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Cuando Hitler entró en Viena, Alma Trap y su hermano George oían las noticias desde la vieja casa de Georgetown en Washington. Sabían que era el principio del fin para Suiza. Pensaron en su padre, del que no tenían noticias desde hacia años, y Alma se descubrió pensando en Adrian, Adrian Troadec.
Sólo dos días después, Alma fue visitada por un sargento que le traía una nota de pésame del general Taft: Mel Willman había muerto.
Alma, entonces, lloró. Pero sólo por ella.
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El 3 de septiembre de 1939, el día que se declaró el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Rebeca Sara Newton golpeó en la puerta de los hermanos Trap.
George sólo acertó a ver sus delicados labios y sus ojos luminosos en los que él leyó «vuelvo a ti». Pero lo que no leyó, aunque era más evidente, es que Becki venía embarazada.
El 29 de febrero de 1940, el día en que se estrenó Lo que el viento se llevó, nació Eleanor, hija de un falso productor cinematográfico y de la cantante y hasta entonces ascendente estrella de cine Rebeca Sara Newton, Becki Newton.
George Trap lo tenía asumido desde hacía cinco meses, veintiséis días y siete horas: si no quería perder nunca más a Rebeca, aquella debía ser su hija. Sería su hija Eleanor. Eleanor Trap.
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Rebeca descubrió un tipo de felicidad más mansa que la de sus largos viajes y divertidos conciertos. George daba clases de piano y Alma vivía de la pensión militar de su marido y tocaba en la pequeña orquesta de la Escuela. Eleanor crecía con alegría en un sencillo hogar americano.
Pero en Europa, en mayo, el ejército alemán más invadía Holanda y Bélgica; en junio, Francia se rendía a Alemania, y la Torre Eiffel, aquella que contemplara con admiración el joven György Trapolyi a su paso por París en aquel viaje sin regreso, luciría la esvástica nazi; en septiembre, Londres sería duramente bombardeada por primera vez; un año después, el 10 de mayo, quinientos cincuenta aviones arrojarían miles de bombas sobre la ciudad destruyéndola casi por completo; en junio los alemanes invadirían Rusia; por fin, el 7 de diciembre de 1941 los japoneses atacarían Pearl Harbor. La Segunda Guerra Mundial había comenzado.
Alma, George y Rebeca veían su mundo desmoronarse.
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Alma Trap no podía soportar ni la inactividad ni el papel tan absurdo que le quedaba a la música clásica en tiempos de guerra y por eso se enroló en el Cuerpo de Enfermeras Voluntarias de la Cruz Roja. Allí se dio cuenta de que había vivido entre algodones y de que no estaba preparada para aceptar la realidad. Cada noche, cuando se encerraba en su habitación, lloraba.
Alma soñaba con volver a casa, imaginaba una vida feliz con Adrian, del que no sabía nada desde hacia años, pero la guerra impedía los sueños. Alma comprendía que se estaba replegando, que no quería seguir adelante, que sólo quería volver a atrás, al cobijo de sus recuerdos. Esto era —se dio cuenta— el enroque de dama.
Todos los sueños se habían detenido en el mundo. Los años de la guerra sólo permitían espacio en el pensamiento para concentrarse en sobrevivir.
De su vida diaria de coser a jóvenes destrozados por la guerra, a Alma lo único que le daba verdadera satisfacción era jugar con su sobrina Eleanor.
Pero Eleanor cayó enferma.
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Eleanor pareció pasar una gripe con fiebres altas toda una semana. No sólo Becki y George estaban preocupados; Alma, secretamente, pensaba que ella era la culpable: su trato con los enfermos en el hospital había podido ser la causa. Pero Eleanor mejoró.
Ocho días después Eleanor volvió a tener fiebre y vómito. Una mañana, su madre, Rebeca, se dio cuenta de que Eleanor no podía mover ni las piernas ni apenas los brazos.
En el verano de 1944, cuando los norteamericanos comenzaban a recibir las primeras noticias de que los ejércitos aliados habían conseguido desembarcar en las playas de Normandía, la niña de cuatro años Eleanor Trap fue diagnosticada de inflamación de la médula o parálisis infantil.
Alma pensó que la vida no se justifica si un niño tiene que sufrir.
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Alma dejó el hospital sólo para dedicarse a su sobrina, llevada por un lacerante sentido de culpa: su pretendido acto heroico de ayudar para entretenerse no le había traído más que dolor. Rebeca Sara Newton cayó en una angustia crónica que le impedía actuar. George Trap consiguió aislarse en su mundo. En definitiva —pensó—, aquella no era su hija.
Alma Trap decidió no rendirse. Habló con médicos y enfermeras y descubrió que aquella estaba siendo una enfermedad más habitual de lo que en un principio se creía: cientos de niños de entre cuatro y quince años la padecían. Algunas enfermeras habían logrado grandes avances en los enfermos aplicándoles calor sobre los músculos y con ejercicios en las extremidades afectadas, ya fuera de manera pasiva o activa.
La pequeña Eleanor sufría dolores de cabeza y de espalda y frecuentemente se orinaba encima. Alma Trap observó que nunca había tenido más fuerzas y más constancia que en aquella época ante la enfermedad de su sobrina. Eleanor pareció alimentarse de esa energía, reforzó también su incipiente carácter y en sólo siete meses pudo volver a caminar por sí sola.
Las piernas delgadas, fibrosas, y una leve cojera en la pierna derecha ya no la abandonarían de por vida. El amor por su tía Alma, tampoco.
Años después, Alma se entraría de que las transmisoras de la enfermedad no eran las enfermeras, como se temía, sino las moscas. Pero entonces ya nadie pudo devolverle los años de angustia.
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En mayo de 1945 la guerra en Europa terminó, aunque el frente de los norteamericanos contra los japoneses seguía abierto.
El día 6 de agosto, los norteamericanos lanzaron una bomba sobre la ciudad japonesa de Hiroshima que mató al instante a ochenta mil personas. Tres días después repitieron la acción sobre la ciudad de Nagasaki matando, está vez, a sesenta y cinco mil personas.
Cuando el 14 de agosto se conoció la rendición de Japón, la gente se echó a la calle en Washington: Becki, George y Eleanor se abrazaban, gritaban y reían. Alma pensó en su marido Mel y en la locura de la guerra.
Más de cincuenta y cinco millones de personas murieron de manera directa o indirecta a causa de esa guerra: la Segunda Guerra Mundial.
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Adrian Troadec, durante la guerra, se defendió con sus ahorros. Aunque su pretendida ampliación de negocio no llegó a consolidarse, sí consiguió poner en funcionamiento un pequeño horno con caldera con el que empezó a fabricar y abastecer su pequeño comercio.
Mientras, la vida en Europa estaba absolutamente trastornada. Por Suiza pasaban ciudadanos de todo el mundo: alemanes descontentos con el régimen y la guerra, judíos que huían de las persecuciones racistas, franceses que escapaba del régimen nazi, españoles derrotados en la guerra civil, italianos de todo espectro, izquierdistas primero y fascistas después, y toda clase de gentes de todos los países que venían a cobijarse del mundo de la guerra.
Una mañana de 1941, apareció en la puerta de su comercio Lajos Trapolyi con una joven violinista albanesa llamada Elena Petroncini.
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Elena Petroncini llevaba dos años huyendo desde la toma de Albania por las tropas de Mussolini. Ella era hija de Victor Petroncini, un viejo, romántico e ingenuo militar italiano que llegó a Shkodra, ciudad natal de Elena, en el norte de Albania, siendo un joven idealista y soñador, durante la Primera Guerra Mundial. En noviembre de 1912, los italianos, apoyando al imperio austro-húngaro tomaron esa parte del país contra los griegos, que se hicieron con el sur, para asegurarse la independencia de Albania y facilitar su penetración en los Balcanes. Victor Petroncini, durante la toma, conoció a Muradije Ramiqi, intelectual, poeta, pintora y mujer rebelde, que quedó fascinada por la paradójica personalidad de un hombre ingenuo y candoroso y, a la vez, aguerrido y robusto. Muradije Ramiqi con una sola mirada le dejó claro que tenía que desertar y quedarse en Albania para siempre.
Víctor Petroncini supo en ese momento que no tenía elección. Tiempo después diría: «Era más peligroso abandonarla a ella que a todo mi ejército con sus generales».
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Elena Petroncini salió de Albania con un pequeño zurrón donde sólo había una muda para tres días y, envuelto en un trapo, un viejo violín vienés de la antigua casa Tim que llevó a Shkodra un violinista italiano en tiempos del bajá Alí de Ioannina a principios del siglo XIX.
El violín que llevaba en su bolsa Elena había comenzado su vida en Viena en 1770; participó en el estreno de a Las Bodas de Figaro sólo 16 años después; viajó a la Venecia napoleónica en 1797, donde fue adscrito al Conservatorio para Niños Huérfanos de Santa María di Lorento. Allí cantó la obra de Vivaldi, Marcello y Pergolesi; durante los inestables años del poder napoleónico llegó a Roma, donde fue olvidado durante más de doce años hasta la proclamación de Roma como ciudad libre e imperial en 1809.
Esos fueron los grandes años del violín de la antigua casa Tim de Viena: participó en las grandes óperas de Rossini: L’ italiana in Algeri, El Barbero de Sevilla, La Cenerentola. Pero en 1818 su dueño murió y fue vendido a un antojadizo y aventurero músico que se lo llevó consigo a Shkodra, la antigua capital albanesa, donde fue empeñado hasta que lo compró, 19 años después, Alí Ramiqi, el abuelo de Muradije Ramiqi, que lo hizo pasar de generación en generación hasta Elena Petroncini, que ahora lo llevaba en su zurrón.