15
Los donuts secretos de Helena
Ve a comprar jengibre, pero que sea auténtico. Tiene aspecto de raíz nudosa. Si no lo conoces, ni lo has visto nunca, pregunta a quien sepa. No se lo preguntes al frutero que siempre te dice si quieres melones. Es un tipo repugnante. Muy bien. Cuando ya tengas jengibre, busca uno de esos utensilios raros que tienes en la cocina, esos que sirven para medir volúmenes y que parecen cacharros como de farmacia. Seguro que dan las medidas en unidades extranjeras, pero supongo que tú te aclaras con eso. Así que ten uno de esos cacharros a mano. Coge el jengibre y prepárate para rallarlo.
Por favor, deja de mirarte en la campana extractora como si fuera un espejo. Estás guapísima, y no pares de darle vueltas a la masa porque si paras se te solidificará del todo, y entonces acabarás haciendo galletas de jengibre, y esta no es una receta de galletas.
Vale, te lo voy a explicar. Se trata de una crema inglesa de lima. La inventó la señora. Darlington, de Penrith. ¿Verdad que no lo hubieses adivinado ni en un millón de años?
900 g de harina corriente, y un poco más para espolvorear
4 cucharadas de levadura
2 cucharadas de bicarbonato sódico
1½ cucharadas de sal
1½ cucharadas de ralladura de jengibre
400 g de azúcar
50 g de jengibre cristalizado, troceado
500 g de nata líquida, muy bien batida
60 g de mantequilla fundida y ligeramente enfriada
2 huevos grandes
1 cucharada de aceite vegetal
45 cl de crema de limón
Mezcla la harina, la levadura, el bicarbonato, la sal y ¾ de cucharada de ralladura de jengibre en un bol grande. A continuación mezcla 300 g de azúcar y el resto de ralladura de jengibre en un recipiente poco profundo. Puedes usar, esta vez, una batidora eléctrica para batir los 100 g restantes de azúcar con el jengibre cristalizado hasta que el jengibre quede muy fino. Pasa esta mezcla a un bol y añade, batiéndolo bien, la nata líquida, la mantequilla y los huevos hasta que quede una masa homogénea y fina. Añade esta masa que tiene nata líquida a la masa de harina y revuelve hasta que se forme una masa que debe resultar pegajosa al tacto. Vierte esta masa sobre una superficie muy lisa y cubierta de una fina capa de harina, y amasa suavemente hasta que se unifique, al menos una docena de veces. Luego, forma con la masa una bola. Enharina la superficie de trabajo y la bola de masa, y utiliza un rodillo enharinado para aplanarla hasta que quede formando un círculo de unos 30 cm de diámetro aproximadamente. El espesor de la masa debería ser de apenas 1 mm. Corta la masa en círculos y ve depositándolos sobre una hoja de papel encerado ligeramente enharinada. Recoge los restos que hayan quedado, amásalos hasta formar una nueva bola, aplánala y corta de nuevo unos círculos. (Esta operación debes hacerla una sola vez.) Calienta el aceite en una cacerola gruesa hasta que esté a suficiente temperatura como para producir con sus salpicaduras quemaduras de tercer grado. Trabajando poco a poco, un máximo de siete círculos de masa cada vez, los vas echando al aceite y los fríes, dándoles una sola vuelta, hasta que queden dorados. En total debería bastar un minuto y medio por cada grupo de seis o siete. Sácalos y deja que escurran el resto de aceite poniéndolos encima de papel de cocina. Deja que se enfríen un poco, y luego empieza a cubrirlos con azúcar de jengibre. Corta cada uno de estos donuts por la mitad y pon sobre la superficie de la mitad inferior un poco de crema inglesa de lima con una cuchara, y cubre con la mitad superior. Sirve en cada plato unos tres donuts rellenos y usa el jengibre cristalizado para adornar.
—Pero si te durará apenas cinco malditos segundos —dijo Helena.
—Ya basta —dijo Issy mirando a Pearl por si ella la apoyaba.
—Eso. Apenas cuatro segundos —dijo sin embargo Pearl.
—Los hombres no te respetan si ven que das marcha atrás —dijo Caroline—. Yo llevo meses sin hablar con el cabrón.
—¿Cómo lo estás llevando? —dijo Pearl.
—Bien, gracias, Pearl —dijo Caroline con un gemido—. Los niños lo ven más ahora que antes, cuando él vivía en casa. Una tarde de sábado cada dos semanas. Seguro que el muy cabrón detesta tener que verles. Ya les ha llevado tres veces al zoo. Así que, bien, va bien.
—Resulta tranquilizador saber qué es lo que me espera —dijo Issy, que no imaginaba una reacción tan negativa de sus amigas ahora que volvía a tener pareja estable.
—¿Y qué es lo que ha pasado con ese tío fantástico, el del banco? —dijo Helena.
—Se trata de una relación estrictamente profesional —mintió Issy. Pero lo cierto era que Austin había desaparecido a la velocidad de la luz. Issy estaba segura de que no quería tener con ella una relación de pareja, y además ya tenía a su hermanito. Era absurdo ponerse a fantasear acerca de posibilidades que en realidad no existían, era como soñar que se hacía novia de una estrella del pop. Mientras que el hecho de que Graeme hubiese ido a buscarla de nuevo…
—Además, yo le tengo echado el ojo a ese joven —dijo Caroline.
—¿Quieres hacerle de madre adoptiva? —dijo Helena.
—Disculpa, pero ¿tú trabajas aquí? —respondió ofendida Caroline—. Yo me paso muchas horas en este local, pero es que a mí me pagan.
—Creo, francamente, que el hecho de que Graeme regresara a buscarme, arrastrándose, tras haberse dado cuenta de su error, es realmente maravilloso —dijo Issy—. ¿No os parece? ¿Ninguna de vosotras lo ve así?
Las otras mujeres intercambiaron miradas.
—No sé qué decirte, pero si tú eres feliz… —dijo Pearl—. De todos modos el hombre del banco está muy bien.
—Dejad de hablar del hombre del banco de una vez —dijo Issy—. Ay… ¡Perdón! No quería gritar. Pero es que… he estado muy pero que muy sola durante mucho tiempo. Incluso contando con todas vosotras. Pero ya os podéis imaginar lo que significa poner todo esto en marcha, mantener el negocio funcionando, cerrar a las quinientas cada noche y luego irme a casa sabiendo que me encontraré a Helena besuqueándose con el médico…
—Un médico que me adora, por cierto —dijo Helena.
—… y Graeme ha regresado, y dice que esta vez va en serio, y es lo que yo había deseado siempre.
Se produjo una larga pausa.
—Solo durará cinco segundos —dijo Helena. Issy le sacó la lengua. Estaba muy convencida. Sabía lo que se decía. ¡Desde luego que sí!
Unos días más tarde Issy dobló las rodillas, y se abrazó a sus piernas mientras Graeme se disponía a prepararse para ir a jugar su partido de squash.
—¿Qué tal, Issy? —le dijo, sonriendo.
Issy seguía conmocionada por lo guapo que llegaba a ser. El pecho musculoso adornado por un poco de vello moreno; los hombros anchos; la sonrisa de dientes blanquísimos. Viendo su mirada, Graeme le guiñó el ojo. Desde que regresó a buscarla aquella noche, había actuado como si se tratara de una persona diferente: romántico, reflexivo, preguntándole todo el rato detalles sobre la pastelería y Pear Tree Court, y si le gustaba ese sitio.
Sin embargo, Issy tenía que reconocer que en parte estaba enfadada consigo misma. No estaba bien haberse puesto de inmediato a su disposición. No era correcto que en cuanto él volvió a buscarla ella hubiese aceptado regresar a su lado. Ni siquiera le había dicho nada a Helena, que no paraba de enviarle mensajes preguntándole si pensaba volver algún día a vivir en el piso; si pensaba algún día volver a ponerse en contacto con ella; si, ya que no la usaba, le dejaba la habitación que hasta entonces había sido la suya. A veces Issy pensaba que había bastado que Graeme le hiciera una señal con las cejas para que ella se hubiese metido otra vez en su cama.
Por otro lado, le había echado muchísimo de menos. Había echado de menos el contacto humano, la compañía; ir a casa al final de la jornada sabiendo que allí habría alguien esperándola. La soledad que había padecido era tan aguda que había estado a punto de quedar en el más absoluto de los ridículos delante del asesor bancario, ¡santo cielo! De solo pensarlo se puso colorada. Resultaba de lo más embarazoso. De tanta soledad, había estado a punto de convertirse en una de esas solteronas chifladas que rondaban por ahí. Y viendo lo felices que eran Helena y Ashok, o Zac y Noriko, o Paul y John o cualquiera de sus amigas casadas o emparejadas, y recordando lo contentos que estaban todos (o, al menos, lo felices que parecían) la noche de su fiesta de cumpleaños, Issy se preguntó angustiada por qué no podía ella vivir una experiencia como esas. Ojalá pudiesen verla ahora, enamorada y encantada, sonriente como la chica de un anuncio de dentífrico. Un anuncio en el que, pensó, medio soñando, también salía Graeme.
—Estoy bien —contestó—. La única pena es que nos hayamos tenido que levantar hoy de la cama… Me hubiese quedado un buen rato más…
Graeme se acercó a Issy y le dio un beso en aquella nariz ligeramente pecosa. A él le daba la sensación de que las cosas estaban yendo muy bien. Era feliz de que ella hubiese querido regresar a su lado, aunque no se llevó tanta sorpresa como ella. La campaña solo había empezado y ahora Graeme pensaba que ya era el momento de desplegar la segunda fase. Cuando tuviese que decirle a Issy que había llegado el momento de abandonar la pastelería, estaba convencido de que su amiga iba a sentirse especialmente agradecida. Porque junto con eso iba a ganar mucho, pero que mucho dinero, y él todavía mucho más, y, encima, daría un gran salto adelante en su intento de mejorar su prestigio dentro de la empresa. ¿Cómo no iba a estar animadísimo?
—Tengo que hacerte una pregunta —dijo Graeme.
—¿Sí…? —repuso muy contenta Issy.
—Humm… Bueno, pues…
Issy alzó la vista y miró a Graeme. Era extraño que él se mostrara tan reticente. No era de los tipos que suelen empezar sus frases de forma dubitativa.
Graeme solo fingía, por supuesto. Creyó que exhibir una cierta timidez sería útil para sus fines.
—Pues mira, he estado pensando… —prosiguió al fin—. Creo que podríamos decir que nos llevamos bien, ¿no te parece?
—Sí. Los últimos cinco días, sí —dijo Issy.
—Lo que iba a decirte es que… Me gusta que vivas en mi casa —dijo Graeme.
—Y a mí me gusta vivir contigo —dijo Issy. Que notó una sensación bastante curiosa, una mezcla a partes iguales de felicidad y nerviosismo que poco a poco la iba dominando mientras seguía preguntándose adónde quería llegar Graeme con tanta parsimonia.
—Pues bien… Lo que quería preguntarte, y esto es algo que no le he preguntado nunca a nadie… —dijo Graeme, sin entrar aún en materia.
—¿Sí?
—¿Quieres venirte a vivir a mi casa?
Para Issy aquello fue una conmoción. Se quedó mirándole fijamente. Y luego sintió otra conmoción por el hecho de haberse sentido conmocionada. Al fin y al cabo, eso era exactamente lo que más había estado deseando. Todo lo que había soñado: vivir con el hombre de sus sueños, en aquel apartamento maravilloso, compartir su vida con él; cocinar, pasar el rato, relajarse los fines de semana, planificar el futuro, y hacer todo eso juntos… Y todo eso ya había llegado. Se quedó parpadeando.
—¿Cómo dices? —respondió, y tuvo la sensación de que no era la forma adecuada de contestar.
Issy pensó que hubiese tenido que demostrar que se sentía en pleno éxtasis, brincando de felicidad. ¿Podía saberse por qué no estaba saltando de alegría su corazón, por qué no latía atropelladamente? Tenía treinta y dos años, y amaba a Graeme, maldita sea. Claro que le amaba. Claro que sí. Le miró, y notó que el rostro de Graeme también reflejaba excitación, incluso cierto nerviosismo. Viéndole así, Issy supo que estaba viendo una expresión que había sido típica de Graeme cuando era un adolescente.
Luego le pareció captar en ese rostro cierta perplejidad, como si hubiera una decepción, porque lo que él esperaba era que Issy se lanzara a sus brazos de pura alegría.
—Humm… Lo que te he preguntado es —dijo Graeme, tartamudeando incluso, como si le hubiera dejado realmente pasmado no haber provocado la reacción que esperaba—, lo que te he preguntado es si te gustaría venir a vivir conmigo a mi piso. Podrías, por ejemplo, vender tu piso, o alquilarlo, o no sé…
Issy se dio cuenta de que ni siquiera se había parado a pensar en esa posibilidad. ¿Y aquel piso suyo tan bonito? ¿Y su preciosa cocina de color rosa? Era cierto que llevaba unos días sin pisarlo, pero de todos modos… Allí había pasado ratos muy felices con Helena; muchas veladas en las que estaban muy a gusto; y también en ese piso se había pasado muchas horas pensando en su relación con Graeme, analizando todas las señales que él daba, incluso las más mínimas (y entonces Issy notó otra punzada de dolor, porque se dio cuenta de que por culpa del trabajo no se había dedicado a llevar a cabo esa misma clase de especulaciones con Helena cuando estaba comenzando todavía su relación con Ashok); recordó las noches en que cenaban pizza juntas, la botella de peniques que guardaban en el recibidor, y que en un momento dado Issy estuvo a punto de romper para usar todos esos ahorros conjuntos para pagar el seguro del local donde estaba instalando la pastelería… Y pensó en todo eso, y reflexionó sobre la posibilidad de que todo aquello se acabara de repente.
—… aunque también podríamos organizar un período de prueba…
Si algo no se esperaba Graeme era eso que estaba ocurriendo. Lo que esperaba era gratitud, planes y excitación; lo que esperaba era tener que frenar a Issy, decirle que por ahora no quería cambiar las cortinas; que no era aún el momento de pensar en la boda; lo que esperaba era que la gratitud de Issy se demostrara en la cama, y después, aprovechando el mejor momento que se presentara, empezar a contarle cuáles eran sus planes, de qué manera pensaba convertirla en una mujer rica, cosa que según sus propios sueños iba a traducirse en más sesiones de sexualidad agradecida por parte de ella. Aquella expresión consternada que apareció en el rostro de Issy no era exactamente lo que él había esperado. De manera que decidió jugar el papel de hombre profundamente herido.
—Lo siento —dijo Graeme, con una mirada triste que parecía concentrarse en el suelo—. Lo siento porque parece que estaba confundido. Yo creía que lo nuestro iba muy en serio.
Issy no soportaba verle triste. Ver triste a su Graeme. ¿Qué estaba pasándole? Su reacción era ridícula. Ahí estaba Graeme, el hombre del cual estaba enamorada. El hombre con el que había soñado durante tanto tiempo. El que hacía latir con fuerza su corazón. El hombre que más deseaba del mundo, el más especial. Y Graeme le estaba ofreciendo en bandeja todo lo que ella había soñado, y ella reaccionaba de esa forma grosera y estúpida. ¿Quién diablos creía ser Issy? En ese momento salió corriendo hacia él y le abrazó.
—¡Perdona! —dijo Issy—. ¡Perdóname! Es que… ¡Me he llevado tal sorpresa que no sabía qué decir ni qué pensar!
«Pues espera a que sepas qué clase de as tengo escondido en la manga», pensó Graeme, satisfecho al ver que finalmente su táctica había funcionado. Encantado de la vida, abrazó a Issy.
—¿Y si nos…? ¿Qué te parece si en lugar de…? —trató de convencerle Issy.
Pero Graeme le selló los labios con un beso, y dijo:
—Tengo que jugar a squash. Pero mañana hablaremos de todo ello… —terminó, en el tono que habría utilizado ante un cliente indeciso.
Cuando Ben fue a recogerla a la parada de autobús, y Louis salió corriendo hacia su padre, Pearl y Ben rieron contentos. Pearl se fijó en que por encima del último botón de la camisa de Ben aparecían unos pocos pelos muy rizados. La madre de Pearl había estado rezongando, insistiendo en que iba a irse con su hermana como Ben fuese otra vez a vivir con ellos en el piso, y advirtiéndola de que no debía permitir que Ben se instalara otra vez allí cuando le diera la gana… ¿Era un hombre serio, o no lo era?
—¿Te gustaría la idea —dijo Pearl, como si fuese lo menos trascendente del mundo— de instalarte otra vez con nosotros?
Ben respondió con un sonido que no significaba que sí ni que no, y cambió inmediatamente de tema. Al llegar al pisito de Pearl, le dio un beso en la mejilla, todo en plan muy educado. Y eso no era exactamente lo que ella esperaba.
—Mami está triste, Caroline —anunció osadamente Louis en cuanto llegaron a la pastelería.
—A veces las mamás se ponen tristes, Louis —dijo Caroline, dirigiendo a Pearl una mirada de simpatía que a Pearl no le gustó del todo, pero que al menos le pareció mejor que nada.
—¡No estés triste, mami! ¡Mami está triste! —dijo Louis dirigiéndose al cartero cuando entró con el correo.
—¿De verdad? —respondió Doti, agachándose hasta ponerse a la altura de Louis—. ¿Has probado si se le pasa dándole uno de tus besos especiales?
Louis asintió con la cabeza, mirándole con seriedad, y luego, susurrando, le dijo al cartero:
—Le he dado unos besitos de Louis, pero sigue triste.
—Vaya —dijo Doti—, esto sí que es difícil de entender. —Se enderezó y añadió—: A lo mejor tendría que invitar a tu mami a tomar un café conmigo por ahí, y así se le pasaría la tristeza.
—No sé si te has enterado —comentó Pearl— de que me paso la vida rodeada de café.
—¡Pues entonces iré yo contigo, Doti! —exclamó Caroline, que se arrepintió al instante y se tapó los labios con la mano—. Quiero decir que no, que me quedo yo a cargo de todo si sales un rato, Pearl…
Doti y Pearl la ignoraron.
—¿Y si te invito a tomar una copa? —insistió Doti.
—Puede.
—Hoy termino temprano.
—Pues yo no.
—¿Y si vamos juntos a comer? ¿Qué tal el martes? —dijo Doti.
Pearl fingió que miraba por la ventana. Fastidiada, Issy empezó a subir por la escalera del sótano, y dijo, chillando:
—¡Pearl dice que de acuerdo!
Al salir del trabajo, Issy fue directamente a su casa. Estaba Helena, y también Ashok, pero Helena miró a su novio y le mandó a hacer un recado fuera del piso.
—Vete a comprar café.
—¡No! —dijo Issy—. ¡No más café! Por favor… ¿Podrías subirme una Fanta? ¿Y unas piruletas?
—¡Qué mala eres! —dijo Helena, conectando el calentador de agua para el té—. Cuéntame, ¿qué tal va la vida con tu hombre? ¿Te lo pasas bien?
Issy la rodeó con sus brazos:
—¡Mil gracias por la fiesta! —dijo—. ¡Fue maravillosa! No sé cómo agradecerte que la organizaras.
—Pues ya lo hiciste esa misma noche, unas cuatrocientas veces —dijo Helena.
—Bien, bien. Ya no me repetiré más. Por cierto, ¿sabes qué ha ocurrido? —dijo Issy.
Helena enarcó con escepticismo sus bien depiladas cejas. Esperaba que hubiese novedades por parte de Issy, que estaba mostrándose muy sobreexcitada. Lamentó que Graeme se presentara en la fiesta de cumpleaños, sobre todo porque se había tomado todo el trabajo necesario para lograr que Austin no fallara. Helena confiaba en que Issy no se enterase de que si Austin acudió fue porque ella se lo había pedido. Por otro lado, pensaba que incluso un necio como Graeme tenía que ser capaz de ver tarde o temprano las numerosas virtudes de Issy.
—Venga, cuéntame —dijo Helena.
—¡Graeme me ha pedido que me vaya a vivir con él!
La noticia fue una sorpresa incluso para Helena. Podía esperar que Graeme le hubiera dicho que la amaba, que quisiera presentársela a sus padres o que le dijera que sería su novia oificialmente. Pero eso de vivir juntos era un gran paso adelante; a pesar de que la relación había durado muchos meses, no parecía nunca que fuese tan seria como eso, y, desde el punto de vista de Helena, Graeme no era un tipo que se distinguiera por su hospitalidad. Por otro lado, Helena tenía que reconocer que de entrada pensó que Ashok era un chico tímido y solitario, y solo después descubrió que era el tipo más asombroso que había conocido en su vida. De modo que no podía dárselas de experta en hombres.
—¡Bueno…! —dijo, esforzándose por no parecer falsa—. ¡Es una gran noticia!
Pero se quedó escrutando la expresión de su amiga. Se lo había dicho animadísima, sin duda, pero no sabía si el tono respondía a la realidad de sus sentimientos. ¿Era cierto que estaba loca de alegría? Tres meses antes, una invitación como esa hubiese provocado en Issy auténtico paroxismo de felicidad, mientras que ahora…
—¿Estás contenta? —preguntó Helena, dándose cuenta tardíamente de que el tono era más bien escéptico.
—¿Yo? Pues claro, ¿por qué no iba a estarlo? —dijo Issy, algo perpleja—. Se trata de Graeme, no lo olvides. Graeme. Y estoy loca por él y esperando de él algo así desde hace muchos, muchos siglos, y ahora por fin me ha pedido que me vaya a vivir con él.
Helena preparó el té, ganando tiempo. Las dos se pusieron a buscar cucharillas y coger su respectiva taza, haciendo que la pausa fuese prolongada. Al final fue Helena quien tomó la palabra:
—Pues, aunque te lo haya pedido, sabes que no tienes por qué aceptarlo. No debes, a no ser que realmente lo desees. Hay tiempo de sobra para eso.
—Pero yo quiero ir, de verdad —dijo Issy, pero hablando de forma agitada, como si estuviese tratando de convencerse a sí misma—. Y no digas que hay tiempo de sobra porque no es cierto. Tengo treinta y dos años. No soy una chiquilla. Todas mis amigas están sentando la cabeza, todas tienen pareja. La otra noche estuve viendo fotos de bebés, una tras otra, miles de fotos. Y eso es lo que yo quiero, Helena. Lo quiero de verdad. Quiero a un hombre bueno que me ame y que quiera compartir su vida conmigo y todo eso. ¿Crees que soy una mala persona por desearlo?
—¡Por supuesto que no lo creo! —dijo Helena con sinceridad. Recordó que el hombre del banco, encantador como era sin duda, no parecía tener la cabeza sobre los hombros a la hora de ponerse los calzoncillos del derecho, así que no se le podía pedir que cuidara de Issy, en absoluto. Y ya tenía a un niño a su cargo. Graeme, en cambio, era un hombre que se ganaba muy bien la vida, era guapo, no tenía otras responsabilidades… Era un mirlo blanco, desde cualquier punto de vista. Sin duda.
Issy tenía razón, lo que decía había ocurrido un millón de veces, reflexionó Helena. Solo porque alguien no fuera completamente perfecto, si lo rechazabas esperando a que llegase alguien mejor corrías el riesgo de que ese alguien mejor no apareciese nunca. La vida era otra cosa. Muchas de sus amistades, muchas de sus compañeras de trabajo, habían acabado sintiéndose relegadas para siempre a la soltería, con cuarenta años o más, deseando demasiado tarde el haber aceptado la proposición de alguien que estaba bien pero no era del todo perfecto. El hecho de que Graeme hubiese tardado tanto tiempo en tomarse a Issy en serio no le convertía en un mal tipo. Claro que no.
—Es una noticia fantástica —dijo Helena—. De no ser porque esta semana has superado de largo tu cupo de alcohol, ahora mismo te propondría un brindis.
—No me hagas de enfermera.
—Hoy nos han traído a una mujer, más joven que tú, que estaba la pobre completamente amarilla. Problemas de hígado.
—Tomar una botella de vino a medias con Graeme no significa que vaya a tener problemas de hígado —dijo Issy.
—Bueno, solo pretendía advertirte.
Helena no estaba tranquila, pero ya no quería seguir regañándola. Acabaron de tomar el té, pero en silencio. Issy se sentía algo turbada, como si le hubiesen cortado la cresta. En lugar de tener la reacción que esperaba de ella, Helena no le había dicho que no se fuera, que no fuese ridícula, que vivir con Graeme era un error, que debía quedarse viviendo en su propia casa, y que no tenía que preocuparse por nada porque el mundo estaba lleno de millones de hombres fantásticos, y la vida llena de fantásticas oportunidades esperándola justo a la vuelta de la esquina. Pero Issy vio que Helena no le había dicho nada de eso. Nada parecido a eso. De manera que las dudas de Issy eran una demostración de que era una idiota. Porque lo correcto era aceptar la invitación. Que era maravillosa. Y en realidad, en el fondo de su ser, Issy estaba emocionada y encantada. Y esos nervios; bueno, era la mar de natural sentirse un poco nerviosa.
—Además, bueno… —empezó a decir Helena—, si te parece demasiado repentino puedes decir que no, pero por otro lado…
—¿Por otro lado… qué? Suéltalo de una vez —dijo Issy, nada acostumbrada a que Helena se mostrara vacilante sobre ninguna cuestión.
—Pues iba a decir que conozco a alguien que podría interesarse en alquilar tu habitación —dijo Helena finalmente.
—¿No se tratará —dijo Issy enarcando las cejas— de un médico, por casualidad?
—Los médicos internos cobran una miseria —dijo Helena, sonrojándose—. Y Ashok estaba buscando una habitación por ahí… Y no encontrará nada tan bonito como tu cuarto.
—¡Has estado tramando todo esto…! —exclamó Issy alzando las manos para no dejarla hablar.
—En absoluto, te lo juro —dijo Helena tratando de esconder su expresión.
—¿Y temes que me interponga en el camino de lo que sin duda es un amor verdadero? —dijo Issy.
—¿En serio? —dijo Helena—. ¡Dios mío, Dios mío! ¡Es fantástico! ¡Qué suerte! Voy a telefonearle ahora mismo. ¡Qué bien! Podremos compartir piso enseguida. ¡Dios mío!
Y dando un beso en la mejilla a la que hasta ese día era su compañera de piso, corrió a buscar el móvil.
Issy no pudo contenerse, y se encontró a sí misma comparando aquella emoción incontenible que demostraba Helena con el mar de dudas en el que se estaba moviendo ella. De manera casi imperceptible, notó además que había algo que comenzaba a interponerse en su amistad. Era algo tan delgado como una hoja de papel, pero se trataba de una grieta que comenzaba a abrirse. Sabía bien de qué se trataba. En muchas ocasiones anteriores había notado que cuando una amiga tenía de repente novio, no pasaba nada cuando discutías con ella acerca de las limitaciones y ventajas de cada chico; pero si la cosa iba de verdad en serio, no había lugar para las críticas. A partir de ese momento no te quedaba otro remedio que fingir que la pareja de tu amiga te parecía el colmo de la perfección en todos los aspectos, porque si luego acababan casándose, esas críticas te las tenías que tragar, y por mucho que a Issy le encantara ver que sus amigas tenían pareja, se casaban y vivían felices y todo lo demás, lo cierto era que a partir de cierto momento la amistad cambiaba de forma radical. Issy disfrutó mucho al ver a Helena tan contenta, lo disfrutó de verdad. Pero la amistad que las unía había cambiado de manera definitiva. Y se dijo que tampoco era grave, que cada una emprendía su propio camino.
Acordaron tomarse una copa esa noche para que Issy pudiera preparar parte del equipaje, y salieron y charlaron como si tal cosa, y estuvieron bebiendo como siempre, pero cuando terminaron la primera botella y empezaron la segunda, Helena puso sus cartas sobre la mesa.
—¿Podrías decirme por qué? —preguntó—. ¿Por qué estás dándote tanta prisa para volver con él?
Issy había estado tecleando un mensaje, diciéndole a Graeme que iba a llegar un poco tarde, y desde ese momento miraba a veces la pantalla, por si él respondía. Por ahora, ni palabra. De modo que al oír esa pregunta alzó la vista y miró a su amiga, y lo hizo a sabiendas de que estaba poniendo una expresión bastante dura.
—Pues porque es un hombre fantástico —respondió—, porque él me ha invitado, y porque me gusta de verdad. Ya lo sabes —añadió.
—Ya, pero te coge y te tira sin previo aviso, cada vez que le da por ahí. Y eso de que se meta de nuevo en tu vida tan repentinamente… Ni siquiera tienes idea de cuáles son sus intenciones.
—¿Y por qué debería tener ninguna clase de intenciones? —dijo Issy, notando que se sonrojaba.
—Mira, ya sabes… Con Ashok, yo…
—Sí que lo sé… Tu Ashok es perfecto, oh, sí. Lo es. Mira a mi doctor, tan guapo, tan querido por todos, y del que yo estoy tan enamorada, blablablá… En cambio, cuando se trata de Graeme, te pones exigente como una niña pija…
—No soy ninguna niña pija. Lo único que digo es que ese hombre te ha destrozado el corazón varias veces y que…
—¿Quieres decir que no tengo la talla suficiente como para que alguien me quiera tal como Ashok te quiere a ti? ¿Es eso lo que estás insinuando? ¿Crees que no doy la talla como para que un hombre me ame sin tener alguna clase de intenciones ocultas que vayan más allá del amor?
Helena no estaba costumbrada a ver tan furiosa a Issy.
—No es eso lo que he dicho ni insinuado…
—¿Ah, no? Pues me ha sonado a eso. O a lo mejor pensabas que Issy es tan cobarde que no es capaz de replicar. ¿Es eso? ¿Crees que soy tan cobarde?
—¡No!
—Pues entonces, en una cosa aciertas. No soy cobarde.
Dicho lo cual Issy se puso en pie y salió del bar.
En su barrio situado al otro extremo de la ciudad, Pearl miraba a Ben muy fijamente.
—No es justo —dijo Pearl.
—¿Cómo? —dijo Ben. Louis estaba la mar de contento, jugando a los pies de su padre con un trenecito—. Solo le he pedido a tu madre que me cosiera un botón. ¿Pasa algo?
—Humm —murmuró Pearl.
El hecho de que Ben estuviera sentado allí, sin camisa, bajo la única luz de una lamparita de esas especiales para leer, la que su madre estaba empleando para poder ver un poco mientras cosía, algo que la madre de Ben hubiese podido hacer también, o incluso el propio Ben si no hubiera sido tan condenadamente perezoso… Pearl sabía muy bien a qué estaba jugando.
—¿Por qué no salís los dos a tomaros una copa mientras termino de coser esto? —dijo la madre de Pearl, que era capaz de hazañas como coser y fumar un pitillo y hablar con ellos, todo al mismo tiempo—. Ya vigilo yo a Louis.
—Louis sale también a tomar una copa —dijo Louis, asintiendo con la cabeza, muy convencido de lo que quería hacer.
—Es hora de irse a domir —dijo Pearl, que, aunque no quiso admitirlo delante de Caroline, se quedó más que preocupada cuando ella se escandalizó al enterarse de que el pequeño Louis no se acostaba hasta que lo hacía su madre, y estaba tratando de cambiar esas malas costumbres.
—No, no, no —dijo Louis—. No, no, no. Gracias —añadió, como si se le acabara de ocurrir añadir ese detalle—. No, gracias, mami.
—Vete ahora mismo a la cama —dijo la madre de Pearl. Por su aspecto, Pearl dedujo que Louis estaba reuniendo fuerzas para armar un alboroto de los mil demonios si a él lo mandaban a dormir mientras sus padres salían de juerga—. Ya me ocupo yo —añadió.
—Si lo prefieres, llevo una camiseta en la bolsa… —dijo Ben—. No me importa ir tal cual estoy.
—Lo que tienes que hacer es andarte con cuidadito con lo que haces, ¿vale, tío? —dijo Pearl—. No olvides que tengo otras posibilidades.
—No lo olvido —dijo Ben—. Ponte el vestido rojo. Ese que hace que se te note el meneo de las caderas.
—No pienso hacerlo —dijo Pearl. La última vez que salió con Ben llevando ese vestido… No quería tener una boca más que alimentar ella sola.
Cuando salieron a la calle, Ben le ofreció el brazo. La madre de Pearl se quedó mirándoles, mientras Louis explicaba en voz clara y alta que no le parecía nada bien que sus padres salieran dejándole a él en casa. Pearl no le hizo ni el más mínimo caso.
—¿Qué pasa, princesa? —dijo Graeme cuando Issy llegó. Issy se quedó con la vista fija en el suelo.
—Cosas de chicas —se limitó a decir.
—Vaya —dijo Graeme, que no tenía ni idea de cómo enfrentarse a las cosas de chicas, y tampoco tenía ganas de aprender—. Ven a la cama y olvídalo. Vamos a hacer cosas de chicos.
—Vale —dijo Issy, aunque estaba agotada. Graeme le acarició el cabello oscuro y rizado.
—Ven aquí —dijo Graeme—. Por cierto, ahora que estamos reorganizando nuestras vidas, se me ha ocurrido que quizá te gustaría conocer un día a mi madre.
Eso fue lo último que pensó Issy antes de quedarse profundamente dormida. ¡Graeme la quería! Se preocupaba por ella. Vivían juntos y le iba a presentar a su familia. Helena se equivocaba al juzgar a Graeme.
Graeme permaneció despierto un rato. Había pensado contarle esa misma noche su gran proyecto inmobiliario, la rehabilitación de Pear Tree Court. Ya lo había anunciado en la oficina, y a todos les había parecido una idea extraordinaria. En apariencia, había un propietario con ganas de vender y con mucha vista para los negocios, y ningún arrendatario problemático: era un plan perfecto. Fácil, casi demasiado fácil.
«Esto es demasiado fácil», pensó Pearl, cuando Ben le acarició la mano mientras regresaban del pub a casa. Demasiado fácil. Y por culpa de eso había acabado metiéndose en problemas más de una vez.
—Deja que me quede —dijo Ben en tono suplicante.
—No —contestó Pearl—. Solo hay una habitación, y es la de mi madre. No sería justo.
—Pues entonces, ven tú a mi casa. O vayamos a un hotel.
Pearl se quedó mirándole. A la luz de la farola, le pareció incluso más guapo de lo que ella recordaba. Los hombros tan anchos, el precioso pelo rizado, la belleza de sus facciones. Louis se le parecería mucho cuando se hiciera mayor. Ben era el padre del chico, y el chico debería ser el centro de la familia. Ben se inclinó hacia ella, suavemente, bajo la luz de las farolas, y le dio un beso; Pearl cerró los ojos y se dejó besar. Le dio la sensación de que era algo que le resultaba a la vez muy familiar y muy extraño. Hacía bastante tiempo que ningún hombre la tocaba.
A la mañana siguiente, Issy se levantó a la salida del sol, y aunque estaba algo confundida se puso a sacar la ropa de las bolsas.
—¿Por qué tanta prisa, nena? —dijo Graeme, adormilado aún.
—Tengo que ir a trabajar —dijo Issy—. Esos cupcakes no se preparan solos.
Contuvo un bostezo que se le escapaba y miró a Graeme, que desde la cama le decía:
—Antes de irte, ven a darme un abrazo.
Issy se apoyó en el pecho velludo de Graeme y se sintió cómoda allí. Soltó un murmullo y trató de contar mentalmente el tiempo que le quedaba antes de salir, atravesar el norte de Londres y llegar a la pastelería.
—¿Y si hoy no fueses? —dijo Graeme—. Trabajas demasiado.
—¡Y que seas tú, nada menos que tú, el que me diga eso! —rio Issy.
—Cierto. De todos modos, ¿no te gustaría desacelerar un poco? ¿No preferirías trabajar algo menos? Por ejemplo, imagina que pudieses ir a una oficina muy bonita y cómoda, que te dieran la baja si te pusieras enferma, que te pagaran el almuerzo, que hubiera fiestas con los colegas, y que no tuvieras que encargarte tú del papeleo ni de todo lo aburrido… ¿te gustaría?
Issy rodó por la cama, se puso boca abajo en su lado, y cruzó las manos debajo del mentón:
—¿Sabes una cosa? Nada de eso me gustaría. En lo más mínimo. No me gustaría trabajar para otro ni por todo el oro del mundo. ¡Ni siquiera trabajar para ti!
Graeme la miró, muy consternado. Sería mejor esperar a otro momento para contárselo.
Cuando entró en la tienda, Pearl tarareaba bajito una canción.
—¿Qué pasa contigo? —dijo Caroline, recelosa—. Es la primera vez que te encuentro tan animada.
—¿No puedo estarlo? —dijo Pearl yendo a por la escoba mientras Caroline trataba de limpiar la cafetera, una máquina con bastante carácter—. ¿Es que solo pueden estar animados los de clase media?
—Todo lo contrario —repuso Caroline, que aquella mañana había recibido una carta firmada por un abogado que demostraba muy mala uva.
—¿Todo lo contrario? ¿A qué te refieres? —dijo Issy, que subía del sótano para decirle «hola» a Pearl y prepararse un café. Tenía las cejas completamente blancas de tanta harina.
—Pearl cree que la gente de clase media es la más alegre —dijo Caroline.
—No es eso —dijo Pearl, metiendo el dedo para probar lo que Issy había preparado en el bol que había subido consigo.
—¡Alto ahí! —dijo Issy—. Como los inspectores de sanidad te vean hacerlo… ¡Les daría un ataque!
—Mira, llevo puestos los guantes de goma —dijo Pearl mostrándole las manos—. Además, todos los buenos cocineros prueban lo que cocinan. Es la única manera de estar seguro de cómo sabe…
Pearl se llevó el dedo enguantado a la boca y probó aquel mazapán de naranja y coco. Era suave, ligero y no excesivamente dulce.
—Esto sabe a piña colada —dijo Pearl—. ¡Maravilloso! ¡Sorprendente!
Issy miró primero a Pearl y luego a Caroline.
—Caramba, parece que Caroline tiene razón —dijo Yssy mirando a Pearl—. ¿Qué te pasa? Ayer estabas hundida en la miseria, y hoy pareces la reina de las sonrisas.
—¿No puedo estar contenta de vez en cuando? —dijo Pearl—. ¿Debo estar triste porque no vivo en este barrio y he de hacer un largo recorrido en autobús para llegar hasta aquí?
—Me parece injusto ese comentario —dijo Issy—. Yo soy una gran experta en autobuses.
—Y yo tendré que irme a vivir a otro barrio —dijo Caroline. Parecía muy pesimista. Tanto, que las otras dos chicas se la quedaron mirando, sobre todo cuando vieron que se acercaba también a meter el dedo y probar el pastel de Issy.
—¡Perfecto! —exclamó Issy—. Mejor será que tire todo esto y empiece de nuevo, ¿os parece bien?
Caroline y Pearl entendieron estas palabras como una invitación a seguir, y continuaron saboreando aquella masa tan deliciosa, de manera que Issy soltó un suspiro y dejó el bol en una mesa, cogió una silla y también se puso a probar aquella nueva combinación de sabores tan genial.
—¿Qué ocurre? —dijo Pearl mirando a Caroline.
—Mi ex marido, que es diabólico —dijo ella—. Ahora pretende que abandone nuestra casa. Una casa, por cierto, cuya reforma casi completa fue responsabilidad mía. Yo hice arreglar y amueblé de nuevo todas las habitaciones, las once que tiene la casa, incluyendo el despacho del cabrón. Me encargué de la fachada posterior, que ahora es toda de cristal, y supervisé la nueva cocina, que costó más de cincuenta mil libras, que no es una cifra en absoluto despreciable.
—No, más bien una barbaridad propia de locos —dijo Pearl de buen humor, y dándose cuenta tardíamente de que la pobre Caroline no estaba para ninguna clase de bromas—. Disculpa —añadió, pero Caroline ni se había enterado.
—Yo creía que si me ponía a trabajar, si demostraba buena voluntad… Pero ahora él dice que es evidente que puedo trabajar, y que por lo tanto, ¡tengo que arreglármelas por mi cuenta, el muy bastardo! ¡Me parece muy injusto! ¡Cómo voy a mantener la casa y el servicio con lo que gano aquí! ¡Si apenas me da para la manicura!
Issy y Pearl concentraron sus esfuerzos y atención en la masa del pastel.
—Lo siento, pero es así. De modo que no sé qué voy a hacer ahora.
—No creo que te obligue a coger los niños e irte a otro lado —dijo Issy—. No será capaz.
—Seguro que en mi pisito hay sitio para todos vosotros —dijo Pearl.
Esta vez Caroline sí lo oyó, y tuvo que contener un sollozo.
—Perdona —dijo Caroline—. No pretendía ofenderte.
—No me has ofendido. A mí también me gustaría vivir en tu casa. Quizá me bastaría con la cocina.
—El caso es que la carta dice que «podría ser necesario tomar medidas». ¡Dios! —dijo Caroline.
—¿Y él no se da cuenta de que al menos lo estás intentando? —dijo Issy—. ¿No le basta con eso?
—Lo que ese cabrón quiere no es que lo intente —dijo Caroline—. Lo que quiere es que desaparezca. Para siempre. Y así poder seguir follándose a la furcia de Anabel Johnston-Smythe.
—¿Y cómo logra que metan un nombre tan largo y de tanta alcurnia en la tarjeta de crédito? —se preguntó Pearl.
—En fin, cambiemos de tema —dijo Caroline, muy enfadada—. ¿Puede saberse por qué estás tú tan contentísima, Pearl?
Les dio la sensación de que Pearl se azoraba un poco. Dijo que las damas nunca decían a quién habían besado, ante lo cual Issy y Caroline se pusieron a reír como crías pequeñas y al final Pearl puso cara de enfado, sobre todo porque de repente entró Doti el cartero y le dijo que esa mañana la encontraba especialmente guapa, y enseguida vieron que frente a la puerta se estaba formando un grupo de clientes ansiosos por entrar, todos con caras hambrientas, pero que no se decidían a dar el paso viendo que las tres chicas se lo estaban pasando tan bien.
—Tengo mucho que hacer —dijo Pearl, con una actitud envarada, y se levantó.
—Tómatelo con calma, mujer —dijo Issy, levantándose también y bajando al sótano en cuanto la primera clienta dijo que también quería probar ese pastel de coco y naranja que Issy había anunciado en el cartel de los cupcakes especiales del día—. Tendrá que esperar. Aún no están preparados. Un poco de paciencia —le dijo la señora.
—¿No sirven a domicilio? —preguntó la mujer.
Issy y Pearl se miraron por un instante, y esta dijo:
—Parece una buena idea.
—La pondré en la lista —gritó Issy, ya desde abajo.
El buen humor de Pearl logró que Issy se animara. Al negarse a decir con qué hombre había estado, Issy dedujo que se trataba del padre de Louis, pero por nada del mundo le hubiese preguntado a Pearl una cosa tan personal. Le preocupaba bastante la situación del divorcio de Caroline, en parte por ella, pero también por motivos egoístas, pues no quería perder su colaboración. Aunque fuese muy esnob y bastante irritable, trabajaba mucho y tenía un gran talento para presentar los pasteles de las formas más seductoras. También había contribuido mucho a mejorar la decoración del local con cosas en apariencia de poca importancia: unas velas flotantes que aparecían cuando se había puesto el sol, unos almohadones muy grandes que colocó en los rincones y contribuían a suavizar el ambiente y hacerlo más acogedor… Sin duda, tenía muy buen ojo para esas cosas.
Sin embargo, mientras preparaba otra vez la masa de los nuevos cupcakes, espolvoreando la ralladura de coco con mano ágil, sustituyendo el azúcar blanco por moreno a fin de realzar todavía más el exotismo del sabor, no paró de pensar en Helena. Nunca se habían enemistado, ni siquiera cuando Issy se empeñó en que curase a aquella paloma coja. Siempre se llevaban muy bien; le apetecía contar con ella para explicarle lo que esa mañana le había pasado a Pearl tras una noche de amor, y todos los demás chismes de la jornada. Pensó telefonearla, pero hacerlo cuando Helena estaba trabajando era un problema: siempre la pillabas con la mano tocando un culo, sosteniendo un dedo cortado de raíz o cosas peores. Lo mejor sería ir a verla. Llevarle un regalo.
Se cruzaron por la calle.
—Iba a verte —dijo Helena—. Lo siento tantísimo…
—Soy yo la que debe pedirte disculpas —dijo Issy.
—En serio, me alegro mucho por ti —dijo Helena—. Quiero que seas feliz, nada más.
—¡Lo mismo te deseo yo a ti! —dijo Issy—. No nos peleemos, por favor.
—Nunca —dijo Helena. Y se dieron un abrazo en plena calle.
—Toma —dijo Issy, dándole una hoja de papel con la que había estado cargando todo el día.
—¿Qué es eso? —dijo Helena. Y enseguida, al fijarse, comprendió de qué se trataba—: ¡La receta! —exclamó—. ¡Eres increíble! ¡Mil gracias!
—Ya tienes lo que querías…
—Has de pasar por casa —dijo Helena sonriendo—. Ven a tomar una taza de té. Sigue siendo tu hogar.
—Mi hombre me reclama —dijo Issy—. Pero prometo pasar un día de estos.
Helena hizo un gesto de asentimiento. Entendía muy bien a qué se refería Issy. Pese a lo cual, siguió dándole una sensación extrañísima que, tras darse otro abrazo muy cariñoso, se fueran luego cada una por su camino.
Helena le dio a Issy la correspondencia que había llegado al piso. E Issy se sintió de repente muy descorazonada, porque eran las recetas del abuelo. Pero eran las mismas que ya le había enviado, o alguna nueva donde leyó cosas que eran auténticos contrasentidos. Issy había hablado con Keavie por teléfono, y la enfermera le comentó que si bien el abuelo Joe estaba bien cuando ella lo vio por última vez, su estado empeoraba a ojos vistas, y lo mejor era que Issy pasase a verle en cuanto pudiera. Cosa que hizo al día siguiente.
Cuando llegó a la residencia, Issy se llevó una sorpresa porque su abuelo ya tenía visita ese día. Era un hombre bajito que apoyaba el sombrero sobre las rodillas y estaba charlando con Joe, sentado en una silla que el hombrecito había colocado al lado mismo de la cama. Al volverse a mirar quién entraba, Issy creyó reconocer el rostro de aquel hombre, pero tardó un poco en situarle. Por fin le reconoció. Era el ferretero.
Mientras corría a darle un beso a su abuelo, Issy le preguntó al hombre:
—¿Y qué hace usted aquí?
—¡Qué chica tan guapa! —dijo Joe—. ¡Estoy casi seguro de quién es, pero no del todo! Este señor es un hombre muy amable que ha venido a hacerme compañía.
—¡Qué amabilísimo de su parte! —dijo Issy mirándole intensamente.
—No tiene importancia —dijo el ferretero. Y, por vez primera, se presentó—: Me llamo Chester.
—Y yo Issy. Muchísimas gracias por el llavero —dijo, sintiendo de repente mucha timidez. El hombre le dirigió una sonrisa.
—He conocido a su abuelo gracias a la tienda —dijo Chester—. Nos hemos hecho buenos amigos.
—¿Me lo explicas tú, abuelo?
—Solo le pedí que te vigilara un poquito.
—¿Le pediste que me espiara?
—Porque te empeñas en usar microondas. ¿Y lo siguiente qué será? ¿Margarina?
—¡Jamás! —dijo Issy con vehemencia.
—Es cierto —dijo Chester—. Ningún proveedor le ha llevado margarina.
—Deje de espiarme.
—De acuerdo —dijo Chester. Su acento tenía un cierto deje centroeuropeo que Issy no lograba ubicar con exactitud—. No volveré a hacerlo.
—Bueno, si cree que es su deber… —dijo Issy, comprendiendo que le hacía cierta gracia que alguien cuidara de ella. Era la primera vez—. Pero si va a hacerlo, tendrá que venir a probar nuestros pasteles.
—Su abuelo —dijo el hombre asintiendo con la cabeza— me dijo que me andara con cuidado, que no me comiera los beneficios del negocio. Me dijo que era usted tan amable que trataría de alimentarme gratis, y que me prohibía que le pidiese nada de nada.
De repente asomó la cabeza Keavie:
—¡Hola, Issy! ¿Cómo van tus historias de amor?
—¡Vaya! ¡También te lo cuentan todo a ti! —dijo Issy, herida en lo más íntimo.
—Tranquila, mujer. Este caballero está ayudando muchísimo a tu abuelo, ¿sabes? Consigue animarle de verdad.
—Humm —murmuró Issy.
—Y a mí me encanta conversar con él —dijo Chester—. Vender llaves de bujías no es lo más entretenido del mundo.
—Y los dos sabemos en qué consiste el comercio —dijo el abuelo Joe.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Issy. Hacía tantísimo tiempo que ella era el único sostén de su abuelo, que estaba perpleja ahora que resultaba que se había echado un amigo. De repente, sin embargo, notó que el viejo Joe miraba como si no estuviera entendiendo qué ocurría.
—¿Dónde estamos? —dijo—. Isabel… ¿Isabel?
—Aquí estoy, abuelo —dijo Issy mientras Chester se despedía y se ponía en pie. Cuando se fue, Issy cogió la mano del abuelo.
—No —decía Joe—. No hablaba de ti. Isabel. No me refería a ti. No, no, en absoluto.
En ciertos momentos, parecía estar más agitado y la fuerza con la que agarraba la mano de Issy era cada vez mayor. Por fin entró Keavie, acompañada de un enfermero, y entre los dos convencieron al anciano de que debía tomarse un medicamento.
—Con eso se calmará —dijo Keavie, mirando a los ojos de Issy—. ¿Lo entiendes…? Se trata de que se calme, que esté más tranquilo… No podemos hacer otra cosa por él…
—¿Quieres decir que no va a mejorar otra vez? —dijo Issy, profundamente entristecida.
—Lo que digo es que los momentos de lucidez serán a partir de ahora más escasos, y más espaciados —dijo Keavie—. Y es necesario que estés preparada para lo que va a venir.
El anciano había vuelto a recostarse sobre las almohadas, y las dos chicas se quedaron mirándole.
—Él sabe lo que le está pasando… —dijo Keavie, acercándose a él y dándole un beso, y contenta de verle algo mejor—. Aunque padezcan demencia… se enteran. Y aquí todo el mundo le tiene mucho cariño. De verdad, Issy.
Issy le apretó la mano, rebosante de gratitud.
Al cabo de un par de sábados, Des, el agente de la inmobiliaria, asomó la cabeza por la puerta. El pequeño Jamie berreaba con todas sus fuerzas.
—Lo siento —dijo Des, viendo que interrumpía a Issy, que estaba leyendo la guía urbana del Guardian mientras aguardaba la llegada de los clientes de la hora del almuerzo. El precioso llavero centelleaba a través del cristal del escaparate.
—No pasa nada —dijo Issy, poniéndose en pie de un salto—. Disfrutaba de un momento de calma… Quédese. ¿Quiere que le sirva alguna cosa?
—Solo quería saber si ha visto a Mira recientemente —dijo Des.
—Acostumbra a venir a esta hora del día —dijo Issy echando una mirada al sofá donde la señora rumana solía sentarse—. Seguro que se presenta de un momento a otro. Ahora ya tiene un piso que está muy bien, y ha encontrado trabajo.
—¡Magnífico!
—Es cierto. Estoy tratando de convencerla de que lleve a su pequeña Elise a la misma guardería de Louis, pero ella se niega. Está empeñada en llevarla a la guardería rumana.
—¿Hay guarderías rumanas? No tenía ni idea.
—En Stoke Newington tenemos de todo… Ajá —añadió Issy, viendo que llegaban Mira y Elise—. Hablando del rey de Roma…
Lo primero que hizo Mira fue coger a Jamie de los brazos de Des, y el crío enseguida dejó de llorar y se quedó mirándola con sus grandes ojos redondos.
—Mi mujer me ha echado de casa… —dijo Des, y enseguida matizó, no fueran a creer que era para siempre—: Ha dicho que me fuese a pasear un rato con el crío.
Issy pensó que era mal asunto eso de tener que corregir las ideas que los demás pudieran hacerse acerca de tu vida familiar, como le acababa de ocurrir a Des.
—Desde que se le pasó el cólico —prosiguió Des, hablando sobre todo a Mira—, el niño ha estado muy contento y feliz. Se está haciendo un hombrecito —dijo, con la voz emocionada, mirando a su hijo—. Sí, ha estado muy bien. Pero hace un par de días que nos está volviendo locos. Unos días horrorosos, terribles.
Mira enarcó las cejas, como extrañada.
—Dice el doctor que no es nada, que le están saliendo los primeros dientes.
—¡Y ha decidido traérselo a la mujer que susurraba al oído de los bebés! —dijo Issy riendo con ganas y preparando un té, un cacao caliente para Elise y un gran capuchino con mucho chocolate espolvoreado encima. Jamie, que se había quedado calladito, parecía prepararse de nuevo para soltar un bramido porque Mira le pasaba la yema del dedo sobre sus encías hinchadas.
—Bueno, tal vez podría decirse así —dijo Des con cara de cordero degollado.
Mira le miró con severidad y, mientras Jamie soltaba un grito, dijo:
—No sé por qué en este país nadie sabe nada de bebés y a todo el mundo le parece que eso es muy gracioso. Las abuelas dicen: «No hay que interferir en las cosas de los bebés»; y las tías dicen: «Estoy muy atareada para cuidar del bebé», y al final todo el mundo ignora a los pequeños, y se compra libros sobre bebés y ve programas estúpidos de televisión que hablan de cómo cuidarlos —dijo en tono muy fiero—. Los bebés son siempre iguales unos a otros. Los mayores, no tanto. Deme un cuchillo.
Issy y Des se miraron.
—¿Cómo? —dijo Issy.
—Cuchillo. Necesito un cuchillo.
—La verdad —dijo Des alzando las manos—, no lo aguantamos más. En mi casa nos estamos volviendo todos locos. Mi mujer se ha ido a dormir a casa de su madre, por no aguantar el llanto por la noche. Yo estoy que no lo soporto más. Estoy empezando a ver fantasmas por todos los rincones.
—No pienso darle un cuchillo —dijo Issy. Sin embargo, hecha un manojo de nervios, cogió un cuchillo de sierra y se lo entregó a Mira.
A la velocidad de un relámpago, Mira cogió a Jamie, lo puso boca arriba en el sofá, le sujetó los brazos con una mano y se abalanzó, dos veces, con el cuchillo dentro de la boca de Jamie. Los llantos de Jamie estuvieron a punto de hundir todo el edificio.
—Pero, ¿qué… qué le ha hecho? —dijo Des agarrando a Jamie, levantándolo del sofá y acunándolo en sus brazos.
Mira se encogió de hombros. Des le lanzó una mirada asesina, pero se dio cuenta de que, una vez superado el susto y el dolor iniciales, Jamie comenzaba a calmarse. Cada vez tragaba aire más despacito, y su cuerpo, antes tenso, empezó a relajarse. Des apoyó su cabecita contra el pecho, de una manera muy cariñosa, y de nuevo, muerto de sueño y de cansancio, el niño comenzó a quedarse dormido.
—Así —dijo Des—. Muy bien.
—Mira —dijo Issy, incapaz de dar crédito—, ¿qué le ha hecho al niño? ¿Cómo lo ha logrado?
—Le están saliendo los dientes —dijo Mira encogiéndose de hombros otra vez, como si todo hubiera sido muy sencillo—. Los dientes empujan y tratan de abrirse paso a través de las encías. Le hacen mucho daño. Pues bien, he hecho un corte en cada encía. Ahora los dientes se han abierto paso. Ya no duelen. No es tecnología moderna. Es fácil.
—Jamás había oído hablar de eso —dijo Des en voz baja, para no estorbar el sueño de su hijo.
—Aquí nadie ha oído nunca hablar de nada —dijo Mira.
—Tendría que escribir un libro sobre cómo cuidar a los bebés —dijo Issy, extraordinariamente admirada.
—Un libro de una sola página —dijo Mira—. Solo diría: pregúntele a la abuela. Y no lea libros estúpidos sobre bebés. Es todo. Gracias.
Mira aceptó encantada la taza de té, y Elise, que había permanecido todo ese tiempo sentada con un libro en las manos, murmuró una sola palabra de agradecimiento cuando Issy le dio el cacao. Des pagó todas las consumiciones.
—¡Me ha salvado la vida! —dijo Des—. Issy, ¿le importaría darme el mío en una taza para llevar? Me parece que me iré directamente a casa, a ver si logro dormir un rato.
—Naturalmente —dijo Issy.
—Pues… —dijo Des mirando alrededor suyo—. No sé si le han llegado los rumores…
—¿Qué ocurre? —dijo Issy abriendo la caja registradora para guardar el dinero.
—Hablan de esta calle… ¿No ha oído nada? Quizá no sea cierto…
—¿El qué?
—Me han llegado rumores de que pensaba usted vender su negocio… He imaginado que quiere mudarse a un sitio más grande. —Y, mirando todo lo que les rodeaba, añadió—: La verdad, he de reconocer que lo ha hecho muy bien, que lo ha dejado muy bonito.
—Pues está muy mal informado —dijo Issy devolviéndole el cambio—. ¡No pensamos irnos de aquí!
—Magnífico —dijo Des—. Será que no entendí bien. Cosas que pasan cuando uno no puede dormir todo lo necesario. En fin, muchas gracias.
De repente se oyó un estruendo como de chatarra en el exterior. Issy salió corriendo. Des prefirió quedarse dentro, no quería que Jamie se despertase por nada del mundo. Era el ferretero, comprobó Issy al salir, que arrastraba sobre los adoquines un par de sillas de hierro forjado, bajo la intensa luz de la mañana. Al lado del árbol había colocado ya una gran mesa de hierro forjado, a juego con las sillas. Issy se quedó mirándolo todo, atónita.
—Qué sorpresa —dijo.
Desde el extremo de la calle apareció Doti, que seguía muy triste porque Pearl no había ido a comer con él. Tal como le explicó ella a Issy, mientras se mantenía viva la esperanza de que quizá pasara algo con Ben, prefería no complicarse más la vida. Issy corrió a ayudar al ferretero a poner las sillas en su sitio. De hecho, había dos mesas y tres sillas para cada una de ellas. Y Chester había preparado unas cadenas para sujetarlas al árbol por la noche, y evitar así que nadie se las pudiese llevar. Eran unos muebles de jardín realmente bonitos.
—Es un pedido de su abuelo —dijo Chester mientras Issy le daba un abrazo—. Lo ha pagado todo él, así que no tiene motivo para preocuparse por nada. Dijo que irían muy bien para el negocio.
—Desde luego que sí —dijo Issy, moviendo la cabeza como si no fuese capaz de dar crédito a lo que veía—. Qué suerte he tenido conociéndole. ¡Es usted nuestro ferretero de guardia!
—En estas ciudades tan grandes —dijo Chester con una sonrisa— nos hemos de ayudar los unos a los otros. Y ya sé que él me lo ha prohibido, pero…
—¿Le apetece un café con unos pasteles?
—Me encantaría.
Al momento salió Pearl con una bandeja grande en la que lo llevaba todo preparado, y mirando de reojo y algo avergonzada a Doti. Luego se sentó y contempló la novedad.
—Perfecto —dijo, mientras Louis correteaba a sus pies.
—Soy un león en la jaula de los leones —decía el pequeño—. ¡Grrrr!
—Qué bien. Un león nos servirá para mantener alejados a los que no nos gusten —dijo Issy.
—A mí me gustan todos —dijo el león guardián desde debajo de la mesa de hierro.
—Ese es mi problema —dijo Pearl, llevándose las tazas vacías hacia dentro.
«Ya falta poco —pensó Issy—. Ya falta poco para que no tenga la sensación de ser una invitada en casa ajena.» Los sofás no eran cómodos, el televisor estéreo con sistema Blu-Ray era endiabladamente difícil de utilizar, el horno era una miniatura, el típico cacharro inútil de piso de soltero hipertecnológico, y era obvio que no servía para que nadie cocinara en él; en cambio, estaba muy bien aquel grifo que producía agua hirviendo al instante, nada más abrirlo, aunque las primeras veces se llevó sus buenas quemaduras. Lo peor era el cambio de hábitos. Tener que sacarse los zapatos al entrar en el piso, no poder dejar nada tirado en cualquier lado, ni siquiera el abrigo, ni por un segundo siquiera. No ver unas cuantas revistas esparcidas por ahí, tener que apañárselas con el mando a distancia, buscar un buen cajón donde poner su ropa, porque la de Graeme estaba toda colgada de unas perchas y casi toda envuelta todavía en la bolsa de plástico, tal como había salido de la tintorería. El armario del baño estaba atiborrado de todos los productos imaginables: para la piel, para el cabello… Y todo en un estado inmaculado.
La señora de la limpieza iba al piso dos veces por semana y limpiaba y fregaba absolutamente todo, y si por casualidad Issy estaba en casa cuando ella comenzaba a trabajar, cuando se iba, ella no se atrevía a tocar nada de nada. Las tostadas se habían convertido en un recuerdo de épocas inmemoriales, porque dejaban demasiadas migas en las inmaculadas superficies de la cocina. Comían casi siempre cosas cocinadas en la freidora, porque así había menos trastos que limpiar. Y ello a pesar de que en la cocina, además del grifo milagroso que lanzaba chorros de agua hirviendo, había una llama especial para wok, y nevera de vinos, y a pesar de que no contaba con un maldito horno normal y corriente donde cocinar cosas. A veces se preguntaba si un sitio así llegaría alguna vez a ser su casa.
Por su parte, Graeme empezaba a pensar que sí iba a ser capaz de acostumbrarse a los cambios. Bastaba con lanzarle a Issy una mirada cargada de severidad cada vez que se dejaba cosas tiradas por el suelo… ¿Por qué eran tan desordenadas las mujeres?, se preguntaba Graeme. ¿Por qué se empeñaban en tener muchas bolsas siempre llenas de cosas? Le adjudicó una cómoda con bastantes cajones para que lo metiera todo allí, y sin embargo a menudo aparecían frascos de champú y tratamientos para el cabello abandonados sobre las negras y relucientes superficies del cuarto de baño, siempre, por cierto, de marcas bastante baratas, que todo el mundo sabía que no eran más que tirar el dinero. Tendría que advertirla al respecto.
Dejando todo eso al margen, a Graeme le gustaba tener compañía en casa cuando terminaba su jornada. Issy acababa muchísimo más temprano que él. Le gustaba que hubiese alguien que le preguntara qué tal le había ido el trabajo, que le hiciera una cena con comida de verdad, en lugar de los platos preparados de Marks amp; Spencer que tomaba normalmente; alguien que le sirviera un vaso de vino y escuchara atenta la letanía de su jornada en la oficina. Resultaba fantástico, y le sorprendió que no se le hubiera ocurrido antes lo agradable que llegaba a ser. Issy le preguntó si no le importaba que se trajera sus libros, y Graeme le dijo que mejor que no. En su casa no había estanterías, y no quería ponerlas porque estropearían el esmerado diseño de aquella sala grande de dos niveles, y también se negó a que llevara a su cocina todo aquel instrumental kitsch que ella insistía en usar. Pero tuvo la impresión de que Issy no se molestó por ninguna de esas negativas. Todo iba bien.
Pero en la cabeza de Graeme seguía dando vueltas una cosa. La oficina de Londres estaba entusiasmada con su proyecto de Pear Tree Court, y todos le empujaban a ponerlo en marcha inmediatamente. Decían que en lugar de vender oficinas aquella idea suya consistía en vender un estilo de vida, y si todo salía bien, Graeme tendría ante sí un gran futuro como promotor de operaciones similares, basadas todas en la idea de vender un estilo de vida, y eso era un negocio muy importante.
Por eso era preocupante para Graeme haber averiguado que Issy estaba bastante chiflada, ya que en realidad parecía encantada con la idea de llevar aquella estúpida pastelería, levantarse de madrugada y ser tratada como una sirvienta el día entero. Cuantos más pasteles vendía y más pasteles tenía que preparar, más feliz parecía ella. Y las ganancias eran una mierda absoluta. Por lo tanto, cuando él le contara su proyecto, lo lógico era que ella se mostrara entusiasmada.
Graeme frunció el ceño y giró el rostro para asegurarse en el espejo de que los planos perfectos de su rostro estaban todos magníficamente afeitados. Se volvió a un lado y a otro para comprobarlo, y se sintió complacido. Pero no estaba convencido al cien por cien de que conseguir la aprobación de Issy fuera a resultar tan sencillo como inicialmente había imaginado.
A medida que avanzaba el verano, no hubo señales de que la actividad de la tienda disminuyera. De hecho, ocurrió todo lo contrario. Issy tomó nota mental de que al año siguiente tendría que arreglárselas para tener un buen surtido de helados caseros preparados con ingredientes biológicos. De haberlos tenido este año, los hubiese vendido sin parar. Incluso sería buena idea tener un carrito de helados justo a la entrada de Pear Tree Court, para la gente que pasaba por Albion Road. Y Felipe podía encargarse del carrito y tocar el violín los ratos en que hubiese poca gente. Eso suponía rellenar más impresos para pedir los permisos correspondientes al municipio, conseguir que autorizasen la venta de alimentos en la calle, pero lo haría, seguro que sí. Además, todo el papeleo, que al principio le había parecido una verdadera tortura, ahora le resultaba muy fácil. De repente, notó con sobresalto que hacía una temporada que ya no se sonrojaba tan a menudo como antes. Aparte de la noche en que se presentó Graeme justo cuando ella estaba con Austin (y la relación extraña con Austin era un asunto que Issy solo consiguió aclarar cuando decidió dejar de pensar en él y no volver a entrar en la oficina del banco nunca más; aunque era cierto que tendría que ir algún día; los pagos de la mensualidad correspondiente al préstamo los estaban haciendo con regularidad, pero mientras no fuera esencial que fuese ella, Pearl podía encargarse de todo), en efecto, últimamente no se sonrojaba casi nunca. Y eso era un efecto secundario la mar de extraño, pero que parecía ser consecuencia de que se ganaba la vida trabajando en la pastelería.
Después de pasar un ratito de descanso, con helado incluido, en el parque vecino, Issy volvió a la pastelería y le pareció que Pearl y Caroline estaban discutiendo. Vaya por Dios. Hacía una temporada que parecían llevarse muy bien; Pearl solía estar siempre contenta, y Caroline vestía unos tops diminutos que, puestos en el cuerpo de una chica de veinte años podrían haber parecido muy monos, pero que en ella solo servían para que se le notaran los huesos de las clavículas y unos brazos flacos como los de Madonna. Issy sabía que los obreros habían hecho comentarios bastante desagradables sobre la pareja que formaban Pearl y Caroline, pero decidió no hacerles el menor caso. Lo importante era que Pearl parecía estar muchísimo mejor; salir de casa todos los días para ir a trabajar le había permitido usar ropa de dos tallas menos, y desde el punto de vista de Issy y Pearl, ahora estaba en su peso perfecto, maravillosamente proporcionada.
—Vendrán todas sus tías, y todo el mundo traerá una botella de vino, y con eso tendremos una bonita fiesta —decía Pearl, mostrándose aparentemente muy testaruda.
—¿Vino? ¿Vino en la fiesta de cumpleaños de un niño? Eso sí que no lo voy a consentir —decía Caroline—. ¿Por qué no podemos organizarle una fiesta como las de todos los niños?
Pearl se mordió el labio antes de replicar. Debido a su buen carácter, y a que las mamás de la guardería no querían ser tachadas de ser personas que tenían prejuicios, a Louis le habían invitado por fin a un par de fiestas de cumpleaños de sus compañeros, pero Pearl no se había sentido cómoda y terminó diciendo que no iba a llevarle. Todas ellas parecían estar organizadas en los sitios más caros que se pudiera imaginar. Por ejemplo, en el mismísimo Zoo de Londres, en el Museo de Historia Natural, y Pearl no podía permitirse llevar a su niño a lugares así. O al menos, todavía no. La pastelería seguía mejorando como negocio, Issy había decidido aumentarle el sueldo (a pesar de que la señora Prescott le había aconsejado que no lo hiciera, cosa que Pearl sabía), pero tenía que hacer frente a los plazos de cosas que necesitaban de verdad: una camita para Louis, sábanas y toallas nuevas, por ejemplo, todo mucho más importante que llevar regalos caros para fiestas de cumpleaños de auténtico lujo. Además, ella no sabía que la entrada que debían abonar los niños para entrar en esa clase de sitios solían pagársela los organizadores de las fiestas. De haberlo sabido, a Pearl le hubiese escandalizado. Por otro lado, hasta ese momento había conseguido que Louis no se enterase apenas de si iba o no iba a esas fiestas, pero el niño iba madurando despacito, a partir de cierto momento se enteraría de todo, y ella prefería que la conciencia de esas diferencias con sus compañeros no llegase hasta el momento adecuado.
Por otro lado, faltaba un año más o menos para que dejara la guardería y empezase a ir a la escuela, y una vez allí dejaría de ser un niño diferente de los demás. A veces Pearl se estremecía cuando pensaba en la clase de escuela a la que iba a tener que ir su hijo, la del barrio donde realmente vivía. Por mucho que el municipio se esforzara, aquel era un edificio plagado de pintadas, vallas coronadas por alambre de espinos, y todo eso empeoró incluso más a partir de la llegada del gobierno conservador. Las amigas cuyos niños iban a esa escuela le hablaban de las gamberradas y las amenazas de los demás niños, de la desafección de muchos maestros. Y sin embargo era cierto que la escuela hacía todo lo que podía por evitar el agravamiento de la situación. Pearl se temía, no obstante, que esos esfuerzos no fueran a ser suficientes para la buena escolarización de Louis. Aunque para ella la guardería de Stoke Newington la obligaba a pasar malos ratos, la verdad era que estaba bien organizada y preparada. Contaba con juguetes nuevos, puzles, música que no se limitaba al último éxito pop, triciclos, y hasta el pequeño Louis le pedía a menudo libros. A veces Pearl se temía lo peor en cuanto Louis fuera a la escuela de barrio pobre que iba a corresponderle. Temía que los matones del barrio le hicieran desaprender todo lo que había ido ganando en esa temporada en la guardería. Pero tampoco le apetecía que Louis le saliera medio mariquita de tanto ir a fiestas de cumpleaños lujosas, y se temía que todo eso también se lo iban a quitar a base de amenazas y golpes sus futuros compañeros de escuela.
—Será una fiesta normal —dijo en respuesta a Caroline. A Pearl le fastidiaba muchísimo que su compañera de trabajo creyese que tenía razón en todo—. Habrá muchos regalos.
—¿Por qué no invitas a sus amiguitos de la guardería? —insistió Caroline, parpadeando de aquella manera que tanto fastidiaba a Pearl—. Puedes invitar a diez o doce solamente.
Por un momento Pearl imaginó a una docena de niñas y niños como los hijos de Kate o Caroline, todos ellos trepando al sofá cama de la abuela de Louis, pero prefirió dejarlo correr.
—¿De qué habláis? —dijo Issy al llegar. Había ido a la tintorería para recoger la ropa de Graeme. Aunque él acostumbraba a llevar y recoger él mismo la ropa, y siempre se desplazaba en coche, a Issy le pareció que tenía más sentido que ella se encargara de esa tarea, aunque no tuviera coche.
—Estamos organizando el cumpleaños de Louis —dijo Caroline, muy animada.
—En cierto sentido —dijo Pearl, lanzando una mirada malévola.
—Pues le preguntaré al propio Louis si quiere montar una fiesta de verdad —dijo Caroline.
Pearl miró a Issy con una expresión desesperada. Y de repente a Issy se le ocurrió una idea:
—Hace tiempo que le doy vueltas a algo que tiene que ver con esto —dijo—. Los sábados hay muy poco movimiento por aquí, así que he pensado que lo mejor sería que ni siquiera abriésemos. Pero la señora Prescott nos matará como lleve a cabo esa idea, y después Austin querrá asesinarnos… Por eso me ha parecido que existe una buena solución… Organizar fiestas temáticas de cupcakes para los cumpleaños infantiles. Sobre todo para los de las niñas, claro. Lo que he pensado es que los propios críos vengan a preparar los pasteles, que aprendan a amasar, hornear y decorar los pasteles, y que pongamos a su disposición delantalitos y boles y todo a su medida, y cobraríamos una cantidad por alquilar el local con esa finalidad. Podría suponer unos buenos ingresos. Y sería maravilloso para los pequeños… Ya no hay nadie capaz de enseñarles a hacer repostería.
Sin que ella se diera cuenta, la idea de Issy sonaba a algo que podría haber pensado su abuelo Joe.
—¡Qué idea tan brillante! —dijo Caroline—. Se la voy a contar a todas mis amigas y les voy a insistir mucho en que es una idea magnífica. Y para los mayores, podemos servir un té y bollería. Claro que —dijo, adoptando una expresión más reflexiva—, para aguantar hasta el final una de esas espantosas fiestas infantiles, lo que es yo, siempre he necesitado una copa de algo fuerte. O un par de copas. Me fastidia mucho todo el estruendo que arman, ya sabéis.
—No vamos a pedir licencia para bebidas alcohólicas —dijo Pearl—. Se lo he prometido al pastor de mi parroquia.
—No hace ninguna falta, por supuesto —dijo Caroline, como si se excusara por su necesidad de beber.
—Puedes hacer lo que tengo entendido que tiene por costumbre el príncipe de Gales, que lleva siempre encima una petaca de bolsillo con whisky —dijo Issy—. Te propongo, Pearl, que Louis y sus amigos hagan aquí la primera fiesta de cumpleaños con cupcakes, y así vemos cómo funciona. Les sacaremos unas fotos cuando estén cubiertos de harina de los pies a la cabeza, y estarán monísimos, y las utilizaremos para hacer publicidad y todo eso…
—De manera que será un sábado igualito que cualquier día laborable ordinario, solo que con muchísimo más trabajo —dijo Pearl.
—¡Todos los cumpleaños infantiles son un verdadero infierno! —dijo Caroline—. ¡El diablo montado en monopatín!
Graeme se sentía muy seguro de sí mismo y sabía que su aspecto era impecable. No en vano, había comprobado en el espejo de cortesía de su BMW qué impresión producía, justo antes de apearse, ante las burlas de un crío que pasaba por allí, al cual no hizo naturalmente el menor caso. Sin embargo, aunque por lo general cuando tenía reuniones de trabajo se sentía tan fiero como un tigre, muy agresivo y confiado en sus propias fuerzas, convencido de su triunfo final, ese día estaba algo nervioso. Sí, indudablemente lo estaba. Lo cual era ridículo. Él era Graeme Denton. Jamás se agilipollaba por culpa de ninguna tía. Todavía no le había explicado su proyecto a Issy, pero en Kalinga Deniki le preguntaban por los progresos que iba haciendo, le empujaban para que diera el visto bueno y pudieran ponerse a trabajar de verdad. Había encargado informes preliminares sobre aquella futura promoción, y por eso Graeme iba a celebrar ese día un primer encuentro con el propietario de casi todo Pear Tree Court, un tal señor Barstow.
Cuando el dueño entró en el despacho, se abstuvo de cumplir con los preliminares de siempre. Se limitó a tenderle una mano regordeta y a soltar un gruñido por todo saludo. Graeme respondió con un gesto de la cabeza y le pidió a Dermott, su nuevo ayudante, que pusiera en marcha la exposición en PowerPoint. Dermott era un necio que vestía como un hortera, y trataba de enterarse de cómo eran los proyectos de Graeme con la idea de arrebatárselos un día, y en cierto modo era como el propio Graeme unos cuantos años atrás. Comentando la presentación de la pantalla, Graeme dijo que la operación en su conjunto, con la venta de todas las propiedades de la callecita, todas de golpe, tanto las ocupadas como las vacías, iba a significar para Barstow un auténtico pelotazo, y afirmó que el comprador, KD, iba a hacer una gran inversión por la que esperaba obtener un importante descuento en el precio de venta. Los ojos del señor Barstow empezaban a velarse cuando Graeme empezó a explicar la tercera página de la presentación. El propietario alzó las manos, diciéndoles que ya le bastaba con eso y que no quería que siguieran, y dijo:
—Ya basta, ya basta. Escriba la cifra en un papel.
Graeme se calló, hizo una pausa, tomó la pluma y escribió la cifra. El señor Barstow la miró un instante con expresión despectiva y negó con la cabeza.
—Nada, no me interesa. Además, en el número cuatro hay un arrendatario que ha puesto una cafetería; es poca cosa, pero paga un buen alquiler. Y le va tan bien que los precios de la calle están subiendo deprisa.
Santo cielo, pensó Graeme, tratando de que su cara no denotara su decepción. Era justo lo que le faltaba. Ahora resultaba que era justamente Issy quien estaba impidiéndole que avanzara su proyecto con rapidez.
—Pero ahora se acerca el final de los seis meses de contrato de esa mujer. Verá como con nosotros le vale la pena materializar enseguida ese nuevo potencial de la calle —dijo Graeme. Se había precipitado porque se suponía que él no sabía cuándo terminaba el contrato de Issy; pero en realidad sí lo sabía, claro.
—Entonces… —dijo el señor Barstow—, ¿ya ha hablado usted con ella? Claro que si el precio es el adecuado, y ella se muestra dispuesta…
Graeme se contuvo y logró no modificar su expresión para que el señor Barstow no supiera si había hablado o no con Issy. Era un asunto exclusivamente suyo, y no del propietario.
—De todos modos, aunque ella accediese… No sé qué pasaría con el dueño de la ferretería. Lleva ahí más tiempo que yo —reflexionó el propietario en voz alta. Y se rascó una de sus múltiples papadas—. Ni siquiera entiendo cómo se gana la vida con esa tienda.
—Seguro… —dijo Graeme, a quien le importaba un pito si se ganaba la vida o no— seguro que podemos hacerle una oferta que no podrá rechazar.
El señor Barstow le lanzó una mirada escéptica.
—Será mejor que ponga una cifra más interesante en ese papel, amigo.