EPÍLOGO

 

Protegiendo la felicidad

 

 

He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz.

 

JORGE LUIS BORGES

 

 

Querido lector, aquí acaba este viaje en el tiempo por los principales conceptos económicos. Espero sinceramente que haya sido un buen guía y que hayas disfrutado del trayecto. Me gustaría, al menos, haberte ayudado a resolver dudas y haber conseguido transmitirte lo que significa el emocionante oficio de economista, del que tan orgulloso me siento.

A lo largo del libro hemos analizado diversos problemas económicos, el modo en que reaccionan los individuos cuando les afectan, así como las instituciones y medidas de política económica que se han desarrollado para combatir sus efectos indeseados y que tanta infelicidad provocan.

Primero posamos nuestra mirada sobre el comportamiento individual, para después ir ampliando el foco hasta mostrar el funcionamiento de los mercados a través de una acción tan simple como ir a un concierto. Aprendimos que cuando alguien desea vender un bien y otro quiere comprarlo, en la mayoría de las ocasiones acaban por encontrarse y llegar a un acuerdo, y que esto sucede también en países en los que el intercambio está prohibido. En este caso, estamos ante un mercado negro donde los compradores y vendedores alcanzan acuerdos igualmente, pero lo hacen de manera más ineficiente y con altas posibilidades de que los vendedores consigan poder de monopolio y fijen precios más elevados. Las economías desarrolladas se caracterizan porque la competencia es mayor y los bienes y servicios siempre ofrecen sustitutivos que limitan el poder monopolístico.

Debemos tener en cuenta que el mercado es como un jardín, un sistema vulnerable que necesita ciertos cuidados para que se desarrolle en condiciones óptimas, como el respeto a la propiedad privada que permite fijar el precio libremente y un sistema jurídico que garantice los derechos de ambas partes. El mercado no consigue por sí solo un reparto equitativo de la renta, de forma que las situaciones de desigualdad pueden constituir un problema. Es importante fomentar una redistribución justa. No podemos vivir en un mundo donde el 10 por ciento de la población se queda con el mayor porcentaje de la tarta.

Para lograrlo, debemos apoyarnos en el Estado. Su intervención es esencial en ciertos campos como la educación. Una enseñanza pública y de calidad es la única vía para garantizar la igualdad de oportunidades y que los hijos de las familias con menor renta puedan acceder a los mismos trabajos que aquellos que provienen de entornos de renta más alta. Si queremos una sociedad cohesionada y competitiva, que aproveche el talento, la selección ha de ser meritocrática y no aristocrática. No hay nada casual en que los países con mayor renta por habitante sean los que destinan un mayor porcentaje del PIB a educación. La formación revierte sobre el conjunto de la sociedad y construye países más cívicos y democráticos.

Necesitamos un sistema impositivo bien diseñado para financiar estos bienes y servicios fundamentales como lo son la educación y la sanidad. Estados Unidos es el ejemplo paradigmático de cómo el mercado es incapaz de ofrecer resultados satisfactorios en ciertos sectores: casi un 20 por ciento de la población estadounidense se encuentra excluida del sistema sanitario hasta el punto de que su índice de mortalidad infantil es mayor que el de países como Cuba.

El Estado ha de implicarse activamente en la lucha contra la pobreza creando un sistema de impuestos progresivo que facilite la correcta redistribución de la riqueza y el mantenimiento de los servicios públicos. La economía de mercado no es viable en contextos de inestabilidad, y la pobreza es el colesterol de la estabilidad social y política. Medidas como los sistemas de pensiones o seguros públicos de desempleo fueron creados, con acierto, tras la Gran Depresión.

Las series históricas son contundentes al respecto: los países con mayor renta por habitante del mundo son democracias consolidadas, pero conviene no olvidar que se trata de un sistema frágil, y que una buena economía constituye la clave para garantizar su buena salud. De ahí la importancia de que todos hagamos el esfuerzo de aumentar nuestros conocimientos sobre la materia: los ciudadanos bien formados e informados son menos vulnerables a los cantos de sirena.

No cabe duda de que el sistema capitalista también tiene fallos y los hemos repasado a lo largo del libro. Sin embargo, los experimentos realizados en los países comunistas han resultado decepcionantes en sus objetivos. La caída del bloque comunista tras la Guerra Fría nos descubrió la magnitud del desastre económico que habían padecido. Esto no significa que debamos ser complacientes con el sistema capitalista sino al contrario: en los últimos años hemos comprobado las consecuencias de sus excesos y esto debería servirnos para actuar y ponerles freno. Sabemos que los países con mayor renta por habitante se organizan con economías mixtas en las que el pilar principal es la iniciativa privada e individual y en las que el Estado toma un papel proactivo. Pero el Estado no es bueno por sí mismo y también tiene que estar sometido a contrapoderes que controlen y garanticen su correcta actuación: la libertad de prensa debe ser total y los medios de comunicación han de ejercerla sin miedo, mientras que el poder judicial tiene que hacer gala de su independencia y combatir con rigor algunos de los grandes males que acechan alrededor del poder, como es la corrupción.

En algunos capítulos de este libro hemos analizado el funcionamiento del ciclo económico y sus principales determinantes. Las empresas buscan maximizar sus beneficios y los trabajadores hacen lo propio con sus salarios. Como es natural, ambos objetivos entran en conflicto, ya que si los salarios crecen por encima de las ventas los beneficios caen, y llega un momento en que la situación se vuelve insostenible. Cuando llega esta fase recesiva, se invierten los términos para corregir el ciclo. Esto ha sucedido así desde hace milenios. El comunismo trató de romper con estas dinámicas pero no tuvo éxito. Las revoluciones fracasaron, aunque dejaron aspectos positivos de los que nos hemos beneficiado el resto de los países desarrollados: gracias a la amenaza revolucionaria, las economías no comunistas hicieron esfuerzos por regular el mercado de trabajo a través de negociaciones colectivas, la legalización de los sindicatos, así como herramientas de política fiscal y monetaria que han contribuido a la mejora de las condiciones de la clase trabajadora.

También hemos dedicado algunos capítulos a explicar el papel del dinero y del crédito en la formación de estos ciclos. En España, la última fase expansiva de crédito ha dejado importantes cicatrices en la sociedad en forma de desempleo, pobreza y deuda pública. La crisis en nuestro país nos ha enseñado que las burbujas de crédito son muy peligrosas y capaces de provocar mucha infelicidad.

La inflación, vinculada al dinero y al crédito, es otra de las amenazas a las que nos enfrentamos. No es posible conseguir la estabilidad económica y social si la inflación se encuentra descontrolada, pues los negocios dejan de ser rentables, colapsa el ciclo de acumulación de capital y la economía entra en depresión como la que vivimos desde 2008.

Aquellos países que no cuentan con una economía sólida e instituciones y herramientas para garantizar la estabilidad tienen menor riqueza y esperanza de vida. La Gran Depresión de los años treinta ocasionó un impacto terrible en términos de pobreza y sufrimiento. En los años cuarenta se desarrollaron medidas de política monetaria y fiscal para que una depresión de tal magnitud no volviera a repetirse. Después de la crisis de 2008 hemos comprendido que no hay una vacuna infalible para evitarlas, si bien hemos descubierto que al menos disponemos de antibióticos que nos ayudan a curar la infección antes de que sea demasiado tarde.

Durante la Gran Depresión la producción industrial de los siete países más desarrollados cayó sistemáticamente durante tres años y acumuló una caída del 35 por ciento. En la Gran Recesión que comenzó en 2008, la caída fue del 15 por ciento y duró un año. En los años treinta, cuando los ingresos públicos empezaron a descender, los gobiernos recortaron el gasto para mantener el déficit cero. El crédito empezó a desplomarse y los bancos centrales no pusieron más dinero en circulación para evitar la deflación. Entonces, Estados Unidos tardó tres años en recapitalizar su sistema bancario con dinero público para evitar el hundimiento del crédito y la depresión. Después de la quiebra de Lehman Brothers y el terremoto que produjo a continuación, los gobiernos aumentaron el gasto público con planes de inversión y seguros de desempleo, los bancos centrales inundaron el sistema de liquidez para evitar la deflación y se actuó con contundencia para recapitalizar el sistema bancario mundial. Estados Unidos ha sido el país que mejores medidas económicas ha aplicado durante esta crisis y por eso ha empezado antes su recuperación. El recuerdo de la Gran Depresión les dejó valiosas lecciones que han sabido poner en práctica en esta ocasión.

A pesar de todo, la Gran Recesión ha sido una importante cura de humildad para los economistas. Algunos llevaban tiempo advirtiendo sobre los peligros de los excesos que se estaban cometiendo y los riesgos que llevaban asociados, pero el paradigma económico se hallaba dominado por una excesiva confianza en la bondad del mercado y de la célebre mano invisible. Frases como «el mercado siempre es más eficiente que el Estado» o «no se pueden poner puertas al campo» se convirtieron en lugares comunes de la sabiduría económica y favorecieron un entorno donde tanto la regulación como la supervisión se demostraron fallidas.

Lo paradójico de la situación es que una vez hubo estallado la crisis, los ciudadanos se apresuraron a exigir responsabilidades políticas a sus gobernantes, pero precisamente si existió un factor determinante en esta crisis fue su irresponsabilidad y su falta de acción en asuntos económicos. Sin ir más lejos, el Banco de España debería haber intervenido para mitigar el fuerte crecimiento del crédito que estaba alimentando una burbuja inmobiliaria de proporciones colosales. Vistas las consecuencias del caso, parece claro que la burbuja tendría que haberse pinchado mucho antes y el Banco de España debería haber implantado medidas para limitar el crédito desde el año 2000. La economía española crecía el triple que la alemana y necesitaba tipos de interés del BCE superiores para frenar la euforia de gasto en que nos habíamos embarcado, pero lo cierto es que una actuación de estas características, a buen seguro habría propiciado críticas por parte del resto de los países de la unión y de los medios de comunicación internacionales acusando a España de excesivo intervencionismo.

España no estuvo sola en este fenómeno: Australia, Dinamarca, Reino Unido, Irlanda, Estados Unidos, Perú, Colombia o Uruguay también registraron burbujas inmobiliarias durante la edad dorada del crédito mundial. Esto pone de manifiesto que se trató de un problema sistémico mundial ayudado por la falta de actuación política y de gobernanza global.

El fin de la Segunda Guerra Mundial produjo la necesidad de firmar nuevos acuerdos que regulasen las futuras relaciones comerciales entre los países. Estos acuerdos se conocieron con el nombre de Bretton Woods y lograron el mayor período de estabilidad del siglo pasado. En 1975 el paradigma económico cambió y, desde entonces, el mundo vive en un no sistema.

Es necesario reformar los edificios de la gobernanza global y adaptarlos a la nueva realidad. El eje del crecimiento mundial se ha desplazado al Global Sur y especialmente a Asia. Pero China y la India apenas tienen representación ni influencia en el FMI, el Banco Mundial o en la Organización Mundial del Comercio. El otro pilar básico del gobierno global es la regulación. Los paraísos fiscales destruyen la confianza en el sistema impositivo e impiden a las naciones recaudar el dinero imprescindible para sostener el estado del bienestar. Multinacionales y grandes fortunas reducen el pago de impuestos a costa de las rentas del trabajo, que son incapaces de sostener ellas solas las economías de los países e incrementan la desigualdad.

Pero la medida fundamental para evitar otra crisis como la que estamos sufriendo ha de centrarse en la regulación de la actividad del sistema financiero mundial. Hay que reducir su tamaño, su complejidad y volver a los principios que empezaron a estudiar los escolásticos de Alcalá. Financiero es un vocablo que proviene del latín y cuyo significado es «fin» o «lo último». La economía productiva tiene que ir por delante del sistema financiero, y éste debe dedicarse a gestionar el dinero y los medios de pago, además de canalizar el ahorro hacia la inversión para favorecer la riqueza de las naciones.

Los acuerdos de Bretton Woods lideraron el período con mejor comportamiento de la historia económica mundial durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado gracias a un control exhaustivo del sistema bancario y de los flujos financieros. Y su labor de supervisión permitió un fuerte aumento del comercio, de la renta y la creación de clases medias que compensaron la tendencia natural del capitalismo a la desigualdad.

Son otros tiempos, el Muro de Berlín ha caído y debemos formular nuevos acuerdos que tengan en cuenta la correlación de fuerzas actual, en la que China y la India desempeñan un rol principal. Tenemos la obligación de remodelar las instituciones con el objetivo de volver a situar al hombre en el centro de las decisiones. Y lograr que la globalización y la revolución tecnológica, lejos de ser una amenaza, se conviertan en un medio para mejorar nuestro nivel de vida y no en un fin en sí mismas. Si persistimos en los mismos errores, lo único que conseguiremos será acentuar nuestra fragilidad y sucumbir a una nueva crisis financiera tan grave como la de 2008. Y si ésta se produce sin haber curado las cicatrices de la anterior, los antibióticos que empleemos no surtirán ningún efecto.

En último lugar, pero no por ello menos importante, he querido poner en valor nuestro bien más preciado: el planeta en que vivimos. Debemos preocuparnos más por nuestro querido y a veces olvidado planeta Tierra. Nada de lo que hagamos tendrá importancia si no protegemos y conservamos los recursos naturales. La calidad de nuestra vida depende de ello.

El filósofo Ortega y Gasset dijo «además de enseñar, enseña a dudar de lo que has enseñado», y de este modo me gustaría poner el punto y final a nuestro viaje. Ojalá que este libro sirva para transmitir los conocimientos económicos imprescindibles para lograr que los ciudadanos se formen una opinión propia sobre la materia, que fomente el debate y mejore tanto la salud económica como las buenas prácticas con el consiguiente beneficio para la sociedad en su conjunto. No importa si alcanzamos conclusiones distintas. Lo único de lo que no dudo es de que si consigo que miles de lectores sigan parándome por la calle y dándome las gracias por hacerles entender mejor sus problemas económicos, seré más feliz.

Carpe diem.