Introducción

«A la gente le gusta sentir. Sea lo que sea», escribió Virginia Woolf en su diario. Hay que darle la razón y escandalizarse después por habérsela dado. ¿Cómo vamos a desear sentir en abstracto, acríticamente, al por mayor, cuando sabemos que algunos sentimientos son terribles, crueles, perversos o insoportables? La contradicción existe y sospecho que irremediablemente. Nos morimos de amor, nos morimos de pena, nos morimos de ganas, nos morimos de miedo, nos morimos de aburrimiento, y, a pesar de la eficacia letal de los afectos, la anestesia afectiva nos da pavor.

El sentimentalísimo Antonio Machado nos contó que le hacía sufrir la espina de una pasión. Por fin consiguió arrancársela, y cuando esperábamos un suspiro de alivio, oímos de él sólo una queja: ¡Ya no siento el corazón! Paradójica relación del poeta con sus afectos, que resumió en una copla: «Ni contigo ni sin ti tienen mis penas remedio. Contigo porque me matas, y sin ti porque me muero».

Esta contradicción alumbra y oscurece nuestras vidas. Freud, otro sentimental, erró al pensar que todo lo que hace el ser humano lo hace para aliviar la tensión. No es verdad que aspiremos a esa tranquilidad beatífica. Queremos estar simultáneamente satisfechos e insatisfechos, ensimismados y alterados, en calma y en tensión. Bexton demostró con sus experimentos que somos incapaces de soportar la privación de estímulos mucho tiempo. Somos insaciables consumidores de emociones. Sin embargo, aunque adictos al estremecimiento, nos horrorizaría estar siempre estremecidos. La rutina nos aburre, pero la novedad nos asusta. Si fuera un cínico, diría que la cultura no es más que un educado intento de resolver un problema insoluble: cómo estar al mismo tiempo tranquilos y exaltados. La ruleta rusa, la montaña rusa, el vodka ruso, la novela rusa y la revolución rusa, por poner ejemplos de una sola familia léxica, lo intentaron con mejor o peor fortuna.

Las contradicciones de la vida afectiva me llenan de perplejidad. ¿Qué otra cosa pueden producir las clásicas paradojas del amor, al menos del amor que cantan los poetas? La gran Safo habló con estusiasmada melancolía de la confabulación de los opuestos en que el amor consiste: «Otra vez Eros, que desata los miembros, me hacía estremecerme, esa bestezuela amarga y dulce, contra la que no hay quien se defienda». La pequeña Safo, renegrida y abandonada, con razón estaba confusa: «No se qué hacer: mi pensamiento es doble». Dobles han sido, al parecer, los sentimientos de todos los amantes semióticos, de los que he de decir que no me fío mucho. Las descripciones típicas y tópicas del amor insisten en la contradicción: «Mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, / enojado, valiente, fugitivo, / satisfecho, ofendido, receloso», eso es el amor según Lope de Vega. Para Quevedo, «es hielo abrasador, es fuego helado / es herida que duele y no se siente, / es un soñado bien, un mal presente, / es un breve descanso muy cansado». En fin, que Safo, Lope de Vega, Quevedo y muchos más que me guardo por no parecer reiterativo y archiculto, estaban hechos un lío.

Con razón lo estaban, porque lo más íntimo en nosotros resulta lo más lejano. No entendemos lo que nos pasa. «No sé lo que significa que yo esté tan triste», gime Heine en un poema, y le comprendo. Nos encontramos tristes, alegres, deprimidos, furiosos, como si nos hubiéramos perdido previamente. No sentimos lo que queremos sentir. Somos recelosos cuando quisiéramos ser confiados, deprimidos cuando alegres, espantadizos cuando valerosos. Nos angustian necios miedos que no tienen ni razón ni remedio. Sufrimos dolores verdaderos por la carencia de bienes falsos. Leo en un libro sobre la anorexia: «¿Se saben delgadas pero se sienten gordas?». ¿Qué nos ocurre? ¿Albergamos en nuestro organismo psicológico un organismo sentimental autónomo y parasitario como un huésped no querido? La sabiduría popular afirma esa esquizofrenia inevitable, hasta con música de zarzuela: «A un lado la cabeza y al otro el corazón». Pascal, que era más fino pero menos gracioso, lo dijo a su manera: «El corazón tiene sus razones que la razón no comprende». Aquejados de esta normal enajenación, no acabamos de saber en qué orilla queremos vivir, pero lo cierto es que siempre acabamos volviendo a nuestro varadero sentimental.

Si después de lo dicho digo ahora que pretendo elaborar una ciencia de la inteligencia afectiva, supongo que el lector me escuchará con la misma incredulidad que si le prometiera una «geometría del cuadrado redondo», o una «metalurgia del hierro de madera». Espero que al final del libro haya cambiado de opinión.

¿Para qué empeñarse en conocer los sentimientos? Me dan ganas de decir: porque es lo único que de verdad nos interesa. Y lo diría si no estuviera seguro de que es una falsedad. La verdad va en dirección opuesta. No es que nos interesen nuestros sentimientos, es que los sentimientos son los órganos con que percibimos lo interesante, lo que nos afecta. Todo lo demás resulta indiferente. Ya veremos que a veces el interés del sujeto revierte sobre el propio sentir y se detiene en él morosamente. Entonces observa sus palpitaciones afectivas con pasión y fonendoscopio, como un cardiólogo que auscultara su propio corazón.

Podría leerse la historia de nuestra cultura, desde los griegos hasta nosotros, como un intento de contestar a una sola pregunta: ¿Qué hacemos con nuestros sentimientos? Es tremendo que el nombre con que designamos la ciencia de las enfermedades —patología— signifique en realidad «ciencia de los afectos», pues esto es lo que significa patho en griego. Según esta perspicaz lengua, padecemos nuestros sentimientos. Son fuerzas, dioses, bestezuelas que desde fuera nos atacan. El léxico castellano guarda claros vestigios de esta concepción belicosa. Las emociones nos ahogan, zarandean, hunden, inflaman. Incluso un sentimiento tan pacífico como la calma nos invade. Nadie elige su amor, ni su odio, ni su envidia, y sin embargo nos identificamos con ellos, son lo mas íntimo, espontáneo, propio. De nuevo tropezamos con la paradoja. En el centro de nuestra personalidad, en el corazón del corazón, habita un inventor de ocurrencias propias que tal vez nos tiranicen como si fueran extrañas. «Je est un autr», escribió Rimbaud, que sabía de qué iba la cosa. Cierto, cierto, ¡pero qué desconcierto, qué inquietud al descubrirlo! Nuestros sueños de grandeza, nuestras pretensiones de libertad, se miran con desánimo sus tristes pies de barro.

A la vista de tanta violencia y quiebra íntima, no es de extrañar que para los fundadores de la psiquiatría la locura fuera un desarreglo emocional. En ella se manifiestan, dice Pinel, «les passions humaines devenues trés véhémentes ou aigües par des contrarietés vives». Esquirol, después de recomendar sabiamente al filósofo que visite «las casas de los locos», escribe: «Mil necesidades han dado origen a nuevos deseos; y las pasiones que éstos generan son la fuente más fecunda de los desórdenes físicos y morales que afligen al hombre». La obra de donde tomo esta cita se titula Des passions considérées comme causes, symptómes et moyens curatifs de Paliénation mental. Se publicó en París en el año 1805.

Espero que a estas alturas el lector haya comprendido por qué este libro trata del laberinto sentimental. Le invito a explorarlo, advirtiéndole que es una expedición de espeleología íntima. Creo haber encontrado una salida. Tal vez sea una gatera solamente, pero a una ciencia que empieza no se le pueden pedir portaladas. Me interesa que el lector actúe como juez, observe con lupa las pruebas que le ofrezco, evalúe los testimonios, intente reconocer en su propia afectividad las cosas que he descrito y pronuncie un veredicto justo. Si no es verdad que he encontrado una salida, me conviene saberlo cuanto antes, porque no hallo aliciente alguno en estar de por vida perdido en el laberinto.

Creo que he revisado la bibliografía más importante sobre el tema, aunque procure disimularlo. No quiero abrumar con ella al lector, pero, dado el desconcierto que hay en estos estudios, me ha parecido útil proporcionarle una guía bibliográfica, unas cartas náuticas para que pueda navegar por su cuenta.

He incluido, sin citar la procedencia, algunos textos de mis otros libros, de modo que en algunos momentos el lector no va a saber qué libro está leyendo. Es una broma inocente para demostrar que entre todos mis escritos existen múltiples galerías abiertas por las que se puede pasar de uno a otro. El lector que me conozca ya conoce mi desdén por los cachitos de pensamiento, y mi convicción de que una teoría válida debe tener carácter sistemático. Como trabajo previo para esta obra casi escribí una Autobiografía de Sartre que casi he transcrito, así que el lector tiene casi dos libros por el precio de uno. Una advertencia más. El laberinto sentimental se compone de tres capítulos y siete jornadas. Si tiene paciencia ya se enterará de por qué.

Lo que veo al final de estas investigaciones es una larga tarea teórica y práctica, para al fin desaprender los miedos, aprender a amarse y también a no tomarse demasiado en serio, para reivindicar como propiedad y creación del hombre toda la belleza y la nobleza que hemos prestado a las cosas, y arrepentirnos, ciertamente, de la miseria y el horror que son también herencia nuestra. Al comprender nuestra vida sentimental se hace necesario emprender una reforma del entendimiento humano que a su vez nos obligará a un cambio en los sistemas educativos. Bien a las claras se ve que éstas son palabras mayores. Lo que pretendo es hablar con palabras menores de esas palabras inmensas. Para ser más sincero: me gustaría hablar con palabras inmensas de esas palabras inmensas.