo en el mostrador, junto a Shemaine.
—Shemaine, huele muy bien. —Desde que ella estaba ahí, Gage se había acostumbrado a esperar la comida matinal más que ninguna otra; tenía la impresión de que ella se esmeraba en preparear exquisitos platos que él recordaba haber comido en el hogar paterno, en Inglaterra—. ¿Ya podemos comer? Estoy hambriento.
Shemaine tenía vergüenza de encontrarse con la mirada de Gage, por esos se concentró en echar el contenido de una pequeña sartén en una salsera.
—Estará todo preparado en cuanto termine con esta salsa. ¿Despierto a Andrew?
—Déjelo dormir. Pobre muchacho, ha tenido una noche difícil.
Por inocente que hubiese sido el comentario, Shemaine lo sintió como un rudo recordatorio de su horrenda torpeza. La cuchara que estaba por hundir en la salsa cayó de sus dedos como si le hubiesen brotado resortes. Bajo su mirada horrorizada, resbaló sobre el borde del mostrador y cayó al suelo. Se apresuró a agacharse para recogerla y casi chocó con Gage, cuyos reflejos eran más veloces. Él levantó la cuchara y la entregó a Shemaine, mientras juntaba los talones. La muchacha le echó una nerviosa mirada mientras la recibía, provocando así la curiosidad del hombre. No pudo menos que notar el color subido de sus mejillas y la evidente incertidumbre de su mirada. Se acercó y ladeó la cabeza tratando de atraer hacia arriba la mirada de la joven, pero ella fingió tener urgencia de encontrar otra cuchara y no lo miró.
Gage estaba decidido. Tomó el pequeño mentón entre el pulgar y el índice y la obligó a levantar la cara hacia la luz, hasta que pudo contemplar ese bello rostro.
—¿Qué es lo que la aflige, Shemaine? —preguntó con suavidad—. ¿Acaso cree que me importa un ápice que anoche me haya visto desnudo? ¿O que usted haya dedicado unos instantes a contemplarme y satisfacer su curiosidad virginal con respecto a los hombres? Por Dios, muchacha, yo comprendo que no entró allí para seducirme sino para reconfortar a mi hijo, y estoy agradecido por eso. Lo que debo hacer es disculparme por haberla asustado, pero no siempre un hombre es capaz de controlar las reacciones de su cuerpo ante una bella mujer. No he estado con ninguna desde que Victoria murió. Por cierto, no había en el pueblo ninguna con la que quisiera acostarme y, al verla a usted en mi cuarto, se despertaron los deseos que había estado debatiéndome para contener desde que enviudé. Shemaine, soy un hombre, y estoy sujeto a todos les sentimientos y defectos de mi sexo. Como hombre, admiro su belleza y disfruto de su presencia en mi hogar. Contemplarla me da placer. Es usted suave, atractiva, gentil y bondadosa. Embellece esta cabaña y nuestras vidas como una delicada flor que remueve los sentidos con su fragancia y su belleza. En el poco tiempo que pasó desde que la conozco, he llegado a reconocer que en verdad la deseo como mujer. Y sin embargo, jamás la forzaría, Shemaine... ni le haría daño intencionadamente. Quiero lo mejor para usted, y por eso le pido que no se preocupe por lo que sucedió anoche. Como habrá adivinado, disfruté de que me contemplase usted. Si quiere, condéneme por eso o acépteme como a un hombre que está muy interesado en usted como mujer.
Un suave suspiro trémulo escapó de los labios de Shemaine.
—Hoy no quería encontrarme con usted —admitió a desgana—. Creía que no podría soportarlo.
—Shemaine, nunca tiene por qué sentirse incómoda en mi presencia. Jamás la reprendería por tener sentimientos sinceros ni por ser humana.
Todavía insegura de sí misma e incluso más con respecto a la situación, Shemaine indicó la mesa con la cabeza y murmuró en voz queda:
—Su desayuno se enfría, señor Thornton.
—Después de usted, señorita O’Hearn —repuso Gage, haciendo una galante reverencia y moviendo el brazo en gesto de invitación.
—Papá, ¿dónde estás? —llamó Andrew desde el dormitorio, luego salió adormilado al pasillo.
—Estás ahí, dormilón —exclamó Gage con una carcajada.
Se puso en cuclillas y abrió sus brazos al niño.
Riendo, el pequeño corrió a los brazos de su padre, que lo levantó en el aire. Luego, Gage lo acercó a él y le dio unos juguetones mordiscos en la barriga a través de la camisa de dormir, fingiendo un monstruoso gruñido que hizo chillar y reír al niño.
Cuando, al fin, Andrew fue instalado en su silla alta, inspeccionó la comida dispuesta ante él y dedicó una amplia sonrisa a Shemaine:
—¡Rico, rico!
Gage sonrió a su sierva.
—Creo que eso significa: «A comer». ¿Lo complacemos?
Una vez más, Shemaine se sintió cautivada por esos dos y, pese a sus reservas, manifestó su obediencia con una reverencia.
—Estoy aquí para obedecer, milord.
—Cualquier derecho a ese título lo dejé cuando me marché de Inglaterra —comentó Gage sin darle mucha importancia.
Shemaine alzó las cejas, confundida, y se irguió lentamente. Preguntándose qué habría querido decir, preguntó:
—¿Existe un lord Thornton?
—Mi padre, William, conde de Thornhedge. —Se alzó de hombros, como quitando importancia al significado del título—. No será tan impresionante como un marquesado pero aquí, en las colonias, el título tiene poca importancia para el común de la gente, aunque la tiene para los dignatarios británicos.
Hizo un ademán hacia el banco que estaba detrás de Shemaine, pidiéndole sin hablar que se sentara. Cuando ella lo hizo, él se sentó enfrente. En otra ocasión, le había contado la historia del Viejo Una Oreja para hacerla sentirse cómoda. Esa mañana, contó cómo Sly Tucker había tratado de escapar de una abeja mientras descargaba provisiones de la trasera de un carro.
—Sly se bajó del carro dando un salto, pero su pie quedó enganchado en un agujero. Cayó adelante como un saco de patatas, quedó tendido en el suelo y casi se rompió la nariz. Quedó tan magullada y despellejada que quien lo veía echaba a reír. Por lo general, Sly tiene buen carácter pero las carcajadas que provocó el incidente fueron tan estrepitosas que lo pusieron nervioso. Desde aquel momento, muchas veces se le oía farfullar que hubiese preferido dejar que la abeja lo picara en lugar de tener que soportar la risa que provocaba su nariz hinchada y magullada.
Shemaine no pudo menos que reír del relato. Entonces, alzó la vista y se encontró con la mirada cálida de los ojos luminosos de su amo, como si estuviese satisfecho de haber disipado la timidez de ella. Shemaine inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.
—Gracias, señor Thornton.
Gage fingió inocencia.
—¿Qué fue lo que hice?
—Pienso que usted lo sabe muy bien —replicó—. Yo estaba muy perturbada por lo sucedido anoche, y usted me ha hecho reír y olvidar, por un momento, ese espantoso incidente.
Gage inclinó la cabeza con gesto reflexivo.
—¿Qué es lo que le pareció tan espantoso?
Abrumada por la pregunta, a Shemaine le resultaba difícil explicar todas las emociones que había sentido cuando supo que él la había sorprendido mirándolo. Cuando al fin respondió, no pudo evitar que su mirada vacilara ante la de él, que se mantenía firme, pero de todos modos habló con sinceridad:
—Que usted pudiese considerarme una atrevida, señor Thornton.
Gage se encogió de hombros, quitándole importancia.
—Usted sólo manifestó una inocente curiosidad con respecto a los hombres. Es natural que una doncella inexperta quiera saber.
—Parecería que sabe usted mucho de mujeres, señor Thornton —reprochó suavemente.
Los labios del hombre se curvaron, divertidos, y sus ojos castaños la desafiaron.
—Seguramente, más de lo que usted sabe de hombres, señorita O’Hearn.
Shemaine le clavó la vista, azorada, incapaz de discutir semejante afirmación.
—Sí —suspiró al fin, bajando la vista hacia su plato—. Tengo mucho que aprender con respecto a los hombres.
Gage sonrió a la cabeza baja, porque no se le ocurría que pudiese existir deleite mayor que ser el que le enseñara.
Ramsey Tate golpeó en la puerta trasera mientras aún desayunaban y se asomó para preguntar:
—¿Puedo entrar?
—Sí, Ramsey, pasa —invitó Gage, haciendo un lugar para su amigo en el banco, a su lado. Una vez que Ramsey entró en la cocina, Gage no pudo menos que notar las oscuras ojeras del hombre; le hizo una sencilla pregunta—: ¿Has comido?
—Nada que estuviera tan bueno como esto, te lo aseguro —dijo con una risa pesarosa, pero levantó una mano para detener a Shemaine, que hizo ademán de levantarse a buscar un plato—. No, señorita, será mejor que no. Lo que como me cae en el estómago como una piedra. Yo mismo cociné, y desde entonces estoy lamentándolo.
—Has venido mucho más temprano que de costumbre —comentó Gage—. ¿Sucede algo malo?
—Mi señora no está muy bien —respondió Ramsey, sombrío—. Estoy preocupado por ella y me gustaría quedarme hoy con ella para hacerle compañía, por si me necesita.
Gage se preocupó.
—Tómate todos los días que necesites. ¿Podemos ayudar en algo?
—Bueno, yo no soy muy bueno cocinando. Si pudieras enviar alguna cosilla para Calley y para Robbie, mi hijo menor, yo podría arreglármelas con lo que prepare, pero como nunca aprendí a cocinar no me parece justo que Calley tenga que sufrir más de lo que ya está sufriendo. Mis hijos mayores han ido río arriba a trabajar para su tío hasta mediados del verano, de modo que en este momento sólo somos tres en mi casa.
Gage tuvo reparos en ofrecer los servicios de Shemaine hasta no estar seguro de que lo que tenía Calley no era contagioso. Si había que llevar comida, lo haría él, y se mantendría alejado por el bien de Andrew y de la muchacha.
—¿Qué supones que le pasa?
—Hace un tiempo, te conté que Calley iba a tener otro niño a finales de la primavera, pero ahora tememos que pueda estar a punto de perderlo. Según los cálculos de ella, es demasiado pronto para que sea el parto.
La actitud de Gage se volvió resuelta.
—Calley necesita que la vea un médico. Si no te molesta, llevaré a Shemaine y a Andrew cuando vaya, y luego iré a buscar al doctor Ferris al pueblo. ¿Tienes alguna objeción?
Ramsey parpadeó para impedir las lágrimas que empezaban a asomar.
—Te lo agradecería, Gage.
—Ahora, vete a ver a Calley —propuso Gage—. Nosotros iremos en cuanto podamos.
—Te agradezco mucho.
Un tiempo después, Gage detuvo el carro ante la casa de los Tate y acompañó a Andrew y a Shemaine adentro. Casi de inmediato, Andrew y el pequeño Robbie, de tres años, se instalaron en el suelo de la cocina a jugar con los animales de madera que Ramsey había fabricado para su hijo menor. Ramsey condujo a Gage y a Shemaine a la parte de atrás de la casa, donde su atribulada esposa estaba en cama. Se acercó e hizo señas a ambos de que se aproximaran, mientras tomaba la mano de su esposa y presentaba a los recién llegados.
—Calley, aquí están el señor Thornton y su sierva, la señorita Shemaine. Ella ha venido a cocinar para ti y para el pequeño Robbie.
Gage se acercó.
—Shemaine la cuidará, a usted y a los niños, un tiempo, hasta que yo regrese con el médico. Estará en buenas manos, Calley.
La mujer asintió y trató de sonreír, alzando la vista hacia la muchacha.
—Me alegra conocerla, señorita, aunque habría preferido que fuera en mejores circunstancias.
Gage y Ramsey se marcharon y Shemaine se puso a acomodar las almohadas de la mujer y a ordenar la cama. Le preguntó, solícita:
—¿En qué puedo ayudarla?
—Me gustaría que me hiciera compañía un rato —sugirió Calley con sonrisa insegura—. Ramsey se atolondra de tal manera cuando alguno enferma en la casa que casi es un alivio verlo marcharse al trabajo. Su aflicción me agota.
—No cabe duda de que ama mucho a su familia y por eso se angustia cuando ve que alguno de ustedes no está bien —comentó Shemaine.
—Oh, yo sé que es así —repuso Calley con una risa interrumpida, pero se puso súbitamente rígida cuando la asaltó un espasmo. Apretando los dientes, soportó en silencio el dolor hasta que éste comenzó a ceder. Entonces miró a Shemaine a través de las lágrimas—. Yo pensaba que este hijo podría ser una niña. Ya tenemos cinco varones; estaba segura de que esta vez era diferente y que tendríamos una preciosa muchachita.
Shemaine apretó la delgada mano de la mujer.
—No pierda la esperanza, señora Tate. Quizás el doctor pueda ayudarla.
Los labios de Calley temblaron de ansiedad.
—Hasta ahora, nunca había tenido problemas; estoy asustada por el pobre pequeño.
Apoyando las manos en el colchón, Shemaine se inclinó adelante para atraer la atención de la otra mujer.
—Yo diría que, hasta ahora, ha sido muy afortunada, señora Tate. Mi madre perdió un hijo después de que yo nací, y no pudo volver a concebir. De modo que, ya ve lo bienaventurada que ha sido.
Con los ojos cerrados y moviendo los labios en una ferviente plegaria, Calley se retorció, silenciosa en su dolor.
—Señorita, me siento muy mal; me temo que lo perderé antes de que llegue el doctor Ferris.
Shemaine la dejó y corrió a la cocina. Gage se había ido y, en su ausencia, Ramsey se paseaba como un alma perdida, sin saber qué hacer consigo mismo.
—Será conveniente que ponga agua a hervir —dijo ella, sacándolo de su estado de confusión—. Y prepare trapos y toallas, pero no los lleve a la habitación hasta que yo se lo diga.
—Sí, señorita —repuso Ramsey y se dispuso a cumplir las indicaciones.
Shemaine se arremangó, fue al dormitorio y murmuró una silenciosa plegaria cuando estuvo junto al lecho de la mujer.
—Usted sabe más que yo sobre esta clase de cosas, señora Tate. No soy remilgada. En el viaje desde Inglaterra dejé atrás cualquier idea infantil que podía haber tenido alguna vez de ser mojigata, de modo que si decide confiar en mí, me quedaré con usted y haré lo que necesite antes de que llegue el médico.
—Confío en usted —respondió Calley en un susurro.
Empezó a retorcerse otra vez retorciendo las sábanas, mientras lamentaba su infortunio y se entregaba de tal modo a la angustia que no podía quedarse quieta.
—Relájese, si puede —recomendó Shemaine, recordando a su amiga Annie cuando había ayudado a una compañera de celda en su parto en el London Pride. El niño no había sobrevivido un día, pero Annie había guiado a la mujer durante su labor y llevado a feliz término. Si bien Shemaine comprendía que las circunstancias eran diferentes, estaba resuelta a ayudar a Calley de una manera similar, si podía. Salvo que había visto nacer a un niño, no tenía conocimientos suficientes para que su acción fuese muy beneficiosa—. Trate de imaginar a la criatura y cómo podría ayudarla si mantiene la calma. No se esfuerce demasiado ni le haga sentirse no deseada. Que se sienta alimentada en el refugio seguro y tibio de su cuerpo. Cierre los ojos e imagine su belleza. Pienso que se parecerá a usted, con el pelo del color del trigo y los ojos como el cielo. Será el tesoro y el orgullo de sus hermanos...
Con los ojos muy apretados, Calley asintió y en su mente empezó a tomar forma la imagen del bebé. Su respiración se hizo más pausada como por arte de magia, las lágrimas se secaron y dieron paso a una sonrisa.
—Sí, será muy atractivo.
Shemaine se inclinó para susurrarle en el oído:
—¿Se imagina dándole el pecho y meciéndola suavemente, mientras le canta una nana?
Calley exhaló un suspiro arrobado.