IV. EL POLO OBJETIVO: EL PELIGRO
1. El peligro y el riesgo
El miedo es la anticipación de un peligro. Pero no hay nada que sea un peligro en sí, como una piedra es una piedra en sí, con independencia de que alguien la observe o se relacione con ella. Todos los peligros son peligros-para. Necesitan un sujeto paciente cuyos planes o situación o intereses amenazan. Una roca es una roca, pero un riesgo, como su etimología indica, es un risco que emerge del mar y pone en peligro al navegante. Sin marinero, no hay riesgo. Hay mera geología. Riesgo es una roca que necesito sortear para seguir mi rumbo, porque puede rasgar el barco y hacerlo zozobrar. Por cierto, la zozobra es la angustia que acongoja «al que no sabe lo que se debe ejecutar para huir del peligro que amenaza o del mal que se padece» (DRAE). Las amenazas las recibo, los riesgos los tomo, ya que dependen de mis planes. La etimología de peligro nos indica que tampoco existe sin un dinamismo previo. La palabra procede de la raíz indoeuropea de la que proceden las palabras experimento, pericia, empírico y pirata. Significaba «ir hacia delante, penetrar en algún sitio». La amenaza es la acción o palabras con que se da a entender el peligro, daño o castigo a que otro se expone. Es, pues, una anticipación simbólica del daño.
Todo lo que un sujeto considera que puede causarle un mal de cualquier tipo —desde la muerte hasta la incomodidad— puede convertirse en un peligro. Jeffrey A. Grey, uno de los metólogos más famosos, ha contado la historia de una de sus pacientes que temía los vidrios rotos. El miedo era tan fuerte que costó trabajo conseguir que la paciente tolerase tocar la mano del terapeuta cuando éste había tocado el cristal intacto de una ventana con su otra mano. Esta incansable invención de miedos descubre una peculiaridad de nuestra inteligencia. Somos formidables inventores de relaciones. Ampliamos el campo de la percepción con el campo del simbolismo. Los animales pueden ampliar el radio de referencia de un sentimiento mediante estímulos condicionados. Nosotros podemos hacerlo con mayor soltura mediante procesos simbólicos, metafóricos, metonímicos, extrapolantes, en los que literalmente podemos coger el rábano por las hojas. Los estímulos naturales, primarios, dejan de tener su estatus privilegiado y acaban por difuminarse dentro de una proliferante red de estímulos derivados, de segunda, tercera o enésima generación, inventados por la inteligencia humana. Es fácil comprobarlo en el campo de la sexualidad. Dentro del funcionalismo biológico estricto, los desencadenantes sexuales del macho y de la hembra, los estímulos primarios, están dirigidos a consumar el acto reproductor. Pero en el ser humano cualquier cosa puede adquirir funcionalidad erótica. Antes se hablaba de anormalidad al referirse a las personas cuya orientación sexual se dirigía a estímulos derivados de los primarios —por ejemplo, la homosexualidad o el fetichismo o el sexo con animales—, ahora se piensa que estas conductas derivadas son sólo patológicas cuando resultan destructivas para el sujeto o producen daño a otras personas. Lo mismo, por otra parte, que ocurre con las conductas dirigidas por estímulos primarios, que pueden también ser patológicas si incapacitan para una vida aceptable. El poder del simbolismo sobre las emociones es evidente. Una bandera, un himno, una palabra provocan emociones patrióticas. Una palabra de consuelo alivia o alegra. Un insulto enfurece. Y una historia de miedo aterra.
La realidad nos envía constantemente señales que el miedoso interpreta como amenazas. Y que el temerario interpreta de otra manera, como desafío, por ejemplo. Una misma cosa puede vivirse como una amenaza o como una oportunidad. Depende del sujeto.
2. La dificultad de vivir
En los capítulos siguientes voy a tratar de los miedos patológicos, pero en éste quiero describir miedos muy corrientes pero que dificultan mucho la vida de quienes los sufren. Husserl quiso hacer la fenomenología del Lebenswelty del mundo vivido, cotidiano. Yo quiero hacer la fenomenología de algunos de sus miedos, poco espectaculares y poco claros, intentando descubrir qué dolor o daño está en juego, qué deseo está amenazado, de dónde reciben su poder intimidador. Son miedos que demuestran la facilidad con que los humanos nos empantanamos. Temer la muerte, la enfermedad, la pérdida de un ser querido, el dolor físico, la ruina son sentimientos obvios que no necesitan explicación. Los que voy a considerar, en cambio, a pesar de su frecuencia me dejan un poco perplejo. Por eso quiero analizarlos.
3. El miedo a las escenas violentas
Ya hablé de que mostrar furia es uno de los métodos para inducir el miedo. Ahora voy a analizar este hecho desde el punto de vista del paciente. Hay personas con una especial sensibilidad a las situaciones tensas, a las broncas, a las discusiones, a los gestos o expresiones de furia. Para ellas son experiencias especialmente aversivas, que les producen una enorme inquietud y que, por lo tanto, temen. Lo normal es que esta aversión haya sido aprendida. Los niños que soportan ataques de furia de sus padres o que presencian disputas familiares pueden aprender este miedo, en especial si son temperamentos receptivos. Una de mis informadoras recordaba que su padre, hombre irascible, no soportaba el silencio en la mesa de su hija pequeña, y a gritos la obligaba a hablar. «Recuerdo el terror de mi hermana, balbuceaba, se echaba a llorar, se iba corriendo del comedor. Acabó no queriendo ir a comer. Vomitando la comida. Fingiéndose enferma. Desde entonces no he podido soportar los gritos, aunque no vayan dirigidos a mí. Y además he tenido y sigo teniendo miedo a las comidas familiares». No parece un caso raro. Sin duda Kafka estaba recordando penosas comidas cuando escribe a Milena: «Unos luchan en Maratón y otros en el comedor, pues el dios de la guerra y la diosa de la victoria se encuentran en todas partes». Las personas extrovertidas soportan mejor las escenas violentas que las personas introvertidas. Algunos estudios dicen que en las relaciones de pareja los hombres aguantan peor los enfrentamientos verbales que las mujeres. Les produce un malestar que tarda en desaparecer, incluso a niveles fisiológicos. Al menos eso dicen Robcrt Levenson, John Gottman y Daniel Goleman.
Este miedo aprendido suele provocar comportamientos disfuncionales. Quien lo siente elude cualquier situación violenta, hace lo posible por evitarlas, aunque sea renunciando a muchas cosas. Hay muchas mujeres que temen tanto los ataques de furia de sus maridos —incluso cuando ellas no son las destinatarias—, que acaban rezando para que gane el equipo de fútbol del cónyuge y evitar una explosión. Y maridos que temen tanto los ataques de furia de sus mujeres, que les ocultan muchas cosas confesables para no irritarlas.
Esto se relaciona con un miedo a hablar que detecto en muchas parejas. Después de la locuacidad normal durante el período de cortejo, suele instalarse en sus vidas un cierto silencio. Hay razones claras. El período de noviazgo suele ser un período de premios mutuos. Los chicos hablan más, y las chicas escuchan mejor. Ellos quieren fascinar y ellas quieren halagarles. Viven dedicados a una estrategia de la seducción, falsa pero deliciosa. Ambos hacen un esfuerzo recompensado. Pero el paso de la época de conquista a la época de disfrutar lo conquistado puede producir una claudicación de ese esfuerzo. Los novios no buscan la comodidad, buscan sentimientos más estimulantes. No ocurre así con muchas parejas. De la misma manera que ya no se arreglan para verse, no se arreglan para hablarse. Se implanta un mutismo funcional. Un lenguaje instrumental, casi administrativo, en el que se hace un informe de lo relevante del día, y se formulan y contestan unas cuantas preguntas.
Pero este mecanismo no tiene nada que ver con nuestro tema. Me interesa otra situación de las parejas. Uno de los dos —o ambos— tiene miedo de hablar. A lo largo de la convivencia repetidas conversaciones han acotado un área minada, en la que no se puede entrar impunemente. Hay temas tabú, o al menos peligrosos. En unos casos puede ser el dinero o el trabajo o una antigua novia o los suegros o los hijos o el desorden. No menciono la existencia de algo incomunicable, porque es demasiado obvio, pero recuerdo un misterioso comentario de Kierkegaard —que fue un hiperestético observador de la naturaleza humana— que decía: «Quien tenga un secreto, que no se case». Él no se casó, aunque estuvo a punto de hacerlo.
Algunos niños tienen miedo a hablar, y a veces este miedo puede ser tan extremoso que plantee un problema severo. Casi siempre son «mutismos selectivos». El niño no habla en ciertos lugares o en presencia de ciertas personas. Es posible que a veces el silencio sea un modo de llamar la atención, pero lo más frecuente es que se deba a que hablar en esas circunstancias haya producido en alguna ocasión consecuencias desagradables. Uno de mis corresponsales me cuenta una historia triste. Durante años, su padre fue una persona huraña, que se encerraba en su habitación al volver del trabajo, no se comunicaba con sus hijos, e imponía silencio a su alrededor. Pues bien, el padre de mi informador sufrió una grave enfermedad que cambió en cierto sentido su carácter. Tuvo miedo, se sintió solo, y quiso acercarse a su familia, iniciar una comunicación que no había existido nunca. Mi corresponsal reconocía que se sentía conmovido por esta soledad de su padre, que hubiera deseado aliviar. Pero que cuando intentaba hablar con él no se le ocurría absolutamente nada. «Era como cuando un alumno se queda en blanco en un examen. Llegué incluso a hacerme unas chuletas con los temas sobre los que podría hablar». Pero en vano. El mecanismo de producción de ocurrencias lingüísticas estaba paralizado por el recuerdo de antiguas situaciones aversivas.
El origen de este miedo parece claro. Es fruto de un aprendizaje. El recuerdo de la angustia sufrida carga de angustia cualquier situación análoga, de manera automática, y este mecanismo afectivo suele mantenerse a pesar de cualquier razonamiento.
4. El miedo a los conflictos
Este explicable miedo a las discusiones violentas puede ampliarse a cualquier conflicto y, más allá todavía, a cualquier enfrentamiento. Esta vez no tomo el ejemplo de mi archivo, sino del de un colega, Alain Braconnier. «Silvia, una mujer de treinta años, me habla de su marido. Sin dudarlo, expresa su diagnóstico: “Sufre una ansiedad permanente. Está siempre en estado de alarma. Me pregunta si no estarán cociéndose demasiado los tomates con la misma ansiedad con que me anunciaría que se está quemando la casa. Cualquier incidente toma las proporciones de una alerta roja, contra la que deben movilizarse no sólo sus pensamientos, sino también los míos.”» La historia de este personaje no es excepcional. Sus padres se separaron cuando tenía cinco años, pero de este hecho no le queda ningún recuerdo, excepto un miedo constante, incluso en este momento, a los treinta y cinco años, hacia cualquier situación conflictiva. En su cabeza resuenan todavía las disputas de sus padres por cuestiones de dinero. Se acuerda también de una escena que le había impresionado mucho cuando tenía siete años. En la puerta de un almacén del que salía con su madre, había visto a un bebé que parecía abandonado en un cochecito. «No nos podemos ocupar de él. Serían demasiadas preocupaciones. ¡No tenemos medios!» Esta frase de su madre había significado para él, durante todos estos años, que si no hubieran tenido los medios suficientes también él habría sido abandonado.
En el caso del marido de Silvia, un temperamento angustioso ha aprendido a temer los conflictos afectivos. Y este miedo puede ampliarse a los problemas en general. Al estudiar la hipocondría, M. Stretton, P. Salovey y J. Mayer han encontrado una tendencia general a experimentar problemas y a verse turbados por ellos. Tal vez sea una característica de todas las personalidades angustiadas. Hay personas que eluden los problemas, que siguen la política del avestruz, que prefieren no saber antes que tener que enfrentarse con algo. Prefieren morirse a ir al médico. Tienen miedo a saber. A veces da la impresión de que se trata de personas perezosas y no cabe duda de que en muchas ocasiones lo serán, pero en otras ocasiones se trata de una aversión a actuar fuera del amparo de la rutina. Son personalidades pasivas, como dice Jules Kuhl. Amparándome en sus investigaciones, creo que hay un nexo entre la procrastinación —la tendencia a dejar todo para el día siguiente— y el miedo a actuar. Una angustia muy selectiva, porque no se da para todas las cosas, sino para aquellas que exigen un peculiar esfuerzo. En mi archivo tengo dos casos de procrastinación muy diferentes. Uno de ellos en un hombre joven, que sufre una especie de dificultad para interrumpir lo que está haciendo. Si está conduciendo, le cuesta parar a repostar. Si está trabajando, le cuesta detener un momento el trabajo para volver a archivar los papeles o guardar los libros. Para hacer algo necesita que se convierta en un plan directo: Mañana ordenaré. Cuando llegue a mi destino, repostaré. Con frecuencia el cálculo se hace mal o el plan no se cumple, por lo que el desorden aumenta y el combustible se acaba. Esto no tiene que ver con el miedo al esfuerzo, sino con la dificultad para interrumpir la acción, la carencia de la flexibilidad suficiente para liberarse de la inercia de lo que se está haciendo.
El otro caso es diferente. Se trata de una mujer que deja todo sin hacer porque la acción le plantea siempre un sentimiento angustioso. Lo que le da miedo es decidir, aunque sea algo nimio. Es una persona que tuvo gran éxito como secretaria, que hizo que la ascendieran a jefa de un departamento. La eficacia con que obedecía las órdenes de otro desapareció cuando tuvo que tomar las decisiones ella misma. Forma parte del grupo de personas eficientes para las que su propia acción se convierte en problema. Tienen una gran susceptibilidad al estrés, y poseen pocas habilidades para enfrentarse a él. En este miedo, más normal de lo que parece, se mezclan dos cosas: el miedo a la novedad y el miedo a tomar decisiones.
El miedo a la novedad supone, ante todo, la pérdida del amparo de las rutinas. Es un terror al cambio y, en especial, a lo imprevisto. El miedo a lo extraño, a lo nuevo, está muy extendido en el mundo animal, aunque compensado por la curiosidad, que es, precisamente, el interés por lo nuevo. Por eso se pueden dar conductas de evitación y acercamiento, en que no se sabe cuál de los dos sentimientos prevalecerá, si el miedo o el interés. La irresolución abarca un campo muy amplio. Volviendo a los humanos, Freud relacionó lo temeroso con lo extraño: «La voz alemana un heimlich, “siniestro”, “terrible”, es, sin duda, el antónimo de heimlich, “íntimo”, “familiar”, “hogareño.”» Braconnier refiere el caso de una de sus pacientes: «Agnés vive una historia sentimental difícil. Nada sucede como lo había previsto, y ella tiene horror a lo imprevisto. Es una mujer meticulosa, ordenada, cuidadosa, que necesita que su vida esté organizada y planificada en todos los dominios, tanto en su vida cotidiana como en su relación con los otros. Le he dicho muchas veces, como a todos los angustiados “obsesivos”, que sería deseable que tomara la vida como una novela y no como un plan a ejecutar. La angustia y la ritualización de Agnés ocultan en el fondo una gran espontaneidad y un deseo de expresar sus deseos, expresión que evidentemente se prohíbe. Ella pudo, en un momento de su vida, cuando salió de casa de sus padres y aún no se había casado, vivir durante tres años un período de “libertad”, durante el cual se dejó ir por primera y única vez en la vida. Atribuye su carácter angustiado y obsesivo a la actitud de sus padres y en particular de su madre, que nunca estaba satisfecha de lo que hacía, ni de sus notas en la escuela, ni de sus relaciones en la adolescencia, ni de sus elecciones profesionales o amorosas. Se queja del carácter posesivo de su madre y del terrorismo sentimental que ejerce sobre ella. Por desgracia, se casó por primera vez con un hombre que se comportaba con ella de la misma manera, y ahora tiene un amigo en el que descubre los mismos comportamientos de su madre y de su primer amigo. Agnés piensa que no hace nunca lo que hace falta, que nunca está a la altura, y duda permanentemente de ella y del amor de ese hombre. Piensa que necesita ser extremadamente ordenada y controlar todo lo que pasa, para luchar contra esa duda».
Una amiga mía, que ha construido cuidadosamente un modo apacible de vivir, se ha visto sobresaltada por una espectacular oferta de compra de la casita en que vive. Es una buena noticia saber que su propiedad se ha revalorizado de una manera tan extraordinaria. No quiere vender. No tiene, por supuesto, necesidad de vender. Y, sin embargo, esa intromisión de una posibilidad imprevista y, sobre todo, tener que tomar una decisión, más aún, tener que decir que no, porque la decisión la tiene tomada, la ha tenido sometida, durante unas semanas, a una irracional angustia.
Decía Kierkegaard que la angustia era la conciencia de la posibilidad. En muchos casos es la conciencia de la libertad, la necesidad de tener que decidir. Erich Fromm estudió este caso en su libro El miedo a la libertad, para explicar la sumisión de muchos alemanes a la ideología nazi. Hay personalidades que desean ante todo ser mandadas. La obediencia es el gran antídoto contra la ansiedad. Son presa fácil de organizaciones, sectas, iglesias, partidos. Por ejemplo, no soportan las situaciones ambiguas, ni complejas. Necesitan que las cosas sean blancas o negras. La tolerancia a la ambigüedad es un importante rasgo de personalidad. Una orden terrible —morir por el Führer- es mejor para ellos que la ausencia de órdenes. Durkheim estudió la angustia de la anomia, la angustia que invade a muchas personas cuando cambian las normas vigentes. Una parte importante de los integrismos son movimientos de retracción provocados por una quiebra de valores tradicionales y por el miedo que esta situación provoca.
¿Qué pasa en la mente del irresoluto, del indeciso? Aparentemente se trata de un problema cognitivo. No encuentra razones convincentes para elegir blanco o negro. Las dudas no nos acometen en situaciones claras. Nadie duda en acudir al dentista cuando le duele una muela. En cambio, duda cuando no le ocurre nada y sólo se trata de una revisión. Últimamente se ha investigado mucho el proceso de tomar decisiones. Algunos ingenuos piensan que se trata de un mero cálculo entre ventajas e inconvenientes. Así decide, sin duda alguna, un ordenador. Pero el ser humano es más influenciable, irracional y, en último término, eficaz. Antonio Damasio ha concluido que no se trata de un hecho cognitivo, sino que depende de la energía proporcionada por la afectividad. De nuevo nos encontramos con el ánimo. Les recordaré que la estructura cerebral tiene unos centros profundos, evolutivamente antiguos, relacionados con las emociones y la memoria, y unos centros corticales, superficiales, modernos, relacionados con las funciones intelectuales más sofisticadas. En el top de estos centros corticales están los lóbulos frontales, encargados de planificar y organizar la acción. Pues bien, cuando por un accidente o por una operación quirúrgica quedan interrumpidas las vías que unen los lóbulos frontales con los centros emocionales, se produce un fenómeno curioso. Los pacientes mantienen intactas sus funciones intelectuales, son capaces de analizar perspicazmente las posibilidades de acción, pero son incapaces de tomar una decisión. Al parecer, las decisiones reciben su energía de zonas muy profundas de nuestra vida emocional. Ésta es una peculiaridad asombrosa de nuestro dinamismo mental. Hay decisiones que no podríamos tomar racionalmente si consideráramos todas las posibilidades, todos los pros y los contras. Tener un hijo, como he señalado antes. A cada razón a favor se le puede oponer una razón en contra. Quien toma la decisión está impulsado por una emoción profunda, que le hace completar las indecisiones de la argumentación.
¿Qué temen esas personas? No saber si reaccionarán bien, si tomarán la decisión correcta. Temen también perder la serenidad, el sosiego, la comodidad a veces. Temen acaso la dureza de lo real. A veces, simplemente tienen miedo a crecer. La infancia —al menos en teoría— es una época protegida, cálida y a salvo del duro intercambio con la realidad. Por eso, no es extraño que muchas personas deseen ser niños para siempre. Peter Pan, el personaje de J. M. Barrie, huye al País de Nunca Jamás, porque «si crecer duele así, yo no quiero crecer». En 1983, Dan Kiley describió el «síndrome de Peter Pan». Son personas adultas que eluden responsabilidades, necesitan que los demás resuelvan sus problemas y viven en una burbuja imaginaria donde no hay lugar para el esfuerzo ni para el conflicto.
5. El miedo al aburrimiento
En dirección contraria se mueve un miedo que siempre me ha intrigado mucho. El temor al aburrimiento. La ausencia de estímulos puede vivirse como castigo. El aburrimiento es etimológicamente una pasión aversiva. Deriva de abhorrere, «tener aversión a algo». Como escribe Agnes Heller, una estudiosa de estos temas y de otros muchos, que ha estudiado el modo como puede surgir en determinadas épocas una «sed de experiencias»: «Presenciamos un accidente en la calle… ¡Al fin una experiencia! Este tipo de sed de experiencias ha jugado con frecuencia un papel negativo en la historia; gente que vivía en la monotonía de la vida diaria y sus actividades repetitivas sintió el estallido de la Primera Guerra Mundial como una experiencia excitante y la posibilidad de una gran aventura». La persona aburrida puede convertirse en un peligro. Hay personalidades —los extrovertidos, los emotion seekrrs- que soportan muy mal el aburrimiento. Les produce un tipo de angustia para librarse de la cual necesitan aumentar su nivel de excitación. La búsqueda compulsiva de diversiones, el alcohol o las drogas pueden ser rituales que alivian ese malestar. Como decía un escritor satírico francés: Los ingleses se ahorcan para pasar el rato.
6. El miedo a la soledad
El ser humano, cuyos miedos más numerosos proceden de la compañía, teme profundamente la soledad. Por eso, la humanidad se divide entre los misántropos y los que no lo son. Ya he explicado que necesitamos de los demás y que carecer de su apoyo provoca miedo, pero ahora quiero referirme al miedo excesivo a la soledad, porque puede provocar situaciones desdichadas o destructivas. Hay muchas relaciones que se mantienen no tanto por la satisfacción que producen sino por la soledad que evitan. Podemos hablar de «personas emocionalmente dependientes», que necesitan continuamente la proximidad de alguien, la relación afectiva con otra persona. Muchas personas soportan situaciones terribles de violencia doméstica precisamente porque se desarrollan dentro de una casa, de una domus, y sienten que es mejor estar mal acompañadas que solas. Se trata de un miedo explicable, pero peligroso.
La psiquiatría habla de personalidades dependientes. Necesitan la compañía de otros, y temen tanto la soledad o sentirse abandonadas, que están dispuestas a hacer grandes concesiones, a veces destructivas para ellas, con tal de estar con otros. Estos sujetos se ven a sí mismos como inevitablemente desvalidos e incapaces por ello de enfrentarse con el mundo. El mundo les parece un lugar inhóspito y peligroso, y necesitan hallar a alguien que les proteja y les cuide. Hay también personas que necesitan lo contrario: ejercer una maternidad permanente. Dan Kiley, que describió el síndrome de Peter Pan, describió también el síndrome de Wendy, la amiguita que cuidaba maternalmente del niño eterno.
7. El miedo al hundimiento de la cultura
La cultura es fuente de seguridad. La estabilidad de las costumbres, de las clases sociales, de las creencias, tranquiliza. Pero estamos en época de cambios acelerados, y mucha gente teme perder su mundo, su identidad, su cultura. Surgen los profetas del desastre que son, fundamentalmente, anunciadores del miedo. Los dos grandes miedos de la humanidad son la muerte y el caos. Los hititas reverenciaban al dios Telepinu que mantenía el orden de las cosas. Cuando desaparecía, se rompían los lazos de la naturaleza: la hierba no crecía, las madres no tenían leche, los ríos no corrían. El miedo al caos resurge poderoso en época de grandes cambios, cuando, como en el verso de John Donne, «Todo se hace pedazos, toda coherencia ha desaparecido», Tis all in pieces, all coherence gone. O en el poema de Eliot: lean connect nothing with nothing. No puedo conectar nada con nada. El auge de los integrismos modernos está, en gran manera, provocado por este temor al caos.
8. Miedo a tomar una postura firme
Hay un miedo especial a tener que adoptar una postura firme para mantener las propias ideas, expresar las necesidades o sentimientos, reclamar los derechos. Es la timidez de la víctima, que tiene muchas variaciones. Rechazar algo a alguien, reclamar una deuda, expresar el desacuerdo, protestar ante un comerciante. Un caso muy frecuente es el «miedo a decir no». Las personas que lo sienten son presa fácil de vendedores, a los que no se atreven a desairar. Por ello prefieren comprar en supermercados o grandes almacenes, donde pueden mirar sin ser acosados por un empleado. El general GM, cuya historia comencé a contarle en el capítulo anterior, fue víctima de un peculiar miedo a decir no. Escribe lo siguiente:
«Desde la adolescencia tuve un peliagudo conflicto. Fui un estudiante brillante. Tenía una inteligencia resulto— na. Era, además, bastante vanidoso. Quería mandar, quería ser un jefe, un líder, y al mismo tiempo me costaba un gran esfuerzo imponerme. Leía a Nietzsche y me emocionaba la idea del superhombre. Pero me sentía blando, lo mismo que el filósofo. ¿Recuerda que en un libro cuenta el diálogo entre el carbón y el diamante? El carbón, con el que yo me identificaba, se queja al diamante: ¿Por qué eres tan duro y yo tan blando, si somos primos hermanos? Me costaba mucho trabajo negarme a una petición, tener que competir, pensar en reprender, castigar o despedir a alguien con quien tuviera alguna relación. Pero esta debilidad me avergonzaba. Yo quería superarla y mandar. Resolví el problema entrando en el ejército. Pensé que en esa institución el mando es jerárquico, no hay que pelearse por él, sino que es conferido por estatus. Pero no se cambia el carácter por decreto. Una y otra vez me sentí coaccionado por mis compañeros, comencé a sentirme preocupado por lo que podían pedirme. Cuando esto ocurría, no llegaba a pensar si era razonable o no, sino sólo si me atrevería o no a negarme. Cambié varias veces de destino con el firme propósito de mantenerme distante y antipático, de no dar confianza a nadie. Pero me costaba trabajo mantener ese modo de actuar. Por no saber mandar, por estar coaccionado por mis miedos y por mi miedo a no vencer esos miedos, me metía en problemas sin solución. ¿Recuerda una película antigua titulada El motín del Caine, protagonizada por Humphrey Bogart? Bogart es un capitán de barco que no sabe mandar y acaba provocando un motín por querer frenéticamente averiguar quién ha robado un frasco de fresas de la bodega. Mi vida está llena de casos parecidos».
A veces, el miedo a afirmar los propios derechos se reduce a algunos temas específicos, por ejemplo, el dinero. Oigamos a Virginia, veintiséis años, secretaria: «No soy tímida o, al menos, no creo serlo. Pero a veces me siento desagradablemente cohibida. Cada vez que tengo que hablar de dinero, por ejemplo, me encuentro tensa y a disgusto. Pienso en ello desde tres días antes y, cuando liega el momento, tengo una bola en la garganta y un nerviosismo interior, es una situación que puede conmigo. Entonces, la mayor parte de las veces, prefiero dejar las cosas como están: reclamar el dinero que me deben o exigir un aumento de sueldo son cosas de las que me siento incapaz. Al principio, esto me molestaba, pensaba que era un defecto de mi carácter, pero ya me he acostumbrado. No me siento orgullosa, pero las cosas son como son. Tengo la convicción de que nunca llegaré a cambiar». Hay que advertir que el dinero es centro de una sorprendente red de sentimientos. Una persona puede atreverse a reclamar un libro prestado, pero no una deuda monetaria.
En este grupo de miedo a tomar una postura firme podemos incluir otro temor: la dificultad de decir adiós, de terminar una relación.
Una vez, Carmen Martín Gaite, espléndida conversadora, me hizo un retrato muy cómico de las personas «que no saben despedirse». Desde entonces me he fijado mucho en este fenómeno. Es cierto que mucha gente prolonga excesivamente las despedidas. Les acomete, supongo, un temor a ser brusco, a ser descortés, o la dificultad de encontrar la palabra justa. Además, no comprenden bien que la educada y tibia protesta de los anfitriones —«No os vayáis tan pronto»— no es una invitación a quedarse, sino una fórmula ritual.
Algo parecido sucede a mucha gente en sus relaciones afectivas. He conocido a muchas parejas cuya relación se estira como una goma elástica, sin que ninguno de los dos se atreva a cortar. Decidir es siempre «cortar» y hay un cierto miedo a hacerlo que tampoco es claramente explicable. A veces es por no hacer daño, otras por no alterar su imagen (quiero que quedemos como amigos), otras por temer la reacción de la otra persona (que preocupa por razones poco razonables), otras por no saber qué decir después de haber dicho adiós. En muchas ocasiones no se trata de una preocupación ante el hecho (el protagonista querría que ya hubiera pasado y sentirse libre) sino ante el hacerlo, ante el enfrentamiento, una vez más. Por eso es mucho más fácil hacerlo por carta. Esto da lugar a situaciones que serían cómicas si no fueran trágicas. Conocí a dos personas que vivieron un matrimonio desdichado durante veinte años porque, deseando ambos la separación, ninguno se atrevió a proponérselo al otro. Por no herirse vivieron una mentira que los destruyó a los dos.
Estos miedos a afirmarse o a imponerse o a defender los propios derechos pueden deberse a tres causas: 1) El miedo a la respuesta de la otra persona. 2) El miedo a no saber qué responder ante la respuesta de la otra persona. 3) El miedo a defraudar a la otra persona. Ésta es la razón más poderosa, que nos descubre la esencial sociabilidad del ser humano. El miedo a que otra persona cambie la imagen que tiene de mí depende de que sienta que mi integridad, mi identidad, mi dignidad dependen de la evaluación de los otros, e implica que mi juicio sobre mí mismo depende del juicio de los demás. Y no sólo del juicio de una persona significativa, sino de cualquiera. Hay aquí un desajuste de algo necesario: el aprecio de los demás. En estos casos la dependencia es tan exagerada que produce una anulación del valor intrínseco, sacrificado a la evaluación exterior. Dicen las crónicas que cuando los cortesanos de los reyes absolutos caían en desgracia, y se les privaba de estar en la cercanía del monarca, incluso como meros comparsas, caían en una melancolía que les consumía hasta matarlos. Las culturas muy comunitarias fomentan estos sentimientos. En Japón hay un miedo social muy intenso llamado taijin kyofusho, un temor a molestar a otro con un comportamiento social inadecuado. Una sonrisa inadecuada, o una negativa demasiado tajante. Algo semejante debió de sentir Pessoa cuando habló del «mal de intervenir en la vida ajena».
El análisis de este miedo a defraudar, de ese «no atreverse» a hacer algo, nos va a permitir profundizar un poco más en nuestra urdimbre afectiva.
9. Aparece la vergüenza
No atreverse es sentir miedo a hacer algo que se considera peligroso. Significa «miedo a hacer». El peligro no viene hacia mí, como un león rugiente, sino que yo soy el que tiene que ir hacia el peligro. Puedo no atreverme a hacer alpinismo o a lanzarme en paracaídas. Pero reclamar en un restaurante es una cosa muy diferente. Si preguntamos a alguien por qué no ha devuelto el plato de carne que no estaba en buenas condiciones, posiblemente nos contestará: «Porque me dio vergüenza».
La vergüenza es un sentimiento terrible, que afecta a los estratos más profundos del yo, que desguaza el ánimo. Se puede, literalmente, morir de vergüenza. También, morir o matar por no sentirla. Y, sobre todo, se puede vivir escondido, asubio, para librarse de ella. Estamos, pues, ante una emoción de gran tonelaje. El Diccionario de Autoridades la define así: «Pasión que excita alguna turbación en el ánimo por la aprehensión de algún desprecio, confusión o infamia que se padece o teme padecer». ¿Cuál es su relación con el temor? Complicada pero consistente, por eso la menciono aquí. En primer lugar, es un desencadenante del miedo. Sentir vergüenza es doloroso, destructivo y terrible. El tímido no se atreve a hacer muchas cosas porque se siente amenazado por la vergüenza. No puede exhibirse, no quiere ser visto, para ser más exactos teme «ser mal visto». El mito de Adán y Eva expone la vergüenza originaria. El pudor es el miedo a ser sorprendido desnudo, sin defensa, a merced del juicio del otro. Vestirse es ponerse a cubierto. Ponerse un antifaz o unas gafas de sol es poder mirar sin ser reconocido. En esto, como en otras cosas, Sartre hizo filosofía a partir de su propia historia, y contó con una profundidad estremecedora su experiencia metafísica de la vergüenza. La mirada del otro anula mi libertad, porque estoy a merced de ella. «Tengo vergüenza de mí, tal como aparezco a otro. Soy como el otro me ve». Cuando ya era muy viejo, todavía recordaba una anécdota triste de su adolescencia. Una chica que le gustaba le gritó delante de todos sus compañeros: «Feo, ceporro, con gafas y con gorro». Sartre reconocía su fealdad, e intentó sobreponerse tesoneramente a ella. «A los cuarenta años, quien es feo es porque quiere», decía llevado por el incansable optimismo que, según él mismo reconocía, le impulsó toda su vida.
Tenemos, pues, miedo a sentir vergüenza, como lo tenemos a sentir cualquier otro dolor. Pero, además de ser un desencadenante del miedo, la vergüenza es un sentimiento contradictorio, como el propio miedo. Necesitamos ambos, y ambos pueden destruirnos. La vergüenza es la experiencia del lazo social, la toma en consideración de la experiencia del otro a través de su mirada, de su evaluación a partir de las normas de la sociedad en que vivo. El otro se vuelve un mediador entre yo y yo mismo, between me and myself. En ese permanente diálogo interior que mantenemos a lo largo de toda nuestra vida, hay un yo que siente y un yo que evalúa lo que siente el otro yo. «La honte réalise done une relation intime de moi avec moi: jai découvert par la honte un aspect de mon être», escribe Sartre en El Ser y la Nada.
La vergüenza deriva de la necesidad que tenemos de proteger nuestro yo social, es decir, la imagen que damos a los demás, mediante la que pretendemos alcanzar su reconocimiento y aceptación. Por eso su acción es tan profunda. Hegel y Honneth han insistido en la necesidad del reconocimiento como fundamento de la ética. Nuestra cultura individualista desdeña estos sentimientos sociales, que durante milenios han formado parte de la urdimbre social, por ejemplo, la buena fama o el honor. Aristóteles se los tomaba muy en serio, porque tenía conciencia clara de la comunidad. La vergüenza es la conciencia de un déficit, de una falta, de una des-honra a los ojos de los demás. Es el ideal social, que a veces es infame, resonando en lo profundo de la intimidad. Durante siglos, los hijos naturales, «los hijos de la vergüenza», debían ser ocultados. Miles de hombres y mujeres han vivido con el miedo a descubrir su homosexualidad, es decir el terror a ser avergonzados por serlo. La pobreza ha sido una permanente fuente de vergüenza. Charles Chaplin escribe en Historia de mi vida: «Al contrario que Freud, no creo que la sexualidad constituya el factor más importante del comportamiento. El frío o el hambre o la vergüenza nacida de la pobreza pueden afectar más a la psicología».
Albert Camus cuenta en El primer hombre, esa autobiografía narrada al modo de una novela, un suceso conmovedor. Gracias a la ayuda de su profesor, Camus consigue una beca para ir al instituto. Allí se encuentra con niños procedentes de otros medios sociales, y comienza a sentirse aislado, porque sólo su amigo Pierre viene del mismo barrio que él. En ese momento se tropieza con la vergüenza. Refiriéndose a Jacques, el protagonista y heteróninio de Camus, escribe: «En los impresos que nos habían dado, había que poner la profesión de los padres. Él había puesto “ama de casa”, mientras que Pierre había puesto “empleados de Correos”. Pierre le dice que ama de casa no es una profesión, sino el trabajo de una mujer que hace las tareas de la casa. “No —le responde Jacques—, mi madre trabaja en casas de otros, por ejemplo del mercero de enfrente. Entonces —dijo Pierre, después de dudar un poco— creo que es preciso poner ‘criada’ (domestique)” Esta idea no se le había ocurrido nunca a Jacques por la simple razón de que esa palabra, demasiado rara, no se había pronunciado nunca en su casa —por la razón también de que ninguno de ellos pensaba que ella trabajaba para otros, ella trabajaba, en primer lugar, para sus hijos. Jacques se puso a escribir la palabra, se detuvo y de golpe conoció la vergüenza y la vergüenza de haber tenido vergüenza».
Hasta ese momento, Albert Camus sólo había conocido la mirada y el juicio de los suyos, de su familia. Pero ahora había descubierto la mirada de los de fuera, el juicio social. Descubre al mismo tiempo la devaluación del trabajo de su madre, y el riesgo de menospreciarla por su trabajo. Teme descubrir la miseria de su corazón. El término «criada» atribuido a su madre le confiere repentinamente un estatus social que la sitúa muy bajo en la escala social. Y su propio hijo se ve obligado a anotarlo en un cuestionario oficial. La imagen de su madre desviviéndose por sus hijos había sido sustituida por la imagen de una pobre mujer que trabaja para otros por un salario de miseria. Su hijo se avergüenza de esa mujer, y se avergüenza de haber sentido esa vergüenza. «Jacques habría necesitado un corazón de una pureza heroica excepcional para no sufrir con el descubrimiento que acababa de hacer, de la misma manera que habría necesitado una humildad imposible para no recibir con rabia y vergüenza lo que la vergüenza le descubría sobre sí mismo. No tenía nada de esto, sino un orgullo duro y malo que le ayudó al menos en esta circunstancia, y le hizo escribir con una letra firme la palabra “criada” en el formulario, que llevó con la cara alta al encargado, que no le prestó ninguna atención. A pesar de todo esto, Jacques no deseaba en absoluto cambiar de estado ni de familia, y su madre seguía siendo lo que más amaba en el mundo, aunque ahora la amaba desesperadamente».
Con frecuencia la respuesta es diferente. La vergüenza fomenta la ocultación, el secreto —«secretos vergonzosos» es una frase hecha— y también la mentira. Alvaro Pombo ha contado en «El jardín de las luengas mentiras» la historia de un muchacho que engaña a su novia y a sus suegros diciéndoles que ha terminado la carrera de arquitectura —una mentira trivial e innecesaria, porque sólo le faltaba una asignatura para hacerlo—, y cuyo miedo a la vergüenza de ser descubierto acaba determinando su existencia entera, condenándolo a una vida de impostura y engaños constantes, y ridículos. La vergüenza reprime la visibilidad excesiva. No quiere dar la cara. Se le cae la cara de vergüenza significa que mira hacia el suelo para no tener que mirar a los ojos a los demás.
Hay algo más. ¿A qué nos referimos al decir que algo «nos da vergüenza»? Tenemos sentimientos prospectivos, que están provocados por una escena imaginada. Cuando imaginamos un determinado suceso y sentimos vergüenza, no nos referimos a una vergüenza real, sino anticipada. Ése es el miedo. El peligro ha aparecido en esa anticipación. En esa creación imaginaria. Cuando una persona tiene demasiadas escenas aversivas, decimos que es miedosa, y si lo que teme son escenas que remiten a la vergüenza, decimos que es tímida. El lenguaje, que es tan sabio, relaciona en esta palabra el miedo y la vergüenza. La timidez es la inhibición provocada por el miedo a la vergüenza. Todavía nos queda una última complicación. Tener miedo es vergonzoso o es tratado así en muchas sociedades. Los niños son avergonzados por tener miedo o por expresarlo. Con lo cual se puede tener miedo a ser avergonzado por tener miedo. No se trata de un trabalenguas, sino en todo caso de un trabasentimientos.
Hemos descubierto algunos rasgos personales a partir de los miedos cotidianos. Se temen comportamientos que se han vivido como castigo. Se teme actuar porque hay que enfrentarse con lo nuevo, tomar decisiones, salir a flote, demostrar la capacidad, arriesgarse a fracasar. Por último, hay un miedo a defraudar, a alterar la imagen que los demás tienen de nosotros, a poner en riesgo nuestro yo social. A sentir vergüenza.
10. El interés por la asertividad
La frecuencia de estos miedos al conflicto, a la decisión, a la afirmación de uno mismo es tan grande que en los últimos años se ha despertado un interés enorme por su antídoto, que se llama asertividad, y que se define, precisamente, como la capacidad de exponer las propias opiniones y necesidades y, en especial, de defender los propios derechos. Es decir, se trata de la afirmación de uno mismo en situaciones en las que sus derechos han sido infringidos o violados por otros, bien a propósito o bien accidentalmente. Pretende eliminar los miedos cotidianos de los que he hablado —quejarse, reclamar, enfrentarse, decir no, pedir explicaciones—, y se desarrollan cursos de asertividad en muchos lugares. Los psicólogos y educadores consideran que es una habilidad social que se puede y se debe enseñar. El niño debe aprender a reclamar sus derechos y a protestar adecuadamente cuando se vulneran. Pero sospecho que estas habilidades comunicativas sólo resuelven parte del problema. Un niño puede saber qué decir cuando se hace un ejercicio en clase, y no atreverse a decirlo cuando se encuentra en una situación real. El tema del miedo nos lleva irremisiblemente al tema de la valentía.
La asertividad se sitúa como el término medio entre dos extremos: la pasividad y la agresividad. Ante un abuso, la persona pasiva prefiere callarse, y la persona agresiva atacar. La asertividad pretende mantener el término medio y resolver el conflicto de un modo justo y razonable. Si atendemos sólo a la eficacia concreta, la agresión por desgracia se llevaría la palma. Recuerde lo que he dicho antes sobre Maquiavelo y las conductas intimidadoras. Si es la justicia la que debe servir de criterio superior a la eficacia concreta nos movemos ya fuera del campo de la psicología, para entrar en el de la ética. Por eso no me ha extrañado comprobar que en un buen texto sobre habilidades sociales, escrito por Larry Michelson, Alan E. Kazdin y otros autores, se dedique gran atención a «la práctica ética de la enseñanza de la conducta asertiva, llamada también terapia asertiva, enseñanza de habilidades sociales y enseñanza para la competencia personal». Puesto que es el antídoto de la vergüenza, y la vergüenza es socialmente necesaria hasta cierto nivel, se trata de no fomentar la desvergüenza, ni a los sinvergüenzas muy asertivos.