Lionel tuvo una sensación muy extraña cuando se acercaba por el sendero, entre los árboles, cruzaba la cancela abierta y veía las rústicas columnas cubiertas de vegetación, el balcón de madera y el hastial del tejado pintado: le pareció el refugio de una hechicera, tan escondido en el bosque y tan cerca del apacible fluir del río. Nada más ver la cabaña casi se sintió desfallecer. Había pasado la mañana concentrado en la agradable y familiar rutina de la caza, una rutina que exigía tanto técnica como buenos modales y que dejaba poco tiempo para entregarse a la ensoñación. La imagen de la cabaña hizo que sus fantasías saltaran de golpe al primer plano de su conciencia. Ella ya estaría allí.
Lionel conocía a Bob Lilburn desde hacía muchos años, pero no había coincidido con Olivia hasta que a Maisie Arlington se le ocurrió invitarlos a todos a una cena, unos meses antes del baile en la embajada de Rusia. Pensó que era una mujer hermosa y buena, lista y amable; aunque, por supuesto, conocía a muchas mujeres casadas a las que podía describir con los mismos adjetivos. Lo misterioso era cómo esas otras mujeres tan absurdas, en su primera o segunda juventud, con las que a veces coincidía en una cena, sentadas a su lado, se convertían de la noche a la mañana en bellezas exquisitamente civilizadas. Desde luego que las mujeres jóvenes eran encantadoras, con ese empeño tan conmovedor de hablar a toda costa y esa tendencia —cuando uno las veía en el campo, a sus anchas— a recuperar sus antiguos modales de colegialas poco femeninas, momentos en los que se refrenaban sólo a veces, cuando recordaban que eran señoritas, que ya llevaban el pelo recogido y que debían guardar las distancias con sus hermanos y hermanas menores, sus institutrices, sus ponis y sus perros, pero a Lionel le parecían poco serias y temía que, por lo tanto, ellas lo consideraran un mojigato. Sin embargo, una esposa, una compañera para toda la vida, pensaba, tenía que ser una persona a la que uno pudiera admirar. Sentía que, si daba rienda suelta a su capacidad de adoración en alguna de aquellas jóvenes insustanciales, ella se llevaría un susto de muerte. ¿Cómo podía poner en cualquiera de aquellas muchachas la responsabilidad de encarnar el Ideal? Y así, cuando volvía a su casa de Lincolnshire, con su madre, en quien, a pesar de su lengua ácida, Lionel siempre había reconocido la imagen de la belleza y el honor supremos, creía ver en su madre una parte considerable de las cualidades que deberían tener las mujeres. En un plano algo distinto, a veces invitaba a cenar a las actrices. Con ello se había ganado cierta fama en la ciudad (cosa que le traía sin cuidado), a pesar de que la mayoría de esas actrices eran jóvenes respetables y, cuando no lo eran, Lionel normalmente se sentía como un animal después de estar con ellas. Le parecía cada vez más improbable que la animalidad y la capacidad de adoración pudieran confluir y concentrarse un día en un único objeto elegido. Eso ocurrió la tercera vez que vio a Olivia.
«Tiene que ser así, ¿no?», había dicho ella.
Estaba expresando alguna opinión, interpretando, como de costumbre, las cosas mejor que nadie, y entonces se volvió hacia él y le dijo: «Tiene que ser así, ¿no?»; y, por primera vez, Lionel vio en los ojos de Olivia la pregunta que, tal como reconoció al instante, impregnaba la mayor parte de su ser. Lo que conmovió a Lionel fue ese anhelo de bondad, combinado con la leve desesperación con que, a veces, al no encontrarla, y a pesar de sus ganas de encarar la realidad con lucidez, Olivia buscaba seguridad en los demás. Y es que, aunque Olivia podía llegar a ser muy rotunda en sus opiniones, y mordaz en sus críticas, era cuando titubeaba, cuando la duda velaba su inteligencia, cuando él más la adoraba.
Lionel sabía que su marido, Bob Lilburn, era un hombre práctico, aficionado al deporte y buen terrateniente. Nadie diría de él que tenía imaginación. Era posible que Olivia esperase de su marido más comprensión de la que él podía ofrecerle. Era posible que ella lo esperara, porque Bob parecía un héroe; pero él, Lionel, podía responder a las preguntas de Olivia mejor que Bob; porque podía decir: «Sí, tiene que ser así, y si no lo es yo me ocuparé de que lo sea», y porque, al apelar de esta manera a una faceta de la naturaleza de Lionel, Olivia apelaba también a la otra, y porque, al ver el leve temblor del labio superior cuando volvió sus ojos hacia él, sintió un impulso incontenible de besarla para aplastar sus dudas. Pronto reconoció la intensidad de la pasión que se había apoderado de él. Pequeñas señales le llevaban a creer que ella lo sabía; su objeto elegido (de momento sólo pensaba en alcanzarlo) había empezado a admitir lo que sabía.
Cuando Cicely le dio un beso a Sambo en el hocico, el perro sintió unas cosquillas tremendas en los bigotes. Resopló por la nariz, pero no consiguió aliviar el cosquilleo. Estiró el cuello completamente y separó los labios de los dientes amarillos, mostrando una expresión de desdén, como un camello, y luego, como si se avergonzara de las risas que había provocado, bajó la cabeza y se frotó la cara en la chaqueta de tweed de Cicely, con lo que estuvo a punto de tirarla al suelo.
—Esos modales, esos modales —protestó Cicely.
Tibor Rakassyi se había acercado, sonriendo.
—No está acostumbrado a que lo besen jóvenes guapas —dijo.
—Ha sido muy graciosa su reacción, la cara de camello que ha puesto —dijo Cicely.
—Si te gusta experimentar, yo también sé poner caras graciosas.
—¿Y lo haces siempre que te dan un beso en la nariz? —preguntó ella.
—Casi siempre —dijo él.
—Seguro que tienes una pinta muy divertida —contestó Cicely—. ¿Qué tal ha ido la caza?
—Perfecta.
—Supongo que los faisanes no dirán lo mismo. ¿Tienes hambre? Hay una comida deliciosa.
Los cazadores iban llegando lentamente a la cabaña del embarcadero, de dos en dos y de tres en tres, charlando. Lionel Stephens se había rezagado, pues en el último momento lo había invadido un miedo indescriptible de ver a Olivia, como si no supiera qué podría ocurrir.
Los criados llevaban un caldero con el guiso de conejo caliente que iba a ofrecerse a los cazadores, y éstos ya empezaban a formar una línea desordenada en el sendero del río, cerca de la cabaña. Albert Jarvis y Percy Maidment, que de pronto se vieron el uno al lado del otro, se separaron de mutuo acuerdo; apenas se hablaban, tan profunda era su rivalidad.
Albert Jarvis era de Derbyshire. La finca de lord Hartlip estaba cerca de la cuenca minera de la frontera de Yorkshire, y los Jarvis eran una familia de mineros. Albert no consiguió encontrar faena en la mina cuando abandonó los estudios, y primero trabajó de campesino y después de montero menor. Sentía una honda admiración por su amo, cuya actitud distante en el trato con sus subordinados no hacía sino aumentar su autoridad a ojos de Albert. Como Albert también era un buen cazador, su respeto por la habilidad de lord Hartlip no tenía límites. Lo había convertido, más o menos, en su héroe personal. Y como además estaba soltero, vivía en una casa de huéspedes, rara vez visitaba a su familia y trabajaba muchas horas a cambio de un salario muy modesto, esta sensación de identificación con el hombre que era su jefe —con quien por sus funciones como cargador, en determinados momentos del año y a diferencia de los demás monteros, tenía una relación de sirviente personal— constituía en muchos aspectos la esencia de Albert: era como si viviera a través de lord Hartlip. Albert había reconocido a primera vista, en la tensa y menuda figura de Percy Maidment, una determinación similar a que su amo fuera el vencedor. Eso los distinguía de los demás. Eran como una pareja de adiestradores de galgos entre una multitud de espectadores que ni siquiera se habían tomado la molestia de hacer sus apuestas.
Tom Harker envolvió con las manos su patata asada mientras esperaba que le sirvieran el guiso: no tenía queja. La comida olía bien, y además, y aparte de la comida, también las hojas caídas, la tierra oscura y el río olían bien; igual de bien olían su abrigo viejo y sus manos, que tenía cerca de la nariz mientras se las calentaba con la patata. Olían a tierra, a sudor, a los faisanes que había llevado a la carreta y que le habían dejado alguna mancha de sangre, a las cebollas que había cortado esa mañana para preparar su propio guiso de conejo robado. El ejercicio de la mañana le había dejado una sensación de ligereza en el cuerpo; sólo pensaba en eso y en saciar su apetito, y quizá, también, en el pesar apenas consciente que le producía no haber traído a su perra. Había sido tonto. La perra no había hecho ejercicio y tendría que sacarla a dar un paseo por el campo cuando volviera a casa, cansado al final del día. Además, a la perra le gustaba el bosque.
—¿Has visto al corzo? —le preguntó a Dan Glass.
Dan asintió.
—La última vez los vi en el bosque de Bowlers —dijo—, hace un par de meses. Habían tenido dos crías.
—Ya han criado ahí otras veces —dijo Tom—. Les gustan los helechos de la cima. Esconden allí a las crías. Puedes pasar por encima de ellas sin que se muevan.
Dan sonrió, aunque también pensó: «¿Y qué hacías tú en el bosque de Bowlers, Tom Harker?». Pero no lo dijo.
—He leído una carta —dijo Cicely— que decía cosas maravillosas… Cosas extraordinarias.
—¿Qué cosas? —preguntó Lionel Stephens.
—Que ella era Verdad porque era Belleza y Belleza porque era Verdad, y que pronto habría una guerra y él se estaba preparando para combatir por ella.
Lionel Stephens se puso serio.
—¿Dónde encontró ella esa carta? —preguntó.
—Se la dio John —dijo Cicely—, ese lacayo tan agradable que estaba aquí hace un momento. La escribió para ella y se la dio.
—Ten cuidado, te va a oír —dijo Olivia, que estaba al lado de la chimenea, delante de Cicely y Lionel.
—Está sirviendo la comida a los ojeadores. Pero, en serio, ¿no os parece romántico? Ella no se lo podía creer. Era la primera vez que él hacía una cosa así. Ha dicho que no era propio de él.
—A lo mejor alguien la escribió por él —sugirió Lionel.
—Pero ¿quién? —dijo Cicely—. A veces la gente del pueblo le pide al vicario que escriba una carta, cuando ellos no saben, pero ¿os imagináis al señor Fortescue escribiendo una carta tan poética?
—A mí me parece un poco exagerada —dijo Lionel—. ¿Tú qué pensarías si te escribieran una carta así? ¿Te gustaría?
—¿Si me gustaría? Me fascinaría —contestó Cicely.
—¿Y a ti? —le preguntó Lionel a Olivia.
—Me sentiría profundamente incómoda.
—¿Por qué?
—Me daría vergüenza —dijo Olivia—. Pensaría que no soy en absoluto digna de una carta como ésa.
—Pero ¿no te agradaría un poco, quizá secretamente…?
Olivia negó con la cabeza, sonriendo, ligeramente ruborizada. Le habría gustado, pensó Lionel. Debería habérsela enviado.
—Ellen estaba encantada —dijo Cicely.
Vio que su abuela la miraba desde el otro lado de la sala. Minnie tenía una extraña capacidad para enterarse de las conversaciones de los demás a la vez que aparentaba estar plenamente concentrada en su propia conversación. Cicely, que lo sabía, comprendió al instante, por un movimiento casi imperceptible de la cabeza de Minnie, que debía cambiar de tema. Ni siquiera ella desobedecía estas órdenes de su abuela.
—Pero no nos has contado cómo te ha ido la mañana —le dijo al momento a Lionel—. ¿Has llenado el morral de pájaros?
Había cosas de las que no se hablaba porque no tenían ninguna gracia. Minnie debería habérselo dicho a Cicely antes de que ésta sacara a colación a Ellen y sus amoríos. ¿A quién le interesaba hablar de los criados?
—Podemos sentarnos —estaba diciendo sir Randolph.
—Si por él fuera, sólo comería un bocadillo —dijo Minnie—. Cuando vine a vivir aquí no tomaban nada más que bocadillos duros y un vaso de cerveza. De pie, bajo la lluvia. Me costó años lograr que cambiara, a fuerza de darle la lata.
—Yo diría que cierto invitado de la realeza fue un buen apoyo en ese sentido —dijo lord Lilburn (en un tono muy adulador, al parecer de Ida).
—Le gustaba comer como Dios manda —dijo Minnie.
Pero la sonrisa de ésta, aunque cariñosa, fue breve; no animó a seguir insistiendo sobre el tema. Bob Lilburn no había participado en aquella cacería —para empezar porque era demasiado joven— y Minnie únicamente recordaba al difunto rey con quienes habían formado parte de su círculo más íntimo, o mejor dicho, con las que habían sido sus amigas, pues había un par de nombres que no quería ni oír, un par de personas a las que consideraba desleales, incluso traidoras, y, aunque los atroces detalles de sus ofensas jamás se enumeraban, ahora que algunas de estas personas ya empezaban a envejecer —incluso una de las más conocidas había muerto—, ella no perdonaba a estas mujeres por nada del mundo. Minnie, que era una buena amiga, jamás se olvidaba de un enemigo.
—Muy bien, podemos sentarnos, pero no nos metas prisa. Como vea a alguien engullendo con prisas, me enfadaré mucho y te echaré toda la culpa a ti.
—No hace falta engullir —dijo sir Randolph—. Tenemos tiempo de sobra. Le he dicho a Glass que empezamos a las dos y cuarto.
—Mi marido es terrible con la disciplina. Tendría que haberse alistado en el ejército prusiano. Aline, cielo, siéntate a su lado y distráelo un poco, por Dios.
Aline había estado un rato mirando por la ventana. Tenía intención de mostrarse fría con Charles Farquhar —le parecía que él se comportaba con una actitud jovial, infantil, de lo más fastidiosa— y recordarle al mismo tiempo, mientras le ofrecía una imagen de su famoso perfil, a quién —incluso qué (puesto que ella era todo un fenómeno)— estaba tratando tan a la ligera y con tan poco respeto. Tenía un perfil griego: la línea de la frente y la nariz fina y recta como la de una estatua. Sólo la barbilla, a juicio de sir Randolph, era demasiado larga.
—Gilbert me ha contado —le dijo sir Randolph— que anoche Harry Stamp habló de alquilar Corston. ¿Tú estabas cuando salió esa conversación?
—No, pero también a mí me dijo algo —dijo Aline—. No recuerdo qué razón me dio.
—Economía, supongo. Es la razón para la mayoría. A mí no me parece bien. Me parece cosa de ratas.
—Yo diría que él se parece más a un ratero que a una rata —dijo Aline—. A uno de esos perrillos rateros. Un terrier o algo por el estilo. ¿No los llaman Jack Russel? Se parece más a un terrier Jack Russell que a una rata.
Lionel, siguiendo las indicaciones de Minnie de sentarse al lado de Olivia, que estaba a la derecha de sir Randolph, se sumó a la plática.
—Si eso le alivia un poco, ¿no es una decisión sensata? —preguntó.
—La gente que alquila sus casas —dijo sir Randolph— no se interesa ni lo más mínimo por el campo. Les trae sin cuidado. Lo único que quieren es divertirse. ¿Por qué? Porque las alquilan por pura diversión: para ellos no significan nada. No es su casa, su tierra, su pueblo, sus arrendatarios, sus trabajadores, sus sirvientes. ¿Qué más les da? Pero corren tiempos difíciles para toda esa gente. El hundimiento de la agricultura es cada vez más grave. No hay manera de conseguir que los políticos impongan tasas para protegerla, cuando eso es lo único que podría salvarnos. No tenemos más remedio que esperar, reducir gastos, y seguir esperando. Alquilar la casa y dejar que la tierra se eche a perder no es la manera de afrontar el problema.
—¿De verdad están tan mal las cosas? —preguntó Olivia—: El campo está precioso y la gente parece contenta.
—Lo están pasando muy mal —dijo sir Randolph—. Últimamente se habla mucho de los obreros de las fábricas y de las condiciones de vida en los suburbios de las ciudades. A nadie le preocupa la pobreza rural: aquí lo encaramos como mejor podemos, naturalmente, pero cuando la tierra no da dinero no hay dinero para hacer caridad. A nadie le interesa la gente del campo. Toda la atención se concentra en las ciudades.
—Yo creía que la idea más profunda que un inglés tiene de su país es la del campo —dijo Olivia—. ¿No es Inglaterra como un pueblecito verde, con el humo saliendo de las chimeneas de las casas, los graznidos de los grajos en los olmos, y el hidalgo y el vicario y el director de escuela y los alegres vecinos con sus hijos de mejillas sonrosadas?
—Hace muchos años que eso dejó de existir —contestó sir Randolph.
—Pero tiene que existir. ¿Cómo vamos a creer en eso, si no existiera?
—Exactamente —contestó el barón—. Creemos en eso. Por eso es una idea tan poderosa. Es un mito.
—Si es un mito, tú formas parte de él —dijo Olivia, a quien agradó esta idea—. Formas parte del mito, ¿no lo ves? Por eso dices que no crees en eso, porque estás dentro. Para ti no es igual, ¿cómo iba a serlo?
—Eso lo dices para halagarme —adujo sir Randolph. Pero sonrió al ver el rostro animado de Olivia—: No formo parte de un mito, aunque creo que existe un mito y que será difícil cambiarlo. Siempre estará en el fondo de nuestra conciencia, perturbando nuestros sueños de convertirnos en un país del siglo XX.
—¿No hay manera de transformar el mito en realidad? —preguntó Olivia.
—Eso sería ir contra la corriente de la historia. El mundo va a ser muy diferente. Será un mundo en el que tú y yo, querida mía, cada cual a su manera, terminaremos por extinguirnos, como los dodos —dijo sir Randolph.
—Creo que serás un dodo muy distinguido. No estoy tan segura de serlo yo también. Sentiré nostalgia de los tiempos en que podía volar —dijo Olivia.
Al oír ese comentario, Aline, que hablaba con Tibor Rakassyi, sentado a su izquierda, se volvió entonces hacia sir Randolph con un gesto interrogante.
—Antes de convertirme en un dodo —explicó Olivia.
—¿No te encantó ese libro? —preguntó Aline, tomándolo por una alusión a una novela reciente—. Me gustan los libros que se devoran de un bocado, como el chocolate, con sensación culpable.
—Sería difícil imaginar a alguien menos parecido a esa Dodo —le dijo Lionel a Olivia en voz baja.
Olivia pensó que Lionel se refería a Aline.
—Yo habría dicho que podría haber ciertas similitudes —contestó ella.
—Me refería a ti —dijo Lionel.
—Ah, yo no soy ni la mitad de deslumbrante —dijo Olivia—. Pero me sorprende que leas novelas frívolas. Creía que a ti sólo te interesaba lo auténtico.
—No siempre se consigue lo auténtico —dijo él—. No se puede depender exclusivamente de eso. Además, a mi madre le gustan las novelas de E. F. Benson y me las encuentro al lado de la cama cuando llego a casa.
Sir Randolph vio que no podía escuchar la conversación de Aline —que en esos momentos estaba contando una historia sobre un incidente en una librería, donde había visto a alguien con alguien, y entonces había descubierto el pastel— a la vez que dejaba vagar sus pensamientos, ahora que su imaginación había despertado con la mención de su tema favorito y con la simpatía que reflejaban los ojos grandes de Olivia, entre verdes y azules, misteriosamente iluminados (porque era miope), en los que, mientras sus labios pronunciaban las frivolidades de rigor, se revelaban sentimientos más profundos, interpretaciones más amplias.
Si no se sentía como un dodo, sir Randolph sí tenía al menos una sensación de fin de ciclo: al recorrer con la mirada la sala, donde la luz acuosa que se filtraba entre las ramas de las hayas y reflejaba el río daba una suave luminosidad muy favorecedora a todas las cosas —a los rostros sin pintar de las mujeres y al color apagado de su indumentaria, a la porcelana azul y blanca en las repisas oscuras, detrás de las sillas—, sintió que, más allá del río y de los árboles, más allá de los límites de sus propias tierras, se estaba produciendo un proceso desordenado, clamoroso y violento que traería consigo el final de una idea, una idea iniciada por personas animadas por una combinación de poesía y sagacidad política, de curiosidad y amor por la vida bucólica, que les daba un aire, así lo había visto siempre, aunque florentino, muy inglés. Creía —por supuesto que lo creía— que el hombre del Renacimiento se había encarnado como nunca en el caballero inglés del siglo XVIII, y era esta imagen —cuando estaba en su biblioteca, con un libro en una mano, la otra ligeramente posada en una escultura clásica, contemplando un paisaje armoniosamente ordenado por su mano y sometido a su supervisión, consciente de que de vez en cuando se vería llamado a participar en el gobierno de su país o en su defensa, y de que, con el tiempo, su hijo mayor ocuparía su lugar, de que sería él quien estaría junto a la ventana de la biblioteca, se ocuparía de las tierras arrendadas y mostraría a las visitas las mejoras de la finca—, era esta imagen la que en la imaginación de sir Randolph casaba muy mal con los trabajadores industriales en huelga, las airadas protestas de las sufragistas, los terroristas irlandeses, los escándalos bursátiles y el sufragio universal. Si la jerarquía a la que él pertenecía iba a verse barrida de un plumazo por la democracia absoluta, ¿qué esperanzas de heredar podía tener su hijo, el diplomático? ¿O su nieto Marcus, un estudiante? Su imaginación se desbordó de pronto, más allá de la bancarrota, más allá de la expropiación, más allá del populacho enfurecido y de las hordas bárbaras, hasta los puestos de avanzada y los rincones solitarios del mundo, la tenue antorcha de la verdad, la luz amplia y blanca de la isla de Iona.
—¿Y ahora por qué sonríes? —quiso saber Aline.
—Porque hace un momento le contaba a Olivia mis pesimistas pronósticos para el futuro, y lo asombroso es que a veces, cuando más pesimistas se vuelven mis pensamientos sobre el futuro, más animado me siento. ¿Tú le encuentras algún sentido? —dijo sir Randolph.
—Nunca he tenido pensamientos pesimistas sobre el futuro. A mi edad no me lo puedo permitir: me saldrían arrugas.
—Supongo que siempre me ha hecho ilusión la idea de subir al monte.
—¿Qué monte? —dijo Aline—. No hay ninguno por aquí.
—No estamos tan lejos de los Chiltern. Aunque lo decía metafóricamente, supongo. Echarme al monte cuando las hordas de los bárbaros nos arrollen, a eso me refería. Creo que sabría disfrutarlo.
—Minnie no lo soportaría. No creo que echarse al monte sea en absoluto lo que a Minnie le apetece. Tendremos que quedarnos las dos aquí y tratar de hacernos amigas de los bárbaros.
Sir Reuben Hergesheimer estaba contándole a Minnie que un chiflado había aparecido enarbolando una pancarta, que él había dado por hecho que se trataba de una sufragista, y que se había quedado de piedra al ver que todo ese escándalo era por los animales.
—Supongo que pedía el voto para los faisanes —dijo.
—¡Qué vergüenza! ¡A ese hombre habría que darle unos cuantos latigazos! —dijo Minnie enérgicamente.
—Era un pobre chalado —dijo Bob Lilburn—. No había motivo alguno de alarma.
—Es muy difícil alarmar a lady Nettleby —contestó sir Reuben con una sonrisa.
—Eso es muy descortés —dijo Minnie—. Me asusto con mucha facilidad. Anoche, cuando me sacaste ese seis de picas, estuve a punto de desmayarme del horror.
—Porque no habías visto lo que tenía en la mano. Lo conseguimos, ¿eh? Deberías haberte fiado de mí —dijo sir Reuben.
—Me fío de ti en casi todo, menos en la mesa de bridge. En cuestión de cartas, he aprendido a no fiarme de nadie. ¿Qué me dices de esa vez que sacaste tres corazones a mi único trébol y perdimos la partida con esa pareja de rusos tan horribles?
—De eso hace quince años.
—Por supuesto —dijo Minnie—. En Marienbad. Tengo una memoria de elefante…, mejor que de elefante, de brontosaurio, pero sólo para las cartas. Bueno, ¿qué ha pasado con ese chalado? ¿Lo han encerrado en alguna parte?
—Creo que sir Randolph le ha tomado simpatía.
—¿Que le ha tomado simpatía? ¡Qué cosas dices! ¿Cómo es posible, con lo que a él le gusta cazar?
—Por lo visto tenían otros intereses en común. Cuando entré en escena, ese hombre le estaba prometiendo a tu marido que le presentaría a un impresor anarquista de Dorking.
—Eso es tan improbable que lo explica todo a la perfección —dijo Minnie—. ¿Cómo crees que llegaron a eso?
—Ha sido un espectáculo lamentable —dijo Bob Lilburn, que seguía en sintonía con el estado de ánimo anterior de su anfitriona y era incapaz de entender que la opinión de que aquel hombre se merecía unos cuantos latigazos pudiera coexistir tranquilamente en la cabeza de Minnie con la idea de que era encantador, por parte de su marido, no haber hecho nada por el estilo.
—Llevaba un panfleto literario —dijo sir Reuben—. Lo vi sólo de reojo, pero era algo sobre la unidad universal… No, sobre el parentesco, eso es, sobre el parentesco universal.
—¡Dios mío! —exclamó Minnie—, ¡con el parentesco normal ya tenemos suficiente, si uno se para a pensar en sus parientes, sin necesidad de considerar al universo entero como de la familia! De todos modos, entiendo que eso haya podido llevar a la clase de conversación que le gusta a Randolph. De hecho, me extraña que no lo haya invitado a comer. Le preguntaré por qué no lo ha invitado, creo que lo reñiré, ¿no te parece? Debería haberlo traído. Habría sido divertido.
Bob Lilburn se echó a reír, enseñando los dientes uniformes y blancos, a la vez que pensaba en que esas grandes damas eran a veces de una frivolidad extraordinaria.
Después de dar cuenta de los volovanes de langosta, cuando ya les habían servido el pollo con mayonesa y patatas hervidas, y el champán y el refresco de limón circulaban por la mesa, la conversación tomó un rumbo sumamente animado, teniendo en cuenta la disparidad de los comensales.
—Pero esta noche —le dijo Cicely a Tibor Rakassyi—, esta noche habrá cuatro mujeres hermosas a las que no conoces.
—¿Cuatro? ¡Qué emoción! Háblame de ellas —dijo Tibor.
—Son la señora de Walker Kerr, la Egeria del mundo académico de Oxford, y sus dos hijas. Por favor, no me preguntes quién es Egeria, o quién fue, sólo sé que eso es lo que la señora de Walker Kerr representa en Oxford. Es una mujer muy trágica y muy guapa, viuda, y sus hijas son mis mejores amigas, lo mismo que Grizel Warburton, que es la otra persona que vendrá.
—Yo creía que las mejores amigas eran únicas —dijo él—. ¿Se pueden tener tres al mismo tiempo?
—Desde luego —contestó Cicely—. Yo tengo siete. Todas seremos las damas de honor en la boda de las demás.
—Qué bonito. ¿Y todas son tan guapas como tú?
—No, aunque algunas son más guapas. Grizel Warburton es la persona más guapa que conozco, de mi edad, quiero decir.
—¿Es la hija de lord Warburton? —preguntó Tibor.
—Sí —dijo ella.
—Conozco a lord Warburton. Ya empiezo a interesarme por la señorita Grizel más que por las demás.
—Pues las hijas de Walker Kerr también tienen excelentes relaciones. El señor Walker Kerr era hijo de lord Craven. Lo mataron en África, en circunstancias espantosas.
—¡Qué horror! —dijo Tibor—. ¿En qué circunstancias?
—Se lo comió un zulú gigantesco.
—Cicely, por favor —protestó Ida, que estaba enfrente y había oído este último comentario de su hija—. No seas tan descarada. No pasó nada de eso. Lo mataron de una manera muy sencilla, en las guerras zulúes.
—Justamente —dijo Cicely, impertérrita—. De una manera muy sencilla para un zulú.
—Estoy segura de que los zulúes no son caníbales —dijo Ida, que parecía bastante nerviosa. ¿Cómo esperaba Cicely encontrar un buen marido si se empeñaba en ser tan contestona?
—Me lo contó la abuela —dijo Cicely—. Dile a Tommy que le pregunte si no es verdad.
Tommy transmitió debidamente el mensaje a sir Reuben, que estaba al lado de Minnie.
—Pues claro que se lo comieron los caníbales, pobrecillo. Fue horroroso —corroboró Minnie.
Ida no estaba segura de que Cicely y su abuela se hicieran bien mutuamente. Era una suerte que Cicely pasara la mayor parte del invierno ocupada con distintas invitaciones.
Gilbert Hartlip hablaba con Marcus de escopetas. Sus Purdey, dijo, eran las mejores que había tenido nunca, hechas a medida: no había nada como una Purdey en acabado y suavidad… Sí, puede que a la medida de un cliente difícil, con los hombros desnivelados y un ojo más grande que el otro… Henry Holland tenía la experiencia y la paciencia necesarias, pero, ahora, nunca iría a ninguna parte si no era con una Purdey. Cogswell & Harrison fabricaron, ¿cuándo fue?, una escopeta perfecta para principiantes, su primera escopeta para cazar elefantes había sido una de ellas… Tigres de la India… marajás… en casa del virrey… Ah, África, sí, Kenia, buena caza…, un país maravilloso… ¿Había estado Marcus en alguna batida por Escocia?… Le gustaría… ¿Conejos? No había por qué despreciar a los conejos… Un conejo, dijo lord Hartlip, era un animalillo perfecto para la caza.
Bebió únicamente limonada. Notaba de vez en cuando un latigazo de dolor en la sien derecha, fuerte, aunque muy breve, y confiaba en que, si no le hacía caso, impediría que se convirtiera en un dolor de cabeza de verdad. Había descubierto que lo peor era pensar en el dolor. La sincera admiración de Marcus, su interés por aprender, como buen estudiante, era la mejor distracción posible. De todos modos, Gilbert no estaba tranquilo. Siempre se ponía nervioso y tenso cuando iba de caza —era la capacidad para someter sus nervios a un control gélido cuando entraba en acción lo que lo convertía no sólo en un buen cazador sino en un cazador brillante—, pero hoy sentía un extraño cosquilleo de desazón. Era por algo que había dicho Aline la noche anterior, y aunque pensaba que probablemente ella lo había dicho con intención de fastidiarlo, no le bastaba para tranquilizarse: no creía que su mujer se lo hubiera inventado.
La gente hablaba de él, lo comparaba con otros, dudaba de su superioridad. Era uno de los mejores cazadores de Inglaterra desde hacía muchos años. Tenía pocos rivales, y los pocos que tenía le inspiraban simpatía y respeto. Si se hubiera enterado de que alguien decía que lord Ripon cazaba mejor que él, no le habría molestado; sabía perfectamente que algunos días lord Ripon cazaba mejor que él, y otros días él cazaba mejor que lord Ripon. Cosa muy distinta era que lo comparasen negativamente con Lionel Stephens. Lionel Stephens ni siquiera cazaba asiduamente: desde luego no se lo tomaba tan serio como Gilbert. Además, tenía la mitad de años que él; por eso, aunque Lionel contara con las ventajas de la juventud —rapidez de reflejos, pulso y visión firmes—, era de esperar que Gilbert, con su experiencia infinitamente mayor, lo superara sin problemas. Gilbert había oído que Cicely, en una de sus infalibles tácticas para entablar conversación, le preguntaba a Lionel qué deporte se le daba mejor, esperando sin duda que él contestara que el tiro o la caza, y Lionel dijo: «El billar». ¡El billar!
No es que tuviera nada en contra de que un hombre jugara bien al billar. El billar requería buena vista, pulso firme y capacidad para colocar el peso donde más se necesitaba. Naturalmente, Lionel Stephens tenía todas estas cualidades. Era justamente eso lo que por encima de todo tenía: complexión fuerte, buena forma y equilibrio físico; el equilibrio era lo principal, porque le facilitaba el dominio de su fuerza. Tenía una buena constitución, de eso no cabía duda, ideal para destacar en cualquier deporte, desde luego que sí, pero compararlo con el famoso lord Hartlip —al que los fabricantes de escopetas se disputaban, al que rogaban que aceptara sus mejores armas como regalo, a cambio únicamente de mencionar su nombre, a quien los fabricantes de equipo de caza suplicaban que diera el visto bueno a sus chaquetas, sus morrales o sus bombachos (había en el mercado un artículo que se llamaba la petaca Hartlip, lo que era una ironía, porque Gilbert jamás probaba el alcohol hasta que terminaba la caza), y al que los dueños de los mejores cotos del mundo invitaban como huésped de honor—, hablar de Lionel Stephens como posible rival… ¿No era completamente absurdo? Y, sin embargo, Aline le había contado que eso decía la gente, que hablaban de ellos como si fueran rivales, en igualdad de condiciones. Si él se había enterado, seguro que Lionel también estaba al corriente. Puede que las mujeres estuvieran incitándolo. Cicely, Olivia Lilburn, todas.
«Vamos, puedes derrotar a Gilbert. Le vendrá bien».
Impaciente por salir, Gilbert miró su reloj. No era más que la una y media. Volvió a notar el leve latigazo en la sien derecha. «Deja que Lionel vuelva a su puesto y dales una lección a todos», se dijo. Gracias a Dios que contaba con Jarvis como cobrador. Jarvis jamás consentiría que otro cazador se llevara el mérito que le correspondía a él. Había visto que el cascarrabias de Stephens intentaba atribuirse una presa que no era suya. Se lo diría.
«Jarvis», le diría, «hemos salido para conseguir una buena puntuación. ¿De acuerdo?».
Tenía que acabar con estas habladurías de inmediato, antes de que se difundieran.
Reinaba un denso silencio en el río, aparte del murmullo que hacía el agua a su paso entre las piedras en la parte menos profunda, justo pasado el puente, y del chapoteo de algún ratón de campo o del graznido de una polla de agua. Osbert iba despacio por la orilla, mordisqueando una manzana. La niñera le había obligado a llevarse una manzana, porque, con las prisas por salir en busca de su pata, no quiso esperar a tomarse el pudin. La autoridad que la niñera ejercía sobre Osbert era cuestionable, ahora que éste había pasado del cuarto de juegos a la sala de estudio y se encontraba supuestamente bajo el dominio del señor Fortescue, quien, según la niñera, ponía muy poco interés en los modales del niño y sólo se preocupaba de que leyera en la cama por las noches como mínimo media hora antes de dormirse (en opinión del señor Fortescue, los modales de Osbert no tenían nada de malo), por eso el niño se sentía con libertad para desobedecer las órdenes de esperar el postre. De todos modos, para complacerla, se había llevado una manzana.
La tarde comenzaba para Osbert hacia el final de la comida, cuando sus pensamientos se volvían a lo que haría a continuación. La comida era el hiato que separaba la mañana de la tarde, al extremo de que cualquier inquietud por lo que la tarde pudiera depararle se posponía hasta que la comida casi había terminado; entonces, de golpe, lo que a lo largo de la mañana le había parecido suficiente y apenas le había afectado, se convertía en una preocupación acuciante. Había pasado la mañana convencido de que la pata volvería por la tarde, pero antes del postre, cuando de pronto vio que ya era por la tarde y la pata no había vuelto, se levantó, colocó bien su silla y dijo: «Tengo que irme». De todos modos, la niñera estaba ocupada, sujetando a Lucy para que no se fuera con él.
Andando por la orilla, Osbert se adentró en el mundo del río, y con eso cambió su escala de las cosas: el río le pareció mucho más grande y variado, sus recodos y sus playas, sus pozas y sus pantanos, más amplios, su vida más autosuficiente y, en consecuencia, la amenaza de las escopetas escondidas más misteriosa y aterradora. Osbert había visto cazar patos y sabía que, al atardecer, la matanza era implacable; había visto a una hembra de ánade real regresar a la zona de fuego junto a su compañero herido y revolotear de un lado a otro, desconcertada, mientras el macho se revolvía en el suelo, momentos antes de morir los dos. Después le había preguntado a su hermano si, cuando tuviera edad para cazar, podría cazar solamente faisanes, y Marcus lo tranquilizó como de costumbre y le dijo que sí.
Como no había rastro de patos por ninguna parte, Osbert se sentó en la orilla a escuchar. Tiró al agua el corazón de la manzana y lo vio cabecear en la corriente hasta que, para su sorpresa, oyó una suave zambullida en la orilla de enfrente, seguida de la aparición de una cabecita marrón. Un ratón de campo, con el hocico levantado, perseguía el corazón de la manzana a buena velocidad y trazaba a su paso una amplia uve en el agua. Como era un animal corto de vista, no vio a Osbert sentado en la orilla mientras nadaba con todas sus fuerzas, atrapaba el corazón de la manzana con los dientes, volvía a la orilla y desaparecía entre los juncos. Osbert se levantó y echó a andar despacio por el sendero. Seguía sin ver ni oír a los patos.
Sirvieron puré de castañas cubierto con capirotes de nata montada.
—Irlanda —dijo Ida—. ¡Madre mía!
—El Ulster peleará. El Ulster no corre peligro —dijo Charles Farquhar.
—De todos modos, no creo que los conservadores empiecen la guerra, ¿tú sí? —preguntó Ida.
—No veo por qué no. No se gana nada con absurdos aplazamientos. Lo que hace falta es una demostración de fuerza. Olor a metralla y esas cosas. Carson es el hombre idóneo. Tiene un cerebro extraordinario, como sabes.
—Creo que, como político, le falta sutileza.
—La sutileza está muy bien cuando corresponde —dijo Charles—. A veces también es necesario el martillo. Yo diría que la sutileza es más para la vida privada. Para el tocador, ¿no? En el tocador soy plenamente partidario de la sutileza.
Aline Hartlip, que miraba a Charles desde otro lado de la mesa, pensó: «¿Cómo he podido?».
—La situación de Irlanda es muy preocupante —dijo Ida, con gesto responsable.
«¿Cómo he podido desearlo tanto», pensaba Aline, «con esos ojillos que tiene, y ese bigote mucho más canoso que el pelo (el pelo completamente liso, con la raya a la izquierda, justo después del centro, y ligeramente levantado en las sienes, como si insinuara un rizo), y esas manos ásperas y regordetas?, ¿cómo he podido? Pero seguro que estoy enamorada de él; si no lo estuviera, ¿por qué me preocuparía tanto que mire a Cicely, que se pegue a ella cuando pasan por una cancela —ayer por la tarde vi que lo hacía, cuando ella salió con los cazadores—, y por qué le escribí esas cartas tan ridículas cuando creía que Maisie Arlington iba a por él? Ojalá no hubiera escrito tantas cartas».
«Me humillo ante ti, me pongo a tus pies y espero que me pises. ¿No te das cuenta, queridísimo Charles, de que no hay en el mundo nadie, nadie, que se arrastre ante ti como hago yo…?».
Eso le había escrito. Ella, Aline, tan reservada y tan perfecta, tan meticulosamente retorcida en su conversación, le había escrito eso a Charles, que era idiota, vanidoso y un poco zafio. Nunca dejaba de sorprenderle la arbitrariedad del amor, la cruel dictadura del deseo, que era lo que en buena parte la fascinaba a ella. Era esclava de las pasiones. Por alguna razón, ésta parecía ser la justificación de su existencia.
—La Ley de Tierras podría funcionar —dijo Ida—. Aunque aquí no, desde luego. No me parece indicada para este país. Para los propietarios de las tierras, en Irlanda, podría estar bien, ¿no crees?
Ida era una mujer convencional en todos los aspectos —había llegado a la conclusión de que la Ley de Tierras de Irlanda podía ser muy buena cuando vio que quien la presentaba era George Wyndham, un aristócrata impecable que contaba en Irlanda con el respaldo del grandioso lord Dunraven—, pero también era una mujer seria, y le costaba hablar con Charles Farquhar. No se parecía en nada a su marido, John, a quien le gustaba hablar con ella de su trabajo diplomático y apreciaba las opiniones implacablemente realistas que Ida tenía de la gente. John Nettleby no se parecía en nada a sus padres y tenía tendencia a idealizar a las personas dotadas de encanto. Tal vez fuera el deseo de protegerse de esta tendencia lo que lo animó a casarse con Ida. «Al menos», dijo en su día Minnie, que esperaba una nuera algo más deslumbrante, «podrá confiar en ella».
Ida era ante todo digna de confianza, mientras que un pequeño factor que había contribuido a que su marido, el diplomático, fuese un hombre de una corrección absoluta, era que, desde muy pequeño, le había rondado la idea de que su madre no era de fiar. Tanto si estaba en lo cierto como si no, esta opinión lo había convertido en un hombre correcto, porque lo había obligado a ser cauto, y en lo tocante a las emociones, tan cauto que rozaba la frialdad; pero Ida lo admiraba, y la inquietaba ver en sus hijos rasgos que no eran propios de su padre: temía que se hubiera producido en ellos un retroceso generacional. Cabía que hubiesen heredado la frivolidad de Minnie, pero tenían además algunos caprichos que, en opinión de Ida, tampoco eran mejores y que ella veía en su suegro. Cuando sir Randolph hablaba más en serio, menos parecía querer decir lo que decía cuando; así lo sospechaba Ida a veces, y a veces creía ver exactamente eso en Osbert. Espíritu de contradicción, lo llamaba la niñera. Fuera lo que fuese, pensaba Ida, estaba calculado para fastidiar.
A Charles Farquhar no le interesaba la reforma agraria en Irlanda. Creía que mostrarse plenamente de acuerdo con la visión de Ida era la manera más sencilla de evitar una larga discusión.
—Sin duda —dijo Charles, poniendo el énfasis en la última sílaba—. Yo diría que sí de buena gana. ¿Qué opina la señorita Cicely? Seguro que lo único que le interesa de Irlanda es dónde hay buena caza.
Cicely estaba sentada enfrente de Charles, al otro lado de la mesa estrecha. Contestó, por cortesía, que había pasado una semana en West Meath, aunque en su fuero interno le molestó que Charles interrumpiera su conversación con Tibor Rakassyi: estaban hablando de polo, y Tibor le contaba que era famoso y temido en toda Hungría por la ferocidad que ponía en el juego. A Cicely le encantó ver que presumía y se sintió halagada por este afán de impresionarla. Le habría gustado explayarse en parecidos términos sobre sus hazañas en las costas de Irlanda, pero sabía que su madre estaba observándola. A Ida no le gustaba que sus hijos se dieran aires de nada.
—Juego fatal al whistle irlandés —dijo Cicely, yéndose al extremo contrario (aunque su madre no se dio cuenta)—. Y me gustaría saber jugar. Me encanta ese juego, y los chanchullos…
A Tibor siempre le habían gustado las muchachas animadas. Al mismo tiempo, en comparación con las jóvenes a las que conocía en su país, Cicely parecía casi etérea, espíritu puro: aunque era el espíritu de la fantasía y de la risa. Se la imaginó bailando por los largos pasillos del oscuro palacio a orillas del Danubio, mirándolo con una sonrisa radiante mientras la multitud intercambiaba los formalismos de rigor en las recepciones de Viena, galopando por la llanura en una expedición de caza.
—Cuando voy a casa de mi tío, que es un gran duque ruso, salimos a cazar lobos en el bosque, con una jauría de galgos rusos.
Cicely abrió desmesuradamente los ojos al imaginar el romanticismo de la escena, y se limitó a contestar con un elogioso: «¡Ah!».
Tibor creía que su familia vería con buenos ojos un matrimonio con una muchacha inglesa de buena cuna. Puede que esa noche, cuando jugaran después de cenar, tuviera la oportunidad de hacer alguna insinuación, para ver cómo reaccionaba Cicely.
—Pareces muy satisfecho de ti mismo —murmuró Aline a Tibor, que estaba a su lado—. Has puesto carita de pimpollo.
Cornelius Cardew iba a buen paso por los caminos de Oxfordshire, pero la sensación de euforia que se había apoderado de él cuando se despidió de sir Randolph y pasó por delante de los desagradables cazadores empezaba a debilitarse poco a poco. Cuando llegó a la aldea de Cowfold, a tres o cuatro kilómetros de la ciudad de Oxford, esta sensación se había evaporado por completo; no alcanzaba a imaginar qué le había inspirado aquellas emociones. Lo atribuyó, como de costumbre, a una cuestión de carácter. Había reparado más de una vez en que tenía cierta tendencia a simpatizar con el adversario: era lamentable. Las cosas se lograban, bien lo sabía él, se hacían progresos y conquistas cuando la gente se aliaba por el bien de una causa común y, una vez había establecido esta alianza, nunca olvidaba en qué bando estaba. Que no pudiera dejar de sentir cierta simpatía por el primero que confesara su deseo de escribir un panfleto polémico y mandarlo imprimir para su uso privado, no era motivo para flaquear en sus lealtades. Cornelius estaba en contra de los deportes de sangre, mientras que sir Randolph Nettleby no lo estaba; por tanto, su antagonismo era irreconciliable.
Sin embargo —porque Cornelius creía firmemente en el poder de la persuasión—, ¿no había, o no podía haber, algún terreno común? Sir Randolph lamentaba la decadencia de la vida rural, la inminente desaparición, según sus previsiones, de una forma de vida vigorosa y plena que, a la vista del materialismo de la nueva era, bien podía devenir en una pérdida irremediable. Únicamente discrepaban en cuanto al método para reparar la pérdida antes de que fuera demasiado tarde. ¿No sería posible inducir a sir Randolph a considerar el problema desde otro punto de vista? Un punto de vista, eso había que reconocerlo, completamente contrario a sus intereses personales; pero cualquier hombre, pensó Cornelius con espíritu optimista, cualquier hombre que quisiera escribir un panfleto polémico tenía que tener por fuerza una mentalidad filosófica, y por tanto sería capaz de ver las cosas no sólo y exclusivamente desde el punto de vista de sus intereses personales. Deberían haber hablado más sobre la tierra. Cornelius, que caminaba ahora entre matorrales bajos y ya veía a lo lejos las torres y las agujas de Oxford, dudó, se palpó los bolsillos de su chaqueta Norfolk y estuvo a punto de dar media vuelta. Llevaba encima un panfleto sobre la reforma agraria. No tardaría más de una hora en desandar el camino a pie. ¿O sería mejor escribir una carta? Se detuvo en el sendero bordeado de hierba y se despreció por su indecisión; luego pensó en un cuscurro de pan, una pinta de cerveza y un poco de queso.
Alrededor de una hora más tarde, después de reponer fuerzas en el White Har de Cowfold, volvía con paso enérgico, dejando Oxford a su espalda, con los bosques de Nettleby a considerable distancia por delante. Iba cantando La canción de la tierra, adaptada a la melodía de Mientras marchábamos por Georgia. Al menos había que intentarlo, pensó.
Los labriegos, con la espalda doblada en la tarea de escardar los campos, se enderezaban para contemplar el rostro barbudo y el movimiento rítmico de los hombros que aparecían por encima del seto.
¡La tierra! ¡La tierra! ¡La tierra nos dio Dios!
¡La tierra! ¡La tierra! ¡La tierra que pisamos!
Si tenemos el voto, ¿por qué hay que mendigar?
¡La tierra es del pueblo, porque Dios se la dio!
La brisa de octubre transportaba su voz de tenor ligero. Los hombres y las mujeres volvieron a doblarse sobre la tierra que, con sus exigencias profundamente familiares, al margen de la cuestión de la propiedad, dictaba el ritmo de sus vidas.
Goodwood, Cowes, Escocia, las fiestas de la temporada de otoño, las visitas a las casas de campo, la cacería del zorro y la caza de aves, las perspectivas para el año siguiente, y nunca un nombre desconocido. Olivia Lilburn oía a su marido desde el otro extremo de la mesa (tenía una voz muy potente) mientras éste repasaba con Minnie los últimos hitos del calendario social, que habían pasado juntos o por separado —tan divertidos o tan aburridos; y quiénes estaban presentes (casi todo el mundo, por supuesto), quién tenía una belleza que dejaba sin palabras, quién había perdido su encanto por completo, quién bebía más de la cuenta y había organizado un escándalo de aúpa la otra noche, aunque por suerte fue después de cenar y nadie se había enterado—, y era consciente de que Bob se limitaba a ejecutar una especie de ritual que consistía en repasar los puntos cardinales. Bob y Minnie eran como dos motores inconscientes que no dejaban de funcionar, siempre a punto para impulsar la máquina en otra dirección cuando la ocasión lo requería. Al mismo tiempo, Minnie miraba alrededor de la mesa para ver si todos habían terminado de comer y si sir Randolph empezaba a impacientarse. Por su parte, Bob Lilburn ya estaba revisando mentalmente su equipo de caza para la tarde.
—Los Barlow en Rothermuir —siguió diciendo Bob de todos modos—. ¡Qué escena!
—Estuvimos allí con los Charlesworth. Olivia y tú acababais de marcharos.
Olivia había caído en la cuenta de que buena parte de las conversaciones que tenía con su marido consistían en este repaso de los puntos cardinales (o lista de apellidos) y, al ver que Bob practicaba el juego con otra persona tan experta como Minnie, tuvo la sensación de que él podía pasar una cantidad de tiempo que a ella se le hacía larguísimo sin necesidad de profundizar en sus comentarios sobre la ocasión o las personas concernidas, más allá de una simple clasificación superficial. El objetivo era, por lo visto, enumerar, no ilustrar. Un día ella le había dicho: «Imagina que hay otra gente en otra parte, gente a la que no conocemos».
Bob la miró con gesto serio.
«¿Qué clase de gente?», preguntó.
«Gente absolutamente encantadora», dijo Olivia. «Gente deliciosa, inteligente, divertida, educada… Y nosotros no la conocemos, y nadie de nuestros conocidos la conoce. Y ellos no nos conocen ni conocen a nadie a quien conozcamos».
Él se quedó pensativo unos momentos.
«Es imposible», dijo entonces. «Pero aunque no fuera imposible, creo que no me interesaría conocer a esa gente. No creo que tuviera nada en común con ella».
Sir Reuben Hergesheimer miró a lord Lilburn y después recorrió con la mirada alrededor de la mesa, pasando del joven Marcus y Gilbert Hartlip al rostro grande, pálido y luminoso de Cicely, que tenía los ojos un poco saltones y en ese momento miraba con aire juguetón a Charles Farquhar, sentado enfrente de ella: con aire juguetón, pero también con una expresión que no era precisamente divertida, ni siquiera especialmente cordial, porque Cicely no sentía ninguna simpatía por Charles Farquhar. Sir Reuben pensó en lo inglesas que eran todas aquellas caras, se fijó en los rasgos agradables y bien proporcionados de lord Lilburn y también en su espléndido bigote, en la tez clara y los ojos azules de Marcus, menos saltones y menos brillantes que los de su hermana, en la nariz larga y fina de Gilbert Hartlip y en su aire levemente ascético; y entonces se acordó de un rostro muy distinto, al que le habría gustado ver entre los demás, de piel más cetrina y ojos oscuros, unos ojos, si en algo influía en ellos la herencia, con una leve caída en las comisuras que les daba una expresión de sutileza y serenidad mística contraria al aspecto de los cazadores ingleses, el rostro del muchacho que habría podido ser su hijo si hubiera llegado a tener un hijo.
Se había casado en Johannesburgo, en 1883. Él tenía treinta años y la novia diez menos. La novia era Susannah Mordecai, hija del entonces jefe de Reuben en la compañía minera en la que éste amasaba su fortuna en aquella época. Era una joven hermosa y encantadora, pero resultó que no podía tener hijos y, a pesar del cariño que él le tenía, empezó a resultarle cada vez más fácil pasar el tiempo lejos de ella y cada vez más difícil, cuando estaba a su lado, prestar atención a lo que ella decía, porque era tonta de remate. El padre de Susannah pasó de ser el jefe a ser el socio de Reuben y más tarde su exsocio. En realidad no había rencores por lo ocurrido —Reuben había sido generoso en la victoria (en la medida en que la victoria fue absoluta)—, pero las relaciones se habían enfriado inevitablemente. Ella estaba muy apegada a su familia, seguramente más de lo que lo habría estado si hubiera tenido hijos, y, cuando los negocios empezaron a obligar a Reuben a hacer frecuentes viajes a Londres, tantos que decidió instalarse en esta ciudad, ella no lo acompañó. Pasaron unos años antes de que los dos aceptaran que su separación era definitiva, y algunos más antes de que ella le pidiera el divorcio para casarse con un amigo de la infancia, un viudo con quien, por lo que sabía Reuben, Susannah vivía feliz en Johannesburgo; hacía años que no tenía noticias de ella.
Cuando se tramitó el divorcio, Reuben Hergesheimer ya se había acostumbrado a un modo de vida incompatible con cualquier tipo de aspiraciones dinásticas; una vida más compatible con una amante que con una esposa. Un compañero de negocios le había presentado al príncipe de Gales, y la relación amorosa que absorbía la mayor parte de su energía emocional en aquellos años era su relación de amor con Inglaterra. La riqueza, la estabilidad y la dignidad de su país de adopción (se había nacionalizado británico) le procuraban una satisfacción constante. La capital de Inglaterra no sólo era el centro financiero del mundo, sino que, además, el heredero al trono del país (el que pronto sería su rey) se había convertido en un excelente hombre de negocios. Aquéllos fueron los años en los que Reuben Hergesheimer no sólo consiguió tomar las riendas de lo que pronto se convertiría en un inmenso y complicado imperio financiero, que abarcaba minas y navieras, muelles y ferrocarriles, sino que también se afianzó como banquero, asesor financiero y compañero del emperador de aún más vastos dominios. Con muy poca antelación, podían pedirle que ofreciera una cena tranquila aunque exquisita y una discreta partida de cartas en su impecable residencia de North Audley Street, o que reuniera a un grupo para ir a las carreras, que organizara una partida de bridge, incluso una excursión en velero. Reuben siempre era el mismo: callado y astuto, nunca censor, hombre de mundo y romántico al mismo tiempo; el emperador contaba con su absoluta lealtad, lo mismo que la espléndida sociedad sobre la que reinaba. La sociedad inglesa era para Reuben Hergesheimer la mejor del mundo, confiada, estable y estúpida; se prestaba en todo a que él la explotara. Explotación era en el diccionario personal de Reuben una buena palabra —para él significaba «sacar el mayor provecho de algo», no «aprovecharse injustamente de algo»—, una palabra que llevaba a la expansión, que era a su vez otra buena palabra.
Fue así como, en estos años de oportunidades, se vio aplazada la fundación de una dinastía. Y ahora que los mejores años habían quedado atrás, tenía que afrontar la realidad de que ya era demasiado tarde. Se había vuelto tan discreto, tan solitario en cierto modo, que la idea de compartir su vida con alguien, aunque pudiera emplear su riqueza para guardar cierta distancia con esta persona, era sencillamente inimaginable. Además, no era justo, para el hijo que pudiera tener, ofrecerle un padre viejo.
Lamentaba su carencia, no sólo porque a medida que se hacía mayor le parecía que un imperio sin heredero ofrecía menos alicientes para conservar el interés y la preocupación de su fundador, sino también porque en los últimos años había empezado a pensar en invertir una parte de su fortuna en la tierra.
A lo largo de los años que pasó tan ocupado con el rey Eduardo, sir Reuben había tenido poca relación con sir Randolph. Minnie era su amiga y compañera de bridge, su aliada en la tarea a veces complicada de entretener al soberano. Sir Randolph era el marido en segundo plano, el irónico y complaciente terrateniente que de vez en cuando brindaba un comentario inesperado e ingenioso o una información abstrusa, y celebraba un par de veces al año una partida de caza impecablemente organizada, en la que disfrutaba muchísimo, como él mismo decía con frecuencia, interpretando el papel de montero mayor. Fue después de la muerte del rey cuando sir Reuben llegó a conocer y apreciar al marido de Minnie. A través de sir Randolph, había aprendido a admirar un subconjunto del fascinante sistema de clases inglés que hasta entonces era menos conocido para él. Había tratado a grandes aristócratas, amigos íntimos del rey, y, naturalmente, conocía el mundo financiero de la ciudad, a los banqueros y los príncipes del comercio, pero no había frecuentado demasiado a la aristocracia terrateniente, aunque estaba al corriente de su función histórica. Ahora veía a estas personas como una clase social capaz de inspirarle simpatía. Veía a sir Randolph como el representante de un modo de vida admirable y amenazado en la actualidad por fuerzas que en cierta medida él mismo había alentado. ¿Qué mejor que haber dedicado una parte de sus ganancias a reforzar este modo de vida? Podía haber comprado una finca —había muchas en venta— y su hijo podía haberla heredado, junto con los millones necesarios para conservarla con estilo.
Cuando sir Reuben llegaba a este punto en sus fantasías, a veces sentía cierta confusión. No estaba seguro de cómo le gustaría que un hijo suyo se comportara en semejantes circunstancias. ¿Debería llegar a integrarse por completo, montar a caballo, cazar, pescar, ocupar un puesto en el consejo del distrito rural, administrar la justicia inglesa en calidad de magistrado, casarse con la hija de un terrateniente vecino? ¿O debería recordar a sus antepasados del gueto polaco, abjurar del bautismo en la Iglesia cristiana y guardar las fiestas y los días de ayuno de una fe ajena a este país? Aunque sir Reuben se inclinaba racionalmente por lo primero, lo segundo seducía su imaginación. Quizá fuera una suerte para él el hecho de que nunca tendría que resolver este dilema. Pensar en eso lo había llevado a preguntarse en más de una ocasión si no habría una forma más sencilla de satisfacer sus deseos en este sentido.
Tenía muchos ahijados. La cuestión menor de que sir Reuben profesara otras creencias religiosas no había sido impedimento para que sus amigos ingleses, tan prácticos, pusieran teóricamente a algunos de sus vástagos bajo su tutela espiritual. Como las ventajas que esperaban obtener eran en realidad económicas (ya se desvelarían en el momento de leer su testamento), entre los ahijados de sir Reuben figuraban las hijas o los hijos menores. Éstos tenían en algunos casos pocas perspectivas, pues todo era para el primogénito, y, si alguno de ellos hubiera dado indicios de tener lo necesario para convertirse en un digno heredero, sir Reuben de buen grado habría buscado una finca en los alrededores, habría hablado con los padres a su debido tiempo y se habría interesado por el muchacho; pero lo cierto es que ninguno lo convencía especialmente, aun cuando todos eran en su mayoría agradables, y no quería cometer un error que ensombreciera sus años de declive. Seguía esperando.
De un tiempo a esta parte se sentía cada vez más atraído por la idea de un candidato inesperado; inesperado por no tratarse de uno de sus ahijados, por ser más joven de lo ideal y no tener a primera vista ese sólido y predecible carácter inglés que él supuestamente buscaba. Era quizá esto último lo que en verdad seducía a sir Reuben: el nerviosismo del niño, su imaginación y su aire apasionado y enigmático eran a fin de cuentas más atractivos que las típicas cualidades inglesas de Marcus, el hermano mayor.
Sin que viniera a cuento, e interrumpiendo al parecer la conversación de Bob Lilburn con Minnie, sir Reuben preguntó de pronto:
—¿Dónde está Osbert?
—¿Osbert? —A Minnie le sorprendió la pregunta, porque los niños rara vez se mezclaban con los invitados hasta después del té—. Espero que ahora mismo esté buscando a su pata, si es que ese bicho absurdo no ha aparecido ya. Esta mañana se había perdido.
—Si no apareciera, sería un honor para mí asumir la responsabilidad de ofrecerle un sucesor.
Minnie posó una mano blanca y regordeta en el brazo de sir Reuben.
—Eres la mejor persona del mundo, pero esperemos que no haya que llegar a eso.
Mirando por encima de la cabeza de Aline Hartlip y Tibor Rakassyi las hojas de las hayas, entre las ventanas de celosía, Olivia dijo:
—¿No sería delicioso vivir aquí siempre?
—¿En esta casita? —dijo Lionel.
—Sí. ¿No te parece?
—No me importaría si pudiera tener mis libros. Y si estuviera enamorado de mi compañera. Y si no pasáramos frío.
—O sea, tú necesitarías un idilio —dijo ella—. Yo no creo que pidiera tanto. Creo que podría ser feliz aquí sola.
—Eso sería un desperdicio.
—¿Un desperdicio de qué?
—De ti —dijo Lionel.
—A lo mejor aquí me vuelvo sabia. En ese caso no sería un desperdicio.
—Estamos hechos para compartir la vida, no para vivir aislados. Además, creo que ya eres sabia.
—No me conoces muy bien si crees eso —dijo Olivia.
—Puede ser. Pero, entonces, ¿por qué tengo la sensación de que sí te conozco?
—No lo sé.
—Tú también me conoces —dijo él—. Lo sabes todo de mí.
—Pero eso es imposible.
—Sí, es imposible. Pero es verdad. Tú y yo nos conocemos porque nuestras almas ya se conocían de antes.
—¿Sí? ¿De dónde? —preguntó ella.
—Del cielo, o de cualquier parte. No lo sé.
—Pareces muy seguro.
—Sí, lo estoy. Estoy completamente seguro —contestó Lionel.
—Yo creo que es más bien como si… —Pero Olivia había empezado a hablar con vacilación, y se calló cuando Minnie, que había captado la mirada de Aline, se levantó y retiró la silla.
Mientras se levantaban, Lionel le preguntó:
—¿Vienes conmigo?
Tom Harker estaba apartado de los demás, contemplando la puerta de la cabaña del embarcadero. Aunque seguía luciendo el sol, debajo de las hayas ya empezaba a notarse que caía la tarde y que era otoño. Estaba preparado para ponerse en marcha. Tenía el mentón huesudo apoyado en las manos, entrelazadas en el extremo de su vara con la punta en forma de horquilla, y estaba inmóvil, con la mirada fija. Era consciente de la presencia de los hombres, que fumaban y hablaban tranquilamente, sentados en grupos, al pie de los árboles o en la orilla del río, y aprovechaban para descansar unos minutos antes de que los llamaran para entrar en acción; eran tan extraños para él como el resto de los fenómenos naturales que lo rodeaban. Llegado el caso, daría fe de que todos eran buenas personas, considerando la deplorable tendencia de la especie humana a caer en el error y la iniquidad, pero no veía necesario compartir su insignificante conversación. Le había explicado a Dan Glass cuál era su opinión sobre la Ley de Caza, con notable incomodidad de éste, pues al margen de los defectos que pudiera tener la Ley en cuestión, era obligación de su padre aplicarla, y Dan no quería ser desleal con su padre, mucho menos si con quien hablaba era Tom Harker. Albert Jarvis, el hombre de Derbyshire, y Charlie Pass, el cargador de sir Randolph, lo habían obligado a enzarzarse, en contra de su voluntad, en una discusión política: se habían revelado, en opinión de Tom, como un par de ignorantes cuando aseguraron que era el Partido Conservador el que de verdad defendía los intereses de los trabajadores de la tierra, y no habían cambiado su postura a pesar de la elocuencia con que él había expuesto una opinión completamente distinta. Tom dijo que el terrateniente era la causa del delito. «Es él quien inventa la ley y quien inventa los castigos por infringir la ley. Si la tierra fuera de todos, lógicamente no habría ninguna ley que infringir».
—Que sea de todos significa que es del gobierno —contestó Charlie Pass—. Si quieres saber mi opinión, prefiero sudar para un cabrón que para un puñado de políticos de mierda.
—Eso es —dijo Arthur Jarvis—. Los políticos sólo buscan su propio interés.
—Puede que sí. Puede que sea el caso de la mayoría. Pero son gente del pueblo y hay que seguirlos. Lloyd George ha dicho…
Pero Lloyd George era galés, y Albert Jarvis no sentía ningún respeto por los galeses. Había conocido a unos cuantos mineros galeses en su región, gente que venía a Inglaterra porque en sus valles escaseaba el trabajo, ocupaba los empleos que debían ser para los hombres de Derby y se ganaba la simpatía de los jefes con mucha adulación. Nunca te fíes de un galés: así opinaba Albert Jarvis. Charlie Pass, por su parte, estaba harto de oír citar a Tom Harker los discursos de Lloyd George: habían trabajado juntos, retirando piedras, antes de arar la tierra por última vez en primavera. Charlie se marchó, con el pretexto de que iba a preguntarle al señor Glass qué tal se estaba portando su perra —que seguía nerviosa, con poco juicio—, y Tom, sin extrañarse de su insensatez y sus prejuicios, pues no esperaba otra cosa de ellos, echó a andar con su paso lento (con su zancada larga y regular, como un hombre acostumbrado a los montes y los valles de distancia infinita, aunque nadie sabía que había estado mucho más lejos de los confines de Oxfordshire) y se detuvo en el camino de hierba, debajo de las hayas, en un sitio desde el que vería bien las primeras señales de actividad cuando los cazadores salieran de la cabaña. No tuvo que esperar mucho.
Sir Randolph fue el primero en salir para hablar con el señor Glass. Cuando pasaba al lado de Tom, se detuvo a preguntarle qué tal le iban las cosas.
—No me puedo quejar —fue la respuesta de Tom Harker, seguida de un movimiento de los ojos al cielo—: Su misericordia es inmensa.
—Ciertamente lo es —asintió el barón—. Hiciste un buen trabajo en ese tejado de Hamlingham. Pasé por allí el otro día.
—¿Ah, sí? —La sonrisa de Tom, tal vez por lo infrecuente, resultaba extrañamente tímida; daba a sus rasgos severos un aspecto completamente distinto—. Estaba en muy malas condiciones.
—Algunas de esas casas de campo están muy mal. Me alegra ver que han empezado a cuidarlas. Aquí en el pueblo hay un par de ellas que queremos arreglar este año. ¿Se lo ha dicho el señor Dawkes?
—Me lo ha dicho —dijo Tom.
Sir Randolph asintió con la cabeza, cruzó con Tom unas palabras más sobre las perspectivas de la caza para esa tarde y siguió su camino para acercarse a Glass, a quien, después de confirmar los detalles de la siguiente ronda, le dijo de buen humor:
—Veo que hoy ha traído usted a uno de sus personajes favoritos. —Y movió ligeramente la cabeza, señalando a Tom Harker.
Glass no sonrió.
—A sabiendas de que es un error, sir Randolph —dijo—. A sabiendas de que es un error. Lo último que quiero es que pueda husmear por todas partes y descubrir dónde se esconde la mejor caza. Pero Page está mal de la espalda y no había nadie más a quien pudiera avisar con tan poca antelación.
—A mí me cae bien —dijo sir Randolph sinceramente, aunque en el fondo pensaba que nadie podría impedir jamás que Tom practicara la caza furtiva.
Los demás cazadores estaban preparados. Olivia, Cicely y Aline, que pensaban acompañarlos en unas cuantas rondas, iban con ellos. Los ojeadores salieron en cabeza, seguidos de los demás. Es como un ejército, pensó Olivia: hemos hecho vivac y ahora vamos al frente de batalla. La guerra podría ser así: desenfadada, cordial y aterradora. Como antes de un partido de críquet (en Norfolk, donde se había criado, eran muy aficionados al críquet). Olivia estaba emocionada. No sabía bien por qué, aunque intuía que algo tenía que ver con la luz del sol entre las ramas y con los grupos de hombres que andaban entre los árboles y se reunían en la amplia vereda verde, a la orilla del río, y con los gemidos de Bess, la perra de Glass, y con el chasquido de la escopeta de Marcus, cuando volvió a comprobar por segunda vez que no estaba cargada (no en vano lo había entrenado su abuelo). Incluso, a pesar de que no le hacía demasiada gracia reconocerlo, tenía que ver con el sombrero de Aline, que era de terciopelo oscuro, adornado con una pluma magnífica, y resultaba muy romántico en combinación con la extraordinaria belleza de sus facciones, y con el intenso brillo de expectación que había en los ojos de Cicely, que iba al lado de Tibor Rakassyi, y también tenía que ver con los ojos oscuros de Tibor, su elegante chaqueta demasiado ceñida y sus preciosas botas de cuero, y con el característico sombrero de ala ancha de sir Randolph, con su perra pegada a los talones como una sombra, y con aquellos apuestos cazadores de espaldas anchas a los que seguía, y con el aire de seguridad de éstos, con sus creencias comunes y su autoridad incuestionable. «¿De verdad somos todos tan hermosos y tan valientes, o solamente lo creemos?», pensó.
Podría habérselo dicho a Lionel, que iba a su lado. A diferencia de su marido, él no se habría escandalizado. En vez de esto, Olivia lo miró con un brillo maravilloso en la mirada y dijo:
—Tenemos suerte, ¿verdad? De tener tan buen tiempo, quiero decir.
Estaba previsto empezar en los alrededores del bosque y avanzar entre los árboles en etapas sucesivas. En el camino del río, antes de llegar a la cuesta y dispersarse cerca del primer acechadero, Tom Harker, que estaba de buen humor, volvió a sonreír cuando pasaron por delante de una colonia de grajos, posados en un grupo de altos olmos (habían llegado a la zona de bosques mixtos, donde empezaba el coto).
—Mi primer trabajo —dijo Tom— fue asustar a los pájaros. A los ocho años.
Caminaba con Percy Maidment, el hombre de Lincolnshire, que no contestó.
—Pastel de grajo —continuó Tom—. No está demasiado bueno. ¿Has comido mirlos alguna vez? Recuerdo que mi madre hacía pastel de mirlo por Navidad, más de una vez.
—Ah —dijo Percy Maidment.
—Arrancar los narcisos muertos fue mi siguiente trabajo. Por un chelín al día: el jardín entero y el coto. Miles de narcisos, hasta que no quedaba ninguno.
—Entonces, ¿conoces a Jarvis, ése con el que hablabas antes? —preguntó Percy Maidment, como si una cosa guardara relación con la otra.
—Así se llama, ¿no? No lo conocía hasta hoy —dijo Tom—. ¿Es de donde tú eres?
—No. De un poco más al oeste. Me parece un ignorante.
—¿Eso dirías?
—Es envidioso —dijo Percy—. Agarra el primer pájaro que encuentra y dice que es de su amo.
—¡Ah! —exclamó Tom—. ¿Conque es de ésos? No le hagas caso. Aquí no se cuentan los pájaros de uno en uno, se cuentan sólo los sacos.
—Pues él y yo estamos llevando la cuenta. Y ellos también, su amo y el mío. La cosa está muy reñida, pero al final los ganaremos. El mío es mejor que el suyo. Además, caza mejor después de comer. Lo sé, porque llevo mucho tiempo con él. Esta tarde vamos a aplastar al otro.
Tom miró sorprendido al hombrecillo que iba a su lado, pero éste pareció no darse cuenta y siguió mirando al frente, con una intensidad pálida y sin sonreír.
—Más vale que sir Randolph no te pille haciendo eso —dijo Tom, con una nota de claro reproche—. Es lo que podríamos llamar un cazador de la vieja escuela.
—A la mierda —dijo Percy Maidment.
Después de enviar a los ojeadores a los alrededores del primer acechadero, lentamente los cazadores ocuparon el puesto que les habían asignado, a lo largo del camino que discurría entre los árboles.
—Minnie es listísima —aseguró Aline, que había decidido quedarse con sir Reuben Hergesheimer, con la esperanza de fastidiar a Charles Farquhar, porque él esperaba que lo acompañase—. Sabe cronometrarlo todo a la perfección para volver a casa, descansar un rato tranquilamente y volver en coche a tiempo de presenciar la última ronda.
—¿Vendrá, entonces?
—Vendrá con Ida. No está lejos de la carretera.
—En ese caso —dijo sir Reuben—, si las demás mujeres aguantáis el ritmo, contaremos con todas vosotras como público. Tendremos que hacerlo lo mejor posible, ¿verdad?
—Gilbert siempre lo hace lo mejor posible —dijo Aline.
—Sin duda. Por eso es un gran experto.
—Yo creo que hacer siempre las cosas lo mejor posible es un aburrimiento.
—Pues nunca te he visto hacer nada menos que eso en tu arte particular —contestó sir Reuben.
—¿Mi arte? —dijo Aline.
—El arte de estar guapa.
—¡Ah, eso! Eso un aburrimiento. De todos modos, supongo que cuando una ha ganado cierta fama…, aunque, en mi caso, Dios sabrá por qué…, se siente en la obligación de conservarla. Es puro orgullo.
—Seguramente —dijo él.
—Y espíritu de competición. ¿Dirías que somos orgullosos y competitivos? —preguntó Aline.
—Probablemente. Como caballos de carreras. Por eso me gustan tanto las carreras.
—A veces pienso que los caballos de carreras también están un poco locos. Si los miras a los ojos cuando pasean por el hipódromo, parece que tuvieran la locura en la mirada.
—Son de pura raza —dijo sir Reuben—. El orgullo, la competitividad y la locura son atributos aristocráticos.
—Entonces somos aristócratas de verdad —dijo Aline alegremente.
Sir Reuben sonrió, disfrutando de antemano lo mucho que se reiría con Minnie, quien una vez le había dicho que Gilbert Hartlip se había casado con Aline para «dorer le blason». El padre de Aline, que aún vivía, era un industrial escocés no lo bastante deslumbrado por el ascenso social de su hija para mostrarse verdaderamente generoso con este enlace matrimonial.
Sin embargo, la había subestimado.
Aline se echó a reír de pronto y se colgó del brazo de sir Reuben.
—Aunque lo cierto es que tengo tan poco de aristócrata como tú —dijo.
Lionel Stephens tenía que colocarse al final de la línea de tiro, en el coto, justo detrás de la esquina del bosque. Asintiendo con la cabeza, se despidió amigablemente de Gilbert Hartlip, que ocuparía el puesto siguiente en el camino, sin notar que éste parecía preocupado, y siguió andando despacio con Olivia. No había prisa, porque los ojeadores aún no habían tenido tiempo de llegar al punto de partida. Se adelantó a Olivia para saltar el muro y ayudarla después. Al mirar por encima del hombro de ella, vio a Gilbert muy enfrascado en la conversación con sus cargadores. En vez de limitarse a tenderle un brazo, cogió a Olivia de la cintura, como si quisiera ayudarla a saltar del muro. Ella dudó.
—Antes ibas a decirme algo —dijo Lionel, mirándola desde abajo—. Has dicho que era como si…
—¿Como si qué?
—No has terminado la frase. Yo te he dicho que ya nos conocíamos de antes y tú has dicho que era como si…
—Ah —dijo Olivia, sonriendo a la vez que bajaba limpiamente de un salto—. Como si… —Él no se había apartado y seguía sujetándola de la cintura, de manera que estaban muy cerca. Ella lo miró a la cara con una expresión de simpatía y afecto absolutos—. Como si fueras un hermano al que perdí hace mucho tiempo.
—¡Un hermano! —Lionel se separó bruscamente, metió las manos en los bolsillos y, con la cabeza baja, recorrió unos pasos a lo largo del muro que bordeaba el bosque.
Percy Maidment, que esperaba un poco más adelante, en el coto, con el chico que hacía de ayudante de cargador, levantó el brazo, como si creyera que Lionel no lo había visto.
Olivia, sin moverse, y triste, dudó unos instantes. Lo primero que pensó es que él tenía una hermana que había muerto. ¿Cómo había podido ser tan torpe?
Ahora Lionel se había detenido y parecía que observaba el poste de una valla. Olivia se acercó a él.
—Siento mucho lo que he dicho —dijo—. No quería disgustarte por nada del mundo. ¿Me perdonas?
Lionel levantó los ojos del poste para encontrarse con los de Olivia, que estaban llenos de lágrimas. Sin poder apartar la mirada de ella, dijo:
—Te quiero muchísimo. —Y vio que la expresión de Olivia pasaba de la preocupación al asombro.
—Señor, señor Stephens, señor… —Percy Maidment intentaba llamar su atención con un susurro áspero.
Lionel levantó un brazo para indicarle que había entendido. Los silbidos y los golpes anunciaban la llegada de los ojeadores, aunque todavía estaban lejos. Lionel echó a andar despacio hacia su puesto, donde ya debería estar esperando.
—He sido una idiota —dijo Olivia.
Lionel se volvió y esperó a que ella lo alcanzara.
—No.
—Sí, lo he sido —insistió ella—. He sido completamente idiota. Creía que simplemente nos caíamos bien, que teníamos cosas en común.
—Sí, las tenemos —dijo Lionel.
—No debería haber dicho eso. No quiero que nada cambie, que me evites.
—No es bueno evitar las cosas —dijo él—. O no reconocerlas.
Concentrada en su esfuerzo por comprender lo que sentía, Olivia lo tomó del brazo amigablemente, como en otros momentos. Lionel, sin poder evitarlo, posó una mano sobre la de ella.
—Era eso —dijo Olivia, despacio—. Todo el tiempo.
—Sí, todo el tiempo. —Lionel le apretaba la mano. Ella apenas se daba cuenta.
—Era eso —repitió, deslumbrada por la luz de la revelación—. Era eso. Yo también te quiero.
El chico del pueblo que estaba detrás de Percy Maidment (era uno de los hermanos de Ellen) miraba con perplejidad a estas dos personas formidables que tenía delante, deslumbrantes y deslumbradas, que hablaban de un modo tan asombroso. Estaba seguro de haber oído bien; los tenía a poco más de un metro. Ligeramente desconcertado, se le ocurrió que quizá estuvieran recitando su papel en una obra de teatro, pues sabía que, a veces, cuando había invitados en la mansión, montaban representaciones teatrales.
A Percy Maidment no le interesaba lo que nadie pudiera decir. Su única preocupación era que Lionel tomara la escopeta que él estaba tendiéndole. Se oían ahora más cerca los silbidos, los golpes, el chasquido de las ramas y algún que otro grito. Se dio la primera voz de «ahí» y sonó el primer disparo a lo lejos, en otro punto de la línea. Lionel asió entonces la escopeta mecánicamente, sin dejar de mirar a Olivia.
—Ahí, a la derecha, su ave, señor —susurró Percy en tono urgente.
Lionel movió el arma y abrió fuego. Al ver que el faisán caía, lo invadió una alegría inmensa. Los faisanes aparecían muy deprisa. Lionel no podía dejar de sonreír. Llegaban en dos direcciones, por encima del camino y por encima del coto. Lionel disparaba, sonriendo. Dos disparos, un cambio de escopeta, otros dos disparos; con cada disparo derribó a un faisán. Percy temblaba como un galgo afanado en perseguir a una liebre, completamente concentrado en recargar los cañones humeantes, en presentar la escopeta en el ángulo exacto para que las manos del cazador la recibieran. Lionel, a quien su sensación de gloria lo había llevado a un estado de alerta extraordinaria, disparaba con una indiferencia y una precisión absolutas. Y Olivia, a su lado, envuelta en lo que le parecía una columna de fuego divino, apenas percibía el fragor, el olor a cordita, las voces y los gritos de los ojeadores, y tampoco los continuos ruidos sordos de los pájaros que caían entre la hierba a su alrededor. Estaba absorta en la maravilla y el asombro de su descubrimiento, sorda a todo lo que no fuera el grito mudo del amor triunfante.
Lionel tenía puesta casi toda su atención en el ejercicio físico, pero aún conservaba un resquicio de conciencia libre para contemplar a las aves con una especie de constante «Vamos, vamos»; y, en un plano aún más profundo, tenía la certeza de que esta urgencia se debía a las ganas de dejar de disparar para volverse y mirar a Olivia a los ojos.
La matanza se apaciguaba y los disparos disminuían. Lionel eligió dos faisanes rezagados que intentaban refugiarse en el coto de soslayo, pero se detuvieron un momento. Se oyó un disparo en algún punto de la línea de tiro, y después silencio. Los ojeadores salieron al claro y los perros empezaron a hacer su trabajo. Lionel entregó la escopeta caliente a Percy Maidment y se volvió hacia Olivia.
Percy, que seguía temblando ligeramente, aunque ya empezaba a tranquilizarse, recorrió con la mirada la hierba sembrada de cadáveres. Soltó el aire despacio, mitad silbando, mitad suspirando.
—Gloria a Dios —dijo.
Los cazadores se reunieron para ir juntos al puesto siguiente.
—Ha sido tremenda esta última ronda —dijo Bob Lilburn a su anfitrión, felicitándolo.
—Ha sido un buen día, ¿verdad? —contestó sir Randolph—. Lleno de emoción.
—Demasiada emoción para algunos —dijo Gilbert Hartlip.
Iban los tres juntos, algo apartados de los demás. Sir Randolph interpretó el comentario de Gilbert como una alusión a la cantidad de pájaros que había tenido que dejar escapar, por la abundancia de oportunidades.
—Espero que no hayan ido todos a la vez hacia tu puesto —dijo sir Randolph—. A veces pongo las escopetas demasiado dentro, pero creo que hoy no habría estado justificado, ¿tú qué crees?
—Las escopetas estaban bien colocadas. Ha sido la manera de disparar de algunos —dijo Gilbert.
—¿De verdad?
—Lionel Stephens parece un cazador muy envidioso.
—¿Lionel? —dijo sir Randolph—. No lo creo. Siempre hace gala de deportividad.
—Pues me temo que esta tarde no ha sido así. Creo que tendré que decirle unas palabras —contestó Gilbert.
—Si lo haces, que sean suaves, te lo ruego. Estoy seguro de que ha sido un error, y muy raro.
Gilbert ya se alejaba hacia Lionel y Olivia, que seguían a los demás, algo rezagados, aunque sin dar ahora apenas ninguna señal de sus emociones.
—La verdad, no entiendo qué le ha pasado a Gilbert —dijo sir Randolph a Bob Lilburn—. Hoy está muy nervioso.
—Si me lo preguntas, creo que Aline le está dando un poco la lata.
—Aline lleva años dándole la lata —dijo el barón con impaciencia—. Eso nunca lo ha puesto nervioso.
Daniel Glass se dirigía con su padre al siguiente acechadero.
—¿Has visto al señor Stephens en la última ronda? —preguntó el señor Glass.
Dan negó con la cabeza.
—Estaba muy lejos —dijo.
—Ha disparado como un ángel.
—Los pájaros han volado muy bien.
—Les estamos ofreciendo la mejor caza que se puede pedir —dijo el señor Glass—. Y lo saben. Creo que hoy tenemos aquí a dos de los mejores cazadores de Inglaterra. Y los demás tampoco les van a la zaga.
—Tom Harker cerraba la línea. Lo habrá visto mejor que nadie —dijo Dan.
—Tom es bueno, el muy canalla. No como otros que parecen alelados. Hace bien su trabajo. ¿Sabes qué? La próxima vez que vea que el señor Stephens o lord Hartlip ocupan los mejores puestos, te pondré enfrente, para que disfrutes de su destreza, ¿quieres?
—Gracias —dijo Dan.
Y se quedó mirando a su padre, que se adelantó para desplegar a sus tropas en la siguiente maniobra. Se alegraba de verlo tan contento de cómo estaba desarrollándose el día. Él también estaba contento: le gustaba la sensación de formar parte del éxito, lo mismo que le gustaba la sensación de formar parte de un pueblo que, en lo esencial, no había cambiado desde hacía mucho tiempo, y parte de un imperio que, según le habían enseñado en la escuela —y él no tenía dificultad para creerlo—, era el mejor que había existido jamás. Al mismo tiempo, sabía que nunca se sentiría tan seguro en sus convicciones como su padre. Esto tenía que ver con que él era dueño de algo especial. La mayoría de la gente no era dueña de algo especial y por eso podía identificarse fácilmente con lo primero que encontraban a mano, pero cuando alguien era dueño de algo especial, se volvía un poco distinto, un poco más reflexivo. De un tiempo a esta parte, Dan era cada vez más consciente de eso, y no estaba seguro de si se alegraba de ello o si lo lamentaba. Quería dedicarse a alguna ciencia. Y había demasiadas cosas por descubrir en ese campo como para dedicarle una vida entera. Y como siempre que se ponía a trabajar en algo, por pequeño y sencillo que fuera en apariencia, tenía la certeza de lo importantes que eran las observaciones, los métodos que debía emplear, qué conclusiones podía esperar; Dan sabía perfectamente, aunque no quisiera ahondar en la cuestión ni expresarlo con palabras, que haría en verdad muy mal si dejaba este trabajo en manos de otros. No se podía confiar en que lo hicieran bien. Tal vez fuera un misterio cómo había llegado a esta conclusión, al cabo de unos pocos años de estudio de las ciencias naturales con el señor Rudloe, el director de la escuela, y al cabo de unas pocas conversaciones fortuitas con los ancianos del lugar, interesados por las costumbres de la fauna, o con sir Randolph, antes y después de leer los libros que éste había buscado para él sobre los orígenes de la vida o la estructura de los organismos vivos, pero no por misterioso esto era menos cierto. Dan estaba seguro de lo que tenía que hacer. Su única duda era si sería capaz de hacerlo solo.
Hasta hacía poco había tenido la vaga idea de que podía seguir tal como estaba —o sea, como ayudante de su padre y eventual sucesor— y encontrar a la vez la manera de dedicarse a sus observaciones, continuar con sus lecturas y, con el tiempo, sacar a la luz alguna teoría o alguna investigación original que podría publicar más adelante. Últimamente veía con claridad que eso era muy poco realista y se estaba condenando a ser un simple aficionado de por vida. Pero adentrarse en ese otro mundo más amplio —de cuya verdadera naturaleza no tenía más que una intuición sumamente confusa, aun cuando estaba convencido de que era más amplio, de que le brindaba la oportunidad de conseguir algo que deseaba desesperadamente y en cierto modo se avergonzaba de desear aunque fuera sencillamente el reconocimiento al que aspira toda persona con talento—, adentrarse en ese mundo que le ofrecía sir Randolph al decir que podía pagar sus estudios, significaba abandonar a su padre, y abandonarlo de una manera mucho más esencial que el mero hecho de obligarlo, con su partida, a encontrar a un muchacho que ocupara su puesto como ayudante del guarda de caza. Era un dilema al que Dan no quería enfrentarse, y procuraba pensar en ello lo menos posible; pero mientras iba golpeando con el palo el tronco de los árboles, y lanzaba de vez en cuando su reclamo particular, una especie de silbido suave como el que a veces emplean los pastores para llamar a su rebaño, sus pensamientos estaban más ocupados en este dilema que en su tarea inmediata.
Fue la conversación de Tom Harker con Charlie Pass y Albert Jarvis lo que lo había llevado a pensar en esto. No tenía un buen concepto de Tom y sentía por él menos tolerancia que su padre y mucho menos que sir Randolph. Dan era joven y pensaba que Tom era un hombre deshonesto y un incordio para su padre: eso pensaba. Tampoco le gustaba que una persona como Tom le diera lecciones sobre un tema del que él consideraba que sabía más, como eran las costumbres de la caza —«una lección de vida», como lo llamaba Tom—, o sobre otro tema del que él consideraba que no necesitaba ningún consejo: los males del alcohol. Eran precisamente estos rasgos los que convertían a Tom Harker en una «personalidad» para sir Randolph, y en menor medida también para el señor Glass; pero, de acuerdo con la visión de Dan, esos rasgos demostraban simplemente que Tom era un moralista hipócrita. Al ver la actitud de Tom cuando hablaba con los otros dos, como si las opiniones de Albert y Jarvis le parecieran una antigualla inútil, igual que la bomba de agua del prado del pueblo, Dan había sentido una impaciencia y una frustración muy poco propias de él. Tenía que irse. Pero luego, una vez más, se decía que nadie podía obligarlo a hacer daño a su padre.
Ellen estaba en el dormitorio del ático que compartía con la ayudante de cocina, atándose los cordones de las botas negras. Había terminado de recoger los platos de la comida en la sala de la servidumbre y tenía dos horas libres antes de volver y cambiarse el uniforme de algodón a cuadros azules y blancos que llevaba por las mañanas por el vestido negro con delantal blanco de la tarde, para hacer la ronda por los dormitorios, encender las chimeneas y cerrar las cortinas.
Se puso el abrigo y el sombrero y bajó corriendo por la escalera de servicio, abrochándose los botones al paso. John iba por el pasillo, a fumar un cigarrillo en el cuarto de las calderas.
—Voy contigo —dijo—. ¿Adónde vas?
Ellen pasó de largo a toda prisa.
—A ningún sitio en particular.
—Espera, voy contigo —dijo John.
—No puedo esperar —dijo ella—. Tengo que ir sola.
La puerta se cerró de un portazo. John siguió andando despacio. Tal vez su carta había sido un error. Ella no se había mostrado muy amable con él desde que se la dio.
Ellen echó a correr por el huerto.
—¿Quieres unas manzanas, Ellen? ¿Para llevárselas a tu madre?
Bernard, el chico que cuidaba del huerto y que tenía un hueco grande detrás de la oreja, porque le habían operado de meningitis, iba por el sendero cubierto de musgo, entre los manzanos, empujando una carretilla.
—¡Manzanas! Tiene tantas que no sabe qué hacer con ellas. —Pero Ellen siempre trataba bien a Bernard, porque era un poco raro, y enseguida añadió—: Gracias de todos modos, Bernard. Perdona, tengo un poco de prisa.
Salió por la puerta del muro, la cerró con cuidado y echó a andar deprisa por la avenida que llevaba al coto. Iba camino del río. Osbert no había vuelto y eso posiblemente significaba que no había encontrado a la pata. Le había prometido que lo ayudaría.
Osbert contaba en general con la simpatía de los criados, excepto con la del señor Rodgers, que detestaba a todos los niños. Sin duda, lo preferían a Lucy, que les parecía una malcriada. Osbert tenía una forma de expresarse muy graciosa, y a veces parecía muy solo. Tenían a Ida por una madre bastante dura, y probablemente lo era. Sin embargo, Osbert encontraba en ella una seguridad absoluta, porque siempre era la misma y porque en cierto modo era reconfortante sentirse incomprendido. Esto hacía que sus preocupaciones le parecieran menos importantes y dejaran de abrumarlo tanto como a veces lo abrumaban. Le gustaba estar solo, pero Ellen creía que necesitaba amigos, otros niños con los que jugar en el bosque, pescar, hacer lanzas o tirar piedras a las ardillas, como habían hecho sus hermanos cuando tenían la misma edad, o ir y volver del colegio. Creía que Osbert pasaba demasiadas horas estudiando latín y que debería estar más tiempo al aire libre, para que sus mejillas tomaran un poco de color. Se acordaba de cómo era el señorito Marcus con esos años, cuando terminó la primaria y era un niño lleno de vida. «El señorito Osbert es demasiado soñador», le había dicho Ellen a Cicely en más de una ocasión; «tanto si está despierto como dormido, siempre está soñando». Cicely decía que a Osbert no le pasaba nada, que era más listo de lo que todos creían, pero Ellen había notado que Cicely era tan protectora con Osbert como ella.
Cuando llegó al puente y se asomó por encima del borde, vio a una pareja de ánades reales en el río, en el mismo sitio donde había visto a una bandada el otro día. Pero ¿cómo podía saber si era la pata de Osbert? Buscó al niño con la mirada y no vio rastro de él.
—¿Pata? —probó a llamar.
Los patos no se volvieron a mirarla. Agitaban las patas con ahínco, para aguantar en el sitio, girando un poco en la corriente, y puede que no oyeran nada más que el ruido del agua entre las piedras de los rápidos, justo encima de la poza donde pasaban el rato sin propósito aparente, agitando las patas y dejándose mecer por la corriente.
—¡Pata! ¡Ven, pata!
Pero esta vez gritó demasiado. El macho fue el primero en levantar el vuelo, salpicando el agua al despegar, y la hembra lo siguió inmediatamente. Volaron unos metros río abajo, se posaron cerca de la orilla y empezaron a chapotear entre los juncos. Ellen comprendió que nunca sería capaz de reconocer a la pata, y mucho menos de atraparla, así que subió por la escalera del muro y echó a andar a buen paso por el camino del río, buscando a Osbert.
Conocía bien este camino, porque muchas veces iba a pasear por allí con John. Esta asociación de ideas le hizo pensar en él, aunque con más perplejidad de lo normal. Estaba perpleja, porque John había cambiado de repente, y, como Hortense, la doncella francesa, era la única amenaza que Ellen veía en el horizonte, atribuía el cambio a Hortense, sin que nada lo justificara. Su primera reacción a la carta de John había sido de asombro, seguida inmediatamente después de agradecimiento. Le pareció muy romántica. No pudo resistirse a contárselo a Cicely mientras la ayudaba a ponerse la ropa de montar, y también a ella le había parecido increíblemente romántica. Fue después del tentempié a media mañana, en la sala del servicio, cuando se sorprendió pensando que la sonrisa que John le había dirigido a Hortense mientras le ofrecía un plato de galletas era bastante empalagosa, cuando Ellen empezó a estar segura. Su decepción fue en aumento a medida que avanzaba la mañana: había algo raro en la carta; la voz de la carta no era la de John. Tenía que reconocer que tampoco era la voz de Hortense, a menos que ésta tuviera una voz secreta para las ocasiones íntimas, muy distinta del tono impostado, de doncella de una gran señora, con que hablaba normalmente. No sabía de quién era esa voz, pero sabía que no era de John, no sólo por las palabras sino también por los sentimientos. No creía que John pensara así en cosas como la belleza y la verdad, el amor y la muerte. Eso no quería decir que él no pensara en estas cosas, sólo que no pensaba en ellas de esa manera.
Mientras avanzaba a buen paso por el camino, atenta a las dos orillas del río, por si Osbert hubiera cruzado al otro lado, sujetándose la falda con las dos manos para no rozar la hierba húmeda o engancharse en alguna zarza, Ellen intentaba comprender qué era lo que, pensándolo bien, le había disgustado. Hubiera preferido con creces seguir considerando la carta algo maravilloso y romántico, y estaba enfadada consigo misma porque no era capaz de verlo así, y enfadada con John por ser la causa de su enfado.
—Es una tontería —dijo, alta y delgada, con su abrigo y su sombrero negros, mientras iba deprisa por la orilla del río. Quería decirle a John que se olvidara de todo eso, que siguiera siendo el mismo de siempre. Una chica no quería que muriesen por ella, y todo por esos cuentos sobre la belleza y la verdad. Nadie podía pensar eso de verdad; no era serio. No era real—. Es una sarta de disparates —dijo, frunciendo el ceño con el esfuerzo por ser sincera—. No es más que una puñetera sarta de disparates.
Ellen rara vez decía palabras malsonantes, aunque se las oía decir a los demás bastante a menudo. Su madre se enfadaría mucho con ella si la oyera. Quizá por eso, entre otras razones, de pronto le entraron ganas de llorar, por eso y porque estaba muy enfadada. ¿Por qué no podía John seguir siendo el mismo de siempre, por qué la vida no era tan romántica como su carta, por qué tenía ella la incómoda manía de darse cuenta de cuando algo era una estupidez?
Había cruzado el prado y ya estaba en las lindes del bosque. Con una mano puesta en la cerca, que tenía que saltar para seguir el camino entre los árboles, vio a Osbert delante y se detuvo. Él no la había visto. Llevaba en la mano un tallo de correhuela y lo deslizaba con desgana entre los dedos mientras iba despacio, de un lado a otro del sendero moteado por la sombra de las hayas. Hablaba solo, con un murmullo inconexo. Ellen se quedó sin respiración y lo miró como si fuera un animal salvaje, con la diferencia de que si hubiera visto allí un animal salvaje no le habría causado una sensación de angustia tan extraña.
—¡Hola! —Osbert vio a Ellen y sonrió—. No he encontrado a la pata.
—He venido a ayudarte —dijo ella—. Hay una pareja un poco más arriba, pero no sé si es ella.
—Sí, creo que los he visto. No es ella. Aunque podemos volver a echar un vistazo, por si acaso.
Una salva de disparos a los lejos les hizo cruzar una mirada.
—Están al otro lado del bosque —dijo Ellen—. Tardarán mucho en llegar.
—Será mejor que nos demos prisa, de todos modos —dijo el niño.
—La encontraremos, no te preocupes.
Esperó a que Osbert saltara la cerca, volvió a recogerse la falda y echó andar otra vez hacia el río.
Hacía más frío ahora. Aunque seguía luciendo el sol, apenas calentaba, y las sombras se habían vuelto alargadas, la luz más oblicua entre los árboles y el liquen que trepaba por los espinos y los avellanos del siguiente bosquecillo.
—Estoy deseando que llegue ya la hora del té —dijo Cicely, subiéndose el cuello de terciopelo de su chaqueta de tweed.
—¿Ya? —dijo Tibor—. Aún faltan varias horas. ¿Dónde está tu instinto deportivo?
—En suspenso.
—No puedes tener hambre. Acabamos de comer. Es mi compañía lo que te aburre, ya lo sé. En ese caso, tendré que cazar solo, y no me apetece nada. ¡Qué lata!
—No, por favor —dijo Cicely—. Eso sería una falta de consideración.
—¿Una falta de consideración?
—Tendría que cargar con tu muerte en la conciencia para el resto de mi vida, ¿no?
—Pero yo estaría muerto, y supongo que eso es peor.
—Podría ser precioso. Estarías en el cielo pasándolo de maravilla.
—Estás siendo perversa —dijo Tibor—. Sabes perfectamente que mi idea del cielo es estar a tu lado, y que en este momento lo estoy pasando de maravilla.
—Bueno, eso es muy bonito. Y muy amable de tu parte. Siento mucho ser tan gruñona.
—¿Quieres decirme cuál era el problema, si es que no era yo?
Tibor miró a Cicely para no perderse la expresión de felicidad con que ella normalmente respondía a un cumplido.
Cicely le dedicó una sonrisa radiante a la vez que se recogía un mechón de pelo que se le había escapado del sombrero, bastante grande, con un dedo enfundado.
—La verdad —dijo, en tono de confianza— es que, aunque quiero mucho a toda mi familia, a veces tengo la sensación de que mi madre se niega a reconocer que he crecido.
—¡Ah! —dijo Tibor.
—Supongo que es normal, pero me fastidia darme cuenta de que ni siquiera puedo tener una conversación con otra persona sin que ella me mire con reproche. Es verdad que digo tonterías, pero todo el mundo las dice, ¿no? Además, me las arreglo perfectamente cuando ella no está. Aunque incluso mi abuela dice que no debería reírme tanto.
—Eso es mejor que no reírse. Deberías pasar más tiempo fuera de casa, con tus amigos.
—Ya lo hago —dijo Cicely—. Y mi madre luego va a ver mis anfitriones y les pregunta qué tal me he portado.
—Pero no creo que ella pase mucho tiempo en Viena.
—¿Viena?
—Si pudieras venir conmigo a Hungría, ¿no estarías fuera de su círculo?
—Lo dudo. Habría alguna prima quinta, por matrimonio, que le enviaría informes sobre mí. En realidad me da igual. Nunca hago nada malo, aparte de tirar la sopa o esas cosas. ¿De verdad me invitarías?
—En cuanto vuelva a casa, le pediré a mi madre que te escriba —dijo Tibor.
—¡Qué maravilla! Me haría muchísima ilusión. ¿Qué haremos allí?
—Será bastante aburrido. Sólo nos relacionamos con la familia. Mi madre cree que no merece la pena hablar con nadie más. La casa siempre está llena de primos y de tías muy mayores.
—Yo no hablo húngaro —dijo ella.
—Nadie lo habla. Hablamos francés. ¿Qué tal es tu francés?
—Très convenable, según mademoiselle.
—En ese caso te desenvolverás muy bien. Iremos a montar a caballo, incluso a cazar, si quieres… Tenemos buenos caballos. Si vienes de caza conmigo, nadie podrá ir por delante de ti.
—¿Por qué no? —preguntó ella.
—Porque eres mi invitada. Podríamos cazar perdices.
—¿Crees que habrá muchas partidas de caza? —A Cicely no le gustaban demasiado.
—No necesariamente —dijo Tibor—. A veces vamos en coche a visitar a otros parientes. Son todos muy aburridos también, pero algunos tienen casas preciosas con cosas preciosas que puedo enseñarte. Y también puedo enseñarte las iglesias y otros monumentos. Y por las noches habrá músicos y podremos bailar. El salón de baile es precioso, está cubierto de espejos venecianos. Creo que te gustaría bailar el vals en ese salón.
—Me gustaría, sí —dijo Cicely—. ¿No te olvidarás cuando vuelvas a casa?
—No —dijo él con gesto serio—. No me olvidaré.
Era hora de callarse, porque los ojeadores se acercaban y pronto se reanudarían los disparos, pero Cicely se contentó con esperar en silencio, pensando en Hungría. ¿Qué ropa se pondría? Se llevaría con ella a Ellen, desde luego. Seguro que su madre estaría de acuerdo en que necesitaría como mínimo un vestido nuevo, para tantos bailes. Ojalá no le dijera que se conformara con alguno de los vestidos que ya tenía, que podía adornarlos con un pequeño encaje o un ribete de abalorios que comprarían después de muchas horas de búsqueda y comparación en Marshall y Snelgrove. ¿Por qué no podía contar por una vez con un vestido de verdad, como los que llevaba Aline Hartlip, un vestido de Worth o de Fortuny? Gracias a Dios, al menos tenía unas botas de caza nuevas.
Lionel y Olivia empezaban a sentir la tensión del engaño. Habían cruzado comentarios triviales con los demás mientras iban al puesto siguiente y se habían rezagado todo lo posible en el breve tramo del camino de hierba que les quedaba por recorrer a solas, después de dejar a Charlie Farquhar en su puesto, con Aline, hasta donde esperaban los cargadores de Lionel, en la posición que les habían asignado. En ese intervalo, y en los pocos minutos que siguieron a la última ronda de disparos, antes de reunirse con el grupo, mientras Olivia iba cogida del brazo de Lionel, sólo habían podido ponerse de acuerdo en que necesitaban estar a solas.
—Podríamos decir que nos duele la cabeza y volver a casa —propuso Lionel—. Un dolor de cabeza doble.
—Nadie se lo creería —dijo Olivia—. Sólo Gilbert Hartlip tiene dolores de cabeza.
—¿Gilbert? ¿De verdad?
—No es dominio público. No sé por qué le avergüenza decirlo. Le duele la cabeza después de cazar. Me lo ha contado Aline.
—Es un hombre raro —dijo Lionel—. ¿A qué venía esa tontería que me ha dicho, eso de meterse en terreno ajeno? Me habría enfadado si no tuviera la mente puesta en otras cosas. ¡Maldito idiota!
—Creo que es por lo bien que has cazado —dijo Olivia—. Debería haberte felicitado.
—Puede que en ese momento en concreto sí me haya metido en su terreno. La verdad es que nunca lo hago, y me he deshecho en disculpas. Creo que las ha aceptado de mala gana.
—A mí me ha parecido muy grosero. Le has pedido disculpas con nobleza y él se ha ido como si hubiera preferido una pelea.
—A lo mejor he sido un poco altivo —dijo Lionel—. No le he dado mayor trascendencia. Tenía cosas mucho más importantes en la cabeza.
Se habían acercado inevitablemente a los demás y era imposible eludirlos. Olivia, con la sensación de que no debían llamar la atención, se fue con Aline y Charles Farquhar, que ya iban por el camino, detrás de sir Randolph, Gilbert y Bob Lilburn.
Aline la tomó del brazo.
—Ha sido un día perfecto —dijo.
—Empieza a refrescar —dijo Olivia.
—Para ti no lo creo, querida. No sirve de nada que te pongas tan práctica. No hay más que verte la cara.
—Aline… Oye, ¿por qué está Gilbert de mal humor?
Aline le apretó el brazo.
—No intentes cambiar de tema —dijo—. Sabes que soy la discreción personificada.
Lionel, menos cauto que Olivia, vino a ponerse a su lado.
—A eso me refiero —susurró Aline. Y cuando Olivia se volvió a mirarla, sorprendida y desconcertada, Aline volvió a apretarle el brazo y le dijo al oído—: ¡Felicidades, pillina!
Bob Lilburn, que en ese momento había vuelto la cabeza, vio a su mujer hablando con Aline Hartlip y, al notar que tenía una expresión ligeramente consternada, como sabía que la conversación de Aline a veces era demasiado frívola para el gusto más delicado de Olivia, se detuvo, sonrió con gesto amable y esperó a que lo alcanzaran. Lionel se quedó atrás para hablar con Marcus y Tommy Farmer, que se acercaban despacio, en amigable silencio. Bob ocupó el lugar de Lionel al lado de Olivia.
—¿Qué tal? —preguntó.
—Muy bien —contestó ella.
—Vas a tener que aprender a que te guste la caza, si quieres interesarte cuando Charlie empiece a practicarla —dijo Bob.
—¿No falta mucho para eso?
—Sólo trece años, aproximadamente. Ven conmigo esta vez, ¿por qué no? ¿Crees que Stephens podrá prescindir de ti? ¡Lionel! —gritó Bob por encima del hombro—, ¿me dejas a mi mujer para esta ronda? Quiero que vea cómo cazan los hombres normales. —Y se volvió hacia Olivia, dando por hecho la sonrisa de consentimiento de Lionel—: No esperes que yo cace como ha cazado él hoy —añadió—. Ha estado a punto de ofender a Gilbert por una vez en la vida, ¿verdad que sí, Aline?
—Calla —dijo Aline—. Eso no se dice.
—Ha sido una maldad —dijo Bob—. Son magníficos los dos. Tenemos mucha suerte de cazar con ellos.
Trece años, pensó Olivia. ¿Dónde estaré dentro de trece años?
Cornelius Cardew empezaba a acusar el cansancio cuando por fin vio a lo lejos los bosques de Nettleby. Aún le quedaba un buen trecho para llegar, pero el camino era recto y, a pesar de la quietud y el frescor del ambiente, de los finos jirones de neblina azulada que se interponían entre él y su destino, del atardecer que ya se presagiaba, no temía llegar demasiado tarde. Su plan era aparecer en el último momento de la cacería, acercarse a sir Randolph con la mayor educación y preguntarle si podía pasar luego para discutir un par de problemas que, estaba seguro, a los dos les preocupaban por igual: no tenía nada que ver con los derechos de los animales, no, no, eso podían dejarlo para otro día, cuando sir Randolph hubiera leído el panfleto, sino con cuestiones relacionadas con la tierra, con la vida en el campo, con las necesidades de los distritos rurales. Así se lo diría, y, si sir Randolph, comprensiblemente cansado después de haber dedicado el día a una actividad tan vergonzosa, le contestaba que no podía recibirlo hasta el día siguiente, bueno, entonces tendría que ser el día siguiente, aunque eso significaba pasar otra noche en aquella posada tan incómoda. La oportunidad de que sir Randolph lo escuchara con simpatía, la posibilidad de sostener una conversión, no debía desaprovecharse jamás. Cornelius tenía demasiado a menudo la sensación de que predicaba únicamente para los conversos —era muy difícil encontrar a alguien que estuviera dispuesto a escuchar—, y en este preciso momento, después de su estimulante visita a la comunidad tolstoiana de Cotswold, su cerebro era un hervidero de ideas y argumentos a los que ningún hombre como sir Randolph, en quien había detectado una evidente afinidad y una mentalidad independiente —sin duda inesperadas, ante la probabilidad de que sus opiniones estuvieran determinadas por su posición social—, sería capaz de resistirse. De todos modos, Cornelius confiaba en que sir Randolph no le hiciera esperar hasta el día siguiente. Confiaba en que lo llevara a su casa y le ofreciera una taza de té, no con todo el grupo, naturalmente, sino en algún rincón tranquilo, en un estudio pequeño y forrado de libros, delante de un fuego de carbón, donde pudieran hablar en paz.
Sabía que estaba siendo optimista, pero también sabía que el optimismo tenía a veces el efecto de arrasar con todo y por tanto uno hacía bien en darle rienda suelta cuando se presentaba, pues no cabía albergar la esperanza de que llegara para quedarse definitivamente. Demasiadas veces era el pesimismo lo que predominaba, y la vida no era entonces ni la mitad de divertida; todo era esfuerzo por terminar panfletos que parecían haber perdido garra, y no saber qué contestar a los sutiles argumentos filosóficos que con frecuencia le planteaba su vecino, H. W. Brigginshaw.
Con los pies doloridos y la visión de un estudio forrado de libros, el fuego y el té en su imaginación, Cornelius siguió adelante con paso enérgico.
Sir Randolph, que se dirigía al siguiente acechadero, ajeno a la inminente llegada de un nuevo amigo armado de determinación, tenía preocupaciones no menos vagas que las de Cornelius, aunque más acuciantes.
El día había sido perfecto. Todo había transcurrido según lo planeado, no había habido contratiempos inesperados y tampoco decepciones. El tiempo era ideal, la caza abundante, la compañía agradable. Al menos, la compañía debería haber sido agradable, pero Gilbert Hartlip estaba de un humor extraño y Lionel Stephens no parecía que se esforzara por aplacarlo, sino que prefería tener una conversación profunda con Olivia Lilburn, una preferencia que sir Randolph comprendía, pero pensaba que no debería ser tan evidente; cada vez que miraba a Aline, la sorprendía cuchicheando con alguien, una costumbre que a él le repugnaba… Alguna niñera o alguna institutriz deberían haberle enseñado que eso era de mala educación… Y Cicely estaba coqueteando con Tibor Rakassyi con demasiado descaro, lo que sin duda disgustaría a Ida. No podía achacarlo todo a la presencia de las mujeres, porque por la mañana no los habían acompañado y ya entonces, aunque las cosas habían ido mejor, se habían dado muestras de ese espíritu de rivalidad que tanto le desagradaba.
El barón se acercó a su guarda de caza.
—Glass —dijo—. ¿Están bien los ojeadores, están todos en forma? Creo que ha habido alguna rencilla entre el cargador de lord Hartlip y el del señor Stephens. ¿Lo ha visto usted?
—Están con las espadas en alto, sir Randolph. Por lo visto creen que se trata de una competición personal. El problema es que en este momento el señor Stephens lleva mejor puntuación, según tengo entendido, y el otro no está acostumbrado a eso. He hablado con ellos y se han puesto como el perro y el gato.
—Hablaré con el señor Stephens. No me gustan estas cosas.
Glass asintió, preocupado por la planificación de la siguiente ronda. Cuando todo salía bien, era una de las más espectaculares. Los cazadores tenían que apostarse en el valle, cerca del río, mirando a la ladera del bosque. Para que las aves tomaran altura a la vez, en el último momento, necesitaba dos líneas de ojeadores: una fija en la cima del monte y otra que se acercara hacia los cazadores. En un punto determinado, la primera línea tenía que avanzar para que las aves, vigiladas por la segunda, que les impedía huir monte abajo, volaran alto por encima de las escopetas. La pega de esta maniobra era que tenía que adaptarse al clima, a la velocidad del viento y al número estimado de piezas que Glass quería que se abatiera, pues salvo en días como éste, en los que el objetivo era ofrecer a cazadores tan diestros el máximo posible de disparos, a veces se aceptaba la táctica de combinar una dosis razonable de deporte con el ahorro de buena parte de la caza, con el fin de garantizar que quedaran reservas suficientes para el resto del año y la cría de la siguiente temporada.
Todas estas consideraciones, bien entendidas y discutidas muchas veces con sir Randolph, preocupaban al señor Glass mientras se acercaba a sus ojeadores, uno por uno, para recordarles el plan de campaña. Tenía los hombros encorvados que normalmente se asocian con las ocupaciones sedentarias, aunque en realidad son más frecuentes en los hombres que pasan la mayor parte del día andando de un lado a otro. Llevaba, como la mayoría de los guardas de caza y algunos ojeadores, un sombrero hongo, en su caso un poco más alto en la coronilla, que le daba un aspecto anticuado. Aunque sano, ya no era un hombre joven.
—Oye una cosa, Dan —dijo el señor Glass, cuando pasó al lado de su hijo, que se había rezagado con un par de muchachos de su edad—. Acércate a Walter Weir y dile que empiece a empujar su lote hacia la cima, ¿de acuerdo?
Dan asintió y echó a andar con su zancada fuerte y regular. ¿De qué sirve tener un hijo, pensó el señor Glass, si uno no puede usarlo de recadero?
Bob Lilburn era más corpulento que Lionel Stephens. A Olivia, que estaba a su lado mientras él esperaba a que los pájaros levantaran el vuelo, su marido le pareció una efigie inmóvil y sólida, un enorme cruzado de piedra levantado de una tumba medieval, apuntalado y vestido con un traje de tweed para gigantes. Los cruzados a veces también eran estúpidos. A pesar del esplendor físico y de la imagen de autoridad que irradiaba, Olivia tenía ahora la sensación de que Bob era simplemente eso, un hombre estúpido al que sólo le interesaban los refinamientos sociales y sudaba de preocupación ante la idea de presentarse en la cena con unos gemelos impropios de la ocasión. Jamás en la vida reconocería Olivia ante nadie esta certeza: y ésa fue la única decisión que alcanzó a tomar en ese momento. Si tenía que tomar otras decisiones, deseaba desesperadamente poder posponerlas. Seguía impresionada por el comentario de Aline, por el espíritu de complicidad que insinuaba. Después de haberse sentido como si caminara por las cumbres, se había visto rebajada a ese: «¡Felicidades, pillina!».
Cómodamente acostada en la cama, Minnie se dejó adormecer por la serena procesión de sus recuerdos de la tarde, como una diosa representada en un fresco que flotaba sobre nubes blancas en un techo azul cerúleo. En su dormitorio sólo se oía el tictac del reloj francés, en su caja de cristal en la repisa de la chimenea, y también el aleteo esporádico de una mariposa olmera que, atrapada en una tela de araña que las doncellas no habían visto en la esquina de alguna ventana, hacía de vez en cuando un débil intento por escapar y se rendía a continuación, casi inconsciente, bajo las últimas luces de la tarde. Del exterior llegaban el ruido de los grajos en los olmos y, de vez en cuando, el suave arrullo de una paloma.
Ecos de conversaciones, recientes, futuras o imaginarias, flotaban a su alrededor. Pensó en los volovanes y en el consomé (los primeros, en la comida, habían quedado mejor de lo acostumbrado; el segundo, previsto para la cena, lo esperaba con confianza, porque el consomé à la reine de la señora Bilston era una de las certezas de la vida); pensó en la viuda de Walker Kerr y en lo aburrida que era la sociedad académica (además, sir Reuben Hergesheimer y ella estaban convencidos de que la señora Kerr había hecho trampas en el bridge la última vez que había acudido a cenar); pero las chicas, las hijas, eran muy guapas: le gustaba tener un grupo de chicas. Estarían las dos hermanas Kerr, la hermosa Grizel y su querida y prometedora Cicely: formarían un grupo encantador. Pensaba regalarle a Cicely, más adelante, su sortija de aguamarina, la que Randolph le había regalado por sus bodas de plata; era del mismo color que los ojos de Cicely. De momento la luciría ella esa noche, con el vestido de raso azul y corpiño de encaje de guipur (el azul siempre había sido el color favorito de Minnie). Galantina de faisán con trufas… ¿Por qué se acordaba ahora de eso? Debían de haberlo tomado en alguna parte. ¿Tenía alguna receta olvidada en un bolsillo o en un guante, que había pedido para la señora Bilston? Era muy difícil encontrar cosas que combinaran con los faisanes, y tenía mucho en que pensar. Tal vez pudiera prescindir de las trufas, aunque Ida podría pedirle a John que trajera unas cuantas la próxima vez que volviera a casa pasando por París. En el Hôtel du Palais de Biarritz presentaban este plato de maravilla. No había manera de enseñar a las cocineras inglesas a presentar los platos igual de bien: no tenían ninguna perspectiva, no ponían empeño. Podía llevar su abanico azul, el de las varillas de marfil con incrustaciones de madreperla, decorado con la escena de una dama bastante regordeta y un caballero, sentados delante de unos sauces azules, a orillas de un lago azul, y un Cupido desnudo al fondo, escondido detrás de una especie de aprisco, con su arco en la mano. No es que necesitara un abanico, pero ¿quién iba a impedírselo, estando en su propia casa? Lo que más le gustaban eran las plumas de avestruz, pero para lucirlas tenía que haber un baile, combinadas con guantes largos y blancos. Tenía unos guantes de Parma violetas, un color que le gustaba casi tanto como el azul…, con botones de perlas en las muñecas…, raso, lentejuelas, los adornos más exquisitos…, y un camisón de seda precioso. Necesitaba hacer algunas compras…, una chaqueta de noche, con lentejuelas y un diminuto volante de tul en el cuello alto, quizá…, una blusita sencilla, de seda, con tiras de encaje en los costados…, ropa interior, ¿corsés nuevos?… Otros guantes de Parma violetas, con lazos de seda y con encajes…, todo de seda, raso, muselina, nada de trapos…
—¿Estás despierta, belle-mère? —La voz estridente de Ida despertó a Minnie—. Deberíamos ir preparándonos. —Ida estaba llamando a la puerta, con sus dientes saltones y su integridad.
—¡Adelante! —Canturreó dulcemente Minnie, con una voz melodiosa que era en sí misma un reproche a la falta de encanto de la de su nuera.
¡Qué fastidio salir de la cama!, con lo a gusto que estaba, ponerse los zapatos planos, el sombrero (¡esos alfileres tan absurdos!), el abrigo, los guantes, hacer varios kilómetros en coche y aguantar el aire cada vez más fresco para ver cómo mataban a un montón de pájaros idiotas, ¡como si no lo hubiera visto cientos de veces! Pero era una obligación, ¿y qué era la vida, sino una larga sucesión de obligaciones?, pensó Minnie alegremente, con las piernas colgando del borde de la cama, mientras hacía un pequeño esfuerzo para levantarse.
—¿Qué puntuación llevamos, Percy?
Lionel esperaba cerca del bosque con Percy Maidment y Johnny, el hermano de Ellen. Olivia se había ido con su marido.
—Noventa y dos faisanes, tres liebres y dos picapinos —anunció Percy, sin necesidad de mirar su libreta.
—No está mal —dijo Lionel—. ¿Sabes cómo van los demás?
—Lord Hartlip lleva ochenta y ocho faisanes, dos liebres y un picapinos, señor. Nadie más se acerca a ustedes dos.
—Te lo has tomado con mucho interés, ¿eh?
—Sí, señor.
—Y lord Hartlip, ¿también lleva la cuenta?
—Sí, señor —dijo Percy—. Y su cargador también.
—Entiendo. Bueno, a mí me da igual, pero a nuestro anfitrión no le gusta, así que mejor que no digas nada, ¿de acuerdo?
—Sí, señor.
Lionel se volvió a mirar hacia donde esperaba que apareciesen los faisanes, dando la espalda a sus cargadores.
—¿Cuántas rondas quedan? —preguntó, sin volver la cabeza.
—Dos, señor —dijo Percy.
Lionel se quedó callado unos momentos, con la escopeta debajo del brazo y el cañón apuntando al suelo. Ya se oía acercarse a los ojeadores.
—Creo que podemos seguir por delante de lord Hartlip —dijo en voz baja.
Percy sonrió encantado.
—Sí, señor. Ése es el espíritu, señor.
Lionel tenía la sensación de haber estado a un centímetro de la gloria. Olivia lo había mirado a los ojos, con su maravillosa valentía y sinceridad, y le había dicho que lo quería.
El espíritu del amor los había poseído, pero el mundo seguía envolviéndolos y no habían podido poseerse el uno al otro. Él deseaba —¿cómo no iba a desearlo?— un triunfo inmediato: deberían haberse tirado al suelo, entre las hojas doradas y rojizas, como un león y una leona; y, en vez de eso, él había tenido que hablar de tonterías, ser cortés, sonreír y replegarse cuando el marido de Olivia la reclamó a su lado. La consumación llegaría sin falta, Lionel estaba seguro, pero ¿cómo y dónde y después de cuántos problemas? Y además le habían dicho que su cargador estaba provocando rencillas, que por favor lo refrenara, que se refrenara él también, lo que seguramente quería decir que no cazara tan bien, que no ofendiera a Gilbert Hartlip: pero ¿por qué? Por las buenas formas. Las formas eran demasiado importantes para la gente como Randolph Nettleby (hasta ahora, discretamente, Lionel lo había tenido por un ídolo, por un hombre digno de admiración y aprecio, lo había escuchado y emulado tanto como el que más; pero todo había cambiado de repente, no porque estuviera enamorado —eso no era nuevo—, sino porque era correspondido). Las formas no bastaban; mejor dicho, sobraban: eran un marco demasiado rígido para la naturaleza del hombre. Él era mejor amante que Bob Lilburn para Olivia y mejor cazador que Gilbert Hartlip. Era imposible negarlo, y no le hacía ninguna falta hacerlo.
Otra forma de verlo podría haber sido que, si no podía tener a Olivia entre sus brazos en ese preciso instante, al menos iba a aplastar a Gilbert Hartlip cuando empezaran a disparar.
Aline, al lado de su marido —quedarse por una vez con su marido, creía, bastaba para cumplir con sus obligaciones en ese aspecto—, no dejaba de pensar en lo que consideraba su descubrimiento personal sobre Olivia.
Los amigos de Aline sabían que ésta tenía mejor corazón de lo que a veces sospechaban sus simples conocidos. Sus felicitaciones a Olivia habían sido sinceras. Esperaba que ahora Olivia y ella pudieran ser mejores amigas, y, si había alguna manera en la que pudiera contribuir a impulsar la aventura entre Olivia y Lionel, se alegría mucho de ofrecer su apoyo, comprensivo y leal. La aprensión y el horror con que Olivia había reaccionado al espíritu de complicidad que insinuaba la simpatía de Aline no habían sido un error de interpretación. Aline sentía ahora que Olivia se encontraba a su mismo nivel, pero no había en eso malicia o triunfo de ninguna especie; simplemente, creía que ya no había necesidad de levantar barreras entre ellas.
Aline había recibido una educación muy estricta. Su padre, como decían algunos malintencionados, había comprado el ascenso social de su hija; el aspecto y el ingenio natural de Aline habían hecho el resto. Había hecho un buen matrimonio y, a partir de ahí, había alcanzado cierta posición como anfitriona en Londres. Su principal mentora en esta última empresa fue una mujer mayor que ella, de credenciales y gusto impecables, de la que Aline había sido acólita durante muchos años. Con el objetivo de modelarse a imagen de esta gran dama eduardiana, la única consideración de Aline consistió en parecerse a ella lo máximo posible, en la voz, en los modales y en la forma de vestir, aprender de ella dónde y cuándo estar, a quién conocer y a quién no, cómo seducir, cómo mentir, cómo reír. Una vez aprendidas estas lecciones, ahora le gustaría desempeñar otro papel, el de amante de un hombre importante.
Se había casado con Gilbert Hartlip a raíz de un acuerdo práctico entre las dos familias —posición social a cambio de dinero—, un acuerdo que su padre en cierto modo había incumplido, pues resultó que la pareja tendría que esperar a que él muriera para recibir la mayor parte de su fortuna. Las infidelidades discretas estaban aceptadas; la primera, con un famoso personaje de la época, atractivo, brillante, que ya no era joven, que ya no era tan prometedor, había sido una experiencia decepcionante. En cierta ocasión, él la hizo esperar cuando fue a visitarlo, en su confortable apartamento de soltero, y ella vio en su escritorio, dejadas con tanto descuido que más tarde se preguntó si no lo habría hecho a propósito, para que ella las leyera, cartas de amor de la mitad de las mujeres casadas de Londres, o al menos eso parecía. Cuando él llegó por fin, ella se enfrentó a él con las cartas en la mano, y él la trató con una crueldad brutal. Aline aceptó su derrota en silencio. Él acudía a todas partes y era muy respetado. Ella no tenía alternativa.
Sabía que su amante actual no era una gran conquista, y tenía la sensación de que había sido demasiado indulgente al dejarse llevar casi exclusivamente por sus deseos sensuales. Debería haber puesto las miras en las posibles ganancias. Se permitía pensar que Charles Farquhar era un pecado, lo que tenía su encanto, pero no se hacía ilusión alguna de que esta aventura pudiese durar.
Cuando Gilbert, de esa manera tan irritante, la acusó de que menospreciaba a Lionel Stephens porque la ofendía que él se mostrara aparentemente inmune a su encanto, tenía razón hasta cierto punto. A Aline le habría gustado que Lionel Stephens se enamorara de ella. Era un joven prometedor. Todos pensaban que después de dedicarse unos cuantos años más a la abogacía, habría ganado dinero suficiente para entrar en política y, llegado ese momento, su partido se alegraría de contar con él. Una mujer mayor, que lo guiara en esta etapa, que lo entretuviera, que intrigara para él, sería perfecta. Bueno, él había elegido a Olivia y estaba claro que lo que sentía era amor de la mejor especie, tal como correspondía a una mujer con las cualidades de Olivia. Aline era generosa al reconocerlo: sólo quería que le permitieran ser una amiga íntima. Hasta el momento, Olivia no formaba parte del círculo de relaciones más íntimas de Aline: además, ocupaba una posición —o así lo veía Aline— que le permitía, de haberlo querido, mirarla por encima del hombro desde un punto de vista moral. Aline tenía muy claro que el modo de vida que había elegido era el perfecto para sus talentos, pero también sabía que había otra manera de vivir, un mundo en el que las mujeres casadas no tenían amantes; y aunque, en general, una podía sobreponerse a estas cosas pensando que ésa era una actitud de clase media, deprimente hasta la extenuación, no era fácil dirigir esta crítica a la encantadora, distinguida y admirada Olivia Lilburn. Pero si Olivia iba a caer —si caída era—, entonces no sólo era posible que entre las dos mujeres se estableciera una amistad más franca, al volverse Olivia más parecida a Aline, sino que era también probable aquietar los esporádicos remordimientos de conciencia heredados de su aburridísima infancia, al volverse Aline más parecida a Olivia.
Fue así como, con sincero entusiasmo, le había manifestado a Gilbert su opinión de que Lionel era guapísimo. A fin de cuentas, ¿qué sentido tenía la vida si no eran todos ellos gente maravillosa?
—Creo sinceramente que es una de las personas más guapas que conozco —dijo Aline.
—¿Eso dirías? —contestó Gilbert con frialdad.
—Bob Lilburn es muy atractivo, desde luego, pero es más corpulento. Lionel tiene una cara muy sensible, ¿no crees? Como Apolo convertido en monje frugal.
—¿Qué?
—George Meredith. En El egoísta, ya sabes, el héroe. No me acuerdo de cómo se llama, el hombre del que la protagonista está enamorada, no el egoísta del título. Supuestamente tiene un aspecto muy ascético, a pesar de que es guapísimo y fuerte. Lo describe como Apolo convertido en monje frugal; siempre me ha parecido muy atractivo.
—Pues yo no entiendo qué significa —dijo Gilbert.
—Pareces molesto.
—Estoy molesto. Tu amigo Lionel Stephens se está poniendo muy pesado. Por alguna razón incomprensible ha decidido competir conmigo. Está intentando ganarme. Ya he tenido que llamarle la atención una vez por meterse en mi terreno.
—¿Y va ganando? —preguntó Aline.
—No le falta mucho.
—¿Cuánto?
—Un par de faisanes —dijo Gilbert.
—Si sólo son un par de faisanes, ¿qué más da? Todo el mundo sabe que eres un cazador maravilloso. ¿Qué más da si de vez en cuando alguien consigue un par de faisanes más que tú?
—No es eso lo que decías anoche.
—Anoche estaba de mal humor —dijo Aline.
—Es de mal gusto. Es más joven que yo. Debería saber que no está bien lanzarse a competir. Además, a Randolph no le gusta.
—Ésa es sólo una manía pasajera de Randolph. En muchos sitios, cuando salen de caza, se entrega a todo el mundo una tarjeta para que anoten la puntuación.
—Ya lo sé —dijo Gilbert—, pero si al anfitrión no le gusta… Cree que es una costumbre extranjera, impropia de caballeros.
—Pero tú no estás de acuerdo con él —dijo Aline.
—Pues no, da la casualidad de que no lo estoy.
—Es una de esas excentricidades de Randolph, anticuadas. Yo no me preocuparía. Te quedan dos rondas más. ¿Por qué no le ganas?
—No puedo matar más pájaros de los que estoy matando —dijo Gilbert.
—Yo diría que sí puedes, si lo intentas. Haz trampa. ¿Por qué no? Es más divertido. No veo por qué Lionel tiene que salirse siempre con la suya.
La tarde de octubre daba paso al crepúsculo temprano y tendía sobre los campos un velo de niebla tan fino que apenas se apreciaba; únicamente producía el efecto de que todo se veía a través de una lámina de agua, con una tenue opacidad. El humo de las chimeneas del pueblo se elevaba en líneas rectas de color azul verdoso contra el fondo gris rosado del cielo. Cornelius se alejó del pueblo por la carretera que llevaba a los bosques: ya veía, a poco más de un kilómetro, la masa verde suave o marrón grisácea, salpicada por los tonos dorados y rojos del otoño. Algunas hojas amarillentas caían despacio de las ramas casi desnudas de los olmos que crecían intermitentemente a lo largo del seto; un mirlo se cruzó en su camino con una enérgica voz de alarma, y un arrendajo, que volaba más alto, también lanzó su estridente advertencia. Cornelius se frotó la frente con fastidio; a pesar del ambiente fresco, seguían picándole los mosquitos. Oyó disparos en el bosque y miró su reloj. Eran las cuatro menos cuarto y aún había buena luz. Los cazadores debían de hacer la penúltima ronda. Había calculado el tiempo a la perfección.
Ida y Minnie también oyeron los disparos desde el asiento trasero del Daimler. También ellas se felicitaron por la exactitud de sus cálculos, aunque por separado y sin decir nada, mientras miraban cada una por su ventanilla. Normalmente, no tenían mucho que decirse.
La mujer del guarda de la finca y su hija de seis años salieron a abrir las verjas para que el coche pudiera pasar. La niña forcejeó con la puerta de hierro, que pesaba mucho, y por fin se quedó a un lado, colorada y orgullosa. Minnie bajó la ventanilla y se asomó a saludarla.
—Eres una gran ayuda para tu madre, Lily. ¡Lo has hecho muy bien!
Lily se puso aún más colorada, pero consiguió hacer una reverencia y responder con voz entrecortada:
—Sí, señora.
—Que niña tan encantadora —dijo Minnie, mientras subía la ventanilla y volvía a recostarse en el asiento—. Tiene una cara preciosa. Espero que no siga los pasos de la pobre Jessie.
—¿Qué le pasó a la pobre Jessie?
—A la pobre Jessie le pasaron varios bebés. Bebés y bebés y más bebés. Una fresca. Era la hermana mayor.
—¿Se casó? —preguntó Ida.
—¡Qué va! No tenía edad para casarse. Al final la mandaron a servir cerca de Gloucester. Ofrecí las mejores referencias de ella, pero no sirvió de nada; otra vez volvió a las andadas: con el hijo de la familia, creo. ¡Un horror! No sé qué pasó después. Sus padres se desentendieron. Tengo que preguntarle a su madre si sabe algo de ella. Me gustaría enviarle algo, pobrecilla. ¡Qué chica tan tonta!
—Parece algo peor que tonta —contestó Ida.
—Era muy fresca, sí —dijo Minnie—. Pero era encantadora. La verdad es que costaba creerlo.
—Ya, una mosquita muerta —dijo Ida.
Minnie suspiró. Ida tenía razón, desde luego, pero no había necesidad de ponerse desagradable. Buscó en el amplio bolsillo de su falda larga de tweed y sacó una minúscula libreta de cuero que tenía las esquinas de plata y también un lapicero de plata, y, con una letra bastante difícil de leer, por culpa de las sacudidas del coche, escribió: «Jessie (preguntar por ella a la señora C.)».
El Daimler seguía su camino en dirección al río con la debida dignidad. Cuando llegaban al puente, y a la cerca donde esa mañana habían visto a Violet con la niñera, Minnie preguntó:
—¿Han encontrado a la pata?
—Supongo que sí —dijo Ida—. Me figuro que si no la hubieran encontrado lo sabríamos.
Pasado el puente, pasados los rápidos, pasada la poza tranquila, el río trazaba varias curvas antes de enderezarse y ensancharse en el tramo que discurría por delante de la cabaña del embarcadero. Las orillas eran altas en los recodos, como acantilados de tierra rojiza en miniatura, cubiertas en algunas zonas de matorrales bajos que se mezclaban en otras con una maraña de juncos y botones de oro. De vez en cuando había en la ribera una estrecha pendiente de arena gris, de menos de medio metro, pero en general era imposible andar por la orilla. Desde la ribera no se veía la línea del agua; el chapoteo aislado, probablemente de un pez, también podía ser de un pato que corría a refugiarse entre los juncos y se quedaba allí escondido. Para asegurarse, era mejor andar por el agua. Osbert llevaba sus botas de goma y vadeaba el río despacio mientras Ellen lo seguía por la ribera. Cada vez que llegaban a un recodo, algo saltaba al otro lado —un pez, una polla de agua, un ratón—, y cada vez podía tratarse de la pata. Una lavandera los acompañaba, revoloteando a su alrededor, parándose de vez en cuando para posarse en una rama o una piedra y moviendo la cola antes de reanudar el vuelo cerca del agua, con un grito agudo como un tintineo. Dos tordos oscuros y regordetes se alejaron volando río abajo. En una ocasión, un martín pescador pasó muy deprisa por delante de ellos, pero Osbert no lo vio; iba atento a la otra orilla, donde un movimiento en los juncos resultó ser otra pareja de pollas de agua.
Al llegar a una bahía diminuta, se detuvo en la orilla y miró a Ellen.
—Mira cómo te has puesto los pantalones —dijo ella.
El agua le había rebasado las botas y tenía los bombachos mojados.
—Cada vez es más hondo —dijo Osbert.
No estaban exactamente desanimados. La cantidad de vida que había en el río les ayudaba a mantener la esperanza; podía haber patos detrás de cualquier recodo. Además, la actividad, el ruido del agua y el suave deslizamiento del río en su continuo avance les daba la sensación de que algo estaban consiguiendo. Era difícil creer en un estado inalterable en mitad de tanto flujo: algo tenía que pasar. Ellen notó, sin embargo, que la cara de Osbert empezaba a cobrar una transparencia que le resultaba familiar: estaba cansado.
—Toma —dijo—. Cómete una manzana.
Se había guardado unas cuantas en el bolsillo después de comer, sin que nadie la viera. La frotó contra la manga y se la dio al niño; era una manzana grande y roja, de la variedad Permaine de Worcester, con la piel un poco arrugada, pero todavía jugosa. Ellen se sentó en la hierba húmeda a mordisquear otra.
Los disparos se transmitían con claridad en la quietud del aire. La misma descarga que oyeron Cornelius Cardew en el camino del pueblo y Minnie e Ida en el Daimler, mientras esperaban que abrieran las verjas de la finca, sonó muy cerca de donde estaban Ellen y Osbert, en la orilla del río. Dejaron de comer y se miraron, con las manzanas en la mano. Pareció que pasaba mucho tiempo antes de que el ruido de los disparos se atenuara y se perdiera en la distancia.
Sin saber por qué, Ellen habló en un susurro:
—No están tan cerca como parece.
—Sí lo están —dijo Osbert, levantando la voz. Había conseguido dominar este pensamiento a lo largo del día, pero de pronto lo inundó por completo—. Sí lo están, Ellen. Están cerca. Van a matarla. Van a matarla, Ellen.
Ellen se subió la falda y empezó a desatarse los cordones de las botas a toda prisa. Le temblaban las manos de furia. Las lágrimas que le llenaron los ojos unos instantes eran lágrimas de ira incontenible. ¿Cómo podían hacer una cosa así? ¿Qué derecho tenían? Todos esos hombres armados con escopetas detrás de una pobre pata. Se quitó las botas con esfuerzo, se bajó las medias y las guardó dentro de las botas, cubrió las botas con el abrigo, se levantó las faldas, las sujetó como pudo por debajo del cinturón, y se deslizó por la orilla hasta meterse en el río. El agua le cubría las rodillas blancas. Se pasó las faldas por encima del brazo y echó a andar río abajo. Osbert la siguió.
Glass recorría la fila de faisanes muertos, tomaba del cuello con dos dedos a cada décimo pájaro y lo levantaba para facilitar el recuento.
—Quinientos cuatro —informó provisionalmente a sir Randolph antes de seguir contando liebres, conejos y picapinos (y el arrendajo que había cazado el joven Marcus, diciendo que era un bicho indeseable).
—Estupendo.
Glass sabía que sir Randolph lo felicitaba por la organización de la ronda.
—Tengo que reconocer —dijo Bob Lilburn, que se acercaba a grandes zancadas— que esta última ronda ha sido soberbia.
Sir Randolph señaló a Glass, como si lo acusara.
—Es a él a quien tienes que felicitar —dijo.
—Lo felicito. Ha sido soberbia —dijo Bob.
—Gracias, señor —dijo Glass—. Es un reconocimiento muy amable de su parte.
—Soberbia. Memorable. Sencillamente memorable.
—La siguiente ronda suele ser muy animada, si tenemos suerte —dijo sir Randolph—. He pensado que después podemos dar un paseo y cobrarnos a esa pata, si te divierte.
—Me encantaría —dijo Bob—. ¡Qué gran día nos estás ofreciendo!
Glass ya se había ido con sus hombres para la ronda final. Los cazadores se quedarían en el prado, en las lindes del último bosque, en una zona donde habían plantado ligustro, acebo y abetos enanos debajo de los árboles más altos para formar abrigos naturales en los que se refugiarían los faisanes, de donde les harían salir poco a poco para ofrecérselos sucesivamente a las escopetas.
—Ahora quiero que todo el mundo se quede cerca de la última esquina. Tocaré el silbato y Walter repetirá el aviso desde el centro de la línea. Cuatro de nosotros nos adelantamos veinte o treinta metros para levantar el primer lote. Todo el mundo se para cuando ve que nos paramos. Luego seguís adelante, cuando Walter y Tom os den pie. Hacemos lo mismo tres o cuatro veces hasta que lleguemos al final. ¿Queda claro?
Quedaba claro. La mayoría de los ojeadores había hecho lo mismo muchas veces. En los rostros de casi todos se reflejaba el mismo talante que animaba a Glass. Sabían que el día había sido bueno y que el final ya estaba a la vista; se habían ganado el descanso de la tarde. A todos les gustaba formar parte de un éxito, aunque fuera una parte pequeña. Vio que Dan le sonreía, consciente de la importancia de la ocasión. ¿Qué mejor vida podía esperar un muchacho?, pensó Glass. ¿O un hombre, cuando llegaba a ser un hombre? ¿Qué sentido tenía llevárselo de allí, alejarlo del lugar en el que había nacido y llenarle la cabeza de datos superfluos, encerrarlo en un laboratorio? Su sitio estaba aquí, en estos bosques, en estos pocos kilómetros de tierra, en un territorio que conocía palmo a palmo. ¿Por qué tenía que irse? Los zorros no se iban, los tejones tampoco; los conejos, las ardillas, los ciervos, las lechuzas, todos ellos, amigos o enemigos en un sentido profesional, se quedaban donde habían nacido. Dan debería hacer lo mismo. Eso era lo que había que hacer; lo contrario era antinatural.
—Dan —le dijo a su hijo—, puedes ir al rececho en esta ronda si quieres, para ver el espectáculo. Quédate fuera y que no se te escape ni uno. Hoy estamos batiendo el récord y tenemos que seguir así. ¿Entendido?
Ida y Minnie iban a buen paso por la orilla del río, con sus grandes sombreros ladeados como es debido y barriendo el camino embarrado con sus amplias faldas de tweed, hacia los grupos que charlaban tranquilamente debajo de los árboles. Los ojeadores acababan de marcharse y los demás estaban a punto de echar a andar por la pradera para la última ronda del día. Aline fue la primera en verlas, y se le escapó un grito breve, como el de un periquito.
—Minnie, eres más lista que nadie —dijo—. Siempre que he estado aquí has llegado justo en este momento.
—Cuando una es tan perezosa como yo, y al mismo tiempo no quiere perderse la diversión, tiene que ser metódica —contestó Minnie.
Sir Randolph, que seguía con Bob Lilburn, se volvió a saludarlas y fue a tomar a Minnie del brazo. Sabía que a su mujer no le interesaba la caza, aunque nadie podría adivinarlo a juzgar por su expresión animada; por eso le agradecía aún más que hubiera venido. Bob Lilburn los siguió con Ida cuando se dirigieron hacia las afueras del bosque. A Olivia le pareció natural que Ida acompañara esta vez a Bob, y se retrasó para esperar a Marcus y Tommy Farmer.
—Marcus —dijo Olivia—, creo que pronto terminarás el colegio. ¿Irás a la universidad?
—A lo mejor me alisto en el ejército. Podría ser más divertido. Quiero viajar, y mi padre cree que podría conseguirme un puesto de ayuda de campo en alguna parte… En Canadá o, si no, en la India. Soy bastante indio.
—En Canadá se pasa muy bien —dijo Tommy—. Mi hermano mayor fue ayuda de campo del gobernador general una temporada y lo pasó en grande. Celebraban muchas fiestas. Lo cierto es que se casó con su hija. George, quiero decir. Se casó con la hija del gobernador general.
—Yo no quiero nada de eso —contestó Marcus—. ¿Fiestas y casamientos? Yo quiero explorar territorios que no aparecen en los mapas y cosas por el estilo. Un amigo de mi padre está en el Tíbet, de hecho, vive allí: es un botánico famoso. Podría ir a visitarlo cuando el virrey vaya a pasar el verano en Simla. Y también podría escalar el Himalaya y cazar tigres.
—Sé de un hombre que perdió un ojo cazando jabalíes en la India.
—Eres un aguafiestas —dijo Marcus—. Seguro que también conoces a alguien que murió de unas fiebres en la Costa de Oro.
—Pues sí, lo conozco. Tiene gracia que digas eso.
Olivia iba a su lado en silencio, con la cabeza baja.
Lionel no tardó en alcanzarla, pero como ella no se volvió a mirarlo ni dio muestra alguna de acusar su presencia, él no dijo nada. Al final del bosque había una portezuela que llevaba al prado. Lionel la sujetó para que Olivia pasara.
—¿Vienes conmigo? —le dijo.
Sir Randolph ya le había indicado cuál era su puesto, y allí se dirigieron despacio.
—Nunca me había imaginado que me enamoraría de la mujer más hermosa del mundo —dijo Lionel. Había estado observándola con cierta inquietud, intentando calibrar el cambio de su estado de ánimo, y dijo eso espontáneamente, porque, una vez más, la belleza de Olivia lo había impresionado.
El gesto de Olivia, que denotaba preocupación, cobró un aire sinceramente divertido.
—¡Eso es absurdo! —dijo ella.
—Ah, ¡cuánto me alegra que vuelvas a sonreír!
—Lionel, lo que te he dicho antes es una tontería, no debería haberlo dicho. ¿Lo olvidarás?
—No puedo —dijo él.
—Me gustaría que lo olvidaras.
—No me lo creo.
—Es verdad —dijo Olivia—. Me gustaría que lo olvidaras.
—Esas cosas no se dicen con intención de que se olviden.
—Yo creo que a veces sí. Si no para olvidarlas exactamente, sí para dejarlas a un lado.
—Olivia, no puedo dejarte a un lado.
—Pero hay cosas que son… imposibles.
—Eso es imposible —dijo Lionel.
—Lo otro —dijo Olivia, en voz baja— también es imposible.
Continuaron en silencio, lo más despacio que se atrevían.
—Creo que yo podría volverlo posible —susurró él—. Lo he pensado.
Había pensado en su apartamento de Londres y en su discreto mayordomo.
Olivia negó con la cabeza.
Se acercaban a los cargadores.
—¿Tiene algo que ver con tu sentido del deber?
—No lo sé —dijo Olivia. Le temblaba la voz, pero hizo un esfuerzo por parecer segura—. Hasta que llegue al cielo no sabré si es por deber o por cobardía. Creo que tiene algo que ver con que a veces tengo que decirle a mi hijo que sea bueno, y a veces me pregunto cómo me atrevo a decirle eso, con qué fundamento.
—Pero el amor es lo más importante en la vida.
—Yo también lo creía. Creo que sigo creyéndolo. Lo que pasa es que no sé exactamente qué es el amor.
—Yo sí lo sé —dijo Lionel—. Te lo puedo enseñar. Sé que te lo puedo enseñar.
Olivia se sentía al borde del desmayo. Hubiera querido arrojarse en brazos de Lionel y llorar en su pecho. Estaba tan sorprendida por la intensidad de sus sentimientos como por todo lo demás. Apoyando una mano en el brazo de él, consiguió dar los últimos pasos hasta donde esperaban los cargadores, y se detuvo de espaldas a ellos, mirando al bosque. Lionel cubrió con una mano la mano de Olivia.
—Te lo enseñaré —repitió.
—Será muy difícil —murmuró ella.
¿Difícil seguir resistiéndose al amor o difícil vivir bajo su dominio? Lionel no lo sabía, pero como los ojeadores se acercaban y él seguía con su mano en la de Olivia, a pesar de que Percy Maidment ya le estaba ofreciendo la escopeta, se decidió por lo segundo. Se lo enseñaría. Ni la felicidad de Olivia, ni su matrimonio, ni su hijo, ni su reputación, nada de esto debía sufrir; pero tenían que amarse.
Gilbert Hartlip miró a Lionel Stephens. Olivia Lilburn estaba apoyada en el brazo de Lionel y éste tenía la cabeza inclinada hacia ella. Un comportamiento extraño, se le antojó a Gilbert, esa manera de agarrarse a la mujer de otro en vez de concentrarse en la caza. En opinión de Gilbert, los minutos previos a que aparecieran las aves eran importantes. Había que entregarse a la espera; esto agudizaba la percepción y aceleraba los reflejos cuando llegaba el momento. Había que alcanzar un estado de tensión incandescente y seguir concentrado, con un control feroz. Esto creía y practicaba Gilbert, y quizá fuera el motivo por el que a menudo se agotaba tanto cuando cazaba.
Al ver adónde miraba Gilbert, Albert Jarvis murmuró:
—Nos lleva quince de ventaja, señor.
Gilbert ya lo sabía. En esos instantes anteriores a la última ronda, se permitió odiar. Boxeaba en sus tiempos de estudiante, y su entrenador le decía: «Ódialo. Si quieres ganar a ese chico, tienes que odiarlo con las tripas antes de subir al ring». Con este espíritu odiaba Gilbert Hartlip a Lionel Stephens. Odiaba su aspecto, su juventud, su destreza, sus hombros anchos, sus ojos amables, sus uñas pulcras y bien modeladas, sus dedos largos; odiaba su amor por Olivia y su aparente éxito con ella; odiaba su educación y sus buenos modales; lo odiaba con las tripas.
—Muy bien, Jarvis.
Lionel tendió la mano para recibir la escopeta cargada.
Se quedó quieto, a unos diez metros de Olivia, con Percy Maidment y Jarvis detrás, en estado de alerta. Percy apenas alcanzaba la mitad de la estatura de su amo. En el siguiente puesto se encontraba sir Randolph, con su sombrero de ala ancha, apoyado en un bastón de caza; a su lado estaba Minnie y detrás sus dos cargadores, la perra, Lorna, a los pies de Charlie Pass, con la mirada fija en el bosque del que saldrían los faisanes; más adelante se veía la figura erguida de Bob Lilburn, con el sombrero ligeramente torcido, y a su lado Ida, afirmada en su bastón, con una boa larga de zorro plateado alrededor del cuello, y los cargadores a espaldas de Bob (el segundo era un chico muy joven al que la gorra y el morral de los cartuchos parecían venirle demasiado grandes); a continuación se encontraba Charles Farquhar, con un traje a cuadros más grandes que los demás, y a su lado Aline, que presentaba un perfil casi carolino, con su sombrero de terciopelo adornado con una amplia pluma; un spaniel esperaba detrás, junto a los cargadores.
A todos ellos, y al grupo siguiente, el de Tibor Rakassyi, los divisaba Cornelius Cardew mientras se acercaba al bosque lentamente, a través del prado, y se detenía al pie de un gran sauce que crecía solitario en mitad del campo. Enfrente de Tibor, la línea del bosque empezaba a curvarse, y los árboles ocultaban para Cornelius a los demás cazadores. Apoyado en el sauce, se dispuso a presenciar la caza; esta vez no tenía intención de interrumpirla.
La luz, aunque aún ofrecía una buena visibilidad, era ya la luz del crepúsculo; parecía que hubieran frotado ligeramente con una esponja los tonos dorados del paisaje, con intención de suavizarlos, y los negros verdosos de las sombras se hubieran reforzado; las siluetas eran oscuras y el fondo algo borroso. Cornelius tuvo que reconocer que la escena era pintoresca, bajo aquella luz curiosamente poética, aquella quietud, y los intensos olores del otoño en las fosas nasales. El elemento ritual confería cierta solemnidad a la ocasión; como tantos rituales, exigía un sacrificio.
Que las cosechas sean prósperas y que la tribu crezca, pensó Cornelius. Se alegraba de haber regresado.
Los ojeadores se aproximaban entre la maleza dando golpes en los troncos de los árboles. El bosque estaba lleno de hombres y animales que corrían. Los hombres se detuvieron: cuatro de ellos siguieron adelante y se oyeron varios disparos. La línea más larga de los ojeadores siguió su avance, y cada vez volaban más aves; los disparos se volvieron entonces continuos. El ruido que hacían los ojeadores cobró fuerza; el aire se llenó de denotaciones y de pájaros derribados, de olor a cordita, del fragor de la lluvia de proyectiles entre las hojas de los árboles y el choque de los cadáveres contra el suelo.
«Así será», pensó Lionel. «Es el destino. Será mía».
Percy le puso la escopeta en las manos. Dos pájaros que volaban alto cayeron rápidamente, uno detrás del otro.
—Ese pájaro era nuestro —murmuró Albert Jarvis, mientras introducía los dos cartuchos que ya tenía entre los dedos en el cañón de la escopeta que le había entregado su ayudante.
Gilbert tendió la mano para coger el arma sin apartar la vista de las aves que iban llegando.
—¿Otra vez está haciendo lo mismo? —dijo entre dientes.
—Sí, señor.
—Lo está pidiendo a gritos —dijo Gilbert.
Apretó dos veces el gatillo, levantó la escopeta y recibió la otra recargada.
—¿Qué te ha parecido eso?
—Así aprenderá, señor —contestó Jarvis.
El pájaro abatido por Gilbert cayó muy cerca de los pies de Olivia.
—Idiota —murmuró Lionel—. ¿Qué se habrá creído?
—No haga caso, señor. Yo no lo haría —le respondió Percy.
Había en la voz de Percy, cuando le entregó la escopeta a Lionel, un tono apremiante, a pesar del ánimo tranquilizador con que pronunció estas palabras, que tuvo en Lionel el efecto de una espuela. Con los dos disparos siguientes derribó dos pájaros que volaban tan alto y tan deprisa que no estarían al alcance de muchos buenos cazadores: uno, si no los dos, habrían logrado escapar. Dan Glass, que deambulaba de un lado a otro del bosque, se detuvo un momento en la esquina, a un par de metros de Gilbert Hartlip, y miró a Lionel justo a tiempo de admirar su destreza. Dan tenía a Gilbert muy cerca y vio la expresión de su rostro, una expresión de intenso odio. Impresionado, Dan se preguntó si él tendría el mismo aspecto cuando cazaba, pero apenas tuvo tiempo de pensarlo, porque al momento volvía a estar absorto en la exhibición de maestría, esta vez del propio Gilbert. Dio media vuelta para seguir andando por el costado del bosque, consciente de que el cartucho estallaba encima de él y consciente de las hojas secas que pisaba.
Más adelante, en la línea de ojeadores que avanzaba por el bosque, el padre de Dan se abría camino con paso firme entre unas zarzas, aplastándolas a su paso con un recio bastón. «Imparable y violento», se dijo; «ahora se ha vuelto imparable y violento». Ya estaba cerca de la línea de tiro. Mientras levantaba un pie para pisar la última rama del zarzal, miró adelante y vio, detrás de los árboles, la silueta familiar de sir Randolph con el arma levantada. La batida casi había terminado. Dejó atrás los zarzales y salió a la hierba mullida que crecía al pie de los árboles en la orilla del bosque. Aún volaban algunas aves, pero la mayoría ya se había dispersado. Los disparos empezaban a apagarse. Cuando salía de los árboles, no vio a la becada que volaba muy deprisa y a poca altura al final del bosque, y tampoco el giro bien controlado que hizo Gilbert Hartlip con todo el cuerpo para seguirla con la escopeta, pero sí oyó lo que siguió al disparo, el grito desgarrador de un hombre.
Glass se detuvo en seco. Miró hacia donde estaba sir Randolph, que había bajado la escopeta y había empezado a descargarla instintivamente, antes de detenerse, como él, y quedarse en la misma posición petrificada. Los dos avanzaron unos pasos rápidamente y se detuvieron a la vez. Hubo un silencio —parecía que todo el mundo se había quedado quieto—, se oyó luego a la gente que andaba por el bosque, y después una voz que fue pasando por la línea de ojeadores hasta llegar a Glass: «El rececho. Han dado al rececho».
Glass echó a correr. Alcanzó a Sir Randolph cuando éste le lanzaba la escopeta a Charlie Pass a la vez que le decía:
—Quédate ahí.
Charlie tomó el arma y se quedó donde estaba. Sir Randolph y el señor Glass echaron a correr por el bosque.
—Dígales que no se acerquen —dijo sir Randolph.
—No os acerquéis —dijo Glass cuando pasaron al lado de Walter Weir, que salía de los matorrales—. Diles que no se acerquen, Walter.
Los hombres salían del bosque de dos en dos y de tres en tres. Walter Weir levantó un brazo.
—No os acerquéis. No os arremolinéis —dijo.
Algunos ya se habían congregado en las lindes del bosque. Gilbert Hartlip estaba con ellos. Cuando Glass y sir Randolph se acercaron a Dan, que estaba de rodillas, éste se incorporó y se volvió hacia ellos. Estaba pálido, y a su padre le pareció que también estaba cubierto de sangre.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Glass, cogiéndolo de la manga empapada de sangre—. ¿Estás bien?
Dan bajó la mirada.
—Es Tom —dijo.
Glass vio un cuerpo tendido en la hierba y a sir Randolph que ya se arrodillaba a su lado.
—Creía que eras tú. ¿No ibas tú al rececho?
—Íbamos los dos —dijo Dan—. Tom Harker dijo que no bastaba con uno. Nos íbamos cruzando, arriba y abajo.
Glass asintió. Se había puesto muy blanco y le costaba respirar. Dan apartó la mirada.
Tom Harker estaba tendido de costado, cubriéndose la cara con las manos.
—Mis ojos —dijo en voz alta—. No quiero perder los ojos.
—Póngase un momento boca arriba y deje que lo vea. —Sir Randolph se sacó del bolsillo un pañuelo limpio y blanco y se quitó la chaqueta para hacer con ella una almohada—. Aparte las manos un momento. Eso es.
Tomó entre las suyas las manos ensangrentadas de Tom Harker y le examinó la cara. El disparo le había dado en el lado izquierdo, y sangraba copiosamente; tenía el ojo cerrado. Era imposible saber el alcance de la herida sin limpiarla primero. Sir Randolph dobló el pañuelo, lo posó en la zona herida y le pidió a Tom que lo sujetara con la mano izquierda.
—No lo suelte. Lo llevaremos a casa. ¿Quién es el que más corre?
—Yo, sir Randolph —dijo Dan.
—Ve a avisar al doctor West lo más deprisa que puedas.
Dan salió corriendo a campo través. Glass lo siguió con la mirada, desconcertado, como si no fuera capaz de asimilar lo ocurrido, y vio entonces una figura vagamente familiar, al lado de un árbol, que salía al encuentro del muchacho.
—¿Puedo ayudar? —preguntó Cornelius Cardew.
—No lo creo, señor. Voy a buscar al médico —dijo Dan.
Cornelius se acercó con aire dubitativo al grupo que rodeaba al herido. Oyó que Tom hablaba con voz temblorosa.
—Si ha llegado mi hora, me iré, pero no quiero quedarme ciego.
—Claro que no, Tom. No se preocupe. El doctor West llegará enseguida.
Sir Randolph se levantó, apoyándose en una rodilla, y buscó a Glass con los ojos.
—Explique a los hombres lo que ha pasado, por favor —dijo—, y pídales que vuelvan a casa. Y luego diga a los demás que se vayan también. Es inútil esperar aquí. No queremos tumultos. Dígales que todo está controlado y que lo mejor que pueden hacer es irse a casa. Avise a Patten, que traiga el coche para lady Nettleby. Y que vuelva después, por si el doctor West lo necesitara. Y diga a los hombres que hagan una litera, algo para llevar a Tom en caso necesario.
Instado a entrar en acción, Glass corrió a cumplir con estas órdenes. Walter Weir se sacó una petaca del bolsillo y se la pasó en silencio a sir Randolph que, todavía arrodillado, dijo:
—Beba un poco de esto, Tom. —Y acercó la petaca a los labios del herido. Tom apartó la cabeza, y el líquido marrón le cayó en la mejilla y se mezcló con la sangre roja.
—En la vida me he emborrachado. Nadie puede decir eso en mi contra. En la vida me he emborrachado.
—Claro que no, Tom, todos lo sabemos. Esto es medicinal.
Tom volvió la cabeza y dejó que sir Randolph le acercara la petaca a los labios.
—Lo llevaremos a casa lo antes posible —dijo sir Randolph, incorporándose—. O al hospital. —De pronto se había acordado de dónde vivía Tom, y pensó que su casa era más parecida a la guarida de un hurón que a una casa propiamente dicha, y que su madre, esa bruja, había muerto hacía unos años—. Lo que diga el doctor West.
—Prefiero morir en mi propia cama —dijo Tom—. No soy partidario de los hospitales.
—No vamos a dejarlo morir todavía —dijo el barón, pero seguía teniendo una expresión seria.
Se quedó al lado de Tom, como protegiéndolo, y volvió la vista al campo, en la dirección por la que esperaba que apareciese el doctor West. Gilbert Hartlip, como si le fastidiara tener que dar un rodeo para esquivar los pies de Tom, se acercó a sir Randolph, alejándose del herido lo más posible.
—Un terrible accidente —dijo Gilbert.
—Sí —dijo sir Randolph.
—Ha sido una becada. No tenía posibilidad de alcanzarla si no giraba deprisa. Naturalmente, no sabía que este hombre estaba tan cerca.
Sir Randolph no contestó.
Olivia se había acercado y estaba entre dos de los ojeadores, mirando a Tom. Lionel se encontraba detrás de ella. Minnie ya venía también por el campo, con Ida y Bob Lilburn. Detrás de ellos, los ojeadores, con sus abrigos claros, se unían y se separaban para marcharse despacio, obedeciendo la orden de Glass. De uno de los grupos llegó una carcajada que los demás cortaron en el acto; a alguien le había hecho gracia enterarse de que Tom Harker había recibido un disparo, lo había tomado por un susto o una herida superficial, un perdigón en una pierna, tal vez, y tuvieron que hacerle callar y explicarle que el cartucho le había dado en la cara.
Sir Randolph cambió el peso de un pie a otro, con aire impaciente.
—¿Dónde está el médico? —preguntó.
Cornelius se había acercado de soslayo y observaba a Tom, y también la sangre que ya había empapado el pañuelo y empezaba a teñirle la mano de color escarlata. Miró a sir Randolph, que montaba guardia con su sombrero de ala ancha, su camisa blanca, su chaleco de tweed y su reloj de bolsillo —la chaqueta seguía debajo de la cabeza del herido— y a Gilbert Hartlip a su lado, circunspecto, y a los dos ojeadores que seguían sin apartar los ojos de Tom, y a Olivia entre ellos, en dolorosa contemplación de ésta o alguna otra tragedia, y detrás de Olivia a Lionel, y detrás de éste las figuras con faldas largas, sombreros y pieles de Ida y Minnie, escoltadas por lord Lilburn; y la lentitud con que algunos se movían, y la quietud con que otros seguían parados, y el crepúsculo cada vez más denso, que daba a las sombras tonalidades violeta, y las hojas doradas que caían lentamente, a intervalos, por el aire quieto, todo vino a reforzar el mismo aspecto ceremonial en el que ya había reparado antes.
—¡Ah! —empezó a decir, como si no pudiera evitarlo; pero al momento guardó silencio y se retorció los dedos. («No te retuerzas los dedos», le había dicho Ada en más de una ocasión; «tu estilo de orador en la tribuna ganaría mucho si no te retorcieras tanto los dedos»). Nadie miró a Cornelius.
Gilbert le dijo a sir Randolph en voz baja:
—Lo lamento muchísimo, naturalmente.
Sir Randolph volvió a moverse con impaciencia. No tenía ganas de hablar con Gilbert. Sobre todo, no tenía ganas de hablar con él delante de otras personas. Al mismo tiempo, estaba muy enfadado; se enfadaba por cualquier transgresión de las normas de seguridad de la caza y, además, le había bastado con echar un vistazo a la herida para saber que el disparo había llegado de muy cerca y sólo podía tratarse del disparo de un idiota o de un loco. Como sabía que Gilbert no era lo primero, tuvo que creer que se había vuelto temporalmente lo segundo.
—Lo ayudaré en todo lo necesario —dijo Gilbert—. Económicamente, quiero decir.
Sir Randolph soltó un gruñido exasperado, y dijo luego, en voz baja:
—No has cazado como un caballero, Gilbert.
—¡Ah! —volvió a decir Cornelius, cerrando y abriendo las manos con más furia que nunca y apoyándose en un pie y en el otro, transportado por la vergüenza, la conmoción, el horror y la repugnancia ante semejante revelación—. ¡Ojalá pudiera hacerles ver lo ridículos que son todos ustedes!
Lo miraron: todos los rostros se volvieron hacia él con expresiones que iban desde la más absoluta altivez a un leve desconcierto. Cornelius les devolvió la mirada, horrorizado de su propio mal gusto.
—No creo que esa observación sirva de nada —dijo sir Randolph al cabo de un rato.
—No —asintió Cornelius, retorciéndose las manos y retrocediendo paso a paso por el prado—. No, no sirve.
Aline había acompañado en esta ronda a Charles Farquhar. Oyeron el grito, aunque no en toda su estridencia, porque estaban detrás de los árboles; aun así, estaba claro que era un grito humano.
—Madre mía —dijo Aline, con su voz más fría—. Gilbert se ha propasado.
Lo dijo en broma. No en vano había acompañado a su marido en partidas de caza a lo largo de muchos años y sabía que, en las raras ocasiones en que se producía un accidente (y según su experiencia nunca había pasado de un rasguño o una herida superficial), no era Gilbert el responsable. Más de una vez, cuando le había preguntado por qué había dejado escapar determinada oportunidad, él le había contestado que nunca disparaba si no veía dónde podía caer el proyectil en caso de errar el tiro: «Un buen cazador es un cazador prudente»; por todo ello, cuando Aline dijo eso, en realidad no lo pensaba. De todos modos, a Charles le pareció un comentario cruel —al fin y al cabo, algún pobre diablo probablemente estaría pensando que había llegado su hora— y, poco después, cuando continuaron en la misma dirección que habían tomado Ida y Bob Lilburn hacia el lugar del accidente y se encontraron con Glass, Charles comprendió que era verdad y se quedó horrorizado. Pensó que una mujer no debería decir una cosa así de su marido, ni siquiera a su amante, aunque fuera cierto.
—¿Está malherido? —preguntó entonces.
—Le ha dado en la cara, señor. Han ido a avisar al doctor West.
—Ciego —dijo Aline con gesto serio mientras Glass se tocaba el sombrero y se retiraba deprisa—. Esto va a salir muy caro.
Charles Farquhar no entendía que el mal gusto de Aline no le hubiera ofendido antes. En situaciones como ésa, pensó, la gente se revelaba tal como era en realidad.
—Es una desgracia —dijo—. Creo que será mejor que volvamos a casa si no podemos hacer nada.
Aline se volvió a mirar qué hacían los demás.
—Entonces, ¿no van a cazar a la pata? —preguntó vagamente.
—Querida Aline —dijo Charles—, cuando un hombre ha recibido un disparo en la cara… No ha sido un simple perdigón.
Aline lo miró, consciente de que había cometido un error y tenía que repararlo, pero se distrajo con la inesperada aparición de dos figuras que salían del bosque.
—¡Ay! —exclamó, aprovechando la ocasión para demostrar que tenía sentimientos, a diferencia de lo que él pensaba—. Pobre animalito. Ya lo han matado.
Osbert y Ellen estaban en el río cuando oyeron los disparos y decidieron volver, por el camino más corto posible, a donde Ellen había dejado sus botas. No esperaban encontrarse de frente con el grupo de cazadores; de hecho, no se habrían encontrado con ellos de no haber sido por este retraso imprevisto, pues si todo hubiera ido según lo planeado, el grupo estaría ya camino del lago, donde era costumbre cazar un pato.
Se detuvieron, algo avergonzados, pero no se les ocurrió ningún otro camino que los llevara a su destino sin pasar por allí.
—Tenemos que dar la cara —dijo Ellen.
Seguía llevando la falda recogida de cualquier manera por debajo del cinturón, las piernas largas, huesudas y blancas al aire, y el pelo, que se le había escapado de los alfileres con que se hizo el moño para ponerse el sombrero de fieltro negro y plano, le caía desordenadamente sobre los hombros. No podía andar deprisa, porque iba descalza, y Osbert, agotado y pálido a su lado, apenas conseguía dar un paso, porque además de que tenía las botas llenas de agua por dentro, llevaba en brazos a su pata, con la cabeza desmadejada en su hombro.
Aline se acercó a toda prisa.
—Pobrecito mío —dijo con cariño—. Te buscaremos otra.
Los dos la miraron, mojados, perplejos y alarmados. Charles Farquhar, que había seguido a Aline, estaba ahora mirando a Osbert, y éste, al recordar la amenaza que pronunció Charles en la sala de estar, a la que no había encontrado la gracia por ninguna parte, sujetó a su pata con más fuerza y lo miró sin pestañear. La cabeza del ave —que iba apoyada en el hombro del niño, rozando el cuello delgado de Osbert con el pico gris verdoso— no se movía, pero el párpado inferior del lado que quedaba a la vista se deslizó de repente hacia abajo y reveló un ojo negro y brillante.
—¿Quieres decir que está viva? —preguntó bruscamente Aline.
—Pues claro que está viva. Sólo está cansada —dijo Osbert.
A Charles Farquhar se le escapó una risotada, a lo que la pata levantó la cabeza y empezó a temblar.
—Tenemos que irnos —dijo el niño, y echó a andar por el campo con las botas encharcadas.
—Deberías secarte —le dijo Aline cuando ya se alejaba, esta vez casi con sincera preocupación.
—Yo me ocuparé, señora —dijo Ellen, jadeando, porque iba dando saltos para esquivar las bostas de vaca con los pies descalzos.
—¿Quién narices es ésa? —preguntó Charles Farquhar.
—Sabe Dios —dijo Aline, desanimada.
Cicely, a quien Glass le había contado lo ocurrido y le había dicho que su abuelo quería que todo el mundo volviera a casa, estaba a punto de irse cuando vio a Osbert y a Ellen que, empapados y apretando el paso, cruzaban el campo. Los llamó y les pidió que esperaran.
—¿Estáis bien? ¿Qué ha pasado? —quiso saber.
—Hemos encontrado a la pata. Sólo nos hemos mojado un poco. Ellen ha venido a ayudarme.
—Más vale que vuelvas a casa enseguida y te cambies de ropa antes de que nadie te vea —dijo Cicely.
—¿Por qué está todo el mundo esperando? ¿Ha pasado algo? —preguntó Osbert.
—Hay un herido. Uno de los ojeadores. No es tu hermano, Ellen. Es Tom Harker.
Osbert nunca había sentido demasiada simpatía por Tom Harker; parecía imposible ir camino del pueblo, o entrar en la oficina de correos para recoger unas gotas amargas, o pasar por la vicaría para entregarle al señor Fortescue una nota o un ejercicio de análisis sintáctico de latín, sin encontrarse con Tom, siempre con su paso resuelto, su bastón, su pañuelo rojo al cuello y su perra flaca.
—¡Ah! —exclamó, horrorizado de repente—. ¿Quién cuidará de su perra si ha muerto?
—No ha muerto —dijo Cicely.
—Bueno, si tienen que llevarlo al hospital.
—Seguro que alguien se ocupa de ella. Se lo recordaré a los demás. Vamos, Osbert, vete a casa. Iré a hablar con ellos y me aseguraré de que cuidan de la perra.
—¿Lo prometes? —dijo Osbert.
—Lo prometo. Vamos, ¡corre!
Ellen lo tomó del brazo, para que se moviera, y prosiguieron su penosa travesía. Cicely volvió con el grupo que estaba en las lindes del bosque.
—Deberíamos irnos a casa —dijo Tibor, que la había seguido.
—Le he dicho que iría a hablar con ellos para que alguien se ocupe de la perra.
—Podemos mandar un recado después.
—Se lo he prometido —dijo Cicely—. Tengo que ir. No te preocupes, tú vuelve a casa.
—De ninguna manera. ¿Por qué no esperas aquí mientras voy a dar el recado a alguno de los guardas?
—Hace demasiado frío para quedarse quieta.
Cicely ya había echado a andar y Tibor la seguía de mala gana. Ya que la caza había terminado, prefería volver a casa; además, pensó que a sir Randolph no le gustaría ver que su nieta desobedecía sus órdenes y se acercaba para presenciar una escena que, a juzgar por lo que él sabía, podía ser muy desagradable. En su opinión, habría sido preferible dejar a alguno de los ojeadores cuidando del herido en lugar de interrumpir la diversión del día. A veces ocurrían accidentes, y aunque éste pareciera más grave, porque había alcanzado a la víctima en un punto vulnerable, eso no cambiaba la naturaleza de las cosas. Simplemente habían herido a un ojeador; no era la primera vez.
Cuando ya estaban cerca del grupo que rodeaba al hombre postrado, se cruzaron con Minnie, Ida y Bob Lilburn.
—Tenemos que irnos todos a casa —dijo Ida con firmeza—. Vamos, Cicely.
—Sí, ahora voy. Tengo que dar un recado a Glass y vuelvo enseguida.
Ida pareció disgustada y dispuesta a insistir.
Minnie posó una mano enguantada en el brazo de Cicely.
—Es una desgracia, cariño. El pobre hombre está herido grave y tu abuelo muy enfadado. Parece que alguien ha disparado cuando no debía. De todos modos, no somos quiénes para juzgar estas cosas. Lo mejor que podemos hacer es volver a casa y no importunar mucho.
—¿Puedo dar el recado sin molestar? —preguntó Cicely—. Lo he prometido.
—Claro que sí, cariño. Pero luego ve a casa. Es la mejor manera de ayudar a tu abuelo. —Minnie dio unas palmaditas en el brazo de Cicely y siguió su camino, ingeniándoselas para llevarse a Ida antes de que ésta pudiera protestar. Bob Lilburn las siguió con aire autoritario y adusto. Le había dicho a Olivia que la esperaba y no entendía por qué se retrasaba tanto y demostraba con ello, en su opinión, un interés morboso por el infortunado accidente; pero Lionel Stephens estaba con ella y sin duda la acompañaría cuando correspondiera.
Cicely buscó a Glass con la mirada y lo encontró a los pies de Tom Harker; daba la impresión de que sir Randolph montaba guardia a la cabeza del herido y Glass a sus pies. Cicely se acercó despacio.
—¿Está oscureciendo? —preguntó Tom.
—Sí, está empezando a oscurecer —dijo sir Randolph.
—Pero no sopla el viento, ni siquiera corre la brisa —contestó Tom, subiendo y bajando la voz, como si tuviera fiebre; pero como siempre había tenido una forma de hablar algo histriónica, nadie supo a ciencia cierta cómo interpretar este síntoma.
Sir Randolph no apartaba la vista de donde esperaba ver llegar al doctor West. Parecía que Tom deliraba.
—Noche oscura y viento seco, y encontrarás ratones. Sin viento no hay ratones, siempre lo he dicho. Mi madre decía: «Si tomaras una copita de vez en cuando, si fueras un poco más al bar, Tom Harker, no te habrías convertido en un furtivo». Pero yo digo que más vale ser furtivo que borracho. Soy un hombre tosco, un hombre ignorante, pero jamás en la vida me he emborrachado. Una cosa es cazar a escondidas y otra cosa esperar a una liebre entre las matas cuando empieza a oscurecer: eso es justicia natural. Con algo tiene el pobre que llenar el puchero.
—Vamos, Tom —dijo Glass en tono afectuoso—. Recuerda con quién estás hablando.
—Lo recuerdo, lo recuerdo. ¿Está oscureciendo?
—Todavía no está muy oscuro, Tom —dijo sir Randolph.
—Para mí está oscuro. Para mí está oscureciendo. Creo que el cartucho me ha entrado en el cerebro, señor, lo noto. Una cosa es perder la visión de un ojo, pero noto que me ha entrado en el cerebro.
—Ya no tendremos que esperar mucho. El doctor West debe de estar a punto de llegar.
—Me ha entrado en el cerebro —dijo Tom—. Ha llegado mi hora. Está oscureciendo. Una oración, señor, se lo ruego, en el último momento. Usted y yo, señor, puede que no hayamos estado siempre del mismo lado, porque usted es un caballero y yo siempre he sido un hombre pobre, pero tenemos algo en común, señor, tenemos a Dios. Rece por mí, señor, antes de que me vaya.
—Vamos, Tom, por favor… —contestó sir Randolph, dividido por un momento entre la risa y la vergüenza, mientras observaba el rostro de Tom, medio escondido a sus pies. La sangre seguía empapando el pañuelo y los dedos. Volvió a buscar al médico con la mirada. Sólo vio la silueta inoportuna y temblorosa del fanático defensor de los animales—. Que alguien traiga más agua del río —le dijo a Glass—. Y que alguien alcance a lady Nettleby y le diga que mande a Patten directamente con un poco de hielo. ¿Dónde se habrá metido el doctor West?
—A lo mejor no estaba en casa —dijo Glass—. La señora Page está otra vez a punto de dar a luz en cualquier momento. Aunque su ama de llaves sabrá adónde ha ido. Dan lo encontrará.
—Demasiado tarde, demasiado tarde —entonó Tom.
Cicely merodeaba alrededor del grupo, asustada por la voz de Tom, aunque decidida a dar su recado a Glass. También sentía un temor que en realidad era fruto de un malentendido: cuando iba hacia el grupo que rodeaba al herido, interceptó una mirada entre Olivia y Lionel que expresaba una tristeza indescriptible, infinita, y dio por hecho que había sido Lionel quien disparó el cartucho que había alcanzado a Tom. No habló con ninguno de los dos, pero cuando dieron media vuelta y echaron a andar muy despacio por el campo, hacia el camino que llevaba a la casa, los miró con simpatía; pensó que nunca había sentido nada tan intenso como lo que ellos estaban sintiendo, fuera lo que fuera.
—Yo podría haberlo evitado —dijo Lionel al cabo de un rato.
Habían llegado al camino y se acercaban a las verjas de la finca. Era la primera vez que decían algo desde que se separaron del grupo que hacía compañía a Tom Harker.
—No —dijo Olivia.
—Si me hubiera negado a participar en esa absurda rivalidad que no sé cómo ha surgido entre nosotros, si hubiera fallado un par de tiros a propósito… Nunca había disparado con tanta competitividad como hoy. No suelo disparar así. No pongo tanto celo. No me interesa. Cazo sólo para divertirme.
—Eso es lo has hecho hoy.
—No, hoy quería ganar a Gilbert —dijo Lionel—. Dios sabe por qué.
—Él te ha provocado.
—Eso no lo justifica. No me he vuelto tan loco como él, pero he perdido un poco el juicio.
—Ha sido por lo que hemos hablado —dijo Olivia.
—No.
—Sí. Hemos hablado de algo que era imposible como si fuera posible, y, al volverte loco por eso, te has vuelto loco también por lo otro. No hemos pensado con claridad. No hemos sentido con claridad.
—Eso no lo acepto. Puede que estuviera preocupado, pensando en nosotros, y no haya prestado suficiente atención a lo que estaba pasando con Gilbert y a que yo lo estaba permitiendo. Eso es lo máximo que reconozco.
—Nos hemos permitido pensar en fantasías. No las hemos contrastado con la realidad.
—No era una fantasía —dijo Lionel—. Era verdad.
—Era un sueño.
—Yo no dejaré de soñarlo.
—Pero tenemos que vivir en el mundo real, un mundo en el que hay otras personas, no un mundo soñado en el que sólo existimos tú y yo.
Lionel sintió una profunda desazón. No tanto porque fuera a rendirse como porque se creía capaz de conseguir lo que quería.
Cuando ya llegaban a las verjas, dijo con obstinación:
—Pero es verdad que nos queremos.
—Sí, es verdad que nos queremos —dijo Olivia.
—Entonces no diré nada más.
Tomó del brazo a Olivia y recorrieron la avenida en silencio, entre los olmos con las ramas casi desnudas, de las que de vez en cuando se desprendía una hoja amarillenta, y por delante de las hayas y las vistas del lago, entre las cercas de postes y traviesas, por la cancela que estaba al lado de la rejilla que impedía el paso del ganado, y por delante de las ovejas de cuernos negros, que pacían, muy concentradas, en un prado de turba, delante de la terraza que separaba los jardines del huerto.
Glass (con la cabeza calva desprotegida, y lo cierto era que rara vez iba descubierto) ofreció a Walter Weir su sombrero rígido y le dijo que fuera al río con todos los sombreros que pudiera encontrar y los trajera llenos de agua. Cicely se fijó en dos hombres, con escopetas y morrales de munición, que estaban detrás de él y parecían indecisos, como si no supieran si también ellos tenían que ir a por agua. Percy Maidment y Albert Jarvis no se habían dirigido la palabra desde el accidente y ninguno de los dos tenía ganar de vérselas con el otro.
—Mejor que os vayáis a casa, si no os importa —les dijo Glass—. Sir Randolph quiere que todo el mundo vuelva a casa.
Asintieron y echaron a andar, pero ninguno sabía qué pensar de cómo había terminado el combate, al que ambos se habían entregado con tanta pasión, y no tenían ganas de hablar. Poco a poco, Percy fue quedándose rezagado. Albert, el más corpulento de los dos, continuó adelante con paso firme. Percy, que era un hombre muy menudo, lo seguía muy abatido; el día se había estropeado por completo para él. Su amo había ganado, había derrotado al campeón, pero ¿quién se acordaría ahora de eso?
—Sé que no tiene mucha importancia —le dijo Cicely a Glass—, pero le he prometido a Osbert que hablaría con usted para que alguien cuide de la perra de Tom.
Glass la miró un momento sin comprender. Aún no se había recuperado del susto. Había cambiado a Dan de posición y le había dicho que fuera al rececho, luego se había enterado de que habían disparado al rececho, luego había descubierto que, por algún milagro extraordinario, Tom Harker había decidido por propia iniciativa (y en realidad con mucha razón) que debían ir dos hombres al rececho, y con esto se había puesto, por así decir, en el lugar de Dan y había recibido el disparo que parecía dirigido a Dan por voluntad divina, y todo esto lo había afectado en lo más vivo. Sin embargo, al comprender lo que decía Cicely, Glass sonrió.
—Me ocuparé yo mismo. Dígale al señorito Osbert que se quede tranquilo. Iré en cuanto hayamos atendido a Tom. Me llevaré a la perra a casa y la dejaré en la perrera con los demás perros; allí estará perfectamente.
El agradecimiento de Cicely se vio interrumpido por un quejido mucho más fuerte de Tom, una especie de aullido trémulo que perdió fuerza hasta convertirse en un «ay, ay, ay» cada vez más apagado.
Sir Randolph se arrodilló junto al herido y le puso una mano en el hombro.
—Vamos, Tom —dijo—. El médico ya no puede tardar mucho. Siento que tenga usted que esperar. Hemos pedido que traigan hielo para cortar la hemorragia. Tome, ¿dónde está esa petaca?
Le pasaron la petaca, de cuero gastado, que había prestado grandes servicios en el bolsillo y en los labios de Walter Weir, fiel seguidor de la fe alcohólica, pero la mano que la sostenía era demasiado blanca y tenía las uñas demasiado cuidadas para ser la de Walter. Sir Randolph no levantó los ojos. ¿Por qué no se había ido a casa Gilbert Hartlip? No pintaba nada allí, aparte de incomodar a todo el mundo. Pronto le comunicarían si su víctima había muerto o no; no hacía ninguna falta que se quedara a presenciarlo.
Tom bebió un trago de licor y apartó la cabeza.
—El alcohol nunca me ha interesado —dijo—. De sobra he visto lo que es capaz de hacer con un hombre. —Hablaba con creciente dificultad; tenía la mandíbula izquierda hecha trizas y empezaba a sentirla agarrotada—. Quiero un cigarrillo. Un cigarrillo y un poco de conversación es una buena actividad social. He visto a muchos hombres hundidos por la bebida o por el juego.
Glass, a quien le resultaba familiar este tema recurrente de Tom, dijo desde donde estaba, a los pies del herido:
—Calla, Tom. Hazme caso. Tranquilízate. Es lo que te conviene. No intentes hablar.
—¿Que no hable? —Tom levantó la voz—. Que no hable, dice. ¿No tengo toda la eternidad para no hablar?
Sir Randolph, que ya había sacado una pitillera del bolsillo del chaleco, encendió un cigarrillo y lo acercó a los labios de Tom, a la vez que le levantaba la mano derecha para que pudiera sostenerlo. Tom aspiró con fuerza.
—Ah, esto sí que es tabaco. Yo diría que turco.
—Sí, es turco.
—Buen tabaco, sí señor. Si tengo que dejar este mundo, es un buen cigarro para terminar. Me devuelve un poco las fuerzas que se me están yendo. Se me están yendo, señor. Rece una oración por mí, señor. No me niegue eso. Usted es de rezar…, es usted quien dirige los rezos en la iglesia. El vicario sólo reza lo que usted dice, hasta yo lo sé, y eso que apenas piso la iglesia, sólo de año en año. Rece por mí, señor. Yo diré «Amén».
—Como quiera, Tom. —Sir Randolph posó una mano en el hombro de Tom, se aclaró la garganta y recitó muy deprisa la colecta del último domingo. Lo cierto es que estaba tan incómodo que más bien la farfulló.
—Dios omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros todos los males, para que, bien dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos libremente cumplir tu voluntad. Por Cristo nuestro Señor, Amén.
—¡Amén! —repitió Tom a voz en grito—. ¡Amén, digo! ¡Amén! ¡Amén! —Movió la cabeza a lado y a otro, y chupó el cigarrillo que seguía sosteniendo con la mano derecha. Era evidente que el movimiento le resultó muy doloroso, porque volvió a gemir con tanta fuerza como antes, aunque más alterado esta vez—. No pare, señor, se lo suplico. Más oraciones, más oraciones.
Sir Randolph miró desesperadamente hacia la verja por la que esperaba que apareciese el doctor West.
—Podríamos rezar juntos el padrenuestro —dijo, y empezó a murmurar—: Padre nuestro que estás en los cielos…
—Padre nuestro… —Daba la sensación de que Tom se aferraba ávidamente a las palabras de la oración, pero como las recitaba frase a frase, después de sir Randolph, éstas se mezclaban y se volvían cada vez más confusas, y, para compensar el problema, Tom subía por momentos el volumen de la voz.
Cicely seguía ahí, a poco más de un metro. Se había resistido a los intentos de Tibor para convencerla de que volviera a casa después de darle el recado a Glass. La escena le causaba una angustia infinita, pero no era capaz de retirarse, y su único empeño era no llamar demasiado la atención con sus sollozos. A Cornelius, que veía a Cicely al otro lado del herido y de sir Randolph arrodillado, detrás de los demás observadores silenciosos, y que oía la voz tranquila de sir Randolph y su potente eco, le habría gustado acercarse a hablar con ella, quedarse a su lado, llevársela de allí, pero estaba paralizado por su propia impotencia y por una sensación extraña, como si observara la escena reflejada en un espejo o a través de una ventana que no podía abrir.
Cuando terminó la oración, en vista de que los trabajosos y confusos «amenes» de Tom no cesaban, sir Randolph le cubrió las manos con las suyas. Como el cigarrillo se había caído, el barón apoyó la mano derecha de Tom en el pecho y la otra en el pañuelo empapado de sangre, y dijo:
—Ahora, rece conmigo: «En tus manos, oh, Señor…».
—«En tus manos, oh, Señor…».
—«… encomiendo mi espíritu…».
—«… encomiendo mi espíritu…».
Hubo un silencio misericordioso. Tom se quedó quieto. Sir Randolph, inclinándose sobre él, le tomó ambas manos, volvió a mirar hacia la verja y le dijo en voz baja:
—No se preocupe, Tom. Ya está aquí el doctor West.
Dan venía delante, corriendo; el doctor lo seguía, con su maletín en la mano. De pronto, Tom se sentó y sobresaltó a sir Randolph, que lo abrazó para sostenerlo; con la misma confusión que antes, el herido gritó a pleno pulmón: «¡Dios salve el Imperio británico!», y dicho esto se dejó caer entre los brazos sir Randolph, manchando de rojo las mangas blancas.
—¡Ay, Dios! —exclamó Cornelius, como si dijera: «Mira lo que has hecho».
Tenía la angustiosa sensación de que, aparte de él, el espectador impotente, todos los demás estaban unidos: los hombres grandes, con su traje de tweed, los más pequeños, con sus abrigos de caza, la afligida muchacha y la víctima que se desangraba. No acertaba a decir exactamente cuál era aquel ritual que exigía un sacrificio, sólo sabía que él estaba fuera, condenado —por algo que tenía dentro, cierta cobardía, cierto exceso de racionalidad— únicamente a observar, comentar, reprobar, diagnosticar, pero incapaz de curar; el remedio no podía venir de quien no participaba, de quien no formaba parte del juego, pues ¿cómo cabía esperar que alguien prestara atención a un mero espectador cuando lo que éste quería decirles a los jugadores era no sólo que se equivocaban en las reglas sino que además jugaban a un juego que no debían?
Sir Randolph recostó con cuidado la cabeza de Tom en la improvisada almohada. Todos se volvieron hacia el médico, que llegó, se arrodilló, puso el oído en el pecho de Tom, miró a sir Randolph y negó con la cabeza.
Cicely caminaba deprisa por el campo. Había arrancado a andar en el instante en que el doctor West se había arrodillado. Tibor la seguía.
Le pareció que Cicely tenía un aspecto frágil al ver la determinación con la que andaba delante de él, recogiéndose la falda con las manos para atravesar la hierba alta y húmeda del prado, hacia la puerta que daba al camino. Pobrecita, pensó, no deberían haberle permitido presenciar esa escena. La alcanzó y le tomó una mano enguantada y menuda para pasársela por debajo del brazo.
—Lo siento mucho. Tendría que haber insistido en que no te acercaras.
—¿Por qué? —Cicely estaba pálida, aunque no lloraba.
—No es una escena apta para una muchacha.
—La verdad —dijo Cicely, acentuando las palabras— es que no hay nada apto para una muchacha.
—¿Nada?
—Nada. Ni siquiera un asesinato.
—Vamos. Ha sido un accidente —dijo Tibor.
—Un asesinato accidental, entonces.
Continuaron un rato callados. No era ésta la reacción que Tibor esperaba.
—Por desgracia, a veces pasa —adujo.
—Aquí no había pasado nunca.
—¿No? Entonces has tenido suerte. Yo lo he visto en otros lugares, te lo aseguro. Aunque normalmente todo queda en una herida leve.
—El abuelo jamás perdonará a lord Hartlip —dijo Cicely.
—Podría haberle ocurrido a cualquiera. Ha sido mala suerte.
Cicely siguió andando en silencio, apretando el paso. Daba la sensación de que estaba más enfadada que afectada o angustiada, tal como esperaba Tibor.
—Vamos, Cicely —dijo Tibor, con ánimo expiatorio—, no era más que un campesino.
Hubo otro silencio. Cicely dejó escapar un suspiro largo y tembloroso.
—Sí, no era más que un campesino —dijo entonces en voz baja—. Pero todos lo conocíamos, ¿sabes?
Tibor sintió que no estaba a la altura de las circunstancias, pero si no era capaz de evaluar el estado de ánimo de Cicely, ¿cómo podía responder? Él esperaba lágrimas, y estaba dispuesto a ofrecer un brazo fuerte en el que apoyarse y un pañuelo con sus iniciales bordadas; ahora, desconcertado, hubiera preferido cambiar de tema, pero pensó que era demasiado pronto, que el suceso estaba muy reciente. Siguieron adelante sin decir nada hasta que llegaron a la puerta del camino y Tibor le cedió el paso y la miró con un aire ligeramente lastimero.
—¿Por qué no hablamos tranquilamente de cuando vengas a visitarme a Hungría? —dijo.
Cicely se detuvo, con una mano puesta en la cancela, suspiró de nuevo y lo miró a los ojos con una expresión luminosa, elocuente, cálida e inexplicable.
—Ah —dijo—. Creo que nunca iré a visitarte a Hungría.
Se celebró otra partida de caza en Nettleby, por supuesto. La última de noviembre, que ya estaba organizada, tuvo lugar según lo previsto. Los invitados eran distintos, las aves numerosas, el tiempo, aunque mucho más frío, era seco y soleado. Nadie disfrutó tanto como de costumbre; incluso para quienes no habían estado presentes en la ocasión anterior, la sombra del accidente oscureció el día. El resto de la temporada, sir Randolph salió a cazar solamente con algunos vecinos, o con su nieto Marcus y con Harry Stamp. Cuando llegó la temporada siguiente, una gran cacería había empezado en Flandes.
También por aquel entonces se publicó en las páginas de The Times una breve nota de sociedad: «Lord y lady Hartlip han establecido su residencia definitiva en Kenia, donde su domicilio será…».
En su momento se abrió una investigación judicial, que se cerró con un veredicto de muerte accidental y una expresión de condolencias del juez de instrucción para el infortunado cazador cuya destreza era de todos conocida y que sin duda no merecía este revés de la fortuna. (Dicho de otro modo, el juez sencillamente se postró a los pies de lord Hartlip, pero esto no pareció sorprender a nadie ni merecer mayores comentarios). Los Hartlip siguieron con su vida como de costumbre, con el inconveniente de que, en su pequeño mundo, no tardó en circular la noticia de que el accidente no había sido en realidad fruto de la mala suerte sino de la imprudencia temeraria de Gilbert. «Está perdiendo facultades», decían, «y se niega a reconocerlo; se está volviendo un cazador peligroso; ya no es el gran deportista que era antes; uno ya no se atreve a invitarlo a cazar sin reparos», decían.
Aline, que detectó enseguida esta corriente de opinión, organizó varias cenas. Intentó seducir a sus invitados con músicos, grandes duques rusos, bellezas famosas, pintores de la alta sociedad, importantes dueños de periódicos, sir Reuben Hergesheimer y el mejor bridge que se pudiera pedir. No logró, sin embargo, recibir a cambio invitaciones para ir de caza. Estaba segura de que bastaría con esperar y resistir, pero Gilbert era demasiado orgulloso para eso. Se marchó unos meses a África oriental para participar en grandes cacerías, y le gustaron especialmente Nairobi y los montes de Kenia central. Vendió sus fincas en Inglaterra y compró una granja cerca de Nanyuki. Aline, aunque al principio estaba horrorizada, no tardó en acostumbrarse. También ella se aficionó a la caza y se embarcó en una discreta aventura amorosa con un joven de familia noble, un tarambana, al que habían enviado a Kenia con la esperanza de que se enmendara. Al menos, pensaba, allí estaba lejos de aquella Gran Guerra atroz.
Violet y Osbert fueron con la niñera a ver a la perra de Tom Harker.
La habían llevado a las perreras del guarda de caza. Dan Glass la dejó salir cuando llegaron los niños, y la perra se les acercó muy despacio, con su actitud servil de perro pastor, moviendo la cola y sonriendo de una manera que le hizo estornudar.
Violet se agachó a acariciarla.
—¡Qué monada! —dijo.
La perra, que no conocía a Violet y no estaba acostumbrada a que le hicieran caricias, ladró y estuvo a punto de morderla en la cara. Violet cayó de espaldas, pero se levantó enseguida. Se había puesto muy colorada; sin embargo, no lloró, porque no quería que Dan la tomara por una niña mimada.
—Para que sean cariñosos —explicó Dan— hay que tratarlos con cariño desde que son muy pequeños.
Violet asintió y consintió en ir con Dan a ver si las gallinas habían puesto algún huevo, pero el incidente se le quedó grabado como una experiencia muy desagradable, de la que se avergonzaba vagamente.
Dan iba a mudarse muy pronto a una casa de huéspedes en Oxford. Su padre habló con sir Randolph poco después del accidente y le dijo que, después de todo, por el bien de Dan, estaba dispuesto a aceptar su ofrecimiento. Sir Randolph se alegró y, como sabía lo duro que había sido este episodio para Glass (como si en cierto modo desacreditara su manera de organizar la partida de caza), se imaginó que lo ocurrido tenía algo que ver en su cambio de opinión, pero pensó que no era asunto suyo y no hizo más preguntas.
Glass tenía la sensación de que Dios le había hablado. Él, el padre, le había dicho a su hijo que se situara en un puesto donde estaba escrito que alguien tenía que morir, y Dios había sustituido a su hijo por otro hombre, para salvarle la vida. Por tanto, estaba claro que Dios tenía en mente algo especial para el hijo, y Glass no logró convencerse de que ese algo fuese que Dan siguiera los pasos de su padre como guarda de caza. Así, con una amarga pena, se plegó a los designios divinos, fue a ver a sir Randolph y le dijo: «Tómalo». Como todo el mundo consideraba que aquélla era una oportunidad fabulosa para el muchacho y un motivo de alegría, se guardó para sí su tristeza y sus augurios.
Olivia y Lionel mantuvieron correspondencia con regularidad hasta el segundo año de la guerra. En sus cartas hablaban de los libros que habían leído, de la importancia de la amistad y de otros asuntos por el estilo. También hablaban, con cariñoso interés, de sus respectivas esperanzas y temores, y del dolor de la separación. A Lionel lo mataron en octubre de 1915, en la batalla de Loos. Entre los efectos personales del soldado encontraron las cartas de Olivia y se las enviaron a su madre, que las leyó con disgusto. Hacía años que la señora Stephens esperaba que su hijo se casara, y entonces decidió odiar para siempre a la mujer que a todas luces se había interpuesto en su camino y con ello la había privado de tener nietos, en los que quizá habría podido encontrar algún consuelo por la muerte de su hijo. El dolor terminó por debilitar su determinación y la transformó en una mujer más compasiva: con el tiempo, escribió a Olivia y le envió las cartas, y más adelante se conocieron.
Las cartas no indicaban claramente a la señora Stephens si su hijo había tenido o no lo que ella llamaría une affaire à outrance con la bella lady Lilburn; únicamente sabía que la mujer que había escrito a su hijo con tanta frecuencia y tanta ternura lo quería de verdad, y además de quererlo también lo conocía, pues aunque la madre sólo veía un lado de esta correspondencia, esas cartas reflejaban al hijo al que ella conocía, no a un extraño. Ninguna de las dos estaba especialmente predispuesta a hacerse confidencias íntimas, pero ambas compartían la inquietud de guardar viva la memoria de Lionel. La señora Stephens vio que no tenía sentido seguir luchando para conservar sus tierras sin un heredero; después de la guerra, las vendió a un colegio y alquiló la vivienda destinada a la viuda de la finca de los Lilburn. Con el paso de los años, se estableció entre ella y Olivia la relación que habrían podido tener si hubieran sido madre y nuera: a veces eran severas la una con la otra, por momentos una ligazón exasperada, y, en general, afectuosa.
—La señora Stephens es un activo formidable —decía Bob Lilburn—. Me hace reír a carcajadas con ese ingenio que tiene.
Bob siguió conservando su esplendor personal, sobrevivió a la guerra con gallardía, desempeñó con dignidad su cargo en diversos comités y jamás perdió su preocupación, cada vez más anticuada, por los buenos modales. Se convirtió en un caballero un poco mujeriego, al que se veía en compañía de encantadoras damas de la alta sociedad, en la ópera o en las carreras, mientras Olivia se interesaba cada vez más por el campo. Con los años se volvió bastante entrada en carnes, y su marido lamentaba a menudo que no se preocupara de su indumentaria; a pesar de todo, incluso cuando Olivia ya era bastante mayor y alguien les decía a los jóvenes que en su día había sido una belleza, ellos contestaban: «Y lo sigue siendo». Olivia sentía cariño por su marido. La desilusión que desencadenaron las esperanzas frustradas terminó por diluirse, junto con la desolación por la muerte de Lionel. Siempre que oía el coche de Bob cuando él volvía de Londres, sus pisadas en el vestíbulo, su voz que la llamaba, se ponía de buen humor, sonreía y le pedía noticias; era una mujer muy de su familia. Si sus cuatro hijos, cada cual a su manera, se mostraban más abiertos a la aventura de lo que cabía esperar de los hijos de un padre tan convencional, si habían desarrollado más la compasión y la imaginación, si eran más proclives a no aceptar —como Olivia en su momento pensaba de Lionel— «nada que no estuvieran preparados para considerar debidamente», era porque Olivia, con plena conciencia y con el consentimiento tácito de la señora Stephens, los había consagrado al recuerdo del hombre que en su opinión había sido, si no perfecto en todo, sí en mayor o menor grado lo que Dios debía de tener en mente cuando se le ocurrió crear al hombre. En una de sus cartas, Lionel le decía: «Has dicho algo de mí que no es cierto, algo que me pintaba mucho mejor de lo que soy. Por eso, después se me pasó por la cabeza la extraña idea de que, si tú te haces ilusiones, es posible que también yo me las haga, y quizá no seas tan perfecta como creo. Y después de reprenderme por haber caído en semejante vileza, en semejante desatino, pensé que, de todos modos, de todos modos, mi queridísima y adorada Olivia, mientras podamos, mientras nos sea posible, creámoslo…». Ella nunca había dejado de creerlo.
En el oscuro mes de diciembre de 1913, Cornelius Cardew decidió hacerse monje.
A la desesperación que se apoderó de él después de presenciar los últimos momentos de Tom Harker —una desesperación que parecía volverse más metafísica cuanto más pensaba en ella—, le siguió un periodo de honda reflexión, y, mientras daba largas caminatas por los bosques y los campos de Surrey, afrontó el hecho de que había perdido la fe en el poder de la razón. La razón no podía impedir que el vencedor y la víctima se precipitaran al abismo por igual, la planificación socialista no podía regular los latidos del corazón humano, las lecciones del amor eran demasiado arduas para ser aprendidas sin la férrea disciplina de la fe.
Cuando intentaba explicar alguna de estas cosas a Ada, ella creía que se había vuelto loco. Ada no veía en el mundo, a su alrededor, ninguna señal del Apocalipsis que Cornelius vaticinaba, y como él se mostraba muy vago en cuanto a la forma que tomarían sus vaticinios, como no acertaba a decir si sobrevendría una guerra o una revolución, y, si era guerra, si sería entre naciones, clases o sexos, y, si era revolución, si la desatarían los trabajadores o los intelectuales, o incluso los animales del campo, a ella le parecía que estaba trastornado y consultó el caso con su leal amigo y vecino, el filósofo H. W. Brigginshaw. Después de analizarlo, éste llegó a la conclusión de que Cornelius padecía una manía, y después analizarlo una vez más el filósofo y vecino decidió que se trataba de una manía religiosa. Así, le planteó que el paso más lógico para él sería entrar en un monasterio.
No es fácil que se acepte como monje novicio a un hombre que ya ha pasado de la mediana edad. Los abades a los que visitó Cornelius, aunque convencidos de su fervor, dudaban de su capacidad para resistir las duras condiciones físicas de la vida de un novicio. Cuando se disponía a escribir al abad de un monasterio en el que había también un internado masculino, al reconocer en el nombre de su destinatario a un antiguo compañero de clase, Cornelius le recordó en su carta las penurias que habían pasado en esos primeros años y le señaló que ningún noviciado podía ser más duro que aquél, cuando por fin encontró a alguien dispuesto a considerar sus aspiraciones con simpatía.
Ingresó con entusiasmo en su nueva vida. Se emprendieron los trámites necesarios para la disolución de su matrimonio. (Por esa misma época, H. W. Brigginshaw se marchó inesperadamente del distrito de Hindhead y se instaló en Hampstead; más adelante, Ada se casó con un vegetariano de Cheam). Cornelius, ciertamente, no alcanzó la felicidad en su nueva vocación hasta que, como figuraba entre las obligaciones de la orden a la que se había incorporado la de proveer de un párroco a la pequeña congregación católica de esa parte de Somerset en la que se encontraba el monasterio y le asignaron esta función, se encontró en unas circunstancias más acordes con su naturaleza gregaria que la vida solitaria que llevaba entre los muros del monasterio y se volvió más alegre, incluso bastante gordo. Tuvo la buena fortuna de que el nuevo terrateniente del lugar, un millonario que había cosechado inmensos beneficios con la fabricación de armamento durante la guerra, tenía ahora remordimientos de conciencia. En un abrir y cerrar de ojos, Cornelius consiguió que este caballero se interesara en diversos proyectos. Entre organizar conferencias ecuménicas (con gran alarma de sus superiores y de las autoridades de todas las Iglesias concernidas) y recaudar fondos para la Liga por la Paz, la Sociedad contra la Vivisección y el Movimiento por el Crédito Social liderado por el comandante Douglas, Cornelius consiguió aliviar a su mecenas de la carga de una riqueza desmesurada a la vez que aseguraba para sí, en el ocaso de su vida, la felicidad que produce la convicción absoluta de la utilidad del trabajo que uno desempeña.
Cicely estaba en lo cierto: nunca fue a Hungría. Tenía la sensación de haber recogido todas aquellos refinamientos tan frívolos —los trineos forrados de pieles que surcaban las llanuras nevadas, el vals en el salón de los espejos, la caza del lobo, los castillos con pináculos y la profunda reverencia al mismísimo emperador— y haberlos amontonado, como un fardo de flores blancas, junto a la sepultura del pobre Tom Harker. A veces, sin poder evitarlo, pensaba que lo que había hecho era una proeza.
Trabajó como enfermera de principio a fin de la guerra, lo mismo que Grizel Warburton y las hermanas Kerr. Hubo una época, después de que Marcus cayera en la batalla del Somme, en la que Cicely creyó que jamás en la vida podría volver a permitirse un solo pensamiento frívolo, pero subestimaba su capacidad de resistencia.
«Las jóvenes, con sus uniformes de enfermera, han aprendido a deslizarse por los pasillos como monjas», escribió sir Randolph en su Cuaderno de Caza (la casa se había transformado en un hospital para convalecientes); «pero la risa que a veces las sigue a su paso por las salas no es exactamente la misma —o al menos uno espera que no lo sea— que la que seguiría a un cortejo de Santas Hermanas».
El puño gigantesco que había aplastado a los jóvenes de esa generación permitió, de un modo o de otro, que Dan Glass escapara entre sus dedos. Sobrevivió a la guerra. Incluso, para asombro de su padre, sobrevivió a su educación. Continuó con sus estudios científicos y llegó a destacar en su profesión. Paseaba a menudo por los bosques, con su padre, al que llenaba de alegría, como siempre, con sus agudas observaciones de los fenómenos naturales, su sencillez y su buen corazón.
Sir Randolph vivió muchos años. Minnie murió en la epidemia de gripe que se propagó poco después del armisticio, en 1918. Cuando se recuperó de su dolor, sir Randolph se alegró de que su mujer no viviera para ver la decadencia de la civilización a raíz de la guerra. Aunque se sentía demasiado viejo para entender del todo las creencias, la ortodoxia, la hipocresía, incluso los acontecimientos de la nueva era, estaba seguro de que presagiaban un cambio a peor, una especie de pérdida de memoria generalizada y la sustitución del sentido común de una sociedad civilizada por el egotismo destructivo de una sociedad salvaje. De momento no había tenido que echarse al monte, pero era consciente de que la Edad del Humanismo había concluido y lo más indicado en esta situación era un estilo de vida tranquilo. Como, de todos modos, él siempre lo había preferido, no tuvo una vejez infeliz.
A veces, en su estudio, cuando observaba el cuadro del misterioso jinete, el caballo impaciente y la infinita lejanía azul, pensaba en todos los jóvenes que habían muerto, en todos los esfuerzos que habían fracasado y en el cruel desperdicio de la naturaleza expoliada. Más de una vez, en momentos como ése, Osbert llegaba por sorpresa de sabía Dios dónde y disipaba esos pensamientos con su alegría desbordante; pero la historia de Osbert (que se dedicó al arte) corresponde a los años veinte, una época de la que sir Randolph, a pesar del profundo cariño que sentía por su nieto, renegaba por completo.