Eternas Promesas
Juan Carlos Feliú Velázquez
Algunos sueños también se heredan
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Eternas Promesas es un emotivo relato narrado con temática futbolera, en un contexto mucho más profundo, significativo y social.
Los personajes están preparados, el ambiente es espectacular; el momento es perfecto, y el lugar, el adecuado. Sin más dilación… comienza el encuentro.
Primer Tiempo 0:00…
Esta es la historia de un verdadero amante del fútbol, como millones de personas. Un niño que creció siendo víctima de la magia que desprendía Maradona sobre los terrenos de juego, como millones de personas. Un niño al que quisieron bautizar con el nombre de Diego en honor del Pelusa, que fue capaz de rizarse el pelo como su ídolo con solo diez años, y vestirse con la equipación del Barcelona, siendo del Real Madrid, su eterno rival, para compartir un sueño que se materializaba cada partido ante su modesto televisor, disfrutando de cada genialidad, de cada regate, de cada falta lanzada con elegancia y precisión, personalizando cada detalle del mitificado jugador. Un niño que soñaba con alcanzar un destello de la gloria que su ídolo irradiaba.
Un niño que atesoraba un valioso recuerdo, presenciado en algún momento difícil de concretar de su pasado, ubicado en el estadio más maravilloso que hasta la fecha había visitado: el estadio, José Rico Pérez. Maradona repartiendo balones Tango Adidas a la grada, Diego Armando Maradona, el mejor jugador del mundo, en carne y hueso. Maradona, el Dios, se había desprendido del poster de su habitación para brindarle cercanía y realidad.
Su sueño, su ilusión, su objetivo en la vida, se paseaba con desparpajo y descaro haciendo bello hasta el más mínimo movimiento sobre el césped de Alicante. Durante años este singular niño practicó cada regate, cada disparo, cada gol. La mano de Dios estaba presente en cada rincón del planeta donde se practicara fútbol, pícara y exultante como el primer día que apareció ante los ojos de su amado público, más allá de edades, credos y diferencias raciales, haciendo posible lo imposible, hasta convertir una infracción, en una verdadera obra de arte que perduraría en la historia fijada a la retina de millones de aficionados.
Maradona había nacido para reivindicar su estado divino sobre los terrenos de juego y su magnificencia sería la razón por la que cada niño y futuro aficionado, soportaría la degradación de tan magnífico deporte en los años posteriores.
Como toda leyenda y mitología, el héroe cayó desde las alturas siendo derrotado por su mayor debilidad. Dentro de los estadios irradiaba su magia, pero fuera de ellos carecía de luz. Sin embargo a pesar de la gran decepción que este niño sufrió, a pesar de la degradación de su Héroe, Maradona había sembrado la semilla de la pasión en su interior, y el fútbol crecía y se manifestaba de un sinfín de maneras. El Pelusa había estallado en millones de fragmentos pero cada fragmento había sido acogido por un nuevo anfitrión, materializando su esencia para ilusionar de nuevo a todos aquellos que habían quedado huérfanos.
Este niño, saltó con el gol olímpico de un Kempes que había resucitado en el Rico Pérez para regocijo y agradecimiento de los allí presentes. Coreó el Nombre de Muller con la afición herculana, y cantó el himno al unísono; Alicante tiene tres cosas, que en España son muy famosas, son sus playas y sus palmeras, y su equipo que es el mejor. El mejor no sería, pero era el único que podría catapultarle a la fama en un futuro próximo, si un ojeador del club recorría los barrios marginales donde este niño creaba su propia magia cada mañana, tarde y noche. Noche sí, porque su entrega era tal, que la noche le brindaba una oportunidad única para entrenar los sentidos a un nivel superior. Si era bueno jugando sin luz, con luz, sería excepcional.
Como más tarde descubriría, los ojeadores no se pasean por descampados, y mucho menos si pertenecían a barrios marginales como travesía del Canal, o las Mil Viviendas de Alicante. Pero los que sí lo hacían eran pervertidos y pederastas que se hacían pasar por ojeadores y entrenadores de prestigio. Menos mal que la cara es el espejo del alma, y este niño supo declinar las ofertas deportivas de semejantes degenerados, que aprovechaban cualquier excusa para sobarte.
Si entrenaba lo suficiente solo era cuestión de tiempo que dieran con él, tenía que hacerse amigo del balón, así se lo decía su padre, quien se jactaba de haber sido un futbolista con mucha trayectoria frustrado por una grave lesión. Debido a su velocidad, un “Animal”, no había encontrado otro modo de frenarle que rompiéndole tibia y peroné. Como prueba de ello conservaba la espinillera rajada víctima del terrible impacto, y las botas de tacos de aluminio intercambiables que había calzado durante su último partido federado. Sin embargo, semejantes hechos no habían intimidado a este niño, quien aseguraba que cuando triunfara en el fútbol, se pondría las mismas botas en homenaje a su persona y trayectoria, pues a él debía su obsesión por tan magnífico deporte, en el que había sido iniciado a tierna edad.
El fútbol había contraído una deuda con su padre, y él le haría justicia, compensando aquello que le fue arrebatado de un modo tan cruel y vil. En el momento en el que comenzó a mostrar aptitudes, su padre y el hermano de este, se convirtieron en sus fieles e inseparables instructores deportivos. Su padre haciendo gala de su fortaleza y rapidez, lo entrenaba en estas materias, obligándole a jugar un día por semana a pie cambiado, para desarrollar la capacidad de usar ambas piernas, además de amortiguar correctamente el balón con el pecho. Y como no, su especialidad, disparos a puerta desde cualquier posición y jugar sin balón. Su tío, quien había heredado las cualidades técnicas que le faltaban a su padre, trabajaba el control del balón, los regates cortos, la visión de juego, y el rompe cinturas, un regate en zigzag a la espalda del defensor que lo dejaba literalmente cao.
¡A partir de este instante realizaremos un cambio, vamos a dejar que sea el mismo quien relate su propia historia!...
En los partidos que disputábamos mi padre siempre jugaba en el equipo rival, marcándome estrechamente, además de incitar a mis rivales de diferente forma, mostrando mis defectos, para que el ejercicio tuviera la dificultad requerida. Mi tío en cambio era de la opinión, de que debía jugar con niños de mayor nivel para aprender de los mejores, y no perder el tiempo con “burreras”, por muy amigos míos que fuesen. Sin embargo ambos coincidían en una misma razón incuestionable. Con el talento que desprendía, sin duda llegaría a profesional, y así me habían mentalizado desde que tenía uso de razón. El futuro les daría, o no, la razón.
Como vivía en un edificio de cuatro plantas, sin contar el descansillo, subía y bajaba con el balón en los pies, tratando de controlarlo para que no se escapara y golpeara consecuentemente, debido a la inercia producida por la caía del balón a diferente nivel, contra la puerta de la vivienda de los vecinos con los que convivía. Un hecho que no siempre pude evitar, como corroboraría la atenta vigilante del tercero, quien a pesar de su avanzada edad, ejercía de árbitro tras la mirilla de la puerta de su vivienda, que habría con gran estruendo a falta de silbato, y sancionaba las faltas con vejaciones en sustitución de las tarjetas amarilla y roja de las que carecía. Una vez sorteado el tercer piso, el segundo era un reto mucho peor, pues este vecino estaba al acecho cual guepardo en la maleza, para abalanzarse sobre ti y arrebatarte el esférico. Un regate mal calculado, un movimiento erróneo, y era el fin de la competición. Pero la mayoría de veces conseguía sortearlos, pues había más de uno y, al escaparme en velocidad, oía tras de mí la ovación que me dedicaban para motivar nuestro próximo enfrentamiento. Esa situación era mucho más que un derbi. Muchos balones tuvo que recuperar mi madre de aquel territorio hostil, las represalias por ambas partes cada vez eran más duras. Muchos balones perecieron en aquella caldera rival y, de mi lado muchas plantas decorativas de su rellano se secaron debido a un mal riego por mi parte, o mejor dicho, por mis partes. Incluso llegue a lanzar una especie de bengala contra las pequeñas cortinas de la escalera frente a la puerta de su vivienda, pero esa es otra historia y sin ninguna duda fui sancionado de forma ejemplar. Cuando salía al exterior seguía practicando con los transeúntes que, sin llegar a imaginarlo, se convertían en diferentes rivales, algunos muy duros y poco profesionales, pues más de una vez despejaron el balón al anfiteatro, o me ocasionaron alguna falta desproporcionada sin mucha trascendencia. Una vez alcanzado el terreno de juego, que podía ser un terreno llano con cuatro piedras como porterías o, en caso contrario y privilegiado, la pista de futbol sala del colegio público al que acudía de niño, el Nou Alacant; para entrar al estadio debíamos ejercitarnos saltando la valla que protegía el recinto, lo cual era perfecto, pues de algún modo sustituía el calentamiento previo antes del encuentro, ahorrándonos un tiempo precioso. Además semejante estadio tenía un añadido extra o hándicap, que te permitía conservar la tensión y la forma, si la policía se aproximaba para echarte del recinto, esprintabas a toda velocidad, con o sin balón; si el balón era tuyo, que la mayoría de veces lo era, con; sino, la responsabilidad era de otro. Además de contar con algunas invasiones esporádicas de aficionados en el terreno de juego, que a veces pretendían humillarte y castigarte, y otras simplemente dejarte en calzoncillos. Muchas fueron las veces que tuve que salir por piernas dejando todo lo que poseía en manos de esos energúmenos, algo magullado y herido en el orgullo, pero a cambio obtuve un fondo físico digno de un atleta. Por la noche, después de la dura jornada de entrenamiento, el balón y yo compartíamos cama; si eso no era hacerme amigo del balón, no sé qué otra cosa sería. Menos mal que mi padre no me dijo que había que hacerse amante del balón, porque si no, no sé qué hubiese pasado.
Además de entrenarme asiduamente, también disfrutaba compartiendo mis habilidades con los menos dotados, creando equipos de fútbol competitivos y compensados, al menos dentro de lo posible, y numerosos torneos de barrio donde, cómo no, disfruté siendo la estrella durante muchos años. Aún recuerdo las alineaciones, y los nombres y apellidos de muchos de aquellos niños que participaban en los torneos que improvisaba. Bloque contra bloque, barrio contra barrio; cada mañana, tarde, o noche, la fracción de Maradona que me había tocado gozaba de muchos momentos de gloria dentro de un terreno de juego con dimensiones relativas, según la posibilidad del momento. Lluvia, barro, sol y aire, se sumaban al espectáculo deportivo según las leyes que delimitaban su actuación, creando un ambiente distinto en cada encuentro, un ambiente, único, un reto a la altura de los más osados deportistas, que al fin y al cabo, pocos rehuían. Y los que lo hacían, abandonaban el terreno de juego escoltados por sus estrictos representantes legales, que los llevaban firmemente asidos de la oreja, hasta sus respectivos lugares de descanso y concentración.
Maradona se había extinguido, sí, pero en su lugar habían aparecido un sinfín de constelaciones nuevas cada cual más hermosa y brillante que la anterior. Sus enfrentamientos dejaban en mí una impronta, que modificaba mi estilo de juego según la estrella del momento. El Pelusa había sido el principio, pero su final había sido un mal necesario, su influencia era innegable, muchos habían sido inspirados por el genio, y los eclipsados por su gran sombra ahora refulgían con luz propia. Innumerables estrellas nacionales e internacionales se convirtieron en mis instructores a distancia, mi padre me obligaba a ver cada partido y, si no lo hacía, me torturaba emocionalmente usando mi pasión futbolera en mi contra. A pesar de su afinidad al Real Madrid, mis modelos eran muy versátiles, el club y la nacionalidad no era excusa, un gran jugador daba un gran espectáculo futbolístico más allá de los colores que defendiera, y el escudo que decorara su camiseta. La quinta del buitre y el dream team, Futre versus Bullo, Pelé, Cruif, Mágico González, el ratoncito Pardeza, Van basten y Willy, Laudrup, Schuster, el torpe Salinas y su efectividad goleadora, Manolo Sanchís, Fernando Hierro, y como no, el gran y acrobático Hugo Sánchez, a quien le debía la inspiración que acompañó cada remate de chilena que hice a lo largo de los años, y un sinfín de goles que me encumbraron a lo largo de mi infancia y adolescencia, y como no, la estrambótica celebración que acompañó cada uno de ellos.
Mi obsesión por enorgullecer a mi padre era capaz de captar cual radar militar, cada admiración que profesaba a los diferentes jugadores que llamaron su atención por el paso de los años, y de todos ellos adquirí diferentes detalles que incorporé a mi juego, expresándolos artísticamente en cada escenario deportivo que me brindó la oportunidad de exhibirme.
Jugar con personas adultas era una práctica común a la que me veía sometido cada semana para fortalecerme físicamente, algunos lances me apasionaban, pero otros los rehuía. Recuerdo especialmente un equipo de argentinos con los que jugaba cada sábado en el Hipódromo, ahora llamado Monte Tossal, con los que verdaderamente disfrutaba del fútbol, pues jugaban bien y con criterio futbolístico. Y, a excepción de algún inconsciente de turno, no tuve ningún percance que considerar. De todos modos estaba muy bien escoltado por mi padre, quien tomaba la matricula del que me entraba a mala fe, y le devolvía el favor dejándole un recado familiar a la altura de sus expectativas. Algunas veces simplemente se remontaba el balón para chutar directamente a la cara de su rival con premeditación y alevosía y otras, menos sutiles, acababan con su rival fuera del terreno de juego, por tierra o aire, pero el resultado era el mismo, el inconsciente, y no me refiero a mi padre, se retiraba del partido, por su propio, pie o en camilla, pero se retiraba. Mi padre se consideraba un Chendo con un puntito de agresividad a lo Chuk Norris, pero yo lo veía más como “un Juanito” menos agraciado técnicamente. Sin embargo a pesar de su blindaje, no tenía más remedio que hacerme el fuerte delante de él. En algunas ocasiones no pude evitar por mucho que lo intenté, abandonar más de una vez los terrenos de juego cojeando y llorando, sobre todo llorando, que le voy hacer, en aquél tiempo era de lágrima fácil. Las heridas físicas no eran significativas, solo rasguños, pero las emocionales si hacían verdadero daño.
Durante muchos años gocé de gran respeto dentro y fuera de los terrenos de juego debido a mi reconocido talento. Muchos eran ya los que aseguraban que pronto triunfaría en el fútbol e instaban a mi padre a cuidarme y protegerme adecuadamente. Pero el tiempo pasaba y el ojeador seguía sin aparecer.
Aunque suene a tópico, el fútbol abre muchas puertas, y para mí así fue, por cada enemigo que hice jugando al fútbol, hice cien amigos y compañeros con los que compartí innumerables y diferentes momentos futbolísticos y personales, buenos y malos, pero sin duda, los buenos compensaron cualquier momento difícil que tarde o temprano acompaña a todo deportista.
Afronte rachas goleadoras y sequias, porteros a los que tenía tomada la medida, y porteros que me la habían tomado a mí, marqué goles de todas las formas posibles, incluso con el culo, aunque en esa ocasión, me recompensó el afectado con una buena hostia, por provocador, y no niego que en parte me la ganara. Recibí y di patadas, algunas sin querer y otras queriendo, me humillaron y humillé, me dieron hostias y di hostias, como todo buen vecino, aunque en mi defensa debo aclarar, que las muchas veces que me expulsaron fue por protestar al árbitro de forma constante y reiterada a lo largo del partido. Y la mayoría por doble tarjeta amarilla; él me amonestaba por protestar y yo me burlaba y le vacilaba, o le decía… ¡qué miedo!, y este me sacaba la segunda amarilla y, automáticamente, la roja. O por enseñarle el culo en alguna que otra ocasión. Tampoco era tan grave, Butragueño había enseñado el miembro en todos los periódicos y la televisión, y Michel le había tocado las castañuelas a Valderrama a nivel mundial, eso sin contar que reconozco que algo de exhibicionista también tenía y por enseñar el culo, por mucho que diga la gente, nadie se ha resfriado.
Afronté finales gloriosas que conseguí conquistar y perdí otras tantas por monopolizar el juego. Recibí críticas positivas y fui devorado despiadadamente por la mandíbula despedazadora de la mala crítica que no tiene memoria ni compasión.
Como todo futbolista que se precie, sufrí el miedo escénico y sus efectos, aflojándome el vientre antes de cada cita deportiva. Pero una vez que el pitido inicial hacía su aparición, mis nervios se convertían en intensidad y competición.
A pesar de mi reducida estatura, compensaba mi falta de altura con ingenio, técnica, y visión de juego. No tenía ni la velocidad ni la potencia de disparo de mi padre o mi tío, pero no me hacía falta, me metía hasta dentro, como Butragueño contra el Cádiz. Tenía un amplio repertorio de amagos y cintas y me encantaba encarar la salida del portero para sortearlo y marcar a placer, que no siempre salía como había previsto y, a veces o, más bien, más de una vez, fallaba lo imposible. Pero fallar, son gajes del oficio, tanto como acertar.
Segundo Tiempo 45:00…
Mi fútbol evolucionó de forma imparable manifestándose de diferente manera. Jugaba y entrenaba a los más pequeños, quienes me admiraban profundamente, convalidando perfectamente ambos compromisos. Aunque algunos de ellos eran conocidos popularmente como tuerce botas, yo les hacía creerse mejores, y salían a jugar dando lo mejor de sí mismos, disfrutando de una visión del futbol que les había cedido, que les había regalado. De algún modo, conseguí desfragmentar el trocito de Maradona que me había tocado, para regalar lo regalado. Para compartir la magia que me había inspirado. Y la magia del dios del futbol sin ninguna duda, obró milagros. Los torpes se hicieron disciplinados y necesarios, y los buenos, estrellas. Y durante todo ese tiempo no cesé en ningún momento de competir contra mi mayor enemigo, el más duro y poderoso al que enfrentaría a lo largo de toda mi vida deportiva, un enemigo que era capaz de anularme por momentos, que interfería en mi concentración, que era capaz de hacerme torpe y débil, impreciso, y ciego. Un enemigo que me acompañaría a cada estadio, a cada campo, a cada competición, sin estar presente físicamente, pues no precisaba de ello. Si, obviamente ese enemigo no era yo mismo, pero dejemos de hablar ahora de él, no le demos mayor protagonismo del que merece en esta historia, de momento dejaremos en suspense su identidad y el resultado final de nuestros enfrentamientos. Continuemos con mi relato…
Este niño creció y no pude evitar la influencia de la famosa serie televisiva “Campeones”, con Oliver y Benji, es más, como cabría esperar, su efecto también tuvo consecuencias en mi progresión futbolística, aunque a un nivel mucho más comedido y realista. Sin embargo no puedo negar haber intentado el tiro con efecto, el tiro combinado, o el tiro del tigre entre otros, menos la catapulta infernal de los gemelos Derrick, esa si estaba fuera de mi alcance, pero la intenté.
Lamentablemente la realidad tarde o temprano te devuelve al lugar al que correspondes, cada espacio físico tiene un número determinado de habitantes, y nadie puede permanecer fuera de sus fronteras eternamente. Por ello, algo o alguien, en un plano de existencia superior con suficiente poder y autoridad, decidió que este niño tenía que crecer.
El ojeador parecía haberse perdido entre tanto barrio y calle, y me acercaba a una edad determinante. Según mi padre, y él sabía mucho de fútbol, si con dieciséis años no estaba ya juagando en un buen equipo, lamentablemente ya no lo estaría, mi tren no había hecho escala en Travesía del canal, en las Mil viviendas, ni en el hipódromo; mi futuro futbolístico había llegado a su fin. En la mente de mi padre no había lugar para los milagros, y mucho menos para la magia, aunque fuese futbolística. La esperanza y dedicación de mis entrenadores se había transformado en decepción. En ese momento de mi vida fue cuando conocí a mi poderoso e incansable enemigo. Y a pesar de nuestros numerosos enfrentamientos no fui capaz de revertir sus efectos, lo máximo que puede conseguir, fue aprender a vivir bajo su influencia.
A pesar de todo no me resigné, mi momento llegaría, la esperanza es lo último que se pierde, pero esa frase no deja de ser un tópico más. La esperanza se va perdiendo progresivamente y no te das cuenta hasta que las has perdido por completo. A lo largo de todo ese año desarrollé el mejor futbol que hasta el momento había alcanzado. Mi nivel había aumentado tanto que necesitaba retos de mayor envergadura, rivales de mayor nivel, pero había sido infectado por el virus de la duda, y el miedo escénico se había fortalecido y me desafiaba con prepotencia. Pero no pudo ganar, no contra mí, yo era dueño de un fragmento de Maradona, y su magia seguía latente a pesar de la tensión a la que me enfrentaba, resplandeciendo cada vez que ganaba espacio para reivindicarse. Esa batalla no la perdí en los terrenos de juego, no, esa batalla la perdí en otro frente más cruel y sangriento, un escenario para el que no había sido entrenado adecuadamente.
Como aseguraba el fiel pronóstico, el resultado era de prever. Mi madre era víctima de la violencia de género y no encontró mejor forma para vencer a su rival, que huir de incógnito a un remoto lugar. Por ello nos convocó en secreto, para darnos instrucciones precisas de cómo debíamos proceder. Si nuestro rival conocía nuestros planes, perderíamos la sorpresa y, con ello, el partido de nuestras vidas pues mi padre, le había prometido que, en caso de abandonar, perderíamos mucho más que el encuentro, perderíamos para siempre a nuestro capitán.
Lo que nadie me había podido arrebatar en un terreno de juego, ahora lo tenía que sacrificar. Para volver a recuperar la admiración y el orgullo de mi padre, me había incorporado a la disciplina deportiva de un modesto club de barrio. Apenas había tenido tiempo de adaptarme, solo había disputado dos encuentros, en los cuales había intervenido escasamente cinco minutos. Tiempo insuficiente para vencer a mi poderoso enemigo. Pero la decisión estaba tomada, una vida por otra, ese era el precio a pagar, y no dudé en hacerlo, mi madre valía más que todo lo que me envolvía. Sin embargo no tenía derecho a retener los fragmentos de Maradona que poseía, la magia del Dios del futbol estaba destinada a encontrarse de nuevo en un futuro, y buscaba a anfitriones dignos de su influencia, por ello no los retuve y deje que se marcharan como habían venido, e excepción de una milésima parte que conservé egoístamente para mí, como recuerdo de la gloria de la que había disfrutado antaño.
Acompañado de la esencia emprendí mi nueva aventura en un retiro, que albergaba muchas más sorpresas de las que podía soportar, y mis defensas sucumbieron ante tamaña invasión, causándome una lesión de la que jamás me recuperaría por completo. La realidad me mostró un final anticipado de mi carrera, y la microscópica magia que albergaba se recluyó en lo más profundo de mí ser, y jamás volvería a surgir en soledad, pues mi más vil enemigo se había apropiado de ella. En solo tres meses, con diecisiete años recién cumplidos, había alcanzado mi mejor fútbol superando todas las adversidades a las que me había enfrentado, y lo había perdido casi en su totalidad debido al desengaño sufrido. Más allá del fútbol hay vida, y lo había descubierto, desgraciadamente. Creía que los terrenos de juego eran seguros y me había refugiado en ellos para huir de la realidad que presenciaba a cada instante. El fútbol me había dado esperanza, ilusión, fe, una razón por la que seguir luchando. Dentro de un campo de fútbol era importante, tenía una razón de ser, formaba parte de algo bueno, podía conseguir cualquier cosa que me propusiera, vencer a cualquier rival, me sentía especial, me sentía vivo. Pero todo aquello había desaparecido de la noche a la mañana, había fracasado, nunca podría demostrar a mi padre que no se había equivocado depositando tantas esperanzas en mí. Ese fue mi mayor y más cruel enemigo; jamás conseguí que mi padre se sintiera orgulloso de mi, futbolísticamente, y aunque traté de retomar mi sueño, no volví a ser el mismo, y para cuando lo logré, mi tren había pasado, me había convertido en autentico futbolero con una deuda imposible de cobrar. A pesar de los muchos partidos que jugué, del considerable espectáculo que ofrecí y la cantidad de goles que marqué emulando a todos y cada uno de mis héroes; incluyendo el gol olímpico de Kempes, mi enemigo, siempre encontraba la forma de vencer mis defensas para derrotarme.
Hasta que un día reconocí los fragmentos de Maradona agrupándose de nuevo en diferentes anfitriones para deleite de los aficionados de tan noble deporte. Y a pesar de que las grandes corporaciones estaban degradando y corrompiendo gravemente la esencia del futbol, su dios había previsto tal hecho y hacía brillar su esencia con mayor intensidad. Emulando grandes gestas del pasado para refrescar su paso por la historia.
Por ello la milésima parte de la esencia que había conservado en mi interior, abandonó su reclusión y se deshizo de su marca para volver a marcar el tanto de la victoria. Comprendí que debía dejarla marchar, pero esta se negó a abandonarme, ahora me pertenecía, me la había ganado. Así que no tuve más opción que compartirla con mis allegados, Las eternas Promesas, y dejar que impregnara a aquél que pudiera valorar su esencia, disfrutar de los destellos que aun pudiera ofrecer, hasta que mi cuerpo en su último lance, jugara el último partido de su vida con el resultado pactado con antelación. Después, un nuevo anfitrión daría cobijo a la esencia de un dios que disfruto y gozó siéndolo.
La historia del niño que albergaba la esencia del dios del futbol en su interior, toca a su fin, el colegiado mira su reloj y está a punto de iniciar el pitido final. Sin embargo no concluiré esta historia sin relatar, que no fue el único dios que cedió parte de su esencia en este chaval. Un dios distinto, concretamente, el dios de las artes marciales, Bruce Lee, hizo lo propio tras su muerte. Pero esta historia quizás sea relatada en otra ocasión más propicia, pues para concluir, quisiera hacerles una reflexión lógica que considero que está en la mente de todo lector que haya llegado hasta el final de este relato, o al menos debería estarlo: - ¿Qué pasó con este niño? ¿Pudieron armonizarse las esencias de dos dioses tan diferentes en su interior sin ocasionar consecuencias graves para su persona?
Y la respuesta a esta cuestión, es clara, directa, y concisa; -Podrían, de haber sido solo dos ;)
Tiempo Extra…
En la actualidad Juan Carlos Feliú es escritor de varias Novelas de éxito, y sigue practicando el fútbol con la misma ilusión que lo hacía cuando era niño, gozando de noches de gloria, y de otras que no lo son tanto.
Su padre finalmente fue juzgado y condenado a prisión por un delito de agresión en primer grado, tras cometer un intento de homicidio con premeditación y alevosía, utilizando como arma el antirrobo de hierro de su vehículo para tratar de arrebatar la vida de su mujer a golpe de brazo. Fue condenado a tres años de prisión, de los que cumplió nueve meses.
Su madre sobrevivió a la agresión, y a otras experiencias futuras relacionadas con la violencia de género; continuando con su adicción a un estilo de vida en el que asumía riesgos que en gran parte, nunca le pertenecieron.
Penaltis
Mi agradecimiento en esta obra está enfocado directamente al Fútbol, pues gracias a este “deporte” he conocido a innumerables personas realmente maravillosas. Por ello y de forma indirecta mi agradecimiento repercute en todos y cada uno de ellos, pues gracias al Fútbol tuve el placer de compartir momentos inolvidables, con personas igualmente inolvidables.