CAPÍTULO PRIMERO

El teniente Mike Forester abrió la puerta y penetró en la habitación llena de humo.

Los agentes McGraw y Karret estaban en mangas de camisa, fumando un cigarrillo, y apartaron la mirada del detenido para observar al teniente.

El tipo, que estaba en la silla, bajo el foco de luz, era Charles Maitland. Lo habían cazado la noche anterior en un hotel de tercera categoría. Se sospechaba que Maitland era confidente de Baby Norton, el pandillero que una semana antes había asesinado a su amiga de turno en la sala de un cinematógrafo. «Baby» Norton había huido y todas las pesquisas realizadas desde entonces para detenerlo habían resultado infructuosas.

El teniente Forester se echó el sombrero hacia atrás mientras consultaba con la mirada a sus subordinados. Ésos hicieron gestos negativos con la cabeza.

Charles Maitland soltó una risita.

—No puedo decir nada si no sé nada, teniente —declaró.

—¿Cuándo viste a «Baby» por última vez, Charles? —preguntó Mike.

—Lo he dicho una veintena de veces a sus chicos.

—Repítelo.

Maitland dio un suspiro.

—Fue el sábado de hace dos semanas. Coincidimos en el hipódromo de Jamaica. Yo aposté a «Rosa Dorada». «Baby» dijo que eso era perder dinero y me aconsejó colocase mis dólares a «Ira» —la voz del confidente se hizo hueca—. No le hice caso y resultó que «Ira» fue la potranca ganadora. ¿Qué les parece? Les juro que «Baby» nunca había recibido un soplo bueno.

—¿Qué más, Charles? —inquirió el teniente.

—Pensé que, al menos, «Baby» me invitaría para festejar su suerte, pero me dejó plantado allí mismo y desde entonces no lo he vuelto a ver.

Forester se pasó una mamo por la cara y apretóse el puente de la nariz. Sus ojos seguían observando a Maitland.

—¿Dónde está, Charles?

—¿Dónde está quién?

El agente McGraw hizo ademán de ir a pegar a Charles, pero el teniente lo detuvo con un movimiento de la mano.

—Estamos hablando de «Baby», Charles.

—Oh, sí —dijo Charles con una sonrisa—. Ya lo había olvidado. Me entusiasmo demasiado con los caballos. No he tenido la menor noticia de «Baby». No lo he visto. Nadie me ha hablado de él.

—Cometió un asesinato, Charles. Si no nos informas acerca de su paradero, te haces su cómplice.

—Sería muy malo para mí, ¿eh, teniente?

—Lo sería.

Allí lo tiene, teniente. ¿Cómo iba a correr un riesgo así por «Baby»? ¡Cielos! Estuve tres veces en la fresquera y, cuando salí la última, juré que no volvería más. Me he vuelto un tipo honrado, teniente.

Forester miró al agente Karret, quien dijo:

—No trabaja en ninguna parte. Ha sido detenido cinco veces como sospechoso durante este año. En tres de ellas se le ha supuesto relacionado con robos cometidos en la ciudad. Las otras dos, como sospechoso de estar en combinación con cierta venta de automóviles robados en otro Estado.

Maitland ladeó la cabeza.

—Es cierto, pero siempre salí libre. Nunca me probaron nada porque era inocente. El agente Karret hizo una mueca.

—Claro que sí, Maitland. Tú eres un tipo muy honrado.

En ese instante llamaron a la puerta. El teniente, que estaba al lado, abrió. Vio por el hueco la cara del agente Brent.

—Un asunto para usted, teniente.

—¿De qué se trata?

—Una rubia muy nerviosa que dice que van a matar a una muchacha.

—¿Observó si estaba bebida?

—No da esa impresión. Más bien diría yo que está algo…

—¿Chiflada?

—Sí, algo así.

—Está bien, ahora iré a verla.

La puerta se cerró. El teniente volvió a mirar a Maitland.

—Voy a hacer un trato contigo, Charles. Maitland se puso en guardia.

—¿Qué quiere decir, teniente?

—Nos dirás el lugar donde podemos echar mano a «Baby» Norton. Tu nombre no aparecerá mezclado para nada en el asunto.

Maitland rió.

—Ya he dicho que no sé dónde se esconde. No tengo ni la menor idea, teniente. Se lo juro por mis hijos.

El agente Karret dijo:

—No tiene hijos.

—Está bien —gimió Maitland—. Pero los puedo tener.

—Muy bien, Charles —asintió el teniente—. No te quejes si te ves en dificultades.

Empezó a abrir la puerta y el detenido saltó de la silla, pero McGraw le pegó un empujón, sentándolo de nuevo.

El teniente oyó las palabras de Maitland mientras cerraba la puerta.

—¡No pueden retenerme aquí! Quiero ver a mi abogado, ¿lo oyen? ¡Quiero verlo ahora mismo!

El teniente miró al agente Brent, quien a su vez le señaló con la mirada el despacho del propio Forester.

Mike pasó dentro y vio a la mujer que lo estaba esperando. Estaba por los treinta y cinco años de edad y era rubia, de rostro vivaz, llamativo, muy pintado. Se cubría, con un vestido a rayas azules.

Ella se había vuelto y le dedicó una sonrisa.

—¿Teniente Forester?

—Sí.

—Soy la señorita Aldridge, Fanny Aldridge.

—Celebro conocerla, señorita Aldridge. ¿En qué puedo servirla?

Ella estaba sentada en un sillón de cuero muy gastado y Mike prefirió quedarse a su lado a dar la vuelta y ocupar su sillón giratorio.

—Es algo horrible, teniente, ¿no se lo dijo el agente?

—Si, pero me gustaría que usted me lo repitiese.

—La van a matar, teniente.

—¿A quién?

—A ella, a la muchacha.

—¿Quién es ella?

—No lo sé, teniente.

—¿Quién la va a matar?

La señorita Aldridge se interrumpió mordiéndose al labio inferior.

—Tampoco lo sé…, quiero decir que no conozco su identidad, pero desde luego es un hombre.

El teniente miró unos instantes al rostro de su visitante y sacudió la cabeza. Luego se acercó a la ventana que daba al deslunado. Aquello era el complemento de un día ruinoso. Había andado de un lado a otro por toda la ciudad. Había interrogado a docenas de personas, amigos o conocidos de «Baby» Norton, y de todo ello no había sacado nada en claro. A las cuatro de la tarde había tenido que oír unas cuantas frases hirientes del capitán Miller, y ahora, al llegar al Precinto, se encontraba con aquella rubia.

—¿Le gustan las novelas policíacas, señorita Aldridge? —preguntó cerrando los ojos, de espaldas a la mujer.

—Me encantan, teniente.

Se volvió hacia ella abriendo los párpados.

—¿Durmió esta tarde, señorita Aldridge?

—Sí, dos horas, como es mi costumbre.

—Comprendo. Usted estaba muy fatigada. Debe tener mucho trabajo. Se durmió y empezó a soñar, y ahí fue donde entró en juego lo de la chica que iba a ser asesinada.

—Oh, no, teniente, usted no puede creer eso.

—¿No?

—Todo ocurrió hace exactamente cuarenta y cinco minutos —consultó su reloj—. Cincuenta para ser exactos. Una vecina entró a pedirme un poco de azúcar, y mientras abría la puerta, se me escapó «Vicky»… «Vicky» es mi perrita, ¿sabe? Corrió escaleras abajo. Di el azúcar a la vecina y salí en busca de «Vicky»… Sé dónde encontrarla. ¿Tiene usted perro, teniente?

—No.

—Todos tienen sus manías. «Vicky» siempre se va al callejón que hay al lado de casa… A mí no me gusta, ¿sabe? Por allí se llegan muchos perros vagabundos para husmear en los desperdicios… Encontré a «Vicky» justamente cuando uno de esos perros grandotes se iba a meter con la pobrecita… Menos mal que no llegó a tocarla. De todas formas me puse a examinarla, y fue entonces cuando oí la conversación entre los dos hombres.

—¿Qué conversación?

—Uno de ellos le estaba encargando al otro la muerte de la muchacha. Forester se acercó de nuevo a la mujer.

—Quiero que repita exactamente lo que oyó, señorita Aldridge.

—No sé si podré.

—Haga un esfuerzo.

Forester no estaba muy seguro de que la señorita Aldridge estuviese inventando una historia y su deber era asediaría.

—Vamos, pruebe, señorita Aldridge. La rubia se removió en el sillón.

—Uno de ellos dijo: «Será un trabajo fácil porque ni siquiera tendrás que arriesgarte»… El otro contestó: «Matar nunca es fácil»… Entonces el primero dijo: «Ella empieza sus vacaciones mañana, y ya sabes dónde irá. Sé que ha alquilado un automóvil». —La rubia hizo una pausa y miró a Forester sonriendo—. Me sale bien, ¿verdad, teniente?

—Perfecto, señorita Aldridge. Continúe.

—Luego el asesino preguntó: «¿Cuándo he de hacerlo?». Y el otro hombre contestó:

«Cuanto antes, mejor» —la señorita Aldridge se interrumpió—. De pronto sentí miedo y escapé muy aprisa de allí. Ellos se quedaron hablando.

El teniente la miró a los ojos.

—¿No sintió temor de que oyesen sus pasos?

—No me podían oír. Salí de casa en busca de «Vicky» como estaba en aquel momento, y llevaba unas zapatillas con suela de crepé.

—¿Dónde estaban ellos, señorita Aldridge?

—Detrás de una valla de madera.

—Es un poco extraño, ¿no le parece?

—¿El qué, teniente?

—Que esos hombres eligiesen un sitio como ése para hablar acerca de la preparación de un crimen. Allí corrías el riesgo de hacerse sospechosos, de que alguien como usted los oyese… Existe un modo de hacerlo mucho más sencillo, citándose en un cine, o en un bar…

—Pero ellos eligieron aquel callejón detrás de la valla… Seguramente tendrían sus razones.

Forester se dijo que la señorita Aldridge tenía razón. En el mundo del crimen, lo que parecía más absurdo, era a veces lo más lógico.

—¿Dónde vive usted, señorita Aldridge?

—Canal Street 232, apartamiento lS.

—¿Dónde está ese callejón?

—Justamente saliendo de casa a la derecha.

—¿A dónde conduce?

—A un solar vacío.

—¿Qué es lo que protege la valla tras la que se encontraban esos dos hombres?

—El solar.

—¿Sabe si tiene alguna entrada?

—Desde mi ventana se ve de día todo el terreno. Una de las vallas se desplomó hace unos meses. Ocurrió un día que llovía mucho. No la levantaron y los vagabundos utilizaron la madera como leña. De esa forma, ha quedado una entrada libre al solar por la parte trasera de mi casa.

—¿Dónde trabaja usted, señorita Aldridge?

—Soy cajera de un bar en la misma calle.

—Dígame cómo se llama ese bar y quién es su patrón.

—Es el «Ocean», y el dueño es el señor Hale, John Hale. Empiezo mi tumo a las siete de la mañana y termino a las dos.

—¿Casada?

—Divorciada. Ocurrió hace unos diez años —la señorita Aldridge empezó a parpadear—. Oiga, usted no pensará que yo soy una de esas personas que le gusta chismorrear.

—De ninguna manera, señorita Aldridge. ¿Puede esperar unos minutos?

—Desde luego. No tengo prisa.

Mike salió fuera y acercóse al agente Brent.

—¿La conoce, Brent? —preguntó señalando su despacho con el dedo pulgar.

—No, que yo recuerde, es la primera vez que viene.

—¿Le contó ella la historia?

—Sí. Para eso me tienen aquí.

—¿Qué le pareció?

—Ya se lo dije antes, teniente. Un poco chiflada. El teniente meneó la cabeza.

—Voy a hacer una comprobación del relato. No quiero que la señorita Aldridge se marche. Reténgala con cualquier pretexto.

—Muy bien, teniente.

Forester abrió la puerta tras la que se encontraba Maitland y los dos agentes. McGraw lo miró por el hueco y dijo:

—Todavía no está maduro.

Empezó a cerrar y en eso Maitland levantó la mirada y empezó a protestar de nuevo diciendo que lo dejasen llamar a su abogado.

Salió a la calle y se metió en el coche que había dejado estacionado junto a una boca de incendios.

Hizo sonar la sirena e invirtió doce minutos en llegar al 232 de Canal Street. Saltó a la acera y se fue derecho al callejón. Vio una mancha negra ante sí. Sólo había iluminadas unas cuantas ventanas de los pisos altos.

Echó a andar silenciosamente. Algo se movió en las tinieblas, delante, junto a la pared. Vio brillar dos ojos a ras del suelo. Los vecinos debían arrojar allí muchos desperdicios. Otro cuerpo se movió y luego otros ojos brillaron como ascuas. Un perro soltó un rugido amenazante, pero volvióse rápidamente y echó a correr, hacia el fondo.

Forester siguió avanzando y entonces vio la valla. Mediría un poco menos de dos metros. Se detuvo ante ella y extendió la mano, tocándola. Era de madera basta, listones que estaban rematados por una punta.

Aguzó el oído, como si esperase oír el final de aquel diálogo en que supuestamente dos hombres habían tramado un crimen.

Sólo oyó el zumbido de un motor a lo lejos y luego continuó el silencio.

Buscó a su alrededor tanteando con el pie, pero había allí muchos objetos. Su tobillo tropezó con algo duro y sintió un fuerte dolor. Agachóse y su mano tocó un hierro. Finalmente se dio cuenta de que se trataba de un hornillo que alguien había arrojado por inservible. Lo transportó hasta la valla y subió en él para pasar a la otra parte. Permaneció quieto un instante, pisando la hierba. Luego echó a andar hacia donde, según la señorita Aldridge, la valla había quedado destruida. Comprobó que la rubia tampoco había mentido en este punto de su historia. Salió a una calle mal iluminada y silenciosa, dio la vuelta y regresó a Canal Street por la Avenida Franklin. Se metió en el 232 y detúvose ante la puerta del encargado del edificio, el cual se hallaba sentado en una silla leyendo un diario.

Forester mostró su credencial y el otro se levantó.

—¿Cuál es su nombre, amigo? —inquirió Forester.

—Neely, Adam Neely.

—¿Quién vive en el apartamiento 18?

—La señorita Fanny.

—¿Fanny qué más?

—Fanny Aldridge.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí la señorita Aldridge?

—Ocho años.

Forester prendió un cigarrillo. Mientras arrojaba una bocanada de humo preguntó:

—¿Qué me puede decir de la señorita Aldridge?

—Creo que es una buena mujer aunque habla demasiado.

—¿Sí?

—Siempre que se encuentra con alguien se prepara para pegar la hebra. Le gusta hablar por encima de todas las cosas. Uno a veces tiene que valerse de trucos para librarse de ella.

—¿Qué clase de historias cuenta?

—Le gusta la sangre, ya sabe, los sucesos en que ustedes toman parte. Creo que sólo compra el diario por leer la página de sucesos. Todas las mañanas, cuando se va a su trabajo, lleva bajo el brazo una de esas revistas espeluznantes.

—¿La vio salir esta tarde?

—Sí, dos veces.

—¿Por qué salió la primera vez?

—Se le había escapado la perrita, y fue por ella al callejón.

—¿Pegó la hebra con usted cuando iba hacia allá?

—Se detuvo un par de minutos para decirme lo que son los perros.

—¿Cuánto invirtió en encontrarla?

—No lo tuve en cuenta, pero pudieron ser unos diez minutos.

—¿Habló con usted al regreso?

El encargado arrugó el ceño y empezó a rascarse por encima de una oreja.

—Oiga, no… Ahora que lo pienso pasó con mucha prisa hacia su apartamiento.

—¿Tienen ascensor?

—No.

—¿Llevaba ella la perrita?

—Desde luego, la llevaba. Seguro.

—¿Notó en ese momento algo extraño en la señorita Aldridge? Piense, antes de contestar.

Adam Neely se frotó la mejilla con la palma de la mano mientras miraba al suelo.

—Yo diría que estaba un poco emocionada. Quizá fuese que había corrido… Respiraba con fatiga… Y eso fue antes de que empezase a subir la escalera.

El teniente hizo un gesto afirmativo.

¿Y dice usted que ella volvió a salir, Neely?

—Sí. Poco después la vi aparecer otra vez. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba los zapatos.

—¿Qué calzaba cuando salió por la perrita?

—Unas zapatillas.

Forester guardó un silencio.

—Gracias, Neely.

—Oiga, teniente. ¿Ha hecho algo malo la señorita Aldridge?

—No, en absoluto, Neely. Y me gustaría que no refiriese usted nuestra conversación.

—Descuide, teniente.

Forester salió de la casa y fue en el coche calle abajo hasta el lugar donde se ubicaba el bar «Ocean». Dio a conocer su identidad y dijo querer hablar con John Hale. Casualmente, el dueño estaba allí. Sí, la señorita Aldridge era una mujer eficiente. Desde luego tenía el defecto de hablar un poco, pero eso resultaba agradable a la mayor parte de los clientes. Ellos se encargaban de cortar cuando tenían prisa. Trabajaba en la casa desde hacía cuatro años. Antes, según dijo ella, había estado empleada en un almacén de 0’95. Sabía que estaba divorciada porque ella misma se lo había confesado. Si, también conocía su afición a las revistas del género policiaco o sensacionalista. John Hale preguntó si la señorita Aldridge tenía algo que ver con la Policía. Forester Contestó que se trataba de una confusión y que la señorita Aldridge era indudablemente una persona honesta de una moralidad intachable. Alegó que todos los días la policía hacía investigaciones acerca de ciudadanos modelo. Formaba parte de su trabajo.

En el camino de regreso al Precinto, Forester arrugaba el entrecejo. El agente Brent le hizo un saludo.

—La rubia llamó hace un momento para pedir un vaso de agua y luego quiso saber acerca del crimen del año pasado en que fueron apareciendo los pedazos de la víctima por episodios.

Forester entró en su despacho.

Fanny Aldridge continuaba sentada en el sillón de cuero.

—¿Hizo ya la comprobación, teniente? Forester la miró enarcando las cejas.

—Es usted muy inteligente, señorita Aldridge.

—Oh, no… Lo único que pasa es que, como ya le habrán dicho, me gusta, todo lo que se refiere a su profesión, y estoy al corriente de algunos métodos de la policía… Si ustedes reciben cierta clase de avisos, han de asegurarse de que la persona en cuestión no está loca.

El teniente Forester hizo una mueca mirándose la punta de los zapatos.

—Y usted no lo está, ¿verdad, señorita Aldridge?

—Puedo asegurarle que no.

—Usted sabe perfectamente que somos muy pocos policías para velar por una ciudad como la nuestra, y también debe saber que debemos dedicar nuestra actividad a hechos concretos. En suma, no podíamos perder un tiempo que nos es tan precioso.

—Sí, teniente. Sé todo eso, y sé también que cuan lo escuché la conversación entre los asesinos, mi deber era venir aquí a avisarles a ustedes.

Forester la estaba mirando otra vez a los ojos. Ahora comprendió que aquella mujer había dicho la verdad.

—¿No recuerda nada más de ese diálogo, señorita Aldridge?

Fanny quedóse un rato pensativa. Finalmente hizo un gesto negativo.

—Estoy segura de que se lo he dicho todo, teniente.

—Muy bien, señorita Aldridge. Le voy a mandar un dactilógrafo, y usted repetirá su declaración.

—Si, teniente. Estoy dispuesta.

—Quiero hacer otra pregunta, señorita Aldridge. ¿Cómo eran las voces de esos hombres?

La señorita Aldridge se humedeció los labios con la lengua.

—Las dos eran graves, pero la del asesino lo era un poco más que la del hombre que le encargaba el crimen.

—Ese diálogo ocurrió al lado del Canal Street. Usted vive y trabaja en esa calle. Está acostumbrada a oír muchas voces. Piense ahora si alguna de ellas le hace recordar a algún conocido. Ya me entiende, trate de darles una figura.

La señorita Aldridge parpadeó otra vez. Miró al techo, a las paredes y, finalmente, detuvo sus ojos en el rostro de Forester.

—No puedo, teniente. Ninguna de las voces me recuerda a una persona conocida.

—Comprendo. De todas formas, si usted recordase alguna cosa más, espero nos lo comunique.

—Cuente con ello, teniente.

Forester abandonó el despacho y después de cruzar la sala, abrió una puerta que había al fondo. Dentro había tres hombres, uno de los cuales tecleaba en una máquina.

—Eh, Billy, quiero que vayas a mi despacho y tomes una declaración a la señorita que encontrarás allí.

Forester cerró sin esperar una respuesta. Caminó hacia otra puerta donde había grabado un nombre.

«Capitán Richard Miller».