PREFACIO (1999)
Hace diez años terminé el manuscrito de la versión inglesa de El género en disputa y lo envié a Routledge para su publicación. Nunca imaginé que el texto iba a tener tantos lectores, ni tampoco que se convertiría en una «intervención» provocadora en la teoría feminista, ni que sería citado como uno de los textos fundadores de la teoría queer. La vida del texto ha superado mis intenciones, y seguramente esto es debido, hasta cierto punto, al entorno cambiante en el que fue acogido. Mientras lo escribía comprendí que yo misma mantenía una relación de combate y antagonista a ciertas formas de feminismo, aunque también comprendí que el texto pertenecía al propio feminismo. Escribía entonces en la tradición de la crítica inherente, cuyo objetivo es revisar de forma crítica el vocabulario básico del movimiento de pensamiento en el que se inscribe. Había y todavía hay una justificación para esta forma de crítica y para diferenciar entre la autocrítica, que promete una vida más democrática e integradora para el movimiento, y la crítica, que tiene como objetivo socavarlo completamente. Es evidente que siempre se puede malinterpretar tanto la primera como la segunda, pero espero que esto no ocurra en el caso de El género en disputa.
En 1989 mi atención se centraba en criticar un supuesto heterosexual dominante en la teoría literaria feminista. Mi intención era rebatir los planteamientos que presuponían los límites y la corrección del género, y que limitaban su significado a las concepciones generalmente aceptadas de masculinidad y feminidad. Consideraba y sigo considerando que toda teoría feminista que limite el significado del género en las presuposiciones de su propia práctica dicta normas de género excluyentes en el seno del feminismo, que con frecuencia tienen consecuencias homofóbicas. Me parecía —y me sigue pareciendo— que el feminismo debía intentar no idealizar ciertas expresiones de género que al mismo tiempo originan nuevas formas de jerarquía y exclusión; concretamente, rechacé los regímenes de verdad que determinaban que algunas expresiones relacionadas con el género eran falsas o carentes de originalidad, mientras que otras eran verdaderas y originales. El objetivo no era recomendar una nueva forma de vida con género que más tarde sirviese de modelo a los lectores del texto, sino más bien abrir las posibilidades para el género sin precisar qué tipos de posibilidades debían realizarse. Uno podría preguntarse de qué sirve finalmente «abrir las posibilidades», pero nadie que sepa lo que significa vivir en el mundo social y lo que es «imposible», ilegible, irrealizable, irreal e ilegítimo planteará esa pregunta.
La intención de El género en disputa era descubrir las formas en las que el hecho mismo de plantearse qué es posible en la vida con género queda relegado por ciertas presuposiciones habituales y violentas. El texto también pretendía destruir todos los intentos de elaborar un discurso de verdad para deslegitimar las prácticas de género y sexuales minoritarias. Esto no significa que todas las prácticas minoritarias deban ser condenadas o celebradas, sino que debemos poder analizarlas antes de llegar a alguna conclusión. Lo que más me inquietaba eran las formas en que el pánico ante tales prácticas las hacía impensables. ¿Es la disolución de los binarios de género, por ejemplo, tan monstruosa o tan temible que por definición se afirme que es imposible, y heurísticamente quede descartada de cualquier intento por pensar el género?
Algunas de estas suposiciones se basaban en lo que se denominó el «feminismo francés», y eran muy populares entre los estudiosos de la literatura y algunos teóricos sociales. Al tiempo que rechacé el heterosexismo existente en el núcleo del fundamentalismo de la diferencia sexual, también tomé ideas del postestructuralismo francés para elaborar mis planteamientos. Así, en El género en disputa mi trabajo acabó siendo un estudio de traducción cultural. Las teorías estadounidenses del género y la difícil situación política del feminismo se vieron a la luz de la teoría postestructuralista. Aunque en algunas de sus presentaciones el postestructuralismo se presenta como un formalismo, alejado de los problemas del contexto social y el objetivo político, no ha ocurrido lo mismo con sus apropiaciones estadounidenses más recientes. De hecho, no se trataba de «aplicar» el postestructuralismo al feminismo, sino de exponer esas teorías a una reformulación específicamente feminista. Mientras que algunos defensores del formalismo postestructuralista manifiestan su descontento por la confesada orientación «temática» que recibe en obras como El género en disputa, las críticas del postestructuralismo en el ámbito de la izquierda cultural se han mostrado escépticas ante la afirmación de que todo lo políticamente progresista pueda proceder de sus premisas. No obstante, en ambas concepciones el postestructuralismo se considera algo unificado, puro y monolítico. Pero en los últimos años esa teoría, o conjunto de teorías, se ha trasladado a los estudios de género y de la sexualidad, a los estudios poscoloniales y raciales. Ha perdido el formalismo de antaño y ha adquirido una vida nueva y trasplantada en el ámbito de la teoría cultural. Hay discusiones continuas sobre si mi obra o la de Homi Bhabha, Gayatri Chakravorty Spivak, o Slavoj Žižek pertenece a los estudios culturales o a la teoría crítica, pero es posible que estas preguntas no hagan más que poner de manifiesto que la marcada distinción entre las dos empresas se ha diluido. Algunos teóricos afirmarán que todo lo anterior pertenece al campo de los estudios culturales, y otros investigadores de dicho ámbito se considerarán opositores de todas las formas de teoría (aunque resulta significativo que Stuart Hall, uno de los fundadores de los estudios culturales en Gran Bretaña, no lo haga); pero los defensores de ambos lados a veces olvidan que el perfil de la teoría ha variado precisamente por sus apropiaciones culturales. Hay un nuevo terreno para la teoría, necesariamente impuro, donde ésta emerge en el acto mismo de la traducción cultural y como tal. No se trata del desplazamiento de la teoría por el historicismo, ni de una mera historización de la teoría que presente los límites contingentes de sus demandas más susceptibles de generalización; más bien se trata de la aparición de la teoría en el punto donde convergen los horizontes culturales, donde la exigencia de traducción es aguda y su promesa de éxito incierta.
El género en disputa tiene sus orígenes en la «teoría francesa», que es propiamente una construcción estadounidense extraña. Sólo en Estados Unidos encontramos tantas teorías distintas juntas como si formaran cierto tipo de unidad. Aunque el libro se ha traducido a varios idiomas y ha tenido una gran repercusión en las discusiones sobre género y política en Alemania, en Francia aparecerá —si finalmente se publica— mucho después que en otros países. Menciono esto para poner de manifiesto que el supuesto francocentrismo del texto está a una distancia considerable de Francia y de la vida de la teoría francesa. El género en disputa tiende a interpretar juntos, en una vena sincrética, a varios y varias intelectuales franceses (Lévi-Strauss, Foucault, Lacan, Kristeva, Wittig) que se aliaron en contadas ocasiones y cuyos lectores en Francia en contadas ocasiones, o tal vez nunca, leyeron a los demás. En efecto, la promiscuidad intelectual del texto lo caracteriza precisamente como un texto estadounidense y lo aleja del contexto francés. Lo mismo hace su énfasis en la tradición sociológica y antropológica angloestadounidense de los estudios de «género», que se aleja del discurso de la «diferencia sexual» originado en la investigación estructuralista. Aunque el texto corre el riesgo de ser eurocéntrico en Estados Unidos, en Francia se considera una amenaza de «americanización» de la teoría, según los escasos editores franceses que han pensado en la posibilidad de publicarlo[1].
Desde luego, la «teoría francesa» no es el único lenguaje que se utiliza en este texto; éste nace de un prolongado acercamiento a la teoría feminista, a los debates sobre el carácter socialmente construido del género, al psicoanálisis y el feminismo, a la excelente obra de Gayle Rubin sobre el género, la sexualidad y el parentesco, a los estudios pioneros de Esther Newton sobre el travestismo, a los magníficos escritos teóricos y de ficción de Monique Wittig, y a las perspectivas gay y lésbica en las humanidades. Mientras que en la década de 1980 muchas feministas asumían que el lesbianismo se une con el feminismo en el feminismo lésbico, El género en disputa trataba de refutar la idea de que la práctica lésbica materializa la teoría feminista y establece una relación más problemática entre los dos términos. En este escrito, el lesbianismo no supone un regreso a lo que es más importante acerca de ser mujer; tampoco consagra la feminidad ni muestra un mundo ginocéntrico. El lesbianismo no es la realización erótica de una serie de creencias políticas (la sexualidad y la creencia están relacionadas de una forma mucho más compleja y con frecuencia no coinciden). Por el contrario, el texto plantea cómo las prácticas sexuales no normativas cuestionan la estabilidad del género como categoría de análisis. ¿Cómo ciertas prácticas sexuales exigen la pregunta: qué es una mujer, qué es un hombre? Si el género ya no se entiende como algo que se consolida a través de la sexualidad normativa, entonces ¿hay una crisis de género que sea específica de los contextos queer?
La noción de que la práctica sexual tiene el poder de desestabilizar el género surgió tras leer «The Traffic in Women», de Gayle Rubin, y pretendía determinar que la sexualidad normativa consolida el género normativo. En pocas palabras, según este esquema conceptual, una es mujer en la medida en que funciona como mujer en la estructura heterosexual dominante, y poner en tela de juicio la estructura posiblemente implique perder algo de nuestro sentido del lugar que ocupamos en el género. Considero que ésta es la primera formulación de «el problema del género» o «la disputa del género» en este texto. Me propuse entender parte del miedo y la ansiedad que algunas personas experimentan al «volverse gays», el miedo a perder el lugar que se ocupa en el género o a no saber quién terminará siendo uno si se acuesta con alguien ostensiblemente del «mismo» género. Esto crea una cierta crisis en la ontología experimentada en el nivel de la sexualidad y del lenguaje. Esta cuestión se ha agravado a medida que hemos ido reflexionando sobre varias formas nuevas de pensar un género que han surgido a la luz del transgénero y la transexualidad, la paternidad y la maternidad lésbicas y gays, y las nuevas identidades lésbicas masculina y femenina. ¿Cuándo y por qué, por ejemplo, algunas lesbianas masculinas que tienen hijos hacen de «papá» y otras de «mamá»?
¿Qué ocurre con la idea, propuesta por Kate Bornstein, de que una persona transexual no puede ser definida con los sustantivos de «mujer» u «hombre», sino que para referirse a ella deben utilizarse verbos activos que atestigüen la transformación permanente que «es» la nueva identidad o, en efecto, la condición «provisional» que pone en cuestión al ser de la identidad de género? Aunque algunas lesbianas afirman que la identidad lésbica masculina no tiene nada que ver con «ser hombre», otras sostienen que dicha identidad no es o no ha sido más que un camino hacia el deseo de ser hombre. Sin duda estas paradojas han proliferado en los últimos años y proporcionan pruebas de un tipo de disputa sobre el género que el texto mismo no previó[2].
No obstante, ¿cuál es el vínculo entre género y sexualidad que pretendía recalcar? Es evidente que no estoy afirmando que ciertas formas de práctica sexual den como resultado ciertos géneros, sino que en condiciones de heterosexualidad normativa, vigilar el género ocasionalmente se utiliza como una forma de afirmar la heterosexualidad. Catharine MacKinnon plantea este problema de una manera parecida a la mía pero, al mismo tiempo, con algunas diferencias decisivas e importantes. MacKinnon afirma: «Suspendida como si fuera un atributo de una persona, la desigualdad sexual adopta la forma de género; moviéndose como una relación entre personas, adopta la forma de sexualidad. El género emerge como la forma rígida de la sexualización de la desigualdad entre el hombre y la mujer»[3].
Según este planteamiento, la jerarquía sexual crea y consolida el género. Pero lo que crea y consolida el género no es la normatividad heterosexual, sino que es la jerarquía del género la que se esconde detrás de las relaciones heterosexuales. Si la jerarquía del género crea y consolida el género, y si ésta presupone una noción operativa de género, entonces el género es lo que causa el género, y la formulación termina en una tautología. Quizá MacKinnon solamente pretenda precisar los mecanismos de autorreproducción de la jerarquía del género, pero no es esto lo que afirma.
¿Acaso basta con la «jerarquía del género» para explicar las condiciones de producción del género? ¿Hasta qué punto la jerarquía del género sirve a una heterosexualidad más o menos obligatoria, y con qué frecuencia la vigilancia de las normas de género se hace precisamente para consolidar la hegemonía heterosexual?
Katherine Franke, teórica contemporánea del área jurídica, emplea de forma innovadora las perspectivas feminista y queer para observar que, al presuponer la primacía de la jerarquía del género para la producción del género, MacKinnon también está aceptando un modelo presuntamente heterosexual para pensar sobre la sexualidad. Franke propone un modelo de discriminación de género diferente al de MacKinnon, quien afirma de manera convincente que el acoso sexual es la alegoría paradigmática de la producción del género. No toda discriminación puede interpretarse como acoso; el acto de acoso puede ser aquel en el que una persona es «convertida» en un determinado género; pero también hay otras formas de establecer el género. Así pues, según Franke, es importante distinguir provisionalmente entre discriminación de género y discriminación sexual. Por ejemplo, los gays pueden recibir un trato discriminatorio en el ámbito laboral porque su «apariencia» no coincide con las normas de género aceptadas. Y es posible que acosar sexualmente a los gays no obedezca al propósito de consolidar la jerarquía del género, sino al de promover la normatividad del género.
Al mismo tiempo que critica el acoso sexual, MacKinnon establece otro tipo de regulación: tener un género significa haber establecido ya una relación heterosexual de subordinación. En un nivel analítico, hace una ecuación en la que resuenan algunas formas dominantes del argumento homofóbico. Una postura de este tipo recomienda y perdona el ordenamiento sexual del género, al afirmar que los hombres que son hombres serán heterosexuales, y las mujeres que son mujeres serán heterosexuales. Hay otra serie de puntos de vista, en el que se incluye el de Franke, que critica esta forma de regulación del género. Por tanto, existe una diferencia entre las posturas sexista y feminista sobre la relación entre género y sexualidad: la postura sexista afirma que una mujer únicamente revela su condición de mujer durante el acto del coito heterosexual en el que su subordinación se convierte en su placer (la esencia emana y se confirma en la subordinación sexualizada de la mujer); la posición feminista argumenta que el género debería ser derrocado, suprimido o convertido en algo ambiguo, precisamente porque siempre es un signo de subordinación de la mujer. Esta última postura acepta el poder de la descripción ortodoxa de la primera y reconoce que la descripción sexista ya funciona como una ideología poderosa, pero se opone a ella.
Censuro este planteamiento porque algunos teóricos queer han establecido una distinción analítica entre género y sexualidad, y rechazan que exista una relación causal o estructural entre ambos. Esto tiene mucho sentido desde cierta perspectiva: si lo que se pretende con esta distinción es afirmar que la normatividad heterosexual no debería ordenar el género, y que habría que oponerse a tal ordenamiento, estoy completamente de acuerdo con esta postura[4]. Pero si lo que se quiere decir con eso es que (desde un punto de vista descriptivo) no hay una regulación sexual del género, entonces considero que una dimensión importante, aunque no exclusiva, de cómo funciona la homofobia es que pasa desapercibida entre aquellos que la combaten con más fuerza. Con todo, reconozco que practicar la subversión del género no implica necesariamente nada acerca de la sexualidad y la práctica sexual. El género puede volverse ambiguo sin cambiar ni reorientar en absoluto la sexualidad normativa. A veces la ambigüedad de género interviene precisamente para reprimir o desviar la práctica sexual no normativa para, de esa forma, conserva intacta la sexualidad normativa[5]. En consecuencia, no se puede establecer ninguna correlación, por ejemplo, entre el travestismo o el transgénero y la práctica sexual, y la distribución de las inclinaciones heterosexual, bisexual y homosexual no puede determinarse de manera previsible a partir de los movimientos de simulación de un género ambiguo o distinto.
Gran parte de mi obra de los últimos años ha estado dedicada a esclarecer y revisar la teoría de la performatividad que se perfila en El género en disputa[6]. No es tarea fácil definir la performatividad, no sólo porque mis propias posturas sobre lo que la «performatividad» significa han variado con el tiempo, casi siempre en respuesta a críticas excelentes[7], sino también porque muchos otros la han adoptado y la han formulado a su manera. Originalmente, la pista para entender la performatividad del género me la proporcionó la interpretación que Jacques Derrida hizo de «Ante la ley», de Kafka. En esa historia, quien espera a la ley se sienta frente a la puerta de la ley, y atribuye cierta fuerza a esa ley. La anticipación de una revelación fidedigna del significado es el medio a través del cual esa autoridad se instala: la anticipación conjura su objeto. Es posible que tengamos una expectativa similar en lo concerniente al género, de que actúe una esencia interior que pueda ponerse al descubierto, una expectativa que acaba produciendo el fenómeno mismo que anticipa. Por tanto, en el primer caso, la performatividad del género gira en torno a esta metalepsis, la forma en que la anticipación de una esencia provista de género origina lo que plantea como exterior a sí misma. En el segundo, la performatividad no es un acto único, sino una repetición y un ritual que consigue su efecto a través de su naturalización en el contexto de un cuerpo, entendido, hasta cierto punto, como una duración temporal sostenida culturalmente[8].
Se han formulado varias preguntas importantes a esta doctrina, y una de ellas es especialmente digna de mención. La postura de que el género es performativo intentaba poner de manifiesto que lo que consideramos una esencia interna del género se construye a través de un conjunto sostenido de actos, postulados por medio de la estilización del cuerpo basada en el género. De esta forma se demuestra que lo que hemos tomado como un rasgo «interno» de nosotros mismos es algo que anticipamos y producimos a través de ciertos actos corporales, en un extremo, un efecto alucinatorio de gestos naturalizados. ¿Significa esto que todo lo que se entiende como «interno» sobre la psique es, por consiguiente, expulsado, y que esa internalidad es una metáfora falsa? Aunque El género en disputa evidentemente se sirvió de la metáfora de una psique interna en su primera discusión sobre la melancolía del género, ese énfasis no se introdujo en el pensamiento de la performatividad misma[9]. Tanto Mecanismos psíquicos de poder como varios de mis artículos recientes sobre cuestiones relacionadas con el psicoanálisis han intentado encontrar la manera de vivir con este problema, lo que muchos han visto como una ruptura problemática entre los primeros y los últimos capítulos de esta obra. Aunque yo negaría que todo el mundo interno de la psique no es sino un efecto de un conjunto estilizado de actos, sigo pensando que es un error teórico importante presuponer la «internalidad» del mundo psíquico. Algunos rasgos del mundo, entre los que se incluyen las personas que conocemos y perdemos, se convierten en rasgos «internos» del yo, pero se transforman mediante esa interiorización; y ese mundo interno, como lo denominan los kleinianos, se forma precisamente como consecuencia de las interiorizaciones que una psique lleva a cabo. Esto sugiere que bien puede haber una teoría psíquica de la performatividad que requiere un estudio más profundo.
Aunque este texto no da respuesta a la pregunta sobre si la materialidad del cuerpo es algo totalmente construido, ése ha sido el centro de atención de gran parte de mi obra subsiguiente, la cual espero que resulte esclarecedora para mis lectoras y lectores[10]. Algunos especialistas han analizado la pregunta de si la teoría de la performatividad puede o no ser trasladada a las cuestiones de la raza[11]. En este punto me gustaría aclarar que tras el discurso sobre el género se esconden permanentemente las presuposiciones raciales de maneras que es necesario explicitar, y que la raza y el género no deberían ser tratados como simples analogías. Por consiguiente, la pregunta que hay que plantear no es si la teoría de la performatividad puede trasladarse a la raza, sino qué le ocurre a dicha teoría cuando trata de lidiar con la raza. Muchos de estos debates se han ceñido al lugar que ocupa la «construcción», en la cuestión de si la raza se construye de la misma forma que el género. Considero que ninguna de las explicaciones de la construcción servirá, y que estas categorías siempre actúan como fondo la una de la otra y se articulan de forma más enérgica recurriendo la una a la otra. Así, la sexualización de las normas de género raciales se puede interpretar bajo distintas ópticas a la vez, y el análisis permitirá distinguir con total claridad los límites del género en su carácter de categoría de análisis exclusiva[12].
Aunque he enumerado algunas de las tradiciones y de los debates académicos que han alentado este libro, no es mi intención ofrecer toda una apología en estas breves páginas. Hay un elemento acerca de las condiciones en que se escribió el texto que no siempre se entiende: no lo escribí solamente desde la academia, sino también desde los movimientos sociales convergentes de los que he formado parte, y en el contexto de una comunidad lésbica y gay de la costa este de Estados Unidos, donde viví durante catorce años antes de escribirlo. A pesar de la dislocación del sujeto que se efectúa en el texto, detrás hay una persona: asistí a numerosas reuniones, bares y marchas, y observé muchos tipos de géneros; comprendí que yo misma estaba en la encrucijada de algunos de ellos, y tropecé con la sexualidad en varios de sus bordes culturales. Conocí a muchas personas que intentaban definir su camino en medio de un importante movimiento en favor del reconocimiento y la libertad sexuales, y sentí la alegría y la frustración que conlleva formar parte de ese movimiento tanto en su lado esperanzador como en su disensión interna. Estaba instalada en la academia, y al mismo tiempo estaba viviendo una vida fuera de esas paredes; y si bien El género en disputa es un libro académico, para mí empezó con un momento de transición, sentada en Rehoboth Beach, reflexionando sobre si podría relacionar los diferentes ámbitos de mi vida. El hecho de que pueda escribir de un modo autobiográfico no altera, en mi opinión, el lugar que ocupo como el sujeto que soy, aunque tal vez dé al lector cierto consuelo el saber que hay alguien detrás (dejaré por el momento el problema de que ese alguien esté dado en el lenguaje).
Una de las experiencias más gratificantes ha sido saber que el texto se sigue leyendo fuera de la academia hasta el día de hoy. Al mismo tiempo que Queer Nation hizo suyo el libro, y que en algunas de sus reflexiones sobre la teatralidad de la autopresentación de los queer resonaban las tácticas de Act-Up, el libro fue una de las obras que llevaron a los miembros de la Asociación Psicoanalítica de Estados Unidos y de la Asociación Psicológica de Estados Unidos a reevaluar parte de su doxa vigente sobre la homosexualidad. Las nociones del género performativo se incorporaron de diversas maneras en las artes visuales, en las exhibiciones de Whitney, y en la Otis School for the Arts de Los Ángeles, entre otros. Algunos de sus planteamientos sobre la cuestión de «la mujer» y la relación entre la sexualidad y el género también incorporaron la jurisprudencia feminista y el trabajo académico del ámbito jurídico antidiscriminatorio de la obra de Vicki Schultz, Katherine Franke y Mary Jo Frug.
A mi vez, me he visto obligada a revisar algunas de las posturas que adopto en El género en disputa a consecuencia de mis propios compromisos políticos. En el libro tiendo a entender el reclamo de «universalidad» como una forma de exclusividad negativa y excluyente. No obstante, me percaté de que ese término tiene un uso estratégico importante precisamente como una categoría no sustancial y abierta cuando colaboré con un grupo extraordinario de activistas, primero como integrante de la directiva y luego como directora de la Comisión Internacional de Derechos Humanos de Gays y Lesbianas (1994-1997), organización que representa a las minorías sexuales en una gran variedad de temas relacionados con los derechos humanos. Fue ahí donde comprendí que la afirmación de la universalidad puede ser proléptica y performativa, invoca una realidad que ya no existe, y descarta una coincidencia de horizontes culturales que aún no se han encontrado. De esta forma llegué a un segundo punto de vista de la universalidad, según el cual se define como una tarea de traducción cultural orientada al futuro[13]. Más recientemente he tenido que relacionar mi obra con la teoría política y, una vez más, con el concepto de universalidad en un libro del que soy coautora y que escribí junto con Ernesto Laclau y Slavoj Žižek sobre la teoría de la hegemonía y sus implicaciones para la izquierda teóricamente activista.
Otra dimensión práctica de mi pensamiento se ha puesto de manifiesto en relación con el psicoanálisis entendido en su carácter de labor tanto académica como clínica. Actualmente colaboro con un grupo de terapeutas psicoanalíticos progresistas en una nueva revista, Studies in Gender and Sexuality, cuyo objetivo es llevar el trabajo clínico y del ámbito académico a un diálogo productivo sobre cuestiones de sexualidad, género y cultura.
Tanto los críticos como los amigos de El género en disputa han llamado la atención sobre lo difícil de su estilo. Sin duda es extraño, e incluso exasperante para algunos, descubrir que un libro que no se lee fácilmente sea «popular» según los estándares académicos. La sorpresa que esto causa quizá sea debida a que subestimamos al lector, su capacidad y su deseo de leer textos complicados y que constituyan un desafío, cuando la complicación no es gratuita, cuando el desafío sirve para poner en duda verdades que se dan por sentadas, cuando en realidad dar por hecho esas verdades es opresivo.
Considero que el estilo es un terreno fangoso, y desde luego no es algo que se elija o se controle unilateralmente con los objetivos que de modo consciente nos proponemos. Fredric Jameson explicó esto en su primera obra sobre Sartre. Aunque es posible practicar estilos, los estilos de los que nos servimos no son en absoluto una elección consciente. Además, ni la gramática ni el estilo son políticamente neutros. Aprender las reglas que rigen el discurso inteligible es imbuirse del lenguaje normalizado, y el precio que hay que pagar por no conformarse a él es la pérdida misma de inteligibilidad. Como me lo recuerda Drucilla Cornell, que sigue la tradición de Adorno: no hay nada radical acerca del sentido común. Considerar que la gramática aceptada es el mejor vehículo para exponer puntos de vista radicales sería un error, dadas las restricciones que la gramática misma exige al pensamiento; de hecho, a lo pensable. Sin embargo, las formulaciones que tergiversan la gramática o que de manera implícita cuestionan las exigencias del sentido proposicional de utilizar sujeto-verbo son claramente irritantes para algunos. Los lectores tienen que hacer un esfuerzo, y a veces éstos se ofenden ante lo que tales formulaciones exigen de ellos. ¿Están los ofendidos reclamando de manera legítima un «lenguaje sencillo», o acaso su queja se debe a las expectativas de vida intelectual que tienen como consumidores? ¿Se obtiene, quizá, un valor de tales experiencias de dificultad lingüística? Si el género mismo se naturaliza mediante las normas gramaticales, como sostiene Monique Wittig, entonces la alteración del género en el nivel epistémico más fundamental estará dirigida, en parte, por la negación de la gramática en la que se produce el género.
La exigencia de lucidez pasa por alto las estratagemas que fomentan el punto de vista aparentemente «claro». Avital Ronell recuerda el momento en el que Nixon miró a los ojos de la nación y dijo: «Permítanme dejar algo totalmente en claro», y a continuación empezó a mentir. ¿Qué es lo que se esconde bajo el signo de «claridad» y cuál sería el precio de no mostrar ciertas reservas críticas cuando se anuncia la llegada de la lucidez? ¿Quién inventa los protocolos de «claridad» y a qué intereses sirven? ¿Qué se excluye al persistir en los estándares provincianos de transparencia como un elemento necesario para toda comunicación? ¿Qué es lo que esconde la «transparencia»?
Crecí entendiendo algo sobre la violencia de las normas del género: un tío encarcelado por tener un cuerpo anatómicamente anómalo, privado de la familia y de los amigos, que pasó el resto de sus días en un «instituto» en las praderas de Kansas; primos gays que tuvieron que abandonar el hogar por su sexualidad, real o imaginada; mi propia y tempestuosa declaración pública de homosexualidad a los 16 años, y el subsiguiente panorama adulto de trabajos, amantes y hogares perdidos. Todas estas experiencias me sometieron a una fuerte condena que me marcó, pero, afortunadamente, no impidió que siguiera buscando el placer e insistiendo en el reconocimiento legitimizador de mi vida sexual. Identificar esta violencia fue difícil precisamente porque el género era algo que se daba por sentado y que al mismo tiempo se vigilaba terminantemente. Se presuponía que era una expresión natural del sexo o una constante cultural que ninguna acción humana era capaz de modificar. También llegué a entender algo de la violencia de la vida de exclusión, aquella que no se considera «vida», aquella cuya encarcelación conduce a la suspensión de la vida, o una sentencia de muerte sostenida. El empeño obstinado de este texto por «desnaturalizar» el género tiene su origen en el deseo intenso de contrarrestar la violencia normativa que conllevan las morfologías ideales del sexo, así como de eliminar las suposiciones dominantes acerca de la heterosexualidad natural o presunta que se basan en los discursos ordinarios y académicos sobre la sexualidad. Escribir sobre esta desnaturalización no obedeció meramente a un deseo de jugar con el lenguaje o de recomendar payasadas teatrales en vez de la política «real», como algunos críticos han afirmado (como si el teatro y la política fueran siempre distintos); obedece a un deseo de vivir, de hacer la vida posible, y de replantear lo posible en cuanto tal. ¿Cómo tendría que ser el mundo para que mi tío pudiera vivir con su familia, sus amigos o algún otro tipo de parentesco? ¿Cómo debemos reformular las limitaciones morfológicas idóneas que recaen sobre los seres humanos para que quienes se alejan de la norma no estén condenados a una muerte en vida[14]?
Algunos lectores han preguntado si El género en disputa procura ampliar las opciones del género por algún motivo. Preguntan con qué objetivo se engendran esas nuevas configuraciones del género, y cómo deberíamos distinguirlas. Con frecuencia la pregunta conduce a una premisa anterior, es decir, que el texto no plantea la dimensión normativa o prescriptiva del pensamiento feminista. Es evidente que lo «normativo» tiene al menos dos significados en este encuentro crítico, pues es una de las palabras que utilizo con frecuencia, sobre todo para describir la violencia mundana que ejercen ciertos tipos de ideales de género. Suelo utilizar «normativo» de una forma que es sinónima de «concerniente a las normas que rigen el género»; sin embargo, el término «normativo» también atañe a la justificación ética, cómo se establece, y qué consecuencias concretas se desprenden de ella. Una de las preguntas críticas que se han planteado sobre El género en disputa es ésta: ¿cómo actuamos para emitir juicios acerca de cómo ha de vivirse el género basándonos en las descripciones teóricas que aquí se exponen? No es posible oponerse a las formas «normativas» del género sin suscribir al mismo tiempo cierto punto de vista normativo de cómo debería ser el mundo con género. No obstante, quiero puntualizar que la visión normativa positiva de este texto no adopta la forma de una prescripción (ni puede hacerlo) como: «Subvirtamos el género tal como lo digo, y la vida será buena».
Quienes hacen tales afirmaciones, o quienes están dispuestos a decidir entre expresiones subversivas y no subversivas del género, basan sus juicios en una descripción. El género aparece de tal o cual forma, y a continuación se elabora un juicio normativo sobre esas apariencias y sobre la base de lo que parece. Pero ¿qué determina el dominio de las apariencias del género mismo? Podemos sentirnos tentados a establecer la siguiente distinción: una explicación descriptiva del género incluye cuestiones sobre lo que hace inteligible el género, una exploración sobre sus condiciones de viabilidad, mientras que una explicación normativa intenta dar respuesta a la pregunta de qué expresiones de género son aceptables y cuáles no, ofreciendo motivos convincentes para distinguir de esta forma entre tales expresiones. Sin embargo, la pregunta de qué cuenta como «género» es ya de por sí una pregunta que asegura una operación de poder predominantemente normativa, una operación fugitiva de «qué sucederá» bajo la rúbrica de «qué sucede». Así, la descripción misma del campo del género no es en ningún caso anterior a la pregunta de su operación normativa, ni se puede separar de ella.
No me propongo formular juicios sobre lo que distingue lo subversivo de lo no subversivo. No sólo creo que tales juicios no se pueden hacer fuera de contexto, sino que también pienso que no se pueden formular de forma que soporten el paso del tiempo (los «contextos» son de por sí unidades postuladas que experimentan cambios temporales y revelan su falta de unidad esencial). De la misma forma que las metáforas pierden su carácter metafórico a medida que, con el paso del tiempo, se consolidan como conceptos, las prácticas subversivas corren siempre el riesgo de convertirse en clichés adormecedores a base de repetirlas y, sobre todo, al repetirlas en una cultura en la que todo se considera mercancía, y en la que la «subversión» tiene un valor de mercado. Obstinarse en establecer el criterio de lo subversivo siempre fracasará, y debe hacerlo. Entonces ¿qué está en juego cuando se usa el término?
Uno de los temas que más me preocupan son los siguientes tipos de preguntas: ¿qué constituye una vida inteligible y qué no, y cómo las suposiciones acerca del género y la sexualidad normativos deciden por adelantado lo que pasará a formar parte del campo de lo «humano» y de lo «vivible»? Dicho de otra forma, ¿cómo actúan las suposiciones del género normativo para restringir el campo mismo de la descripción que tenemos de lo humano? ¿Por qué medio advertimos este poder demarcador, y con qué medios lo transformamos?
El debate del travestismo que El género en disputa propone para exponer la dimensión construida y performativa del género no es ciertamente un ejemplo de subversión. Considerarlo un paradigma de la acción subversiva o, incluso, como un modelo de la acción política sería un error, pues se trata de algo bastante diferente. Si pensamos que vemos a un hombre vestido de mujer o a una mujer vestida de hombre, entonces estamos tomando el primer término de cada una de esas percepciones como la «realidad» del género: el género que se introduce mediante el símil no tiene «realidad», y es una figura ilusoria. En las percepciones en las que una realidad aparente se vincula a una irrealidad, creemos saber cuál es la realidad, y tomamos la segunda apariencia del género como un mero artificio, juego, falsedad e ilusión. Sin embargo, ¿cuál es el sentido de «realidad de género» que origina de este modo dicha percepción? Tal vez creemos saber cuál es la anatomía de la persona (a veces no, y con seguridad no hemos reparado en la variación que hay en el nivel de la descripción anatómica). O inferimos ese conocimiento de la vestimenta de dicha persona, o de cómo se usan esas prendas. Éste es un conocimiento naturalizado, aunque se basa en una serie de inferencias culturales, algunas de las cuales son bastante incorrectas. De hecho, si sustituimos el ejemplo del travestismo por el de la transexualidad, entonces ya no podremos emitir un juicio acerca de la anatomía estable basándonos en la ropa que viste y articula el cuerpo. Ese cuerpo puede ser preoperatorio, transicional o postoperatorio; ni siquiera «ver» el cuerpo puede dar respuesta a la pregunta, ya que ¿cuáles son las categorías mediante las cuales vemos? El instante en que nuestras percepciones culturales habituales y serias fallan, cuando no conseguimos interpretar con seguridad el cuerpo que estamos viendo, es justamente el momento en el que ya no estamos seguros de que el cuerpo observado sea de un hombre o de una mujer. La vacilación misma entre las categorías constituye la experiencia del cuerpo en cuestión.
Cuando tales categorías se ponen en tela de juicio, también se pone en duda la realidad del género: la frontera que separa lo real de lo irreal se desdibuja. Y es en ese momento cuando nos damos cuenta de que lo que consideramos «real», lo que invocamos como el conocimiento naturalizado del género, es, de hecho, una realidad que puede cambiar y que es posible replantear, llámese subversiva o llámese de otra forma. Aunque esta idea no constituye de por sí una revolución política, no es posible ninguna revolución política sin que se produzca un cambio radical en nuestra propia concepción de lo posible y lo real. En ocasiones este cambio es producto de ciertos tipos de prácticas que anteceden a su teorización explícita y que hacen que nos replanteemos nuestras categorías básicas: ¿qué es el género, cómo se produce y reproduce, y cuáles son sus opciones? En este punto, el campo sedimentado y reificado de la «realidad» de género se concibe como un ámbito que podría ser de otra forma; de hecho, menos violento.
Este libro no tiene como objetivo celebrar el travestismo como la expresión de un género modelo y verdadero (si bien es importante oponerse a la denigración del travestismo que a veces tiene lugar), sino demostrar que el conocimiento naturalizado del género actúa como una circunscripción con derecho preferente y violenta de la realidad. En la medida en que las normas de género (dimorfismo ideal, complementariedad heterosexual de los cuerpos, ideales y dominio de la masculinidad y la feminidad adecuadas e inadecuadas, muchos de los cuales están respaldados por códigos raciales de pureza y tabúes en contra del mestizaje) determinan lo que será inteligiblemente humano y lo que no, lo que se considerará «real» y lo que no, establecen el campo ontológico en el que se puede atribuir a los cuerpos expresión legítima. Si hay una labor normativa positiva en El género en disputa es poner énfasis en la extensión de esta legitimidad a los cuerpos que han sido vistos como falsos, irreales e ininteligibles. El travestismo es un ejemplo que tiene por objeto establecer que la «realidad» no es tan rígida como creemos; con este ejemplo me propongo exponer lo tenue de la «realidad» del género para contrarrestar la violencia que ejercen las normas de género.
Tanto en este texto como en otros he tratado de entender lo que podría ser la acción política, dado que ésta es indisociable de la dinámica de poder de la que es consecuencia. Lo iterable de la performatividad es una teoría de la capacidad de acción (o agencia), una teoría que no puede negar el poder como condición de su propia posibilidad. Este texto no analiza en profundidad la performatividad en función de sus dimensiones social, psíquica, corporal y temporal. En algunos aspectos, seguir trabajando en esa clarificación, en respuesta a varias críticas excelentes, es lo que motiva la mayor parte de mis publicaciones posteriores.
En los últimos diez años han surgido otras preocupaciones sobre este texto, y he intentado responderlas en varios escritos que he publicado. Sobre el lugar que ocupa la materialidad del cuerpo, he reflexionado y revisado mis puntos de vista en Cuerpos que importan. Sobre la necesidad de la categoría de «mujer» para el análisis feminista, he corregido y ampliado mis posturas en «Contingent Foundations», publicado en Feminists Theorize the Political, volumen que compilé junto con Joan W. Scott, y en Feminist Contentions, de autoría colectiva.
No considero que el postestructuralismo conlleve la desaparición de la escritura autobiográfica, aunque sí llama la atención sobre la dificultad del «yo» para expresarse mediante el lenguaje, pues este «yo» que los lectores leen es, en parte, consecuencia de la gramática que rige la disponibilidad de las personas en el lenguaje. No estoy fuera del lenguaje que me estructura, pero tampoco estoy determinada por el lenguaje que hace posible este «yo». Éste es el vínculo de autoexpresión, tal como lo entiendo. Lo que significa que usted, lectora o lector, no me recibirá nunca separada de la gramática que permite mi disponibilidad con usted. Si trato esa gramática como algo de claridad meridiana, entonces no podré despertar su interés por esa esfera del lenguaje que establece y desestablece la inteligibilidad, y eso equivaldría precisamente a tergiversar mi propio proyecto tal como lo he descrito para los lectores aquí. No es mi intención ser difícil, sino dirigir la atención hacia una dificultad sin la cual ningún «yo» puede aparecer.
Dicha dificultad adopta una dimensión concreta cuando se enfoca desde una perspectiva psicoanalítica. En mi pretensión por entender la opacidad del «yo» en el lenguaje, desde la publicación de El género en disputa me he centrado cada vez más en el psicoanálisis. El intento habitual de polarizar la teoría de la psique desde la teoría del poder me parece contraproducente, pues una parte de lo que es tan opresivo acerca de las formas sociales del género tiene su origen en las dificultades psíquicas que generan. En Mecanismos psíquicos del poder intenté revisar las maneras en que Foucault y el psicoanálisis podrían pensarse juntos. También he utilizado el psicoanálisis para refrenar el voluntarismo eventual de mi idea de performatividad sin que con ello se debilite una teoría más general de la acción. El género en disputa a veces se interpreta como si el género fuera una invención propia o como si el significado psíquico de una presentación dotada de género pudiera interpretarse directamente a partir de su exterior. Ambos postulados han tenido que ser perfilados con el paso del tiempo. Además, mi teoría a veces oscila entre entender la performatividad como algo lingüístico y plantearlo como teatral. He llegado a la conclusión de que ambas interpretaciones están relacionadas obligatoriamente, de una forma quiástica, y que replantear el acto discursivo como un ejemplo de poder permanentemente dirige la atención hacia ambas dimensiones: la teatral y la lingüística. En Excitable Speech argumenté que el acto discursivo es a la vez algo ejecutado [performed] (y por tanto teatral, que se presenta ante un público, y sujeto a interpretación), y lingüístico, que provoca una serie de efectos mediante su relación implícita con las convenciones lingüísticas. Si queremos saber cómo se relaciona una teoría lingüística del acto discursivo con los gestos corporales sólo tenemos que tener en cuenta que el discurso mismo es un acto corporal con consecuencias lingüísticas específicas. Así, el discurso no es exclusivo ni de la presentación corpórea ni del lenguaje, y su condición de palabra y obra es ciertamente ambigua. Esta ambigüedad tiene consecuencias para la declaración pública de la homosexualidad, para el poder insurreccional del acto discursivo, para el lenguaje como condición de la seducción corporal y la amenaza de daño.
Si ahora tuviera que volver a escribir este libro, incluiría una discusión sobre el transgénero y la intersexualidad, sobre cómo se activa el dimorfismo de género ideal en ambos tipos de discursos, sobre las diferentes relaciones que estos temas establecen con la intervención quirúrgica. También incluiría una discusión sobre la sexualidad racializada y, concretamente, sobre cómo los tabúes en contra del mestizaje (y la romantización del intercambio sexual interracial) son básicos para las formas naturalizadas y desnaturalizadas que el género adopta. Sigo albergando la esperanza de que las minorías sexuales formen una coalición que trascienda las categorías simples de la identidad, que rechace el estigma de la bisexualidad, que combata y suprima la violencia impuesta por las normas corporales restrictivas. Desearía que dicha coalición se fundara en la complejidad irreducible de la sexualidad y en sus implicaciones en distintas dinámicas del poder discursivo e institucional, y que nadie se apresurara a restar poder a la jerarquía y a negar sus dimensiones políticas productivas. Si bien pienso que ganarse el reconocimiento de la propia condición como minoría sexual es una ardua tarea en el marco de los discursos dominantes del derecho, la política y el lenguaje, sigo considerándolo una necesidad para sobrevivir. La movilización de las categorías de identidad con vistas a la politización siempre está amenazada por la posibilidad de que la identidad se transforme en un instrumento del poder al que nos oponemos. Ésa no es razón para no utilizar la identidad, y para no ser utilizados por ella. No hay ninguna posición política purificada de poder, y quizá sea esa impureza lo que ocasiona la capacidad de acción como interrupción eventual y cambio total de los regímenes reguladores. No obstante, aquellos a quienes se considera «irreales» siguen aferrados a lo real, un aferramiento que tiene lugar de común acuerdo, y esa sorpresa performativa produce una inestabilidad vital. Este libro está escrito entonces como parte de la vida cultural de un combate colectivo que ha tenido y seguirá teniendo cierto éxito en la mejora de las posibilidades de conseguir una vida llevadera para quienes viven, o tratan de vivir, en la marginalidad sexual[15].
JUDITH BUTLER
Berkeley, California
Junio de 1999