CAPÍTULO III

Jeff Bresson hacía compañía a una pelirroja muy vistosa, Julie Robson, redactora de la página femenina del «Monitor».

En la habitación hablaban al mismo tiempo medio centenar de personas y casi todas ellas tenían una copa en la mano.

Un tipo de espalda encorvada desparramaba sus dedos por el teclado de un piano, pero las notas no se oían.

Julie Robson miró con ojos luminosos la cara de Bresson.

—Supongo que ahora estarás menos solicitado y que eso te permitirá invitarme a esa cena que ya se demora demasiado.

Jeff sonrió.

—Nunca he sido solicitado en el sentido que tú crees, nena, y ya sabes que siempre he estado bien dispuesto a llevarte a donde quisieras. Ha sido el trabajo profesional y no otra cosa lo que me ha impedido bailar contigo a la luz de unas velas.

—¡Qué romántico!

Jeff se echó sobre ella y la cogió la barbilla.

—Tú sabes que yo siempre lo he sido.

—Escapémonos ahora.

—Eso no es posible.

—Traidor.

—He de recibir la felicitación del señor Williers por mi artículo y correr desenfrenadamente hacia mi covacha de la Redacción para escribir el segundo reportaje, que ha de salir mañana.

—¿Es que vas a seguir con eso?… Oh, no, Jeff.

—¿Tú también, nena?…

Julie señaló la copa de champaña que él tenía en la mano.

—Si yo estuviese en tu lugar, me habría asegurado antes de que no está envenenado. Jeff bebió un trago y luego dijo:

—No pienso preocuparme… —Y, tras sentir un escalofrío, añadió—: excesivamente.

—¿Por qué has de meter la nariz en algo que, a fin de cuentas, no te incumbe, Jeff? La cara de Bresson se tornó seria.

—¿Quién ha dicho que no me importa? Soy un periodista. Julie meneó la cabeza.

—Oh, Jeff, no me vayas a soltar ahora lo del decálogo de la moralidad. Jeff sonrió otra vez.

—No, descuida. Hemos venido aquí a divertirnos.

—Si es así, quiero que hagas una cosa por mí.

—Dime.

—Vete al teléfono y di a Kennedy que no irás esta noche por la Redacción… que renuncias a seguir escribiendo acerca de esa «Asociación de Transportes» y que, a partir de mañana, sólo te ocuparás de aquello que no pueda poner en juego tu propia vida.

Jeff miró el burbujeante líquido que contenía su copa y, en esa posición, dijo:

—No, Julie. No voy a hacer nada de eso.

Ella, fue a insistir, pero de pronto se oyó una voz cerca.

—Aquí tenemos al héroe.

Jeff se volvió, estrechando la mano del hombre que se la tendía.

—¿Cómo está, señor Williers?… Una fiesta muy agradable.

—Gracias, Bresson… Le agradezco que haya venido. No habría sido completa sin su presencia.

—Creo que exagera, señor Williers.

—¿Oyen lo que dice?… Infiernos, no he oído en todo el día más que hablar de Jeff Bresson.

Stanley Williers frisaba en los cuarenta y cinco años y era alto, rubio, de fuerte constitución. Su rostro poseía una gran belleza masculina, sus sienes eran plateadas y sobre el labio superior mostraba un fino bigote.

Era propietario de los astilleros Williers de Nordforck, de la cadena de restaurantes Williers, de los almacenes de 095 Williers y, todos los jueves, en el país, millones de niños y algún padre exhibían alegremente en sus manos los globos Williers.

Ahora el señor Williers pasó su brazo por los hombros del joven y lo apartó de Julie.

—Perdone, señorita Robson —se excusó con una sonrisa en la que hizo brillar su blanca dentadura.

Unas yardas más allá Williers se detuvo mirando al joven, sonriente.

—He pensado en usted, Bresson, y ya no me refiero a ese artículo suyo que ha aparecido esta mañana en el «Monitor»… Desde hace tiempo lo tenía a usted en observación.

—Gracias, señor Williers.

—Me había llamado la atención su forma de escribir; un estilo dinámico, ágil. Con garra, como se dice ahora.

—Me halaga demasiado, señor Williers.

—Oh, no, de ningún modo. Es justo reconocimiento de sus méritos.

—Me temo que no son muchos. Se puede decir que acabo de empezar mi carrera.

—De eso precisamente quería hablarle. Quiero que se venga a trabajar conmigo.

—¿Con usted, señor Williers?

—Le asombra, ¿verdad?

—Sinceramente, sí. Ignoraba que usted fuese propietario de algún periódico. Según me dijeron, es lo único que usted no hace, emborronar papel.

Williers soltó una risotada sin dejar de mirar a los ojos de Jeff.

—¿Ve?… Usted tiene ingenio —hizo una pausa—. No, señor Bresson, yo no tengo periódicos y, naturalmente, no le puedo ofrecer un puesto como el que usted ocupa actualmente en el «Monitor», aunque si yo lo tuviese, ahora mismo lo contrataría como director. Pero no es ése el caso. Yo lo quiero como agente de publicidad.

El joven miró otra vez su copa.

—No entiendo mucho de publicidad, señor Williers.

—¿Quién le dice que no? Según he oído decir, es el trabajo más fácil que existe.

—Opino que para cada cosa se requiere el hombre adecuado y estoy seguro de que no soy el que usted necesita, señor Williers.

Los ojos del millonario brillaron unos instantes, pero luego esa llama se apagó y sus labios volvieron a sonreír.

—Realmente, su puesto estaría detrás de una mesa de despacho, una gran mesa desde luego, con muchos teléfonos y un hermoso dictáfono, con una docena de circuitos que lo pondrían en contacto con los diversos departamentos de mi casa. Su despacho estará justamente dos pisos debajo del mío y no necesito decirle que se trata del edificio Williers.

Los ojos de Williers fueren hacia el gran ventanal al través de cuyos cristales se veía en la noche media docena de soberbios rascacielos con las ventanas iluminadas.

—Ahí, lo tiene, es el segundo más alto.

Jeff notó cierto pesar en su voz, como si lamentase que no fuese el primero.

—Lo siento, señor Williers, pero no puedo aceptar.

—¿Por qué no? —inquirió Williers dejando de reír poco a poco—. ¿O es que pretende embromarme, señor Bresson?

—No, no es ninguna broma. Me gusta el periodismo y creo que lo que estoy haciendo ahora es lo que deseé hacer siempre.

—Todavía no hemos hablado de dinero.

—Me temo que no es necesario.

—Le ofrezco un contrato de treinta mil dólares al año con posibilidad de cobrar el doble al año siguiente.

Jeff miró al suelo y cerró los ojos. Había oído hablar de lo que ganaban algunas personas y tales cifras estaban lejanas de su pensamiento como lo podía estar Marte de Nueva York. Y ahora era a él, Jeff Bresson, a quien le estaban haciendo una oferta de cuatro ceros. Tuvo la sensación de que su estómago necesitaba urgentemente algo sólido porque se le había producido un vacío.

En esto oyó otra vez la voz de Williers.

—No es necesario que me conteste ahora mismo, señor Bresson. Estudie la propuesta durante un par de días… ¿Me hará ese favor?

Jeff fue a contestar que no le hacía falta más tiempo para dar una respuesta negativa, pero no lo hizo porque sus ojos estaban mirando a la rubia que le había abofeteado en el bar del «Hotel Central».

Williers le palmeó otra vez la espalda.

—Quedamos así, ¿eh, Bresson?… Llámeme pasado mañana. Para entonces tendré todos los documentos preparados… Y ahora, diviértete, amigo.

—Gracias, señor Williers —dijo Bresson.

Cambió otro apretón de manos con el millonario y éste se alejó con la sonrisa en los labios.

Jeff miró otra vez a la trigueña. Ella lo había visto también y, después de sortear a un par de hombres que estaban un poco bebidos, se acercó a él lentamente. También tenía una copa entre sus dedos. Jeff se puso una mano en la mejilla.

—¿Va a empezar otra vez?

Ella lo miró a la cara, enarcando las cejas.

—Sólo te di lo que merecías; pero luego, cuando me separé de ti… pensé que quizá me había excedido… Es la primera vez que pego a alguien en público.

—¿De veras?… Cualquiera lo diría. Lo hizo usted con muy buen estilo.

—¿Qué es eso de usted, Jeff?

Bresson forzó una sonrisa recordando su diálogo con Bill O Bannion. Sí; dos noches atrás él había bebido en exceso y se había ido a casa de su amigo el pintor y allá había conocido a una docena de mujeres y a otros tipos… Y lo malo es que no recordaba nada. Así que O’Bannion había acertado. Había conocido a la chica en aquella reunión. Quizá se divirtieron juntos y luego… Bueno, después él hizo algo que no estaba incluido entre las normas que debe observar un caballero.

—Perdona, nena —dijo—, pero el caso es que anduve muy atareado y olvidé un par de cosas.

—Entre ellas mi nombre.

—Curioso, ¿verdad? Pero me va por la cabeza que tu nombre es muy bonito.

—¿Sí? ¿Cuál es?

—Algo así como Pamela. —Jeff hizo una pausa mirándola y luego sonrió—. No, no es Pamela… ¿Roberta?… No, tampoco.

—Carol —dijo ella levantando la barbilla como si se sintiese ofendida.

—¡Claro que sí, Carol! No comprendo cómo se me ha podido olvidar… Y soñé contigo.

—Seguro que sí.

Jeff se apresuró a beber otro trago.

Infiernos, empezaba a interesarse por aquella mujer. Ahora habría pagado un buen precio por saber qué había pasado entre él y ella dos noches antes. ¿Qué clase de borrachera debía tener para haberse olvidado de todo lo que se refería a aquella muchacha tan estupenda?… Debería ir a visitar a un siquiatra. Reblandecimiento del cerebro a causa del alcohol. Ése sería el diagnóstico.

—Fue una noche muy divertida, ¿verdad, Carol?

—Regular.

Demonios, si al menos ella soltase prenda, quizá con un pequeño esfuerzo podría recordar alguna cosa.

—A propósito, Carol, ¿es pura coincidencia que nos hayamos encontrado aquí?

—No. Bill me dijo adonde te dirigías.

—Pero tú no conoces a Bill.

—No, pero estuvo muy bien dispuesto a ayudarme.

Otro silencio y otra sonrisa de Jeff. De pronto éste vio venir hacia ellos a Milton Burke y a Joe Benedict. Burke era un abogado especializado en cuestiones sindicales y Benedict un columnista del «Centinela». Cambiaron un apretón de manos con Bresson y luego quedáronse mirando sonrientes a la joven. Burke dijo:

—¿Cómo te las compones para quedarte siempre con la mejor?

Jeff hizo las presentaciones, aunque sólo pudo citar el nombre de la rubia porque era lo único que sabía de ella. Luego Burke dijo:

—Oye, Jeff, quisiera que vinieseis conmigo luego a casa.

—No puede ser. He de ir a la Redacción —repuso Jeff.

—Pero allí no vas a estar toda la noche.

—Con una hora me bastará.

—Estupendo —dijo Burke—. Se me ocurre una idea. ¿Tienes tu coche, Jeff?

—No, ya sabes que está en reparación.

—Dentro de un rato nos iremos. Naturalmente, la señorita Carol vendrá con nosotros. Te dejo en la calle 62 y nosotros continuamos a mí casa y, más tarde, cuando tú hayas terminado, acudes allí.

Jeff sopesó la propuesta mirando a Carol. Antes de que ella asistiese a la fiesta había pensado marcharse a casa a dormir después de su visita al periódico, pero el plan de Burke le proporcionaba la oportunidad de ahondar más en la rubia.

—Estoy conforme si Carol da su aprobación —repuso. Carol dio su respuesta.

—Me parece magnífico.

—Arreglado —dijo Burke sonriente—. Recordadlo y dentro de veinticinco minutos nos vamos. Ahora he de ir a hablar con Williers.

Burke se retiró.

Joe Benedict, el columnista, miraba con las cejas enarcadas a Carol.

—¿No nos hemos conocido en alguna otra parte?

—Me temo que no —respondió Carol—. No soy neoyorquina.

Benedict tenía unos cuarenta años y su cabello era castaño. Volvió la cara hacia Bresson y dio un suspiro.

—Bien, Jeff, ya lo has conseguido.

—¿El qué?

—Notoriedad, fama.

—Ya sólo me falta el dinero.

—Y supongo que lo tienes a tu alcance. Jeff observó a su compañero.

—¿Qué sabes tú de eso, Joe?

—Soy zorro viejo. ¿Por qué Williers iba a dar esta fiesta? Te ha echado el ojo, ¿verdad, Jeff?

—Sí.

—Enhorabuena.

—He rechazado su oferta.

—¿Qué dices?

—No me interesó.

Benedict se echó a reír, mirando otra vez a Carol.

—Tiene usted suerte, Carol. Está en las mejores manos. Un hombre todo espíritu.

—¿Usted cree, señor Benedict? —dijo ella ladeando ligeramente la cabeza mientras hacía un mohín.

Jeff bebió un trago de su copa y dijo:

—Me gusta más mi trabajo que lo de buscar un slogan adecuado para que Williers venda más imperdibles.

—Pero es menos expuesto y, sobre todo más remunerador.

—También en el periodismo se gana dinero. —Jeff hizo una pausa mirando fijamente a los ojos de Benedict—. Tú lo ganas.

El rostro de Benedict permaneció sonriente.

—No tanto como la gente cree —carraspeó—. ¿Por qué no lo piensas con un poco más de detenimiento?

—Es lo mismo que me dijo Williers. Me concedió dos días para darle la respuesta.

—Eso quiere decir que no hubo una definitiva.

Jeff miró a Carol. Era ella quien le había impedido dar una contestación a Williers. Diablos, la joven poseía un rostro realmente bello y lo otro estaba en consonancia con aquella cara.

Benedict palmeó suavemente la espalda de Jeff.

—Nos veremos luego, muchachos, pero si yo estuviese en tu lugar haría una cosa. Daría ahora mismo mi consentimiento a Williers.

Los jóvenes quedaron solos entre el medio centenar de imitados.

—Siento curiosidad por ti, Jeff —murmuro Carol.

Bresson se acercó a ella y la puso una mano en el brazo sintiendo la suave tibieza de la piel femenina.

—Yo también la siento por ti, Carol… Y apuesto a que mi curiosidad es mayor que la tuya.

—Creo que son distintas.

—¿Sí?

—Me estoy preguntando qué clase de artículo es ese que tú has escrito y que ha armado tanto revuelo.

Bresson hizo una mueca dejando de apretar el brazo de ella.

—Me está bien por presumido —sonrió—. Así que eres la única ciudadana que no ha leído hoy mi artículo.

—No. ¿Debo pedir perdón?

—Por favor, no ironices. No lo podría resistir.

—Te propongo una cosa.

Bresson sintió renacer sus esperanzas. Ahora ella le propondría que se escapasen, lo mismo que Julie Robson. Pero a Carol le contestaría afirmativamente. La rubia dijo:

—Vayámonos a la terraza y allí me cuentas lo que has escrito.

Antes de que Bresson pudiese dar una respuesta, ella se le colgó del brazo y lo arrastró hacia la terraza.

A la derecha, una pareja se hacía el amor. A la izquierda había dos sillones que no estaban ocupados. Se sentaron en ellos y Carol dijo:

—Anda, Jeff, Cuéntaselo a la abuelita.