CAPÍTULO 5

MAX KAHLENBERG siempre se despertaba a las cinco. Era como si tuviera un despertador en la cabeza. Durante las siete horas que dormía, podía morirse. No soñaba ni se movía hasta que abría los ojos para observar la salida del sol sobre la magnífica cadena de montañas que quedaba más allá de la gran ventana opuesta a la cama.

Esta era enorme, colocada sobre una tarima, con respaldo en forma de concha, tapizado en seda de color limón. A su alcance había un juego de botones colocados sobre una madera de encina sahumada. Cada botón controlaba la regularidad de su levantar. El botón rojo abría y cerraba las cortinas dé color limón. El amarillo bajaba la cama al nivel del piso para que pudiera balancearse hasta el sillón de ruedas propulsado a electricidad. El azul abría una puertita corrediza que estaba junto a la cama a través de la que llegaba su bandeja con el café. El negro llenaba automáticamente la bañadera y a la temperatura exacta. El verde hacía funcionar la pantalla de T.V. que estaba al extremo de la cama, poniéndolo en contacto con una de sus secretarias.

Max Kahlenberg se despertó y tocó el botón rojo. Las cortinas se corrieron y miró el cielo, viendo las rápidas nubes, y decidió que la lluvia no podía estar lejos. Encendió la luz difusa oculta detrás del respaldo y apretó con el pulgar el botón azul. Se enderezó en la cama mientras se abría, deslizándose, la puertita a su lado y una bandeja con una cafetera de plata, una jarra de leche, una azucarera y una taza y un platillo, se deslizaba hasta su alcance y la puertita se cerraba.

Tendido en la enorme cama, Max Kahlenberg parecía un actor de cine buen mozo. Su cabeza estaba completamente afeitada. Tenía ojos separados de color azul grisáceo, una nariz bien formada y una gran boca sin gracia con el labio superior fino. Siempre dormía desnudo, y cuando se erguía, mostraba un torso tostado, magníficamente desarrollado.

Tomó su café, encendió un cigarrillo y luego presionó el botón verde que lo conectaba con una de sus secretarias. La pantalla de T.V. se iluminó y vio a Miah, una chica hindú que hacía el turno de la mañana temprano, que buscaba lápiz y anotador. La miró con placer. Le gustaban las mujeres hermosas y se fijaba en emplear únicamente mujeres que agradaran a sus ojos. La chica, la cara oscura y delgada, de belleza clásica, sus grandes ojos que le miraban directamente aunque no lo podían ver, dijo —buenos días, señor.

Kahlenberg la estudió, luego dijo.

—Buenos días, Miah. ¿Llegó la correspondencia?

—La están clasificando ahora, señor.

—Estaré listo para dictar dentro de una hora. Tome el desayuno —y apagó el aparato. Luego apretó el botón negro que llenaría su bañadera y bajaría la cama a nivel del piso. Corrió la sábana que lo cubría.

En ese momento, Kahlenberg se transformaba, de un atleta buen mozo, de aspecto fino, en un grotesco monstruo. Nadie excepto su madre y el médico habían visto jamás sus piernas: Nunca habían crecido desde el momento en que nació. En comparación con su bien desarrollado torso, eran apéndices de aspecto cadavérico, perfectamente formadas, incapaces de sostenerlo y que él aborrecía con una amargura y repulsión que no sólo habían arruinado completamente su vida, sino que lo habían perturbado mentalmente.

Ninguno tenía permiso de entrar en su dormitorio mientras estaba solo. Únicamente cuando estaba vestido y en su sillón, que tenía una tapa corrediza sobre las piernas, se sentía a salvo de los acechantes ojos.

Se enderezó en el sillón y corrió al cuarto de baño. Una hora después, emergió bañado y afeitado y después de haber hecho un trabajo concienzudo en el bien equipado gimnasio que había fuera del baño. Envolvió la parte inferior de su cuerpo con una manta de algodón, se puso una camisa blanca de cuello abierto, corrió la tapa del sillón y lo condujo al largo corredor que llevaba a su oficina.

Un cheetah completamente desarrollado fue a su encuentro. Era Hindenburg, el constante compañero de Khlenberg. Detuvo el sillón y esperó que el gran gato le acercara. Le rascó la espesa piel mientras el gato bacía un sonido profundo y gangoso, luego con una pernadita final Kahlenberg puso el sillón en su camino, con Hindenburg que lo seguía detrás alcanzando un par de puertas que se abrían automáticamente, se propulsó dentro del cuarto.

La oficina de Kahlenberg era amplia y tenía una ventana que corría todo lo largo de la vista lateral del cuarto.

Desde su escritorio, tenía una visión ininterrumpida de jardines, canteros de flores, la distante selva, las colinas onduladas cubiertas de pasto, moteadas por los puestos de vigilancia de sus zulú es diseminados hasta la cordillera de Drackensberg.

La correspondencia estaba sobre el escritorio, marcada por diferentes etiquetas de colores, que señalaban su prioridad.

Antes de ir a la cama, había hecho notas para varios negocios que necesitaban atención. Presionó el botón verde que estaba sobre el escritorio y cuando se iluminó la pantalla de T.V. y vio a Miah sentada junto a su escritorio, comenzó a dictar. Una hora después, había terminado las notas del día anterior.

—Eso es todo, Miah. ¿Está allí Ho-Lu?

—Está esperando en este momento, señor.

—Estaré listo para ella en media hora —y apagó el aparato.

Revisó rápidamente una correspondencia de unas cincuenta cartas, hizo rápidas decisiones que aumentaban su ya vasta fortuna y luego encendió nuevamente la pantalla.

Esta vez una vietnamita semejante a una flor estaba en el escritorio, esperando pacientemente. La saludó y comenzó a dictarle.

Para las 10 había despejado su escritorio. Se quedó sentado durante unos momentos, descansando, sus dedos acariciaban la cabeza de Hindenburg, luego apretó suavemente el botón del intercomunicador y dijo.

—Entre, por favor.

Hubo un momento de demora, luego sonó un golpecito en la puerta y ésta se abrió.

Guilo Tak, asistente personal de Kahlenberg, entró, cerró la puerta y se acercó al escritorio.

Era alto, delgado, con una mata de pelo negro azabache que enfatizaba su tez cadavérica. Los negros ojos estaban profundamente hundidos y ardían febrilmente en su cara de calavera. Era hijo de madre italiana y padre checo, había demostrado tener un talento asombroso para los números desde temprana edad. Había conseguido un puesto en un banco suizo y rápidamente se reveló como un genio financiero. Cuando Kahlenberg le preguntó a uno de los directores del banco si conocía algún hombre adecuado para cumplir las funciones de asistente personal suyo, el director no vaciló en recomendar a Tak.

Kahlenberg encontró que no sólo era un genio de las finanzas sino que era extremadamente cruel, eficiente y leal. Por un tiempo considerable Kahlenberg había contratado ladrones expertos en arte para abastecer su museo. Se necesitaba considerable organización y discusiones y Kahlenberg escatimaba el tiempo. Había dudado al entregar esas maquinaciones a Tak, y finalmente había decidido, después de dieciocho meses, que se podía confiar en él. No sólo estaba a cargo del museo, sino que también manejaba los asuntos comerciales de Kahlenberg, a menudo haciéndole sugestiones y señalándole oportunidades que él, teniendo otras ocupaciones, hubiera descartado.

—Buen día, señor —dijo Tak con una pequeña y tiesa inclinación.

—Siéntese —dijo Kahlenberg, descansando los codos sobre el escritorio y mirando fijo a Tak pensando qué extraordinariamente buen mozo era—. ¿Alguna novedad del asunto del anillo de Borgia?

—Sí, señor. Los tres ladrones interesados llegaron al hotel Rand Internacional hace unos minutos. Fennel llegó anteayer. Vino de París. El dueño de un garaje, Sam Jefferson, ha estado comprándoles el equipo. Tengo una lista aquí si la quiere ver. Tengo también fotos de esta gente al llegar al aeropuerto. —Se detuvo para dirigirle a Kahlenberg una rápida mirada antes de dejar sobre el escritorio un gran sobre que había traído—. Puede ser que encuentre que la mujer es atractiva.

Kahlenberg miró rápidamente las instantáneas de los tres hombres y las dejó sobre el papel secante pero se quedó mirando unos instantes la fotografía de Gaye, estudiándola. Luego miró hacia arriba.

—¿Qué sabe de ella?

—Los informes sobre ella están en el sobre, señor.

—Gracias, Tak. Lo veré más tarde.

Cuando se fue, Kahlenberg levantó la foto de Gaye la estudió nuevamente por varios minutos, luego abrió un cajón y la guardó. Leyó los cuatro informes, examinó la lista del equipo, leyó que el campamento estaba situado en Mainville y que un helicóptero había llegado allí el día anterior. Colocó todos los papeles nuevamente en el sobre y los guardó con llave. Se quedó sentado mirando el papel secante con los ojos entreabiertos por un largo rato, luego con un leve asentimiento de satisfacción por la decisión que había tomado, puso en movimiento su sillón, y chasqueando los dedos a Hindenburg, se propulsó afuera al jardín y a lo largo del ancho sendero en un recreo de media hora. El gran gato deambulaba al lado.

De vuelta en su escritorio a las 11, Kahlenberg trabajó con más papeles que habían llegado, hasta la hora del almuerzo. Almorzó trucha ahumada con salsa y café, volviendo luego a su oficina, llamó a Tak.

—¿Cuánto pagué por el anillo de Borgia? —preguntó.

—Sesenta mil dólares. Mercial pagó un cuarto de millón. Lo conseguimos muy barato. Ahora Mercial le paga a Shalik medio millón por recuperarlo. Absurdo, pero sin él, su colección de Borgia está arruinada.

—Me inclino por dejar que se lo lleve de vuelta —dijo Kahlenberg, mirando fijo a Tak que no dijo nada. Sabía por ese entonces cómo trabajaba la mente de Kahlenberg—. Puede ser divertido, pero no tendría gracia dejar a éstos cuatro que lo consigan sin trabajar por ello ¿no?

Tak inclinó la cabeza y siguió esperando.

—De modo que ¿por qué no dejar que lleguen aquí? Como usted dice la mujer es atractiva. Será interesante ver si Fennel, quien se supone que es un experto tan grande, puede entrar al museo. Démosles ánimo. Puedo dejarle a usted los detalles.

—¿Quiere que se vayan con el anillo, señor?

—Haremos que no les cueste la entrada y que les sea dificultosa la salida, pero si lo pueden sacar del estado, entonces creo que tienen derecho a guardárselo, pero sólo si lo pueden sacar del estado. —Los ojos de Kahlenberg buscaron la cara de Tak—. ¿Entiende?

—Sí, señor.

—Así es que los dejamos entrar y les dificultamos la salida. Si les pasara algo, supongo que los cocodrilos recibirán con alegría comida extra.

Los ojos de Tak se achicaron.

—¿Es su deseo que les pase algo, señor?

—Bueno, sería embarazoso que entraran al museo y luego se fueran para hablar. No querríamos tener aquí a la Interpol haciendo preguntas. El Vaticano estuvo particularmente irritado al perder el busto de Júpiter. Cómo hizo ese pillo para sacarlo del Vaticano, siempre me intrigó. No, no resultaría bueno que la Interpol se enterara que el museo está bajo tierra.

—Pero hubo alguna insinuación de su parte, de que devolvería el anillo a Mercial, señor.

—Sí... devolveré el anillo pero no sus operarios.

Tak no entendió esto, pero esperó.

—Nuestros zulúes verían con agrado una cacería humana, para variar, creo.

—Se puede confiar en ellos, señor.

—Sí... todavía están muy cerca del salvaje. Tal vez esto no llegue a ser necesario, por supuesto. Nuestros cuatro valientes pueden llegar a perderse. Sin embargo, alértelos. Arregle una especie de recompensa e insista en que se protejan.

—Sí, señor.

—Debo admitir que semejante cacería me entretendría. —La boca de labios finos de Kahlenberg se estiró—. Cuando los hayan cazado y me hayan devuelto el anillo, se lo mandaré a Mercial. —Se frotó la mandíbula mientras miraba fijo a Tak—. No debemos cometer ningún error. Sería peligroso que se escapara tan sólo uno de ellos. ¿Qué probabilidades cree usted que tienen contra cien de mis zulúes y la selva?

Tak consideró el problema, luego sacudió la cabeza.

—Ninguna, señor.

—Eso es lo que pienso. —Kahlenberg se detuvo, pensando en la fotografía que tenía guardada—. Lo lamento por la mujer.

Tak se puso de pie.

—¿Algo más, señor?

—Sí... hágame traer el anillo de Borgia.

Cuando Tak se fue, Kahlenberg dio un golpecito al intercomunicador y dijo:

—Mándeme a Kemosa.

Unos minutos más tarde, un bantú viejo y encorvado, de uniforme inmaculadamente blanco, entró a la oficina. Kemosa había servido al padre de Kahlenberg y estaba ahora a cargo del personal nativo, ordenándoles con una barra de hierro. Se quedó parado frente a Kahlenberg, esperando.

—¿Está todavía el viejo doctor brujo en el estado? —preguntó Kahlenberg.

—Sí, mi amo.

—No lo veo nunca. Creí que se había muerto.

Kemosa no dijo nada.

—Mi padre me dijo que éste hombre tiene gran experiencia en venenos —Kahlenberg siguió—. ¿Correcto?

—Sí, mi amo.

—Vaya y dígale que quiero un veneno de acción lenta que mate a un hombre en doce horas. ¿Cree usted que me podrá proveer de un veneno así?

Kemosa asintió.

—Muy bien. Lo quiero para mañana a la mañana. Vea que se le recompense adecuadamente.

—Sí, mi amo —Kemosa hizo una inclinación de cabeza y se fue.

Kahlenberg acercó un documento y comenzó a estudiarlo. Unos minutos más tarde entró Tak llevando una pequeña caja de vidrio en la que, ubicado en un soporte de terciopelo azul, estaba el anillo de Borgia.

—Déjemelo —dijo Kahlenberg sin mirar hacia arriba. Tak dejó la caja sobre el escritorio y se retiró.

Después de leer el documento y de dejarlo, Kahlenberg levantó la caja de vidrio y echándose hacia atrás en su sillón, descorrió la tapa y sacó el anillo.

Tomó del cajón un anteojo de relojero y se lo colocó. Pasó unos momentos examinando el anillo antes de encontrar la minúscula trampa corrediza, cubierta por un diamante que daba acceso al diminuto depósito que contenía el veneno.

 

Dejaron el hotel Rand International un poco después de las ocho y se encaminaron para Harrismith en la autopista N. 10.

Todos llevaban camisas de tela gruesa, shorts, medias tres cuartos, zapatos de montaña y sombreros de cazador colgando de una tira de piel de leopardo. Los hombres miraron a Gaye mientras subía al asiento de adelante del Land Rover. El equipo que llevaba destacaba su figura y le sentaba muy bien. Nuevamente Fennel sintió una puñalada de frustrado deseo que lo atravesaba.

Ken Jones tomó el volante y Garry y Fennel se sentaron en el trasportín de atrás. Iban muy apretados; los cuatro y su equipaje. Cada uno había traído una mochila con sus efectos personales y éstas se habían apilado en el trasportín, entre los dos hombres.

El cielo estaba gris y la atmósfera estaba cerrada y húmeda y se alegraron cuando estuvieron fuera de la ciudad y entraron al camino abierto.

—Esto va a ser una carrera bastante aburrida —dijo Ken—. Doscientos kilómetros hasta Harrismith, luego salimos a la ruta nacional y enfilamos hacia Berville. Llegaremos a Mainville para el almuerzo, recogeremos a nuestro guía y luego tendremos treinta kilómetros hasta el campamento. Eso será divertido seguramente veremos algún ciervo.

—¿Quién cuida del helicóptero? —preguntó Garry, inclinándose hacia adelante.

—¿No lo han dejado en la selva, no?

Ken se rió.

—He contratado a cuatro bantúes para que lo vigilen. Los conozco... son buenos. Recién llegó ayer. No tiene de qué preocuparse.

Gaye dijo que estaba contenta de dejar Johannesburgo

—No me gustaba.

—No conozco a nadie que le guste —contestó Ken—. Pero le gustará Cape Town y se volverá loca con Durban.

Los tres charlaron mientras el Land Rover se comía las millas. Garry notó que Fennel estaba sombríamente silencioso. Estaba sentado hacia adelante con su valija de herramientas entre sus pies y sus pequeños ojos dirigiéndole miradas continuas a la espalda de Gaye y a la parte que lograba ver de costado de su cara.

A cada momento se encontraban con una serie de chozas en forma de colmena dónde podían ver bantúes que deambulaban alrededor, y chicos que cuidaban vacas de aspecto flaco y deprimido y rebaños de cabras.

Gaye preguntó torrentes de cosas que Ken contestó. Fennel no prestó ninguna atención a la charla. Todo lo que podía pensar era en tener a Gaye sola, y si se le sometería. No le interesaba la gente de color y deseaba que Ken dejara de aullar.

Eran las 14 pasadas cuando entraron al centro de la ciudad de Mainville que consistía en una manzana desprolija, sombreada por magníficos y flamígeros árboles en flor. A la izquierda de la manzana estaba el correo. Cerca de éste había un negocio nativo y cruzando el camino había uno de un danés que parecía vender de todo, desde un par de botas hasta una botella de jarabe para la tos. Los bantúes, sentados bajo los árboles, los observaban curiosos, y dos o tres de ellos saludaron lánguidamente a Ken, quien les devolvió el saludo.

—Parece ser un tipo conocido aquí —dijo Gaye.

—Oh seguro, ando por aquí. Me gustan estos muchachos y ellos me recuerdan. —Ken dio vuelta la manzana y se encaminó hacia un gran garaje destartalado. Entró directamente.

Dos bantúes se acercaron y le estrecharon la mano cuando dejó el Land Rover. Ken habló con ellos en africano y ellos asintieron, radiantes.

—Muy bien, amigos —dijo volviéndose a los otros—. Podemos dejar todo aquí e ir a almorzar al hotel. Me podría comer un búfalo.

—¿Quiere decir que no robarán nada? —preguntó Fennel.

Ken lo miró, estirando la boca.

—Son amigos míos... de modo que no robarán nada.

Fennel se bajó del Land Rover.

—Bueno, si está seguro de eso.

Los tres salieron al sol enceguecedor. Desde que habían dejado Johannesburgo había salido el sol y hacía calor.

El hotel era simple pero decente y Ken recibió una buena bienvenida de un hindú gordo y transpirado quien les sonrió alegremente a los otros tres.

—¿Ha visto a Themba? —preguntó Ken mientras entraba al gran comedor.

—Sí, Míster Jones. Anda por ahí. Dijo que estaría aquí dentro de media hora.

Todos comieron un buen curry de pollo, bañado con cerveza. Desde la mesa podían ver el garaje enfrente y Fennel miró todo el tiempo sospechosamente hacia allí.

—¡No están robando nada! —dijo, Ken en forma cortante. La sospecha de Fennel lo había exasperado—. ¿No puede disfrutar de su almuerzo, por amor a Dios?

Fennel lo miró de soslayo.

—El material que hay en esa valija vale un montón de dinero —dijo—. Me ha llevado años juntarlo. Algunas de esas herramientas las hice yo mismo. Me quiero asegurar de que ningún maldito negro me las robe.

Viendo que la cara de Ken se ponía: colorada de rabia, Gaye interrumpió para preguntar sobre el hotel. La tensión se aflojó un poco, luego Ken se puso de pie.

—Pagaré la cuenta, luego iré a buscar a Themba.

—¿Es nuestro guía? —preguntó Gaye.

—Correcto.

—Y es otro de los negros amigos de él —dijo Fennel con un gesto de desprecio.

Ken vaciló, luego se fue.

—¿No sería una buena idea de parte de usted tratar de ser agradable, para variar? En este momento está actuando como si tuviera hormigas en el traste. —Dijo Garry.

Fennel lo miró con ojos que echaban chispas.

—¡Yo actúo en la forma que me place, y nadie me va a detener!

—Habrá mucho tiempo para pelear cuando hayamos hecho el trabajo, —dijo Gaye con tranquilidad—. Sea amable, Mr. Fennel.

La miró también en la misma forma y salió del restaurante.

Gaye y Garry se detuvieron para felicitar al hindú gordo por su curry, y luego siguieron a Fennel, cruzando la calle hacia la manzana del garaje.

—¿Es un amor, no? —dijo Gaye suavemente.

—Es un gordo degenerado. ¡Si sigue así, le voy a dar un golpe en el hocico!

—Recuerde lo que dijo Armo... es peligroso.

Garry frunció el ceño.

—Así soy yo. Me molesta que Ken tenga que viajar con él.

Pero se sintió menos molesto al ver un bantú alto, de constitución magnífica, que llevaba ropa para la selva, y un sombrero de cazador sujetado a un lado a la moda australiana, que le estrechaba la mano a Ken.

—Ese debe ser Themba. Bueno, Ken y él pueden cuidarlo a Fennel; con toda seguridad.

Ken hizo las presentaciones. Mientras Garry y Gaye le daban la mano, Fennel simplemente miró fijo al bantú y luego caminó hasta el Land Rover para asegurarse de que su valija con herramientas estaba todavía allí.

—Themba sólo habla africano —explicó Ken— de modo que, para la conversación, están perdidos ustedes dos.

—Yo creo que es maravilloso —dijo Gaye con admiración.

—Es magnífico. Trabajamos juntos durante cinco años, no hay mejor baqueano en Natal.

Subieron al Land Rover. Themba ocupó un pequeño trasportín en la parte de atrás, que lo colocaba por encima de los demás y le proporcionaba una buena visión del campo.

—Ahora, entramos a la selva —dijo Ken—. Si hay algún ciervo que ver Themba lo encontrará.

Otros diez minutos de marcha los llevaron fuera del camino principal, a un camino arenoso y la marcha se hizo desigual.

—Se pone peor a medida que avanzamos —dijo Ken alegremente— pero se acostumbrarán.

Se puso peor y Ken tuvo que aminorar la velocidad. Aparecieron baches en el camino y el Land Rover daba golpes y topetazos, obligando a todos a tomarse fuertemente, con Fennel maldiciendo por lo bajo.

Más o menos una milla más adelante, Themba le dijo algo a Ken, y éste fue más despacio y salió del camino, al matorral. Adelantaban despacio y todos tuvieron que cuidarse de los arbustos espinosos y las ramas bajas que se hicieron peligrosas mientras avanzaban.

Repentinamente apareció delante de ellos un ciervo de agua con su majestuosa cornamenta, que los miraba. Se dio vuelta y se fue con enormes saltos, exhibiendo su perfecto anillo de piel blanca alrededor de la cola.

—¡Oh, lo adoro! —dijo Gaye—. ¡Y ese anillo blanco... es maravilloso!

—¿Sabe cómo lo obtuvo? —dijo Ken, sonriendo—. Le contaré. Cuando llegó al Arca, fue corriendo hasta donde estaba Noé y le dijo: señor Noé, ¿dónde está el toilette más cercano? Noe dijo: tendrá que esperar. Todos los toilettes han sido pintados. El ciervo dijo: No puedo esperar. Desde entonces, siempre ha tenido el anillo.

—¿Por qué no mira por dónde maneja y se deja de charlar? —rezongó Fennel mientras los otros reían.

—No puedo complacer todo el tiempo a cada uno —dijo Ken, encogiéndose de hombros y siguió avanzando.

Gaye estaba notando que muchos de los árboles estaban quebrados y muertos, dándole al matorral un aspecto triste.

—¿Todo este destrozo lo hicieron los rayos? —preguntó ella.

—¿Qué?, esos árboles. No... los elefantes. Debe haber habido una gran manada en algún momento. El elefante es el animal más destructivo de todos los animales salvajes. Cuando se mueven desgarran y aplastan los árboles. Donde sea que ha estado un elefante encontrará árboles muertos.

Un poco más tarde se toparon con cinco jirafas y Ken paró a unos cincuenta metros de donde estaban. Los animales se quedaron parados inmóviles, mirando fijo.

—Siento haber guardado mi cámara fotográfica en el equipaje —suspiró Gaye—. Parecen completamente mansas.

—No son mansas... están carcomidas por la curiosidad —explicó Ken, y mientras él hablaba los gigantescos animales se dieron vuelta y se fueron corriendo despatarrados, cubriendo el terreno a gran velocidad aunque parecían moverse en cámara lenta.

—Los leones se empeñan en alcanzarlas pero raramente las atrapan —continuó Ken, poniendo el Land Rovet en marcha nuevamente.

—¿Hay leones en este distrito? —preguntó Gaye—. Me encantaría ver alguno.

—Ya los verá y los oirá también.

Themba desde el trasportín colgante por encima de ellos, llamaba continuamente a Ken, indicándole el rumbo.

—Sin este muchacho —le confió Ken a Gaye— no encontraría nunca el campamento. Tiene una brújula metida en la cabeza.

Después de una hora de viaje, tiempo en el que alborotaron una manada grande de cebras que pasó, arrasando todo, en el espeso matorral casi antes de poder ser vistas, salieron del matorral entrando a un ancho y llano claro donde estaba estacionado el helicóptero.

Delante de éste había cuatro bantúes sentados en cuclillas quienes se pusieron de pie con amplias sonrisas, mientras el Land Rover se acercaba.

—Aquí estamos —dijo Ken bajando del jeep—. Les pagaré a éstos muchachos para que se vayan. No quiero que anden dando vueltas por aquí. Themba y yo podemos levantar la carpa.

Garry fue enseguida hacia el helicóptero. Gaye se deslizó al piso y se estiró. Había viajado a los tumbos y se sentía tiesa y con calor. Fennel se bajó y encendió un cigarrillo. No hizo ningún movimiento para ayudar a Themba a descargar el equipaje, sino que se quedó parado con las manos en los bolsillos de los shorts, mirando de reojo a Gaye, mientras ésta estaba parada de espaldas a él, las piernas bien separadas, las manos en las caderas.

Ken se libró de los bantúes y volvió al Land Rover.

—Hay una gran pileta detrás de esos árboles y una cascada —le dijo a Gaye señalándole el lugar—. Se puede nadar con tranquilidad... no hay cocodrilos.

—¿Puedo ayudar?

—No, gracias... Themba y yo podemos arreglamos.

Fue a reunirse con Themba y juntos descargaron la carpa.

Respirando nerviosamente, Fennel fue hasta donde estaba Gaye.

—Una cascada, ¿eh? ¿Si vamos a echarle un vistazo? Esperando que ella no quisiera ir, y ya su dañino temperamento comenzó a encresparse. Ella lo miró, la cara inexpresiva, luego para su sorpresa, dijo,

—Sí... vamos a verla, —y dándose vuelta caminó adelante, yendo hacia la espesa línea de árboles y alto pasto que rodeaba el claro.

Fennel sintió una oleada caliente de sangre que le corría por el cuerpo. ¿Había sido una invitación? Miró rápidamente hacia el helicóptero, Garry estaba ocupado sacando la lona que cubría el motor. Ken y Themba estaban ocupados desdoblando la carpa. Temblando un poco, fue a grandes trancos detrás de Gaye que había desaparecido en ese momento entre los matorrales.

La alcanzó en el momento en que iba por una estrecha senda y aminoró sus pasos, los ojos puestos en la fina espalda y las largas piernas de ella. Unos veinte metros más adelante llegaron a una pequeña cascada, que caía de unos diez metros, en un gran estanque de agua que corría en su extremo más distante hacia un ancho arroyo. Formaba una perfecta pileta artificial.

Ella se dio vuelta cuando él la alcanzaba.

—¿No es precioso?

El sol les caía encima. Estaban rodeados de árboles. Podrían haber sido los únicos habitantes de la tierra.

—Vamos a nadar —dijo Fennel y se sacó la camisa—. Vamos nena, desvístete.

Miró su musculoso y velludo torso, los ojos observadores mientras sacudía la cabeza.

—Yo me baño en privado, Mr. Fennel.

—¡Ah, vamos! No te imaginarás que no he visto una mujer desnuda en mi vida y apuesto a que tú también has visto un hombre desnudo. —Se sonrió estáticamente, la cara colorada por el deseo—. No necesitas intimidarte por mí. Desnúdate, o tendré que ayudarte.

La fría y desaprensiva mirada de ella lo desconcertó.

—Vaya usted a nadar... yo me vuelvo.

Al darse vuelta para marcharse, la tomó de la muñeca.

—Te quedas aquí, —dijo, su voz baja y firme—, y te desvistes. Estás deseando un poco de amor, y yo soy el tipo para dártelo.

—Quíteme la mano de encima, —dijo tranquila.

—Vamos nena, no seas tímida... un poco de amor y luego nadamos.

Ella se acercó, y por un breve instante, él pensó que se le iba a someter. Sonriendo le soltó la muñeca para rodeada por la cintura. La mano de ella apretó su muñeca y un dolor torturador estalló en su brazo, obligándolo a gritar. Le dio una patada en el pecho mientras caía de plano sobre sus espaldas. Fennel se sintió lanzado por el aire y luego cayó en la pileta. El agua fría se cerró encima de él, y cuando emergió a la superficie y se hubo sacudido el agua de los ojos, la encontró parada en el terraplén, mirándolo. Ahogado de rabia, con el brazo que le dolía, la miró en forma asesina, echando fuego por los ojos y vio que ella tenía un gran pedazo de piedra en la mano.

—Quédese donde está a menos que quiera que le rompa la cabeza —dijo.

La inmovilidad y los ojos fríos de ella le hicieron ver que no estaba alardeando.

— ¡Puta! —gruñó él—. ¡Me las pagarás!

—No me asusta gordo animal —dijo ella despreciativamente—. De ahora en adelante me deja sola. Si alguna vez trata de tocarme nuevamente, le romperé el brazo. Si usted no fuera tan importante para esta operación, lo hubiera hecho ahora mismo. ¡Recuérdelo! Ahora nade y apláquese, mono repulsivo. —Tiró la roca al agua justo delante de él, y para cuando se despejó los ojos, ella se había ido.

 

Kahlenberg estaba firmando una tanda de cartas, cuando la puerta de su oficina se abrió y entró Kemosa. Esperó pacientemente en la entrada hasta que Kahlenberg hubo terminado y cuando éste miró hacia arriba interrogativamente, se arrastró hacia adelante. Puso una pequeña botella de vidrio sobre el papel secante.

—Aquí está, mi amo.

Kahlenberg observó la botella.

—¿Qué hay?

—El veneno que ordeno, mi amo.

—Ya lo sé... ¿qué clase de veneno es?

Kemosa puso la cara en blanco.

—Eso no lo sé, mi amo.

Kahlenberg hizo un movimiento impaciente.

—¿Le dijo al doctor exactamente lo que necesitaba?

—Sí, mi amo.

—¿Un veneno que pueda matar a una persona en doce horas?

—Sí, mi amo.

—¿Se puede confiar en él?

—Sí, mi amo.

—¿Cuánto pagó por él?

—Veinte cabras.

—¿Le dijo que si el veneno no da resultado, perderá todas sus cabras, quemaré su choza y lo echaré fuera de mi estado?

—Le dije que si el veneno no da resultado, dos hombres lo irán a buscar durante la noche y lo tirarán a la pileta de los cocodrilos.

—¿Cree él en eso?

—Sí, mi amo.

Kahlenberg asintió, satisfecho.

—Vaya al armario de primeros auxilios, Kemosa, y tráigame una jeringa y un par de guantes de goma.

Cuando Kemosa se fue, Kahlenberg se echó hacia atrás, mirando la pequeña botella. Su mente retrocedió cuatrocientos años. También César Borgia debía haber estado contemplando una botella similar de veneno, planeando la muerte de su enemigo, sintiendo el mismo placer que experimentaba Kahlenberg en ese momento.

Todavía estaba sentado inmóvil cuando Kemosa volvió con la jeringa y los guantes.

—Gracias —y lo despidió con un gesto de la mano. Cuando se cerró la puerta, abrió un cajón y sacó la caja de vidrio que contenía el anillo. Lo sacó y se lo colocó en el cuarto dedo de su mano derecha. Examinó los destellantes diamantes pensativamente, luego lo dio vuelta de modo que los diamantes quedaron adentro de la mano. La simple banda de plata que se veía ahora parecía muy inocente. Se sacó el anillo y lo colocó sobre el papel secante. Luego se puso los guantes de cirujano. Adaptándose alojo el anteojo de relojero, corrió la trampa que había en el anillo. Luego volviendo a dejarlo, descorchó la botella y colocó algunas gotas del líquido incoloro en la jeringa. Muy cuidadosamente insertó la aguja de la jeringa dentro del depósito del anillo, con igual cuidado presionó el émbolo. Cuando vio a través del anteojo que el líquido estuvo al nivel del borde del depósito, retiró la aguja y corrió la trampa de diamantes a su lugar. Dejando la jeringa, limpió el anillo con su pañuelo, tomándose tiempo para la operación. Todavía sin sacarse los guantes, comenzó a sacudir el anillo fuertemente sobre el papel secante, viendo si había señal de que goteara el depósito. Finalmente, satisfecho, colocó el anillo en un cajón, puso el pañuelo en un sobre y volvió a llamar a Kemosa. Cuando el viejo entró, le dijo que destruyera la jeringa, el veneno, los guantes y el pañuelo.

—Asegúrese de que se destruya todo —dijo—. ¿Entiende? Tenga cuidado de no tocar la aguja.

—Sí, mi amo.

Cuando se fue, Kahlenberg sacó el anillo y lo miró. ¿Sería ésta un arma mortal?, se preguntó. El brujo debe de tener más de ochenta años. ¿Habrá perdido su sagacidad? ¿Se podría confiar en él? Si el veneno fuese mortal ¿podría haberse llegado a tapar con polvo la diminuta aguja que estaba escondida en el grupo de diamantes? Si fuera así, estaría perdiendo el tiempo, y esto era algo que Kahlenberg nunca toleraba. Tenía que saberlo con certeza. Se quedó sentado pensando, luego se decidió y se colocó el anillo en el cuarto dedo de la mano derecha y dio vuelta el anillo al revés. Se propulsó afuera al jardín, seguido por Hindenburg.

Le llevó un poco de tiempo encontrar a Zwide, un bantú sobre el que se había quejado a menudo Kemosa, diciendo que ese hombre no sólo era un haragán incurable sino que también maltrataba a su mujer. Tenía orden de despedirlo a fin de mes, y para la mente insensible de Kahlenberg no era ninguna pérdida para nadie.

Lo encontró sentado en cuclillas, a la sombra, medio dormido. Cuando vio a Kahlenberg, se levantó apuradamente, tomó un azadón y comenzó a arrancar febrilmente las malezas de un cantero de rosas.

Kahlenberg detuvo su sillón al lado. Hindenburg se sentó, los ojos observadores.

—Me he enterado que se va a fin de mes, Zwide —dijo Kahlenberg tranquilamente.

El hombre asintió callado, rígido por el miedo. Kahlenberg estiró la mano que tenía el anillo.

—Le deseo buena suerte. Deme la mano.

Zwide vaciló, revoleando los ojos turbados, luego resplandeciente se la dio. Kahlenberg tomó la sucia y roja palma de la mano en un fuerte y firme apretón, los ojos intencionadamente puestos en la cara del hombre. Le vio dar un pequeño respingo. Luego Kahlenberg aflojó la mano y puso en movimiento el sillón. Cuando se hubo retirado unos metros, miró hacia atrás.

Zwide estaba mirando fijo su mano con expresión azorada y Kahlenberg observó que se llevaba un dedo a la boca y le pasaba la lengua.

Kahlenberg siguió su camino. Al menos la aguja lo había raspado, pensó. Dentro de doce horas sabría si el anillo era mortal.

 

Al llegar Gaye al claro, oyó que el motor del helicóptero se ponía en marcha. Se quedó inmóvil observando las hélices que se agitaban. Pudo ver que Garry estaba en los controles.

—¡Eh, espéreme! —gritó ella.

Pero él no la oyó. La máquina partió, subiendo rápidamente y luego desapareció de la vista detrás de los árboles.

Ken y Themba habían levantado la carpa. También habían estado observando el despegue del helicóptero. En ese momento continuaban descargando el Land Ro ver. Ella se les reunió.

—¿Por qué no me esperó? —preguntó—. ¡Fue una maldad!

Ken se sonrió.

—Pregúntele cuando vuelva. ¿Dónde está nuestro encantador amigo?

—Dándose un baño.

Hubo una nota en la voz de ella que le hizo mirarla agudamente.

—¿Problemas?

—Los de costumbre, pero lo coloqué en su lugar.

—Es una gran chica usted. —La mirada de admiración que él le dirigió, le agradó.

—Tenga cuidado con él... es maléfico.

—Themba y yo podemos cuidar de él. —Sacó las cuatro bolsas de dormir—. Voy a poner la suya entre la de Garry y la mía. Themba dormirá al lado de la mía... luego Fennel.

Ella asintió.

—¿Es sólo por una noche, no?

—Sí... para él y para mí, pero dos para Garry y usted —Miró hacia arriba las nubes que se movían en el cielo—. Cuánto antes nos vayamos mejor. Si llueve el camino será una verdadera complicación. Usted estará bien aunque se quede sola con Garry... es un buen muchacho.

—Ya lo sé.

Él llevó las bolsas de dormir a la carpa y las extendió en el piso. Themba estaba haciendo fuego a poca distancia de la carpa. Ken recogió la 22 y se metió algunas municiones en el bolsillo.

—Voy a ver si encuentro algún pollo de guinea. ¿Quiere venir conmigo?

—Por supuesto.

Salieron juntos al matorral.

Fennel salió de entre los árboles, moviéndose lentamente. Todavía le dolía el brazo. Miró alrededor, luego al ver sólo a Themba ocupado con el fuego, fue hacia el Land Rover, sacó la mochila y entró a la carpa. Se cambió los shorts mojados y se puso un par secos. Salió afuera bajo el sol mortecino y se sentó sobre una de las cajas de madera. Su mente estaba que ardía. Bueno, la colocaría en su lugar, se dijo mientras encendía un cigarrillo. Había tiempo. Cuando hubiera pasado la operación. En el camino de vuelta, le enseñaría,

Todavía estaba sentado allí, ensimismado cuando aterrizó el helicóptero. Después de un rato Garry se acercó.

—Una belleza —dijo con entusiasmo—. Anda como un pájaro.

Fennel miró hacia arriba y gruñó.

—¿Dónde están los otros?

Fennel se encogió de hombros.

—No sabría decirle.

—¿Qué le parece si tomamos una cerveza?

—Bueno.

Garry abrió el cartón. Themba se acercó con vasos y termos con hielo. Mientras Garry estaba abriendo las botellas, Gaye y Ken salieron de entre el matorral. Ken tenía cuatro pollos de guinea colgando de una soga que pendía de su cinturón.

—¿Por qué no me esperó? —preguntó Gaye.

Garry sacudió la cabeza.

—Vuelo de prueba. La primera vez que lo manejo, Sería una locura que nos matemos los dos.

Los ojos de Gaye se abrieron mucho. Tomó la cerveza que le ofreció Themba con una sonrisa. Ken bebió de la botella, suspiró, luego le entregó las aves a Themba quién se las llevó.

—Comeremos bien esta noche —dijo Ken y se sentó en cuclillas sobre el pasto—. Hablemos de negocios, Lew. Nosotros dos y Themba saldremos a la madrugada... alrededor de las cuatro. Llevaremos el rifle y la escopeta, nuestras bolsas de dormir, mochilas y comida. —Lo miró a Garry—. ¿Es usted bueno con la 22?

Garry hizo una mueca.

—Nunca probé.

—Yo lo soy —dijo Gaye—. Le conseguiré un pollo de guinea, Garry.

—Muy bien.

Fennel miró hacia arriba, a Gaye, luego a Garry, después desvió la mirada.

—Bueno... de todos modos tienen sólo un día más aquí. Pasado mañana parten para Kahlenberg. —Ken sacó un lápiz de su bolsillo y dibujó un tosco círculo en la arena—. He estado hablando con Themba. Ha estado en el estado de Kahlenberg éstos dos últimos días—. Le dirigió una mirada hacia arriba a Lew quien estaba encendiendo un cigarrillo—. ¿Está escuchando, Lew?

—¿Cree que soy tan sordo?

—El círculo representa el estado de Kahlenberg. Themba dice que está protegido por una cantidad de zulúes, al Sur, al Este y al Oeste, pero no al Norte. El camino al estado por el Norte se calcula que es imposible de pasar, pero Themba ha estado allí. Dice que hay un trecho verdaderamente intrincado, pero si no podemos pasar por él, podemos caminar. Es nuestro único camino seguro para entrar.

—Veinte kilómetros como muy cerca para llegar.

Fennel pensó en su pesada valija de herramientas.

—¿Pero hay alguna probabilidad de pasar con el jeep?

—Themba piensa que sí, mientras no llueva mucho. Si llueve fuerte entonces realmente tendremos problemas.

—Bueno, algunas personas tienen toda la suerte encima —dijo Fennel, mirando hacia arriba a Garry, pero éste no tenía ganas de pelear. Se levantó y fue a mirar cómo Themba cocinaba las aves. Deseaba poder hablar africano. Había algo en la cara de este gran bantú que lo atraía. Como si hubiera leído sus pensamientos, Themba miró hacia arriba y se sonrió alegremente y luego continuó dando vuelta las brasas.

Gaye se acercó a Garry.

—Hmmmm, huele bien... estoy muerta de hambre.

Themba levantó un dedo y lo cruzó sobre otro de la mano izquierda.

—Eso quiere decir que tiene que esperar media hora —dijo Garry—. Venga al helicóptero. Le explicaré como funciona.

Fennel los observó, sus ojos echando chispas. Ken no tenía deseos de hablar con él. Fue a hablar con Themba. Conversaron en africano.

—Parece que va a llover pronto, ¿no?

—Podría ser esta noche.

Ken se sonrió.

—Bueno tendremos el cabrestante. Si eso no nos saca, nada lo podrá hacer:

—Sí.

Siguieron hablando. Media hora después, las aves estaban cocinadas. Estaba oscuro y la atmósfera, pesada y cerrada. Se sentaron todos alrededor del fuego, comiendo con los dedos. Sin Fennel, la fiesta pudo haber sido alegre, pero su expresión obstinada y su silencio mataba cualquier atmósfera ligera.

Cuando terminaron y Themba se fue, Ken dijo:

—Me voy adentro. Tenemos que levantarnos temprano mañana.

—Sí... me muero de sueño —Gaye se puso de pie.

—Le doy cinco minutos para meterse dentro de la bolsa, —dijo Ken—, después entraré.

Gaye desapareció en la carpa.

—Creo que los acompañaré, —dijo Garry estirándose—. Fue una gran comida. —Miró a Fennel—. ¿Entra?

—¿El huno duerme también adentro?

—Si usted se refiere a Themba... sí.

Fennel escupió el fuego.

—Yo no duermo respirando el mismo aire que un negro.

—Muy bien... saque su bolsa afuera entonces.

Fennel se levantó rápidamente y avanzó sobre Ken, los puños apretados. Era de constitución mucho más poderosa y éste no hubiera tenido ninguna chance contra él. Garry se colocó entre los dos, enfrentando a Fennel.

—Estoy harto de usted —dijo sin perturbarse—. Si está deseando pegarle a alguien, pégueme a mí.

Fennel lo miró de reojo, vaciló, luego retrocedió.

—Váyase al diablo—, gruñó y se sentó. Se quedó sentado al lado del fuego agonizante hasta mucho después que se hubieran ido los otros a dormir, luego dándose cuenta de que debía dormir un poco, entró a la carpa y se arrastró dentro de su bolsa de dormir.

Hacia las dos el sonido de la lluvia tamborileando sobre el techo de la carpa los despertó a todos.

Por encima del sonido de la lluvia se oía el rugido ahogado de un león.