El segundo día
Otra vez el teléfono de Dupin había sonado a
deshora y lo había arrancado del sueño. Uno especialmente
intranquilo y confuso. Cierto que por la noche había caído rendido,
pero poco después se había despertado sobresaltado para luego
quedar sumido en un duermevela de ideas desordenadas y, al final,
volver a recuperar el descanso. Poco antes de la llamada de Labat,
a las 5.07, había sucumbido a un sueño más profundo, que apenas
había durado media hora.
—¿Y no podríamos —balbuceó—, quiero decir,
no tenemos ninguna posibilidad de seguir el rastro del correo
electrónico para saber quién es el remitente?
—Por el momento, eso no es posible. Hemos
enviado el mensaje a los expertos de Rennes.
—¿Dice usted la caseta de jardín de Gochat?
¿Tenemos que registrar la caseta de jardín de la directora del
puerto?
Dupin estaba sentado en la cama, con la
espalda apoyada en el cabezal; adoptar esa posición le había
costado un gran esfuerzo. Aún no estaba en condiciones de demostrar
su malhumor.
—Eso es. —En la voz de Labat se adivinaba ya
una cierta desesperación—. Solo pone una frase: «Registre la caseta
de jardín de Gaétane Gochat». Ni asunto ni remitente. Nada.
—¿Y no hay ninguna pista de lo que podemos
encontrar allí?
—Solo pone eso.
Labat ya había repetido aquello varias
veces.
—Debemos empezar la operación de inmediato.
—La voz del inspector desprendía una energía insufrible—. En una
hora estaré ahí. ¿Dónde está usted, por cierto?
—En Porspoder.
—¿Y qué hace en Porspoder?
Dupin ignoró la pregunta.
—Tal vez sea una broma. De algún idiota con
ganas de divertirse. O del propio asesino, quizá con la intención
de desviar la atención o crear confusión sembrando pistas
falsas.
—Esto podría resolver el asunto al
instante.
Tal vez.
—Y poner fin a la serie de asesinatos.
A Labat le encantaba cargar las tintas. Pero
era cierto. No podía descartarse que esas acciones funestas
prosiguieran.
—De acuerdo. Registraremos la caseta.
—Tendrá que ocuparse de la orden de
registro, señor comisario.
—Peligro inminente —musitó Dupin.
Aunque era siempre una cuestión delicada que
a menudo le había acarreado problemas, los cuales, por otra parte,
le traían sin cuidado, el principio fundamental era que mejor tener
disgustos en el futuro que no actuar a tiempo ahora. En un caso de
emergencia, un fiscal, o incluso un comisario, podían ordenar un
registro si demostraba que para ello se habían dirigido antes a un
juez. Nolwenn se encargaría de eso.
—Me pondré en marcha de inmediato. —Labat
estaba en modo dinámico—. Nos encontraremos en el lugar. Pediré
refuerzos a Douarnenez, vamos a necesitar a algunos colegas.
Dupin no tuvo que pensárselo mucho.
—Usted se encargará de todo, Labat. —Se
apresuró a añadir—: Es decir, queda usted nombrado responsable de
esta importante operación, inspector.
Se produjo un breve silencio. Dupin notó
cómo Labat se debatía entre el impulso de protestar ante la
ausencia del comisario, porque quitaba relevancia a la acción, y el
orgullo de ser designado responsable de una operación que podía ser
decisiva.
—Bien. —El orgullo se impuso—. Le tendré al
corriente de todo.
—Hágalo, Labat. —Y colgó.
No es que ese correo electrónico anónimo
careciera de importancia. En absoluto. Era solo que los planes que
se había hecho inicialmente para esa mañana le parecían más
adecuados.
Dupin siguió sentado en la cama.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que le
dolía la cabeza, detrás de la frente, en los ojos. Odiaba esa
sensación. Se sentía por completo molido. Una perspectiva magnífica
para otra jornada agotadora.
En cuanto al correo electrónico, ¿qué podía
significar y quién lo había enviado? Evidentemente, no era
descabellado sospechar de Morin. Llevaba una investigación por su
cuenta.
Miró la hora. Las 5.15.
Lo importante ahora era averiguar dónde
tomar un café a una hora tan temprana.
Se desperezó y se levantó.
Dupin albergaba una esperanza y esta,
aunque solo en parte, se cumplió. El pequeño puerto de pesca de Le
Conquet, donde se había reunido la noche anterior con el capitán
Vaillant. Y donde además Goulch lo recogería para acompañarlo a la
isla. Seguramente allí los pescadores también estarían despiertos
desde primera hora de la mañana para salir a faenar. Y necesitarían
tomarse un café. Y así era, en efecto, salvo por que no había un
puesto de café, sino una simple máquina expendedora. Pero mejor eso
que nada.
Era tan temprano que no había visto a nadie
en el hotel; Dupin se duchó a toda prisa y luego se marchó; había
dejado sus datos a la llegada, por la noche. Llamó a Nolwenn antes
de salir de la habitación; esta, rebosante de energía, estaba, cómo
no, al tanto de todo, tenía noticia del correo electrónico anónimo
y ya había avisado a Goulch. En ese momento se disponía a presentar
la solicitud de un registro ante el juez.
Dupin, pertrechado con dos vasos de plástico
marrón con un expreso doble en cada uno, había descubierto un banco
situado cerca de la lonja de pescado, junto al agua. El café sabía
a plástico, pero estaba caliente y le proporcionaría la cafeína que
necesitaba.
Hacía rato que había empezado a clarear; no
faltaba mucho para que amaneciera. La marea estaba peligrosamente
alta, apenas diez o quince centímetros y el agua inundaría el
muelle. Antoine Manet había hablado de un coeficiente 116. Eso era
muchísimo. El máximo era 120; solo un eclipse solar completo hacía
subir tanto las aguas, un fenómeno que solo se producía tres veces
a lo largo de un siglo.
En la pequeña lonja, que estaba abierta al
puerto, reinaba mucha actividad. Pescadores vestidos en diferentes
combinaciones de amarillo; cajas de plástico de distintos colores
distribuidas por el suelo; en la parte posterior de la sala se veía
una gran pileta de agua, que Dupin supuso que era para los
cangrejos, los centollos y los bogavantes. Tres coloridas barcas
pesqueras de bajura parecían estar preparándose para zarpar; los
pesados motores diésel ya estaban en marcha.
Durante la noche la temperatura había
seguido siendo desacostumbradamente templada; el aire era húmedo y
olía a sal y a yodo con especial intensidad.
Dupin se esforzaba por mantener la mente
clara, por reflexionar. Con poco éxito.
Cuando, veinte minutos después, la
embarcación de Goulch llegó al puerto, él había estado a punto de
quedarse dormido en el banco. Solo le hizo efecto el tercer café
doble que se tomó entonces.
El comisario recorrió mecánicamente el dique
hasta llegar a su extremo. El nivel del agua hacía innecesarias las
rampas de cemento.
Goulch también estaba cansado; a Dupin le
gustó encontrarse a esas horas con otra persona igual de agotada.
Recibió al comisario con un saludo breve.
Pronto la barca había salido del puerto y,
al poco tiempo, abandonaban la última protección que les ofrecía la
península situada delante.
Goulch aceleró.
Lo único bueno de aquello fue el intenso
viento en contra, cuyo efecto resultó ser más vivificador que los
seis cafés que se había tomado. Dupin, como siempre, se había
sentado en la popa. Los jóvenes agentes de la tripulación de Goulch
lo conocían y lo dejaron en paz.
En dirección oeste y noroeste, y hasta donde
alcanzaba la vista, se extendía toda una serie de islas de playas
blancas y lagunas extensas. Île Molène, la segunda en tamaño, se
veía claramente, con Île Ouessant detrás. Los altos acantilados
situados en el extremo este de la isla y el majestuoso faro cerca
del cual vivían Vaillant y sus hombres. Pese a la marea, además de
las islas de mayor tamaño, que apenas distaban unos cuantos metros
entre ellas, asomaban numerosos islotes y rocas. Allí debían de
estar las colonias de focas de las que hablaban con deleite Nolwenn
y Le Ber y que aparecían en muchas postales. Dupin se iba
recobrando poco a poco: el panorama era impresionante. Ahí se veía
y sentía hasta qué punto el mar de Iroise estaba casi rodeado de
tierra. Recluido, protegido. El ambiente era apacible. Suave como
la brisa. Las aguas, como un espejo, brillaban en color azul
plateado bajo las primeras luces del sol. El barco se deslizaba
suavemente y en línea recta y no había ni asomo de olas u oleaje.
Era casi como un planeo. El mar apacible y sosegado de esa zona no
asustaba a Dupin.
Llevaba un rato casi inmóvil cuando el tono
penetrante de su teléfono le sacó de su ensimismamiento. Había dado
por hecho que, como casi siempre, allí no habría cobertura. El
indicador mostraba las cinco barras. El número era el de Le
Ber.
—Jefe, ayer por la noche intenté hablar con
usted, pero no contestó.
Por la mañana Dupin no había visto ningún
aviso de llamada perdida en el móvil, aunque, de todos modos, a
esas horas estaba medio dormido.
El inspector hizo una pausa
innecesaria.
—Siga, Le Ber.
—Los expertos de Rennes han estado
analizando las cuentas y los extractos bancarios de las tres
víctimas. El día dos de junio de ese año hubo una transferencia de
diez mil euros de Laetitia Darot a Luc Jumeau. Los dos tenían una
cuenta en el Crédit Agricole de Douarnenez.
Resultaba difícil entender lo que Le Ber
decía con el viento en contra y el ruido de los motores.
—¿Qué referencia se indicó?
—Nada. La casilla de motivo de la
transferencia está vacía.
Jumeau no había dicho nada de eso, lo que no
era precisamente algo inteligente, aunque no tuviera la menor
importancia. Debería haber sabido que, más pronto o más tarde,
saldría a la luz.
—Estoy de camino a Île-de-Sein.
—Lo sé.
—Hablaré en persona con Jumeau.
Otra novedad inesperada a primera hora de la
mañana.
—Ya debe de estar faenando.
—Póngase en contacto con él, que
vuelva.
—De acuerdo, jefe.
—¿Tenemos ya la lista de llamadas de
teléfono de las víctimas? ¿Cómo va lo de las cuentas de correo
electrónico?
—Los expertos están trabajando en ello. Es
complicado...
—Que nos informen de inmediato en cuanto
logren acceder a ellas.
—Lo harán.
Dupin miró la hora.
—Estaremos allí sobre las siete y cuarto.
¿Puede avisar usted a la madre del chico?
—Ahora mismo, jefe. —Le Ber se esforzó en
vano por adoptar un tono de voz inocente—. Por cierto, ¿qué tal ha
dormido? ¿Se encuentra bien esta mañana?
Dupin se limitó a colgar.
Se preguntó cuál podía ser el período de
incubación de la maldición según Le Ber, por llamarlo de alguna
forma. ¿Cuánto tiempo, como máximo, duraría eso?
Luego pasó a centrarse en la novedad. Diez
mil euros era una suma respetable. Tenía ganas de oír la
explicación de Jumeau.
El registro en la casa de Gochat tenía que
estar a punto de empezar; Labat llegaría a Douarnenez en breve.
Dupin notó que aquello le tenía algo intranquilo. Marcó el número
de su inspector.
—¿Dónde está usted, Labat?
De fondo se oía un motor a toda
velocidad.
—En diez minutos estoy ahí. Ya hay cuatro
compañeros de Douarnenez en la calle donde vive Gochat, pero me
esperan. —La voz le vibraba.
Sin duda habría un altercado. Dupin se
imaginó a Gochat abriendo la puerta y al grupo de agentes entrando
en la vivienda a pesar de las airadas protestas de la directora del
puerto.
—Infórmeme de todo, ¿me oye? Y no monte
ningún número.
Una orden inútil.
—Me comportaré tal como la situación lo
requiera.
Dupin se metió el móvil en el bolsillo de
sus vaqueros.
Recorrió con la mirada las aguas
refulgentes.
—Hola, jefe.
Le Ber les había dado la bienvenida en el
dique, donde el día anterior los había recibido la directora del
museo. Parecía que habían transcurrido varios días de
aquello.
—¿Qué tal el trayecto?
Esta vez, el inspector parecía sinceramente
interesado. Dupin, por si acaso, no respondió a la pregunta.
—¿Cuándo veré al muchacho?
—A las siete y media. Junto a los cobertizos
de Darot y Kerkrom.
En veinte minutos, por lo tanto.
—Muy bien —murmuró Dupin.
Esto significaba que aún tenía tiempo.
—Ha llegado muy rápido —añadió Le Ber
asintiendo.
En efecto, habían navegado a toda velocidad.
Las aguas habían permanecido tranquilas; incluso en el último tramo
«abierto» el mar parecía inerte y denso. Los bretones decían
entonces que las aguas eran «como una balsa de aceite», y
ciertamente era una buena imagen. En esos días uno podría jurar que
en realidad no había agua.
En la isla tampoco corría la brisa y la
temperatura era cálida y húmeda. El olor de mar seguía siendo
intenso. Dupin había aprendido que el mar olía de forma distinta
cada día, y eso no solo hacía referencia a la intensidad, sino, por
usar una expresión bretona, al «aroma marino». Podía ser intenso y
pesado, como ese día, o ligero y sutil; y oscilar entre salado,
amargo, dulce y suave; en resumen, toda la gama. Los bretones
describían los aromas marinos como perfumes con tonos olfativos
complejos. Hoy predominaban las algas marinas.
—Jumeau llegará pronto. Ha aceptado sin
rechistar.
Dupin ya se lo imaginaba.
—Perfecto.
Avanzó con paso decidido y dejó atrás a Le
Ber, pero al cabo de unos metros, se volvió de nuevo y le
dijo:
—Acompáñeme, Le Ber.
Cinco minutos más tarde estaban sentados en
la terraza de Le Tatoon y, por primera vez en ese día, el comisario
casi se sintió de buen humor. En el muelle sur se sentía como en
casa; en él esa sensación no dependía del número de visitas, sino
de una sola cosa: su relación interior con el sitio.
Había ya bastantes isleños despiertos. La
isla se preparaba para un nuevo día, un momento que a Dupin le
gustaba mucho, como por las mañanas en el Amiral, en Concarneau,
donde, salvo escasas excepciones, empezaba su rutina diaria. Una
anciana de cabello blanco brillante, zuecos y delantal azul
avanzaba por el muelle con dos baguettes
en la mano; un hombre un poco entrado en años, tocado con una gorra
algo deslucida y pantalón ancho, tiraba de una carretilla repleta
de madera. Un joven desenvuelto en vaqueros y camiseta silbaba
montado en una bicicleta oxidada y demasiado pequeña para él. En
algún lugar de la isla se oyó un solo golpe, aunque sordo. Al igual
que el resto de los sonidos se perdió en la nada, se extinguió,
como si de repente no hubiera atmósfera que transmitiera el
sonido.
Aquella era una maravillosa jornada
atlántica, uno de esos días de colores puros y brillantes que
siempre embriagaban un poco a Dupin. Todos los tonos eran intensos,
penetrantes, profusos. Brillantes y majestuosos. Una auténtica
exaltación de los colores.
El comisario escogió el lugar al sol más
bello de la terraza, en la parte más adelantada junto al muelle; Le
Ber se había sentado a su lado en lugar de enfrente y disfrutaba
también del sol.
—¿Ha oído alguna otra cosa sobre la relación
de Darot y el profesor? —preguntó para iniciar la
conversación.
—No. Nadie sabía nada. Manet ha convertido
esa pregunta en tema de conversación en la isla.
Dupin entendió de inmediato lo que el
inspector quería decir.
—Pero nadie sabía nada al respecto.
Habría sido demasiado bonito.
—Sin embargo, hemos localizado al hombre
mayor del Citroën C2, el que visitaba al profesor Lapointe una vez
al mes. Es un catedrático de literatura jubilado. Se conocieron por
casualidad hace tres años en el quiosco de prensa de Crozon. Y se
volcaron juntos en los clásicos, sobre todo Maupassant. Los colegas
lo han comprobado todo. Está completamente descartado como
sospechoso.
—¿Alguna novedad de los de la científica?
¿Qué hay de la lista de libros?
—En la casa no hay nada destacable. Y la
lista ya está hecha.
—¿Y bien?
—Mucho Maupassant. Clásicos, sobre todo.
Muchas obras sobre esta región. Historia, cultura, flora, fauna, lo
que quiera. Pero ni un solo libro de virología u otras ciencias
naturales, ningún libro o revista especializados. Aquí tiene la
lista.
Le Ber le pasó a Dupin su smartphone.
El comisario examinó la lista. En principio
no se podía inferir nada concluyente de ella.
En el local estaba la misma camarera
simpática del día anterior. Dupin había pedido dos cafés,
acompañados de dos napolitanas de chocolate; Le Ber, un café y dos
cruasanes. Lo depositó todo en la mesa ante ellos con una sonrisa
encantadora.
Aquello le reconfortó. Además, estaba
delicioso. El café fuerte, un torré
auténtico, eliminó el regusto amargo con sabor a plástico de
antes.
Aquel día Francia, la tierra firme, se
distinguía a la perfección, con la punta de Raz, los elevados
acantilados de granito, tan poderosos e inhóspitos; curiosamente, a
pesar de que apenas corría el aire, la vista era de primera
categoría. De todos modos, aquello parecía muy alejado. Ese era el
primer efecto que la isla causaba al llegar: la sensación de
encontrarse lejos de todo. Mucho más de los nueve kilómetros que
había en realidad.
A pesar de la multitud de temas que tenían
que tratar, tras el primer sorbo interrumpieron la conversación de
mutuo acuerdo. De lo contrario, no habrían podido disfrutar del
café y la hermosa panorámica.
Por desgracia, el sonido del móvil de Dupin
rompió aquella calma tan agradable.
Labat.
—¿Sí?
—La señora Gochat quiere hablar
personalmente con usted —berreó Labat—. Le hemos solicitado de
manera oficial el registro de su caseta de jardín. —Sin duda Gochat
debía estar cerca de Labat; a fin de cuentas, ella era la auténtica
destinataria de esas palabras—. No ha aceptado el requerimiento
policial. De todos modos, nosotros accederemos a sus órdenes.
Dupin vaciló.
—Pásemela.
Tenía que hacerlo. No había otra
opción.
—¿Tendría usted la gentileza de explicarme
qué pretende con todo eso? —El tono de la directora del puerto era
cortante, sarcástico. Le costaba mucho contenerse—. Acabo de
informar a mi abogado, que interpondrá de inmediato una demanda.
Esto es un allanamiento de morada.
Dupin ya contaba con que esa operación
levantaría ampollas.
—Disponemos de un indicio importante que
apunta a que usted oculta algo de gran interés en su caseta de
jardín. No tengo otra opción, señora Gochat. —La entonación fría de
Dupin no llevaba implícita disculpa alguna.
—¿Tiene usted una orden de registro?
—El juez está informado. —O, si no, pronto
lo estaría—. Eso permite ordenar el registro. Algo que hago ahora
mismo de forma oficial. No se preocupe, señora Gochat, todo esto
sigue su cauce legal. Su abogado se lo confirmará. Por cierto,
ahora que hablamos, ¿tiene algo que declarar? Piénselo bien. Si
tiene algo que decir, es mejor para usted hacerlo ahora y no más
tarde.
—No tengo nada que decirle a usted ni ahora
ni más tarde.
Dicho esto, colgó.
Él esperaba una reacción todavía peor.
Le Ber lo miraba con gran curiosidad.
Dupin se reclinó y se comió el último bocado
de la segunda napolitana.
—La señora Gochat no está muy
contenta.
Dupin se levantó mientras aún
masticaba.
—Tengo que ver al chico. Avíseme en cuanto
sepa algo de la empresa de París.
Dejó un billete en la mesa, abandonó la
terraza y se dirigió por el muelle sur en dirección a los
cobertizos.
Al cabo de unos metros sacó de nuevo el
móvil
Pensó que tal vez sería bueno
asegurarse.
—¿Nolwenn? —Y sin esperar, prosiguió—:
¿Tenemos el beneplácito para el registro de la casa de la señora
Gochat?
—Está al llegar. Doy por hecho que el juez
Erdeven no nos dará problemas. He hablado a fondo con su
secretaria, que lo tiene bien dominado. Me ha dicho que será una
pura formalidad.
—Muy bien. Eso es todo por el momento.
—¿Ha llamado usted a su madre?
—Lo haré ahora mismo.
—No pienso responder a ninguna otra llamada
suya.
—Lo entiendo.
—Ah, otra cosa importante más: acabo de
hablar con los de aduanas. Con distintas personas. Lo de la
historia de la embarcación hundida es un asunto complicado. Me
han...
—Entonces ¿no es un rumor? —le interrumpió
Dupin. Tal vez su instinto se mantenía más o menos intacto.
—La historia se remonta a un capitán de
barco que ya está retirado. A un informe que hizo, fechado el 23 de
mayo de 2012. La policía de aduanas sospechaba entonces que el
contrabando de cigarrillos se realizaba por vía marítima y, por
consiguiente, reforzó los controles. El capitán declaró que, al
atardecer, un día que hacía mal tiempo y la mar estaba agitada,
avistaron un pesquero, un bolincheur. Se
encontraba en la entrada de la bahía de Douarnenez. Ese día habían
salido muy pocos pescadores. El capitán declaró haber distinguido
los colores propios de la flota de Morin: celeste, naranja y verde.
Otro miembro de su tripulación afirmó lo mismo y dos más no
pudieron confirmarlo. Al capitán aquello le pareció sospechoso e
intentó aproximarse al bolincheur. Pero
cuando lo hizo, el pesquero apagó todas las luces y partió a toda
prisa. Lo siguieron durante veinte minutos con el radar, con una
función de rastreo hasta que, de pronto, desapareció. Se
dice...
—¿Dónde lo perdieron? ¿Cuál fue su última
posición conocida?
—Detrás de la entrada de la bahía, en la
cara norte, por donde baja la punta de la península de Crozon, en
el cabo Rostudel.
Dupin se detuvo en seco.
—Es decir, más o menos donde se vio a
Kerkrom en su barca. A las dos mujeres.
—Según lo entiendo yo, un poco más al
sur.
Dupin no quiso ir más allá en esa
cuestión.
—Así pues, según el capitán, tras una
búsqueda infructuosa llegó a la conclusión de que la tripulación
había hundido la embarcación.
—Eso es. Y que los hombres llegaron a tierra
con una lancha. La meteorología empeoró todavía más y eso también
podría explicar por qué perdieron el pesquero. Esto es lo que ponía
en un informe acerca de esa declaración. Pero también es posible
que el bolincheur se escondiera en la
bahía. En vista de las circunstancias meteorológicas, el capitán no
pudo registrar la zona de forma sistemática.
—¿En los días siguientes se emprendieron
labores de búsqueda del pesquero?
—Durante dos días. Pero fueron infructuosas.
A fin de cuentas, no sabían cuál era la última posición exacta. Así
que se suspendió la búsqueda. Además, al poco surgió la noticia de
que las posibles rutas de contrabando a través del mar habían
dejado de tener importancia. Se habían descubierto enormes
cantidades de cigarrillos metidas en camiones frigoríficos que
circulaban por el túnel del canal. Las cajetillas estaban ocultas
dentro de animales sacrificados y congelados.
—¿Había algún indicio de que hubieran
hundido el pesquero expresamente, aparte de las sospechas del
capitán? ¿Alguna cosa concreta?
—No. Exceptuando el extraño comportamiento
de la embarcación no hubo ninguna otra sospecha.
Dupin reflexionó.
—El capitán estaba convencido de que había
sido un ardid, que llevaban a bordo grandes cantidades de
cigarrillos de contrabando.
—¿Cómo se llamaba el capitán?
—Marcel Deschamps. Le enviaré el número de
teléfono al móvil. Está retirado de la policía de aduanas.
—Bien.
—Hasta luego, señor comisario.
Dupin reemprendió la marcha.
El comisario llegó a los cobertizos sumido
en sus pensamientos. Había supuesto que se encontraría también con
la madre del muchacho, pero Anthony estaba solo frente al pequeño
almacén de Darot, cuyo acceso ahora estaba cerrado por la cinta
policial. Parecía llevar un buen rato esperando. De nuevo llevaba
los vaqueros sucios con los bolsillos repletos y una camiseta verde
limpia.
—Le he visto llegar con la lancha de la
policía. —El chico sonrió con orgullo—. Le he estado
observando.
Ni asomo de inquietud. Hablaba con
tranquilidad.
—¿Todo ese rato? ¿Desde que he llegado a
tierra?
—Usted y el inspector han ido directamente
del dique a Le Tatoon. Usted ha tomado dos cafés y dos napolitanas
de chocolate. Ha estado charlando con el inspector y ha hablado
varias veces por teléfono. No ha dejado de pasarse la mano por el
pelo. Ha sido divertido.
Admirable. Dupin no se había percatado de la
presencia de Anthony y eso que, considerando los detalles que había
visto, el chico debía de haber estado bastante cerca.
—Vaya. Tú serías un espía de primera. ¿Has
venido solo?
—Mi madre me ha pedido que le diga que no
puede acompañarme. Tengo hermanos pequeños —dijo poniendo los ojos
en blanco.
—Mi inspector me ha contado que también te
dedicas a observar a los pescadores cuando se hacen a la mar y
después de regresar. Y también cuando trabajan en el puerto.
—A veces los ayudo.
—¿Con las capturas?
—Con todo: a bajar la pesca a tierra, a
ordenar las redes, a clasificar el pescado...
—¿Le iba bien la pesca a Céline Kerkrom en
los últimos tiempos?
—No le iba mal. Pero solo traía pescado aquí
de vez en cuando; la mayoría lo vendía en Douarnenez. —Miró a Dupin
de hito en hito—. ¿Por qué?
—Por saberlo. Tú dijiste que últimamente
salía a pescar más a menudo que antes.
—Oiga, esto son auténticas preguntas de
policía, ¿verdad?
—Muy auténticas.
—Sí. Salía más a menudo.
—¿Y alguien más lo hacía? ¿Hubo algún otro
pescador que saliera más de lo habitual? ¿Jumeau tal vez?
—No. Los demás hacían lo de siempre.
—¿Cuándo ayudaste a Céline Kerkrom por
última vez?
—La semana pasada. Pero no sé decir qué día
era.
—¿Hablabas con ella cuando la
ayudabas?
—Oh, sí. Me hablaba del mar y de sus
salidas. Conocía historias fantásticas.
—¿Qué tipo de historias?
—De lugares secretos.
Dupin aguzó el oído.
—¿Lugares secretos?
—Donde se pescan las mejores piezas.
—¿Y te dijo dónde estaban?
A unos metros, junto al agua, había un banco
de grandes maderos sostenidos por soportes de cemento. Dupin se
acercó hacia allí y el muchacho lo siguió.
—Sí, pero no pienso contarle dónde
están.
Anthony se sentó junto a Dupin.
—Bueno, entonces dime más o menos dónde. ¿En
qué zona?
—Tal vez —respondió, haciéndose el
interesante—, puede que fuera cerca de la Bruja.
A Dupin le llevó un momento
entenderlo.
—¿Quieres decir el faro?
El muchacho lo miró sin comprenderlo.
—¿Qué si no? El faro Ar Groac’h.
La mañana del día anterior lo había visto en
el trayecto hacia la isla. Si Dupin lo había entendido bien, ese
faro de nombre tan sonoro no se encontraba en la Chaussée de Sein,
sino un poco más allá, hacia el norte. Es decir, casi en la entrada
de la bahía de Douarnenez.
—¿Hay allí un lugar secreto?
—Allí hay cavernas submarinas y corrientes
muy fuertes. Y enormes bandadas de peces pequeños. Por eso allí se
encuentran las lubinas y los abadejos más grandes, de más de un
metro. Bajo la superficie del agua primero hay muchas algas y por
eso nadie pesca ahí. Sin embargo, si utilizas un plomo pesado,
llegas abajo y los pescas. —El muchacho tenía los ojos brillantes—.
Solo es cuestión de saberlo.
Anthony dirigió una mirada triunfante al
comisario.
—¿Cuánto tiempo llevaba yendo a ese lugar?
¿Lo sabes?
—Me parece que empezó este año. Pero me
contó que había ido en otras ocasiones.
—¿Hay más lugares secretos como ese dentro
de la bahía de Douarnenez? ¿Alguno al que fuera más a menudo
últimamente?
—Ahí no hay ningún lugar secreto para
pescar.
Un dato claro.
—Y, aparte de los mejores sitios de pesca,
¿te parece que iba a algún lugar de la bahía por otros
motivos?
—No lo creo. No me dijo nada de eso.
—¿Estás seguro?
El muchacho miró fijamente a Dupin.
—Esto es importante, ¿verdad?
—Mucho.
—No conozco ningún otro motivo —respondió
Anthony finalmente. Era incapaz de disimular su decepción: le
hubiera encantado tener algo decisivo de lo que informar.
—¿Y qué hay de Laetitia? ¿También la
observabas?
—A veces. No muy a menudo. Yo nunca sabía
cuándo zarparía. Ni cuándo regresaría. Siempre era distinto. Pero
ella era muy agradable. De vez en cuando me contaba historias de
delfines.
—¿Qué tipo de historias?
—Me hablaba de su delfín favorito. Una
hembra. Darius. El año pasado tuvo dos crías. Me habló de la comida
que Darius daba a sus hijos. Y cómo les enseñaba los mejores
lugares para cazar. El delfín también tenía lugares secretos, como
Céline.
—¿Y alguna otra historia?
—Sobre cómo los delfines ayudan a las
personas. El año pasado, un nadador de larga distancia fue atacado
por un tiburón blanco. Entonces aparecieron doce delfines, formaron
un círculo alrededor y lo acompañaron durante veinte kilómetros. Y
la historia de un niño que se cayó por la borda durante una
tormenta y que un delfín llevó a tierra. Ese delfín se llamaba
Filippo. Pero también piden ayuda. Saben quiénes somos. Hace poco,
un delfín se enredó con un sedal porque se le había clavado el
anzuelo en la aleta. Entonces se acercó a dos submarinistas y les
llamó la atención sobre el sedal. Cuando los submarinistas lo
liberaron, se lo agradeció dándoles una palmadita con la aleta. —De
pronto, Anthony adoptó una actitud seria—. Si no me cree, se lo
puedo demostrar, porque está grabado.
—Tienes toda mi confianza.
Pareció satisfecho con la respuesta de
Dupin.
—¿Te habló también de los delfines
muertos?
—Sí. Es terrible. —La cara del niño mostraba
una profunda aflicción.
—¿Dijo algo al respecto? ¿Si había alguien
responsable de la muerte de los delfines?
—Dijo que era culpa de los grandes pesqueros
y de las flotas. Pero eso lo sabe todo el mundo.
—¿Te habló de ese pescador a gran escala,
Morin? ¿Charles Morin?
—No.
Un no rotundo.
Dupin suspiró. Aquel muchacho era
fantástico, pero la charla no le estaba proporcionando ninguna
novedad.
—Una vez, Jumeau sacó una gran bola de cañón
del fondo del mar. Antoine dice que es del siglo XVII o del XVIII.
Es posible que fuera de un barco de piratas auténtico. Por aquí
había muchos piratas. —El muchacho miró con atención al comisario—.
Ahora está en la cámara del tesoro del museo. Allí hay también
varias monedas auténticas; la señora Coquil cree que algunas son de
plata, aunque están totalmente cubiertas de caliza. ¿Ha estado
alguna vez en el museo?
—No, todavía no.
—¡Tiene usted que ver la cámara del tesoro!
La señora Coquil me ha nombrado encargado especial de la cámara del
tesoro del museo. Yo siempre llevo allí lo que encuentran los
pescadores. La última vez...
El teléfono.
Labat de nuevo.
Dupin temió lo peor.
—¿Sí?
—Comisario, tenemos el arma del
crimen.
Pese al empeño de Labat por adoptar un tono
dramático, sus palabras resultaron más bien cómicas. Por un momento
permaneció en silencio. Dupin se puso de pie de un salto.
—¡Repita eso!
—Un cuchillo de pescador, el modelo estándar
negro que se puede encontrar en cualquier puerto bretón. Filo de
ocho centímetros, largo total de 19,4 centímetros, acero
inoxidable, empuñadura de plástico duro. Se trata...
—¿Cómo sabe usted que es el arma del
crimen?
—En él se aprecian rastros de sangre. En la
hoja y en el mango.
—¿Dónde lo han encontrado?
A Dupin le acudían a la cabeza las preguntas
más variopintas. Recorrió algunos metros mientras hablaba.
—El cuchillo estaba escondido detrás de un
tablón de madera. Lo he encontrado yo. De hecho, era fácil que
pasara desapercibido. Ha sido cuando yo...
—Quiero... —Dupin se interrumpió.
Miró al chico, que continuaba sentado en el
banco mirándolo con los ojos como platos. Lo había oído todo.
—Lo siento, tengo que marcharme,
Anthony.
El muchacho asintió. No parecía afligido; al
contrario, en realidad parecía fascinado ante esa repentina
agitación.
—¿Comisario? ¿Sigue usted ahí? —Labat
parecía ofendido.
Dupin corría hacia el muelle.
—Que los forenses analicen el cuchillo tan
rápido como sea posible. Quiero estar seguro de que se trata
realmente de la sangre de una de las víctimas. Y que averigüen si
hay otras señales en el arma. ¡Que dejen todo lo demás que estén
haciendo!
—Entendido.
—¿Ha interrogado a la señora Gochat sobre
ese hallazgo?
—Ella afirma que jamás había visto ese
cuchillo, que no es suyo. Dice que lleva viviendo en esa casa desde
hace apenas dos años y que aún no se había dedicado a fondo a la
caseta. —Labat adoptó cierto tono burlón—. Según parece, las
estanterías ya estaban montadas. Además dice que esa caseta nunca
está cerrada con llave y que está oculta por dos árboles
grandes.
—Vamos a tener que detenerla de forma
provisional —murmuró Dupin, sumido en sus pensamientos—. Acompáñela
a Quimper, Labat.
—Lo que le estaba diciendo antes es que, de
hecho, era imposible ver el cuchillo, estaba perfectamente
escondido, lo he documentado todo con fotografías...
Dupin colgó.
De forma intuitiva se había encaminado hacia
el sur en busca de Le Ber. Sin embargo, no lo encontró. El
inspector no había vuelto a la terraza de Le Tatoon ni estaba
tampoco en ningún otro sitio del muelle.
Ese hallazgo podía significar cualquier
cosa. Ni siquiera se podía descartar que fuera un montaje.
Todo aquello era muy raro y, sobre todo,
demasiado simple. Aunque ese cuchillo fuera el arma del crimen y
hubiera restos de la sangre de Kerkrom, Darot o Lapointe, había
varias posibilidades. Alguien podía querer incriminar a Gochat y
acusarla de los crímenes. No era difícil esconder un cuchillo en
una caseta de jardín, y el asesino se había arriesgado mucho más en
otras ocasiones. Lo cierto es que era una jugada efectiva. Aunque
no hallaran huellas de Gochat en el cuchillo, ahora ella se
encontraba en una situación muy comprometida y, considerando además
que había ordenado seguir a Céline Kerkrom, se veía implicada en un
delito muy grave. Tal vez fuera una maniobra tosca, pero sin duda
eficaz. A menos que la mujer tuviera una coartada muy sólida, la
situación podía complicarse mucho para ella. Sin duda, el asesino
era capaz de actuar con esa sangre fría.
La otra posibilidad era que Gochat fuera
realmente la asesina, aunque no tenía ni la más remota idea de
cuáles podían ser sus motivos. Quizá alguien había hecho sus
propias indagaciones y, tras descubrir algo, había decidido pasarle
la información a la policía. Morin.
Dupin no sabía qué pensar. De momento, su
intuición permanecía muda. No tenía nada, ni siquiera una dirección
hacia donde apuntar. Ni intuición, ni voz interior, ni sospecha.
Fuera lo que fuese, él debía permanecer tranquilo, concentrado,
seguir las pistas, no precipitarse con tantos cambios.
—¡Jefe!
Dupin se volvió.
—¡Aquí!
Le Ber salía a toda prisa de uno de esos
callejones estrechos.
—Todo esto es increíble, jefe. Nolwenn ha
logrado ponerse en contacto con la empresa y hablar con el químico
del laboratorio. —Se detuvo justo delante de Dupin—. La prueba
encargada era un análisis de fluorescencia de rayos X que se
aplica, entre otras cosas, para el análisis de metales preciosos.
Se basa en una compleja...
—¡Le Ber! ¡Basta ya!
—¡Es oro!
—¿Qué quiere decir con «oro»?
—El análisis de la muestra que Céline
Kerkrom envió a Sci-Analyses dice que era de oro. Un oro muy puro,
de casi veinticuatro quilates.
—¿Oro?
—¡Es asombroso! El hombre del laboratorio
afirma que una cara de la muestra, que era una plaquita de dos
centímetros y medio de largo muy fina, estaba muy sucia. Parecía
desgastada y presentaba sedimentos; a primera vista no era posible
adivinar que eso era oro. O Kerkrom no sabía de qué metal se
trataba, o sabía que era oro y quería averiguar su calidad.
—¿Y eso qué tiene de increíble?
A él todo aquello no le parecía tan
extraordinario.
—Es posible que Céline Kerkrom —dijo Le Ber
subrayando todas y cada una de las sílabas y tomándose su tiempo
para hablar— viera o encontrara algún objeto de oro. O tal vez
fuera Darot. —Inspiró hondo—. ¡De pronto todo tendría sentido!
¡Absolutamente todo!
Dupin comprendió. Eso sería algo muy del
gusto de Le Ber: un tesoro.
Pero el comisario no estaba de humor para
dejarse llevar por las fantasías de su inspector:
—O tenía una medalla antigua, un brazalete o
una cadena. Una herencia cuyo valor desconocía. Tal vez estuviera
sopesando la posibilidad de venderlo.
La expresión de Le Ber reflejaba una
profunda decepción. E incomprensión también.
—En el formulario que Kerkrom imprimió de
internet y envió con la plaquita escribió «Muestra». —Le Ber no
daba su brazo a torcer—. No podía ser un objeto pequeño. Dos
centímetros y medio es bastante. Nadie estropea así una joya
heredada. Ni encarga un análisis tan caro por una cadena.
—Pero hay otros objetos de oro: platos,
copas. También esas cosas se pueden heredar. —Dupin recordó
entonces la casa de su madre en París. Y se acordó de que tenía que
llamarla de inmediato—. ¿Y no dijo nada sobre el origen de la
muestra cuando la envió?
—No. No sabemos nada.
—Tengo que marcharme, Le Ber.
Sentía una gran desazón. Lamentaba haber
interrumpido bruscamente la charla con el chico. Habían llegado a
un tema en el que le hubiera gustado ahondar un poco más.
Comprobó la hora.
Podía funcionar, aunque por poco tiempo.
Haría la llamada por el camino y luego esperaría al chico en la
escuela.
Se encaminó en dirección al muelle
norte.
—¿Señor Deschamps?
—¿Quién lo pregunta? —Una respuesta
áspera.
—Georges Dupin, comisario de la policía de
Concarneau.
Empleó un tono de voz amigable; a fin de
cuentas, era él quien quería obtener algo de ese hombre.
—¿Y?
—Es sobre Charles Morin. Estoy investigando
el caso de los tres asesinatos.
—¿Y?
—Me interesa lo que ocurrió en mayo de 2012.
Cuando usted persiguió a un pesquero sospechoso. Creía que era un
bolincheur de la flota de...
—Olvídelo.
—¿Qué quiere decir?
—Aquello no me dio más que problemas. Como
nunca antes. No tengo ganas de hablar de ello.
—¿Acaso ha cambiado de opinión? ¿Cree que
entonces se equivocó?
—¿Qué quiere decir con eso?
—Le pregunto si ya no cree que el pesquero
al que persiguió era uno de los de Morin. ¿Sigue convencido de que
llevaba cigarrillos de contrabando a bordo y que la tripulación
hundió la embarcación al verse acorralada?
Dupin acababa de pasar frente al banco en el
que había estado sentado con el chico. Casi había llegado al muelle
norte.
—Por supuesto que fue así. Fue exactamente
así. Pero eso no le interesaba a nadie. Al contrario. De repente,
me convertí en un buscapleitos. No estoy dispuesto a hablar más del
asunto. Ahora llevo una pequeña destilería con mi cuñado y soy una
persona feliz. Esas historias no me convienen.
Dupin simpatizó con ese hombre. Pero no
quiso dejarse convencer.
—¿Tenía usted pruebas? ¿Indicios
concretos?
Deschamps guardó silencio.
Luego se decidió a hablar.
—La embarcación iba mucho más rápido que
nosotros. ¿Qué bolincheur lleva un motor
así? Normalmente los pesqueros marchan a la mitad de velocidad que
nosotros. Le digo yo que esas barcas están equipadas en especial
para el contrabando.
—Por eso perdió su señal en el radar.
—Como ya le he dicho, no tengo ganas de
hablar de ese tema.
—¿Sabe si luego alguien contó las
embarcaciones de Morin? A ver, supongo que todas las barcas de su
flota están registradas y que, si de pronto falta una, alguien se
daría cuenta de ello.
—Le deseo al comisario parisino mucho éxito
en sus pesquisas. —Deschamps habló con tono de suficiencia, pero
sin enojo—. Y ahora, si me disculpa...
Antes de que Dupin pudiera decir algo,
Deschamps ya había colgado.
El comisario se masajeó la sien.
Para entonces había abandonado el muelle
norte. El día anterior ya le había llamado la atención un
reluciente edificio de piedra pintado de blanco con un cartel que
lo identificaba como la escuela primaria.
En la escalera había dos niños sentados: un
chico flaco en pantalón corto y una niña menuda y despeinada que
llevaba un vestido del color del mar.
Dupin supuso que Anthony no aparecería hasta
el último momento, y que hasta entonces estaría dando vueltas de un
lado a otro.
El comisario se mantuvo a cierta distancia,
pero lo bastante cerca como para poder verlo todo.
Marcó el número de teléfono de Le Ber. El
inspector era un experto en el tema de embarcaciones y pesca.
—¿Jefe?
Tal vez aquello fuera una investigación algo
laboriosa, pero daba igual.
—Es sobre esa supuesta barca de contrabando
de la que se dice que la tripulación la hundió hace tres años. He
estado hablando con el capitán jubilado del servicio de aduanas
y...
—Estoy al corriente. Nolwenn me ha informado
de sus indagaciones.
En ese caso podía ir al grano.
—Si realmente la barca fue hundida, se tuvo
que dar de baja. Es decir —ordenó sus ideas mientras hablaba—, que
supongo que tuvo que constatarse que en efecto había desaparecido
de forma repentina.
—Por lo general, las embarcaciones se
registran en distintos organismos oficiales. Pero, por supuesto,
estos no controlan de manera continua si aún existen o no. Ni si
están siendo utilizadas.
—Así pues, ¿es posible que esas
embarcaciones existan oficialmente aunque se encuentren en el fondo
del mar?
—Los pesqueros deben someterse cada cuatro
años a unos controles técnicos. Una especie de ITV.
—Y podría ser que fuera ese año.
Dupin había hablado para sí mismo, sin saber
muy bien a dónde quería llegar.
—¿Quiere decir si habría llamado la atención
de algún otro modo?
Sí, eso era lo que había querido
decir.
—No necesariamente —reflexionó Le Ber—.
Morin podría haberse limitado a darla de baja. Declarándola en
desguace o parada. Eso no requiere ninguna inspección
oficial.
—Tenemos que averiguar si en los últimos
años Morin ha dado de baja algún bolincheur.
Era eso.
—También podría haberla sustituido con un
par de trucos.
—¿Cómo es posible eso?
—Todas las embarcaciones están identificadas
con dos números que se utilizan también para registrarlas. Uno está
escrito delante, en el casco; es una especie de matrícula oficial.
El otro número es el del motor.
Dupin aguzó el oído.
—¿Debo entender que con esos dos números es
posible identificar de forma inequívoca cualquier barca que se
encontrara en el fondo del mar?
—De inmediato. Sin ninguna duda.
Se hizo un largo silencio. La mente de Dupin
funcionaba a toda velocidad.
—¿Sospecha usted que Kerkrom y Darot
encontraron la embarcación?
—Es posible —respondió con aire
ausente.
—¿Y qué hay del profesor Philippe Lapointe?
¿Qué papel jugaba él en todo esto?
—No lo sé.
Eso le preocupaba. Pero por fin había
empezado a elaborar un escenario.
—Le Ber, ¿cómo habría podido Morin hacer
pasar ante los inspectores una embarcación nueva por la
vieja?
—Manipulando los dos números de
identificación.
—¿Cómo funciona eso exactamente?
—Es complicado, pero posible. En una serie
de fabricación hay varias embarcaciones de similar estructura, solo
hay que modificar los números de identificación. Tanto los del
casco como los del motor. Al fin y al cabo, todo se puede manipular
si hay la suficiente motivación.
Le Ber tenía razón. Esa suposición era una
parte esencial de su oficio.
Dupin tenía la vista clavada en la entrada a
la escuela. Los dos niños se habían levantado con desgana y habían
desaparecido dentro del edificio. La clase estaba a punto de
empezar.
—Le Ber, quiero que lo revise todo. ¡Pida
refuerzos! —La necesidad de personal era enorme, pero ese no era su
problema—. Que alguien haga una lista de todas las embarcaciones de
Morin, con todos los bolincheurs que
había registrados hace cuatro años, y luego compárenla con la lista
de las registradas en la actualidad. A continuación, revíselos
meticulosamente. Coteje los dos números de identificación por si se
aprecian manipulaciones. Además, tenemos que averiguar si Morin ha
comprado un bolincheur en los últimos
tres años, ya sea nuevo o usado. —Parecía como si las órdenes le
salieran solas—. Al final, hemos de saber qué embarcaciones han
pasado la ITV en los últimos años y cuáles no. Todas las
variaciones posibles.
—Lo dispondré todo de inmediato, jefe.
Le Ber estaba completamente centrado en ese
asunto.
—Bien.
—Por lo tanto —dijo Le Ber con tono
vacilante—, el resumen de la historia sería el siguiente: Morin se
burla de nosotros de forma intencionada. No quiere cooperar ni que
la investigación avance; en realidad, lo que pretende es librarse
sin escrúpulos de la gente que ha encontrado pruebas de su delito,
es decir, del pesquero cargado con contrabando y hundido por su
propia tripulación. Puede ser la parte del casco con el número de
identificación o el motor.
Dupin no respondió. Pero, en efecto, podría
haber sido más o menos así. Eso era lo que se le había ocurrido,
aunque de forma imprecisa, la noche anterior. Era un relato marcado
con demasiados condicionales. Pero al principio era habitual. Casi
siempre.
—Hablamos luego, Le Ber.
Se puso en marcha rápidamente. Había visto
al muchacho.
Anthony caminaba por un prado procedente del
mar. También él había visto a Dupin.
Sonreía de forma desenvuelta.
El comisario se le acercó.
—¿Más preguntas de policía?
Dupin le devolvió la sonrisa.
—¿Voy a tener que saltarme la clase?
—preguntó el chico esperanzado.
—Solo unos minutos. Pero dile al
maestro...
—Maestra. La señora Chatoux.
—Entonces dile a la señora Chatoux que el
comisario necesita tu ayuda.
Dibujó una sonrisa pícara; al parecer, con
eso bastaba.
Dupin fue al grano.
—Antes me decías que a veces los pescadores
traen cosas que encuentran en el fondo del mar, como esa bala de
cañón o las monedas; mi inspector me habló también de un ancla
antigua, de partes de buques naufragados y...
—Todo eso lo puede ver usted en el museo.
¿Quiere que se lo muestre?
—Yo... —Esa era una buena idea—. De acuerdo.
Pero entonces será mejor que hable un momento en persona con tu
maestra.
La cara del chico resplandecía de
satisfacción.
—Espera aquí.
Dupin subió los escalones de piedra y entró
en el edificio.
—El aula de la derecha. Abajo solo hay
dos.
—La encontraré —aseguró Dupin hablando por
encima del hombro.
Volvió a salir al cabo de unos
minutos.
—Listo. Tienes permiso para media hora. Por
colaboración en tareas de investigación policial.
—En ese caso, no hay tiempo que perder. —El
chico se apresuró hacia el muelle norte, en cuyo extremo se
encontraban los museos.
A Dupin le costaba mantener el ritmo.
—¿Sabes si últimamente Céline Kerkrom o
Laetitia Darot habían descubierto algo en el fondo del mar? ¿Sabes
si dieron con alguna cosa especial que pudieran incluso haber
traído consigo?
—Céline encontró algo.
Dupin se detuvo de forma brusca.
—Mamá no me creyó y papá, tampoco. Me
dijeron que no hay que hacer bromas con los símbolos sagrados.
Piensan que me lo inventé.
—¿Qué quieres decir?
El muchacho había seguido andando y no hizo
el menor ademán de detenerse. Dupin reemprendió la marcha.
—No lo pude ver bien. Estaba envuelto en una
tela.
—¿Céline Kerkrom trajo algo?
—Sí. Lo llevaba en la barca.
—¿Y qué era?
—Una cruz grande. Una cruz realmente
grande.
—¿Viste una cruz grande?
Dupin se detuvo de nuevo. Todo eso parecía
muy descabellado.
—Sí. —El muchacho vaciló por primera vez—.
Bueno, parecía una cruz.
—¿Y por qué crees que lo era?
—Por la forma. Tal como estaba tapada por la
tela parecía una cruz; bueno, quiero decir, lo que había
debajo.
—¿Así que estaba envuelto en una tela?
—Sí.
—Y no viste ese objeto.
—No. Pero creo que era una cruz.
Aquello era inaudito.
¿Acaso habían encontrado de verdad un trozo
del bolincheur de Morin? ¿Tal vez la
parte con el número de identificación? ¿O el motor? No se podía
descartar que, envuelto de un modo provisional, tuviera cierta
forma de cruz. O quizá fuera un trozo del casco.
—¿Cuándo ocurrió eso, Anthony?
—Oh... A principios de mes. Lo sé porque ese
día fui a nadar, el primer baño del año. Hacía calor. ¡Y el agua
también estaba caliente!
Dupin recordó la breve ola de calor que hubo
a principios de junio.
—Mamá siempre dice que me dejo llevar por la
imaginación. Pero no es así, señor.
A Dupin se le acababa de ocurrir una
cosa.
—¿La barca llevaba ya instalado el nuevo
pescante?
—Sí.
Seguramente lo habían montado en las semanas
anteriores. Tal vez justo para eso. No podía ser una
casualidad.
—Y Laetitia también estaba allí.
Dupin clavó la mirada en Anthony.
—¿Ella también estaba en la barca?
—Sí. Últimamente habían salido varias veces
en la barca de Céline. Y antes, una vez en la de Laetitia. Pero en
los últimos días, solo en la de Céline.
Dupin tenía que concentrarse.
—¿Y llevaron el objeto a tierra?
—Eso no lo vi. Tenía que volver a casa. Era
muy tarde. Al día siguiente lo primero que hice fue ir a ver la
cámara del tesoro. Antes incluso de ir a la escuela. Pero allí no
había nada. Le pregunté a la señora Coquil si había llegado alguna
novedad. Y a Antoine también. Céline ya había sabía salido a
pescar.
—¿Y?
—Me dijeron que no. Luego, al atardecer, se
lo pregunté a Céline.
—¿Y qué te dijo?
—Que era una viga de madera que necesitaba
para su casa. Que la había traído de Francia. Pero yo creo que eso
era mentira.
—¿Dijo que era una viga?
—Sí.
—¿Dónde te habías escondido? ¿Desde dónde
las viste?
Casi habían llegado. Ya se veían los
museos.
—En la zona de los cobertizos. Entre los dos
muelles. Cuando eres pequeño —de nuevo esa sonrisa de bribón— te
puedes esconder sin que te vean detrás de las jaulas de los
bogavantes.
Dupin en persona había sido testigo de la
impresionante capacidad de Anthony para ocultarse y espiar.
—Quiero que me lo muestres antes de llegar
al museo.
—Pero entonces media hora no será
suficiente. Tendré que perderme más clases.
El chico sonreía. Al instante cambió de
dirección.
En un abrir y cerrar de ojos estaban junto a
los cobertizos.
—Aquí. Me escondí justo aquí.
Señaló hacia una docena de jaulas de
bogavantes amontonadas que no estaban a más de tres o cuatro metros
del borde del muro del muelle.
—Ahí detrás. Ese día no había tantas; pero
ellas no me vieron. Y aquí —dijo, corriendo hacia el agua— fue
donde atracaron. La cruz estaba en la parte posterior del barco,
metida entre varias cajas de pescado. Casi no se veía. Estaba
completamente envuelta. Creo que no querían que nadie la
viera.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Que la llevaban muy tapada. Y llegaron al
puerto cuando ya estaba oscuro.
—De todos modos, tú la viste.
—Sí.
Si había estado agazapado detrás de las
jaulas de los bogavantes, se había encontrado a muy pocos
metros.
—Supones que era una cruz porque la forma te
lo recordó.
Ya habían hablado de eso antes, pero era un
punto importante.
—Es que de verdad tenía forma de cruz,
exactamente así. Era muy grande.
—Pero ¿no pudiste ver nada de lo que había
debajo de la tela?
—No.
No iba a sacar nada más sobre este
tema.
Había visto lo que quería ver.
—Vámonos.
De nuevo Dupin se encaminó hacia el muelle
norte. El chico se mantenía muy pegado a él.
—¿Ese atardecer había alguien más en el
puerto? ¿Viste a alguna otra persona?
—No.
—¿Y antes? ¿Viste a alguien cerca?
—Los otros dos pescadores habían regresado
antes.
—¿Jumeau el primero?
—No, él fue el segundo.
—¿Y se quedó más tiempo en el muelle? Quiero
decir después de atracar.
—Cuando llegó la barca de Céline él ya se
había ido. Amarró la barca y se marchó.
—¿Hacía mucho rato?
—No. Eso no.
Dupin había sacado la libreta y anotó algo
mientras andaban.
—¿Se lo está apuntando? —El muchacho intentó
echar un vistazo a las notas—. ¿Le he dicho algo importante?
—Es posible que lo sea. Otra cosa: ¿viste a
alguien más antes de que las dos atracaran con la barca de
Céline?
—Antoine Manet se pasó por ahí justo cuando
llegaba Jumeau.
—¿Qué quería?
Sabía que esa era una pregunta imposible de
responder. Pero los niños no entendían de preguntas
imposibles.
—Estuvieron charlando un rato. Él estaba muy
cerca de la barca. No les pude oír. Luego se marchó.
—¿Y eso fue todo?
—Sí. No había nadie más.
—¿Y en los días siguientes seguiste
observando a Céline?
—Sí.
—Pero no viste más objetos.
—No. Al día siguiente la cruz no estaba. La
llevarían a algún escondite. —Su voz adoptó un tono de profundo
pesar—. Pero, por desgracia, no sé adónde.
Hubo una pequeña pausa. Pronto llegarían a
los museos.
—Antes has dicho que era un objeto grande.
¿Cómo de grande?
—Como yo, tal vez.
—¿Estás seguro?
Dupin se dijo que Anthony medía alrededor de
un metro cuarenta. Se preguntó si era posible, o prudente, fiarse
del muchacho.
El comisario estaba convencido de que el
chico no se había inventado esa historia, ni se la había imaginado.
No le estaba tomando el pelo ni tampoco quería llamar la atención.
La cuestión era saber si tal vez había visto algo perfectamente
normal y luego se había dejado llevar por la imaginación.
—Sí. Estoy seguro del todo. Puede que la
cruz fuera de plata, o de oro, y Céline haya muerto por haber
encontrado un tesoro de verdad. ¿Le parece que podía ser eso?
El chico hablaba con una mezcla de tristeza
y fascinación.
Dupin lo miró muy atentamente.
—¿Por qué has hablado de oro?
—Por nada. Es muy valioso, ¿verdad?
Dupin suspiró.
—Vamos a echar un vistazo a esa cámara del
tesoro.
Se encontraban ya dentro del patio interior
del museo.
Dupin no confiaba en que Kerkrom y Darot
hubieran escondido ahí lo que fuera que hubiesen encontrado. De
todos modos, quería ver esa estancia. Tal vez allí se le ocurriría
alguna otra cosa.
—Por aquí. Está en el Museo de la Sociedad
de Salvamento Marítimo.
Los edificios eran magníficos. Estaban
dispuestos en forma de herradura en torno a aquel patio tan
encantador. A Dupin le impresionó que el salvamento marítimo
tuviera un museo propio.
El muchacho atravesó con paso decidido la
puerta de entrada, luego giró a la izquierda y pasó junto a la
impresionante vitrina situada en el centro del corredor en la que
se exponía una antigua barca de salvamento.
—¡Ah, pero si ha venido! Ya era hora.
Visitar la isla sin pasar por los museos es inaceptable.
La señora Coquil, esa fantástica dama de
hierro, acababa de aparecer como surgida de la nada.
—Jacques de Thézac en persona, el fundador
de los abris du marin, las hospederías y
albergues para marineros cuando están en tierra, hizo construir
estos tres edificios. ¡Son los albergues más antiguos que existen!
Y lo hizo porque aquí las condiciones para la gente eran peores que
en cualquier otro lugar. Y, además, en aquella época muchos barcos
hacían escala en la isla.
Los ojos se le iluminaron con
nostalgia.
—En cualquier caso, a finales de julio vamos
a celebrar aquí, en Île-de-Sein, una gran fiesta para celebrar el
ciento cincuenta aniversario de la Sociedad Nacional de Salvamento
Marítimo. Tiene usted que venir, señor comisario. ¡Por supuesto! La
SNSM tiene 219 puntos de actuación, 259 puestos en las playas,
7.000 voluntarios y solo 70 empleados. Se fundó en Audierne, en
1865. —Hizo hincapié en el año, como si ni ella misma se lo pudiera
creer—. Allí tendrá lugar el acto principal, pero evidentemente
nosotros no vamos a dejar de celebrarlo. A fin de cuentas, la
estación de Île-de-Sein fue una de las primeras en abrir, apenas
dos años más tarde. Aquí el salvamento marítimo tiene una gran
tradición.
Dio un paso hacia Dupin. Iba a decir algo
importante:
—¿Se imagina la cantidad de gente que estos
valientes han salvado en el curso de los siglos? ¡Cientos de miles!
Antoine ha hecho una lista de todas las acciones de salvamento.
¡Puede consultarla en internet! En 1762, el duque d’Aiguillon
ofreció a la isla la posibilidad de un reasentamiento completo;
estaba dispuesto a regalarnos los mejores terrenos en tierra firme.
Pero la gente se negó en redondo. ¿Por qué? La razón se expresa en
la carta oficial: «Si la isla queda deshabitada, ¿quién se ocuparía
entonces de los náufragos?». En señal de agradecimiento, el duque
nos regaló toneladas de galletas. ¡Habíamos salvado la vida a diez
mil personas! ¡En 1804 rescatamos incluso a doscientos ochenta
ingleses! Hasta que se construyó el faro, cada dos o tres años
zozobraba aquí algún barco grande.
Dio un paso atrás y sonrió.
—En fin, ¿qué le puedo enseñar? ¿Qué le
interesa especialmente?
—Anthony quería mostrarme algo —se apresuró
a decir Dupin.
—La cámara del tesoro. El comisario quiere
ver la cámara. Asuntos policiales.
La apostilla estaba pensada para recalcar la
autoridad.
—Ya sabes que esa sala está restringida al
público. ¡No forma parte del museo! Y, además, ahora mismo allí
reina el caos más absoluto. De hecho, no se debería dejar pasar a
nadie.
Una advertencia categórica.
—No hay problema, señora Coquil. Solo quiero
echar un vistazo.
—¿Y por qué motivo, si se me permite la
pregunta? Su inspector ya estuvo aquí.
El chico siguió avanzando hacia la puerta
sin hacerle caso.
—Por el momento —Dupin se interrumpió—
estamos investigando distintas pistas. Pura rutina.
—Está cerrado con llave.
Anthony sacudió el picaporte.
—Sí. Durante la temporada alta está cerrada.
Son instrucciones de Antoine Manet.
—La verdad es que me gustaría echar un
vistazo.
Dupin sentía simpatía por la señora Coquil e
intentó transmitirlo con su tono de voz.
Al parecer ella se dio cuenta.
—Está bien.
Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta de
punto de color canario, que ese día llevaba sobre un vestido rojo
carmesí, y sacó una llave.
—Antes no cerrábamos ni siquiera durante la
temporada alta. —Anthony seguía molesto—. En cambio, ahora siempre
tengo que pedir permiso para entrar.
—¿Quién tiene la llave de esa sala?
—preguntó Dupin.
—El señor Manet y yo. Y hay otra en el cajón
de la mesita sobre la que ponemos los folletos, en la entrada del
otro museo —dijo señalando con la cabeza hacia ahí.
Abrió la puerta al instante y la
sostuvo.
—Luego debería pasarse por el museo de
historia. La historia de esta isla le debería interesar tanto como
esto de aquí. Sin nuestra memoria no somos nada. ¡Simples espectros
fantasmales! ¡No lo olvide nunca! —Y añadió con una sonrisa—: Para
la visita guiada por nuestra cámara del tesoro le dejo con la
persona más informada de toda la isla.
Se marchó.
Dupin entró en la sala.
Era una estancia muy sencilla y era evidente
que hacía tiempo que no había sido renovada. Las paredes, blancas
en otra época, habían adoptado un color amarillento y olían mal.
Toda la sala desprendía un olor desagradable. Una mezcla fuerte de
polvo —que se acumulaba en varios centímetros en algunos puntos del
suelo—, moho —supuso Dupin—, una especie de pegamento y carburante.
Era un hedor bastante intenso. La estancia tenía una sola ventana
de cristales sucios que la iluminaba con una luz mortecina.
Sin duda, la palabra «caos» era la más
adecuada para describir el estado en que se encontraba la sala.
Había varias mesas grandes dispuestas en forma de L. Debajo, al
lado, en medio, contra la pared y en todas partes se apilaban cajas
de cartón marcadas con unos grandes adhesivos amarillos con
abreviaturas. Todos obedecían a un mismo patrón: S.-28.-29./GEORGES
BRADOU/05.2002.
El chico se dio cuenta de que Dupin miraba
las cajas.
—En las mesas solo están los mejores objetos
—explico—. Y en las cajas lo demás. Los adhesivos indican datos
importantes: las coordenadas de los puntos de localización, la
persona que hizo el hallazgo, etc. La S significa Sein. Antoine
inventó el sistema. Pero se utiliza en todo Finistère. Él pertenece
a una asociación, ¿sabe? Esa gente decide ese tipo de cosas.
Seguramente se refería a la asociación a la
que también había pertenecido el profesor Lapointe.
—Mire, señor comisario. Estas son monedas
romanas auténticas.
Anthony señaló el centro de la mesa.
—Aquí se ve al emperador Maximiano. Es mi
preferida. Y este es Carausio, a quien el emperador le concedió la
defensa de la Bretaña contra los germanos. Es de bronce auténtico.
Y estas de ahí —señaló otro puñado de monedas— son todas de
plata.
Estaba en su elemento.
Dupin recorrió todo el perímetro.
Era una colección curiosa y magnífica. Todas
las piezas estaban provistas de una cinta fina con los datos
exactos sobre el lugar del hallazgo, la fecha y el
descubridor.
Cuando casi había llegado al final de las
mesas, Dupin se detuvo.
Había visto algo.
Era un motor. Debajo de la mesa, entre dos
cajas, había un motor. Uno grande y oxidado, de al menos un metro
de longitud. Se inclinó.
—Era de un pesquero que se hundió en la zona
oeste de Île-de-Sein durante una tormenta, justo al lado de la
playa, no muy lejos del faro.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Puede que un par de años. Tal vez
más.
—No lleva etiqueta. —Dupin había intentado,
sin éxito, ver la identificación.
—Mmm. —El chico no supo qué responder.
—¿Era un pesquero conocido?
—Sí. Era de un pescador de bajura de
Douarnenez. Logró llegar a tierra en el último momento; no le pasó
nada.
—Entiendo. Así que llevas viendo el motor
aquí desde comienzos de año. Pero ¿antes también estaba?
El muchacho miró a Dupin sin entender adónde
quería ir.
—Sí.
—¿Estás seguro?
—Lo acabo de decir.
Entonces ese no era.
Dupin se puso de cuclillas. Nunca antes
había visto un motor de barco desmontado. Era alargado, pero en uno
de los lados sobresalía un eje, de unos treinta o cuarenta
centímetros, con una vara dentro que posiblemente conectaba con la
hélice de la embarcación. En el otro extremo, aunque más arriba,
había un tubo arrancado del que solo quedaban unos centímetros, tal
vez la tubería del depósito de combustible. Con algo de
imaginación, colocando el motor derecho y tapándolo con una tela,
podía parecer la silueta de una cruz. Dupin lo miró atentamente:
hacía falta mucha imaginación.
Se incorporó.
—¿Así que antes la puerta que lleva a esta
sala no se cerraba nunca?
—No. Antes nunca.
—¿Cuándo fue la última vez que estuviste
aquí?
El chico reflexionó.
—No lo sé. Tal vez hace dos semanas.
Últimamente no ha habido hallazgos.
—¿Nada? ¿Nada de nada?
—Nada. Solo el pequeño caballo de
hierro.
Anthony señaló al final de la mesa. Allí
había un caballo de hierro oxidado de forma tosca.
—Lo encontró Jumeau.
—¿Adónde crees que esas dos mujeres pudieron
haber llevado ese objeto tan grande?
—Esa es una pregunta clave, ¿verdad?
Dupin asintió.
—Aquí no. Seguramente a su casa. Tal vez, al
principio, a uno de los dos cobertizos y luego a casa. Algún día
por la noche, cuando no hay nadie por la calle. O puede que a
primera hora de la mañana. —De nuevo parecía estar pensando—. Sí,
yo lo habría hecho así.
Dupin volvió a recorrer la sala con la
mirada. Por las mesas. Se pasó la mano por la nuca.
—Esta es una colección magnífica. Muchas
gracias por la visita. Y, sobre todo, por la estupenda
investigación. Has prestado un gran servicio a la policía,
Anthony.
Al niño le brillaban los ojos. Luego su
mirada volvió a ensombrecerse.
—¿Y ahora tengo que regresar a la
escuela?
—Eso me temo. De todos modos —añadió Dupin
mirando el reloj—, has perdido más de media hora.
La cara de Anthony se volvió a
iluminar.
Dupin se dirigió hacia la puerta.
—Creo que nos volveremos a ver.
Le tendió la mano al chico. Este se la tomó
y la estrechó con firmeza.
—Puede sacarme de clase cuando quiera. Ya
sabe dónde está mi aula.
Y con una amplia sonrisa salió
corriendo.
Dupin también sonrió.
Cerró la puerta de la cámara del
tesoro.
La señora Coquil apareció enfrente de él
poco antes de que llegara a la salida. Como antes, parecía haberse
materializado de la nada.
—¿Y bien? ¿Ha encontrado lo que
buscaba?
Dupin vaciló.
—Es una colección fascinante. Pero me
interesaban hallazgos más recientes. De las últimas semanas.
Dirigió una mirada inquisitiva a la señora
Coquil.
En sí, un gesto inútil. Por la idea que se
había hecho de esa mujer, si supiera alguna cosa, lo disimularía
muy bien.
Ella tampoco reaccionó ante su sibilino
comentario. Impertérrita, le dirigió una mirada severa.
—Muy bien, entonces voy a explicarle un poco
la historia de la isla. Tenemos que ir aquí al lado. Empezaremos
con Île-de-Sein en la prehistoria...
—Yo...
El teléfono de Dupin. El comisario suspiró
aliviado.
Labat.
—Señora, lo siento, tengo que contestar la
llamada. Lo siento mucho.
Se alejó rápidamente hacia el patio
interior.
—¿Qué hay?
—El cuchillo no tiene huellas. Han intentado
encontrarlas aquí mismo mediante impresiones digitales. —El estilo
sincopado y diligente de Labat—. Ahora el cuchillo va camino del
laboratorio para analizar restos de ADN y la sangre del filo. Un
coche está acompañando a la señora Gochat a la central de Quimper.
Yo voy también para allá. Naturalmente, le esperaremos por si
quiere encargarse en persona del interrogatorio. —Aquella era una
fórmula solo retórica—. De lo contrario, me ocuparé yo mismo. Por
lo demás, los expertos en informática de Rennes han informado sobre
el correo electrónico anónimo y dicen que de momento solo han
averiguado el operador telefónico utilizado para enviarlo.
Dupin se esforzó por adoptar un tono
lapidario.
—Vamos a tener que soltar a la señora
Gochat.
—¿Que qué? —Labat se esforzó por
contenerse—. ¡No puede hacer tal cosa!
—La vamos a liberar. De inmediato. ¿Me ha
entendido?
—Pero si hemos encontrado el arma del crimen
en su casa. No tiene una coartada sólida. Ordenó seguir a Céline
Kerkrom.
Aún no se podía afirmar que aquella fuera el
arma del crimen; en cuanto a la coartada, ninguno de los
sospechosos tenía una y, de todos modos, Gochat no había sido la
única que había seguido a Céline Kerkrom. En cualquier caso, era
evidente que todo eso bastaba para retener de forma provisional a
la directora del puerto; y, evidentemente también, los hechos se
habrían podido formular de un modo concluyente, tal como Labat
había hecho. Pero al comisario le interesaba otra cosa.
—Si fue ella, es más interesante vigilarla
cuando esté libre.
Así era. Dupin estaba convencido de
ello.
—Quiero ver lo que hace, y usted, Labat, la
seguirá con discreción, vaya donde vaya. Tal vez tenga algo
escondido —ese era el punto más importante— o sabe dónde se oculta
algo. —Para entonces Dupin hablaba más para sí mismo que para
Labat—. O tal vez tiene alguna sospecha.
Labat había recuperado la compostura.
—¿Tiene una idea concreta?
Aún no era el momento de dar a conocer, sin
necesidad, las posibilidades vagas y en potencia descabelladas que
barajaba.
—Quería decir en general.
—Personalmente, me parece que es un error
pero, en fin, usted es aquí quien da las órdenes.
—Exacto, Labat. Aquí soy yo quien da las
órdenes.
Se le ocurrió entonces otra cosa, una
variante; era una idea excelente y adicional.
—Labat, antes de soltar a la señora Gochat,
me gustaría hablar de nuevo con ella. Tráigala a aquí, a la isla.
Rápido. —La ocurrencia cada vez le gustaba más—. Zarpen a toda
prisa. Con sirena y luces. Directamente a Audierne y a la lancha
rápida.
Labat estaba confuso.
—¿Y si se niega? Quiero decir, si le digo
que se puede ir y que no la vamos a interrogar pero, en cambio, le
ordeno que antes me acompañe hasta la isla para que usted le tome
declaración... Su abogado... En fin.
—Si tiene algo que objetar, dígale que
escoja entre salir libre después de hablar conmigo de nuevo, o
ingresar de inmediato en prisión preventiva y ser sometida a
numerosos interrogatorios. Que decida.
Se produjo un breve silencio. Luego:
—Creo que nos veremos muy pronto en la
isla.
—Yo también. Le estaré esperando.
Dupin colgó.
Por prudencia, mientras hablaba por
teléfono, se había ido alejando furtivamente del patio de los
museos.
Le quedaba un asunto pendiente desde hacía
rato. Llamar a su madre. Eso era algo que no podría esquivar. No
quería arriesgarse a que volviera a hablar con Nolwenn.
Se armó de valor y cogió el teléfono.
—¡Jefe! ¡Jefe!
Dupin se dirigía hacia el muelle sur y de
nuevo Le Ber asomaba ante él, salía a toda prisa de uno de los
estrechos callejones.
—¡Estaba usted comunicando, jefe! Jumeau ha
llegado. Está en Chez Bruno.
—Vamos allá.
Dupin se dirigió sin más hacia la pequeña
terraza del bar.
La conversación con su madre había sido
atroz, pero acabó pronto. Tal vez en eso tuvo que ver la
circunstancia, afortunada para él, de que el florista acabara de
llegar y ella estuviera un poco «ocupada». El comisario no se
anduvo por las ramas y le dijo que, desde su última conversación,
el caso se había complicado aún más, que había aparecido otro
cadáver, que la investigación no acababa de arrancar y que, por
todo eso, cada vez era más improbable que él pudiera asistir a la
fiesta del día siguiente. Ella, por su parte, apenas se dignó a
tomar en cuenta una parte de esas conclusiones, que él repitió
expresamente dos veces, y conservó la compostura. Aunque eso se
debió tal vez a que ignoró por completo lo que él le decía, una
técnica que ella dominaba con maestría. Lo que no quería oír no lo
oía, y punto. En consecuencia, como despiadado remate final, tal
cosa no existía. Por otra parte, ella era una maestra consumada en
el arte de provocar remordimientos en los demás.
El joven y enjuto pescador tenía un café
delante y daba la impresión de estar ensimismado.
—Me gustaría saber —empezó Dupin antes de
llegar hasta la mesa y mientras Jumeau volvía la cabeza hacia él—
qué significa esa considerable suma de dinero que Laetitia Darot le
transfirió.
Se sentó en la silla de delante, con Le Ber
a su lado. La pregunta no pareció inquietar lo más mínimo a
Jumeau.
—Estoy pasando dificultades financieras.
Llevo así dos o tres años —respondió él sin el menor asomo de
autocompasión o queja; no parecía importarle admitir algo así—. La
pesca se está volviendo difícil, sobre todo para una persona como
yo.
—¿De modo que ella simplemente le transfirió
diez mil euros, sin más? ¿Un importe así, de repente?
—Sí.
—¿Y qué debería yo pensar al respecto?
Jumeau le dirigió una mirada de
indiferencia.
—¿Ese dinero debe entenderse como un
préstamo?
—No.
Lo absurdo es que Dupin no tenía ni la menor
idea de cómo interpretar lo de la transferencia. Ni siquiera sabía
en qué medida eso podía ser delictivo. No se le ocurría un contexto
para ello, ni siquiera teniendo en cuenta las posibilidades,
extremadamente especulativas y muy vagas, que habían surgido en las
últimas horas. Por otro lado, diez mil euros eran una suma
considerable.
—¿Tiene usted deudas? —intervino entonces Le
Ber.
—Tengo el crédito que me concedió el banco
para la barca. Tenía la cuenta en números rojos. Ni siquiera se lo
pedí. Ella lo descubrió por casualidad y me pidió mi número de
cuenta.
Tratándose de Jumeau, esa respuesta era
asombrosamente completa.
Laetitia Darot tenía ingresos regulares y no
del todo malos. Pero también para ella era mucho dinero. Si hubiera
habido irregularidades notorias en su cuenta, como ingresos
importantes, Le Ber lo habría mencionado.
El inspector prosiguió:
—¿Y si Laetitia le hubiera pagado a cambio
de, digamos, algunos encargos especiales? ¿Tal vez por ayudarla a
esconder algo? ¿O bien —continuó, con el ceño fruncido—, para que
usted vigilara a Morin y a sus barcas mientras llevaban a cabo
prácticas ilegales?
Desde luego, eso era plausible. De todos
modos, a Dupin le interesaba cada vez más el primer tema.
Jumeau permaneció impasible y ni siquiera
protestó ante ese planteamiento.
—Se limitó a dármelo, sin más. Quería
ayudarme.
—¿Y usted a cambio no tuvo que hacerle
ningún favor a ella? —insistió Le Ber.
—Nada en absoluto. —Jumeau se calló—. Era
así. Para ella el dinero no significaba nada.
—A principios de junio, durante la ola de
calor, las dos mujeres salieron juntas en la barca de Céline
Kerkrom y regresaron a última hora del atardecer, cuando el sol ya
se había puesto.
Dupin no apartaba la vista de Jumeau, atento
al menor movimiento de los ojos, la boca o los músculos de la
cara.
—Recuerdo esos días de tanto calor.
¿Y?
Ningún gesto delator.
—Usted atracó su embarcación poco antes que
ellas. En la parte delantera del muelle.
—Siempre atraco ahí.
Jumeau ni siquiera mostraba signos de
impaciencia, lo que habría sido comprensible teniendo en cuenta el
modo tan complicado de hacer las cosas de Dupin. Por la cara de Le
Ber, también el inspector esperaba que el pescador perdiera los
nervios.
—¿Recuerda ese día?
—Solo me acuerdo de un atardecer en que
Céline llegó tarde. Yo ya había terminado y vi su barca detrás, en
el primer dique. No sabría decir si Laetitia también iba a
bordo.
—¿Ya había oscurecido?
—Sí, eso creo.
—¿Regresó de nuevo a la zona de amarres
junto a los cobertizos?
—No.
Dupin reflexionó. Luego decidió disparar un
tiro a ciegas.
—¿Adónde se lo llevaron las dos? —preguntó
con un tono expresamente enérgico—. ¿Dónde está ahora? Sabemos lo
del hallazgo.
La pregunta sorpresa no obtuvo respuesta
alguna. Tampoco en esa ocasión Jumeau demostró la menor
emoción.
Le Ber fue el primero en decir algo, aunque
a media voz:
—¿Cómo dice?
—No sé a qué se refiere. Ni idea.
¿Se equivocaba Dupin o el pescador estaba
extrañamente triste?
—No le creo.
—Eso es cosa suya.
—Sabemos que... —Dupin iba a intentarlo de
nuevo, pero luego lo dejó.
Así no avanzaría.
Saber que ellos tenían noticia de un
hallazgo no había impresionado a Jumeau de forma visible; tal vez
no había sido buena idea mencionarlo. Dupin se sintió molesto
consigo mismo.
Se levantó sin más preámbulo.
—Muchas gracias.
De hecho, esa habría sido una excelente
ocasión para tomarse un café rápido, pero se le habían pasado las
ganas. Estaba muy insatisfecho. De todo y, en especial, de sí
mismo. Todo el caso le daba mala espina, los acontecimientos se
precipitaban constantemente, no lograban investigar de forma
sistemática, ni siquiera en parte, y tampoco conseguían seguir una
pista hasta el final; los personajes principales pasaban a segundo
plano y volvían a aparecer de repente; las tareas no se debatían y
tenía la impresión de que nada era suficiente.
Se dio la vuelta y abandonó la terraza sin
decir palabra.
Le Ber se quedó de pie sin saber qué hacer.
Miró a Jumeau, que no parecía especialmente inquieto por la marcha
repentina de Dupin, y murmuró:
—¡Hasta la vista, señor! Estaremos en
contacto.
Luego salió tras el comisario.
Al llegar al final del muelle, Dupin tomó el
camino que transcurría junto al mar y que, como todos los demás,
conducía irremediablemente hacia la ruta del faro. Al lado del
camino yacía una hélice enorme de acero oxidado; como en muchas
otras partes de la isla, los restos de los naufragios destacaban
como si fueran esculturas de un museo al aire libre. Debajo de esa
inmensa hélice descubrió una familia de liebres con su prole.
—¿Tenemos algo sobre el presunto hundimiento
de la barca de contrabando de Morin?
—He dado máxima prioridad a las
comprobaciones, pero eso aún tardará un poco.
Así era. Efectuar comprobaciones llevaba
tiempo. Por mucho que eso contrariara a Dupin.
—Nolwenn me está ayudando. Tiene buenos
contactos en las administraciones.
—Perfecto.
Eso le tranquilizó.
—¿De verdad cree que es por la embarcación
hundida? —preguntó Le Ber con expresión seria y muy preocupado—.
¿Vamos a por Morin?
—No lo sé. —Era la verdad—. Es preciso
investigar en todos los frentes.
Le Ber carraspeó. Con un gesto muy poco
discreto.
—¿Ya le han dicho que el profesor Lapointe
era una autoridad sobre Ys? —El inspector se interrumpió y
reformuló la frase—: Quiero decir que, en general, era un experto
en la arqueología de la zona pero, en particular, en la historia de
Ys. Desde hace dos o tres años, la historia de esa mítica ciudad
hundida se convirtió en su principal objeto de interés.
—¿Ys? ¿En serio? —Dupin no estaba de humor
para el rico acervo de leyendas bretonas.
—Es posible que Kerkrom y Darot dieran con
un hallazgo arqueológico en el fondo del mar. Me refiero a uno
importante. Algo preciado, de gran valor. Y tal vez por eso
contactaron con el profesor Lapointe, apelaron a sus conocimientos
y le pidieron consejo. De este modo, incluso aquella prueba de
análisis de material encaja, así como la compra de componentes
técnicos de Darot y Kerkrom: el pescante nuevo y el sistema de
radar de alto rendimiento que permite analizar el fondo del mar y
las capas de barro y arena. Con un equipo así se puede encontrar de
todo.
Dupin no dijo nada.
Dos liebres huyeron en zigzag por el camino,
muy cerca de ellos.
—Además, eso explicaría por qué Kerkrom
navegaba hasta zonas a las que no acostumbraba a ir. Tal vez Darot
lo descubrió primero, en la entrada de la bahía de Douarnenez,
donde los delfines cazan calamares en verano, y pidió ayuda a
Kerkrom. La barca de esta era muchísimo más adecuada para el
rescate. Y al estar con frecuencia en esa zona, llamó la atención
de alguien. Por lo que sabemos seguro, la de la directora del
puerto y la de Vaillant. Pero puede que la espiara alguien más. Así
habría empezado todo.
—¿Cree usted —preguntó Dupin, esforzándose
por adoptar un tono de voz neutro— que al final todo esto va de un
tesoro?
Esta vez fue Le Ber quien guardó silencio y
miró fijamente al comisario.
—¿Que las dos mujeres hicieron un hallazgo
arqueológico sin precedentes? ¿Una cruz, tal vez? ¿O algo similar?
—La voz de Dupin adoptó un tono más audaz, como si hablara para sí
mismo.
Había procurado sonar como si no diera
importancia a sus palabras. Sin embargo, al oír la palabra «cruz»,
Le Ber enarcó las cejas.
—¿Por qué ha mencionado una cruz?
Dupin hizo un gesto de desdén.
—A principios de junio, ese jovencito,
Anthony, vio a Kerkrom y Darot regresando a última hora de la tarde
en la barca de Céline con un objeto a bordo. Algo tan grande como
él, envuelto en una tela. Dice que el objeto tenía forma de cruz.
—Dupin se interrumpió y, claramente incómodo con lo que estaba
explicando, añadió—: Él dice que era una cruz. Al día siguiente
preguntó a Kerkrom y ella le dijo que era una viga que había
comprado para su casa.
Dupin se había esforzado por explicar
aquello del modo más lacónico posible, pero el asunto de la cruz no
admitía ese tono.
Le Ber se quedó parado. Por un instante
palideció. Luego se le iluminó la mirada. Esa precisamente era la
reacción que Dupin temía. El comisario se apresuró a añadir:
—A mí me parece que tal vez era el motor o
una parte del casco del pesquero hundido, tal vez un trozo de
madera con el número de identificación.
—Jefe, usted sabe lo que se dice de Ys,
¿verdad? —Le Ber se esforzaba, sin éxito, en contener su emoción—.
Que el Viernes Santo en que se celebre misa en la gran iglesia de
Ys, la ciudad resurgirá, Dahut regresará y el reino legendario
reaparecerá. —Como era de suponer, aquel tema desbocó todos los
caballos épicos e imaginarios de Le Ber—. Además, y esto es lo
importante, aunque no lo crea, según se afirma en algunos
documentos, ¡ojo, «documentos», nada de leyendas!, la misa deberá
celebrarse ese día bajo la gran cruz dorada que preside el altar de
la iglesia. ¡El símbolo de esa catedral legendaria!
Dupin se sintió aliviado: cuanto más
inverosímiles fueran las historias, menos tenía que ocuparse de
ellas.
De nuevo una pareja de liebres se paseó
frente a ellos; al parecer solo se mostraban a pares y, de nuevo, a
una velocidad temeraria.
—¿De modo que en muchas versiones de la
leyenda es importante la presencia de una gran cruz dorada? —Dupin
formuló la pregunta casi en contra de su voluntad.
—Así es.
—Cuénteme. —Sabía que lamentaría haber dado
pie a aquello—. Pero sea breve, solo lo esencial de ese mito,
limítese a lo esencial, sin adornos. Sea conciso.
Le Ber tomó aire:
—El rey Gradlon el Grande, monarca de
Cornualles, era un guerrero famoso y victorioso que poseía riquezas
infinitas. Era hijo de Conan Mériadec, el primer rey de Armórica.
Posiblemente, el núcleo histórico se encuentra en torno a los
siglos IV o V. Gradlon conoció en los fiordos del norte a la
bellísima Malgven, que murió al dar a luz a la hija de ambos,
Dahut. Con el tiempo esta se convirtió en una mujer más bella
incluso que su madre. Gradlon la quería más que a su propia
vida.
»Como la muchacha adoraba el mar por encima
de todas las cosas, él construyó para ella una ciudad junto a las
aguas, la más bella que jamás ha visto el mundo. Con tejados de oro
puro y una fabulosa catedral. Aquel pequeño reino estaba
resguardado del mar por unas murallas poderosas y elevadas y tenía
una única puerta de acceso de la que solo Gradlon tenía la llave.
Este era un rey sabio, muy querido por todos, con un importante
consejero llamado Guénolé. Dahut, en cambio, era egoísta y
codiciosa, pero su padre no se daba cuenta; ella era para él su
rayo de sol. La hizo reina y le entregó la llave de entrada a la
ciudad. Ningún hombre era lo bastante bueno para ella hasta que un
día, en un baile, Dahut conoció al hombre más hermoso de la tierra.
Ella era reina, poderosa, infinitamente rica y, además, ahora
también tenía el amor.
»El príncipe le pidió una muestra de su
pasión por él y ella le entregó la llave de la ciudad una noche de
luna llena. Pero resultó que ese príncipe —Le Ber tomó un poco de
aliento— era, en realidad, el mismísimo diablo. Aquella noche
adoptó de nuevo su forma verdadera y abrió la puerta con la llave.
Poco después la ciudad se hundió bajo el Atlántico, llevándose
consigo a todos sus habitantes. Gradlon y Guénolé se salvaron
subiendo a la torre más alta del palacio. Poco después salieron dos
caballos de las aguas y los pusieron a salvo en la orilla. El rey
no dejaba de llamar a su hija. Dahut, Dahut... Solo en una ocasión
pudo verla, en una ola. «¡Es por mi culpa! ¡Estoy maldita!», le
gritó a su padre. Luego ella se hundió, de forma del todo
consciente. Por decisión propia. —Le Ber estaba visiblemente
conmovido—. El hueco por el que Dahut desapareció aún existe, se
conoce como Poul Dahut. Está al este de Douarnenez. Las piernas de
la chica se transformaron en una cola de pez y ella se convirtió en
sirena. Luego nadó hasta su ciudad hundida, que está en el fondo de
la bahía, y desde entonces vive allí y solo podrá ser liberada
si...
—Entendido, Le Ber. Ya está bien.
—Hasta el fin de sus días, Gradlon acudió
cada día a la orilla de la bahía para buscar a su hija. Pero nunca
la volvió a ver. Sin embargo, algunos días oía las campanas de la
catedral, que tenían un sonido especial, según se decía, ajeno a
este mundo, muy diferente al de las campanadas normales. Era una
especie de trueno, modificado y reforzado por las aguas y por la
profundidad en la que de pronto se encontraba toda la zona.
Sin poder evitarlo, Dupin se acordó entonces
del extraño ruido que había oído la noche anterior, aquel fenómeno
tan insólito, y se esforzó en apartar de sí aquel
pensamiento.
—Incluso hoy en día, aún hay noches en que
se oye. Y esta es, muy resumida, la historia de Ys.
Le Ber se había contenido bastante. El
inspector sabía que no era inteligente poner en juego la
extraordinaria disposición de Dupin para escuchar una historia
legendaria como aquella, aunque fuera por motivos relacionados con
la investigación.
—De hecho, se podría decir que también es
una historia de demonios. ¡An
Diaoul!
Las historias de demonios. Como bien sabía
Dupin, uno de los géneros favoritos de los bretones. En la Bretaña
Dios no se entendía sin el diablo: eran un binomio inseparable. La
historia favorita del comisario era la de la babosa, ar velc’hwedenn ruz. Según se decía, desde el
principio de los tiempos, el diablo, en su afán continuo por imitar
las obras divinas, rivalizaba con Dios en la creación de las cosas.
Sin embargo, nunca lo lograba por completo, siempre se quedaba a
las puertas o le faltaba algo. Esto explica por qué en el mundo hay
tantas cosas imperfectas, a medio hacer, poco logradas o que están
mal; tal idea, viendo cómo era la realidad, sin duda tenía un poder
extraordinariamente persuasivo. De ahí que, cuando Dios creó el
caracol de viña, el diablo quiso imitarlo y, como no hubo modo de
que le saliera bien el caparazón, surgió la babosa.
—El diablo tienta a las personas, las atrae.
Pero, en realidad, solo las pone a prueba. Es una prueba de
carácter, porque no todo el mundo se doblega ante él; solo las
personas en las que la codicia, la envidia, el afán de distinguirse
y el egoísmo destacan más que las demás cualidades. Como es el caso
de nuestro asesino. —La voz de Le Ber adoptó un tono muy triste—.
Lo que les pasa no se debe a su trágico destino, sino a que lo
permiten. Tienen elección.
—Bien.
Dupin no sabía qué había querido decir con
ese «bien».
—No crea que es descabellado considerar la
posibilidad de algo así, jefe.
De ninguna manera Dupin había considerado la
posibilidad de «algo así», es decir, de Ys.
—Como le he dicho, la búsqueda de Ys es
objeto de un serio interés científico. Acuérdese de la expedición
que le mencioné, o del gran número de historiadores famosos que han
estudiado a fondo esta cuestión.
Era un modo de decir que esas cosas no eran
motivo de vergüenza.
Entretanto habían llegado al cementerio del
cólera, al lugar donde Laetitia Darot había perdido la vida de
forma macabra.
—Eso de la viga de madera que Céline Kerkrom
necesitaba para su casa, ¿no le parece que está un poco fuera de
lugar? —apuntó entonces Le Ber con prudencia.
Dupin no quiso entrar en esa cuestión. Pero
retomó otro tema:
—El profesor Lapointe era un estudioso de la
historia de Ys, ¿verdad?
No había visto nada en el despacho de
Lapointe o en la lista de libros que apuntara en ese sentido.
—Era su gran afición. Lo sé por mi primo.
Pertenece a la misma asociación cultural que Lapointe y
Manet.
Aun así, podía haber numerosos motivos por
los que Darot y Kerkrom se hubieran dirigido al profesor. A fin de
cuentas, también era médico. Y biólogo.
—¿Le he dicho alguna vez que mi primo es, en
realidad, historiador? Estudió en París.
—¿Su primo conocía al profesor
Lapointe?
—Solo de manera superficial. En los últimos
años no ha podido frecuentar las reuniones de la asociación a causa
de su implicación en el Kouign
Amann.
—¿De qué trabaja su primo?
—Es jefe de bomberos en Douarnenez desde
hace muchos años. Empezó como voluntario.
—Kerkrom y Darot —dijo Dupin masajeándose
las sienes— seguramente sabían que Lapointe asesoraba la iniciativa
ciudadana contra el uso de productos químicos tóxicos para la
limpieza de las barcas de Morin, y buscaron un aliado.
—Pero ¿para qué? ¿Para qué necesitaban un
aliado? ¿De qué les servía Lapointe en relación con la historia de
la barca de contrabando hundida? ¿Qué ayuda podía prestarles?
Esa era una de las cuestiones pendientes. Y
era evidente que a Le Ber le gustaba retomarla.
De repente, mientras Dupin contemplaba la
isla sin fijarse en el camino, una liebre pequeña y solitaria
apareció delante de ellos. No parecía sentir temor ni tampoco
seguir su instinto de huida. Le Ber la había visto, pero optó por
ignorar su presencia. Dupin avanzó trazando una vuelta grande en
torno al animal; recientemente se había preguntado si las liebres
podían enfermar de rabia.
—¿Qué pasa —preguntó Dupin con un tono
forzadamente neutro— cuando alguien, un particular, hace un
descubrimiento arqueológico serio? ¿Se le concede una
gratificación?
—El 5 por ciento del valor estimado. En la
actualidad el precio del kilo de oro se encuentra en torno a los
treinta y tres mil euros. Y sin duda estaríamos hablando de varios
kilos. En el caso de una cruz grande, sería una cantidad de varios
millones. Y eso contando solo el valor material. El valor real de
un hallazgo como ese sería más del doble. Imagínese. —De nuevo Le
Ber se dejó llevar—. ¡Un vestigio de la ciudad legendaria! ¡La
prueba definitiva de su existencia! Incalculable. El valor sería,
sin duda, incalculable. Y otra cosa está clara: el descubridor
sería rico y famoso en todo el mundo.
Dirigió una mirada de disculpa hacia Dupin.
Pero el remordimiento le duró poco. Al instante reemprendió el
ataque:
—Seguro que le han contado la historia del
desembarco de los vikingos, de la precisión con que todavía hoy se
habla de ello. La gente que no es de aquí las consideraban fábulas,
leyendas. En cambio, los acontecimientos históricos y lugares
exactos se habían ido transmitiendo oralmente durante miles de años
y, además, con pocos adornos. Ninguna cultura dispone de una
tradición oral tan exquisita como la celta. Nosotros la hemos
convertido en una forma de arte. ¡Y lo llaman leyenda! —Le Ber se
estaba encendiendo de rabia—. ¿Por qué esto mismo no habría podido
ocurrir con Ys? Es un acontecimiento mucho más importante que el
desembarco de los vikingos. El hundimiento de una ciudad fabulosa.
Algo que tal vez se debió a una gran subida del nivel del mar, un
hecho del que ahora tenemos constancia. —Ahora incluso fundamentaba
científicamente sus quimeras; sin duda, una táctica inteligente—.
Podría tratarse de una antigua ciudad celta, con riquezas inmensas
por el comercio floreciente y la pesca, igual que cuando en la edad
moderna la Bretaña llegó a ser una de las regiones más ricas de
Europa. Una ciudad construida junto al agua, en tierras bajas, por
debajo del nivel del mar, en una zona resguardada por dunas altas y
diques naturales que posteriormente se fueron ampliando. Hasta que
un día, estando la marea muy alta, estalló la violencia de la
naturaleza. —Le Ber miró a Dupin a los ojos—. ¡Esto es un escenario
muy realista! ¡Piense en la inundación del siglo que se produjo
después del eclipse solar de este año! ¡O en 1904, cuando toda la
costa bretona quedó cubierta por el mar durante dos días,
Douarnenez incluida! Y ahora imagine la inundación del milenio
acompañada de una tormenta inmensa. Evidentemente, de aquí cien o
quinientos años también habrán desaparecido bajo las aguas algunas
ciudades bretonas actuales.
Le Ber era muy hábil. Tal como contaba la
historia, esta adquiría un toque menos fantástico y mucho más
prosaico.
—¿Sabe usted cuántos pescadores han afirmado
durante siglos haber visto ruinas en la bahía estando la marea muy
baja? Sobre todo, la torre de la catedral. —Y, con un tono
extraordinariamente suave, añadió—: Incluso en nuestros días se
habla de ello.
Dupin y Le Ber estaban atravesando un
impresionante fragmento de la isla donde el mar había engullido de
manera peligrosa parte de la tierra por ambos lados. Al poco rato,
el camino se bifurcó: a la derecha se dirigía hacia el faro y, a la
izquierda, hacia una capilla de piedra.
Le Ber reemprendió el tema:
—Debería considerar que...
El teléfono de Dupin.
Lo sacó muy agradecido.
Nolwenn.
—¡Su instinto no le ha engañado, señor
comisario! Tal como suponía usted, Morin dio de baja un bolincheur. ¡De solo diez años de antigüedad! Eso
es muy poco para este tipo de embarcaciones. Presentó la baja tanto
a las autoridades de pesca como a la administración del puerto. Y
ahora viene lo bueno: lo hizo cuando apenas había pasado un año del
incidente y dos meses antes de que la embarcación tuviera que
someterse a la ITV. A la luz de su hipótesis, yo diría que eso
sugiere una conducta extraordinariamente sospechosa.
—¡Excelente, Nolwenn! ¡Excelente! —Instinto,
en efecto, había sido eso—. ¿Nadie ha vuelto a ver la embarcación
que se dio de baja?
—Bueno, no sabría decirle.
—¿Y en el tiempo transcurrido entre el
incidente y la baja?
—Tampoco lo sé.
—Tenemos que hablar con Morin. Y con el jefe
de sus bolincheurs, ese tal Carrière.
Tenemos que preguntarle dónde está esa barca y pedirle que nos la
enseñe.
—Me pondré a ello de inmediato.
—¿Consta algún motivo para la baja?
—No. Pero no es necesario. Los propietarios
pueden sacar de la circulación sus embarcaciones en cualquier
momento sin tener que dar explicaciones.
Casi habían llegado al faro. Este se alzaba
majestuoso contra el cielo azul. Elegante, clásico, de un intenso
color blanco y con unas letras enormes en las que se leía SEIN. Más
arriba, la linterna de cristal, una artística estructura metálica
y, sobre ella, la cúpula negra. La torre destacaba por encima de un
edificio no menos elegante del cual partían, a derecha e izquierda,
en perfecta simetría, unos anexos que conectaban con dos edificios
cuadrados. Era una construcción impresionante.
—Seguiré investigando, señor comisario.
Además, ahora nos vamos a poner en marcha para la movilización.
Esto está a punto de empezar. Hasta luego.
Nolwenn colgó.
Dupin le habría dado un abrazo. Con ese
descubrimiento la realidad regresaba de nuevo a la investigación.
Eso era una pista concreta. Por fin.
Dupin le transmitió la noticia a Le Ber con
entusiasmo. A pesar de la expresión de decepción que asomó en el
rostro del inspector, fue lo bastante profesional como para
involucrarse al momento en esa novedad.
—Si todo esto es cierto, Morin juega un
papel destacado en el contrabando de tabaco; seguro que no se
tratará de algo aislado. Tendremos que replanteárnoslo todo.
Le Ber tenía razón.
—Fuera lo que fuese lo que hubiera esa noche
de junio en la barca de Kerkrom —el inspector guiñó los ojos—,
tuvieron que meterlo en algún lado. Y...
—¡Hola!
Un grito. Ambos se sobresaltaron.
No se veía ni un alma alrededor.
—¡Buenos días, caballeros!
Seguían sin ver a nadie. A Dupin esa voz le
resultó familiar.
—¡Aquí arriba!
Aunque a unos cuantos metros de altura,
Antoine Manet era perfectamente visible. Se encontraba en la
estrecha plataforma situada en lo alto del faro.
—¡Buenos días! —gritó Dupin a su vez.
—¡Suban! —Las palabras de Manet se entendían
con claridad; no había viento que se llevara el sonido—. Iba a ir a
buscarles de todos modos.
—Es que... —Dupin se interrumpió.
De hecho, una charla con Antoine Manet no
era una idea descabellada; a fin de cuentas, habían surgido un par
de cuestiones nuevas e importantes que, a su vez, suscitaban
novedosas preguntas y consideraciones.
—¡Señor comisario, no puede perderse esto!
¡Tener una panorámica sobre las cosas no es malo! ¡Estará a
cincuenta y dos metros y noventa centímetros por encima de la
realidad!
—Ahora subimos. —Dupin parecía
sorprendentemente decidido.
—La puerta está abierta. Entren, giren a la
derecha y luego hacia arriba. No tiene pérdida.
Ocultó la cabeza detrás de la
barandilla.
—Pero, señor, vaya con mucho tiento. —La
expresión de Le Ber mostraba una profunda preocupación—. Este gran
faro, el Goul Enez, es muy alto. Y las escaleras son empinadas y
peligrosas. Yo preferiría que se quedara aquí abajo.
Dupin no contaba con la ascensión. Ni con
la cantidad increíble de escalones. Ni con una escalera de caracol
que se volvía más empinada según se aproximaban a la punta. Dicho
de otro modo: no imaginaba una estancia cargada de aire viciado,
que abajo ya era estrecha y que a cada metro se reducía aún más y
en la que se acumulaba aire muy cálido, muy húmedo y muy rancio que
apestaba a polvo, aceite y maquinaria. Las diminutas ventanas
estaban tan sucias que ni siquiera permitían adivinar la vista, sin
duda impresionante. No había ni rastro de romanticismo. Era un faro
en activo, no una atracción turística.
Tampoco era un lugar para
claustrofóbicos.
Los escalones empinados pronto le hicieron
sudar; tenía la frente perlada de gotas de sudor. Incluso Le Ber,
que era más joven y estaba en mejor forma, y a quien Dupin, con
buen tino, le había cedido el paso, tenía que detenerse de vez en
cuando a la vez que dirigía miradas inquietas hacia su
superior.
El comisario no habría podido decir cuánto
tiempo llevaban ascendiendo cuando de pronto los escalones
terminaron y se toparon con una escalerilla de acero que ascendía
varios metros de forma acentuada y temeraria. El espacio se había
vuelto demasiado estrecho para una escalera convencional. Al final
se veía una escotilla, parecida a la de un submarino. Estaba
cerrada. Allí arriba prácticamente no había más aire, parecía que
no hubiera oxígeno.
Como era de esperar, Le Ber tenía
experiencia en faros y su estructura, así que se encaramó sin
vacilar por esa escalera, abrió la escotilla y la levantó. Al cabo
de un momento pasó por ella.
Dupin hizo lo mismo.
—Jefe, cierre rápido la escotilla, o de lo
contrario se cerrarán de golpe todas las puertas del
edificio.
El comisario se encontró de rodillas en una
plataforma de acero repleta de remaches redondos situada dentro de
la linterna del faro, donde se alojaba un elemento técnico
espectacular: una lente gigantesca. El espacio seguía siendo
tremendamente estrecho y la calidad del aire no había
mejorado.
—¿Está usted listo?
No sabía para qué debía estarlo.
Le Ber abrió entonces una pequeña puerta,
también de acero, se inclinó un poco hacia delante y
desapareció.
Dupin le imitó.
—Vigile la cabeza, jefe.
Al instante se encontró encaramado en una
estructura temerariamente estrecha que rodeaba toda la zona de la
linterna. Miró en dirección oeste.
Era increíble la cantidad de luz. De
claridad. De libertad. La panorámica sobre el Atlántico era
maravillosa y se extendía a lo lejos hasta el infinito, ampliándose
una y otra vez con cada mirada.
El infinito era azul. Todo era azul. Azul
zafiro, turquesa, cian, azul claro, celeste más oscuro cerca de la
isla, con tonos violeta y azul oscuro en dirección al horizonte
huidizo, mientras que en el cielo el efecto era inverso: primero
los tonos azulados más oscuros, que se volvían más claros y ligeros
conforme aumentaba la altura. Durante un momento se sintió
embriagado.
Era como si flotara, como si por arte de
magia estuviera suspendido en el aire y a su alrededor solo hubiera
agua y cielo. Majestuoso.
A ello se unía otro efecto imponente: desde
allí se podía ver..., no, de hecho, se podía comprobar que la
tierra es redonda. Esférica. Allí arriba, a cincuenta metros sobre
el nivel del mar, justo en medio, se podía apreciar con nitidez que
el horizonte estaba arqueado. Esto solo pasaba junto al mar. De
pequeño, a Dupin eso le había fascinado, aunque nunca de un modo
tan intenso como entonces desde esa atalaya.
—La Chaussée de Sein. —Le Ber, que
permanecía muy cerca de él y no le quitaba la vista de encima, le
había permitido disfrutar a sus anchas. Manet también se les había
unido—. Si se acuerda, ayer desde la barca vimos el primer tramo de
estas formaciones escarpadas de granito. —Por desgracia, Dupin
recordaba a la perfección todos los detalles—. Se extienden desde
la punta de Raz y se prolongan veinticinco kilómetros mar adentro.
Île-de-Sein se encuentra a medio camino. Prácticamente al final de
la Chaussée está el Ar Men, el faro bretón situado en el extremo
más apartado, sobre un peñasco solitario y desnudo en el Atlántico
infinito. Por cierto, el faro es obra de Jean-Pierre Abraham, que
vivió allí durante muchos años.
El escritor favorito de Nolwenn. Ese que
había escrito aquella bonita frase sobre los pescadores.
—Y Henri Queffélec, en su novela Un feu s’allume sur la mer, describe de forma
precisa su construcción y la singular sociedad de
Île-de-Sein.
Aquel no era momento para disquisiciones
literarias, por interesantes fueran.
Dupin avanzó un trecho por la estrecha
barandilla.
Pudo mirar entonces en dirección este. La
isla parecía un pedazo de tierra extendido. Vista desde esa altura,
tenía forma de S invertida. Le vinieron a la cabeza las palabras de
la señora Coquil, su «somos tan poca cosa», su temor a que la isla
pudiera sucumbir muy pronto bajo las aguas. Entonces la comprendió
mejor. Desde allí arriba aquella «poca cosa» parecía aún más
frágil, más delicada. Completamente expuesta al océano. Era
imposible protegerla. Era un puñado de tierra, hierba, rocas y
arena.
—¿Es su primer faro? No está mal,
¿verdad?
Antoine Manet hablaba con tono animado,
fresco, vigoroso. Llevaba en la mano una pesada cámara
fotográfica.
—Aquí, en las aguas más peligrosas de
Europa, los faros son de una importancia tremenda. Recientemente
todos ellos fueron declarados monumentos históricos. Salvan vidas.
Señalan el rumbo. Proporcionan seguridad absoluta, fiable,
inamovible. No hay símbolos más poderosos. Son auténticos mitos.
Subo todos los días aquí, si es posible a la misma hora, y hago
fotografías. Es una tarea de documentación, una empresa
ambiciosa.
Era evidente que no quería profundizar en
ello.
Y Dupin no iba a pedírselo.
Le Ber tomó la palabra. Como no podía ser de
otro modo, también conocía la historia de ese faro:
—El faro original, de 1839, era de bloques
de granito. Estuvo en funcionamiento todas las noches durante
ciento cinco años. Los alemanes lo volaron en 1944. Este es de
1951. Es muy potente, muy luminoso. Se ve incluso a cincuenta y
cinco kilómetros de distancia. Sin embargo —su voz se volvió casi
sentimental—, el corazón de los isleños sigue apegado al faro
antiguo. Por cierto, los dos edificios que hay a derecha e
izquierda albergan la central eléctrica y la planta desalinizadora.
Ambas necesitan combustible para funcionar.
—Para la gente de aquí la historia de la
isla es, en realidad, la de los temporales, las tempestades y las
inundaciones. —El alcalde en funciones se apoyó con los brazos en
la barandilla y contempló pensativamente el pueblo.
De hecho, como ya sabía Dupin, eso también
se podía decir de toda la Bretaña. Las tempestades dividían la
historia como si se tratara de grandes batallas, guerras u otros
acontecimientos políticos importantes. Había cientos de libros al
respecto; todos los años las revistas bretonas publicaban ediciones
especiales con títulos como Grandes
tempestades, Las tempestades del siglo, Las mayores tempestades de
todos los tiempos.
—En 1756 un tornado pasó por Île-de-Sein y
provocó una marea enorme; las olas abatieron la isla durante días y
el duque de Aiguillon ordenó evacuarla. Pero los supervivientes se
negaron y se refugiaron en sus desvanes. El mar se llevó consigo
una tercera parte de la población. 1761, 1821, 1836, 1868, 1879,
1896, y otras más. Esas son las fechas importantes. —Por el modo en
que Manet se expresaba, aquellas pérdidas no parecían derrotas,
sino victorias. Grandes victorias: actos de autoafirmación. Habían
plantado cara a los elementos, una y otra vez—. Las últimas
inundaciones graves en la isla se produjeron entre finales de 2013
y principios de 2014. Fue un infierno. El mar rugía. El suelo de la
isla se agitaba, igual que las paredes de las casas. Una ola
arrastró una parte de la sujeción del muelle, de cinco toneladas de
peso, la desplazó un metro; y un enorme saco de arena se elevó por
los aires como si fuera una pluma y mató a un hombre. —El rostro de
Manet se ensombreció—. El futuro nos deparará cada vez más
infiernos. Y cada vez la isla pierde un metro de tierra.
Era tremendo: a pesar del fantástico tiempo
de verano y del mar calmado de ese día, resultaba fácil imaginar
aquello, ya que en aquella isla tan peculiar los extremos estaban
muy próximos.
—Las liebres también contribuyen a la
debacle. Excavan la tierra y, al hacerlo, aceleran la erosión. Como
los turistas, que se llevan piedras de las playas de recuerdo y que
nosotros reponemos con un gran esfuerzo.
Manet tenía un modo impresionante de
explicar las cosas, con un tono banal y, sin embargo, conmovedor.
Dupin se sobrepuso a esa sensación.
—Se han producido novedades, señor Manet.
Novedades decisivas. Creemos que Kerkrom y Darot...
Se interrumpió y no terminó la frase.
Al hablar le vino a la cabeza que antes de
hablar de eso era preciso hacer otra cosa. Y, además, de inmediato.
Le Ber y el muchacho tenían razón: esa noche Kerkrom y Darot
tuvieron que haber llevado ese objeto a algún sitio.
A algún lugar de la isla.
Y esta, tal y como se apreciaba desde ahí
arriba, no era grande.
—Lo que quería decir es que me gustaría
volver a hablar con usted, señor Manet. ¿Le parece que nos reunamos
más tarde en Le Tatoon? —Miró el reloj—. Le llamaré en cuanto tenga
tiempo.
El médico de la isla lo miró
divertido.
—Por supuesto, aunque por mí —añadió
sonriendo—, podríamos hablar ahora mismo.
—Más tarde en Le Tatoon. Perfecto.
Dupin se dio la vuelta y, sin decir nada
más, entró en la linterna.
Le Ber se encogió de hombros y lo
siguió.
Bajó la escalerilla rápidamente. Tenía
prisa.
—Jefe, tiene que ir con mucho cuidado. Sea
prudente.
Ya había llegado a la escalera de piedra. Le
Ber se quedaba cada vez más atrás.
Ya abajo, Dupin aguardó a su
inspector.
—¡Quiero ver las casas! ¡Y regresar a los
cobertizos!
Le Ber no dijo nada, pero en su rostro se
reflejó un gran alivio al ver que los escalones empinados no habían
significado el fin de Dupin.
—¿Está pensando dónde podrían haber llevado
la cruz?
—Vamos a olvidarnos de Ys y de todos esos
cuentos. ¿De acuerdo, Le Ber? —Habló con firmeza, pero sin resultar
desagradable—. Ahora nos concentraremos por completo en la idea de
que el «objeto» podría ser un fragmento de la barca hundida.
Se encaminaron con paso rápido hacia la
salida. Se oían ruidos procedentes de las salas de máquinas, una
especie de golpes amortiguados.
—Seguramente llevaron esa pieza de noche a
un lugar donde permaneció bastante tiempo. Tal vez hasta el momento
de los asesinatos, hasta que el asesino se hizo con ella. O puede
que no la haya encontrado aún y siga ahí.
Le Ber frunció el ceño:
—Lo malo es que tenemos que encontrarla.
Todo depende de ella. De lo contrario, son puras
especulaciones.
Ya habían salido a la calle.
Dupin prosiguió a paso ligero sin decir nada
en dirección a la aldea.
Al poco rato se encontraron frente a la casa
de Darot.
El comisario y su inspector habían
permanecido en silencio el resto del camino.
Entonces sonó el móvil de Dupin.
Labat.
—¿Diga?
—¿Es usted, señor comisario?
Después de unas cuantas llamadas
prometedoras, de nuevo había regresado esa costumbre suya tan
irritante.
—¿Qué ocurre, Labat?
—Estamos en la punta del puerto. Muelle
norte. En el dique principal. La señora Gochat y yo.
Casi lo había olvidado.
—De acuerdo. Ahora voy. Pero tardaré un
poco.
—¿Qué quiere decir con un poco?
Dupin colgó.
Se volvió de nuevo a Le Ber:
—Venga. Vamos a examinar la casa.
Era una construcción pequeña pero muy bien
cuidada. Seguramente no hacía mucho que la habían pintado, porque
las paredes blancas eran luminosas y limpias. Había una banda
estrecha de hierba seca y un muro de cemento pintado de blanco que
llegaba a la altura de la cadera.
—Por cierto —Le Ber miró a un lado y a
otro—, los vecinos no notaron nada raro, tampoco ayer por la
mañana.
Dupin soltó la cinta policial de la cancela,
que tenía un aspecto ridículo, y la abrió.
No fue directamente a la puerta de entrada a
la vivienda, sino que se dirigió a la parte posterior de la casa.
Allí la tira de hierba era el doble de ancha que delante, de modo
que se podía considerar como un jardín.
Dupin se sintió decepcionado. Ni cobertizo,
ni anexo. Nada. Lo único extraordinario allí era la vista: unas
cuantas peñas de granito de forma extraña y, detrás, el Atlántico
resplandeciente.
Junto a uno de los ventanales encontró la
estrecha puerta de la terraza. Dupin comprobó el tirador. No estaba
cerrada.
Entró en la vivienda con Le Ber extrañamente
pegado a él. Al acecho. Con expresión tensa.
Se encontraban en la sala de estar, que
hacía también las veces de comedor: era una estancia agradable, con
las paredes pintadas de color azul celeste, un sofá amplio y de
aspecto ajado situado en la esquina opuesta, una mesita baja
repleta de revistas y un sillón orejero orientado para poder
contemplar el bonito paisaje a través del ventanal.
Dupin echó un vistazo a las revistas. Eran
publicaciones especializadas. Todas dedicadas al submarinismo:
DiveMaster, Plongée, ScubaPeople, Diver.
Hojeó las revistas de papel satinado.
Abrió a continuación una puerta estrecha y
al atravesarla se encontró en la cocina, una habitación alargada y
no más ancha que la propia puerta. Restos de cruasán en un plato.
Una taza al lado.
Un pasillo corto conducía a una escalera
empinada que llevaba al segundo piso. No había trastero ni armario.
Era una casa diminuta. Arriba había un dormitorio pequeño y una
habitación minúscula que parecía estar en desuso. El baño disponía
de una ventana sorprendentemente grande orientada hacia el mar.
Junto a la bañera, una mesita con una taza y más revistas.
Allí había vivido alguien, los rastros del
día a día eran visibles. En todos los casos, siempre, esa era una
sensación inquietante.
—No pudo traerse nada aquí. Al menos nada
del tamaño que dijo el muchacho.
Le Ber resumió con tono decepcionado sus
conclusiones en cuanto Dupin volvió a la planta baja.
Cinco minutos después, el comisario y su
inspector se encontraban ante la casa de Kerkrom.
La vivienda era bastante más grande. Era de
piedra de color gris claro. La ubicación era semejante a la de
Darot, con una vista impresionante en la parte posterior. También
el terreno era más amplio y estaba rodeado por un muro de piedra
medio derruido. La puerta de entrada era azul. En el jardín había
un anexo de techo recto, ante el que destacaba una terraza de
madera con una mesa, dos sillas, dos tumbonas de madera y tres
macetas de terracota con unas camelias que, considerando el clima
de la isla, estaban muy crecidas. La terraza estaba algo elevada y
tenía una escalera de madera empinada para acceder hasta ella.
Dupin estuvo a punto de tropezar. Aquel era un jardín de verdad, y
que, además, a diferencia del de Darot, se usaba. De todos modos,
esta última apenas llevaba unos meses en la isla.
Le Ber recorrió con la mirada el espacio
entre la casa y el anexo.
—Tal vez —dijo— esa noche solo ocultaron el
objeto en un escondite provisional para luego llevarlo a otro
sitio.
—Pero entonces el peligro de ser vistas
habría aumentado. No creo que haya tantas posibilidades en esta
isla. Edificios, lugares, sitios a los que solo ellas tuvieran
acceso, emplazamientos especialmente seguros.
Dupin intentó abrir la puerta del anexo. Era
una puerta de madera de aspecto provisional y que parecía hecha por
alguien inexperto. Le bastó con levantarla con un poco de fuerza
para abrirla.
Justo a la derecha había otra puerta
estrecha. Estaba abierta; varios escalones conducían desde ahí
hasta la vivienda principal. Una pequeña ventana situada en una
esquina iluminaba el anexo con una luz difusa; a la derecha había
un interruptor que accionó una bombilla desnuda que apenas lograba
hacer su función. Sin embargo, era suficiente para ver lo que
Kerkrom guardaba en la estancia. Cerca de la entrada había un buen
número de jaulas para bogavantes que, a diferencia del cobertizo de
Kerkrom en el puerto, estaban cuidadosamente apiladas, igual que el
resto de las cosas, que parecían observar un cierto orden. Junto a
las jaulas había un montón de boyas de distintos tamaños y
colores.
Dupin rebuscó entre las jaulas y detrás de
ellas. Y movió también algunas boyas. Más atrás había tres armarios
viejos en los que se apoyaban las cañas. En el centro de la
estancia había un espacio desocupado. Olía a fruta pasada,
fermentada; un olor de la infancia para Dupin. Así olía la antigua
casa de la familia en el pueblecito del Jura del que procedía su
padre. Al fondo de la habitación distinguió una cesta grande de
manzanas que descansaba en el suelo.
Le Ber había empezado a abrir
armarios.
Dupin se colocó en el centro de la estancia.
Lo examinó todo sistemáticamente con la mirada. Si ese objeto era
tan grande como había dicho el muchacho, esconderlo no habría sido
fácil. Incluso los armarios estaban demasiado pegados a la pared
como para poder ocultar algo detrás de ellos.
—En los armarios hay provisiones, comida,
papeles antiguos. Todo está muy bien ordenado.
El suelo era de tierra compacta.
—Mire esto. —Le Ber sacó algo de entre las
jaulas de bogavantes; Dupin lo acababa de ver también. Era un
bastidor con dos ruedas grandes y de unos cincuenta centímetros de
altura—. Es un remolque. Para canoas y kayaks. —De pronto, Le Ber
se quedó quieto, como electrizado. La voz le vibró al hablar—. Es
muy nuevo. No hace mucho que lo tenía. Con una cosa así es posible
transportar perfectamente una cruz grande y pesada.
Dupin se había acercado al inspector.
—¿Lo ve, jefe? Solo tiene que acercar el
remolque a la... —Dirigió una mirada de disculpa a Dupin—. Al
objeto pesado, apoyarlo aquí, levantarlo y prácticamente se desliza
solo sobre el soporte y se puede llevar a cualquier parte. Es muy
práctico. De aluminio cromado, muy ligero y maniobrable.
Le Ber y su sentido práctico. Dupin se
estremeció; la idea del inspector era brillante.
El comisario se puso en cuclillas para ver
el remolque con más detenimiento.
De pronto se incorporó.
—Vamos a examinarlo mejor con la luz de
fuera.
Le Ber lo sacó con facilidad del anexo; no
era muy grande y la puerta no supuso ningún problema.
Al instante se dedicaron a
inspeccionarlo.
—Es nuevo, casi no tiene señales de uso. La
pintura está intacta en todas partes; yo diría que debe de tener
como máximo dos semanas. Aquí —Le Ber señaló con el dedo un lugar—,
justo donde se habría colocado el objeto, entre los protectores de
goma, a derecha e izquierda, en el lugar donde estaría la canoa o
el kayak, hay unos arañazos muy marcados. Verdaderas
rozaduras.
Dupin también se había percatado de
ellas.
Increíble. El hormigueo iba en aumento. Miró
detenidamente los arañazos en la pintura verde oscuro. Eran
profundos al tacto.
—Le Ber, pregunte en correos. Kerkrom tuvo
que comprar el remolque en tierra firme o hacérselo traer en un
paquete grande. Quiero saber cuándo. Si nadie de correos recuerda
un paquete de grandes dimensiones, hable con los del ferri.
—Reflexionó un momento—. O tal vez lo recogiera ella con su
barca.
El inspector ya tenía el móvil en la
mano.
Dupin volvió a examinar los arañazos
intentando imaginarse el procedimiento que había descrito Le Ber.
Ni en la casa de Darot ni en la de Kerkrom habían visto ninguna
canoa o kayak.
—Señora, aquí el inspector Le Ber... En
efecto, el de ayer por la noche con el certificado de Céline
Kerkrom. Sí. Verá, tenemos otra pregunta... No, no. Es otra cosa.
¿Céline Kerkrom recibió hace poco un paquete voluminoso de —hizo
una pausa— un metro ochenta centímetros? Y más o menos... —No acabó
la frase. La respuesta había sido inmediata— ¿De veras? ¿Y ese fue
el único paquete grande? Un envío de una conocida tienda de náutica
de Douarnenez. ¿Y le sorprendió que Kerkrom necesitara un remolque?
Claro, claro. En efecto, como no tenía kayak ni canoa... No, no.
Ahora sin duda ya no lo necesita. Una desgracia, sí, sí, muy
triste..., Ha sido usted de gran ayuda... No, lo siento, no puedo
decirle por qué. Pero, claro, sí, sí. Ha sido usted de muchísima
ayuda. Muchas gracias.
Aquel «Muchas gracias» pretendió ser el
final de una conversación telefónica difícil de terminar; Le Ber no
parecía confiar por completo en su efecto y, por si acaso, colgó de
inmediato.
—Dice que...
—Lo he oído todo, Le Ber.
Dupin paseaba intranquilo de un lado a otro
de la terraza. Era abrumador: el pescante, el radar de altas
prestaciones, el remolque... Pero continuaban siendo indicios muy
vagos y especulativos, que sustentaban además una teoría
tremendamente vaga e hipotética y que, de momento, solo podía
aplicarse a una parte de las actividades delictivas. De todos
modos, tenía que haber personas implicadas en el contrabando de
tabaco y, sin duda, formaban parte de un sistema muy sofisticado.
Integral. Un sistema que utilizaba otro ya existente para
funcionar, como un puerto, por ejemplo, o la pesca.
Necesitaban indicios más sólidos. Algo que
fuera realmente definitivo. Le Ber estaba en lo cierto: tenían que
encontrar lo que fuera que hubieran hallado Kerkrom y Darot. De lo
contrario, todo aquello no sería más que una quimera.
Le Ber apartó el cordón policial de la
puerta que llevaba de la terraza a la vivienda.
—Jefe, yo puedo examinar la casa solo.
Quiero decir, bueno, que no hace falta que esté usted. La directora
del puerto le está esperando. Lo miraré todo a fondo y le informaré
de inmediato.
Le Ber tenía razón. Por desgracia tenía que
marcharse.
En pocos segundos el humor de Dupin se había
venido abajo. Era una pequeña depresión investigadora que sentía no
pocas veces después de que un momento de euforia en las pesquisas
no le permitiera ver de inmediato las cosas más claras. Además, la
conversación con la soliviantada directora del puerto seguramente
iba a ser muy desagradable. De todos modos, era importante.
Dupin se dio la vuelta para marcharse.
—Y no le diga nada a nadie, Le Ber. Sobre
nada.
—Jumeau ya sabe que buscamos algo y que
sospechamos que Kerkrom y Darot lo encontraron.
—Lo sé —rezongó Dupin.
De camino al faro se había enfadado mucho
consigo mismo. Aquello había sido algo en exceso irreflexivo. Una
tontería. Había muchos motivos para pensar que habría sido mejor
que nadie supiera nada sobre esa suposición. Sin embargo, ahora tal
vez estaba en boca de todo el mundo, aunque Jumeau no era
precisamente una persona dicharachera.
—Hasta luego, Le Ber.
Segundos después ya estaba en la calle. Se
encaminó de mala gana hacia el puerto, mientras se decía que cuando
mejor se hacía frente a los momentos desagradables era después de
que ya se habían superado.
Se detuvo de golpe tras recorrer apenas unos
metros. Le acababa de venir una idea a la cabeza.
Dio la vuelta al instante.
Entró en casa de Kerkrom por la entrada
principal. En teoría solo tenía que atravesar la casa: un pasillo y
sala de estar-comedor. Llegó al anexo a través de la puerta
estrecha abierta con la escalera empinada.
—¿Le Ber?
Gritó de forma enérgica por la casa. No
había visto al inspector.
Tuvo que esperar un instante.
—Estoy aquí, jefe. Ya vengo. Estaba en la
cocina; hay una pequeña despensa. Pero no hay nada. Solo una
cantidad increíble de leche, copos de avena y agua Volvic.
Se acercó a Dupin mientras hablaba.
—¿Qué hay de la señora Gochat?
—Antes quiero probar una cosa.
Dupin asió el remolque que Le Ber ya había
colocado de nuevo en su sitio, junto a las jaulas de
bogavante.
—Acompáñeme.
Tiró del remolque hacia la terraza y lo guio
hasta el borde. Recorrió con la mirada la casa, el jardín y el
anexo una y otra vez.
—Posiblemente, esa noche alzaron ese objeto
envuelto con el pescante, lo colocaron en el remolque —continuó
mientras iba pensando— y lo llevaron de inmediato a un lugar
seguro. Para facilitar las cosas, tenían que evitar las escaleras
empinadas e ir rápidas, porque en cualquier momento podía aparecer
alguien y hacer preguntas.
Dupin levantó el remolque con una mano por
encima del borde de la terraza, lo dejó sobre la hierba y dio la
vuelta a la casa con él mientras Le Ber lo seguía con
curiosidad.
—Solo la entrada principal está a ras de
suelo. —El comisario hablaba concentrado. Aquello se le acababa de
ocurrir.
Abrió la puerta de entrada con un golpe.
Tampoco era muy ancha.
Ahora se vería.
Funcionaba. El remolque pasaba sin
problemas.
—El objeto —comentó Le Ber— no debía
sobresalir mucho para poder pasar. Pero si partimos de la base de
que tenía forma de cruz y que verticalmente medía unos ciento
cuarenta centímetros, en horizontal no pasaría de los ochenta. Sí,
habría sido factible.
Dupin se quedó quieto, en silencio. Del
pequeño vestíbulo salían tres puertas.
Delante, en dirección a la sala de estar por
la que se accedía al anexo y a su escalera empinada; luego estaba
la puerta que llevaba a la cocina y, a la izquierda, la que daba al
baño.
Llevó el remolque hasta la sala de
estar.
Si había pasado por algún sitio, tenía que
haber sido por ahí.
Era una sala de estar-comedor con una mesa
de madera antigua y rústica. Suelos de madera que crujían al pasar.
Un sofá mullido con una funda de terciopelo. Paredes decoradas con
pinturas de trazo tosco, pero artístico: cangrejos, bogavantes,
sardinas. De intensos colores atlánticos que daban a la estancia un
ambiente alegre y feliz. Había también una vitrina antigua. A la
derecha, una puerta cerrada.
Dupin miró a su alrededor.
¿Dónde ocultar allí un objeto
voluminoso?
Se acercó al sofá. Estaba demasiado cerca de
la pared. Aun así, lo intentó. También la separación respecto al
suelo era insuficiente. Pero también lo comprobó.
Nada.
Abrió la vitrina.
Le Ber examinaba la mesa y su tablero.
—Madera maciza.
Dupin lo miró todo otra vez mientras pensaba
febrilmente.
Entonces volvió a coger el remolque y lo
llevó hacia la puerta cerrada.
Era un dormitorio lleno de luz. Con vistas
al jardín, a las rocas y al mar. Entró arrastrando consigo el
remolque. También cabía sin problemas.
Una cama doble, dos sillas de madera a modo
de percheros, un armario antiguo, una mesilla de noche y, de nuevo,
ese suelo de madera gastado.
Le Ber se acercó de inmediato al armario y
lo abrió.
—Nada.
—¡Maldita sea! —exclamó Dupin—. Tuvieron que
llevarlo a algún sitio.
Se quedaron de pie un rato sin decir
nada.
Luego Dupin se acercó a la cama.
Se arrodilló y miró debajo de la cama. Tuvo
que girar la cabeza y apoyarla casi lateralmente en el suelo.
Tampoco allí había nada.
Nada excepto polvo. Mucho polvo. Pelusas
espesas. Toda la habitación presentaba una fina y visible capa en
el suelo, pero ahí, debajo de la cama, el polvo se había acumulado
a base de bien.
—¡Por todos los diablos! —masculló,
frustrado.
—Jefe, se me ha ocurrido otra cosa. —Le Ber
usó un tono cauteloso, pero apremiante—. Si al final la muestra de
material tiene algo que ver con los acontecimientos de este caso,
la tuvieron que obtener de algún sitio, ya sea en tierra o bajo el
mar. —En su voz asomó entonces cierta obstinación—. Y seguramente
usaron herramientas.
Dupin frunció el ceño.
—Volveré a mirar en el anexo.
Por él, Le Ber podía hacer lo que le
pareciera.
Dupin estaba a punto de ponerse de pie
cuando algo le dejó perplejo.
Sin darse cuenta, volvió a inclinar la
cabeza hacia el suelo con una mirada de profunda
concentración.
No. No estaba confundido.
No había duda.
Al otro lado de la cama, la capa de polvo en
el suelo finalizaba de golpe; apenas había reparado en ella antes.
Y dibujaba una línea recta.
Allí habían limpiado el polvo. Era
absolutamente evidente.
Se puso en pie de inmediato y fue hacia el
otro lado de la cama.
En ese lado había una mesita de noche de
madera con dos paquetes de pañuelos de papel, un libro y una crema
de manos junto a una delicada lámpara de noche.
Desde la mesita de noche al rincón de la
habitación había aproximadamente un metro y medio. La pared era de
color blanco con revoque grueso, como en el resto de la casa. Y,
además, tal como se apreciaba con más claridad allí, el suelo
estaba limpio e inmaculado.
Era fácil llegar hasta ahí con el remolque;
era un recorrido cómodo por la casa.
De nuevo, Dupin volvió a ponerse en
cuclillas con cuidado. Intentó imaginárselo con la máxima precisión
y dejó que su mente trabajara de forma precisa. Examinó con
atención las lamas anchas del trozo de suelo en el rincón
comprendido entre la cama y la pared. De forma sistemática. El
lugar donde ese objeto tendría que haber descansado, aunque lo más
plausible era que hubiera estado de pie. Porque desde el remolque
solo habían tenido que colocarlo contra la pared. Eso habría sido
lo más lógico.
Dupin se arrodilló. Con cuidado y muy
lentamente se fue deslizando de esa guisa hacia la ventana, con los
ojos clavados en el suelo.
Al cabo de unos instantes se detuvo.
Lo vio de pronto.
Claramente.
Un arañazo.
Un buen arañazo. Una muesca de unos quince
centímetros. Dupin se acercó más. Lo tocó, lo palpó, pasó el índice
por encima. Era una ralladura profunda, de medio centímetro, y de
borde afilado. El objeto debía tener un canto desnudo. Y, además,
tenía que pesar mucho.
El suelo de madera, evidentemente,
presentaba muchos arañazos y marcas por varias décadas de uso. Sin
embargo, no cabía duda de que esa muesca era reciente porque el
lugar donde se había hundido la madera tenía un tono más claro y
era más porosa.
Dupin la examinó un buen rato.
Luego levantó la mirada.
Hacia la pared.
Intentó calcular la altura a ojo. El objeto
habría estado un poco inclinado para facilitar su
estabilidad.
Entonces la vio.
Una marca en la pared blanca.
Horizontal, de una longitud casi igual que
la de la ralladura en el suelo. Solo que ahí era mucho más fina,
apenas una línea. Con todo, y eso era lo decisivo, se veía sin
problemas.
Dupin se deslizó un poco hacia atrás.
Analizó alternativamente los dos puntos. Estaba un poco mareado. En
efecto. Allí se había alzado algo. Una cosa maciza. Era
evidente.
Habían encontrado el lugar.
Pero ¿qué podía haber habido allí?
¿Un madero pesado de barca con un número de
identificación? Los motores también tenían piezas con bordes
desnudos: de metal: hierro, aluminio... La pregunta era: ¿un madero
de barco podía pesar tanto? ¿Y un motor dejaría marcas como esas en
ambas partes?
Dupin notó una sensación extraña que se
sumaba al mareo.
Todavía de rodillas, se deslizó vacilante un
poco hacia la izquierda.
Allí no se veía nada. En absoluto. Dupin se
sintió casi aliviado.
Por si acaso, se dijo, miró también a la
derecha.
También a ese lado estudió atentamente la
pared.
Había algo.
Era innegable.
No era una muesca alargada como la de
arriba, pero sí puntiaguda. Apenas medía un centímetro y también
presentaba los bordes cortantes.
Todo aquello era demasiado fantástico,
absolutamente descabellado. Lo curioso era que encajaba a la
perfección.
—Jefe —Le Ber entró en el dormitorio con
expresión compungida—, no he encontrado nada.
—Vale —respondió Dupin ensimismado.
—¿Por qué está usted de rodillas en esa
esquina?
Se levantó con rapidez y habló con voz
ausente:
—Trajeron el objeto aquí, Le Ber.
Exactamente aquí.
El inspector lo miró con expresión de
incredulidad.
—Venga, se lo enseñaré.
Labat había escogido uno de los bares del
muelle norte, donde llevaban más de una hora esperando al
comisario.
La directora del puerto arremetió con dureza
contra él antes incluso de que Dupin hubiera tomado asiento. Estaba
fuera de sí.
El comisario se mantuvo imperturbable. Solo
habló para pedir dos cafés cuando la camarera se le acercó. Le
alegró que estuvieran a solas; de momento no había ninguna otra
mesa ocupada.
Le Ber, entretanto, se ocupaba de que la
policía científica analizara las marcas en el suelo y la pared.
Había llegado a la misma conclusión que Dupin y, aunque se había
mostrado bastante más alterado que el comisario, había reprimido
toda referencia a Ys; de hecho, contuvo cualquier expresión de
júbilo.
—Eso le va a costar muy caro, comisario. Ha
sido coacción. Un acto de arbitrariedad policial. ¡Ponerme en la
encrucijada de elegir entre venir sin mi abogado o ir a prisión
preventiva! —La mujer había bajado un poco el tono de voz, aunque
no había perdido ni un ápice de su desprecio y su agresividad—.
Estos son métodos propios de una dictadura.
—Estoy convencido de que el inspector Labat
—respondió Dupin, reclinándose en el asiento y dirigiendo una señal
de solidaridad hacia el inspector— jamás ha indicado tal cosa. Nada
más lejos de su intención. Y de la nuestra. —Pasó de hablar con una
arrogancia manifiesta a expresarse de forma categórica—: Señora
Gochat, tiene usted suerte de seguir libre. Me va a costar mucho
justificarlo ante mis superiores, y también ante la fiscalía.
—Algo, de hecho, absolutamente cierto. Hacía rato que Dupin no
pensaba en el prefecto—. Hemos encontrado el arma del crimen en su
casa y tenemos la declaración de un pescador que dice haber seguido
a la primera víctima por órdenes suyas. Y hay además una serie de
informaciones que nos ha ocultado. Estos son hechos.
—Mi abogado...
—No va a seguir mucho tiempo en libertad si
no habla. Usted decide.
Ella sabía algo. Dupin estaba convencido de
eso. Y podía ser, sin más, la persona que estaban buscando.
La señora Gochat lanzó una mirada fulminante
al comisario, pero calló.
—Saldrá de la isla bajo custodia policial.
Ante la contundencia de los hechos no me queda más remedio. —Dupin
se estaba divirtiendo—. Independientemente de mi opinión
personal.
Para entonces en los ojos de la mujer
brillaba un odio puro; tenía el rostro pálido y la expresión
descompuesta.
Levantó la barbilla con gesto
desafiante.
—Soy inocente. No he matado a nadie. Eso es
todo lo que tengo que decir.
—¿Dónde está el hallazgo, señora
Gochat?
Por una milésima de segundo, de forma casi
imperceptible, ella se sobresaltó.
—¿Dónde está el hallazgo? —repitió Dupin con
tono duro.
—No sé de qué me habla.
—¿Dónde está?
—No tengo nada que decir. En absoluto —bufó
ella. Labios fruncidos. Pupilas contraídas. La mirada clavada al
frente. No andaba escasa de coherencia.
Entretanto la camarera había servido los dos
cafés; Dupin notaba su aroma tentador ante él.
—En ese caso, aquí termina nuestra
charla.
Se tomó con parsimonia un café y luego el
otro. La señora Gochat lo miraba atónita. Tras el último sorbo, él
se levantó.
—¡Esto es inaudito! —De nuevo ella parecía
estar a punto de perder los nervios.
Dupin, completamente impasible, se volvió a
su inspector para darle instrucciones:
—Haremos lo que habíamos acordado. —Dupin
hacía como si la directora del puerto no estuviera presente—. La
soltaremos. La detendremos en el momento que nos parezca
oportuno.
Se dio la vuelta y se marchó.
—¡Ah, Labat! —Dupin ya había bajado de la
terraza—. Hable con Le Ber para que le ponga al día de la
investigación. —Dupin se percató del sobresalto de Labat al oírle
hablar de un hallazgo, aunque el inspector había guardado muy bien
la compostura.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer ahora?
—Oyó que preguntaba Gochat a sus espaldas—. ¿En esta desgracia de
isla? El ferri no saldrá hasta pasado el mediodía. ¡No me puede
dejar aquí tirada sin más!
Dupin no se molestó en aminorar el paso. Que
el comisario concluyera los interrogatorios de forma brusca era
algo que ocurría en todas sus investigaciones, aunque aquí parecía
haberse convertido en la norma, lo cual, sin duda, se ajustaba a la
compleja naturaleza del caso. Estaba de un humor de perros. Con
todo, sabía que era mejor que adoptara una actitud positiva, por
muy odiosa que le resultara esa expresión.
Recientemente, en una terrible noche de
insomnio en la que Claire, de nuevo, estaba de guardia, vio un
documental sobre el primer americano que llegó al polo sur a pie,
sin apoyo técnico, en cuarenta y seis días de locura. Regresó medio
moribundo, pero lo logró. Cuando le preguntaron cómo había
conseguido ponerse en marcha todas las mañanas, a pesar de sufrir
congelaciones graves, dolores tremendos e impedimentos de todo
tipo, como cambios bruscos en la climatología y averías en el
trineo, él respondió: «Solo me permitía pensamientos orientados a
lo positivo de cada situación y no hacía caso de los negativos».
Aunque parecía sencillo, a Dupin esa noche, a las dos y media de la
madrugada, le había impresionado mucho oírlo.
Se esforzó con todas sus fuerzas en
concentrarse en lo positivo, es decir, en que el objeto había
estado ahí. Y, lo que era más importante, ¡existía! Ese era el
factor crucial, además de un gran progreso. Ya no se trataba de una
hipótesis sin más. Las dos mujeres habían encontrado algo y el caso
giraba en torno a eso. Esa era la historia que tenían que
investigar. Dupin estaba convencido de ello. Había demasiados
indicios, demasiadas historias secundarias que casaban a la
perfección, a pesar de que aún no tenían ninguna prueba. Y eso,
incluso bajo una óptica positiva, era algo que necesitaban
desesperadamente. Tenían que encontrar el hallazgo.
Dupin conocía ese momento arriesgado que
tenían todas las investigaciones: aquel en que era urgente
centrarse en algo concreto porque, de no hacerlo, seguro que no se
conseguía nada, a pesar del riesgo de que luego todo cambiara por
completo. Existía la posibilidad, por supuesto, de seguir una pista
falsa y equivocarse estrepitosamente, pero eso no le inquietaba.
Eso jamás le había dado miedo.
Había llegado al espacio del puerto que
quedaba entre los dos muelles, donde estaban los cobertizos. Se
detuvo. Estaba justo en el lugar donde Kerkrom solía atracar su
barca. Como siempre, se situó demasiado cerca del agua. Volvió la
mirada hacia el puerto.
Se había decidido. En efecto. Todo giraba en
torno al hallazgo. La pregunta era si realmente consistía en parte
de una barca hundida a propósito. De hecho, también él se había
aferrado a esa posibilidad. Pero ¿y si Kerkrom y Darot de verdad
hubieran encontrado un objeto arqueológico en el fondo del mar? En
principio, Dupin nunca había tenido problemas con ideas o teorías
extraordinarias, caprichosas o descabelladas, relacionadas con una
investigación, y menos aún desde que estaba destinado en la
Bretaña. En caso de duda, la realidad superaba con creces la
fantasía, sobre todo cuando se trataba de cuestiones absurdas o
inauditas. No era un novato: que las cosas parecieran desatinadas o
incluso ilógicas no era un argumento frente a la realidad. Con
todo, había una clara línea que separaba la temeridad y la ficción.
No se podía contemplar la posibilidad de Ys. En todo caso, se podía
tratar de un hallazgo arqueológico de gran magnitud, de los que
todos los años se producían docenas en Francia. Siempre había algún
artículo al respecto. Aunque fuera una cruz.
Dupin se espabiló y se puso en marcha de
nuevo. Tenía una sensación rara. Quizá fuera esa isla. Debía
mantener la cabeza fría.
Había dos posibilidades sobre quién podía
haber sacado el hallazgo de la casa de Kerkrom. La primera: la
propia Kerkrom junto a Darot. Pero ¿adónde lo habían llevado? ¿A
otro lugar de la isla? ¿Quizá a un sitio que más tarde el asesino
había encontrado? ¿O bien, cosa también posible, a un lugar donde
seguía estando porque el asesino no había dado con él? Y luego
estaba la segunda posibilidad: que el asesino se hubiera llevado el
hallazgo de la casa de Kerkrom inmediatamente después de actuar y
lo hubiera sacado de la isla. Aunque, bien pensado, cabía también
otra opción: que lo hubiera dejado allí y luego lo hubiera
recogido. En cualquier caso, si lograban hacerse con ese objeto,
este los conduciría, más pronto o más tarde, al asesino. No le
cabía la menor duda.
Sacó el teléfono.
—¿Le Ber? ¿Dónde está usted?
—Detrás de usted, jefe. Justo detrás.
Dupin se dio la vuelta. Tenía al inspector a
menos de quince metros de él.
—Lo estaba buscando en el muelle
norte.
Le Ber no hizo ademán de colgar. Dupin, sí.
Impaciente, se acercó a su inspector.
—Necesitamos llevar a cabo una inspección
sistemática de toda la isla. De todos los escondites posibles.
Todos los edificios abandonados, los cobertizos vacíos y lugares
similares. —Se detuvo un momento para pensar—. Y también la capilla
y la iglesia. Salas de edificios públicos que se utilicen poco o
nunca.
—Es posible que la hayan sacado de la
isla.
Dupin estuvo a punto de reprender a Le Ber
por ese «la», pero prefirió dejarlo estar. No serviría de
nada.
—Es posible. ¿Cuántos colegas tenemos ahora
en la isla?
—Ocho.
—Bien. Por cierto, ¿para qué quería
verme?
De nuevo se dirigían al muelle sur.
—Ah, sí. Hoy la isla parece haberse
convertido en un gran punto de interés.
Dupin lo miró sin comprender.
—Nuestro capitán pirata Vaillant acaba de
atracar ahí delante, en el dique. Y Jumeau se ha encontrado con el
jefe de bolincheurs de Morin, Frédéric
Carrière, cuando regresaba a la isla para entrevistarse con usted.
Ah, y el director científico del Parc Iroise también ha llegado
hace media hora con su barca para hacer la lectura del registro de
la estación.
—¿Qué trae por aquí a Vaillant?
—Nadie ha hablado aún con él.
—Hágalo. Hable con él. Quiero que... —Dupin
cambió de idea—. No. Déjelo. Que haga lo que haya venido a hacer en
la isla. Usted vaya tras él. Sígalo.
—De acuerdo, jefe. Por cierto, a Jumeau le
ha parecido que Carrière lo estaba siguiendo. Como sabe, el
pescador es de pocas palabras. El otro ha echado la red muy cerca
de él, aunque no suele estar por esa zona, porque allí hay poco
pescado para él. Todo esto no es casual.
Dupin calibró varias ideas.
—Le Ber, una cosa más. —Intentó adoptar el
tono más neutro y frío posible—. Me gustaría que hable en la más
estricta confidencialidad con su primo el historiador. Es
absolutamente secreto. Pregúntele qué cosas, en su opinión, podrían
ser consideradas como hallazgos arqueológicos importantes en esta
zona. Que sea concreto. Que le cuente si tal vez alguna historia
local o un suceso histórico... —Hizo una pausa al ver la expresión
de entusiasmo en la cara de su inspector—. Vale, de acuerdo, por mí
puede preguntarle también si quiere por una cruz de oro macizo.
Pregúntele por todo aquello que pudiera tener importancia desde el
punto de vista arqueológico. —Aquella había sido una frase
arriesgada, temeraria; se imponía acotarla—. Solo una cosa, Le Ber,
nada de Ys. Hable de lo que quiera menos de Ys. Quiero algo
tangible, real, científico.
En la expresión del inspector apareció un
amago de protesta, pero logró sofocarla.
—Eso es todo por el momento. Yo...
El teléfono.
Nolwenn.
—Novedades, señor comisario.
Ese tono de voz dejaba entrever dos cosas:
que la llamada era importante y que ella no tenía mucho tiempo para
hablar. Que era un mal momento pero que no había tenido más
remedio.
—He hablado con Carrière, con el director
del puerto de Le Conquet donde estaba registrada la barca en
cuestión, con las autoridades pesqueras y, finalmente, con el
propio Morin.
Detrás de Nolwenn se oían puertas de coche
cerrándose con estrépito. Eran portazos muy enérgicos.
—Lo más interesante es lo que me ha contado
el director del puerto. Dice que le sorprendió mucho que aquella
barca fuera dada de baja porque la conocía. Estaba impecable.
Oficialmente iba a ser trasladada a otro puerto. Pero, según
aseguran las autoridades portuarias, de momento eso no ha ocurrido.
No se ha registrado ninguna embarcación de Morin con ese número de
identificación en ningún puerto.
—¿Qué dicen Carrière y Morin al
respecto?
—He hablado más detenidamente con Carrière.
Se ha esforzado por mostrarse más o menos colaborador, pero el tema
no parece inquietarle lo más mínimo. Dice que aquella barca tenía
enormes problemas de podredumbre en el casco. Que la tuvieron que
sacar del agua y que se encuentra en un terreno propiedad de Morin
junto a otras barcas más pequeñas. Y dice también que la reparación
es muy cara y que todavía no está claro si alguna vez la volverán a
echar al agua ni cuándo. Le he dicho que nos gustaría ver la barca,
y él me ha dicho que se lo pidiera a su jefe.
Aunque a Carrière ese tema no le inquietara,
lo cierto es que todo aquello no parecía muy sólido. Y además era
justo lo que cabía esperar como excusa.
—El señor Morin, por su parte, se ha
mostrado muy circunspecto, aunque no ha sido descortés. En
realidad, no ha dicho nada en absoluto. Solo ha afirmado que todo
era normal y que, a fin de cuentas, él es quien decide qué
embarcaciones son aptas para navegar y cuáles no. A diferencia de
Carrière, no ha preguntado por qué nos interesa tanto esa barca.
—Dupin ya conocía la actitud de superioridad de Morin. Eso, en sí
mismo, no era significativo—. En todo caso, no está dispuesto a
permitir una inspección de la embarcación. Ni tampoco ha dicho
dónde se encuentra.
Por supuesto.
—¿Cómo se llamaba la embarcación?
Era algo que había querido preguntar todo el
tiempo.
—Iroisette.
—Averigüe en qué sitios guarda Morin las
embarcaciones o partes de las mismas.
—Si hay algo podrido en este asunto, seguro
que no lo habrán llevado allí.
Seguramente.
—Y aunque registrásemos todos esos lugares y
no lo encontrásemos, eso no significaría, en absoluto, que lo que
buscamos esté en el fondo del mar, en algún punto a la entrada de
la bahía. —La mente aguda de Nolwenn funcionaba, como siempre, a
toda máquina—. Ni siquiera eso sería una prueba.
—¿Y si damos orden de examinar el fondo del
mar de la zona?
—Olvídelo. Sería más fácil encontrar una
aguja en un pajar. De ser cierto todo lo que estamos hablando, solo
queda una posibilidad: encontrar los trozos de embarcación que
Kerkrom y Darot descubrieron. Si es que el asesino no los ha hecho
desaparecer aún. Sin embargo, señor comisario, también se puede
tratar de algo muy distinto. Le Ber me ha puesto al corriente. No
lo olvide nunca. ¡Está usted investigando en la Bretaña!
Su tono de voz dio a entender que aquel era
el final de su conversación telefónica. Como si hubiera dicho:
«Tengo que marcharme».
—El convoy ya está en marcha, señor
comisario. Yo avanzo la primera con el coche. Le llamo más
tarde.
Y colgó.
Dupin y Le Ber tomaron el mismo camino que
habían recorrido hora y media antes, el que llevaba al cementerio
del cólera pasando junto a la línea del agua. Dupin pensó que,
desde las alturas, a vista de pájaro, como desde la perspectiva de
las muchas gaviotas que los sobrevolaban, tenía que ser entretenido
verlos ir y venir sin parar por esa pequeña isla.
—¿Qué ha dicho Nolwenn?
Dupin le puso al corriente de las
novedades.
—Voy a ocuparme ahora mismo de la operación
de búsqueda.
—Le Ber.
—¿Sí, jefe?
Dupin no sabía exactamente cómo decir eso.
No quería dar mucha importancia a ese asunto.
—Nolwenn y su tía. Dice que encabezan un
convoy. Ellas...
Era mejor dejarlo estar.
—La «gran jornada de movilización» se inicia
con una caravana de automóviles que parten de distintos puntos,
principalmente, claro está, de Lannion, y que se dirigen todos
hacia Quimper. Automóviles, camiones, tractores. Van por la vía
rápida de cuatro carriles. —Una especie de autopista bretona y
principal vía de comunicación—. Va a dificultar el tráfico durante
horas.
Un entusiasmo desacomplejado.
Dupin se esforzó por apartar de sí las
imágenes que le vinieron de pronto a la cabeza. Una trabajadora de
la policía, funcionaria del Estado, llevando a cabo una acción
ilegal durante su horario de trabajo con el fin de provocar un
atasco colosal contra el cual la policía tendría que actuar de
forma decidida y sin que le quedara más remedio. Una marcha hacia
Quimper. ¡Quimper nada menos! La sede de la prefectura.
Lo más inteligente era no preocuparse más de
ello. Su inspector parecía compartir esa misma opinión.
—¡Hasta luego, jefe!
Tras el saludo, Le Ber volvió sobre sus
pasos.
Dupin siguió avanzando. Se alegró de estar
solo.
El comisario se encontraba a medio camino
entre el cementerio y el faro. A la derecha estaba el dique, el
único que había fuera de las instalaciones portuarias. Allí había
amarrada una de esas Zodiac de motores colosales. Le Ber le habría
recitado al instante los datos técnicos, los centímetros cúbicos,
la potencia, la eslora.
Debía tratarse de Leblanc, que estaba
tomando nota de los valores registrados.
Dupin pensó entonces que tal vez sí que
fuera buena idea empezar a hablar de forma directa sobre el
hallazgo. Incluso tal vez sobre las distintas posibilidades; pero
no debía mencionar a Morin al hablar de trozos de una embarcación.
De hecho, los isleños se darían cuenta de que buscaban algo cuando
los policías empezasen a registrar todos los edificios. Seguramente
harían suposiciones descabelladas que, a su vez, se convertirían en
rumores. Una operación de búsqueda tan extensa no podía mantenerse
en secreto. En ocasiones, utilizada en el momento exacto de un
caso, la divulgación repentina ejercía una presión interesante.
Activaba algunos resortes. Incluso el mismo Le Ber debería decirles
a los policías qué estaban buscando; de hecho, no habían hablado de
eso.
En cualquier caso, eso tendría un efecto: el
asesino se asustaría. Y, con suerte, haría algo imprudente,
precipitado. Incluso se podía recabar ayuda e información de la
población. ¿Por qué no darle la vuelta a la tortilla? ¿Anunciar la
caza del asesino? Dupin no tenía escrúpulos. La cuestión era solo
si era inteligente hacerlo. Si con eso lograrían su objetivo.
Porque, claro está, con una acción como esa también se podía
obligar al asesino a actuar con la máxima prudencia o incluso a
desaparecer. O a permanecer quieto.
Tras abandonar el camino asfaltado, Dupin se
encaramó a las imponentes montañas de guijarros en forma de hoz que
había junto al dique y que bordeaban la bahía. En la orilla, una
construcción pequeña y plana, no muy distinta de los cobertizos de
hormigón del puerto, con una caja de acero sobre el tejado y
dispositivos técnicos. El dique era más largo de lo que parecía
desde lejos y en su extremo había una sofisticada estructura
técnica, una especie de jaula alargada que penetraba en el mar.
Seguramente aquellos eran los dispositivos de medición.
—¡Señor comisario!
Leblanc apareció al instante por detrás del
cobertizo y saludó a Dupin con la mano.
Este se acercó a él.
—¿Algún avance en las pesquisas?
—Conocemos el contexto y el motivo. Sabemos
de qué va el asunto. Solo nos queda descubrir el asesino.
—Eso me tranquiliza mucho. —Leblanc bajó la
mirada—. Todavía no me hago a la idea. Desde que estoy en la isla
no dejo de pensar que Laetitia está a punto de llegar aquí con su
barca. —Miró a Dupin a los ojos—. Me figuro que querrá reservarse
para usted el relato de lo ocurrido.
—Aún no estoy seguro del todo.
Dupin no había pretendido responder con
tanta franqueza. Leblanc tenía una expresión pensativa. Se le
notaban las ganas de preguntar, pero no lo hizo.
—Acabo de recoger los valores medidos
durante la semana pasada. ¿Quiere ver la instalación de delante, la
del dique? Es pequeña, pero fantástica. Proporciona todo lo que
hace falta para los análisis más avanzados.
Ahí estaba de nuevo el investigador
entusiasta.
—Yo... —respondió Dupin, vacilando—. ¿Y esa
construcción plana?
—Es la parte técnica. Forma parte de la
estación de medición. Allí hay otros aparatos de medición para el
viento, las precipitaciones y la presión atmosférica.
—¿Y no hay nada más?
—Algunos elementos constructivos. Equipo y
ese tipo de cosas.
—¿Le importa si echo un vistazo?
—En absoluto. Pero la verdad es que no hay
nada que merezca la pena.
Dupin se dirigió hacia el edificio.
Una puerta de acero y un ventanuco orientado
hacia el mar. En un rincón, junto a la entrada, una mesa de
aluminio con una silla delante. Un portátil conectado a un
dispositivo de acero con muchos botones y lucecitas colgado de la
pared. Cables que subían por el muro y que salían al exterior a
través de un orificio, posiblemente conectados al equipo del
tejado.
—Desde aquí recojo todos los valores que
proporcionan los instrumentos medidores situados en la parte
delantera en el muelle. Valor del pH, nivel de oxígeno, ese tipo de
cosas.
Dupin apenas lo escuchaba. Estaba mucho más
interesado en la sala.
—Laetitia Darot tenía acceso a este
edificio, ¿verdad?
—En teoría sí, claro. Pero creo que estuvo
pocas veces. No se me ocurre ningún motivo por el que tuviera que
venir. En alguna ocasión recogió los datos por mí. En períodos
prolongados de mal tiempo. Pero solo entonces.
Dupin empezó a recorrer con lentitud el
recinto. Calculó que medía unos dieciséis metros cuadrados y daba
la impresión de no tener luz eléctrica.
En dos de los lados de la habitación había
unas piezas de aluminio que seguramente formaban parte de la
estructura situada en la zona anterior del dique. En un rincón, un
ancla bastante grande y varios bidones de plástico que Dupin supuso
que contenían aceite o combustible. En medio de la estancia, sobre
el suelo áspero de hormigón, descansaba una escalera de mano. Había
polvo por todas partes. En la esquina opuesta a la mesa había una
lancha de goma hinchable que, aunque pequeña, parecía
profesional.
Leblanc reparó en la mirada de Dupin.
—A veces tengo que arreglar alguna cosa de
la estación desde el agua. En esos casos utilizo esa lancha
pequeña.
Fuera lo que fuese el objeto que buscaban,
no era pequeño. Eso significaba que no era fácil de esconder.
Y que tampoco estaba allí.
—¿Hay alguna otra sala por aquí, un anexo o
algo parecido?
—No. Solo esto.
Era evidente que a Leblanc le confundían
cada vez más las preguntas de Dupin.
—También me gustaría ver los dispositivos de
medición del final del dique.
El hallazgo había permanecido mucho tiempo
en el mar, no le haría ningún mal continuar allí. En sí, un lugar
tranquilo y resguardado debajo del agua era un buen
escondite.
—Perfecto. En otros tiempos hacían falta
laboratorios enteros para estas cosas. ¡Venga conmigo!
Leblanc salió del cobertizo. Dupin volvió
recorrer la estancia con la mirada y lo siguió.
—¿Laetitia Darot tenía acceso a todas las
instalaciones del instituto en Île Tristan?
—En principio sí. Pero, exceptuando la sala
del equipo técnico, nunca la vi en ninguna. Como le dije, ni
siquiera quería una oficina propia.
Llegaron al dique.
Se oían voces a lo lejos. En realidad,
palabras sueltas. Dupin se volvió. Vio a cuatro policías de
uniforme recorriendo el camino que llevaba al extremo de la isla.
La operación de búsqueda había empezado.
Se le ocurrió entonces una cosa.
Sacó el móvil.
—Un momento, señor Leblanc. Ahora mismo
estoy con usted.
El comisario recorrió algunos metros por la
playa.
—¿Jefe? —Le Ber hablaba tan bajo que apenas
se le oía.
—Sobre todo registre bien el faro. Y los
edificios adyacentes a la central eléctrica y la planta
desalinizadora.
—De acuerdo. Cuatro compañeros se dirigen a
la capilla.
—Los acabo de ver. Que les muestren todas
las salas.
—Por cierto —Le Ber bajó aún más la voz—,
Vaillant acaba de salir de su embarcación. Va acompañado por tres
hombres. Lo estoy siguiendo.