El segundo día

 

 

Otra vez el teléfono de Dupin había sonado a deshora y lo había arrancado del sueño. Uno especialmente intranquilo y confuso. Cierto que por la noche había caído rendido, pero poco después se había despertado sobresaltado para luego quedar sumido en un duermevela de ideas desordenadas y, al final, volver a recuperar el descanso. Poco antes de la llamada de Labat, a las 5.07, había sucumbido a un sueño más profundo, que apenas había durado media hora.
—¿Y no podríamos —balbuceó—, quiero decir, no tenemos ninguna posibilidad de seguir el rastro del correo electrónico para saber quién es el remitente?
—Por el momento, eso no es posible. Hemos enviado el mensaje a los expertos de Rennes.
—¿Dice usted la caseta de jardín de Gochat? ¿Tenemos que registrar la caseta de jardín de la directora del puerto?
Dupin estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada en el cabezal; adoptar esa posición le había costado un gran esfuerzo. Aún no estaba en condiciones de demostrar su malhumor.
—Eso es. —En la voz de Labat se adivinaba ya una cierta desesperación—. Solo pone una frase: «Registre la caseta de jardín de Gaétane Gochat». Ni asunto ni remitente. Nada.
—¿Y no hay ninguna pista de lo que podemos encontrar allí?
—Solo pone eso.
Labat ya había repetido aquello varias veces.
—Debemos empezar la operación de inmediato. —La voz del inspector desprendía una energía insufrible—. En una hora estaré ahí. ¿Dónde está usted, por cierto?
—En Porspoder.
—¿Y qué hace en Porspoder?
Dupin ignoró la pregunta.
—Tal vez sea una broma. De algún idiota con ganas de divertirse. O del propio asesino, quizá con la intención de desviar la atención o crear confusión sembrando pistas falsas.
—Esto podría resolver el asunto al instante.
Tal vez.
—Y poner fin a la serie de asesinatos.
A Labat le encantaba cargar las tintas. Pero era cierto. No podía descartarse que esas acciones funestas prosiguieran.
—De acuerdo. Registraremos la caseta.
—Tendrá que ocuparse de la orden de registro, señor comisario.
—Peligro inminente —musitó Dupin.
Aunque era siempre una cuestión delicada que a menudo le había acarreado problemas, los cuales, por otra parte, le traían sin cuidado, el principio fundamental era que mejor tener disgustos en el futuro que no actuar a tiempo ahora. En un caso de emergencia, un fiscal, o incluso un comisario, podían ordenar un registro si demostraba que para ello se habían dirigido antes a un juez. Nolwenn se encargaría de eso.
—Me pondré en marcha de inmediato. —Labat estaba en modo dinámico—. Nos encontraremos en el lugar. Pediré refuerzos a Douarnenez, vamos a necesitar a algunos colegas.
Dupin no tuvo que pensárselo mucho.
—Usted se encargará de todo, Labat. —Se apresuró a añadir—: Es decir, queda usted nombrado responsable de esta importante operación, inspector.
Se produjo un breve silencio. Dupin notó cómo Labat se debatía entre el impulso de protestar ante la ausencia del comisario, porque quitaba relevancia a la acción, y el orgullo de ser designado responsable de una operación que podía ser decisiva.
—Bien. —El orgullo se impuso—. Le tendré al corriente de todo.
—Hágalo, Labat. —Y colgó.
No es que ese correo electrónico anónimo careciera de importancia. En absoluto. Era solo que los planes que se había hecho inicialmente para esa mañana le parecían más adecuados.
Dupin siguió sentado en la cama.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que le dolía la cabeza, detrás de la frente, en los ojos. Odiaba esa sensación. Se sentía por completo molido. Una perspectiva magnífica para otra jornada agotadora.
En cuanto al correo electrónico, ¿qué podía significar y quién lo había enviado? Evidentemente, no era descabellado sospechar de Morin. Llevaba una investigación por su cuenta.
Miró la hora. Las 5.15.
Lo importante ahora era averiguar dónde tomar un café a una hora tan temprana.
Se desperezó y se levantó.

 

 

 

Dupin albergaba una esperanza y esta, aunque solo en parte, se cumplió. El pequeño puerto de pesca de Le Conquet, donde se había reunido la noche anterior con el capitán Vaillant. Y donde además Goulch lo recogería para acompañarlo a la isla. Seguramente allí los pescadores también estarían despiertos desde primera hora de la mañana para salir a faenar. Y necesitarían tomarse un café. Y así era, en efecto, salvo por que no había un puesto de café, sino una simple máquina expendedora. Pero mejor eso que nada.
Era tan temprano que no había visto a nadie en el hotel; Dupin se duchó a toda prisa y luego se marchó; había dejado sus datos a la llegada, por la noche. Llamó a Nolwenn antes de salir de la habitación; esta, rebosante de energía, estaba, cómo no, al tanto de todo, tenía noticia del correo electrónico anónimo y ya había avisado a Goulch. En ese momento se disponía a presentar la solicitud de un registro ante el juez.
Dupin, pertrechado con dos vasos de plástico marrón con un expreso doble en cada uno, había descubierto un banco situado cerca de la lonja de pescado, junto al agua. El café sabía a plástico, pero estaba caliente y le proporcionaría la cafeína que necesitaba.
Hacía rato que había empezado a clarear; no faltaba mucho para que amaneciera. La marea estaba peligrosamente alta, apenas diez o quince centímetros y el agua inundaría el muelle. Antoine Manet había hablado de un coeficiente 116. Eso era muchísimo. El máximo era 120; solo un eclipse solar completo hacía subir tanto las aguas, un fenómeno que solo se producía tres veces a lo largo de un siglo.
En la pequeña lonja, que estaba abierta al puerto, reinaba mucha actividad. Pescadores vestidos en diferentes combinaciones de amarillo; cajas de plástico de distintos colores distribuidas por el suelo; en la parte posterior de la sala se veía una gran pileta de agua, que Dupin supuso que era para los cangrejos, los centollos y los bogavantes. Tres coloridas barcas pesqueras de bajura parecían estar preparándose para zarpar; los pesados motores diésel ya estaban en marcha.
Durante la noche la temperatura había seguido siendo desacostumbradamente templada; el aire era húmedo y olía a sal y a yodo con especial intensidad.
Dupin se esforzaba por mantener la mente clara, por reflexionar. Con poco éxito.
Cuando, veinte minutos después, la embarcación de Goulch llegó al puerto, él había estado a punto de quedarse dormido en el banco. Solo le hizo efecto el tercer café doble que se tomó entonces.
El comisario recorrió mecánicamente el dique hasta llegar a su extremo. El nivel del agua hacía innecesarias las rampas de cemento.
Goulch también estaba cansado; a Dupin le gustó encontrarse a esas horas con otra persona igual de agotada. Recibió al comisario con un saludo breve.
Pronto la barca había salido del puerto y, al poco tiempo, abandonaban la última protección que les ofrecía la península situada delante.
Goulch aceleró.
Lo único bueno de aquello fue el intenso viento en contra, cuyo efecto resultó ser más vivificador que los seis cafés que se había tomado. Dupin, como siempre, se había sentado en la popa. Los jóvenes agentes de la tripulación de Goulch lo conocían y lo dejaron en paz.
En dirección oeste y noroeste, y hasta donde alcanzaba la vista, se extendía toda una serie de islas de playas blancas y lagunas extensas. Île Molène, la segunda en tamaño, se veía claramente, con Île Ouessant detrás. Los altos acantilados situados en el extremo este de la isla y el majestuoso faro cerca del cual vivían Vaillant y sus hombres. Pese a la marea, además de las islas de mayor tamaño, que apenas distaban unos cuantos metros entre ellas, asomaban numerosos islotes y rocas. Allí debían de estar las colonias de focas de las que hablaban con deleite Nolwenn y Le Ber y que aparecían en muchas postales. Dupin se iba recobrando poco a poco: el panorama era impresionante. Ahí se veía y sentía hasta qué punto el mar de Iroise estaba casi rodeado de tierra. Recluido, protegido. El ambiente era apacible. Suave como la brisa. Las aguas, como un espejo, brillaban en color azul plateado bajo las primeras luces del sol. El barco se deslizaba suavemente y en línea recta y no había ni asomo de olas u oleaje. Era casi como un planeo. El mar apacible y sosegado de esa zona no asustaba a Dupin.
Llevaba un rato casi inmóvil cuando el tono penetrante de su teléfono le sacó de su ensimismamiento. Había dado por hecho que, como casi siempre, allí no habría cobertura. El indicador mostraba las cinco barras. El número era el de Le Ber.
—Jefe, ayer por la noche intenté hablar con usted, pero no contestó.
Por la mañana Dupin no había visto ningún aviso de llamada perdida en el móvil, aunque, de todos modos, a esas horas estaba medio dormido.
El inspector hizo una pausa innecesaria.
—Siga, Le Ber.
—Los expertos de Rennes han estado analizando las cuentas y los extractos bancarios de las tres víctimas. El día dos de junio de ese año hubo una transferencia de diez mil euros de Laetitia Darot a Luc Jumeau. Los dos tenían una cuenta en el Crédit Agricole de Douarnenez.
Resultaba difícil entender lo que Le Ber decía con el viento en contra y el ruido de los motores.
—¿Qué referencia se indicó?
—Nada. La casilla de motivo de la transferencia está vacía.
Jumeau no había dicho nada de eso, lo que no era precisamente algo inteligente, aunque no tuviera la menor importancia. Debería haber sabido que, más pronto o más tarde, saldría a la luz.
—Estoy de camino a Île-de-Sein.
—Lo sé.
—Hablaré en persona con Jumeau.
Otra novedad inesperada a primera hora de la mañana.
—Ya debe de estar faenando.
—Póngase en contacto con él, que vuelva.
—De acuerdo, jefe.
—¿Tenemos ya la lista de llamadas de teléfono de las víctimas? ¿Cómo va lo de las cuentas de correo electrónico?
—Los expertos están trabajando en ello. Es complicado...
—Que nos informen de inmediato en cuanto logren acceder a ellas.
—Lo harán.
Dupin miró la hora.
—Estaremos allí sobre las siete y cuarto. ¿Puede avisar usted a la madre del chico?
—Ahora mismo, jefe. —Le Ber se esforzó en vano por adoptar un tono de voz inocente—. Por cierto, ¿qué tal ha dormido? ¿Se encuentra bien esta mañana?
Dupin se limitó a colgar.
Se preguntó cuál podía ser el período de incubación de la maldición según Le Ber, por llamarlo de alguna forma. ¿Cuánto tiempo, como máximo, duraría eso?
Luego pasó a centrarse en la novedad. Diez mil euros era una suma respetable. Tenía ganas de oír la explicación de Jumeau.
El registro en la casa de Gochat tenía que estar a punto de empezar; Labat llegaría a Douarnenez en breve. Dupin notó que aquello le tenía algo intranquilo. Marcó el número de su inspector.
—¿Dónde está usted, Labat?
De fondo se oía un motor a toda velocidad.
—En diez minutos estoy ahí. Ya hay cuatro compañeros de Douarnenez en la calle donde vive Gochat, pero me esperan. —La voz le vibraba.
Sin duda habría un altercado. Dupin se imaginó a Gochat abriendo la puerta y al grupo de agentes entrando en la vivienda a pesar de las airadas protestas de la directora del puerto.
—Infórmeme de todo, ¿me oye? Y no monte ningún número.
Una orden inútil.
—Me comportaré tal como la situación lo requiera.
Dupin se metió el móvil en el bolsillo de sus vaqueros.
Recorrió con la mirada las aguas refulgentes.

 

 

 

—Hola, jefe.
Le Ber les había dado la bienvenida en el dique, donde el día anterior los había recibido la directora del museo. Parecía que habían transcurrido varios días de aquello.
—¿Qué tal el trayecto?
Esta vez, el inspector parecía sinceramente interesado. Dupin, por si acaso, no respondió a la pregunta.
—¿Cuándo veré al muchacho?
—A las siete y media. Junto a los cobertizos de Darot y Kerkrom.
En veinte minutos, por lo tanto.
—Muy bien —murmuró Dupin.
Esto significaba que aún tenía tiempo.
—Ha llegado muy rápido —añadió Le Ber asintiendo.
En efecto, habían navegado a toda velocidad. Las aguas habían permanecido tranquilas; incluso en el último tramo «abierto» el mar parecía inerte y denso. Los bretones decían entonces que las aguas eran «como una balsa de aceite», y ciertamente era una buena imagen. En esos días uno podría jurar que en realidad no había agua.
En la isla tampoco corría la brisa y la temperatura era cálida y húmeda. El olor de mar seguía siendo intenso. Dupin había aprendido que el mar olía de forma distinta cada día, y eso no solo hacía referencia a la intensidad, sino, por usar una expresión bretona, al «aroma marino». Podía ser intenso y pesado, como ese día, o ligero y sutil; y oscilar entre salado, amargo, dulce y suave; en resumen, toda la gama. Los bretones describían los aromas marinos como perfumes con tonos olfativos complejos. Hoy predominaban las algas marinas.
—Jumeau llegará pronto. Ha aceptado sin rechistar.
Dupin ya se lo imaginaba.
—Perfecto.
Avanzó con paso decidido y dejó atrás a Le Ber, pero al cabo de unos metros, se volvió de nuevo y le dijo:
—Acompáñeme, Le Ber.
Cinco minutos más tarde estaban sentados en la terraza de Le Tatoon y, por primera vez en ese día, el comisario casi se sintió de buen humor. En el muelle sur se sentía como en casa; en él esa sensación no dependía del número de visitas, sino de una sola cosa: su relación interior con el sitio.
Había ya bastantes isleños despiertos. La isla se preparaba para un nuevo día, un momento que a Dupin le gustaba mucho, como por las mañanas en el Amiral, en Concarneau, donde, salvo escasas excepciones, empezaba su rutina diaria. Una anciana de cabello blanco brillante, zuecos y delantal azul avanzaba por el muelle con dos baguettes en la mano; un hombre un poco entrado en años, tocado con una gorra algo deslucida y pantalón ancho, tiraba de una carretilla repleta de madera. Un joven desenvuelto en vaqueros y camiseta silbaba montado en una bicicleta oxidada y demasiado pequeña para él. En algún lugar de la isla se oyó un solo golpe, aunque sordo. Al igual que el resto de los sonidos se perdió en la nada, se extinguió, como si de repente no hubiera atmósfera que transmitiera el sonido.
Aquella era una maravillosa jornada atlántica, uno de esos días de colores puros y brillantes que siempre embriagaban un poco a Dupin. Todos los tonos eran intensos, penetrantes, profusos. Brillantes y majestuosos. Una auténtica exaltación de los colores.
El comisario escogió el lugar al sol más bello de la terraza, en la parte más adelantada junto al muelle; Le Ber se había sentado a su lado en lugar de enfrente y disfrutaba también del sol.
—¿Ha oído alguna otra cosa sobre la relación de Darot y el profesor? —preguntó para iniciar la conversación.
—No. Nadie sabía nada. Manet ha convertido esa pregunta en tema de conversación en la isla.
Dupin entendió de inmediato lo que el inspector quería decir.
—Pero nadie sabía nada al respecto.
Habría sido demasiado bonito.
—Sin embargo, hemos localizado al hombre mayor del Citroën C2, el que visitaba al profesor Lapointe una vez al mes. Es un catedrático de literatura jubilado. Se conocieron por casualidad hace tres años en el quiosco de prensa de Crozon. Y se volcaron juntos en los clásicos, sobre todo Maupassant. Los colegas lo han comprobado todo. Está completamente descartado como sospechoso.
—¿Alguna novedad de los de la científica? ¿Qué hay de la lista de libros?
—En la casa no hay nada destacable. Y la lista ya está hecha.
—¿Y bien?
—Mucho Maupassant. Clásicos, sobre todo. Muchas obras sobre esta región. Historia, cultura, flora, fauna, lo que quiera. Pero ni un solo libro de virología u otras ciencias naturales, ningún libro o revista especializados. Aquí tiene la lista.
Le Ber le pasó a Dupin su smartphone.
El comisario examinó la lista. En principio no se podía inferir nada concluyente de ella.
En el local estaba la misma camarera simpática del día anterior. Dupin había pedido dos cafés, acompañados de dos napolitanas de chocolate; Le Ber, un café y dos cruasanes. Lo depositó todo en la mesa ante ellos con una sonrisa encantadora.
Aquello le reconfortó. Además, estaba delicioso. El café fuerte, un torré auténtico, eliminó el regusto amargo con sabor a plástico de antes.
Aquel día Francia, la tierra firme, se distinguía a la perfección, con la punta de Raz, los elevados acantilados de granito, tan poderosos e inhóspitos; curiosamente, a pesar de que apenas corría el aire, la vista era de primera categoría. De todos modos, aquello parecía muy alejado. Ese era el primer efecto que la isla causaba al llegar: la sensación de encontrarse lejos de todo. Mucho más de los nueve kilómetros que había en realidad.
A pesar de la multitud de temas que tenían que tratar, tras el primer sorbo interrumpieron la conversación de mutuo acuerdo. De lo contrario, no habrían podido disfrutar del café y la hermosa panorámica.
Por desgracia, el sonido del móvil de Dupin rompió aquella calma tan agradable.
Labat.
—¿Sí?
—La señora Gochat quiere hablar personalmente con usted —berreó Labat—. Le hemos solicitado de manera oficial el registro de su caseta de jardín. —Sin duda Gochat debía estar cerca de Labat; a fin de cuentas, ella era la auténtica destinataria de esas palabras—. No ha aceptado el requerimiento policial. De todos modos, nosotros accederemos a sus órdenes.
Dupin vaciló.
—Pásemela.
Tenía que hacerlo. No había otra opción.
—¿Tendría usted la gentileza de explicarme qué pretende con todo eso? —El tono de la directora del puerto era cortante, sarcástico. Le costaba mucho contenerse—. Acabo de informar a mi abogado, que interpondrá de inmediato una demanda. Esto es un allanamiento de morada.
Dupin ya contaba con que esa operación levantaría ampollas.
—Disponemos de un indicio importante que apunta a que usted oculta algo de gran interés en su caseta de jardín. No tengo otra opción, señora Gochat. —La entonación fría de Dupin no llevaba implícita disculpa alguna.
—¿Tiene usted una orden de registro?
—El juez está informado. —O, si no, pronto lo estaría—. Eso permite ordenar el registro. Algo que hago ahora mismo de forma oficial. No se preocupe, señora Gochat, todo esto sigue su cauce legal. Su abogado se lo confirmará. Por cierto, ahora que hablamos, ¿tiene algo que declarar? Piénselo bien. Si tiene algo que decir, es mejor para usted hacerlo ahora y no más tarde.
—No tengo nada que decirle a usted ni ahora ni más tarde.
Dicho esto, colgó.
Él esperaba una reacción todavía peor.
Le Ber lo miraba con gran curiosidad.
Dupin se reclinó y se comió el último bocado de la segunda napolitana.
—La señora Gochat no está muy contenta.
Dupin se levantó mientras aún masticaba.
—Tengo que ver al chico. Avíseme en cuanto sepa algo de la empresa de París.
Dejó un billete en la mesa, abandonó la terraza y se dirigió por el muelle sur en dirección a los cobertizos.
Al cabo de unos metros sacó de nuevo el móvil
Pensó que tal vez sería bueno asegurarse.
—¿Nolwenn? —Y sin esperar, prosiguió—: ¿Tenemos el beneplácito para el registro de la casa de la señora Gochat?
—Está al llegar. Doy por hecho que el juez Erdeven no nos dará problemas. He hablado a fondo con su secretaria, que lo tiene bien dominado. Me ha dicho que será una pura formalidad.
—Muy bien. Eso es todo por el momento.
—¿Ha llamado usted a su madre?
—Lo haré ahora mismo.
—No pienso responder a ninguna otra llamada suya.
—Lo entiendo.
—Ah, otra cosa importante más: acabo de hablar con los de aduanas. Con distintas personas. Lo de la historia de la embarcación hundida es un asunto complicado. Me han...
—Entonces ¿no es un rumor? —le interrumpió Dupin. Tal vez su instinto se mantenía más o menos intacto.
—La historia se remonta a un capitán de barco que ya está retirado. A un informe que hizo, fechado el 23 de mayo de 2012. La policía de aduanas sospechaba entonces que el contrabando de cigarrillos se realizaba por vía marítima y, por consiguiente, reforzó los controles. El capitán declaró que, al atardecer, un día que hacía mal tiempo y la mar estaba agitada, avistaron un pesquero, un bolincheur. Se encontraba en la entrada de la bahía de Douarnenez. Ese día habían salido muy pocos pescadores. El capitán declaró haber distinguido los colores propios de la flota de Morin: celeste, naranja y verde. Otro miembro de su tripulación afirmó lo mismo y dos más no pudieron confirmarlo. Al capitán aquello le pareció sospechoso e intentó aproximarse al bolincheur. Pero cuando lo hizo, el pesquero apagó todas las luces y partió a toda prisa. Lo siguieron durante veinte minutos con el radar, con una función de rastreo hasta que, de pronto, desapareció. Se dice...
—¿Dónde lo perdieron? ¿Cuál fue su última posición conocida?
—Detrás de la entrada de la bahía, en la cara norte, por donde baja la punta de la península de Crozon, en el cabo Rostudel.
Dupin se detuvo en seco.
—Es decir, más o menos donde se vio a Kerkrom en su barca. A las dos mujeres.
—Según lo entiendo yo, un poco más al sur.
Dupin no quiso ir más allá en esa cuestión.
—Así pues, según el capitán, tras una búsqueda infructuosa llegó a la conclusión de que la tripulación había hundido la embarcación.
—Eso es. Y que los hombres llegaron a tierra con una lancha. La meteorología empeoró todavía más y eso también podría explicar por qué perdieron el pesquero. Esto es lo que ponía en un informe acerca de esa declaración. Pero también es posible que el bolincheur se escondiera en la bahía. En vista de las circunstancias meteorológicas, el capitán no pudo registrar la zona de forma sistemática.
—¿En los días siguientes se emprendieron labores de búsqueda del pesquero?
—Durante dos días. Pero fueron infructuosas. A fin de cuentas, no sabían cuál era la última posición exacta. Así que se suspendió la búsqueda. Además, al poco surgió la noticia de que las posibles rutas de contrabando a través del mar habían dejado de tener importancia. Se habían descubierto enormes cantidades de cigarrillos metidas en camiones frigoríficos que circulaban por el túnel del canal. Las cajetillas estaban ocultas dentro de animales sacrificados y congelados.
—¿Había algún indicio de que hubieran hundido el pesquero expresamente, aparte de las sospechas del capitán? ¿Alguna cosa concreta?
—No. Exceptuando el extraño comportamiento de la embarcación no hubo ninguna otra sospecha.
Dupin reflexionó.
—El capitán estaba convencido de que había sido un ardid, que llevaban a bordo grandes cantidades de cigarrillos de contrabando.
—¿Cómo se llamaba el capitán?
—Marcel Deschamps. Le enviaré el número de teléfono al móvil. Está retirado de la policía de aduanas.
—Bien.
—Hasta luego, señor comisario.
Dupin reemprendió la marcha.

 

 

 

El comisario llegó a los cobertizos sumido en sus pensamientos. Había supuesto que se encontraría también con la madre del muchacho, pero Anthony estaba solo frente al pequeño almacén de Darot, cuyo acceso ahora estaba cerrado por la cinta policial. Parecía llevar un buen rato esperando. De nuevo llevaba los vaqueros sucios con los bolsillos repletos y una camiseta verde limpia.
—Le he visto llegar con la lancha de la policía. —El chico sonrió con orgullo—. Le he estado observando.
Ni asomo de inquietud. Hablaba con tranquilidad.
—¿Todo ese rato? ¿Desde que he llegado a tierra?
—Usted y el inspector han ido directamente del dique a Le Tatoon. Usted ha tomado dos cafés y dos napolitanas de chocolate. Ha estado charlando con el inspector y ha hablado varias veces por teléfono. No ha dejado de pasarse la mano por el pelo. Ha sido divertido.
Admirable. Dupin no se había percatado de la presencia de Anthony y eso que, considerando los detalles que había visto, el chico debía de haber estado bastante cerca.
—Vaya. Tú serías un espía de primera. ¿Has venido solo?
—Mi madre me ha pedido que le diga que no puede acompañarme. Tengo hermanos pequeños —dijo poniendo los ojos en blanco.
—Mi inspector me ha contado que también te dedicas a observar a los pescadores cuando se hacen a la mar y después de regresar. Y también cuando trabajan en el puerto.
—A veces los ayudo.
—¿Con las capturas?
—Con todo: a bajar la pesca a tierra, a ordenar las redes, a clasificar el pescado...
—¿Le iba bien la pesca a Céline Kerkrom en los últimos tiempos?
—No le iba mal. Pero solo traía pescado aquí de vez en cuando; la mayoría lo vendía en Douarnenez. —Miró a Dupin de hito en hito—. ¿Por qué?
—Por saberlo. Tú dijiste que últimamente salía a pescar más a menudo que antes.
—Oiga, esto son auténticas preguntas de policía, ¿verdad?
—Muy auténticas.
—Sí. Salía más a menudo.
—¿Y alguien más lo hacía? ¿Hubo algún otro pescador que saliera más de lo habitual? ¿Jumeau tal vez?
—No. Los demás hacían lo de siempre.
—¿Cuándo ayudaste a Céline Kerkrom por última vez?
—La semana pasada. Pero no sé decir qué día era.
—¿Hablabas con ella cuando la ayudabas?
—Oh, sí. Me hablaba del mar y de sus salidas. Conocía historias fantásticas.
—¿Qué tipo de historias?
—De lugares secretos.
Dupin aguzó el oído.
—¿Lugares secretos?
—Donde se pescan las mejores piezas.
—¿Y te dijo dónde estaban?
A unos metros, junto al agua, había un banco de grandes maderos sostenidos por soportes de cemento. Dupin se acercó hacia allí y el muchacho lo siguió.
—Sí, pero no pienso contarle dónde están.
Anthony se sentó junto a Dupin.
—Bueno, entonces dime más o menos dónde. ¿En qué zona?
—Tal vez —respondió, haciéndose el interesante—, puede que fuera cerca de la Bruja.
A Dupin le llevó un momento entenderlo.
—¿Quieres decir el faro?
El muchacho lo miró sin comprenderlo.
—¿Qué si no? El faro Ar Groac’h.
La mañana del día anterior lo había visto en el trayecto hacia la isla. Si Dupin lo había entendido bien, ese faro de nombre tan sonoro no se encontraba en la Chaussée de Sein, sino un poco más allá, hacia el norte. Es decir, casi en la entrada de la bahía de Douarnenez.
—¿Hay allí un lugar secreto?
—Allí hay cavernas submarinas y corrientes muy fuertes. Y enormes bandadas de peces pequeños. Por eso allí se encuentran las lubinas y los abadejos más grandes, de más de un metro. Bajo la superficie del agua primero hay muchas algas y por eso nadie pesca ahí. Sin embargo, si utilizas un plomo pesado, llegas abajo y los pescas. —El muchacho tenía los ojos brillantes—. Solo es cuestión de saberlo.
Anthony dirigió una mirada triunfante al comisario.
—¿Cuánto tiempo llevaba yendo a ese lugar? ¿Lo sabes?
—Me parece que empezó este año. Pero me contó que había ido en otras ocasiones.
—¿Hay más lugares secretos como ese dentro de la bahía de Douarnenez? ¿Alguno al que fuera más a menudo últimamente?
—Ahí no hay ningún lugar secreto para pescar.
Un dato claro.
—Y, aparte de los mejores sitios de pesca, ¿te parece que iba a algún lugar de la bahía por otros motivos?
—No lo creo. No me dijo nada de eso.
—¿Estás seguro?
El muchacho miró fijamente a Dupin.
—Esto es importante, ¿verdad?
—Mucho.
—No conozco ningún otro motivo —respondió Anthony finalmente. Era incapaz de disimular su decepción: le hubiera encantado tener algo decisivo de lo que informar.
—¿Y qué hay de Laetitia? ¿También la observabas?
—A veces. No muy a menudo. Yo nunca sabía cuándo zarparía. Ni cuándo regresaría. Siempre era distinto. Pero ella era muy agradable. De vez en cuando me contaba historias de delfines.
—¿Qué tipo de historias?
—Me hablaba de su delfín favorito. Una hembra. Darius. El año pasado tuvo dos crías. Me habló de la comida que Darius daba a sus hijos. Y cómo les enseñaba los mejores lugares para cazar. El delfín también tenía lugares secretos, como Céline.
—¿Y alguna otra historia?
—Sobre cómo los delfines ayudan a las personas. El año pasado, un nadador de larga distancia fue atacado por un tiburón blanco. Entonces aparecieron doce delfines, formaron un círculo alrededor y lo acompañaron durante veinte kilómetros. Y la historia de un niño que se cayó por la borda durante una tormenta y que un delfín llevó a tierra. Ese delfín se llamaba Filippo. Pero también piden ayuda. Saben quiénes somos. Hace poco, un delfín se enredó con un sedal porque se le había clavado el anzuelo en la aleta. Entonces se acercó a dos submarinistas y les llamó la atención sobre el sedal. Cuando los submarinistas lo liberaron, se lo agradeció dándoles una palmadita con la aleta. —De pronto, Anthony adoptó una actitud seria—. Si no me cree, se lo puedo demostrar, porque está grabado.
—Tienes toda mi confianza.
Pareció satisfecho con la respuesta de Dupin.
—¿Te habló también de los delfines muertos?
—Sí. Es terrible. —La cara del niño mostraba una profunda aflicción.
—¿Dijo algo al respecto? ¿Si había alguien responsable de la muerte de los delfines?
—Dijo que era culpa de los grandes pesqueros y de las flotas. Pero eso lo sabe todo el mundo.
—¿Te habló de ese pescador a gran escala, Morin? ¿Charles Morin?
—No.
Un no rotundo.
Dupin suspiró. Aquel muchacho era fantástico, pero la charla no le estaba proporcionando ninguna novedad.
—Una vez, Jumeau sacó una gran bola de cañón del fondo del mar. Antoine dice que es del siglo XVII o del XVIII. Es posible que fuera de un barco de piratas auténtico. Por aquí había muchos piratas. —El muchacho miró con atención al comisario—. Ahora está en la cámara del tesoro del museo. Allí hay también varias monedas auténticas; la señora Coquil cree que algunas son de plata, aunque están totalmente cubiertas de caliza. ¿Ha estado alguna vez en el museo?
—No, todavía no.
—¡Tiene usted que ver la cámara del tesoro! La señora Coquil me ha nombrado encargado especial de la cámara del tesoro del museo. Yo siempre llevo allí lo que encuentran los pescadores. La última vez...
El teléfono.
Labat de nuevo.
Dupin temió lo peor.
—¿Sí?
—Comisario, tenemos el arma del crimen.
Pese al empeño de Labat por adoptar un tono dramático, sus palabras resultaron más bien cómicas. Por un momento permaneció en silencio. Dupin se puso de pie de un salto.
—¡Repita eso!
—Un cuchillo de pescador, el modelo estándar negro que se puede encontrar en cualquier puerto bretón. Filo de ocho centímetros, largo total de 19,4 centímetros, acero inoxidable, empuñadura de plástico duro. Se trata...
—¿Cómo sabe usted que es el arma del crimen?
—En él se aprecian rastros de sangre. En la hoja y en el mango.
—¿Dónde lo han encontrado?
A Dupin le acudían a la cabeza las preguntas más variopintas. Recorrió algunos metros mientras hablaba.
—El cuchillo estaba escondido detrás de un tablón de madera. Lo he encontrado yo. De hecho, era fácil que pasara desapercibido. Ha sido cuando yo...
—Quiero... —Dupin se interrumpió.
Miró al chico, que continuaba sentado en el banco mirándolo con los ojos como platos. Lo había oído todo.
—Lo siento, tengo que marcharme, Anthony.
El muchacho asintió. No parecía afligido; al contrario, en realidad parecía fascinado ante esa repentina agitación.
—¿Comisario? ¿Sigue usted ahí? —Labat parecía ofendido.
Dupin corría hacia el muelle.
—Que los forenses analicen el cuchillo tan rápido como sea posible. Quiero estar seguro de que se trata realmente de la sangre de una de las víctimas. Y que averigüen si hay otras señales en el arma. ¡Que dejen todo lo demás que estén haciendo!
—Entendido.
—¿Ha interrogado a la señora Gochat sobre ese hallazgo?
—Ella afirma que jamás había visto ese cuchillo, que no es suyo. Dice que lleva viviendo en esa casa desde hace apenas dos años y que aún no se había dedicado a fondo a la caseta. —Labat adoptó cierto tono burlón—. Según parece, las estanterías ya estaban montadas. Además dice que esa caseta nunca está cerrada con llave y que está oculta por dos árboles grandes.
—Vamos a tener que detenerla de forma provisional —murmuró Dupin, sumido en sus pensamientos—. Acompáñela a Quimper, Labat.
—Lo que le estaba diciendo antes es que, de hecho, era imposible ver el cuchillo, estaba perfectamente escondido, lo he documentado todo con fotografías...
Dupin colgó.
De forma intuitiva se había encaminado hacia el sur en busca de Le Ber. Sin embargo, no lo encontró. El inspector no había vuelto a la terraza de Le Tatoon ni estaba tampoco en ningún otro sitio del muelle.
Ese hallazgo podía significar cualquier cosa. Ni siquiera se podía descartar que fuera un montaje.
Todo aquello era muy raro y, sobre todo, demasiado simple. Aunque ese cuchillo fuera el arma del crimen y hubiera restos de la sangre de Kerkrom, Darot o Lapointe, había varias posibilidades. Alguien podía querer incriminar a Gochat y acusarla de los crímenes. No era difícil esconder un cuchillo en una caseta de jardín, y el asesino se había arriesgado mucho más en otras ocasiones. Lo cierto es que era una jugada efectiva. Aunque no hallaran huellas de Gochat en el cuchillo, ahora ella se encontraba en una situación muy comprometida y, considerando además que había ordenado seguir a Céline Kerkrom, se veía implicada en un delito muy grave. Tal vez fuera una maniobra tosca, pero sin duda eficaz. A menos que la mujer tuviera una coartada muy sólida, la situación podía complicarse mucho para ella. Sin duda, el asesino era capaz de actuar con esa sangre fría.
La otra posibilidad era que Gochat fuera realmente la asesina, aunque no tenía ni la más remota idea de cuáles podían ser sus motivos. Quizá alguien había hecho sus propias indagaciones y, tras descubrir algo, había decidido pasarle la información a la policía. Morin.
Dupin no sabía qué pensar. De momento, su intuición permanecía muda. No tenía nada, ni siquiera una dirección hacia donde apuntar. Ni intuición, ni voz interior, ni sospecha. Fuera lo que fuese, él debía permanecer tranquilo, concentrado, seguir las pistas, no precipitarse con tantos cambios.
—¡Jefe!
Dupin se volvió.
—¡Aquí!
Le Ber salía a toda prisa de uno de esos callejones estrechos.
—Todo esto es increíble, jefe. Nolwenn ha logrado ponerse en contacto con la empresa y hablar con el químico del laboratorio. —Se detuvo justo delante de Dupin—. La prueba encargada era un análisis de fluorescencia de rayos X que se aplica, entre otras cosas, para el análisis de metales preciosos. Se basa en una compleja...
—¡Le Ber! ¡Basta ya!
—¡Es oro!
—¿Qué quiere decir con «oro»?
—El análisis de la muestra que Céline Kerkrom envió a Sci-Analyses dice que era de oro. Un oro muy puro, de casi veinticuatro quilates.
—¿Oro?
—¡Es asombroso! El hombre del laboratorio afirma que una cara de la muestra, que era una plaquita de dos centímetros y medio de largo muy fina, estaba muy sucia. Parecía desgastada y presentaba sedimentos; a primera vista no era posible adivinar que eso era oro. O Kerkrom no sabía de qué metal se trataba, o sabía que era oro y quería averiguar su calidad.
—¿Y eso qué tiene de increíble?
A él todo aquello no le parecía tan extraordinario.
—Es posible que Céline Kerkrom —dijo Le Ber subrayando todas y cada una de las sílabas y tomándose su tiempo para hablar— viera o encontrara algún objeto de oro. O tal vez fuera Darot. —Inspiró hondo—. ¡De pronto todo tendría sentido! ¡Absolutamente todo!
Dupin comprendió. Eso sería algo muy del gusto de Le Ber: un tesoro.
Pero el comisario no estaba de humor para dejarse llevar por las fantasías de su inspector:
—O tenía una medalla antigua, un brazalete o una cadena. Una herencia cuyo valor desconocía. Tal vez estuviera sopesando la posibilidad de venderlo.
La expresión de Le Ber reflejaba una profunda decepción. E incomprensión también.
—En el formulario que Kerkrom imprimió de internet y envió con la plaquita escribió «Muestra». —Le Ber no daba su brazo a torcer—. No podía ser un objeto pequeño. Dos centímetros y medio es bastante. Nadie estropea así una joya heredada. Ni encarga un análisis tan caro por una cadena.
—Pero hay otros objetos de oro: platos, copas. También esas cosas se pueden heredar. —Dupin recordó entonces la casa de su madre en París. Y se acordó de que tenía que llamarla de inmediato—. ¿Y no dijo nada sobre el origen de la muestra cuando la envió?
—No. No sabemos nada.
—Tengo que marcharme, Le Ber.
Sentía una gran desazón. Lamentaba haber interrumpido bruscamente la charla con el chico. Habían llegado a un tema en el que le hubiera gustado ahondar un poco más.
Comprobó la hora.
Podía funcionar, aunque por poco tiempo. Haría la llamada por el camino y luego esperaría al chico en la escuela.
Se encaminó en dirección al muelle norte.

 

 

 

—¿Señor Deschamps?
—¿Quién lo pregunta? —Una respuesta áspera.
—Georges Dupin, comisario de la policía de Concarneau.
Empleó un tono de voz amigable; a fin de cuentas, era él quien quería obtener algo de ese hombre.
—¿Y?
—Es sobre Charles Morin. Estoy investigando el caso de los tres asesinatos.
—¿Y?
—Me interesa lo que ocurrió en mayo de 2012. Cuando usted persiguió a un pesquero sospechoso. Creía que era un bolincheur de la flota de...
—Olvídelo.
—¿Qué quiere decir?
—Aquello no me dio más que problemas. Como nunca antes. No tengo ganas de hablar de ello.
—¿Acaso ha cambiado de opinión? ¿Cree que entonces se equivocó?
—¿Qué quiere decir con eso?
—Le pregunto si ya no cree que el pesquero al que persiguió era uno de los de Morin. ¿Sigue convencido de que llevaba cigarrillos de contrabando a bordo y que la tripulación hundió la embarcación al verse acorralada?
Dupin acababa de pasar frente al banco en el que había estado sentado con el chico. Casi había llegado al muelle norte.
—Por supuesto que fue así. Fue exactamente así. Pero eso no le interesaba a nadie. Al contrario. De repente, me convertí en un buscapleitos. No estoy dispuesto a hablar más del asunto. Ahora llevo una pequeña destilería con mi cuñado y soy una persona feliz. Esas historias no me convienen.
Dupin simpatizó con ese hombre. Pero no quiso dejarse convencer.
—¿Tenía usted pruebas? ¿Indicios concretos?
Deschamps guardó silencio.
Luego se decidió a hablar.
—La embarcación iba mucho más rápido que nosotros. ¿Qué bolincheur lleva un motor así? Normalmente los pesqueros marchan a la mitad de velocidad que nosotros. Le digo yo que esas barcas están equipadas en especial para el contrabando.
—Por eso perdió su señal en el radar.
—Como ya le he dicho, no tengo ganas de hablar de ese tema.
—¿Sabe si luego alguien contó las embarcaciones de Morin? A ver, supongo que todas las barcas de su flota están registradas y que, si de pronto falta una, alguien se daría cuenta de ello.
—Le deseo al comisario parisino mucho éxito en sus pesquisas. —Deschamps habló con tono de suficiencia, pero sin enojo—. Y ahora, si me disculpa...
Antes de que Dupin pudiera decir algo, Deschamps ya había colgado.
El comisario se masajeó la sien.
Para entonces había abandonado el muelle norte. El día anterior ya le había llamado la atención un reluciente edificio de piedra pintado de blanco con un cartel que lo identificaba como la escuela primaria.
En la escalera había dos niños sentados: un chico flaco en pantalón corto y una niña menuda y despeinada que llevaba un vestido del color del mar.
Dupin supuso que Anthony no aparecería hasta el último momento, y que hasta entonces estaría dando vueltas de un lado a otro.
El comisario se mantuvo a cierta distancia, pero lo bastante cerca como para poder verlo todo.
Marcó el número de teléfono de Le Ber. El inspector era un experto en el tema de embarcaciones y pesca.
—¿Jefe?
Tal vez aquello fuera una investigación algo laboriosa, pero daba igual.
—Es sobre esa supuesta barca de contrabando de la que se dice que la tripulación la hundió hace tres años. He estado hablando con el capitán jubilado del servicio de aduanas y...
—Estoy al corriente. Nolwenn me ha informado de sus indagaciones.
En ese caso podía ir al grano.
—Si realmente la barca fue hundida, se tuvo que dar de baja. Es decir —ordenó sus ideas mientras hablaba—, que supongo que tuvo que constatarse que en efecto había desaparecido de forma repentina.
—Por lo general, las embarcaciones se registran en distintos organismos oficiales. Pero, por supuesto, estos no controlan de manera continua si aún existen o no. Ni si están siendo utilizadas.
—Así pues, ¿es posible que esas embarcaciones existan oficialmente aunque se encuentren en el fondo del mar?
—Los pesqueros deben someterse cada cuatro años a unos controles técnicos. Una especie de ITV.
—Y podría ser que fuera ese año.
Dupin había hablado para sí mismo, sin saber muy bien a dónde quería llegar.
—¿Quiere decir si habría llamado la atención de algún otro modo?
Sí, eso era lo que había querido decir.
—No necesariamente —reflexionó Le Ber—. Morin podría haberse limitado a darla de baja. Declarándola en desguace o parada. Eso no requiere ninguna inspección oficial.
—Tenemos que averiguar si en los últimos años Morin ha dado de baja algún bolincheur.
Era eso.
—También podría haberla sustituido con un par de trucos.
—¿Cómo es posible eso?
—Todas las embarcaciones están identificadas con dos números que se utilizan también para registrarlas. Uno está escrito delante, en el casco; es una especie de matrícula oficial. El otro número es el del motor.
Dupin aguzó el oído.
—¿Debo entender que con esos dos números es posible identificar de forma inequívoca cualquier barca que se encontrara en el fondo del mar?
—De inmediato. Sin ninguna duda.
Se hizo un largo silencio. La mente de Dupin funcionaba a toda velocidad.
—¿Sospecha usted que Kerkrom y Darot encontraron la embarcación?
—Es posible —respondió con aire ausente.
—¿Y qué hay del profesor Philippe Lapointe? ¿Qué papel jugaba él en todo esto?
—No lo sé.
Eso le preocupaba. Pero por fin había empezado a elaborar un escenario.
—Le Ber, ¿cómo habría podido Morin hacer pasar ante los inspectores una embarcación nueva por la vieja?
—Manipulando los dos números de identificación.
—¿Cómo funciona eso exactamente?
—Es complicado, pero posible. En una serie de fabricación hay varias embarcaciones de similar estructura, solo hay que modificar los números de identificación. Tanto los del casco como los del motor. Al fin y al cabo, todo se puede manipular si hay la suficiente motivación.
Le Ber tenía razón. Esa suposición era una parte esencial de su oficio.
Dupin tenía la vista clavada en la entrada a la escuela. Los dos niños se habían levantado con desgana y habían desaparecido dentro del edificio. La clase estaba a punto de empezar.
—Le Ber, quiero que lo revise todo. ¡Pida refuerzos! —La necesidad de personal era enorme, pero ese no era su problema—. Que alguien haga una lista de todas las embarcaciones de Morin, con todos los bolincheurs que había registrados hace cuatro años, y luego compárenla con la lista de las registradas en la actualidad. A continuación, revíselos meticulosamente. Coteje los dos números de identificación por si se aprecian manipulaciones. Además, tenemos que averiguar si Morin ha comprado un bolincheur en los últimos tres años, ya sea nuevo o usado. —Parecía como si las órdenes le salieran solas—. Al final, hemos de saber qué embarcaciones han pasado la ITV en los últimos años y cuáles no. Todas las variaciones posibles.
—Lo dispondré todo de inmediato, jefe.
Le Ber estaba completamente centrado en ese asunto.
—Bien.
—Por lo tanto —dijo Le Ber con tono vacilante—, el resumen de la historia sería el siguiente: Morin se burla de nosotros de forma intencionada. No quiere cooperar ni que la investigación avance; en realidad, lo que pretende es librarse sin escrúpulos de la gente que ha encontrado pruebas de su delito, es decir, del pesquero cargado con contrabando y hundido por su propia tripulación. Puede ser la parte del casco con el número de identificación o el motor.
Dupin no respondió. Pero, en efecto, podría haber sido más o menos así. Eso era lo que se le había ocurrido, aunque de forma imprecisa, la noche anterior. Era un relato marcado con demasiados condicionales. Pero al principio era habitual. Casi siempre.
—Hablamos luego, Le Ber.
Se puso en marcha rápidamente. Había visto al muchacho.
Anthony caminaba por un prado procedente del mar. También él había visto a Dupin.
Sonreía de forma desenvuelta.
El comisario se le acercó.
—¿Más preguntas de policía?
Dupin le devolvió la sonrisa.
—¿Voy a tener que saltarme la clase? —preguntó el chico esperanzado.
—Solo unos minutos. Pero dile al maestro...
—Maestra. La señora Chatoux.
—Entonces dile a la señora Chatoux que el comisario necesita tu ayuda.
Dibujó una sonrisa pícara; al parecer, con eso bastaba.
Dupin fue al grano.
—Antes me decías que a veces los pescadores traen cosas que encuentran en el fondo del mar, como esa bala de cañón o las monedas; mi inspector me habló también de un ancla antigua, de partes de buques naufragados y...
—Todo eso lo puede ver usted en el museo. ¿Quiere que se lo muestre?
—Yo... —Esa era una buena idea—. De acuerdo. Pero entonces será mejor que hable un momento en persona con tu maestra.
La cara del chico resplandecía de satisfacción.
—Espera aquí.
Dupin subió los escalones de piedra y entró en el edificio.
—El aula de la derecha. Abajo solo hay dos.
—La encontraré —aseguró Dupin hablando por encima del hombro.
Volvió a salir al cabo de unos minutos.
—Listo. Tienes permiso para media hora. Por colaboración en tareas de investigación policial.
—En ese caso, no hay tiempo que perder. —El chico se apresuró hacia el muelle norte, en cuyo extremo se encontraban los museos.
A Dupin le costaba mantener el ritmo.
—¿Sabes si últimamente Céline Kerkrom o Laetitia Darot habían descubierto algo en el fondo del mar? ¿Sabes si dieron con alguna cosa especial que pudieran incluso haber traído consigo?
—Céline encontró algo.
Dupin se detuvo de forma brusca.
—Mamá no me creyó y papá, tampoco. Me dijeron que no hay que hacer bromas con los símbolos sagrados. Piensan que me lo inventé.
—¿Qué quieres decir?
El muchacho había seguido andando y no hizo el menor ademán de detenerse. Dupin reemprendió la marcha.
—No lo pude ver bien. Estaba envuelto en una tela.
—¿Céline Kerkrom trajo algo?
—Sí. Lo llevaba en la barca.
—¿Y qué era?
—Una cruz grande. Una cruz realmente grande.
—¿Viste una cruz grande?
Dupin se detuvo de nuevo. Todo eso parecía muy descabellado.
—Sí. —El muchacho vaciló por primera vez—. Bueno, parecía una cruz.
—¿Y por qué crees que lo era?
—Por la forma. Tal como estaba tapada por la tela parecía una cruz; bueno, quiero decir, lo que había debajo.
—¿Así que estaba envuelto en una tela?
—Sí.
—Y no viste ese objeto.
—No. Pero creo que era una cruz.
Aquello era inaudito.
¿Acaso habían encontrado de verdad un trozo del bolincheur de Morin? ¿Tal vez la parte con el número de identificación? ¿O el motor? No se podía descartar que, envuelto de un modo provisional, tuviera cierta forma de cruz. O quizá fuera un trozo del casco.
—¿Cuándo ocurrió eso, Anthony?
—Oh... A principios de mes. Lo sé porque ese día fui a nadar, el primer baño del año. Hacía calor. ¡Y el agua también estaba caliente!
Dupin recordó la breve ola de calor que hubo a principios de junio.
—Mamá siempre dice que me dejo llevar por la imaginación. Pero no es así, señor.
A Dupin se le acababa de ocurrir una cosa.
—¿La barca llevaba ya instalado el nuevo pescante?
—Sí.
Seguramente lo habían montado en las semanas anteriores. Tal vez justo para eso. No podía ser una casualidad.
—Y Laetitia también estaba allí.
Dupin clavó la mirada en Anthony.
—¿Ella también estaba en la barca?
—Sí. Últimamente habían salido varias veces en la barca de Céline. Y antes, una vez en la de Laetitia. Pero en los últimos días, solo en la de Céline.
Dupin tenía que concentrarse.
—¿Y llevaron el objeto a tierra?
—Eso no lo vi. Tenía que volver a casa. Era muy tarde. Al día siguiente lo primero que hice fue ir a ver la cámara del tesoro. Antes incluso de ir a la escuela. Pero allí no había nada. Le pregunté a la señora Coquil si había llegado alguna novedad. Y a Antoine también. Céline ya había sabía salido a pescar.
—¿Y?
—Me dijeron que no. Luego, al atardecer, se lo pregunté a Céline.
—¿Y qué te dijo?
—Que era una viga de madera que necesitaba para su casa. Que la había traído de Francia. Pero yo creo que eso era mentira.
—¿Dijo que era una viga?
—Sí.
—¿Dónde te habías escondido? ¿Desde dónde las viste?
Casi habían llegado. Ya se veían los museos.
—En la zona de los cobertizos. Entre los dos muelles. Cuando eres pequeño —de nuevo esa sonrisa de bribón— te puedes esconder sin que te vean detrás de las jaulas de los bogavantes.
Dupin en persona había sido testigo de la impresionante capacidad de Anthony para ocultarse y espiar.
—Quiero que me lo muestres antes de llegar al museo.
—Pero entonces media hora no será suficiente. Tendré que perderme más clases.
El chico sonreía. Al instante cambió de dirección.
En un abrir y cerrar de ojos estaban junto a los cobertizos.
—Aquí. Me escondí justo aquí.
Señaló hacia una docena de jaulas de bogavantes amontonadas que no estaban a más de tres o cuatro metros del borde del muro del muelle.
—Ahí detrás. Ese día no había tantas; pero ellas no me vieron. Y aquí —dijo, corriendo hacia el agua— fue donde atracaron. La cruz estaba en la parte posterior del barco, metida entre varias cajas de pescado. Casi no se veía. Estaba completamente envuelta. Creo que no querían que nadie la viera.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Que la llevaban muy tapada. Y llegaron al puerto cuando ya estaba oscuro.
—De todos modos, tú la viste.
—Sí.
Si había estado agazapado detrás de las jaulas de los bogavantes, se había encontrado a muy pocos metros.
—Supones que era una cruz porque la forma te lo recordó.
Ya habían hablado de eso antes, pero era un punto importante.
—Es que de verdad tenía forma de cruz, exactamente así. Era muy grande.
—Pero ¿no pudiste ver nada de lo que había debajo de la tela?
—No.
No iba a sacar nada más sobre este tema.
Había visto lo que quería ver.
—Vámonos.
De nuevo Dupin se encaminó hacia el muelle norte. El chico se mantenía muy pegado a él.
—¿Ese atardecer había alguien más en el puerto? ¿Viste a alguna otra persona?
—No.
—¿Y antes? ¿Viste a alguien cerca?
—Los otros dos pescadores habían regresado antes.
—¿Jumeau el primero?
—No, él fue el segundo.
—¿Y se quedó más tiempo en el muelle? Quiero decir después de atracar.
—Cuando llegó la barca de Céline él ya se había ido. Amarró la barca y se marchó.
—¿Hacía mucho rato?
—No. Eso no.
Dupin había sacado la libreta y anotó algo mientras andaban.
—¿Se lo está apuntando? —El muchacho intentó echar un vistazo a las notas—. ¿Le he dicho algo importante?
—Es posible que lo sea. Otra cosa: ¿viste a alguien más antes de que las dos atracaran con la barca de Céline?
—Antoine Manet se pasó por ahí justo cuando llegaba Jumeau.
—¿Qué quería?
Sabía que esa era una pregunta imposible de responder. Pero los niños no entendían de preguntas imposibles.
—Estuvieron charlando un rato. Él estaba muy cerca de la barca. No les pude oír. Luego se marchó.
—¿Y eso fue todo?
—Sí. No había nadie más.
—¿Y en los días siguientes seguiste observando a Céline?
—Sí.
—Pero no viste más objetos.
—No. Al día siguiente la cruz no estaba. La llevarían a algún escondite. —Su voz adoptó un tono de profundo pesar—. Pero, por desgracia, no sé adónde.
Hubo una pequeña pausa. Pronto llegarían a los museos.
—Antes has dicho que era un objeto grande. ¿Cómo de grande?
—Como yo, tal vez.
—¿Estás seguro?
Dupin se dijo que Anthony medía alrededor de un metro cuarenta. Se preguntó si era posible, o prudente, fiarse del muchacho.
El comisario estaba convencido de que el chico no se había inventado esa historia, ni se la había imaginado. No le estaba tomando el pelo ni tampoco quería llamar la atención. La cuestión era saber si tal vez había visto algo perfectamente normal y luego se había dejado llevar por la imaginación.
—Sí. Estoy seguro del todo. Puede que la cruz fuera de plata, o de oro, y Céline haya muerto por haber encontrado un tesoro de verdad. ¿Le parece que podía ser eso?
El chico hablaba con una mezcla de tristeza y fascinación.
Dupin lo miró muy atentamente.
—¿Por qué has hablado de oro?
—Por nada. Es muy valioso, ¿verdad?
Dupin suspiró.
—Vamos a echar un vistazo a esa cámara del tesoro.
Se encontraban ya dentro del patio interior del museo.
Dupin no confiaba en que Kerkrom y Darot hubieran escondido ahí lo que fuera que hubiesen encontrado. De todos modos, quería ver esa estancia. Tal vez allí se le ocurriría alguna otra cosa.
—Por aquí. Está en el Museo de la Sociedad de Salvamento Marítimo.
Los edificios eran magníficos. Estaban dispuestos en forma de herradura en torno a aquel patio tan encantador. A Dupin le impresionó que el salvamento marítimo tuviera un museo propio.
El muchacho atravesó con paso decidido la puerta de entrada, luego giró a la izquierda y pasó junto a la impresionante vitrina situada en el centro del corredor en la que se exponía una antigua barca de salvamento.
—¡Ah, pero si ha venido! Ya era hora. Visitar la isla sin pasar por los museos es inaceptable.
La señora Coquil, esa fantástica dama de hierro, acababa de aparecer como surgida de la nada.
—Jacques de Thézac en persona, el fundador de los abris du marin, las hospederías y albergues para marineros cuando están en tierra, hizo construir estos tres edificios. ¡Son los albergues más antiguos que existen! Y lo hizo porque aquí las condiciones para la gente eran peores que en cualquier otro lugar. Y, además, en aquella época muchos barcos hacían escala en la isla.
Los ojos se le iluminaron con nostalgia.
—En cualquier caso, a finales de julio vamos a celebrar aquí, en Île-de-Sein, una gran fiesta para celebrar el ciento cincuenta aniversario de la Sociedad Nacional de Salvamento Marítimo. Tiene usted que venir, señor comisario. ¡Por supuesto! La SNSM tiene 219 puntos de actuación, 259 puestos en las playas, 7.000 voluntarios y solo 70 empleados. Se fundó en Audierne, en 1865. —Hizo hincapié en el año, como si ni ella misma se lo pudiera creer—. Allí tendrá lugar el acto principal, pero evidentemente nosotros no vamos a dejar de celebrarlo. A fin de cuentas, la estación de Île-de-Sein fue una de las primeras en abrir, apenas dos años más tarde. Aquí el salvamento marítimo tiene una gran tradición.
Dio un paso hacia Dupin. Iba a decir algo importante:
—¿Se imagina la cantidad de gente que estos valientes han salvado en el curso de los siglos? ¡Cientos de miles! Antoine ha hecho una lista de todas las acciones de salvamento. ¡Puede consultarla en internet! En 1762, el duque d’Aiguillon ofreció a la isla la posibilidad de un reasentamiento completo; estaba dispuesto a regalarnos los mejores terrenos en tierra firme. Pero la gente se negó en redondo. ¿Por qué? La razón se expresa en la carta oficial: «Si la isla queda deshabitada, ¿quién se ocuparía entonces de los náufragos?». En señal de agradecimiento, el duque nos regaló toneladas de galletas. ¡Habíamos salvado la vida a diez mil personas! ¡En 1804 rescatamos incluso a doscientos ochenta ingleses! Hasta que se construyó el faro, cada dos o tres años zozobraba aquí algún barco grande.
Dio un paso atrás y sonrió.
—En fin, ¿qué le puedo enseñar? ¿Qué le interesa especialmente?
—Anthony quería mostrarme algo —se apresuró a decir Dupin.
—La cámara del tesoro. El comisario quiere ver la cámara. Asuntos policiales.
La apostilla estaba pensada para recalcar la autoridad.
—Ya sabes que esa sala está restringida al público. ¡No forma parte del museo! Y, además, ahora mismo allí reina el caos más absoluto. De hecho, no se debería dejar pasar a nadie.
Una advertencia categórica.
—No hay problema, señora Coquil. Solo quiero echar un vistazo.
—¿Y por qué motivo, si se me permite la pregunta? Su inspector ya estuvo aquí.
El chico siguió avanzando hacia la puerta sin hacerle caso.
—Por el momento —Dupin se interrumpió— estamos investigando distintas pistas. Pura rutina.
—Está cerrado con llave.
Anthony sacudió el picaporte.
—Sí. Durante la temporada alta está cerrada. Son instrucciones de Antoine Manet.
—La verdad es que me gustaría echar un vistazo.
Dupin sentía simpatía por la señora Coquil e intentó transmitirlo con su tono de voz.
Al parecer ella se dio cuenta.
—Está bien.
Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta de punto de color canario, que ese día llevaba sobre un vestido rojo carmesí, y sacó una llave.
—Antes no cerrábamos ni siquiera durante la temporada alta. —Anthony seguía molesto—. En cambio, ahora siempre tengo que pedir permiso para entrar.
—¿Quién tiene la llave de esa sala? —preguntó Dupin.
—El señor Manet y yo. Y hay otra en el cajón de la mesita sobre la que ponemos los folletos, en la entrada del otro museo —dijo señalando con la cabeza hacia ahí.
Abrió la puerta al instante y la sostuvo.
—Luego debería pasarse por el museo de historia. La historia de esta isla le debería interesar tanto como esto de aquí. Sin nuestra memoria no somos nada. ¡Simples espectros fantasmales! ¡No lo olvide nunca! —Y añadió con una sonrisa—: Para la visita guiada por nuestra cámara del tesoro le dejo con la persona más informada de toda la isla.
Se marchó.
Dupin entró en la sala.
Era una estancia muy sencilla y era evidente que hacía tiempo que no había sido renovada. Las paredes, blancas en otra época, habían adoptado un color amarillento y olían mal. Toda la sala desprendía un olor desagradable. Una mezcla fuerte de polvo —que se acumulaba en varios centímetros en algunos puntos del suelo—, moho —supuso Dupin—, una especie de pegamento y carburante. Era un hedor bastante intenso. La estancia tenía una sola ventana de cristales sucios que la iluminaba con una luz mortecina.
Sin duda, la palabra «caos» era la más adecuada para describir el estado en que se encontraba la sala. Había varias mesas grandes dispuestas en forma de L. Debajo, al lado, en medio, contra la pared y en todas partes se apilaban cajas de cartón marcadas con unos grandes adhesivos amarillos con abreviaturas. Todos obedecían a un mismo patrón: S.-28.-29./GEORGES BRADOU/05.2002.
El chico se dio cuenta de que Dupin miraba las cajas.
—En las mesas solo están los mejores objetos —explico—. Y en las cajas lo demás. Los adhesivos indican datos importantes: las coordenadas de los puntos de localización, la persona que hizo el hallazgo, etc. La S significa Sein. Antoine inventó el sistema. Pero se utiliza en todo Finistère. Él pertenece a una asociación, ¿sabe? Esa gente decide ese tipo de cosas.
Seguramente se refería a la asociación a la que también había pertenecido el profesor Lapointe.
—Mire, señor comisario. Estas son monedas romanas auténticas.
Anthony señaló el centro de la mesa.
—Aquí se ve al emperador Maximiano. Es mi preferida. Y este es Carausio, a quien el emperador le concedió la defensa de la Bretaña contra los germanos. Es de bronce auténtico. Y estas de ahí —señaló otro puñado de monedas— son todas de plata.
Estaba en su elemento.
Dupin recorrió todo el perímetro.
Era una colección curiosa y magnífica. Todas las piezas estaban provistas de una cinta fina con los datos exactos sobre el lugar del hallazgo, la fecha y el descubridor.
Cuando casi había llegado al final de las mesas, Dupin se detuvo.
Había visto algo.
Era un motor. Debajo de la mesa, entre dos cajas, había un motor. Uno grande y oxidado, de al menos un metro de longitud. Se inclinó.
—Era de un pesquero que se hundió en la zona oeste de Île-de-Sein durante una tormenta, justo al lado de la playa, no muy lejos del faro.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Puede que un par de años. Tal vez más.
—No lleva etiqueta. —Dupin había intentado, sin éxito, ver la identificación.
—Mmm. —El chico no supo qué responder.
—¿Era un pesquero conocido?
—Sí. Era de un pescador de bajura de Douarnenez. Logró llegar a tierra en el último momento; no le pasó nada.
—Entiendo. Así que llevas viendo el motor aquí desde comienzos de año. Pero ¿antes también estaba?
El muchacho miró a Dupin sin entender adónde quería ir.
—Sí.
—¿Estás seguro?
—Lo acabo de decir.
Entonces ese no era.
Dupin se puso de cuclillas. Nunca antes había visto un motor de barco desmontado. Era alargado, pero en uno de los lados sobresalía un eje, de unos treinta o cuarenta centímetros, con una vara dentro que posiblemente conectaba con la hélice de la embarcación. En el otro extremo, aunque más arriba, había un tubo arrancado del que solo quedaban unos centímetros, tal vez la tubería del depósito de combustible. Con algo de imaginación, colocando el motor derecho y tapándolo con una tela, podía parecer la silueta de una cruz. Dupin lo miró atentamente: hacía falta mucha imaginación.
Se incorporó.
—¿Así que antes la puerta que lleva a esta sala no se cerraba nunca?
—No. Antes nunca.
—¿Cuándo fue la última vez que estuviste aquí?
El chico reflexionó.
—No lo sé. Tal vez hace dos semanas. Últimamente no ha habido hallazgos.
—¿Nada? ¿Nada de nada?
—Nada. Solo el pequeño caballo de hierro.
Anthony señaló al final de la mesa. Allí había un caballo de hierro oxidado de forma tosca.
—Lo encontró Jumeau.
—¿Adónde crees que esas dos mujeres pudieron haber llevado ese objeto tan grande?
—Esa es una pregunta clave, ¿verdad?
Dupin asintió.
—Aquí no. Seguramente a su casa. Tal vez, al principio, a uno de los dos cobertizos y luego a casa. Algún día por la noche, cuando no hay nadie por la calle. O puede que a primera hora de la mañana. —De nuevo parecía estar pensando—. Sí, yo lo habría hecho así.
Dupin volvió a recorrer la sala con la mirada. Por las mesas. Se pasó la mano por la nuca.
—Esta es una colección magnífica. Muchas gracias por la visita. Y, sobre todo, por la estupenda investigación. Has prestado un gran servicio a la policía, Anthony.
Al niño le brillaban los ojos. Luego su mirada volvió a ensombrecerse.
—¿Y ahora tengo que regresar a la escuela?
—Eso me temo. De todos modos —añadió Dupin mirando el reloj—, has perdido más de media hora.
La cara de Anthony se volvió a iluminar.
Dupin se dirigió hacia la puerta.
—Creo que nos volveremos a ver.
Le tendió la mano al chico. Este se la tomó y la estrechó con firmeza.
—Puede sacarme de clase cuando quiera. Ya sabe dónde está mi aula.
Y con una amplia sonrisa salió corriendo.
Dupin también sonrió.
Cerró la puerta de la cámara del tesoro.
La señora Coquil apareció enfrente de él poco antes de que llegara a la salida. Como antes, parecía haberse materializado de la nada.
—¿Y bien? ¿Ha encontrado lo que buscaba?
Dupin vaciló.
—Es una colección fascinante. Pero me interesaban hallazgos más recientes. De las últimas semanas.
Dirigió una mirada inquisitiva a la señora Coquil.
En sí, un gesto inútil. Por la idea que se había hecho de esa mujer, si supiera alguna cosa, lo disimularía muy bien.
Ella tampoco reaccionó ante su sibilino comentario. Impertérrita, le dirigió una mirada severa.
—Muy bien, entonces voy a explicarle un poco la historia de la isla. Tenemos que ir aquí al lado. Empezaremos con Île-de-Sein en la prehistoria...
—Yo...
El teléfono de Dupin. El comisario suspiró aliviado.
Labat.
—Señora, lo siento, tengo que contestar la llamada. Lo siento mucho.
Se alejó rápidamente hacia el patio interior.
—¿Qué hay?
—El cuchillo no tiene huellas. Han intentado encontrarlas aquí mismo mediante impresiones digitales. —El estilo sincopado y diligente de Labat—. Ahora el cuchillo va camino del laboratorio para analizar restos de ADN y la sangre del filo. Un coche está acompañando a la señora Gochat a la central de Quimper. Yo voy también para allá. Naturalmente, le esperaremos por si quiere encargarse en persona del interrogatorio. —Aquella era una fórmula solo retórica—. De lo contrario, me ocuparé yo mismo. Por lo demás, los expertos en informática de Rennes han informado sobre el correo electrónico anónimo y dicen que de momento solo han averiguado el operador telefónico utilizado para enviarlo.
Dupin se esforzó por adoptar un tono lapidario.
—Vamos a tener que soltar a la señora Gochat.
—¿Que qué? —Labat se esforzó por contenerse—. ¡No puede hacer tal cosa!
—La vamos a liberar. De inmediato. ¿Me ha entendido?
—Pero si hemos encontrado el arma del crimen en su casa. No tiene una coartada sólida. Ordenó seguir a Céline Kerkrom.
Aún no se podía afirmar que aquella fuera el arma del crimen; en cuanto a la coartada, ninguno de los sospechosos tenía una y, de todos modos, Gochat no había sido la única que había seguido a Céline Kerkrom. En cualquier caso, era evidente que todo eso bastaba para retener de forma provisional a la directora del puerto; y, evidentemente también, los hechos se habrían podido formular de un modo concluyente, tal como Labat había hecho. Pero al comisario le interesaba otra cosa.
—Si fue ella, es más interesante vigilarla cuando esté libre.
Así era. Dupin estaba convencido de ello.
—Quiero ver lo que hace, y usted, Labat, la seguirá con discreción, vaya donde vaya. Tal vez tenga algo escondido —ese era el punto más importante— o sabe dónde se oculta algo. —Para entonces Dupin hablaba más para sí mismo que para Labat—. O tal vez tiene alguna sospecha.
Labat había recuperado la compostura.
—¿Tiene una idea concreta?
Aún no era el momento de dar a conocer, sin necesidad, las posibilidades vagas y en potencia descabelladas que barajaba.
—Quería decir en general.
—Personalmente, me parece que es un error pero, en fin, usted es aquí quien da las órdenes.
—Exacto, Labat. Aquí soy yo quien da las órdenes.
Se le ocurrió entonces otra cosa, una variante; era una idea excelente y adicional.
—Labat, antes de soltar a la señora Gochat, me gustaría hablar de nuevo con ella. Tráigala a aquí, a la isla. Rápido. —La ocurrencia cada vez le gustaba más—. Zarpen a toda prisa. Con sirena y luces. Directamente a Audierne y a la lancha rápida.
Labat estaba confuso.
—¿Y si se niega? Quiero decir, si le digo que se puede ir y que no la vamos a interrogar pero, en cambio, le ordeno que antes me acompañe hasta la isla para que usted le tome declaración... Su abogado... En fin.
—Si tiene algo que objetar, dígale que escoja entre salir libre después de hablar conmigo de nuevo, o ingresar de inmediato en prisión preventiva y ser sometida a numerosos interrogatorios. Que decida.
Se produjo un breve silencio. Luego:
—Creo que nos veremos muy pronto en la isla.
—Yo también. Le estaré esperando.
Dupin colgó.
Por prudencia, mientras hablaba por teléfono, se había ido alejando furtivamente del patio de los museos.
Le quedaba un asunto pendiente desde hacía rato. Llamar a su madre. Eso era algo que no podría esquivar. No quería arriesgarse a que volviera a hablar con Nolwenn.
Se armó de valor y cogió el teléfono.

 

 

 

—¡Jefe! ¡Jefe!
Dupin se dirigía hacia el muelle sur y de nuevo Le Ber asomaba ante él, salía a toda prisa de uno de los estrechos callejones.
—¡Estaba usted comunicando, jefe! Jumeau ha llegado. Está en Chez Bruno.
—Vamos allá.
Dupin se dirigió sin más hacia la pequeña terraza del bar.
La conversación con su madre había sido atroz, pero acabó pronto. Tal vez en eso tuvo que ver la circunstancia, afortunada para él, de que el florista acabara de llegar y ella estuviera un poco «ocupada». El comisario no se anduvo por las ramas y le dijo que, desde su última conversación, el caso se había complicado aún más, que había aparecido otro cadáver, que la investigación no acababa de arrancar y que, por todo eso, cada vez era más improbable que él pudiera asistir a la fiesta del día siguiente. Ella, por su parte, apenas se dignó a tomar en cuenta una parte de esas conclusiones, que él repitió expresamente dos veces, y conservó la compostura. Aunque eso se debió tal vez a que ignoró por completo lo que él le decía, una técnica que ella dominaba con maestría. Lo que no quería oír no lo oía, y punto. En consecuencia, como despiadado remate final, tal cosa no existía. Por otra parte, ella era una maestra consumada en el arte de provocar remordimientos en los demás.
El joven y enjuto pescador tenía un café delante y daba la impresión de estar ensimismado.
—Me gustaría saber —empezó Dupin antes de llegar hasta la mesa y mientras Jumeau volvía la cabeza hacia él— qué significa esa considerable suma de dinero que Laetitia Darot le transfirió.
Se sentó en la silla de delante, con Le Ber a su lado. La pregunta no pareció inquietar lo más mínimo a Jumeau.
—Estoy pasando dificultades financieras. Llevo así dos o tres años —respondió él sin el menor asomo de autocompasión o queja; no parecía importarle admitir algo así—. La pesca se está volviendo difícil, sobre todo para una persona como yo.
—¿De modo que ella simplemente le transfirió diez mil euros, sin más? ¿Un importe así, de repente?
—Sí.
—¿Y qué debería yo pensar al respecto?
Jumeau le dirigió una mirada de indiferencia.
—¿Ese dinero debe entenderse como un préstamo?
—No.
Lo absurdo es que Dupin no tenía ni la menor idea de cómo interpretar lo de la transferencia. Ni siquiera sabía en qué medida eso podía ser delictivo. No se le ocurría un contexto para ello, ni siquiera teniendo en cuenta las posibilidades, extremadamente especulativas y muy vagas, que habían surgido en las últimas horas. Por otro lado, diez mil euros eran una suma considerable.
—¿Tiene usted deudas? —intervino entonces Le Ber.
—Tengo el crédito que me concedió el banco para la barca. Tenía la cuenta en números rojos. Ni siquiera se lo pedí. Ella lo descubrió por casualidad y me pidió mi número de cuenta.
Tratándose de Jumeau, esa respuesta era asombrosamente completa.
Laetitia Darot tenía ingresos regulares y no del todo malos. Pero también para ella era mucho dinero. Si hubiera habido irregularidades notorias en su cuenta, como ingresos importantes, Le Ber lo habría mencionado.
El inspector prosiguió:
—¿Y si Laetitia le hubiera pagado a cambio de, digamos, algunos encargos especiales? ¿Tal vez por ayudarla a esconder algo? ¿O bien —continuó, con el ceño fruncido—, para que usted vigilara a Morin y a sus barcas mientras llevaban a cabo prácticas ilegales?
Desde luego, eso era plausible. De todos modos, a Dupin le interesaba cada vez más el primer tema.
Jumeau permaneció impasible y ni siquiera protestó ante ese planteamiento.
—Se limitó a dármelo, sin más. Quería ayudarme.
—¿Y usted a cambio no tuvo que hacerle ningún favor a ella? —insistió Le Ber.
—Nada en absoluto. —Jumeau se calló—. Era así. Para ella el dinero no significaba nada.
—A principios de junio, durante la ola de calor, las dos mujeres salieron juntas en la barca de Céline Kerkrom y regresaron a última hora del atardecer, cuando el sol ya se había puesto.
Dupin no apartaba la vista de Jumeau, atento al menor movimiento de los ojos, la boca o los músculos de la cara.
—Recuerdo esos días de tanto calor. ¿Y?
Ningún gesto delator.
—Usted atracó su embarcación poco antes que ellas. En la parte delantera del muelle.
—Siempre atraco ahí.
Jumeau ni siquiera mostraba signos de impaciencia, lo que habría sido comprensible teniendo en cuenta el modo tan complicado de hacer las cosas de Dupin. Por la cara de Le Ber, también el inspector esperaba que el pescador perdiera los nervios.
—¿Recuerda ese día?
—Solo me acuerdo de un atardecer en que Céline llegó tarde. Yo ya había terminado y vi su barca detrás, en el primer dique. No sabría decir si Laetitia también iba a bordo.
—¿Ya había oscurecido?
—Sí, eso creo.
—¿Regresó de nuevo a la zona de amarres junto a los cobertizos?
—No.
Dupin reflexionó. Luego decidió disparar un tiro a ciegas.
—¿Adónde se lo llevaron las dos? —preguntó con un tono expresamente enérgico—. ¿Dónde está ahora? Sabemos lo del hallazgo.
La pregunta sorpresa no obtuvo respuesta alguna. Tampoco en esa ocasión Jumeau demostró la menor emoción.
Le Ber fue el primero en decir algo, aunque a media voz:
—¿Cómo dice?
—No sé a qué se refiere. Ni idea.
¿Se equivocaba Dupin o el pescador estaba extrañamente triste?
—No le creo.
—Eso es cosa suya.
—Sabemos que... —Dupin iba a intentarlo de nuevo, pero luego lo dejó.
Así no avanzaría.
Saber que ellos tenían noticia de un hallazgo no había impresionado a Jumeau de forma visible; tal vez no había sido buena idea mencionarlo. Dupin se sintió molesto consigo mismo.
Se levantó sin más preámbulo.
—Muchas gracias.
De hecho, esa habría sido una excelente ocasión para tomarse un café rápido, pero se le habían pasado las ganas. Estaba muy insatisfecho. De todo y, en especial, de sí mismo. Todo el caso le daba mala espina, los acontecimientos se precipitaban constantemente, no lograban investigar de forma sistemática, ni siquiera en parte, y tampoco conseguían seguir una pista hasta el final; los personajes principales pasaban a segundo plano y volvían a aparecer de repente; las tareas no se debatían y tenía la impresión de que nada era suficiente.
Se dio la vuelta y abandonó la terraza sin decir palabra.
Le Ber se quedó de pie sin saber qué hacer. Miró a Jumeau, que no parecía especialmente inquieto por la marcha repentina de Dupin, y murmuró:
—¡Hasta la vista, señor! Estaremos en contacto.
Luego salió tras el comisario.
Al llegar al final del muelle, Dupin tomó el camino que transcurría junto al mar y que, como todos los demás, conducía irremediablemente hacia la ruta del faro. Al lado del camino yacía una hélice enorme de acero oxidado; como en muchas otras partes de la isla, los restos de los naufragios destacaban como si fueran esculturas de un museo al aire libre. Debajo de esa inmensa hélice descubrió una familia de liebres con su prole.
—¿Tenemos algo sobre el presunto hundimiento de la barca de contrabando de Morin?
—He dado máxima prioridad a las comprobaciones, pero eso aún tardará un poco.
Así era. Efectuar comprobaciones llevaba tiempo. Por mucho que eso contrariara a Dupin.
—Nolwenn me está ayudando. Tiene buenos contactos en las administraciones.
—Perfecto.
Eso le tranquilizó.
—¿De verdad cree que es por la embarcación hundida? —preguntó Le Ber con expresión seria y muy preocupado—. ¿Vamos a por Morin?
—No lo sé. —Era la verdad—. Es preciso investigar en todos los frentes.
Le Ber carraspeó. Con un gesto muy poco discreto.
—¿Ya le han dicho que el profesor Lapointe era una autoridad sobre Ys? —El inspector se interrumpió y reformuló la frase—: Quiero decir que, en general, era un experto en la arqueología de la zona pero, en particular, en la historia de Ys. Desde hace dos o tres años, la historia de esa mítica ciudad hundida se convirtió en su principal objeto de interés.
—¿Ys? ¿En serio? —Dupin no estaba de humor para el rico acervo de leyendas bretonas.
—Es posible que Kerkrom y Darot dieran con un hallazgo arqueológico en el fondo del mar. Me refiero a uno importante. Algo preciado, de gran valor. Y tal vez por eso contactaron con el profesor Lapointe, apelaron a sus conocimientos y le pidieron consejo. De este modo, incluso aquella prueba de análisis de material encaja, así como la compra de componentes técnicos de Darot y Kerkrom: el pescante nuevo y el sistema de radar de alto rendimiento que permite analizar el fondo del mar y las capas de barro y arena. Con un equipo así se puede encontrar de todo.
Dupin no dijo nada.
Dos liebres huyeron en zigzag por el camino, muy cerca de ellos.
—Además, eso explicaría por qué Kerkrom navegaba hasta zonas a las que no acostumbraba a ir. Tal vez Darot lo descubrió primero, en la entrada de la bahía de Douarnenez, donde los delfines cazan calamares en verano, y pidió ayuda a Kerkrom. La barca de esta era muchísimo más adecuada para el rescate. Y al estar con frecuencia en esa zona, llamó la atención de alguien. Por lo que sabemos seguro, la de la directora del puerto y la de Vaillant. Pero puede que la espiara alguien más. Así habría empezado todo.
—¿Cree usted —preguntó Dupin, esforzándose por adoptar un tono de voz neutro— que al final todo esto va de un tesoro?
Esta vez fue Le Ber quien guardó silencio y miró fijamente al comisario.
—¿Que las dos mujeres hicieron un hallazgo arqueológico sin precedentes? ¿Una cruz, tal vez? ¿O algo similar? —La voz de Dupin adoptó un tono más audaz, como si hablara para sí mismo.
Había procurado sonar como si no diera importancia a sus palabras. Sin embargo, al oír la palabra «cruz», Le Ber enarcó las cejas.
—¿Por qué ha mencionado una cruz?
Dupin hizo un gesto de desdén.
—A principios de junio, ese jovencito, Anthony, vio a Kerkrom y Darot regresando a última hora de la tarde en la barca de Céline con un objeto a bordo. Algo tan grande como él, envuelto en una tela. Dice que el objeto tenía forma de cruz. —Dupin se interrumpió y, claramente incómodo con lo que estaba explicando, añadió—: Él dice que era una cruz. Al día siguiente preguntó a Kerkrom y ella le dijo que era una viga que había comprado para su casa.
Dupin se había esforzado por explicar aquello del modo más lacónico posible, pero el asunto de la cruz no admitía ese tono.
Le Ber se quedó parado. Por un instante palideció. Luego se le iluminó la mirada. Esa precisamente era la reacción que Dupin temía. El comisario se apresuró a añadir:
—A mí me parece que tal vez era el motor o una parte del casco del pesquero hundido, tal vez un trozo de madera con el número de identificación.
—Jefe, usted sabe lo que se dice de Ys, ¿verdad? —Le Ber se esforzaba, sin éxito, en contener su emoción—. Que el Viernes Santo en que se celebre misa en la gran iglesia de Ys, la ciudad resurgirá, Dahut regresará y el reino legendario reaparecerá. —Como era de suponer, aquel tema desbocó todos los caballos épicos e imaginarios de Le Ber—. Además, y esto es lo importante, aunque no lo crea, según se afirma en algunos documentos, ¡ojo, «documentos», nada de leyendas!, la misa deberá celebrarse ese día bajo la gran cruz dorada que preside el altar de la iglesia. ¡El símbolo de esa catedral legendaria!
Dupin se sintió aliviado: cuanto más inverosímiles fueran las historias, menos tenía que ocuparse de ellas.
De nuevo una pareja de liebres se paseó frente a ellos; al parecer solo se mostraban a pares y, de nuevo, a una velocidad temeraria.
—¿De modo que en muchas versiones de la leyenda es importante la presencia de una gran cruz dorada? —Dupin formuló la pregunta casi en contra de su voluntad.
—Así es.
—Cuénteme. —Sabía que lamentaría haber dado pie a aquello—. Pero sea breve, solo lo esencial de ese mito, limítese a lo esencial, sin adornos. Sea conciso.
Le Ber tomó aire:
—El rey Gradlon el Grande, monarca de Cornualles, era un guerrero famoso y victorioso que poseía riquezas infinitas. Era hijo de Conan Mériadec, el primer rey de Armórica. Posiblemente, el núcleo histórico se encuentra en torno a los siglos IV o V. Gradlon conoció en los fiordos del norte a la bellísima Malgven, que murió al dar a luz a la hija de ambos, Dahut. Con el tiempo esta se convirtió en una mujer más bella incluso que su madre. Gradlon la quería más que a su propia vida.
»Como la muchacha adoraba el mar por encima de todas las cosas, él construyó para ella una ciudad junto a las aguas, la más bella que jamás ha visto el mundo. Con tejados de oro puro y una fabulosa catedral. Aquel pequeño reino estaba resguardado del mar por unas murallas poderosas y elevadas y tenía una única puerta de acceso de la que solo Gradlon tenía la llave. Este era un rey sabio, muy querido por todos, con un importante consejero llamado Guénolé. Dahut, en cambio, era egoísta y codiciosa, pero su padre no se daba cuenta; ella era para él su rayo de sol. La hizo reina y le entregó la llave de entrada a la ciudad. Ningún hombre era lo bastante bueno para ella hasta que un día, en un baile, Dahut conoció al hombre más hermoso de la tierra. Ella era reina, poderosa, infinitamente rica y, además, ahora también tenía el amor.
»El príncipe le pidió una muestra de su pasión por él y ella le entregó la llave de la ciudad una noche de luna llena. Pero resultó que ese príncipe —Le Ber tomó un poco de aliento— era, en realidad, el mismísimo diablo. Aquella noche adoptó de nuevo su forma verdadera y abrió la puerta con la llave. Poco después la ciudad se hundió bajo el Atlántico, llevándose consigo a todos sus habitantes. Gradlon y Guénolé se salvaron subiendo a la torre más alta del palacio. Poco después salieron dos caballos de las aguas y los pusieron a salvo en la orilla. El rey no dejaba de llamar a su hija. Dahut, Dahut... Solo en una ocasión pudo verla, en una ola. «¡Es por mi culpa! ¡Estoy maldita!», le gritó a su padre. Luego ella se hundió, de forma del todo consciente. Por decisión propia. —Le Ber estaba visiblemente conmovido—. El hueco por el que Dahut desapareció aún existe, se conoce como Poul Dahut. Está al este de Douarnenez. Las piernas de la chica se transformaron en una cola de pez y ella se convirtió en sirena. Luego nadó hasta su ciudad hundida, que está en el fondo de la bahía, y desde entonces vive allí y solo podrá ser liberada si...
—Entendido, Le Ber. Ya está bien.
—Hasta el fin de sus días, Gradlon acudió cada día a la orilla de la bahía para buscar a su hija. Pero nunca la volvió a ver. Sin embargo, algunos días oía las campanas de la catedral, que tenían un sonido especial, según se decía, ajeno a este mundo, muy diferente al de las campanadas normales. Era una especie de trueno, modificado y reforzado por las aguas y por la profundidad en la que de pronto se encontraba toda la zona.
Sin poder evitarlo, Dupin se acordó entonces del extraño ruido que había oído la noche anterior, aquel fenómeno tan insólito, y se esforzó en apartar de sí aquel pensamiento.
—Incluso hoy en día, aún hay noches en que se oye. Y esta es, muy resumida, la historia de Ys.
Le Ber se había contenido bastante. El inspector sabía que no era inteligente poner en juego la extraordinaria disposición de Dupin para escuchar una historia legendaria como aquella, aunque fuera por motivos relacionados con la investigación.
—De hecho, se podría decir que también es una historia de demonios. ¡An Diaoul!
Las historias de demonios. Como bien sabía Dupin, uno de los géneros favoritos de los bretones. En la Bretaña Dios no se entendía sin el diablo: eran un binomio inseparable. La historia favorita del comisario era la de la babosa, ar velc’hwedenn ruz. Según se decía, desde el principio de los tiempos, el diablo, en su afán continuo por imitar las obras divinas, rivalizaba con Dios en la creación de las cosas. Sin embargo, nunca lo lograba por completo, siempre se quedaba a las puertas o le faltaba algo. Esto explica por qué en el mundo hay tantas cosas imperfectas, a medio hacer, poco logradas o que están mal; tal idea, viendo cómo era la realidad, sin duda tenía un poder extraordinariamente persuasivo. De ahí que, cuando Dios creó el caracol de viña, el diablo quiso imitarlo y, como no hubo modo de que le saliera bien el caparazón, surgió la babosa.
—El diablo tienta a las personas, las atrae. Pero, en realidad, solo las pone a prueba. Es una prueba de carácter, porque no todo el mundo se doblega ante él; solo las personas en las que la codicia, la envidia, el afán de distinguirse y el egoísmo destacan más que las demás cualidades. Como es el caso de nuestro asesino. —La voz de Le Ber adoptó un tono muy triste—. Lo que les pasa no se debe a su trágico destino, sino a que lo permiten. Tienen elección.
—Bien.
Dupin no sabía qué había querido decir con ese «bien».
—No crea que es descabellado considerar la posibilidad de algo así, jefe.
De ninguna manera Dupin había considerado la posibilidad de «algo así», es decir, de Ys.
—Como le he dicho, la búsqueda de Ys es objeto de un serio interés científico. Acuérdese de la expedición que le mencioné, o del gran número de historiadores famosos que han estudiado a fondo esta cuestión.
Era un modo de decir que esas cosas no eran motivo de vergüenza.
Entretanto habían llegado al cementerio del cólera, al lugar donde Laetitia Darot había perdido la vida de forma macabra.
—Eso de la viga de madera que Céline Kerkrom necesitaba para su casa, ¿no le parece que está un poco fuera de lugar? —apuntó entonces Le Ber con prudencia.
Dupin no quiso entrar en esa cuestión. Pero retomó otro tema:
—El profesor Lapointe era un estudioso de la historia de Ys, ¿verdad?
No había visto nada en el despacho de Lapointe o en la lista de libros que apuntara en ese sentido.
—Era su gran afición. Lo sé por mi primo. Pertenece a la misma asociación cultural que Lapointe y Manet.
Aun así, podía haber numerosos motivos por los que Darot y Kerkrom se hubieran dirigido al profesor. A fin de cuentas, también era médico. Y biólogo.
—¿Le he dicho alguna vez que mi primo es, en realidad, historiador? Estudió en París.
—¿Su primo conocía al profesor Lapointe?
—Solo de manera superficial. En los últimos años no ha podido frecuentar las reuniones de la asociación a causa de su implicación en el Kouign Amann.
—¿De qué trabaja su primo?
—Es jefe de bomberos en Douarnenez desde hace muchos años. Empezó como voluntario.
—Kerkrom y Darot —dijo Dupin masajeándose las sienes— seguramente sabían que Lapointe asesoraba la iniciativa ciudadana contra el uso de productos químicos tóxicos para la limpieza de las barcas de Morin, y buscaron un aliado.
—Pero ¿para qué? ¿Para qué necesitaban un aliado? ¿De qué les servía Lapointe en relación con la historia de la barca de contrabando hundida? ¿Qué ayuda podía prestarles?
Esa era una de las cuestiones pendientes. Y era evidente que a Le Ber le gustaba retomarla.
De repente, mientras Dupin contemplaba la isla sin fijarse en el camino, una liebre pequeña y solitaria apareció delante de ellos. No parecía sentir temor ni tampoco seguir su instinto de huida. Le Ber la había visto, pero optó por ignorar su presencia. Dupin avanzó trazando una vuelta grande en torno al animal; recientemente se había preguntado si las liebres podían enfermar de rabia.
—¿Qué pasa —preguntó Dupin con un tono forzadamente neutro— cuando alguien, un particular, hace un descubrimiento arqueológico serio? ¿Se le concede una gratificación?
—El 5 por ciento del valor estimado. En la actualidad el precio del kilo de oro se encuentra en torno a los treinta y tres mil euros. Y sin duda estaríamos hablando de varios kilos. En el caso de una cruz grande, sería una cantidad de varios millones. Y eso contando solo el valor material. El valor real de un hallazgo como ese sería más del doble. Imagínese. —De nuevo Le Ber se dejó llevar—. ¡Un vestigio de la ciudad legendaria! ¡La prueba definitiva de su existencia! Incalculable. El valor sería, sin duda, incalculable. Y otra cosa está clara: el descubridor sería rico y famoso en todo el mundo.
Dirigió una mirada de disculpa hacia Dupin. Pero el remordimiento le duró poco. Al instante reemprendió el ataque:
—Seguro que le han contado la historia del desembarco de los vikingos, de la precisión con que todavía hoy se habla de ello. La gente que no es de aquí las consideraban fábulas, leyendas. En cambio, los acontecimientos históricos y lugares exactos se habían ido transmitiendo oralmente durante miles de años y, además, con pocos adornos. Ninguna cultura dispone de una tradición oral tan exquisita como la celta. Nosotros la hemos convertido en una forma de arte. ¡Y lo llaman leyenda! —Le Ber se estaba encendiendo de rabia—. ¿Por qué esto mismo no habría podido ocurrir con Ys? Es un acontecimiento mucho más importante que el desembarco de los vikingos. El hundimiento de una ciudad fabulosa. Algo que tal vez se debió a una gran subida del nivel del mar, un hecho del que ahora tenemos constancia. —Ahora incluso fundamentaba científicamente sus quimeras; sin duda, una táctica inteligente—. Podría tratarse de una antigua ciudad celta, con riquezas inmensas por el comercio floreciente y la pesca, igual que cuando en la edad moderna la Bretaña llegó a ser una de las regiones más ricas de Europa. Una ciudad construida junto al agua, en tierras bajas, por debajo del nivel del mar, en una zona resguardada por dunas altas y diques naturales que posteriormente se fueron ampliando. Hasta que un día, estando la marea muy alta, estalló la violencia de la naturaleza. —Le Ber miró a Dupin a los ojos—. ¡Esto es un escenario muy realista! ¡Piense en la inundación del siglo que se produjo después del eclipse solar de este año! ¡O en 1904, cuando toda la costa bretona quedó cubierta por el mar durante dos días, Douarnenez incluida! Y ahora imagine la inundación del milenio acompañada de una tormenta inmensa. Evidentemente, de aquí cien o quinientos años también habrán desaparecido bajo las aguas algunas ciudades bretonas actuales.
Le Ber era muy hábil. Tal como contaba la historia, esta adquiría un toque menos fantástico y mucho más prosaico.
—¿Sabe usted cuántos pescadores han afirmado durante siglos haber visto ruinas en la bahía estando la marea muy baja? Sobre todo, la torre de la catedral. —Y, con un tono extraordinariamente suave, añadió—: Incluso en nuestros días se habla de ello.
Dupin y Le Ber estaban atravesando un impresionante fragmento de la isla donde el mar había engullido de manera peligrosa parte de la tierra por ambos lados. Al poco rato, el camino se bifurcó: a la derecha se dirigía hacia el faro y, a la izquierda, hacia una capilla de piedra.
Le Ber reemprendió el tema:
—Debería considerar que...
El teléfono de Dupin.
Lo sacó muy agradecido.
Nolwenn.
—¡Su instinto no le ha engañado, señor comisario! Tal como suponía usted, Morin dio de baja un bolincheur. ¡De solo diez años de antigüedad! Eso es muy poco para este tipo de embarcaciones. Presentó la baja tanto a las autoridades de pesca como a la administración del puerto. Y ahora viene lo bueno: lo hizo cuando apenas había pasado un año del incidente y dos meses antes de que la embarcación tuviera que someterse a la ITV. A la luz de su hipótesis, yo diría que eso sugiere una conducta extraordinariamente sospechosa.
—¡Excelente, Nolwenn! ¡Excelente! —Instinto, en efecto, había sido eso—. ¿Nadie ha vuelto a ver la embarcación que se dio de baja?
—Bueno, no sabría decirle.
—¿Y en el tiempo transcurrido entre el incidente y la baja?
—Tampoco lo sé.
—Tenemos que hablar con Morin. Y con el jefe de sus bolincheurs, ese tal Carrière. Tenemos que preguntarle dónde está esa barca y pedirle que nos la enseñe.
—Me pondré a ello de inmediato.
—¿Consta algún motivo para la baja?
—No. Pero no es necesario. Los propietarios pueden sacar de la circulación sus embarcaciones en cualquier momento sin tener que dar explicaciones.
Casi habían llegado al faro. Este se alzaba majestuoso contra el cielo azul. Elegante, clásico, de un intenso color blanco y con unas letras enormes en las que se leía SEIN. Más arriba, la linterna de cristal, una artística estructura metálica y, sobre ella, la cúpula negra. La torre destacaba por encima de un edificio no menos elegante del cual partían, a derecha e izquierda, en perfecta simetría, unos anexos que conectaban con dos edificios cuadrados. Era una construcción impresionante.
—Seguiré investigando, señor comisario. Además, ahora nos vamos a poner en marcha para la movilización. Esto está a punto de empezar. Hasta luego.
Nolwenn colgó.
Dupin le habría dado un abrazo. Con ese descubrimiento la realidad regresaba de nuevo a la investigación. Eso era una pista concreta. Por fin.
Dupin le transmitió la noticia a Le Ber con entusiasmo. A pesar de la expresión de decepción que asomó en el rostro del inspector, fue lo bastante profesional como para involucrarse al momento en esa novedad.
—Si todo esto es cierto, Morin juega un papel destacado en el contrabando de tabaco; seguro que no se tratará de algo aislado. Tendremos que replanteárnoslo todo.
Le Ber tenía razón.
—Fuera lo que fuese lo que hubiera esa noche de junio en la barca de Kerkrom —el inspector guiñó los ojos—, tuvieron que meterlo en algún lado. Y...
—¡Hola!
Un grito. Ambos se sobresaltaron.
No se veía ni un alma alrededor.
—¡Buenos días, caballeros!
Seguían sin ver a nadie. A Dupin esa voz le resultó familiar.
—¡Aquí arriba!
Aunque a unos cuantos metros de altura, Antoine Manet era perfectamente visible. Se encontraba en la estrecha plataforma situada en lo alto del faro.
—¡Buenos días! —gritó Dupin a su vez.
—¡Suban! —Las palabras de Manet se entendían con claridad; no había viento que se llevara el sonido—. Iba a ir a buscarles de todos modos.
—Es que... —Dupin se interrumpió.
De hecho, una charla con Antoine Manet no era una idea descabellada; a fin de cuentas, habían surgido un par de cuestiones nuevas e importantes que, a su vez, suscitaban novedosas preguntas y consideraciones.
—¡Señor comisario, no puede perderse esto! ¡Tener una panorámica sobre las cosas no es malo! ¡Estará a cincuenta y dos metros y noventa centímetros por encima de la realidad!
—Ahora subimos. —Dupin parecía sorprendentemente decidido.
—La puerta está abierta. Entren, giren a la derecha y luego hacia arriba. No tiene pérdida.
Ocultó la cabeza detrás de la barandilla.
—Pero, señor, vaya con mucho tiento. —La expresión de Le Ber mostraba una profunda preocupación—. Este gran faro, el Goul Enez, es muy alto. Y las escaleras son empinadas y peligrosas. Yo preferiría que se quedara aquí abajo.

 

 

 

Dupin no contaba con la ascensión. Ni con la cantidad increíble de escalones. Ni con una escalera de caracol que se volvía más empinada según se aproximaban a la punta. Dicho de otro modo: no imaginaba una estancia cargada de aire viciado, que abajo ya era estrecha y que a cada metro se reducía aún más y en la que se acumulaba aire muy cálido, muy húmedo y muy rancio que apestaba a polvo, aceite y maquinaria. Las diminutas ventanas estaban tan sucias que ni siquiera permitían adivinar la vista, sin duda impresionante. No había ni rastro de romanticismo. Era un faro en activo, no una atracción turística.
Tampoco era un lugar para claustrofóbicos.
Los escalones empinados pronto le hicieron sudar; tenía la frente perlada de gotas de sudor. Incluso Le Ber, que era más joven y estaba en mejor forma, y a quien Dupin, con buen tino, le había cedido el paso, tenía que detenerse de vez en cuando a la vez que dirigía miradas inquietas hacia su superior.
El comisario no habría podido decir cuánto tiempo llevaban ascendiendo cuando de pronto los escalones terminaron y se toparon con una escalerilla de acero que ascendía varios metros de forma acentuada y temeraria. El espacio se había vuelto demasiado estrecho para una escalera convencional. Al final se veía una escotilla, parecida a la de un submarino. Estaba cerrada. Allí arriba prácticamente no había más aire, parecía que no hubiera oxígeno.
Como era de esperar, Le Ber tenía experiencia en faros y su estructura, así que se encaramó sin vacilar por esa escalera, abrió la escotilla y la levantó. Al cabo de un momento pasó por ella.
Dupin hizo lo mismo.
—Jefe, cierre rápido la escotilla, o de lo contrario se cerrarán de golpe todas las puertas del edificio.
El comisario se encontró de rodillas en una plataforma de acero repleta de remaches redondos situada dentro de la linterna del faro, donde se alojaba un elemento técnico espectacular: una lente gigantesca. El espacio seguía siendo tremendamente estrecho y la calidad del aire no había mejorado.
—¿Está usted listo?
No sabía para qué debía estarlo.
Le Ber abrió entonces una pequeña puerta, también de acero, se inclinó un poco hacia delante y desapareció.
Dupin le imitó.
—Vigile la cabeza, jefe.
Al instante se encontró encaramado en una estructura temerariamente estrecha que rodeaba toda la zona de la linterna. Miró en dirección oeste.
Era increíble la cantidad de luz. De claridad. De libertad. La panorámica sobre el Atlántico era maravillosa y se extendía a lo lejos hasta el infinito, ampliándose una y otra vez con cada mirada.
El infinito era azul. Todo era azul. Azul zafiro, turquesa, cian, azul claro, celeste más oscuro cerca de la isla, con tonos violeta y azul oscuro en dirección al horizonte huidizo, mientras que en el cielo el efecto era inverso: primero los tonos azulados más oscuros, que se volvían más claros y ligeros conforme aumentaba la altura. Durante un momento se sintió embriagado.
Era como si flotara, como si por arte de magia estuviera suspendido en el aire y a su alrededor solo hubiera agua y cielo. Majestuoso.
A ello se unía otro efecto imponente: desde allí se podía ver..., no, de hecho, se podía comprobar que la tierra es redonda. Esférica. Allí arriba, a cincuenta metros sobre el nivel del mar, justo en medio, se podía apreciar con nitidez que el horizonte estaba arqueado. Esto solo pasaba junto al mar. De pequeño, a Dupin eso le había fascinado, aunque nunca de un modo tan intenso como entonces desde esa atalaya.
—La Chaussée de Sein. —Le Ber, que permanecía muy cerca de él y no le quitaba la vista de encima, le había permitido disfrutar a sus anchas. Manet también se les había unido—. Si se acuerda, ayer desde la barca vimos el primer tramo de estas formaciones escarpadas de granito. —Por desgracia, Dupin recordaba a la perfección todos los detalles—. Se extienden desde la punta de Raz y se prolongan veinticinco kilómetros mar adentro. Île-de-Sein se encuentra a medio camino. Prácticamente al final de la Chaussée está el Ar Men, el faro bretón situado en el extremo más apartado, sobre un peñasco solitario y desnudo en el Atlántico infinito. Por cierto, el faro es obra de Jean-Pierre Abraham, que vivió allí durante muchos años.
El escritor favorito de Nolwenn. Ese que había escrito aquella bonita frase sobre los pescadores.
—Y Henri Queffélec, en su novela Un feu s’allume sur la mer, describe de forma precisa su construcción y la singular sociedad de Île-de-Sein.
Aquel no era momento para disquisiciones literarias, por interesantes fueran.
Dupin avanzó un trecho por la estrecha barandilla.
Pudo mirar entonces en dirección este. La isla parecía un pedazo de tierra extendido. Vista desde esa altura, tenía forma de S invertida. Le vinieron a la cabeza las palabras de la señora Coquil, su «somos tan poca cosa», su temor a que la isla pudiera sucumbir muy pronto bajo las aguas. Entonces la comprendió mejor. Desde allí arriba aquella «poca cosa» parecía aún más frágil, más delicada. Completamente expuesta al océano. Era imposible protegerla. Era un puñado de tierra, hierba, rocas y arena.
—¿Es su primer faro? No está mal, ¿verdad?
Antoine Manet hablaba con tono animado, fresco, vigoroso. Llevaba en la mano una pesada cámara fotográfica.
—Aquí, en las aguas más peligrosas de Europa, los faros son de una importancia tremenda. Recientemente todos ellos fueron declarados monumentos históricos. Salvan vidas. Señalan el rumbo. Proporcionan seguridad absoluta, fiable, inamovible. No hay símbolos más poderosos. Son auténticos mitos. Subo todos los días aquí, si es posible a la misma hora, y hago fotografías. Es una tarea de documentación, una empresa ambiciosa.
Era evidente que no quería profundizar en ello.
Y Dupin no iba a pedírselo.
Le Ber tomó la palabra. Como no podía ser de otro modo, también conocía la historia de ese faro:
—El faro original, de 1839, era de bloques de granito. Estuvo en funcionamiento todas las noches durante ciento cinco años. Los alemanes lo volaron en 1944. Este es de 1951. Es muy potente, muy luminoso. Se ve incluso a cincuenta y cinco kilómetros de distancia. Sin embargo —su voz se volvió casi sentimental—, el corazón de los isleños sigue apegado al faro antiguo. Por cierto, los dos edificios que hay a derecha e izquierda albergan la central eléctrica y la planta desalinizadora. Ambas necesitan combustible para funcionar.
—Para la gente de aquí la historia de la isla es, en realidad, la de los temporales, las tempestades y las inundaciones. —El alcalde en funciones se apoyó con los brazos en la barandilla y contempló pensativamente el pueblo.
De hecho, como ya sabía Dupin, eso también se podía decir de toda la Bretaña. Las tempestades dividían la historia como si se tratara de grandes batallas, guerras u otros acontecimientos políticos importantes. Había cientos de libros al respecto; todos los años las revistas bretonas publicaban ediciones especiales con títulos como Grandes tempestades, Las tempestades del siglo, Las mayores tempestades de todos los tiempos.
—En 1756 un tornado pasó por Île-de-Sein y provocó una marea enorme; las olas abatieron la isla durante días y el duque de Aiguillon ordenó evacuarla. Pero los supervivientes se negaron y se refugiaron en sus desvanes. El mar se llevó consigo una tercera parte de la población. 1761, 1821, 1836, 1868, 1879, 1896, y otras más. Esas son las fechas importantes. —Por el modo en que Manet se expresaba, aquellas pérdidas no parecían derrotas, sino victorias. Grandes victorias: actos de autoafirmación. Habían plantado cara a los elementos, una y otra vez—. Las últimas inundaciones graves en la isla se produjeron entre finales de 2013 y principios de 2014. Fue un infierno. El mar rugía. El suelo de la isla se agitaba, igual que las paredes de las casas. Una ola arrastró una parte de la sujeción del muelle, de cinco toneladas de peso, la desplazó un metro; y un enorme saco de arena se elevó por los aires como si fuera una pluma y mató a un hombre. —El rostro de Manet se ensombreció—. El futuro nos deparará cada vez más infiernos. Y cada vez la isla pierde un metro de tierra.
Era tremendo: a pesar del fantástico tiempo de verano y del mar calmado de ese día, resultaba fácil imaginar aquello, ya que en aquella isla tan peculiar los extremos estaban muy próximos.
—Las liebres también contribuyen a la debacle. Excavan la tierra y, al hacerlo, aceleran la erosión. Como los turistas, que se llevan piedras de las playas de recuerdo y que nosotros reponemos con un gran esfuerzo.
Manet tenía un modo impresionante de explicar las cosas, con un tono banal y, sin embargo, conmovedor. Dupin se sobrepuso a esa sensación.
—Se han producido novedades, señor Manet. Novedades decisivas. Creemos que Kerkrom y Darot...
Se interrumpió y no terminó la frase.
Al hablar le vino a la cabeza que antes de hablar de eso era preciso hacer otra cosa. Y, además, de inmediato. Le Ber y el muchacho tenían razón: esa noche Kerkrom y Darot tuvieron que haber llevado ese objeto a algún sitio.
A algún lugar de la isla.
Y esta, tal y como se apreciaba desde ahí arriba, no era grande.
—Lo que quería decir es que me gustaría volver a hablar con usted, señor Manet. ¿Le parece que nos reunamos más tarde en Le Tatoon? —Miró el reloj—. Le llamaré en cuanto tenga tiempo.
El médico de la isla lo miró divertido.
—Por supuesto, aunque por mí —añadió sonriendo—, podríamos hablar ahora mismo.
—Más tarde en Le Tatoon. Perfecto.
Dupin se dio la vuelta y, sin decir nada más, entró en la linterna.
Le Ber se encogió de hombros y lo siguió.
Bajó la escalerilla rápidamente. Tenía prisa.
—Jefe, tiene que ir con mucho cuidado. Sea prudente.
Ya había llegado a la escalera de piedra. Le Ber se quedaba cada vez más atrás.
Ya abajo, Dupin aguardó a su inspector.
—¡Quiero ver las casas! ¡Y regresar a los cobertizos!
Le Ber no dijo nada, pero en su rostro se reflejó un gran alivio al ver que los escalones empinados no habían significado el fin de Dupin.
—¿Está pensando dónde podrían haber llevado la cruz?
—Vamos a olvidarnos de Ys y de todos esos cuentos. ¿De acuerdo, Le Ber? —Habló con firmeza, pero sin resultar desagradable—. Ahora nos concentraremos por completo en la idea de que el «objeto» podría ser un fragmento de la barca hundida.
Se encaminaron con paso rápido hacia la salida. Se oían ruidos procedentes de las salas de máquinas, una especie de golpes amortiguados.
—Seguramente llevaron esa pieza de noche a un lugar donde permaneció bastante tiempo. Tal vez hasta el momento de los asesinatos, hasta que el asesino se hizo con ella. O puede que no la haya encontrado aún y siga ahí.
Le Ber frunció el ceño:
—Lo malo es que tenemos que encontrarla. Todo depende de ella. De lo contrario, son puras especulaciones.
Ya habían salido a la calle.
Dupin prosiguió a paso ligero sin decir nada en dirección a la aldea.
Al poco rato se encontraron frente a la casa de Darot.
El comisario y su inspector habían permanecido en silencio el resto del camino.
Entonces sonó el móvil de Dupin.
Labat.
—¿Diga?
—¿Es usted, señor comisario?
Después de unas cuantas llamadas prometedoras, de nuevo había regresado esa costumbre suya tan irritante.
—¿Qué ocurre, Labat?
—Estamos en la punta del puerto. Muelle norte. En el dique principal. La señora Gochat y yo.
Casi lo había olvidado.
—De acuerdo. Ahora voy. Pero tardaré un poco.
—¿Qué quiere decir con un poco?
Dupin colgó.
Se volvió de nuevo a Le Ber:
—Venga. Vamos a examinar la casa.
Era una construcción pequeña pero muy bien cuidada. Seguramente no hacía mucho que la habían pintado, porque las paredes blancas eran luminosas y limpias. Había una banda estrecha de hierba seca y un muro de cemento pintado de blanco que llegaba a la altura de la cadera.
—Por cierto —Le Ber miró a un lado y a otro—, los vecinos no notaron nada raro, tampoco ayer por la mañana.
Dupin soltó la cinta policial de la cancela, que tenía un aspecto ridículo, y la abrió.
No fue directamente a la puerta de entrada a la vivienda, sino que se dirigió a la parte posterior de la casa. Allí la tira de hierba era el doble de ancha que delante, de modo que se podía considerar como un jardín.
Dupin se sintió decepcionado. Ni cobertizo, ni anexo. Nada. Lo único extraordinario allí era la vista: unas cuantas peñas de granito de forma extraña y, detrás, el Atlántico resplandeciente.
Junto a uno de los ventanales encontró la estrecha puerta de la terraza. Dupin comprobó el tirador. No estaba cerrada.
Entró en la vivienda con Le Ber extrañamente pegado a él. Al acecho. Con expresión tensa.
Se encontraban en la sala de estar, que hacía también las veces de comedor: era una estancia agradable, con las paredes pintadas de color azul celeste, un sofá amplio y de aspecto ajado situado en la esquina opuesta, una mesita baja repleta de revistas y un sillón orejero orientado para poder contemplar el bonito paisaje a través del ventanal.
Dupin echó un vistazo a las revistas. Eran publicaciones especializadas. Todas dedicadas al submarinismo: DiveMaster, Plongée, ScubaPeople, Diver. Hojeó las revistas de papel satinado.
Abrió a continuación una puerta estrecha y al atravesarla se encontró en la cocina, una habitación alargada y no más ancha que la propia puerta. Restos de cruasán en un plato. Una taza al lado.
Un pasillo corto conducía a una escalera empinada que llevaba al segundo piso. No había trastero ni armario. Era una casa diminuta. Arriba había un dormitorio pequeño y una habitación minúscula que parecía estar en desuso. El baño disponía de una ventana sorprendentemente grande orientada hacia el mar. Junto a la bañera, una mesita con una taza y más revistas.
Allí había vivido alguien, los rastros del día a día eran visibles. En todos los casos, siempre, esa era una sensación inquietante.
—No pudo traerse nada aquí. Al menos nada del tamaño que dijo el muchacho.
Le Ber resumió con tono decepcionado sus conclusiones en cuanto Dupin volvió a la planta baja.
Cinco minutos después, el comisario y su inspector se encontraban ante la casa de Kerkrom.
La vivienda era bastante más grande. Era de piedra de color gris claro. La ubicación era semejante a la de Darot, con una vista impresionante en la parte posterior. También el terreno era más amplio y estaba rodeado por un muro de piedra medio derruido. La puerta de entrada era azul. En el jardín había un anexo de techo recto, ante el que destacaba una terraza de madera con una mesa, dos sillas, dos tumbonas de madera y tres macetas de terracota con unas camelias que, considerando el clima de la isla, estaban muy crecidas. La terraza estaba algo elevada y tenía una escalera de madera empinada para acceder hasta ella. Dupin estuvo a punto de tropezar. Aquel era un jardín de verdad, y que, además, a diferencia del de Darot, se usaba. De todos modos, esta última apenas llevaba unos meses en la isla.
Le Ber recorrió con la mirada el espacio entre la casa y el anexo.
—Tal vez —dijo— esa noche solo ocultaron el objeto en un escondite provisional para luego llevarlo a otro sitio.
—Pero entonces el peligro de ser vistas habría aumentado. No creo que haya tantas posibilidades en esta isla. Edificios, lugares, sitios a los que solo ellas tuvieran acceso, emplazamientos especialmente seguros.
Dupin intentó abrir la puerta del anexo. Era una puerta de madera de aspecto provisional y que parecía hecha por alguien inexperto. Le bastó con levantarla con un poco de fuerza para abrirla.
Justo a la derecha había otra puerta estrecha. Estaba abierta; varios escalones conducían desde ahí hasta la vivienda principal. Una pequeña ventana situada en una esquina iluminaba el anexo con una luz difusa; a la derecha había un interruptor que accionó una bombilla desnuda que apenas lograba hacer su función. Sin embargo, era suficiente para ver lo que Kerkrom guardaba en la estancia. Cerca de la entrada había un buen número de jaulas para bogavantes que, a diferencia del cobertizo de Kerkrom en el puerto, estaban cuidadosamente apiladas, igual que el resto de las cosas, que parecían observar un cierto orden. Junto a las jaulas había un montón de boyas de distintos tamaños y colores.
Dupin rebuscó entre las jaulas y detrás de ellas. Y movió también algunas boyas. Más atrás había tres armarios viejos en los que se apoyaban las cañas. En el centro de la estancia había un espacio desocupado. Olía a fruta pasada, fermentada; un olor de la infancia para Dupin. Así olía la antigua casa de la familia en el pueblecito del Jura del que procedía su padre. Al fondo de la habitación distinguió una cesta grande de manzanas que descansaba en el suelo.
Le Ber había empezado a abrir armarios.
Dupin se colocó en el centro de la estancia. Lo examinó todo sistemáticamente con la mirada. Si ese objeto era tan grande como había dicho el muchacho, esconderlo no habría sido fácil. Incluso los armarios estaban demasiado pegados a la pared como para poder ocultar algo detrás de ellos.
—En los armarios hay provisiones, comida, papeles antiguos. Todo está muy bien ordenado.
El suelo era de tierra compacta.
—Mire esto. —Le Ber sacó algo de entre las jaulas de bogavantes; Dupin lo acababa de ver también. Era un bastidor con dos ruedas grandes y de unos cincuenta centímetros de altura—. Es un remolque. Para canoas y kayaks. —De pronto, Le Ber se quedó quieto, como electrizado. La voz le vibró al hablar—. Es muy nuevo. No hace mucho que lo tenía. Con una cosa así es posible transportar perfectamente una cruz grande y pesada.
Dupin se había acercado al inspector.
—¿Lo ve, jefe? Solo tiene que acercar el remolque a la... —Dirigió una mirada de disculpa a Dupin—. Al objeto pesado, apoyarlo aquí, levantarlo y prácticamente se desliza solo sobre el soporte y se puede llevar a cualquier parte. Es muy práctico. De aluminio cromado, muy ligero y maniobrable.
Le Ber y su sentido práctico. Dupin se estremeció; la idea del inspector era brillante.
El comisario se puso en cuclillas para ver el remolque con más detenimiento.
De pronto se incorporó.
—Vamos a examinarlo mejor con la luz de fuera.
Le Ber lo sacó con facilidad del anexo; no era muy grande y la puerta no supuso ningún problema.
Al instante se dedicaron a inspeccionarlo.
—Es nuevo, casi no tiene señales de uso. La pintura está intacta en todas partes; yo diría que debe de tener como máximo dos semanas. Aquí —Le Ber señaló con el dedo un lugar—, justo donde se habría colocado el objeto, entre los protectores de goma, a derecha e izquierda, en el lugar donde estaría la canoa o el kayak, hay unos arañazos muy marcados. Verdaderas rozaduras.
Dupin también se había percatado de ellas.
Increíble. El hormigueo iba en aumento. Miró detenidamente los arañazos en la pintura verde oscuro. Eran profundos al tacto.
—Le Ber, pregunte en correos. Kerkrom tuvo que comprar el remolque en tierra firme o hacérselo traer en un paquete grande. Quiero saber cuándo. Si nadie de correos recuerda un paquete de grandes dimensiones, hable con los del ferri. —Reflexionó un momento—. O tal vez lo recogiera ella con su barca.
El inspector ya tenía el móvil en la mano.
Dupin volvió a examinar los arañazos intentando imaginarse el procedimiento que había descrito Le Ber. Ni en la casa de Darot ni en la de Kerkrom habían visto ninguna canoa o kayak.
—Señora, aquí el inspector Le Ber... En efecto, el de ayer por la noche con el certificado de Céline Kerkrom. Sí. Verá, tenemos otra pregunta... No, no. Es otra cosa. ¿Céline Kerkrom recibió hace poco un paquete voluminoso de —hizo una pausa— un metro ochenta centímetros? Y más o menos... —No acabó la frase. La respuesta había sido inmediata— ¿De veras? ¿Y ese fue el único paquete grande? Un envío de una conocida tienda de náutica de Douarnenez. ¿Y le sorprendió que Kerkrom necesitara un remolque? Claro, claro. En efecto, como no tenía kayak ni canoa... No, no. Ahora sin duda ya no lo necesita. Una desgracia, sí, sí, muy triste..., Ha sido usted de gran ayuda... No, lo siento, no puedo decirle por qué. Pero, claro, sí, sí. Ha sido usted de muchísima ayuda. Muchas gracias.
Aquel «Muchas gracias» pretendió ser el final de una conversación telefónica difícil de terminar; Le Ber no parecía confiar por completo en su efecto y, por si acaso, colgó de inmediato.
—Dice que...
—Lo he oído todo, Le Ber.
Dupin paseaba intranquilo de un lado a otro de la terraza. Era abrumador: el pescante, el radar de altas prestaciones, el remolque... Pero continuaban siendo indicios muy vagos y especulativos, que sustentaban además una teoría tremendamente vaga e hipotética y que, de momento, solo podía aplicarse a una parte de las actividades delictivas. De todos modos, tenía que haber personas implicadas en el contrabando de tabaco y, sin duda, formaban parte de un sistema muy sofisticado. Integral. Un sistema que utilizaba otro ya existente para funcionar, como un puerto, por ejemplo, o la pesca.
Necesitaban indicios más sólidos. Algo que fuera realmente definitivo. Le Ber estaba en lo cierto: tenían que encontrar lo que fuera que hubieran hallado Kerkrom y Darot. De lo contrario, todo aquello no sería más que una quimera.
Le Ber apartó el cordón policial de la puerta que llevaba de la terraza a la vivienda.
—Jefe, yo puedo examinar la casa solo. Quiero decir, bueno, que no hace falta que esté usted. La directora del puerto le está esperando. Lo miraré todo a fondo y le informaré de inmediato.
Le Ber tenía razón. Por desgracia tenía que marcharse.
En pocos segundos el humor de Dupin se había venido abajo. Era una pequeña depresión investigadora que sentía no pocas veces después de que un momento de euforia en las pesquisas no le permitiera ver de inmediato las cosas más claras. Además, la conversación con la soliviantada directora del puerto seguramente iba a ser muy desagradable. De todos modos, era importante.
Dupin se dio la vuelta para marcharse.
—Y no le diga nada a nadie, Le Ber. Sobre nada.
—Jumeau ya sabe que buscamos algo y que sospechamos que Kerkrom y Darot lo encontraron.
—Lo sé —rezongó Dupin.
De camino al faro se había enfadado mucho consigo mismo. Aquello había sido algo en exceso irreflexivo. Una tontería. Había muchos motivos para pensar que habría sido mejor que nadie supiera nada sobre esa suposición. Sin embargo, ahora tal vez estaba en boca de todo el mundo, aunque Jumeau no era precisamente una persona dicharachera.
—Hasta luego, Le Ber.
Segundos después ya estaba en la calle. Se encaminó de mala gana hacia el puerto, mientras se decía que cuando mejor se hacía frente a los momentos desagradables era después de que ya se habían superado.
Se detuvo de golpe tras recorrer apenas unos metros. Le acababa de venir una idea a la cabeza.
Dio la vuelta al instante.
Entró en casa de Kerkrom por la entrada principal. En teoría solo tenía que atravesar la casa: un pasillo y sala de estar-comedor. Llegó al anexo a través de la puerta estrecha abierta con la escalera empinada.
—¿Le Ber?
Gritó de forma enérgica por la casa. No había visto al inspector.
Tuvo que esperar un instante.
—Estoy aquí, jefe. Ya vengo. Estaba en la cocina; hay una pequeña despensa. Pero no hay nada. Solo una cantidad increíble de leche, copos de avena y agua Volvic.
Se acercó a Dupin mientras hablaba.
—¿Qué hay de la señora Gochat?
—Antes quiero probar una cosa.
Dupin asió el remolque que Le Ber ya había colocado de nuevo en su sitio, junto a las jaulas de bogavante.
—Acompáñeme.
Tiró del remolque hacia la terraza y lo guio hasta el borde. Recorrió con la mirada la casa, el jardín y el anexo una y otra vez.
—Posiblemente, esa noche alzaron ese objeto envuelto con el pescante, lo colocaron en el remolque —continuó mientras iba pensando— y lo llevaron de inmediato a un lugar seguro. Para facilitar las cosas, tenían que evitar las escaleras empinadas e ir rápidas, porque en cualquier momento podía aparecer alguien y hacer preguntas.
Dupin levantó el remolque con una mano por encima del borde de la terraza, lo dejó sobre la hierba y dio la vuelta a la casa con él mientras Le Ber lo seguía con curiosidad.
—Solo la entrada principal está a ras de suelo. —El comisario hablaba concentrado. Aquello se le acababa de ocurrir.
Abrió la puerta de entrada con un golpe. Tampoco era muy ancha.
Ahora se vería.
Funcionaba. El remolque pasaba sin problemas.
—El objeto —comentó Le Ber— no debía sobresalir mucho para poder pasar. Pero si partimos de la base de que tenía forma de cruz y que verticalmente medía unos ciento cuarenta centímetros, en horizontal no pasaría de los ochenta. Sí, habría sido factible.
Dupin se quedó quieto, en silencio. Del pequeño vestíbulo salían tres puertas.
Delante, en dirección a la sala de estar por la que se accedía al anexo y a su escalera empinada; luego estaba la puerta que llevaba a la cocina y, a la izquierda, la que daba al baño.
Llevó el remolque hasta la sala de estar.
Si había pasado por algún sitio, tenía que haber sido por ahí.
Era una sala de estar-comedor con una mesa de madera antigua y rústica. Suelos de madera que crujían al pasar. Un sofá mullido con una funda de terciopelo. Paredes decoradas con pinturas de trazo tosco, pero artístico: cangrejos, bogavantes, sardinas. De intensos colores atlánticos que daban a la estancia un ambiente alegre y feliz. Había también una vitrina antigua. A la derecha, una puerta cerrada.
Dupin miró a su alrededor.
¿Dónde ocultar allí un objeto voluminoso?
Se acercó al sofá. Estaba demasiado cerca de la pared. Aun así, lo intentó. También la separación respecto al suelo era insuficiente. Pero también lo comprobó.
Nada.
Abrió la vitrina.
Le Ber examinaba la mesa y su tablero.
—Madera maciza.
Dupin lo miró todo otra vez mientras pensaba febrilmente.
Entonces volvió a coger el remolque y lo llevó hacia la puerta cerrada.
Era un dormitorio lleno de luz. Con vistas al jardín, a las rocas y al mar. Entró arrastrando consigo el remolque. También cabía sin problemas.
Una cama doble, dos sillas de madera a modo de percheros, un armario antiguo, una mesilla de noche y, de nuevo, ese suelo de madera gastado.
Le Ber se acercó de inmediato al armario y lo abrió.
—Nada.
—¡Maldita sea! —exclamó Dupin—. Tuvieron que llevarlo a algún sitio.
Se quedaron de pie un rato sin decir nada.
Luego Dupin se acercó a la cama.
Se arrodilló y miró debajo de la cama. Tuvo que girar la cabeza y apoyarla casi lateralmente en el suelo.
Tampoco allí había nada.
Nada excepto polvo. Mucho polvo. Pelusas espesas. Toda la habitación presentaba una fina y visible capa en el suelo, pero ahí, debajo de la cama, el polvo se había acumulado a base de bien.
—¡Por todos los diablos! —masculló, frustrado.
—Jefe, se me ha ocurrido otra cosa. —Le Ber usó un tono cauteloso, pero apremiante—. Si al final la muestra de material tiene algo que ver con los acontecimientos de este caso, la tuvieron que obtener de algún sitio, ya sea en tierra o bajo el mar. —En su voz asomó entonces cierta obstinación—. Y seguramente usaron herramientas.
Dupin frunció el ceño.
—Volveré a mirar en el anexo.
Por él, Le Ber podía hacer lo que le pareciera.
Dupin estaba a punto de ponerse de pie cuando algo le dejó perplejo.
Sin darse cuenta, volvió a inclinar la cabeza hacia el suelo con una mirada de profunda concentración.
No. No estaba confundido.
No había duda.
Al otro lado de la cama, la capa de polvo en el suelo finalizaba de golpe; apenas había reparado en ella antes. Y dibujaba una línea recta.
Allí habían limpiado el polvo. Era absolutamente evidente.
Se puso en pie de inmediato y fue hacia el otro lado de la cama.
En ese lado había una mesita de noche de madera con dos paquetes de pañuelos de papel, un libro y una crema de manos junto a una delicada lámpara de noche.
Desde la mesita de noche al rincón de la habitación había aproximadamente un metro y medio. La pared era de color blanco con revoque grueso, como en el resto de la casa. Y, además, tal como se apreciaba con más claridad allí, el suelo estaba limpio e inmaculado.
Era fácil llegar hasta ahí con el remolque; era un recorrido cómodo por la casa.
De nuevo, Dupin volvió a ponerse en cuclillas con cuidado. Intentó imaginárselo con la máxima precisión y dejó que su mente trabajara de forma precisa. Examinó con atención las lamas anchas del trozo de suelo en el rincón comprendido entre la cama y la pared. De forma sistemática. El lugar donde ese objeto tendría que haber descansado, aunque lo más plausible era que hubiera estado de pie. Porque desde el remolque solo habían tenido que colocarlo contra la pared. Eso habría sido lo más lógico.
Dupin se arrodilló. Con cuidado y muy lentamente se fue deslizando de esa guisa hacia la ventana, con los ojos clavados en el suelo.
Al cabo de unos instantes se detuvo.
Lo vio de pronto.
Claramente.
Un arañazo.
Un buen arañazo. Una muesca de unos quince centímetros. Dupin se acercó más. Lo tocó, lo palpó, pasó el índice por encima. Era una ralladura profunda, de medio centímetro, y de borde afilado. El objeto debía tener un canto desnudo. Y, además, tenía que pesar mucho.
El suelo de madera, evidentemente, presentaba muchos arañazos y marcas por varias décadas de uso. Sin embargo, no cabía duda de que esa muesca era reciente porque el lugar donde se había hundido la madera tenía un tono más claro y era más porosa.
Dupin la examinó un buen rato.
Luego levantó la mirada.
Hacia la pared.
Intentó calcular la altura a ojo. El objeto habría estado un poco inclinado para facilitar su estabilidad.
Entonces la vio.
Una marca en la pared blanca.
Horizontal, de una longitud casi igual que la de la ralladura en el suelo. Solo que ahí era mucho más fina, apenas una línea. Con todo, y eso era lo decisivo, se veía sin problemas.
Dupin se deslizó un poco hacia atrás. Analizó alternativamente los dos puntos. Estaba un poco mareado. En efecto. Allí se había alzado algo. Una cosa maciza. Era evidente.
Habían encontrado el lugar.
Pero ¿qué podía haber habido allí?
¿Un madero pesado de barca con un número de identificación? Los motores también tenían piezas con bordes desnudos: de metal: hierro, aluminio... La pregunta era: ¿un madero de barco podía pesar tanto? ¿Y un motor dejaría marcas como esas en ambas partes?
Dupin notó una sensación extraña que se sumaba al mareo.
Todavía de rodillas, se deslizó vacilante un poco hacia la izquierda.
Allí no se veía nada. En absoluto. Dupin se sintió casi aliviado.
Por si acaso, se dijo, miró también a la derecha.
También a ese lado estudió atentamente la pared.
Había algo.
Era innegable.
No era una muesca alargada como la de arriba, pero sí puntiaguda. Apenas medía un centímetro y también presentaba los bordes cortantes.
Todo aquello era demasiado fantástico, absolutamente descabellado. Lo curioso era que encajaba a la perfección.
—Jefe —Le Ber entró en el dormitorio con expresión compungida—, no he encontrado nada.
—Vale —respondió Dupin ensimismado.
—¿Por qué está usted de rodillas en esa esquina?
Se levantó con rapidez y habló con voz ausente:
—Trajeron el objeto aquí, Le Ber. Exactamente aquí.
El inspector lo miró con expresión de incredulidad.
—Venga, se lo enseñaré.

 

 

 

Labat había escogido uno de los bares del muelle norte, donde llevaban más de una hora esperando al comisario.
La directora del puerto arremetió con dureza contra él antes incluso de que Dupin hubiera tomado asiento. Estaba fuera de sí.
El comisario se mantuvo imperturbable. Solo habló para pedir dos cafés cuando la camarera se le acercó. Le alegró que estuvieran a solas; de momento no había ninguna otra mesa ocupada.
Le Ber, entretanto, se ocupaba de que la policía científica analizara las marcas en el suelo y la pared. Había llegado a la misma conclusión que Dupin y, aunque se había mostrado bastante más alterado que el comisario, había reprimido toda referencia a Ys; de hecho, contuvo cualquier expresión de júbilo.
—Eso le va a costar muy caro, comisario. Ha sido coacción. Un acto de arbitrariedad policial. ¡Ponerme en la encrucijada de elegir entre venir sin mi abogado o ir a prisión preventiva! —La mujer había bajado un poco el tono de voz, aunque no había perdido ni un ápice de su desprecio y su agresividad—. Estos son métodos propios de una dictadura.
—Estoy convencido de que el inspector Labat —respondió Dupin, reclinándose en el asiento y dirigiendo una señal de solidaridad hacia el inspector— jamás ha indicado tal cosa. Nada más lejos de su intención. Y de la nuestra. —Pasó de hablar con una arrogancia manifiesta a expresarse de forma categórica—: Señora Gochat, tiene usted suerte de seguir libre. Me va a costar mucho justificarlo ante mis superiores, y también ante la fiscalía. —Algo, de hecho, absolutamente cierto. Hacía rato que Dupin no pensaba en el prefecto—. Hemos encontrado el arma del crimen en su casa y tenemos la declaración de un pescador que dice haber seguido a la primera víctima por órdenes suyas. Y hay además una serie de informaciones que nos ha ocultado. Estos son hechos.
—Mi abogado...
—No va a seguir mucho tiempo en libertad si no habla. Usted decide.
Ella sabía algo. Dupin estaba convencido de eso. Y podía ser, sin más, la persona que estaban buscando.
La señora Gochat lanzó una mirada fulminante al comisario, pero calló.
—Saldrá de la isla bajo custodia policial. Ante la contundencia de los hechos no me queda más remedio. —Dupin se estaba divirtiendo—. Independientemente de mi opinión personal.
Para entonces en los ojos de la mujer brillaba un odio puro; tenía el rostro pálido y la expresión descompuesta.
Levantó la barbilla con gesto desafiante.
—Soy inocente. No he matado a nadie. Eso es todo lo que tengo que decir.
—¿Dónde está el hallazgo, señora Gochat?
Por una milésima de segundo, de forma casi imperceptible, ella se sobresaltó.
—¿Dónde está el hallazgo? —repitió Dupin con tono duro.
—No sé de qué me habla.
—¿Dónde está?
—No tengo nada que decir. En absoluto —bufó ella. Labios fruncidos. Pupilas contraídas. La mirada clavada al frente. No andaba escasa de coherencia.
Entretanto la camarera había servido los dos cafés; Dupin notaba su aroma tentador ante él.
—En ese caso, aquí termina nuestra charla.
Se tomó con parsimonia un café y luego el otro. La señora Gochat lo miraba atónita. Tras el último sorbo, él se levantó.
—¡Esto es inaudito! —De nuevo ella parecía estar a punto de perder los nervios.
Dupin, completamente impasible, se volvió a su inspector para darle instrucciones:
—Haremos lo que habíamos acordado. —Dupin hacía como si la directora del puerto no estuviera presente—. La soltaremos. La detendremos en el momento que nos parezca oportuno.
Se dio la vuelta y se marchó.
—¡Ah, Labat! —Dupin ya había bajado de la terraza—. Hable con Le Ber para que le ponga al día de la investigación. —Dupin se percató del sobresalto de Labat al oírle hablar de un hallazgo, aunque el inspector había guardado muy bien la compostura.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer ahora? —Oyó que preguntaba Gochat a sus espaldas—. ¿En esta desgracia de isla? El ferri no saldrá hasta pasado el mediodía. ¡No me puede dejar aquí tirada sin más!
Dupin no se molestó en aminorar el paso. Que el comisario concluyera los interrogatorios de forma brusca era algo que ocurría en todas sus investigaciones, aunque aquí parecía haberse convertido en la norma, lo cual, sin duda, se ajustaba a la compleja naturaleza del caso. Estaba de un humor de perros. Con todo, sabía que era mejor que adoptara una actitud positiva, por muy odiosa que le resultara esa expresión.
Recientemente, en una terrible noche de insomnio en la que Claire, de nuevo, estaba de guardia, vio un documental sobre el primer americano que llegó al polo sur a pie, sin apoyo técnico, en cuarenta y seis días de locura. Regresó medio moribundo, pero lo logró. Cuando le preguntaron cómo había conseguido ponerse en marcha todas las mañanas, a pesar de sufrir congelaciones graves, dolores tremendos e impedimentos de todo tipo, como cambios bruscos en la climatología y averías en el trineo, él respondió: «Solo me permitía pensamientos orientados a lo positivo de cada situación y no hacía caso de los negativos». Aunque parecía sencillo, a Dupin esa noche, a las dos y media de la madrugada, le había impresionado mucho oírlo.
Se esforzó con todas sus fuerzas en concentrarse en lo positivo, es decir, en que el objeto había estado ahí. Y, lo que era más importante, ¡existía! Ese era el factor crucial, además de un gran progreso. Ya no se trataba de una hipótesis sin más. Las dos mujeres habían encontrado algo y el caso giraba en torno a eso. Esa era la historia que tenían que investigar. Dupin estaba convencido de ello. Había demasiados indicios, demasiadas historias secundarias que casaban a la perfección, a pesar de que aún no tenían ninguna prueba. Y eso, incluso bajo una óptica positiva, era algo que necesitaban desesperadamente. Tenían que encontrar el hallazgo.
Dupin conocía ese momento arriesgado que tenían todas las investigaciones: aquel en que era urgente centrarse en algo concreto porque, de no hacerlo, seguro que no se conseguía nada, a pesar del riesgo de que luego todo cambiara por completo. Existía la posibilidad, por supuesto, de seguir una pista falsa y equivocarse estrepitosamente, pero eso no le inquietaba. Eso jamás le había dado miedo.
Había llegado al espacio del puerto que quedaba entre los dos muelles, donde estaban los cobertizos. Se detuvo. Estaba justo en el lugar donde Kerkrom solía atracar su barca. Como siempre, se situó demasiado cerca del agua. Volvió la mirada hacia el puerto.
Se había decidido. En efecto. Todo giraba en torno al hallazgo. La pregunta era si realmente consistía en parte de una barca hundida a propósito. De hecho, también él se había aferrado a esa posibilidad. Pero ¿y si Kerkrom y Darot de verdad hubieran encontrado un objeto arqueológico en el fondo del mar? En principio, Dupin nunca había tenido problemas con ideas o teorías extraordinarias, caprichosas o descabelladas, relacionadas con una investigación, y menos aún desde que estaba destinado en la Bretaña. En caso de duda, la realidad superaba con creces la fantasía, sobre todo cuando se trataba de cuestiones absurdas o inauditas. No era un novato: que las cosas parecieran desatinadas o incluso ilógicas no era un argumento frente a la realidad. Con todo, había una clara línea que separaba la temeridad y la ficción. No se podía contemplar la posibilidad de Ys. En todo caso, se podía tratar de un hallazgo arqueológico de gran magnitud, de los que todos los años se producían docenas en Francia. Siempre había algún artículo al respecto. Aunque fuera una cruz.
Dupin se espabiló y se puso en marcha de nuevo. Tenía una sensación rara. Quizá fuera esa isla. Debía mantener la cabeza fría.
Había dos posibilidades sobre quién podía haber sacado el hallazgo de la casa de Kerkrom. La primera: la propia Kerkrom junto a Darot. Pero ¿adónde lo habían llevado? ¿A otro lugar de la isla? ¿Quizá a un sitio que más tarde el asesino había encontrado? ¿O bien, cosa también posible, a un lugar donde seguía estando porque el asesino no había dado con él? Y luego estaba la segunda posibilidad: que el asesino se hubiera llevado el hallazgo de la casa de Kerkrom inmediatamente después de actuar y lo hubiera sacado de la isla. Aunque, bien pensado, cabía también otra opción: que lo hubiera dejado allí y luego lo hubiera recogido. En cualquier caso, si lograban hacerse con ese objeto, este los conduciría, más pronto o más tarde, al asesino. No le cabía la menor duda.
Sacó el teléfono.
—¿Le Ber? ¿Dónde está usted?
—Detrás de usted, jefe. Justo detrás.
Dupin se dio la vuelta. Tenía al inspector a menos de quince metros de él.
—Lo estaba buscando en el muelle norte.
Le Ber no hizo ademán de colgar. Dupin, sí. Impaciente, se acercó a su inspector.
—Necesitamos llevar a cabo una inspección sistemática de toda la isla. De todos los escondites posibles. Todos los edificios abandonados, los cobertizos vacíos y lugares similares. —Se detuvo un momento para pensar—. Y también la capilla y la iglesia. Salas de edificios públicos que se utilicen poco o nunca.
—Es posible que la hayan sacado de la isla.
Dupin estuvo a punto de reprender a Le Ber por ese «la», pero prefirió dejarlo estar. No serviría de nada.
—Es posible. ¿Cuántos colegas tenemos ahora en la isla?
—Ocho.
—Bien. Por cierto, ¿para qué quería verme?
De nuevo se dirigían al muelle sur.
—Ah, sí. Hoy la isla parece haberse convertido en un gran punto de interés.
Dupin lo miró sin comprender.
—Nuestro capitán pirata Vaillant acaba de atracar ahí delante, en el dique. Y Jumeau se ha encontrado con el jefe de bolincheurs de Morin, Frédéric Carrière, cuando regresaba a la isla para entrevistarse con usted. Ah, y el director científico del Parc Iroise también ha llegado hace media hora con su barca para hacer la lectura del registro de la estación.
—¿Qué trae por aquí a Vaillant?
—Nadie ha hablado aún con él.
—Hágalo. Hable con él. Quiero que... —Dupin cambió de idea—. No. Déjelo. Que haga lo que haya venido a hacer en la isla. Usted vaya tras él. Sígalo.
—De acuerdo, jefe. Por cierto, a Jumeau le ha parecido que Carrière lo estaba siguiendo. Como sabe, el pescador es de pocas palabras. El otro ha echado la red muy cerca de él, aunque no suele estar por esa zona, porque allí hay poco pescado para él. Todo esto no es casual.
Dupin calibró varias ideas.
—Le Ber, una cosa más. —Intentó adoptar el tono más neutro y frío posible—. Me gustaría que hable en la más estricta confidencialidad con su primo el historiador. Es absolutamente secreto. Pregúntele qué cosas, en su opinión, podrían ser consideradas como hallazgos arqueológicos importantes en esta zona. Que sea concreto. Que le cuente si tal vez alguna historia local o un suceso histórico... —Hizo una pausa al ver la expresión de entusiasmo en la cara de su inspector—. Vale, de acuerdo, por mí puede preguntarle también si quiere por una cruz de oro macizo. Pregúntele por todo aquello que pudiera tener importancia desde el punto de vista arqueológico. —Aquella había sido una frase arriesgada, temeraria; se imponía acotarla—. Solo una cosa, Le Ber, nada de Ys. Hable de lo que quiera menos de Ys. Quiero algo tangible, real, científico.
En la expresión del inspector apareció un amago de protesta, pero logró sofocarla.
—Eso es todo por el momento. Yo...
El teléfono.
Nolwenn.
—Novedades, señor comisario.
Ese tono de voz dejaba entrever dos cosas: que la llamada era importante y que ella no tenía mucho tiempo para hablar. Que era un mal momento pero que no había tenido más remedio.
—He hablado con Carrière, con el director del puerto de Le Conquet donde estaba registrada la barca en cuestión, con las autoridades pesqueras y, finalmente, con el propio Morin.
Detrás de Nolwenn se oían puertas de coche cerrándose con estrépito. Eran portazos muy enérgicos.
—Lo más interesante es lo que me ha contado el director del puerto. Dice que le sorprendió mucho que aquella barca fuera dada de baja porque la conocía. Estaba impecable. Oficialmente iba a ser trasladada a otro puerto. Pero, según aseguran las autoridades portuarias, de momento eso no ha ocurrido. No se ha registrado ninguna embarcación de Morin con ese número de identificación en ningún puerto.
—¿Qué dicen Carrière y Morin al respecto?
—He hablado más detenidamente con Carrière. Se ha esforzado por mostrarse más o menos colaborador, pero el tema no parece inquietarle lo más mínimo. Dice que aquella barca tenía enormes problemas de podredumbre en el casco. Que la tuvieron que sacar del agua y que se encuentra en un terreno propiedad de Morin junto a otras barcas más pequeñas. Y dice también que la reparación es muy cara y que todavía no está claro si alguna vez la volverán a echar al agua ni cuándo. Le he dicho que nos gustaría ver la barca, y él me ha dicho que se lo pidiera a su jefe.
Aunque a Carrière ese tema no le inquietara, lo cierto es que todo aquello no parecía muy sólido. Y además era justo lo que cabía esperar como excusa.
—El señor Morin, por su parte, se ha mostrado muy circunspecto, aunque no ha sido descortés. En realidad, no ha dicho nada en absoluto. Solo ha afirmado que todo era normal y que, a fin de cuentas, él es quien decide qué embarcaciones son aptas para navegar y cuáles no. A diferencia de Carrière, no ha preguntado por qué nos interesa tanto esa barca. —Dupin ya conocía la actitud de superioridad de Morin. Eso, en sí mismo, no era significativo—. En todo caso, no está dispuesto a permitir una inspección de la embarcación. Ni tampoco ha dicho dónde se encuentra.
Por supuesto.
—¿Cómo se llamaba la embarcación?
Era algo que había querido preguntar todo el tiempo.
Iroisette.
—Averigüe en qué sitios guarda Morin las embarcaciones o partes de las mismas.
—Si hay algo podrido en este asunto, seguro que no lo habrán llevado allí.
Seguramente.
—Y aunque registrásemos todos esos lugares y no lo encontrásemos, eso no significaría, en absoluto, que lo que buscamos esté en el fondo del mar, en algún punto a la entrada de la bahía. —La mente aguda de Nolwenn funcionaba, como siempre, a toda máquina—. Ni siquiera eso sería una prueba.
—¿Y si damos orden de examinar el fondo del mar de la zona?
—Olvídelo. Sería más fácil encontrar una aguja en un pajar. De ser cierto todo lo que estamos hablando, solo queda una posibilidad: encontrar los trozos de embarcación que Kerkrom y Darot descubrieron. Si es que el asesino no los ha hecho desaparecer aún. Sin embargo, señor comisario, también se puede tratar de algo muy distinto. Le Ber me ha puesto al corriente. No lo olvide nunca. ¡Está usted investigando en la Bretaña!
Su tono de voz dio a entender que aquel era el final de su conversación telefónica. Como si hubiera dicho: «Tengo que marcharme».
—El convoy ya está en marcha, señor comisario. Yo avanzo la primera con el coche. Le llamo más tarde.
Y colgó.
Dupin y Le Ber tomaron el mismo camino que habían recorrido hora y media antes, el que llevaba al cementerio del cólera pasando junto a la línea del agua. Dupin pensó que, desde las alturas, a vista de pájaro, como desde la perspectiva de las muchas gaviotas que los sobrevolaban, tenía que ser entretenido verlos ir y venir sin parar por esa pequeña isla.
—¿Qué ha dicho Nolwenn?
Dupin le puso al corriente de las novedades.
—Voy a ocuparme ahora mismo de la operación de búsqueda.
—Le Ber.
—¿Sí, jefe?
Dupin no sabía exactamente cómo decir eso. No quería dar mucha importancia a ese asunto.
—Nolwenn y su tía. Dice que encabezan un convoy. Ellas...
Era mejor dejarlo estar.
—La «gran jornada de movilización» se inicia con una caravana de automóviles que parten de distintos puntos, principalmente, claro está, de Lannion, y que se dirigen todos hacia Quimper. Automóviles, camiones, tractores. Van por la vía rápida de cuatro carriles. —Una especie de autopista bretona y principal vía de comunicación—. Va a dificultar el tráfico durante horas.
Un entusiasmo desacomplejado.
Dupin se esforzó por apartar de sí las imágenes que le vinieron de pronto a la cabeza. Una trabajadora de la policía, funcionaria del Estado, llevando a cabo una acción ilegal durante su horario de trabajo con el fin de provocar un atasco colosal contra el cual la policía tendría que actuar de forma decidida y sin que le quedara más remedio. Una marcha hacia Quimper. ¡Quimper nada menos! La sede de la prefectura.
Lo más inteligente era no preocuparse más de ello. Su inspector parecía compartir esa misma opinión.
—¡Hasta luego, jefe!
Tras el saludo, Le Ber volvió sobre sus pasos.
Dupin siguió avanzando. Se alegró de estar solo.

 

 

 

El comisario se encontraba a medio camino entre el cementerio y el faro. A la derecha estaba el dique, el único que había fuera de las instalaciones portuarias. Allí había amarrada una de esas Zodiac de motores colosales. Le Ber le habría recitado al instante los datos técnicos, los centímetros cúbicos, la potencia, la eslora.
Debía tratarse de Leblanc, que estaba tomando nota de los valores registrados.
Dupin pensó entonces que tal vez sí que fuera buena idea empezar a hablar de forma directa sobre el hallazgo. Incluso tal vez sobre las distintas posibilidades; pero no debía mencionar a Morin al hablar de trozos de una embarcación. De hecho, los isleños se darían cuenta de que buscaban algo cuando los policías empezasen a registrar todos los edificios. Seguramente harían suposiciones descabelladas que, a su vez, se convertirían en rumores. Una operación de búsqueda tan extensa no podía mantenerse en secreto. En ocasiones, utilizada en el momento exacto de un caso, la divulgación repentina ejercía una presión interesante. Activaba algunos resortes. Incluso el mismo Le Ber debería decirles a los policías qué estaban buscando; de hecho, no habían hablado de eso.
En cualquier caso, eso tendría un efecto: el asesino se asustaría. Y, con suerte, haría algo imprudente, precipitado. Incluso se podía recabar ayuda e información de la población. ¿Por qué no darle la vuelta a la tortilla? ¿Anunciar la caza del asesino? Dupin no tenía escrúpulos. La cuestión era solo si era inteligente hacerlo. Si con eso lograrían su objetivo. Porque, claro está, con una acción como esa también se podía obligar al asesino a actuar con la máxima prudencia o incluso a desaparecer. O a permanecer quieto.
Tras abandonar el camino asfaltado, Dupin se encaramó a las imponentes montañas de guijarros en forma de hoz que había junto al dique y que bordeaban la bahía. En la orilla, una construcción pequeña y plana, no muy distinta de los cobertizos de hormigón del puerto, con una caja de acero sobre el tejado y dispositivos técnicos. El dique era más largo de lo que parecía desde lejos y en su extremo había una sofisticada estructura técnica, una especie de jaula alargada que penetraba en el mar. Seguramente aquellos eran los dispositivos de medición.
—¡Señor comisario!
Leblanc apareció al instante por detrás del cobertizo y saludó a Dupin con la mano.
Este se acercó a él.
—¿Algún avance en las pesquisas?
—Conocemos el contexto y el motivo. Sabemos de qué va el asunto. Solo nos queda descubrir el asesino.
—Eso me tranquiliza mucho. —Leblanc bajó la mirada—. Todavía no me hago a la idea. Desde que estoy en la isla no dejo de pensar que Laetitia está a punto de llegar aquí con su barca. —Miró a Dupin a los ojos—. Me figuro que querrá reservarse para usted el relato de lo ocurrido.
—Aún no estoy seguro del todo.
Dupin no había pretendido responder con tanta franqueza. Leblanc tenía una expresión pensativa. Se le notaban las ganas de preguntar, pero no lo hizo.
—Acabo de recoger los valores medidos durante la semana pasada. ¿Quiere ver la instalación de delante, la del dique? Es pequeña, pero fantástica. Proporciona todo lo que hace falta para los análisis más avanzados.
Ahí estaba de nuevo el investigador entusiasta.
—Yo... —respondió Dupin, vacilando—. ¿Y esa construcción plana?
—Es la parte técnica. Forma parte de la estación de medición. Allí hay otros aparatos de medición para el viento, las precipitaciones y la presión atmosférica.
—¿Y no hay nada más?
—Algunos elementos constructivos. Equipo y ese tipo de cosas.
—¿Le importa si echo un vistazo?
—En absoluto. Pero la verdad es que no hay nada que merezca la pena.
Dupin se dirigió hacia el edificio.
Una puerta de acero y un ventanuco orientado hacia el mar. En un rincón, junto a la entrada, una mesa de aluminio con una silla delante. Un portátil conectado a un dispositivo de acero con muchos botones y lucecitas colgado de la pared. Cables que subían por el muro y que salían al exterior a través de un orificio, posiblemente conectados al equipo del tejado.
—Desde aquí recojo todos los valores que proporcionan los instrumentos medidores situados en la parte delantera en el muelle. Valor del pH, nivel de oxígeno, ese tipo de cosas.
Dupin apenas lo escuchaba. Estaba mucho más interesado en la sala.
—Laetitia Darot tenía acceso a este edificio, ¿verdad?
—En teoría sí, claro. Pero creo que estuvo pocas veces. No se me ocurre ningún motivo por el que tuviera que venir. En alguna ocasión recogió los datos por mí. En períodos prolongados de mal tiempo. Pero solo entonces.
Dupin empezó a recorrer con lentitud el recinto. Calculó que medía unos dieciséis metros cuadrados y daba la impresión de no tener luz eléctrica.
En dos de los lados de la habitación había unas piezas de aluminio que seguramente formaban parte de la estructura situada en la zona anterior del dique. En un rincón, un ancla bastante grande y varios bidones de plástico que Dupin supuso que contenían aceite o combustible. En medio de la estancia, sobre el suelo áspero de hormigón, descansaba una escalera de mano. Había polvo por todas partes. En la esquina opuesta a la mesa había una lancha de goma hinchable que, aunque pequeña, parecía profesional.
Leblanc reparó en la mirada de Dupin.
—A veces tengo que arreglar alguna cosa de la estación desde el agua. En esos casos utilizo esa lancha pequeña.
Fuera lo que fuese el objeto que buscaban, no era pequeño. Eso significaba que no era fácil de esconder.
Y que tampoco estaba allí.
—¿Hay alguna otra sala por aquí, un anexo o algo parecido?
—No. Solo esto.
Era evidente que a Leblanc le confundían cada vez más las preguntas de Dupin.
—También me gustaría ver los dispositivos de medición del final del dique.
El hallazgo había permanecido mucho tiempo en el mar, no le haría ningún mal continuar allí. En sí, un lugar tranquilo y resguardado debajo del agua era un buen escondite.
—Perfecto. En otros tiempos hacían falta laboratorios enteros para estas cosas. ¡Venga conmigo!
Leblanc salió del cobertizo. Dupin volvió recorrer la estancia con la mirada y lo siguió.
—¿Laetitia Darot tenía acceso a todas las instalaciones del instituto en Île Tristan?
—En principio sí. Pero, exceptuando la sala del equipo técnico, nunca la vi en ninguna. Como le dije, ni siquiera quería una oficina propia.
Llegaron al dique.
Se oían voces a lo lejos. En realidad, palabras sueltas. Dupin se volvió. Vio a cuatro policías de uniforme recorriendo el camino que llevaba al extremo de la isla. La operación de búsqueda había empezado.
Se le ocurrió entonces una cosa.
Sacó el móvil.
—Un momento, señor Leblanc. Ahora mismo estoy con usted.
El comisario recorrió algunos metros por la playa.
—¿Jefe? —Le Ber hablaba tan bajo que apenas se le oía.
—Sobre todo registre bien el faro. Y los edificios adyacentes a la central eléctrica y la planta desalinizadora.
—De acuerdo. Cuatro compañeros se dirigen a la capilla.
—Los acabo de ver. Que les muestren todas las salas.
—Por cierto —Le Ber bajó aún más la voz—, Vaillant acaba de salir de su embarcación. Va acompañado por tres hombres. Lo estoy siguiendo.