Felix Frankfurter en Oxford
Conocí a Félix Frankfurter, me parece, en la primera o la segunda semana del período de otoño de 1934 en Oxford, en las habitaciones de Roy Harrod, en Christ Church, donde fui a visitarlo una tarde de octubre, con intención de devolverle un libro. Me siguió Sylvester Gates, por entonces abogado de Londres, a quien yo conocía; iba acompañado por una pequeña figura, pulcra y gallarda, que me fue presentada como el profesor Frankfurter. Me avergüenza confesar que su nombre casi no me dijo nada: Vagamente lo conecté con el New Deal y con Roosevelt, aunque no claramente; pero esto acaso solo sea prueba de mi propio provincianismo y falta de conocimiento de los asuntos mundiales. No sé si la inminente llegada de Félix Frankfurter como profesor visitante de la cátedra Eastman habría causado revuelo en la Facultad de Derecho en Oxford, pero puedo atestiguar el hecho de que su visita, por lo demás, no fue anunciada. Las visitas de profesores eminentes llegados de universidades extranjeras no eran insólitas en Oxford, ni lo son hoy; y por muy distinguidos que sean tales visitantes no se les halaga; en realidad, a veces parece tomarse muy poca noticia de ellos. (Sea cual fuere la explicación sociológica de este fenómeno, da alivio a algunos, y gran pesar y decepción a otros). De todas maneras, al ser presentado a Frankfurter, me pregunté cuáles serían su identidad y sus atributos. Sabía yo que Gates era un hombre de gusto excepcionalmente exigente; en realidad, uno de los hombres más inteligentes, más intelectuales y civilizados que he conocido; había llevado un amigo, un profesor de derecho, sin duda distinguido en su campo, y eso era todo. Sin embargo, al cabo de cinco minutos surgió una conversación acerca de política, de personalidades, de Mr. Stimson (a quien el profesor evidentemente conocía bien), de sir John Simón, Sacco y Vanzetti; la invasión de Manchuria, el presidente Lowell y su comportamiento hacia Harold Laski, a todo lo cual el desconocido profesor contribuyó con tal vivacidad y con una mezcla tan extraordinariamente atractiva de conocimiento y fantasía, que aunque yo no había planeado quedarme, lo escuché (aunque, por naturaleza, suelo interrumpir) en un estado de completa y silenciosa fascinación. Después de una hora, poco más o menos, una cita urgente me obligó a partir, sin darme oportunidad de preguntar quién podía ser aquel notable personaje.
Pocos días después, Frankfurter cenó en All Souls, que era mi propio colegio. Creo que entonces su anfitrión fue Geoffrey Dawson, director de The Times y una de las figuras políticas más influyentes de Inglaterra en su época. Para entonces yo había descubierto la identidad del notable extranjero, y en All Souls no había manera de evitar ese conocimiento: Dawson y su círculo (había invitado huéspedes y hecho que sus amigos también lo hicieran) consideraban a Frankfurter, según me di cuenta, menos como una figura académica que como un hombre de influencia en Washington, un amigo íntimo y consejero del Presidente de los Estados Unidos, un hombre cuya amistad, por obvias razones públicas, era deseable cultivar. Él respondió a este trato con la mayor naturalidad y desenvoltura. No supongo que le disgustara ser objeto de tantas atenciones —aquello no era sorprendente en All Souls, que, particularmente por entonces, era lugar de reunión de muchas personas destacadas en la vida pública, entre los cuales había algunos hombres muy poderosos— pero no dio la menor señal de importancia, no pontificó, no habló de aquella manera medida e importante que con frecuencia caracteriza el modo de hablar de alguna persona eminente que tiene conciencia de estar discutiendo asuntos de Estado con otras figuras igualmente poderosas. Habló copiosamente, con una desbordante alegría y espontaneidad que produjeron la impresión de una gran dulzura natural. Sus modales contrastaban casi demasiado agudamente con la reserva, solemnidad y, a veces, vanidad y autoimportancia de algunas de las personas altamente colocadas que le rodeaban y que llamaron su atención.
Hablaba fácilmente, establecía sus puntos con agudeza, defendía todos sus argumentos, pequeños y grandes, y no mostró ninguna tendencia a retractarse de sus opiniones y veredictos políticos, algunos de los cuales evidentemente eran demasiado radicales para los personajes públicos más conservadores allí presentes, pero que fueron saludados con la mayor aprobación por la mayoría de nuestra generación de compañeros —entonces muy jóvenes— que formaban el círculo exterior del público de Frankfurter, y que estaban separados de la mayoría de sus mayores por irreconciliables diferencias de opinión sobre la mayor parte de las cuestiones políticas y sociales de la época: Manchuria, el «Banquer, Ramp», fascismo, Hitler, el desempleo, las depresiones económicas, la seguridad colectiva (Abisinia y España aún estaban por venir).
Después de unas dos horas de hablar de asuntos graves, Frankfurter echó una aguda mirada en torno suyo y decidió buscar la libertad. Con visible esfuerzo, se levantó de su silla y avanzó hacia la mesa en que había hileras de jarras llenas de güisqui, brandi y pequeñas botellas de agua de seltz. Pero mucho antes de llegar allí —evidentemente, no necesitaba ningún estímulo artificial— se enfrentó, casi tomándolo por la solapa, a un joven que parecía vivaz y simpático, y con él entabló una especie de conversación frívola. Dawson, Simón, Lionel Curtis y otros «mandarines» trataron de hacerle volver a los grandes asuntos angloamericanos. Fue inútil. No se dejó separar de aquel joven (creo que era Penderell Moon, que después había de desempeñar una parte tan original, intrépida y admirable en la India), e insistió en participar en una controversia puramente intelectual que, evidentemente, no interesaba a los estadistas.
Se fue entonces a un rincón de la sala, donde los jóvenes hablaban entre ellos. Allí mostró un sentimiento tan alegre, inocente y pueril, y habló con tal alegría, al parecer de todos, que los jóvenes se sintieron encantados, y se quedaron hablando con él hasta las primeras horas del amanecer. Cada vez que lo encontré en alguna cena, en Oxford, observé el mismo fenómeno: ciertos halagos a él, de parte de quienes se sentían en su deber y su derecho de estar hablando con un representante de los círculos norteamericanos influyentes en el derecho o el gobierno; la misma respuesta cortés pero poco entusiasta del profesor: una aparente inconsciencia, de su parte, de que algunas personas eran mucho más importantes que otras; y una afectuosa familiaridad en su trato con todos, que aligeraba la atmósfera en el medio más pesado y deleitaba a los que eran jóvenes y buenos observadores.
Oxford, durante los años veinte y comienzos de los treinta, era más rígido, más consciente de las clases, más jerarquizado y centrado en sí mismo de lo que es hoy (desde luego, acaso me pareciera así solo porque entonces yo era joven, pero creo que también hay, en favor de esto, no pocas pruebas objetivas), y Félix Frankfurter tenía una insólita capacidad para diluir la reserva, romper las inhibiciones y emancipar generalmente a todos aquellos con los que entraba en contacto. Solo los verdaderamente pomposos, que se consideraban importantísimos, se resintieron por esto, y no poco. Yo oí a Maynard Keynes, que a su vez eran un célebre e implacable perseguidor de la pretensión y los grandes aires, y considerable experto en la materia, reconocer a Frankfurter como un maestro en este arte: en realidad, dijo que a este respecto lo colocaba en primer lugar entre los norteamericanos que conocía, aunque suponía que Holmes había sido aún más formidable y menos inclinado a sentir piedad.
En realidad, Frankfurter tenía sus puntos ciegos. Era un verdadero anglomaníaco: a su parecer, los ingleses, pensara lo que pensara de su política pública, individualmente podían cometer pocos errores. Se necesitaba mucha estupidez, maldad o rudeza y perversión personal de parte de un inglés para despertar sentimientos hostiles en Félix Frankfurter. En general, le gustaba todo lo que puede gustar, omnívoramente, y se contrariaba mucho de que algo no le gustara. Todo lo deleitaba: las relaciones de un exmilitar con su compañero de colegio; la actitud de C. K. Ogden hacia los restaurantes de Londres; el desigual éxito en el cortejo de sus huéspedes académicos, obtenido por varios refugiados alemanes entonces en Inglaterra, y las consecuencias socialmente absurdas de esto; la deflación, hecha por Salvemini, del homenaje retórico de Harold Laski a Burke; su propio avance en Londres y Oxford. Su sentido del ridículo era sencillo pero agudo, y su disfrute de las incongruencias, irreprimible. No era lo que suele llamarse un hombre que escucha bien: era demasiado activo; como una abeja, llevaba polen desde un número increíble de flores (y lo que a algunos les parecían simples hierbas) y lo distribuía haciendo que de pronto florecieran ciertas plantas que nunca se había visto que lo hiciesen. Los breves memorandos, de varios renglones, garabateados a lápiz, y a menudo acompañados por recortes o tiradas aparte, removían aguas que no se habían movido antes; llevaba este don social al punto del genio.
Pero volvamos a Oxford. Quienes eran más sensibles al estatus y sufrían temores de que el suyo no fuese debidamente reconocido, y temían la irreverencia en todas sus formas, se quejaban de la irrazonable frivolidad del catedrático Eastman, de su falta de gusto, su risa ruidosa, su infantilismo, sus americanismos, su entusiasmo inmaduro, su insensibilidad a las cualidades únicas de Europa en general y de Oxford en particular —una falta de gravitas, un desafío deliberado al genio del lugar—, etc. Estos reparos ciertamente eran infundados: nuestro huésped no practicaba la irreverencia por la irreverencia misma. Admiraba Oxford demasiado profunda y devotamente, y con una sensibilidad superior a la de sus críticos. Comprendía lo que se debía comprender. Si ocasionalmente hacía sonar notas discordantes, lo hacía de modo intencional, y no eran discordantes a los oídos de quienes, en el siguiente cuarto de siglo, resultaron los portadores de las tradiciones centrales de Oxford, y de gran parte de la vida intelectual de Inglaterra antes y después de la segunda Guerra Mundial. No sé que impresión causaría sobre los juristas de Oxford y ante los estudiantes que asistían a sus conferencias. Por lo que hace a mí y a mis amigos, su genio residía en la dorada avalancha de generosidad intelectual y emocional que vertía ante sus amigos, y liberó a algunos que necesitaban romper sus cadenas. Siempre que, durante su primera visita o las siguientes le encontré a la hora de la cena en colegios o casas privadas, siempre pude observar el mismo fenómeno: era el centro, la vida y el alma de un círculo de seres humanos ávidos y encantados, exuberantes, inmensamente apreciativos, que se deleitaban en cada manifestación de inteligencia, imaginación o vida. Era (para emplear la frase de un hombre que no le simpatizaba), dador de vida en el más alto grado. No es de sorprender que aun los monstruos más congelados de nuestro medio respondieran a él, y pese a sí mismos se encontraran en relaciones de respeto y afecto mutuos con él. Solo los más vanidosos, los más «enajenados» (término que por entonces no era de uso común) de sus congéneres no fueron afectados por su peculiar tipo de vitalidad, o se mostraron absolutamente resentidos. Las actitudes hacia él me parecieron una norma sencilla pero no inadecuada para determinar si alguien estaba en favor de las fuerzas de la vida o en contra de ellas. No pretendo que esto sea un juicio moral, o siquiera un juicio de valor: hay calidades morales, estéticas e intelectuales del valor más raro, que parecen incompatibles con una actitud más positiva hacia la vida; solo pretendo que esta distinción sea una afirmación de hecho.
Frankfurter volvió dos veces a nosotros, una de ellas en visita puramente privada, la otra para recibir un grado honorario, y en cada caso la bienvenida de sus amigos y de los amigos de sus amigos fue justificablemente entusiasta. No recuerdo observaciones ni epigramas particularmente memorables de él, acerca de él, entonces o en ningún momento, pero hay dos ocasiones que en mis recuerdos han quedado como características. Una de ellas fue una cena en Christ Church. No puedo recordar quién era el anfitrión; acaso fuera nuevamente Roy Flarrod. Todo lo que recuerdo es que, después de la cena, algunos de nosotros hicimos una pantomima, y tal fue el grado de vitalidad que nos imbuyó el huésped de honor, que la actuación (si lo recuerdo bien, tenía que ver algo con un celoso marqués francés del siglo XVIII y su pecaminosa mujer), se volvió apasionadamente expresiva. No revelaré la identidad de los actores; desde entonces, todos ellos han alcanzado la celebridad. Félix aplaudió la función y provocó a los actores hasta que su realismo llegó a un máximo grado de intensidad. No creo que llegue yo a olvidar nunca las expresiones de los rostros, las inflexiones de las voces en esta extraordinaria ocasión. Que unos maestros de Oxford —los seres humanos más inhibidos y conscientes de sí mismos, de una sociedad ya intensamente consciente e inhibida— hubiesen roto sus cadenas hasta tal grado fue algo que solo podía lograr la más poderosa fuerza, un elixir de potencia suficiente para romper los encantos más sagrados. Este poder liberador me parece evidente en todos los casos de Félix, desde los más íntimos hasta los más públicos, y desde los comienzos de su carrera. Oxford, que por la naturaleza y el arte será el mayor obstáculo posible a tal fuerza, demostró que esta era literalmente irresistible.
La segunda ocasión es una que él mismo menciona en sus reminiscencias: una cena ofrecida a él y a su esposa[23], en Eastman House, situada entonces en Parks Road, a la que asistieron entre otros Sylvester Gates, Freddie y Renée Ayer, Goronwy Rees, Maurice Bowra y uno o dos más entre ellos, incluyendo, creo recordar, al célebre expatriado Guy Burgess, que por entonces estaba en Oxford y ejercía una carrera de cuyas características no estábamos muy seguros —me parece que publicaba una carta de asesoramiento financiero de la ciudad, o algo por el estilo—, en todo caso, era una excelente compañía y, en aquellos días, amigo mío y de otros de los presentes.
Siempre es difícil decir a otros qué hay en una ocasión singular —especialmente, privada— que la hace deliciosa y memorable. Nada comunica menos al lector ni (justificadamente) le causa más náuseas que pasajes como «¡Cómo nos reímos! ¡Las lágrimas nos corrían por las mejillas», o «Sus modales irresistibles y su ingenio inimitable nos arrancaban alegres carcajadas a todos. ¡Qué felices éramos entonces, tan jóvenes, tan alegres, con tanto ánimo! ¡Cuán poco veíamos que las sombras se cernían sobre todos nosotros! ¡Cuán triste es reflexionar sobre el siguiente destino de X, Y, Z! ¡Qué verano fue aquel!». La velada terminó, como el propio Félix ha informado, sin mucha precisión, con una apuesta entre Freddie Ayer y Sylvester Gates acerca de si la frase del filósofo Ludwig Wittgenstein «Se debe guardar silencio de aquello que no se puede hablar» (Wovon Man nicht sprechen kann, darüber muss Man schweigen) aparece una o dos veces en su Tractatus logico-philosoplicus. Freddie afirmó que solo había podido decirlo una vez. Entonces, se fue en un taxi a consultar el texto en su propio apartamento de High Street, y volvió a informar que Wittgenstein en realidad, como lo había sostenido Gates, lo decía dos veces, una en la introducción y una en el cuerpo principal de la obra, y pagó diez chelines.
¿Por qué fue esto tan memorable? Solo porque la mezcla de alegría intelectual y felicidad general generada en esta y otras cenas fue demasiado insólita en un «establecimiento» tan artificial como la Universidad de Oxford —donde la timidez es el concomitante inevitable de las ocupaciones de sus moradores— para que no se destacase como un clímax de sentimiento humano y emancipación académica. Valor, franqueza, probidad, inteligencia, amor a la inteligencia de los otros, interés en las ideas, falta de pretensión, vitalidad, alegría, un sentido muy agudo del ridículo, cordialidad, generosidad —intelectual y emocional—, desagrado de lo pomposo, lo falso, lo altivo, lo bien-pensant, la conformidad y la cobardía, especialmente en altas esferas, donde acaso sea inevitable; ¿dónde podría encontrarse una combinación semejante? Y además, la conmovedora y grata anglofilia —la infantil pasión por Inglaterra, las instituciones inglesas, los ingleses—; el gusto por todo lo que era sano, refinado, discreto, civilizado, moderado, pacífico, lo opuesto de lo brutal, lo decente; por las tradiciones liberal y constitucional que antes de 1914 eran tan caras a los corazones y las imaginaciones, especialmente de quienes habían sido educados en la Europa Central u Oriental, y más particularmente a los miembros de las minorías oprimidas, que sentían hasta un grado angustioso la falta de ellas y contemplaban a Inglaterra y a veces a los Estados Unidos —aquellas grandes ciudadelas de las cualidades opuestas— como lo que representaba la libertad y la dignidad de los seres humanos. Aquello que a veces fue tomado por cenobitismo en Félix Frankfurter —un profundo error al interpretar su carácter— era, en realidad, precisamente esto. Sus sentimientos hacia Inglaterra habían sido sometidos a prueba durante los disturbios de Palestina: era un convencido sionista, y sus conversaciones en Oxford sobre el tema, con Reginald Coupland —principal autor del informe de la Comisión Real, que hasta el día de hoy sigue siendo la mejor versión de la cuestión palestina en la época— aún no se han registrado. Coupland frecuentemente observó que Frankfurter le había enseñado más sobre este tema que los funcionarios encargados de informarle, y que sin duda, se había hecho de enemigos por el valor y la franqueza de sus ideas. Su parte en esto, como sus contribuciones al derecho, su influencia sobre la política del New Deal, su labor en departamentos del gobierno norteamericano antes de dedicarse a profesor, su defensa de Sacco y Vanzetti, su vida pública y su influencia en general pueden ser más dignos de comentario y elogio que las cualidades personales en las que aquí me he explayado. Pero son estas, y no los atributos que le hicieron importante entre los más destacados políticos de Inglaterra, por quienes fue asiduamente agasajado, las que dejaron una huella más profunda en la comunidad académica de Oxford.
Nadie había cautivado tan rápidamente a tantos miembros distintos y resistentes de una fortaleza aparentemente inexpugnable. Las notas necrológicas a menudo se refieren al «genio para la amistad» del difunto. No la dudosa calidad que indica este cliché, sino un incomparable poder de liberación de los seres humanos aprisionados bajo una helada costra del hábito, la tristeza o el terror social: este me parece que fue el más raro don personal de Félix Frankfurter. Esto fue lo que penetró nuestras defensas, esas murallas que han mantenido fuera e innecesariamente frustrado a más de un hombre bueno, interesado, inteligente y bien intencionado.