VI
EL CIELO se teñía de vívido carmesí a medida que el sol descendía tras las colinas. Tom Whiteside dio un vistazo a su reloj pulsera. Eran las ocho y dieciocho de la tarde.
—Tomaremos el camino de tierra —dijo Tom— que nos ahorra quince kilómetros. En una hora más estamos en casa.
Sheila Whiteside no respondió. Ya hacía una hora que estaba enfurruñada, desde que se habían peleado por el reloj de oro que ella quería como regalo por el primer aniversario de su boda. Como había dicho Whiteside, el reloj costaba 180 dólares, y ¿de dónde iba a sacar él semejante suma?
Miró a su mujer y luego apartó la vista. Se sentía deprimido. ¡Qué vacaciones! Pensó. Él ya había sospechado que se estaba buscando dificultades al insistir para que salieran de campamento. ¡Campamento, por Dios! ¿Pero de qué otra manera podían haberse permitido pasar dos semanas fuera de casa? No podían pagarse un hotel ni siquiera un motel barato, pero Tom le había pedido prestado el equipo a un amigo; era un buen equipo, con una carpa bastante grande, batería de cocina y bolsas de dormir. Pero todo había resultado un fiasco; Sheila se había puesto fruncida y se había negado a cocinar, afirmando que eran sus vacaciones y, si no podían ir a un hotel, que Tom cocinara y se ocupara del campamento; ella no pensaba hacer nada más que tomar sol.
Tom se estremeció al pensar en las dos últimas semanas. No había podido llegar a manejar bien la cocinita a gas y la comida salía quemada o quedaba medio cruda. Sheila no había hecho otra cosa que haraganear al sol, con la más sucinta de las bikinis; y verla constantemente casi desnuda había sido para Tom una prueba poco menos que insoportable.
Recordó con frustración que durante toda la quincena no habían hecho el amor. Varias veces, él le había hecho insinuaciones durante el día, pero eso era algo que Sheila simplemente no podía aguantar. Y a la noche se metía en la bolsa de dormir, ¿y cómo diablos se podía entrar en acción con una mujer que está en una bolsa de dormir? Pero tenía que soportarla dando vueltas por ahí como un sueño erótico, exhibiéndose deliberadamente, hasta que él se sentía como para trepar a un árbol y lanzar el grito de Tarzán de puro neura.
¿Cómo era posible, se preguntaba Tom continuamente, que una muchacha con semejante cuerpo, con semejante belleza, pudiera ser tan completamente frígida? ¡Qué trampa! Al mirarla, uno pensaba... como pensaban todos los amigos de Tom... que debía ser más ardiente que un hierro al rojo. Era alta, ancha de hombros, con pechos grandes y firmes, cintura estrecha, sólidas caderas y largas piernas bien torneadas. Tenía pelo rubio ceniza natural, ojos de color violeta poblados de espléndidas pestañas, boca grande y bien formada, hermosos dientes y pómulos salientes. A veces; cuando los ojos le brillaban y curvaba los labios en una sonrisa incitante, podría haber pasado por la hermana de Marilyn Monroe.
Ya que había tenido la suerte de casarse con una chica con ese aspecto y ese cuerpo y esa sonrisa, Tom naturalmente esperaba un apetito sexual acorde con las demás condiciones, pero se había equivocado de medio a medio. Para Sheila, el acto sexual significaba menos que sonarse la linda naricita en un pañuelo de papel.
Mientras Tom conducía su Corvette Sting Ray 1959 por la carretera de Miami, advirtiendo que el motor no tenía fuerza y que la compresión disminuía a medida que pasaban los kilómetros, volvió a pensar en el momento, catorce meses atrás, en que había encontrado por primera vez a Sheila.
Tom había llegado a los treinta y dos años sin tener éxito. Trabajaba como vendedor a comisión en la sucursal de General Motors en Paradise City. Alto, de figura maciza, moreno y de rasgos comunes pero agradables, desde que había salido del colegio se esforzaba por llegar al nivel de altos ingresos que estaba seguro de merecer por su talento. Por cierto, como se repetía constantemente y se lo decía a sus amigos, el problema es que le faltaba capital. Teniendo capital, un tipo con sus ideas no podía dejar de dar en el blanco, pero sin dinero... ¿qué se podía hacer?
En realidad, el problema de Tom era que le faltaba impulso; era un soñador. Soñaba con la riqueza, pero le faltaban energía y habilidad para hacer dinero.
De no haber sido por su padre, que había sido médico, Tom no habría conseguido trabajo, pero algunos años antes el doctor Whiteside había salvado la vida de la mujer de Claude Locking, y éste, que era gerente de General Motors, no pudo olvidarlo. Agradecido a la memoria del doctor Whiteside, toleró la ineficiencia de su hijo.
Catorce meses atrás Tom había tenido que entregar un Cadillac Fleetwood Brougham a un cliente rico que vivía en Miami, y traer de vuelta como parte de pago el sedán Oldsmobile del cliente.
Mientras llevaba el sedán a Paradise City, Tom se sentía muy cómodo al volante. Pensaba que debería tener un coche así, en vez del lisiado Sting Ray que se caía en pedazos.
El trayecto desde Miami era largo y hacía calor, y como Tom sacaba una buena comisión por la venta del Brougham, decidió que podía pasar la noche en un motel, cenar bien, descansar toda la noche y seguir viaje a Paradise City por la mañana.
Llegó al Welcome Motel a eso de las nueve de la noche y estacionó el sedán en uno de los lugares indicados. Después de cenar, se dirigió a su cabina, se dio una ducha y se acostó.
Estaba cansado, tranquilo y bien comido. Esperaba descansar toda la noche pero, al apagar la luz, en la cabina próxima empezó a sonar una radio; la música, estridente, atravesaba el delgado tabique y lo despertó totalmente.
Tom se quedó unos veinte minutos en la cama, maldiciendo el ruido y con la esperanza de que apagaran la radio. Un poco después de las once, como el tormento proseguía, encendió la luz, se puso una bata y fue a golpear la puerta de la cabina próxima.
Hubo una pausa y después la puerta se abrió y se encontró cara a cara con la chica más enigmáticamente hermosa que hubiera visto jamás.
Tom pensaba muchas veces en su primer encuentro con su futura mujer. Ella usaba un suéter de lana azul claro que destacaba su busto firme y abundante. La breve falda negra parecía pintada, llevaba desnudas las largas piernas y los pies finos calzaban sandalias con suela de corcho.
Tom pensó que era maravillosa y tremendamente sexy, y se quedó mudo cuando ella le sonrió, mostrando unos blanquísimos dientes de estrella de cine.
—Apuesto a que no le gusta mi radio —preguntó la muchacha— ¿no es así?
—Bueno...
—Está bien, la apagaré. Disculpe —y, mirando hacia el Oldsmobile que se veía bajo las luces de estacionamiento, interrogó—: ¿ese es su coche?
—Sí —dijo Tom, y la mentira le salió sin esfuerzo.
Apoyó la mano en el marco de la puerta y la miró, recorriendo con la vista ese busto increíble.
—Casi nada de coche.
Él hizo una mueca.
—Casi nada de chica.
Ambos rieron y ella, haciéndose a un lado, lo invitó:
—¿Quiere entrar? Soy Sheila Allen.
Tom entró en la cabina y cerró la puerta. La miró mientras apagaba la radio, se fijó en la solidez de las caderas, sintiendo que la sangre se le aceleraba al pensar que no debía ser de las que necesitan una almohada debajo cuando están en la cama.
—Yo soy Tom Whiteside. No quería molestarla; es que quería dormir.
Ella le indicó un sillón y se sentó sobre la cama.
La falda se le subió, dejando ver los tersos muslos blancos, y Tom apartó la vista y se sentó, frotándose la mandíbula.
—Tiene suerte de poder dormir —dijo Sheila—. Yo no puedo; no sé por qué, pero nunca me duermo antes de las dos.
—Hay gente así —respondió Tom, mientras la estudiaba y se sentía cada vez más entusiasmado—. Yo puedo dormir en cualquier momento.
La chica encontró un paquete de cigarrillos, sacó dos, los encendió y le ofreció uno, ligeramente manchado con el lápiz para los labios. Tom se estremeció al ponérselo en la boca.
—¿Por casualidad no va mañana a Paradise City? —preguntó ella.
—Sí, claro. Vivo allí. ¿Usted también va?
—Sí. Hay un ómnibus a las nueve...
—Venga conmigo.
Ella sonrió, abriendo mucho los ojos.
—Esperaba que lo dijera. ¿Trabaja allí?
—Eso mismo... en la General Motors.
—¡Huy! Debe ser un trabajo fantástico.
Tom movió pomposamente la mano.
—No es malo; me ocupo de todo el distrito. En fin, no puedo quejarme. ¿Qué piensa hacer en Paradise City?
—Buscar trabajo. ¿Cree que encontraré algo?
—Cómo no... una chica como usted. ¿Tiene alguna idea?
—N o tengo ninguna especialidad... Vendedora... azafata... algo así.
—¿Ninguna especialidad? ¿Usted bromea? No tendrá que buscar mucho, con su presencia.
—Gracias... espero que esté en lo cierto.
Tom la observó e interrogó:
—¿Tiene dónde quedarse?
—No, pero espero que encontraré.
—Sé de un lugar. La llevaré allí; le costará unos dieciocho dólares por semana y es bueno.
Sheila sacudió la cabeza.
—No es para mí. No tengo dinero, no puedo pagar más de diez dólares.
—¿Lo pasó mal?
—Bastante mal.
—No se preocupe, yo le buscaré un lugar. Conozco la ciudad como la palma de mi mano. ¿De dónde viene usted?
—De Miami.
—¿Y por qué piensa que Paradise City puede ser mejor que Miami?
—Por cambiar de ambiente. Me gusta cambiar de ambiente.
—Bueno... —Tom la miró fijamente y se levantó—. Yo salgo mañana a las nueve. ¿Le viene bien?
—Espléndido —Sheila se levantó, se alisó la falda y se acercó a él—. Si usted quiere, le pagaré por llevarme.
Tenía la mirada que a él lo hacía derretir.
—No quiero que me pague..., es un placer.
—La mayoría de los hombres quieren... ese tipo de pago —dijo ella, dando vuelta la cabeza hacia la cama.
Tom deseó haber aceptado la oferta, pero se dio cuenta de que no podía. De pronto, esa chica significaba para él mucho más que un revolcón en el colchón.
—Yo no —dijo, con voz insegura—. Bueno, mañana a las nueve.
Sheila se adelantó y apoyó los labios en los de él. El contacto hizo que el corazón de Tom empezara a galopar.
—Me gustas... eres bueno —le dijo ella, con una sonrisa.
Tom no durmió mucho esa noche. A la mañana siguiente la llevó a Paradise City y le encontró una minúscula habitación por ocho dólares semanales. Cuando no estaba con Sheila, pensaba continuamente en ella; había conocido una cantidad de chicas, pero ninguna le había impresionado como Sheila, y la volvió a llamar a la noche siguiente. Había tomado prestado, sin pedirlo, el sedán Oldsmobile y se puso su mejor traje. Cenaron en un carísimo restaurante de especialidades marinas de los suburbios de la ciudad y no era de extrañar que Sheila pensara que su cortejante era un hombre de negocios joven, rico y afortunado.
Desde que, a los doce años, sus padres la habían dejado en una carretera estatal para que se las arreglara sola, Sheila había pasado por toda clase de dificultades, salvo caer en manos de la ley. Siempre había representado más edad de la que tenía y ahora, con veintidós años y después de haber sido vendedora, bailarina de café nocturno, stripper y recepcionista en un hotel de dos dólares por noche, se había convertido en una de las innumerables coperas de Miami. Sin embargo, no le había durado mucho; había metido la mano en el portafolio de un cliente y eso la obligó a salir apresuradamente de Miami. Cuando encontró a Tom tenía cincuenta dólares en la cartera y ningún deseo de buscar trabajo, de modo que al ver que Tom Whiteside estaba entusiasmado con ella, decidió que los cincuenta dólares tendrían que durarle hasta que se casaran.
Cuando lo consiguió, le quedaba un dólar con cincuenta; el cálculo había sido justo.
A ambos les esperaba una tremenda desilusión.
Sheila descubrió que Tom vivía en un pequeño bungalow destartalado que le había dejado su padre, y que no era rico ni le sonreía el éxito. En cuanto a Tom, advirtió que su mujer era totalmente incapaz de manejar una casa; era haragana y frígida y estaba continuamente pidiendo dinero.
Hacía doce meses que se habían casado y procuraban sacar el mejor partido posible de su fracaso. A Sheila le venía bien tener techo y comer todos los días y, si Tom no obtenía satisfacción alguna de su matrimonio con tan deslumbrante mujer al menos se regocijaba con la envidia de sus amigos, que pensaban que Sheila era sensacional.
Tom dejó la carretera de Miami para tomar por el camino de tierra que llevaba a través del bosque de pinos hasta la carretera de Paradise City, y encendió las luces del coche. El sol se había ocultado tras las colinas y estaba oscureciendo.
—Por lo del reloj —dijo Sheila bruscamente— puede que tú no lo sepas, pero cualquier marido decente le hace un regalo a su mujer para el aniversario de bodas, y es lo que más me gusta. Deberías regalarme algo que me gusta.
Tom suspiró; tenía la esperanza de que ella se hubiera olvidado del maldito reloj.
—Lo siento, nena. No podemos gastar tanto dinero. Te compraré un reloj, pero no uno que cueste ciento ochenta dólares.
—Yo quiero ese reloj.
—Sí, ya sé... Me lo dijiste, pero no podemos.
—Debo haber estado loca cuando me casé contigo —exclamó ella con amargura—. ¡Con todo lo que me mentiste de tu éxito! ¡Éxito! ¡Qué chiste! ¡No puedes comprarme nada, ni siquiera tener unas vacaciones decentes! ¡Campamento! ¡Por Dios! ¡Yo debería hacerme ver con un psiquiatra!
—¿Quieres tener la bondad de callarte la boca? —estalló Tom—. Tú no eres ninguna maravilla. Mira cómo tienes la casa... hecha un chiquero. No sirves más que para mirar TV.
—¡Oh, terminemos! —la voz de Sheila era estridente y dura—. Me pudres. El señor Éxito no puede gastar ciento ochenta dólares. El señor Éxito... ¡El señor Roña, diría yo!
El coche disminuyó la velocidad y Tom apretó el acelerador, pero el motor no respondió.
—¿Tendrías inconveniente en ir un poco más rápido? —preguntó Sheila, sarcásticamente—. Quiero ir a casa. Tal vez a ti te guste este horrendo paisaje, pero a mí no.
El motor carraspeó y se detuvo. Iban cuesta abajo y Tom puso rápidamente la palanca del cambio automático en posición neutral. Así siguieron, camino abajo, mientras él maldecía conteniendo la respiración.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Sheila, dándose vuelta hacia él.
—Se atascó el motor.
—Lo único que faltaba. ¿Y qué esperabas, con semejante cachivache? ¿Ahora qué vas a hacer?
Como el camino empezaba a subir, el coche disminuyó la marcha y se detuvo. Tom se quedó mirando las manchas de luz que hacían los faros delanteros y después, encogiéndose de hombros, sacó una linterna de la guantera, salió del coche y levantó la tapa del motor. Conocía a fondo los coches de General Motors y en pocos minutos se dio cuenta de que se había atascado la bomba de nafta. No había nada que hacer, y cerró la tapa de un golpe mientras Sheila se bajaba.
—Estamos listos —le elijo—. Es la bomba. Tendré que caminar casi siete kilómetros hasta la carretera y, con suerte, alcanzaré el último ómnibus. Mejor tú te quedas aquí.
—¿Quedarme aquí? —repitió Sheila con voz aguda—. ¡No me voy a quedar aquí sola!
—Bueno, entonces te vienes conmigo.
—¡No voy a caminar siete kilómetros!
Tom la miró, exasperado.
—¿Entonces, qué hacemos?
—¡Tú y tu piojoso coche! ¡Qué vacaciones!
—¿Quieres terminarla con las vacaciones? Me tienes enfermo y harto con tus quejas.
—Pasaremos la noche aquí. Saca las bolsas de dormir.
Tom dudó y luego volvió al coche. Sacó del asiento de atrás las bolsas de dormir y encontró la canasta del picnic. Tenía hambre y estaba cansado y deprimido. Cerró el coche y movió a su alrededor el haz de luz de la linterna y, al ver frente a sí un sendero estrecho, se adelantó y se encontró en un claro rodeado de árboles.
—¡Sheila! Aquí hay un buen lugar donde podemos dormir. Ven. ¿Quieres comer algo?
Desde su cueva, Maisky oyó la voz de Tom y se enderezó, rígido de aprensión.
Sheila se reunió con Tom en el claro, rezongando mientras andaba por el suelo áspero. Tom había dejado las bolsas de dormir y estaba abriendo la canasta.
Sheila se sentó sobre una de las bolsas, sacó un cigarrillo y lo encendió.
—El final de un veraneo perfecto —continuó—. ¡Qué cosa! ¡Es para cuando escriba mis memorias! ¡Lo disfruté minuto a minuto!
Tom encontró algunas tajadas resecas de jamón, medio pan, duro como una piedra, y media botella de whisky.
Sirvió dos tragos abundantes y le dio a Sheila un poco de jamón y la mitad del pan. Ella lo arrojó entre las malezas.
—¡Prefiero morirme de hambre a comer esa porquería! —exclamó furiosamente, y apuró el whisky de un trago.
—Está bien... muérete —respondió Tom—. Ya me hartaste bastante por hoy.
Y, dándole la espalda, empezó a masticar el jamón seco.
Maisky salió de su lecho improvisado con frazadas y se arrastró hasta la entrada de la cueva, tratando de atisbar entre las ramas y ver qué pasaba en el claro. Estaba demasiado oscuro para poder ver, pero podía oír voces, aunque demasiado lejanas para distinguir lo que decían.
Se acurrucó en el piso frío y húmedo de la cueva, escuchando. El cuerpo le temblaba de debilidad y no dejaba de preguntarse quién era esa gente, qué hacían allí y cuánto tiempo iban a quedarse.
Tom terminó de comer y, sacándose la campera y los zapatos, se metió en la bolsa de dormir; Sheila ya estaba dentro de la suya.
—¿Me harás el favor de tratar de no roncar? —le dijo—. ¡Bah...! ¡Ahora llega la sección ronquidos, y así todo será perfecto!
—¡Vete al infierno! —respondió Tom, amargamente. Luego trató de ponerse cómodo y cerró los ojos.
El sargento Patrick O'Connor, conocido entre la policía como Tripitas O'Connor, tenía sesenta y un años y hacía ya cuarenta y tantos que estaba en la policía de Paradise City. Medía más de un metro ochenta, tenía un vientre enorme que justificaba su apodo, un rostro color rojo ladrillo y pelo color arena que ya raleaba. Era uno de los sargentos menos queridos de Paradise City.
Pensaba retirarse al año siguiente. No le había ido tan mal durante su carrera. Había sacado bastante dinero a costa de las prostitutas, los rufianes, los carteristas y los homosexuales de su distrito. Siempre estaba listo para mirar hacia otro lado por un billete de diez dólares y, aunque su tajada era pequeña, durante más de cuarenta años había llegado a reunir una suma respetable.
Cuando Beigler le ordenó que se llevara a los patrulleros Mike Callan y Sam Wand para registrar quinientos bungalows con la esperanza de encontrar en alguno a los ladrones del casino, O'Connor se le quedó mirando como si no pudiera dar crédito a sus oídos, y cuando Beigler le dijo que pasara por la armería, donde le darían granadas de gases y armas automáticas, la cara colorada de Tripitas O'Connor se puso de un color blanco purpúreo.
Sabía que los asaltantes del casino eran hombres desesperados y peligrosos y que entre ellos había un asesino de la maffia.
O'Connor se dirigió a la armería pensando en su mala suerte. En un año más ya estaría libre de este tipo de clavos; tendría su propio bungalow y su coche y pensaba cultivar rosas. Pero ahora, bien podían matarlo en esta maldita misión.
Encontró a Mike Collon y a Sam Wand, que lo esperaban en la armería; ambos eran patrulleros jóvenes y despiertos. Collon era grande y moreno, de aspecto recio, con fama de inteligente y una cantidad de arrestos en su foja. Wand, más bajo y rubio, tenía ojos de un gris acerado y era también activo y ambicioso. La clase de tipos, pensó con resentimiento O'Connor, que lo pondrían entre la espada y la pared.
—Bueno, muchachos —les dijo—, tomen las armas y vamos.
Recibió el rifle automático y las municiones que le entregaba, con una sonrisa convencional, el sargento armero.
—Cuídate la barriga, Tripitas —le dijo el otro—. No dejes que nadie te la agujeree. Me parece que debes tener adentro tanto gas como para iluminar la ciudad durante una semana.
—¡Cállate la boca! —gruñó O'Connor—. Está muy bien para ti... que no haces más que darme el arma. ¡Yo tengo que usarla!
Salió de la armería pisando fuerte. Collon y Wand se hicieron un guiño y lo siguieron hasta el coche policial que los esperaba y al cual subieron todos. Wand tomó el volante.
—A la playa norte —dijo O'Connor— y rápido.
Poco después de las seis llegaron a la primera hilera de bungalows que bordeaba la playa cerca del casino. Los tres salieron del coche.
—Bueno, muchachos, empiecen —dijo O'Connor—; ya saben qué tienen que hacer. Averigüen quién hay; si ya hace algún tiempo que viven allí, no registren. Si la casa es alquilada, completen el procedimiento. Yo me quedaré aquí para cubrirlos.
Wand lo miró fijamente.
—¿Para qué, sargento?
—¿Está sordo? ¡Para cubrirlos! —ladró O'Connor—. ¡Muévanse!
Los dos patrulleros se miraron disgustados y empezaron a andar hacia los bungalows. Ambos se daban cuenta de que la misión era peligrosa, pero ninguno vaciló. Nunca habían tenido respeto alguno por Tripitas y su innegable cobardía los llenaba ahora de desprecio.
—Buena suerte, Mike —dijo Wand mientras empujaba la puerta del jardín del primer bungalow—. Ten cuidado.
—Tú también —respondió Collon, adelantándose por el sendero hasta el bungalow siguiente.
La búsqueda se desarrolló con bastante rapidez y sin éxito. Ninguno de los moradores de los bungalows se resistió a dejar entrar a los policías. Todos habían oído hablar del asalto al casino y les fascinaba tener algo que ver con eso.
Alrededor de las ocho ambos patrulleros habían investigado unos cuarenta bungalows y ya estaba oscureciendo. Tripitas O'Connor seguía sentado en el coche policial, descansando los pies y cabeceando. Ya no se tomaba ningún interés en la búsqueda, convencido de que era un asunto de rutina y de que los hombres buscados no estaban en su distrito.
Sin embargo, Wand y Collon no aflojaban; sabían que en cualquier momento los tres hombres podían aparecer y que entonces se presentaría batalla. Jóvenes y decididos como eran, la tensión a que estaban sometidos empezaba anotarse.
El último bungalow de la larga serie no dio ningún resultado y ambos patrulleros regresaron al coche policial.
—¿Hasta cuándo seguimos con esto? —preguntó Wand, mientras O'Connor se despertaba con un sobresalto.
—Mejor que ahora vayamos para el lado sur —dijo O'Connor, tratando de parecer despierto—. El jefe no habló nada de dejar.
—¿Seguro que no le gustaría ayudarnos, sargento? —preguntó sarcásticamente Wand—. Con un hombre más acabaríamos mucho más rápido.
—Yo soy el que da las órdenes —cortó el sargento—. Vamos de una vez.
Siguieron por el camino de la playa y pasaron un gran monte de palmeras antes de llegar a otra larga hilera de bungalows.
Sin saberlo, estaban a cuatrocientos metros del bungalow que había utilizado Maisky. Los dos patrulleros, con los rifles automáticos prestos a disparar, recorrieron la senda de arena, se separaron y empezaron una vez más a golpear las puertas.
En ese momento, Mish Collins apartaba su plato y eructaba suavemente, diciéndose que era uno de los mejores menús que había comido en mucho tiempo. Con auténtica admiración, miró a Lolita, que lo había preparado.
—¡Sensacional! —le dijo y, volviéndose a Chandler, agregó—: ¡Muchacho! ¡Realmente, sabes elegirlas!
Chandler dejó el cuchillo y el tenedor y sonrió a medias.
—Es que ella es algo muy especial —palmeó la mano de Lolita—. Estuvo fantástico, nena... De veras fantástico.
—Los hombres... Si una mujer sabe cocinar, ya los tiene atrapados. —Lolita se levantó—. Quédense tranquilos, yo lavaré los platos —y, limpiando rápidamente la mesa, se llevó los platos a la cocina.
—Es casi la única suerte que tenemos —dijo Mish, encendiendo un cigarrillo y arrojándole el paquete a Chandler—. Realmente, creí que iba a vendernos.
Chandler se levantó y fue hasta la ventana abierta.
Oscurecía y se podía ver cómo la luna se levantaba entre las palmeras, haciendo resplandecer el mar. Chandler corrió las cortinas y encendió la luz.
—Te dije. Ella y yo nos entendemos.
—¿Crees que estamos seguros aquí, Jess?
Chandler se sentó en una reposera y dejó salir el humo por la nariz.
—Puede ser. No sé. Tendríamos que pensar un poco, Mish. Si aparece la policía, hay un buen escondite en el techo; si pasa algo, podemos dejar que Lolita maneje la cosa y tú y yo nos vamos al techo.
—¿Pero dominará los nervios?
—Seguro.
Mish se levantó.
—Voy a tomar un poco de aire.
—Cuidado.
Mish hizo una mueca.
—Tranquilízate, Jess. Sé lo que hago.
Cuando Mish salió del bungalow, Chandler se dirigió a la cocina, donde Lolita terminaba con la limpieza.
—¿Puedo ayudarte? —le preguntó.
—Ya está —Lolita se sacó el delantal, se acercó a Chandler y se apretó contra él, que la rodeó con sus brazos—. ¿Dónde está Mish?
—Se fue a tomar aire —las manos de Chandler se deslizaron por la espalda de ella, hacia abajo—. Vamos a la cama, nena —y la atrajo hacia él.
—Esperaba que lo dijeras.
Se besaron y luego, rodeándola con el brazo, Chandler la sacó de la cocina y la condujo hasta el dormitorio principal. Cuando estaba por cerrar la puerta, oyó que entraba Mish; sus movimientos eran precipitados y Chandler se puso alerta. Haciendo un gesto con la mano a Lolita, se dirigió al pasillo.
—Hay un coche policial en el camino —dijo nerviosamente Mish—. Están revisando todos los bungalows y llegarán aquí en media hora... Llevan armas automáticas.
Lolita vino a la puerta, subiendo el cierre relámpago de su vestido.
—¿Qué pasa?
—La policía... Están revisando los bungalows —respondió Chandler, intentando mantener la voz firme.
Mish señaló la puerta trampa del cielorraso.
—Nos esconderemos allí.
—Enciende la radio —le dijo Chandler a Lolita—, y cuando vengan...
Ella estaba sorprendentemente tranquila, mucho más que Mish y Chandler.
—Ya sé; no hace falta que me digas nada. Me arreglaré. Ustedes vayan arriba y déjenme a mí.
—Puede armarse lío, nena —le advirtió Chandler, súbitamente aguijoneado por la conciencia; no tenia derecho a pedirle tanto a la muchacha—. Tal vez sea mejor que te vayas... Estás a tiempo...
—Suban y quédense quietos. Yo me arreglaré. Chandler la apretó contra él.
—No te arrepentirás. Cuando salgamos de este lío, tú y yo…
—Ya sé, Jess —le sonrió ella.
Mish trajo una escalera de mano de la cocina, abrió la puerta trampa y se deslizó en el espacio recalentado que quedaba entre el techo y el cielorraso.
Chandler besó a Lolita y luego subió al techo. Mirándola, le dijo:
—Te las vas a arreglar muy bien y te quiero.
—Yo también te quiero —respondió ella, y volvió a llevar la escalera a la cocina.
Chandler volvió a cerrar la puerta trampa, sacó su pistola del bolsillo del pantalón y le quitó el seguro.
—Acuérdate, Jess —dijo Mish desde las tinieblas—. Ellos o nosotros. Yo no vuelvo a la cárcel.
Eran más de las diez cuando Wand y Collon atravesaron la espesa masa de palmeras y malezas tropicales y aparecieron frente al bungalow de Maisky. Ambos se detuvieron de pronto, con los nudillos blancos al oprimir fuertemente los rifles automáticos, y miraron hacia el solitario bungalow, viendo cómo se traslucía la luz a través de las cortinas.
—Si es que están en algún lado —dijo Collon—, bien puede ser ahí.
Los dos estaban ya tan nerviosos después de cuatro horas de búsqueda continua, que vacilaban. Cada vez que habían golpeado a una puerta, lo habían hecho esperando ser recibidos por una ráfaga de balas, y ya estaban desmoralizados.
—Oye, Mike, —dijo Wand—, ya estoy harto de esto. Que con éste se arregle Tripitas.
—Eso es.
Volvieron atrás y, regresando por el bosquecillo de palmeras hasta llegar a la playa, hicieron señas a O'Connor, de quien sólo se veía el extremo encendido de un cigarrillo, sentado como estaba en el coche policial.
Tuvieron que repetir las señales tres veces antes de que el sargento, jurando por lo bajo, pusiera en marcha el coche para acercarse a ellos.
—¿Qué pasa? —les preguntó, mirándolos furiosamente por la ventanilla abierta del coche.
—Ahí, pasando los árboles, hay un bungalow solitario —respondió Wand— y nos parece que debía ocuparse usted, sargento.
—¿Qué demonios quieren decir? —estalló O'Connor—. Yo los estoy protegiendo, ¿no? Adelante, ¿me oyen? Es una orden.
—Puede que estén ahí —insistió Wand—. Usted viene con nosotros, sargento, o yo le paso un informe al jefe.
O'Connor lo miró rabiosamente.
—¿Qué informe?
—Que usted se quedó con su gordo traste en el coche y nos dejó que nos arregláramos solos. ¡Y le juro que lo hago, Tripitas, aunque me echen de la policía!
—¡Vuelva a llamarme así y le bajaré los dientes!
—¡Está bien, Tripitas... haga la prueba! —lo provocó Wand.
O'Connor se secó el sudor de la cara y bajó del coche. Era ocho centímetros más alto que Wand y tres veces más pesado, y sus gruesos dedos se cerraron en un puño enorme.
—Péguele, sargento, y yo le pego a usted —advirtió suavemente Collon.
O'Connor lo miró: Collon tenía el aspecto de un campeón de peso pesado y era joven y recio.
—Se las van a ver mal —aulló O'Connor—. Bueno, volvamos al cuartel. Les haré un sumario.
—Espléndido. El jefe estará encantado —respondió Wand—. Llegamos al único lugar donde podrían esconderse estos tipos y usted se achica y nos trae de vuelta para hacer nos un sumario. Está bien, sargento, si le parece, volvamos al cuartel, pero apostaría a que ya puede ir despidiéndose de su pensión.
O'Connor lo fulminó con la mirada, vaciló y echó una maldición.
—Esperen hasta que volvamos al cuartel.
—¿Revista el bungalow o volvemos? —preguntó Wand.
O'Connor volvió a dudar, pero sabía que estaba entre la espada y la pared. Maldiciendo por lo bajo, empezó a andar lentamente por la arena hasta que divisó el solitario bungalow. Entonces se detuvo bruscamente, comprendiendo lo que querían decir los otros dos: era precisamente el lugar donde podían estar los buscados. Miró la luz que se filtraba entre las cortinas y el sudor le corrió por la cara.
—¿Sigue, sargento —preguntó cortésmente Wand— o nos quedamos aquí toda la noche?
O'Connor se dio vuelta.
—Adelante, muchachos. Yo los cubro.
—Nosotros no, sargento. Usted va adelante y nosotros lo cubrimos —fue la respuesta de Wand.
—¿Creen que estén allí? —preguntó O'Connor, vacilante.
—Averígüelo, sargento.
Lentamente, O'Connor empezó a adelantarse, con las piernas temblorosas, seguido por los otros dos. Llegó al portoncito de madera que cerraba la entrada del breve sendero y allí se detuvo.
—Yo iré por atrás —anunció Collon y desapareció en la oscuridad.
Cuando él se fue, O'Connor pidió:
—Vaya, Sam, yo soy viejo. Vaya adelante; le juro que lo cubriré.
—No, sargento; yo soy joven. Tengo para vivir mucho más que usted. A usted le darán una medalla.
Lívido, O'Connor se volvió hacia él.
—¡Oye, maldito, te haré la vida imposible! ¡Ya verás lo que es desobedecer órdenes! ¡A golpear esa puerta!
—Prefiero una vida imposible a ninguna —respondió Wand—. Golpee usted la puerta, que nosotros ya golpeamos cien. Pruebe usted, para variar.
Entonces, la puerta se abrió y una muchacha apareció a la luz de la luna. La luz de la entrada delineaba su figura; llevaba un corto vestido blanco que dejaba que se le traslucieran las piernas.
O'Connor, aliviado, respiró profundamente. Apenas podía creer en su suerte mientras se adelantaba hacia la chica por el sendero.
—¿Pasa algo? —preguntó ella—. Es la policía, ¿no?
O'Connor llegó hasta ella y la miró. ¡Caramba!, pensaba. ¡Yo aterrorizado como un tonto, y vean lo que sale del maldito lugar!
Wand le pisaba los talones. Ambos estudiaron a la muchacha mientras ella miraba a uno y otro.
—¿Usted vive aquí? —preguntó O'Connor, empujándose hacia atrás la gorra con visera y secándose el sudor de la frente con un harapiento pañuelo.
—Claro —contestó ella con una sonrisa radiante.
—¿Hace mucho?
—Alquilo desde hace un par de semanas... ¿Qué pasa, sargento?
—Nada, no tiene importancia —dijo O'Connor con una mueca—. Estábamos solamente buscando. No queríamos asustarla, señorita.
—¿Tiene inconveniente en que revisemos adentro? —preguntó Wand, que miraba a la muchacha, preguntándose dónde la había visto antes. Porque la había visto, de eso estaba seguro, pero ¿dónde?
—¿Está sola?
—Sí, estoy sola —respondió Lolita—. Adelante... entre a ver. ¿Qué es lo que buscan?
Cuando Wand empezaba a adelantarse, O'Connor lo tomó del brazo.
—Deja de molestar en todas partes —gruñó—; no hay que preocupar a la señorita. Vamos, todavía hay que trabajar.
Al oír voces, Collon se acercó desde la parte posterior de la casa.
—Vamos... vamos... —repitió con impaciencia O'Connor. Estaba tan aliviado por no haber tenido problemas, que quería irse lo antes posible.
—Déjenla —y, saludando a la chica, empezó a andar por el sendero.
Wand se había quedado mirando a Lolita, hasta que de pronto recordó dónde la había visto: la chica cantaba y tocaba la guitarra en un restaurante cerca de la bahía. Su mente alerta le advirtió que una chica así no podía permitirse pagar el alquiler de un bungalow en esta zona.
Ella le sonreía.
—¿Quiere entrar?
—Sí... Voy a entrar. Después de usted.
Ella giró y entró en el bungalow, balanceando las caderas.
—Qué bomba —dijo Collon, con admiración.
—Vigílala —le advirtió Wand por lo bajo, puede ser aquí—. Y soltó el seguro de su rifle. Collon lo miró asombrado y, al ver su rostro pálido y decidido, sintió que un latigazo de emoción le recorría la espalda.
O'Connor ya estaba en el portón; se dio vuelta y miró hacia atrás.
—Eh, vamos, muchachos —grité—. ¿Qué hacen?
Wand entró en el bungalow, y Collon, dándose cuenta de que su compañero sentía algo más que sospechas, lo siguió de cerca, mientras con el pulgar retiraba el seguro del rifle.
—Quédate aquí —dijo Wand suavemente— y cúbreme. ¡Vigila!
Entró al living room, donde lo primero que observó fue un cenicero, atestado de colillas, que estaba sobre la mesa: sólo unas pocas tenían manchas de lápiz labial.
Lolita apagó la radio; parecía totalmente cómoda y su sonrisa era cordial.
—Adelante... pasen. ¿Les sirvo un trago?
—No, gracias —respondió Wand y se dirigió a la cocina. Vio tres platos en el escurridor, tres cuchillos y tres tenedores sobre la mesada y se le puso la piel de gallina. Cuando abrió la helad era y vio las provisiones acumuladas, se sintió seguro de que en algún lugar de ese bungalow estaban los hombres buscados. Caminando como si pisara cáscaras de huevo, con el rifle preparado y el dedo en el gatillo, abrió sucesivamente las puertas que daban a los dormitorios: en el dormitorio principal, colgada del respaldo de una silla, se veía una corbata de hombre, roja y azul.
Wand volvió al pasillo y miró a izquierda y derecha, y luego levantó la vista hacia la puerta trampa en el cielorraso.
Lolita se acercó a la puerta de la sala.
—¿Listo? —interrogó. La tensión empezaba a notársele, aunque todavía lograba mantener una sonrisa cordial y convincente.
Wand se adelantó, haciéndola retroceder de nuevo hacia la sala.
—Bueno, hermana —le dijo en voz baja—, están en la buhardilla, ¿no es así?
Durante un momento, Lolita abrió mucho los ojos y luego sonrió, esta vez de manera mucho menos convincente.
—¿Quiénes? No entiendo. ¿A qué se refiere?
—Yo, la conozco —insistió Wand— y sé que no puede permitirse vivir en este lugar, así que mejor cante o las va a pasar mal. Están ahí arriba, ¿no?
Lolita estaba pálida hasta los labios bajo el maquillaje, pero se mantuvo firme.
—¿Quiénes? Ya le dije que estoy sola... ¿Qué significa esto?
Wand fue hacia la puerta.
—Llama a Tripitas —le dijo a Collon.
Este fue hacia la puerta del frente e hizo señas a O'Connor, que esperaba con impaciencia, de pie junto al portón, y empezó a caminar con inseguridad por el sendero.
—¿Qué diablos pasa ahora?
—Llévesela —le dijo Wand—; están en la buhardilla.
O'Connor lo miró boquiabierto y luego tomó a Lolita por el brazo. La arrastró por el pasillo mientras Mish, que había oído todo, levantaba la puerta trampa, apuntaba y apretaba el gatillo.
El estampido del arma hizo temblar las ventanas y sobre el uniforme de O'Connor apareció una mancha roja. El sargento cayó de rodillas como un buey sacrificado, aferrándose al enorme vientre con ambas manos.
Lolita gritó y huyó hacia la sala mientras Collon, levantando su rifle, disparaba una andanada de balas a través del cielorraso.
Mish, herido en la cara y en el cuerpo, consiguió levantar de nuevo su arma y volvió a apretar el gatillo. Alcanzado en el hombro, Collon dejó caer su rifle y cayó de cara en el piso, mientras Mish trataba de recuperar el equilibrio hasta que por fin se precipitó por la puerta trampa, oprimiendo con sus dedos agonizantes el gatillo de su arma, que se disparaba mientras él caía. Chocó contra Collon, mientras Wand volvía a dispararle.
Apresuradamente, Wand se guareció en la sala, rodilla en tierra, pensando, sin saber que Jack Perry ya estaba muerto, que debía de haber otros dos arriba.
Apuntando cuidadosamente el rifle hacia el cielorraso agujereado, volvió a disparar rápidamente cinco veces.
—¡Está bien, los dos! —gritó—. ¡Bajen con las manos en alto!
Lolita, apoyada contra la pared, miraba desesperada hacia la habitación. Cuando sus ojos se posaron en un pesado cenicero de vidrio, no vaciló en tomarlo y dar algunos pasos silenciosos hacia Wand, que miraba hacia la abertura de la puerta trampa, para aplastarle el cenicero en la cabeza.
El policía dejó caer el rifle y se deslizó hacia adelante con un gemido, y Lolita, con el corazón latiéndole fuertemente, saltó por encima de él y corrió hacia la puerta trampa.
—¡Jess! ¡Pronto! ¡Baja! —gritó—. ¡Podemos irnos!
¡Baja pronto!
Hubo una pausa, después un ruido ahogado y Chandler apareció en la abertura, pálido y con los ojos semicerrados.
—Estoy listo, nena —dijo ásperamente—. Ya no puedes hacer nada por mí... Gracias por todo.
La sangre goteaba de su boca y caía sobre el gastado felpudo de la entrada. Lolita gritó:
—¡Jess!
—Listo... —boqueó Chandler, con los ojos en blanco, y se deslizó hacia adelante, extendiendo los brazos hacia ella.
Ella le tomó la mano, pero luego se estremeció y la soltó. Corrió al dormitorio, tomó su valija y, arrojándola sobre la cama, la llenó precipitadamente con sus cosas. Las lágrimas le corrían por la cara y de vez en cuando un sollozo le interrumpía la respiración.
Con la valija en la mano salió al vestíbulo, volvió a mirar a Chandler, y después, pasando por sobre el enorme bulto de O'Connor, corrió por la oscuridad hasta la cochera, tiró la valija sobre el asiento trasero de su Mini, subió y lo puso en marcha.
A toda velocidad, se dirigió hacia la carretera de Miami.