2. DE CAMINO A LA GUERRILLA DEL ARAGUAIA
Una lluvia torrencial se precipitaba sobre la selva. Caía tanta agua que nadie se aventuraba a salir de casa. El tejado, de madera y paja, no podía soportar el chaparrón que se abatía desde la noche anterior. Unas cuantas goteras empapaban el suelo de tablas. Pedro y Paulo jugaban a ver quién conseguía atrapar el mayor número de gotas con las manos antes de que tocasen la madera del suelo. El señor Jorge y doña Marina estaban acostados, abrazados, en la misma hamaca. De pie, junto a la puerta, Júlio miraba la selva. Nunca había visto tanta lluvia. El agua que caía se unía a la del río Tocantins formando una densa cortina. Aquel diluvio tenía que parar pronto. Era la mañana del 21 de marzo de 1972. Júlio y su novia, Ritinha, de catorce años, habían quedado para pasar juntos la tarde, solos, en un igarapé —un brazo de río que se adentra en plena selva—. Por la conversación que habían mantenido dos días antes, el muchacho, de diecisiete años, estaba convencido de que ese martes tendría su primera experiencia sexual. Si la lluvia no cesaba, el romántico paseo en canoa se frustraría.
El tiempo pasaba y la tempestad no daba señales de parar. Llegó la hora de comer. Por culpa de la lluvia, ni el señor Jorge ni Júlio habían salido a pescar. Sin pescado en casa, la familia solo comió arroz con huevo mientras oía los golpes que el aguacero propinaba en el tejado. Júlio no tenía hambre. Siempre que estaba ansioso, nervioso o triste, perdía el apetito.
—¿Qué te pasa, hijo? ¿La comida no te gusta? —preguntó doña Marina.
—No es eso, madre. Es que no tengo hambre —respondió Júlio entregándole el plato.
—Pero ¡si el arroz con huevo te encanta! ¡Come un poquito más, que te lo has dejado casi todo!
—No quiero, madre. Comeré más tarde.
Mientras doña Marina repartía entre sus otros dos hijos la comida que Júlio había dejado en el plato, el joven regresó a la puerta. Miraba al cielo en busca de algún resquicio azul, pero nada. Solo había nubes densas y oscuras. Una suerte de desánimo lo asaltó. ¿Cómo estaría Ritinha? ¿Sentiría la misma miserable angustia? ¿Acaso en aquel mismo instante también estaría mirando al cielo con la esperanza de que el tiempo mejorase? ¿Estaría tan ansiosa como él por tener sexo por primera vez? Se sentó en el suelo, apoyó los codos en las rodillas y la frente en las palmas de las manos que le enmarcaban la cabeza. Cerró los ojos para escuchar la melodía del chaparrón en el río y los árboles. Era un sonido constante, invariable. Irritante. Hermoso, pero profundamente irritante. A Júlio siempre le había gustado la lluvia, pero esa tormenta sobrepasaba los límites. En ese momento, para acudir a tiempo a la cita que tenía con Ritinha, ya debería estar en la canoa y remando hacia la comunidad en la que vivía la joven. El recorrido era de casi una hora.
Júlio recobró las esperanzas cuando la tormenta empezó a suavizarse, aproximadamente una hora después de comer. Poco a poco, las nubes dejaron entrever trozos de cielo azul, aunque la lluvia no cesaba. Se hacía menos intensa, pero no paraba. Invadido por la ansiedad, Júlio dijo a sus padres que iba a darse una vuelta en canoa y salió de casa.
—¿Vas a remar con esta lluvia, hijo? —le preguntó el señor Jorge con la voz grave y ronca que lo caracterizaba.
—Ya ha amainado, padre. No soporto estar más tiempo dentro de casa. Volveré pronto. Dame tu bendición —respondió.
—Que Dios te bendiga.
El trayecto de casa de Júlio hasta el poblado donde vivía Ritinha se hacía por el río Tocantins. En días normales, esas aguas estaban calmadas. Pero la lluvia intensa había agitado el río y aumentado la fuerza de la corriente, lo que resultaba excelente para el joven, que, a la ida, remaría a favor de la marea. Por el camino iba pensando en cómo sería hacer el amor. ¿Qué sentiría? ¿Lo haría todo correctamente? Su tío Cícero Santana le había contado muchas de sus aventuras con las mujeres, la mayoría de ellas prostitutas. Cícero llegó a proponer al sobrino llevarlo a un burdel en Imperatriz. «Allí hay muchas chicas guapas. ¡Te volverás loco, Julão!», le aseguraba el tío. Sin embargo, Júlio solo quería «hacerlo» con Ritinha. Mientras remaba, no paraba de pensar en su bonito cuerpo, en sus piernas fuertes y torneadas, en sus senos firmes y pequeños que le cabían perfectamente en el hueco de las manos. La boca grande y los labios carnosos de Ritinha le encantaban. Sería capaz de pasarse horas besando aquella boca. También le gustaban su pelo liso y moreno hasta la cintura y sus ojos negros y redondos. Con todo, lo que lo volvía loco de verdad era otra parte del cuerpo de la muchacha. «Tiene un culo espectacular, tío —le decía siempre a Cícero—. Es duro, bien liso y bien redondo».
Con cada remada, la ansiedad de Júlio aumentaba. Pensaba en si Ritinha lo estaría esperando a la orilla del río según habían quedado cuando se percató de que se había olvidado de coger la hamaca que echarían al suelo y les serviría de lecho. «Tendrá que ser en la canoa», pensó. El cielo seguía nublado, pero la lluvia había parado. A lo lejos, avistó las primeras casas de madera de la comunidad ribereña en la que vivía su novia. Inspiró fuerte, soltó el aire de los pulmones y, orgulloso y sonriente, aceleró el ritmo de las remadas. Ya solo era cuestión de tiempo. En breve tendría a Ritinha entre sus brazos. Solo para él. Unos cincuenta metros antes de pasar por delante de la casa de la chica, Júlio sacó el remo del agua y se lo colocó entre los pies. La canoa avanzaba lenta, deslizándose sobre las aguas del río en el sentido de la corriente.
No dejaba de mirar la orilla izquierda, donde estaban las casas, pero no divisaba a su chica. Aguzó la vista y distinguió la casa de Ritinha, que, como todas las otras viviendas del poblado, se erguía a casi cien metros de la orilla del río —una garantía para los períodos de crecida en los que el nivel de los ríos de la Amazonia puede subir hasta quince metros—. Ni señal de Ritinha. «¿Habrá renunciado a venir?», pensó. Entrecerró los ojos y escudriñó toda la comunidad hasta que distinguió a una persona tendida en la hierba a pocos metros del río. No podía identificarla. Utilizó el remo como timón y acercó la canoa al borde del agua. Era Ritinha. Estaba tumbada mirando al cielo. No podía haber otra joven con aquel cuerpo perfecto y aquellos senos tan firmes. Tenía que ser Ritinha. Pensó en gritar su nombre, pero no quería llamar la atención de nadie. Habían quedado en que ella diría a sus padres que iba a buscar coquitos de Brasil a la selva. Si los veían salir juntos en canoa, su plan podía malograrse.
Para llamar la atención de la joven, Júlio golpeó con el remo la parte externa de la canoa. Ritinha solo advirtió la llamada al cuarto o quinto toque. Júlio estaba encogido, prácticamente tendido en la canoa, solo asomaba la cabeza. De un salto, Ritinha se incorporó y desplegó la sonrisa más encantadora que Júlio había visto en la vida. Ritinha estaba guapa. Llevaba el pelo suelto, y brillaba de tan negro. El flequillo le cubría casi toda la frente. Vestía una blusa verde sin mangas, que dejaba al descubierto unos brazos fuertes, y un pantalón corto de algodón blanco. Los bonitos muslos de Ritinha estaban completamente a la vista. Su piel lisa, del color del azaí, excitó a Júlio más de lo que ya estaba, y deseó estar haciendo el amor con Ritinha en aquel instante exacto. Quería estrecharla en sus brazos lo más pronto posible. Ella echó a correr desde la orilla del río en el mismo sentido en que se deslizaba lentamente la canoa de su chico. Júlio no podía quitarle la vista de encima. El corazón le latía disparado y respiraba jadeante. Cuando Ritinha se hubo alejado unos cien metros de la comunidad, él acercó la canoa a la orilla. A cinco metros de la joven, soltó el remo dentro de la canoa y saltó afuera. El agua le llegaba un poco por encima de las rodillas. Júlio corrió hacia Ritinha. Esta lo recibió con los brazos abiertos y una sonrisa aún más bonita que la que había desplegado minutos antes. Intercambiaron un beso largo, húmedo y nervioso.
—¡Vámonos enseguida de aquí! —dijo Ritinha, preocupada por si la veía alguien del poblado.
—Me he olvidado de traer la hamaca. Vamos a tener que hacerlo en la canoa —respondió Júlio.
—Por mí está bien. Si estoy contigo, todo está bien.
Intercambiaron otro beso ansioso y se dirigieron a la canoa. A Júlio, el agua le cubría hasta las rodillas, a Ritinha, la pierna entera. Al ver los bonitos muslos de su novia mojados, el joven no pudo resistirse y, mordiéndose el labio inferior, se los apretó con fuerza. Ritinha lo miró con una expresión que a Júlio le encantaba ver en su cara. «Es una mezcla de alegría y sinvergonzonería, tío», le decía a Cícero refiriéndose a lo que leía en los ojos de su novia cuando lo miraba de esa manera. Solo entonces se dio cuenta de que Ritinha no llevaba sujetador. Los pezones se le marcaban claramente a través de la fina blusa de punto. Se sentó en el fondo de la canoa, enfrente de Júlio, que empezó a remar de prisa. Diez minutos después, el muchacho condujo la canoa por un igarapé del lado izquierdo del río. La pareja no intercambiaba palabra alguna. Solo se miraban. Y sonreían. Júlio no entendía por qué Ritinha aparentaba estar menos nerviosa que él. En mitad del igarapé, las copas de los árboles solo dejaban colarse unos pocos rayos de sol, lo que confería a las aguas tranquilas un efecto de velo. El chico acercó la canoa a la orilla hasta que sintió que la quilla arañaba el fondo de arena. Dejó el remo en el casco de la embarcación, se mojó las manos en el agua y se las pasó por el pelo. También se lavó la cara, el cuello y el tórax para limpiarse el sudor del esfuerzo de haber remado hasta allí.
Júlio, que solo llevaba puestos los pantalones, estiró los brazos hasta tocar las rodillas de Ritinha, que envolvió con sus manos las manos del muchacho. Lo que a Júlio le apetecía realmente era abalanzarse sobre la chica y devorarla, como había visto tantas veces hacer a los caimanes con sus presas. Su respiración era tan ansiosa que sobresalía entre el parlotear de los tucanes y los guacamayos procedente de la selva. Sin saber cómo, tiró de Ritinha hacia él con los dientes apretados y la mirada hambrienta.
—¡Calma, Júlio! —dijo la chica sin obtener respuesta—. ¡Aquí no hay nadie, solo estamos los dos! ¡No aparecerá nadie que nos estorbe! ¡Tranquilízate!
—¡No aguanto más, Ritinha! —exclamó, a la vez que introducía las manos por debajo de la blusa de su novia.
—¡Calma! —repitió ella sonriendo e impidiendo que las manos del joven alcanzasen sus senos.
—¿Qué pasa, Ritinha? Hemos venido a esto, ¿no? ¿Ahora te vas a echar atrás? —preguntó Júlio en un tono que mezclaba irritación y decepción.
—No, Júlio. No me echo atrás, estoy deseándolo tanto como tú. Pero no quiero que sea así, con toda esta ansiedad. Desde que hemos llegado aquí ni siquiera me has besado.
Júlio comprendió que Ritinha tenía razón. Estaba tan excitado que se había olvidado del cariño que él mismo solía señalar como lo más sublime de la relación que mantenían. Apartó las manos de la barriga lisa de Ritinha y bajó la cabeza. Sintió que su chica lo abrazaba con fuerza y le besaba la cara. Todavía miraba hacia abajo cuando advirtió que Ritinha se quitaba la blusa, pero se sentía demasiado avergonzado como para levantar la vista. Entonces, ella lo tomó de las manos y las llevó a sus senos.
—Soy tuya —le susurró al oído.
Fue el beso más largo que Júlio recuerda haber dado en la vida. Sus bocas se abrazaban, sus lenguas parecían bailar. Jamás olvidaría la loca sensación de placer al tocar suavemente el pezón de los senos de Ritinha con la palma de las manos para, enseguida, apretarlos con vigor. Recuerda claramente haberse extrañado al sentir la mano derecha de su novia tocarlo por dentro de los pantalones. No esperaba ese tipo de actitud de una chiquilla de su edad. Y aún le pareció más inusitado que ella lo agarrara con firmeza. Aquella extrañeza aún lo excitaba más. Ritinha lo apretaba con la mano derecha y con la izquierda llevó la cabeza de Júlio a sus senos.
Júlio, confuso, besaba y lamía el pecho de Ritinha. Los gemidos y la respiración entrecortada de la chica lo convencían de que todo aquello le gustaba tanto como a él. Júlio empezó a acariciar con fuerza los muslos de su novia. Había llegado el momento de tocarla donde jamás le había permitido. Con prisas, metió la mano entre los muslos de la chica, que soltó un gemido de placer que permanecería grabado en su mente durante semanas. A continuación, introdujo la mano por dentro de los pantalones cortos de Ritinha. Por primera vez, ella dejó que Júlio la tocase íntimamente. Estaba húmeda. Júlio, que nunca antes había tocado a una mujer, pensó que sudaba. Solo tres días más tarde, charlando con el tío Cícero, aprendió que esa humedad era una señal de excitación de la mujer. Sus dedos jugueteaban por allí. Con el entusiasmo, exageró la fuerza.
—¡Despacio, Júlio! ¡Despacio que si no me duele!
Sin mediar palabra, Júlio empezó a quitarle el pantalón a Ritinha, que se tendió en la canoa. Él se arrancó nerviosamente los suyos y se arrodilló entre las piernas de la muchacha. Con la cabeza apoyada en lo alto de la embarcación, ella lo miraba de una manera indescifrable, con una mezcla de alegría, ansiedad, cariño y deseo. «Eso debe de ser el amor», pensó Júlio. Entonces se echó encima del cuerpo de su novia e intentó penetrarla.
—¡Tranquilo! —dijo ella, y con una mano lo dirigió con calma—. Entra despacio, ¿vale? Recuerda que soy virgen.
—¡Yo también! —enmendó él.
—¿De verdad?
—¡Pues claro, Ritinha!
—¡Qué bonito! ¡Es la primera vez para los dos!
A medida que Júlio penetraba en Ritinha, ella gritaba de dolor. Él llegó a preguntarle si quería que parase. La respuesta vino con el abrazo apretado de las piernas de Ritinha en su cintura. A pesar del aparente dolor, sin duda estaba disfrutando. Incluso así, demostraba cierta incomodidad que Júlio no lograba entender. No sabe cómo, entre golpes y sacudidas, Ritinha invirtió la posición en la que estaban. Júlio solo recuerda que, de repente, se vio tendido boca arriba en el suelo frío de la canoa con su novia sentada en su pelvis. Sintió que había entrado por completo en Ritinha. Era una sensación deliciosa, como si su novia lo estuviese succionando. La chica, con las manos apoyadas en el pecho de Júlio, parecía bailar en su regazo.
Mientras sentía un placer que jamás habría imaginado que existiera, Júlio cerró los ojos y sintió la brisa suave que soplaba en la selva. El vaivén de los cuerpos hacía que la canoa se balancease acompasadamente. Las manos de la chica rodearon su cara. «Abre los ojos, Júlio, mírame», dijo Ritinha. Él obedeció. La imagen que vio era maravillosa. La piel de Ritinha, cubierta de sudor, brillaba bajo los tímidos rayos de sol que atravesaban la copa de los árboles. La respiración jadeante y la mirada hambrienta de su novia lo excitaron aún más. Un escalofrío agudo le recorrió la columna y todo el cuerpo se estremeció. «Voy a eyacular», pensó Júlio. Apretó las manos de su chica con fuerza, soltó un gruñido extraño. Fue su primer orgasmo en una relación sexual, aunque Ritinha seguía fogosa, moviendo las caderas con sacudidas circulares, subiendo y bajando. La joven clavó las uñas en el pecho de Júlio, se estiró y emitió un gemido largo, casi un suspiro, hasta desvanecerse, sin fuerzas, encima de Júlio. Abrazados, solo sentían la brisa de la selva y el balanceo de la canoa.
Así permanecieron diez o quince minutos. Ritinha se bañó en el igarapé; Júlio hizo lo mismo. Jugaron en el agua tibia, sonrieron e hicieron el amor nuevamente. Esta vez, el muchacho estaba de pie con las piernas de la chica enlazadas en su cintura y los brazos rodeándole el cuello. Fue aún más placentero que la primera vez. Júlio se sentía más a gusto, más seguro. Ritinha parecía sentir lo mismo. Después del baño, subieron a la canoa y permanecieron unos cuantos minutos más tumbados, abrazados, aún desnudos, descansando. Se vistieron y regresaron a casa.
Júlio dejó a Ritinha en el mismo sitio en el que la había recogido. Se despidieron con un largo beso y un fuerte abrazo. Definitivamente, ese sentimiento era amor. «Solo puede ser amor», pensó Júlio con ganas, pero sin el valor suficiente para decirle que la amaba. La acompañó con los ojos hasta que llegó a la puerta de su casa. Mientras remaba de vuelta, Júlio vio, todavía, que Ritinha se volvía y lo saludaba, de manera contenida, con la mano a la altura del hombro. Estaba tan contento que no se cansó de remar a contracorriente durante más de una hora hasta llegar a la población en la que vivía. Quería casarse con Ritinha. Estar con ella para siempre. No veía el momento de contarle todo lo que había pasado esa tarde a su tío Cícero, el único que conocía la relación que Júlio mantenía y con quien se sentía cómodo para hablar del tema.
La conversación se produciría tres días después. Era el final de la tarde del 24 de marzo de 1972, un viernes caluroso y sofocante, cuando Júlio, tumbado en la hamaca y pensando en Ritinha —a quien no veía desde el día en que perdió la virginidad—, oyó el ruido del motor de la canoa de Cícero.
—¡El tío ha llegado! —gritó el chico, saltando de la hamaca.
Mientras Cícero ataba la canoa a un tronco a la orilla del río, Júlio se acercó y le dio un fuerte golpe en el hombro.
—¡Ritinha y yo ya lo hemos hecho! —dijo, entusiasmado.
—¡Tranquilo, chico, que acabo de llegar! ¿Qué me has dicho? —preguntó Cícero abrazando al sobrino.
—¡Que Ritinha y yo ya lo hemos hecho, tío! ¿Lo entiendes? Hemos hecho eso, allí, en el igarapé que hay cerca de…
—¿De verdad? ¿Ya te has follado a Ritinha? Por fin, ¿no? Ya iba siendo hora… —dijo Cícero con una gran sonrisa en la cara.
A Júlio no le gustó el tono vulgar con el que el tío se refirió a su novia.
—¡No hables así, tío! ¡Ritinha es mi novia y me voy a casar con ella!
—Quiero que me digas eso dentro de dos años.
—¿Por qué?
—Julão, estás así de emocionado porque ha sido la primera vez que has estado con una mujer. Dentro de un tiempo, habrás estado con otras y Ritinha solo será un vago recuerdo.
—¡No entiendes nada! Quiero a Ritinha y me voy a casar con ella pronto. Estoy armándome de valor para hablar con su padre.
—¿El tuyo ya lo sabe?
—No —dijo el muchacho bajando la vista—. Primero quiero hablar con su padre. Si nos deja, se lo diré al mío después. Ahora quiero contarte cómo pasó todo.
—¿Entre tú y Ritinha?
—Sí.
—De acuerdo. Espera aquí. Voy a saludar a tu padre, tu madre y tus hermanos, y enseguida vuelvo, que también quiero hablar contigo de un asunto.
La conversación que Cícero iba a tener con Júlio situaría al joven en el epicentro del mayor enfrentamiento armado de la historia reciente de Brasil: la guerrilla del Araguaia.
Cícero entró en casa del hermano y saludó a todo el mundo con abrazos y besos. Cogió dos bananas y regresó a la canoa, donde Júlio lo esperaba ansioso. El joven le relató con pelos y señales todo lo que recordaba, incluso la ropa que Ritinha llevaba puesta aquella tarde: una blusa verde y unos pantalones de algodón blanco. «Bien cortitos», resaltó. Y orgulloso, enseñó a Cícero las marcas de las uñas que la joven le había clavado en el pecho.
—Esa chiquilla es una fresca, ¿eh? —dijo Cícero—. ¡Debe de ser una delicia!
—¡Basta ya, tío! ¡Ya sabes lo poco que me gusta que hables así de ella!
En casi una hora de conversación, Júlio todavía no había acabado de contar cómo había sido su primera experiencia sexual. Tres días después del episodio, podía, por fin, compartir esa experiencia inolvidable con alguien. Habría sido capaz de pasarse la noche entera hablando de lo que sintió al tener a Ritinha totalmente desnuda solo para él. Su piel del color del azaí, suave e inmaculada, su melena negra y brillante, sus muslos fuertes y torneados, su boca carnosa. «Toda ella es hermosa, no tiene ningún defecto», dijo, poco antes de que la conversación fuese interrumpida por las llamadas de doña Marina. Se había hecho de noche sin que Júlio y Cícero se dieran cuenta.
—¡Eh, vosotros dos, venid a cenar! ¡La cena ya está lista! —gritó desde la puerta de casa.
—¡Ya vamos, madre! —respondió Júlio—. Tío, antes me has dicho que también querías hablar conmigo. ¿De qué se trata?
—Vamos a cenar, Julão. Después te lo cuento.
Después de comerse el arroz con carne de mono asada de la cena preparada por doña Marina, Júlio y Cícero volvieron donde estaba amarrada la canoa. Se sentaron en la arena al borde del río y retomaron la conversación.
—Julão, ¿te acuerdas de lo que te conté cuando estuve aquí hace unos seis meses? —preguntó Cícero refiriéndose al mes de agosto de 1971.
—¿Cuándo, tío? Vienes a menudo por aquí.
—Aquella vez que estuve muy enfermo, con malaria.
Inmediatamente, Júlio se acordó de cuando mató al pescador Amarelo. No respondió nada. Se levantó y caminó hasta mojarse los pies en el río.
—¿Qué te pasa, Julão? —el muchacho, que miraba el cielo salpicado de estrellas, respondió al cabo de unos segundos.
—Tío, no voy a matar a nadie más, ¿vale? Si lo que estás pensando es…
—¡No es nada de eso, Julão! No te voy a pedir que mates a nadie.
—Entonces, ¿qué es?
—Aquella vez que contraje malaria, mientras cenábamos, comenté el trabajo que el ejército estaba haciendo en la región del río Araguaia. Hablé de un amigo mío que es comisario de policía en Xambioá y que estaba contratando gente para ayudar a los militares a luchar contra los comunistas escondidos en plena selva. ¿Lo recuerdas?
—No, no me acuerdo —respondió Júlio.
—¡Claro que te acuerdas! ¡Cuando dije que ese amigo mío, el comisario, necesitaba hombres que supiesen manejarse por la jungla y que fuesen buenos tiradores, me pediste que te llevara para ese trabajo! ¿Te acuerdas ahora?
—No.
Júlio hablaba sin quitar la vista del cielo. No sabía por qué, pero intuía que esa conversación le traería problemas. Solo el hecho de volver a pensar en el miserable día en que mató a Amarelo era suficiente para desear no estar allí. Por fin se había librado de las pesadillas diarias en las que veía el cuerpo ensangrentado y las vísceras del pescador pegadas a sus dedos. No quería pasar por todo aquello de nuevo.
—¿Júlio? ¿Has oído lo que te he dicho?
—¿Qué?
—¡Parece que esté hablando solo! Te lo he preguntado varias veces. ¿Quieres que te lleve a Xambioá?
—¿A Xambioá? —preguntó el muchacho, asustado—. ¿Y qué voy a hacer yo en Xambioá, tío?
—¿Estás sordo, chico? ¡Te lo acabo de explicar todo! ¡Parece que estés en la luna!
—Perdona, tío. Estaba pensando en otra cosa. ¿Para qué me quieres llevar a Xambioá?
Cícero Santana le volvió a explicar que el comisario de Xambioá, Carlos Marra, estaba reclutando hombres para ayudar al ejército brasileño a capturar a los comunistas escondidos en la selva de la región del río Araguaia. Júlio quiso saber el motivo por el que los militares querían capturar a dichos comunistas y qué era un comunista. El tío se lo explicó como mejor pudo:
—Los comunistas son personas que no aceptan las leyes del Gobierno y quieren crear confusión en Brasil. Por eso el ejército tiene que encontrar a esos individuos y evitar que el país viva en desorden. ¿Lo entiendes?
—Más o menos —respondió Júlio.
—Lo importante es que tenemos que ayudar al ejército y yo creo que ese trabajo puede ser muy bueno para ti, Julão.
—¿Por qué?
—Porque es un trabajo fácil y podrás ganarte un sueldo muy bueno. ¿No me acabas de decir que te quieres casar con Ritinha? Con el dinero que cobres prestando ese servicio, ganarás lo suficiente para empezar a construir vuestra casa.
La idea agradó al joven. Para poder casarse y vivir con Ritinha estaba dispuesto a todo. A casi todo.
—¿Y tendré que matar a alguien, tío? —preguntó.
—No, Julão. Olvídate del asunto de matar. Mi amigo, el comisario, dice que las órdenes del ejército son muy claras. No quieren matar a nadie. Solo quieren capturar a los comunistas para interrogarlos y descubrir todos sus planes.
—¿Y cómo voy a ayudar yo?
—Los hombres del ejército no saben cómo desplazarse por la selva. Necesitan a alguien que conozca bien la vegetación y que tenga buena puntería.
—Entonces, ¿tendré que disparar?
—A lo mejor no es necesario. Pero, en caso de que tuvieras que disparar, solo sería para herir. Puedes confiar en mí, Julão. ¡No será nada más! Mañana mismo nos vamos a Xambioá, ¿vale?
—No sé, tío. Me da miedo.
—Confía en mí, muchacho. Todo saldrá bien. Pasarás unos días con los hombres del ejército y regresarás a casa con un montón de dinero en el bolsillo. Te pagarán veinte cruceiros al día. Si te quedas con ellos los dos meses, ganarás mil doscientos cruceiros.
—Eso es mucho dinero, ¿verdad? —preguntó Júlio, entusiasmado con la posibilidad de recibir un sueldo que nadie ganaba en su comunidad.
—Sí que lo es. ¿Acaso no te he dicho que era una muy buena oportunidad?
—Pero ¡dos meses son mucho tiempo, tío!
—No son nada, Julão. Se te pasarán muy rápido, incluso te divertirás. Estoy seguro. Siempre te ha gustado caminar por la selva. Imagínate guiando a un montón de hombres del ejército. Para ti será muy bueno.
—¿De verdad?
—¡Claro! Voy a decírselo a tus padres ahora mismo.
Al principio, al señor Jorge y a doña Marina no les gustó la idea de estar tanto tiempo sin ver al hijo, pero Cícero consiguió convencerlos de que autorizaran el viaje del muchacho con el argumento de que la experiencia ayudaría a Júlio a entrar en la Policía Militar. Para la familia, era el mejor empleo que un joven nacido en el interior de la selva podría tener en la vida. Dos días después, un domingo, Júlio y Cícero fueron en la canoa a motor a Imperatriz, desde donde partirían en camión hasta Xambioá, en la frontera del estado de Tocantins con el de Pará, a orillas del río Araguaia. Júlio llegó a pedirle al tío que lo llevase a despedirse de Ritinha, pero Cícero le dijo que no podía cumplir con su voluntad. «No podemos perder tiempo, Julão».
Era la primera vez que Júlio salía de la región en la que vivía. En poco más de dos horas de viaje, serpenteando por el río Tocantins, llegaron a Imperatriz, donde pasaron la noche en casa de Cícero. A Júlio le fascinó ver un coche de verdad. Hasta ese día, solo había visto automóviles en las revistas que le traía el tío. Sin embargo, el ruido del tráfico le molestaba, así como la multitud de personas de la ciudad. En aquella época, Imperatriz tenía cerca de quince mil habitantes. Nunca había imaginado que pudiera haber tanta gente en un mismo sitio.
La casa del tío le pareció una mansión. También era de madera —como la casa en la que vivía con sus padres y hermanos—, pero tenía divisiones interiores que separaban el salón de la cocina y de las dos habitaciones. En cada habitación había una cama y una hamaca. En el salón había un sofá de tres plazas con un estampado de cuadros negros y rojos —en honor al Flamengo, el equipo de fútbol del tío—, un enorme calendario con la imagen de Nuestra Señora Aparecida clavado en la pared, una mesa de madera y cuatro sillas de aluminio. A la izquierda del sofá, en un taburete de madera, había una radio a pilas. En la cocina, un fogón de leña y una gran caja roja de casi la misma altura que Júlio. «Eso es un frigorífico, Julão», explicó Cícero al sobrino, que se quedó boquiabierto con el objeto. «A mi madre le encantaría tener uno», pensó el joven. Tomar agua helada le pareció delicioso. «Es como si la lengua se quedara dormida», dijo. Todavía no sabía para qué servía aquella bola de cristal, algo más pequeña que una manzana, colgada del techo. Al anochecer lo aprendió.
—¿Y se enciende así, sin más? ¿No necesita queroseno? —preguntó Júlio, cuya casa se iluminaba con dos quinqués.
—¡Julão! —exclamó Cícero muerto de risa—. ¡Se enciende con energía eléctrica! Aquí, en la ciudad, hay un generador que funciona con diésel. Esa es la energía que hace funcionar los objetos como el frigorífico y la bombilla. ¿Lo entiendes?
—No, nada de nada.
—No pasa nada, con el tiempo irás aprendiéndolo todo.
Aquella noche, Júlio intentó dormir en la cama, algo que nunca había hecho antes, pero no pudo. Le resultaba muy raro estar tumbado con la espalda recta y, sobre todo, sin poder balancearse. Se levantó de la cama y fue a echarse en una de las hamacas de la casa. A la mañana siguiente, el tío y él aprovecharon el viaje de un camión de una maderera local que iba a Xambioá. El muchacho estaba tenso, callado. Cícero intentaba, en vano, animarlo, gastándole bromas y contándole chistes. Llegaron a Xambioá alrededor de las cuatro de la tarde. El calor era intenso. El polvo denso y rojizo que los todoterrenos y los camiones del ejército levantaban en un incesante vaivén irritaba los ojos de Júlio. Los vehículos militares formaban parte de la operación del Gobierno para combatir el movimiento organizado por militantes del Partido Comunista de Brasil (PCdoB) contra la dictadura militar. En la comisaría de la ciudad, Cícero presentó a su sobrino al comisario Carlos Marra, un hombre de poco más de un metro ochenta de estatura, de piel morena y brazos musculosos, con el pelo negro y corto peinado a un lado y la cara redonda. El comisario lucía un curioso bigote muy fino que no sobrepasaba el ancho del labio superior. Además, tenía una barriga generosa que le sobresalía ostensiblemente de la cinturilla de los pantalones y la camisa. «¡Es un barrigudo!», comentaría Júlio con su tío más tarde. Cícero y Carlos Marra se saludaron con risas, abrazos y fuertes palmadas en el pecho. El comisario elogió el porte atlético del chico.
—¡Tenías razón, Cícero! Ya me habías dicho que tu sobrino era alto y fuerte —dijo el comisario con una voz que parecía demasiado suave para un individuo de su tamaño.
—Efectivamente, Marra. Y, además, sabe desplazarse por la selva como nadie y tiene una puntería fantástica. Julão puede matar un venado a cien metros de distancia —le aseguró Cícero, pasando un brazo por la espalda de su sobrino, que, intimidado, permanecía en silencio y con la mirada clavada en el suelo.
—¡Fantástico! Estoy seguro de que este chico nos va a ser muy útil.
Carlos Marra se entusiasmó tanto con Júlio que quiso enviarlo a la región de la guerrilla ese mismo día. Si no lo hizo fue porque Cícero se lo rogó.
—Marra, me gustaría que Julão fuese a la selva contigo. Me quedaré mucho más tranquilo si sé que siempre estará cerca de ti.
—¿Por qué, Cícero? —pregunto el comisario.
—Este chaval solo tiene diecisiete años y es mi sobrino, Marra. No te olvides de eso. Si le ocurre algo, mi hermano y mi cuñada se morirán de tristeza. ¡Ya tienen suficiente con que el hijo mayor se fuese de casa y nunca más volviera!
—De acuerdo. Entonces saldremos mañana por la mañana temprano, Julão —dijo el comisario dándole una palmada en el hombro.
Júlio seguía mudo.
—¡Di algo, chico! —le ordenó Cícero.
—Para mí, lo que el señor comisario decida está bien, tío.
Marra, Cícero y Júlio almorzaron en un bar de la ciudad. Comieron pacú con arroz y puré de mandioca con caldo de pescado. Bebieron cerveza. Aunque a Júlio no le gustaba el sabor de esa bebida, se bebió dos vasos para sofocar el calor. Mientras comían, Júlio oyó decir al comisario que derrotar a los comunistas estaba resultando una misión mucho más complicada de lo que el ejército había imaginado. Los militares ni siquiera conocían la localización de las bases de los guerrilleros. Además, los rebeldes habían conquistado la simpatía y la amistad de muchos habitantes de la región, que les echaban una mano comprando alimentos y munición en la ciudad e incluso escondiendo a muchos de ellos en sus casas durante las batidas organizadas por el ejército. A Júlio le extrañó que dichos comunistas, que, según su tío, eran alborotadores y violentos, hubiesen cautivado a los habitantes locales.
—¿Por qué la gente se hace amiga de los comunistas y el ejército quiere capturarlos? —preguntó.
—¡Porque los comunistas los engañan, Julão! —respondió el comisario—. Les dicen que son gente de bien. Pero, en realidad, lo que quieren es transformar Brasil en un desbarajuste. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—Y nuestro trabajo aquí es justamente no dejar que eso pase.
—Así es, Julão —interrumpió Cícero—. Permanece siempre al lado de Carlos Marra y haz todo lo que te diga. Es mi amigo y cuidará de ti.
El joven respondió sin palabras. Solo asintió con la cabeza. Esa noche Cícero dejó al sobrino en una pensión y salió. Le dijo que se iba a beber con Carlos Marra. Júlio se quedó dormido pensando en Ritinha e imaginando lo que podría pasar en esa búsqueda de comunistas. «¡Ojalá no tenga que matar a nadie!», se dijo a sí mismo en una oración silenciosa.