1

—Hari, insisto en que tu amigo Demerzel está metido en un buen lío —dijo Yugo Amaryl con una inconfundible expresión de desagrado y poniendo un ligero énfasis en la palabra «amigo».

Hari Seldon detectó este desagrado y lo ignoró.

—Yugo, insisto en que eso son tonterías —dijo alzando la cabeza y apartando la mirada de su triordenador—. ¿Por qué me haces perder el tiempo insistiendo en ello? —añadió con un leve, muy leve tono de fastidio.

—Porque creo que es importante.

Amaryl se sentó y lo contempló con expresión desafiante. Su gesto indicaba que iba a ser muy difícil convencerle de lo contrario. Estaba allí, y allí se quedaría.

Ocho años antes era calorero en el Sector de Dahl, el peldaño más bajo de la escala social, pero Seldon lo había sacado de esa posición, elevándolo y convirtiéndolo en un matemático y un intelectual… más que eso, en un psicohistoriador.

Amaryl no olvidaba ni por un instante lo que había sido, quién era actualmente y a quién debía ese cambio. Eso significaba que, si debía hablar con aspereza a Hari Seldon —por el bien del propio Seldon—, no le detendría ninguna consideración de respeto y afecto hacia aquel hombre mayor que él, ni las consecuencias que eso pudiera deparar a su propia carrera. La deuda que había contraído con Seldon le obligaba a usar esa áspera franqueza y, de ser necesario, mucha más aún.

—Mira, Hari —dijo hendiendo el aire con la mano izquierda—, por alguna razón que supera mi comprensión tú tienes un concepto muy alto de Demerzel, pero yo no. Salvo tú, nadie cuya opinión respete le aprecia. No me importa lo que ocurra, Hari, pero si a ti te importa no me queda otro remedio que hablarte del asunto.

Seldon sonrió, tanto por el apasionamiento de Amaryl como por lo que consideraba una preocupación inútil. Apreciaba mucho a Yugo Amaryl…, en realidad era más que aprecio. Yugo era una de las cuatro personas a las que había conocido durante el corto período de su vida en que, huyendo, tuvo que recorrer el planeta Trantor. Eto Demerzel, Dors Venabili, Yugo Amaryl y Raych…, cuatro personas, y desde entonces no había conocido a nadie que pudiera comparárseles.

Los cuatro le resultaban indispensables en una forma determinada y distinta en cada caso; Yugo Amaryl, en particular, por su rápida comprensión de los principios de la psicohistoria y la imaginación que le permitía adentrarse en nuevas áreas. Resultaba consolador saber que si le ocurría algo antes de que las matemáticas de la disciplina estuvieran totalmente desarrolladas —y qué lento era el avance, qué altas parecían las montañas de obstáculos— quedaría por lo menos un cerebro inteligente que proseguiría con la investigación.

—Lo siento, Yugo —dijo—. No pretendía impacientarme contigo o rechazar de antemano eso que tienes tantas ganas de hacerme comprender, sea lo que sea. Todo es culpa de mi trabajo. Ya sabes, el ser jefe de un departamento universitario…

Amaryl advirtió que era su turno de sonreír y reprimió una risita.

—Lo siento, Hari, y no debería reírme, pero no tienes aptitudes naturales para ese puesto.

—Lo sé, pero tendré que aprender. Debo aparentar que estoy haciendo algo inofensivo y no hay nada, nada, más inofensivo que dirigir el Departamento de Matemáticas de la Universidad de Streeling. Puedo ocupar toda mi jornada en tareas intrascendentes de tal forma que nadie necesita estar al corriente o hacer preguntas sobre el curso de nuestra investigación psicohistórica, pero el problema estriba en que acabo ocupando toda la jornada en nimiedades y no dispongo de tiempo suficiente para…

Sus ojos vagabundearon por el despacho y contemplaron el material almacenado en los ordenadores a los que sólo Seldon y Amaryl tenían acceso. Aunque alguien lograra acceder a él por casualidad, todos los datos estaban expresados en una simbología inventada que sólo ellos podían entender.

—Cuando estés más familiarizado con tus deberes empezarás a delegar funciones y dispondrás de más tiempo —dijo Amaryl.

—Eso espero —murmuró Seldon con voz dubitativa—. Pero cuéntame, ¿qué es eso tan importante que querías decirme sobre Eto Demerzel?

—Sencillamente que Eto Demerzel, el primer ministro de nuestro gran emperador, está muy ocupado promoviendo una insurrección.

Seldon frunció el ceño.

—¿Y por qué iba a querer hacer algo semejante?

—No he dicho que quiera hacerlo, sino que lo está haciendo, tanto si es consciente de ello como si no, y con considerable ayuda de algunos de sus enemigos políticos. Oh, a mí me da igual, compréndelo… Creo que lo ideal sería tenerle fuera del palacio y lejos de Trantor… fuera del Imperio, de hecho. Pero como he dicho antes, tú tienes un concepto muy alto de Demerzel, y por eso te advierto, porque sospecho que no sigues el curso de los acontecimientos políticos tan atentamente como deberías.

—Hay cosas más importantes de las que ocuparse —dijo Seldon en voz baja y serena.

—Como la psicohistoria. Estoy de acuerdo. Pero, ¿cómo vamos a desarrollar la psicohistoria con esperanza de éxito si ignoramos la política? Me refiero al día a día de la política. El ahora es el momento en que el presente se está convirtiendo en futuro. No podemos limitarnos a estudiar el pasado. Sabemos qué ocurrió en el pasado, pero sólo podremos comprobar los resultados comparándolos con el presente y el futuro próximo.

—Me parece que ya he oído ese argumento antes —dijo Seldon.

—Y lo volverás a oír. Parece que hablarte de esto no sirve de nada.

Seldon suspiró, se reclinó en su asiento y contempló a Amaryl con una sonrisa en los labios. Amaryl podía ser un poco irritante, pero se tomaba la psicohistoria muy en serio… y eso lo compensaba sobradamente.

Amaryl aún llevaba la marca de sus años de calorero. Poseía los anchos hombros y la constitución musculosa de alguien habituado a un trabajo físico muy duro. No había permitido que su cuerpo se ablandara y eso era una suerte, porque ayudaba a Seldon a resistir el impulso de pasar todo su tiempo sentado detrás del escritorio. No poseía la fuerza física de Amaryl, pero no había perdido su habilidad en la lucha de torsión a pesar de que acababa de cumplir los cuarenta y no podría conservarla indefinidamente; pero de momento estaba dispuesto a continuar ejercitándose. Gracias a sus ejercicios diarios su cintura seguía siendo esbelta y sus piernas y sus brazos firmes.

—Toda esta preocupación por Demerzel no puede obedecer simplemente a que sea amigo mío —dijo—. Has de tener otro motivo.

—No es ningún misterio. Mientras seas amigo de Demerzel tu posición en la universidad no puede ser más segura, y podrás seguir trabajando en la investigación psicohistórica.

—¿Ves? Tengo una buena razón para ser amigo suyo, y no me parece que esté más allá de tu comprensión.

—Te interesa estar a buenas con él, cierto, y eso lo entiendo. Pero en cuanto a una auténtica amistad… Eso no lo entiendo. Ahora bien, si Demerzel pierde el poder, aparte del efecto que eso pueda tener sobre tu posición, Cleón gobernaría personalmente el Imperio y su declive se precipitaría. La anarquía podría caer sobre nosotros antes de que hubiéramos comprendido todas las implicaciones de la psicohistoria y hacer posible que esa ciencia salve a la Humanidad.

—Comprendo. Pero… Verás, francamente no creo que consigamos desarrollar la psicohistoria a tiempo de evitar la caída del Imperio.

—Aunque no pudiéramos evitar la caída, podríamos hacer que los efectos resultaran menos terribles, ¿no?

—Quizá.

—Bien, ahí lo tienes. Cuanto más tiempo podamos trabajar en paz más posibilidades hay de que consigamos evitar la caída o, por lo menos, atenuar sus efectos. En tal caso y si seguimos el razonamiento en sentido inverso quizá sea necesario salvar a Demerzel tanto si nos…, o por lo menos, tanto si me gusta como si no.

—Pero acabas de decir que te gustaría verle fuera del palacio, lejos de Trantor… y fuera del Imperio, de hecho.

—Sí, y dije que eso sería lo ideal. Pero no vivimos en condiciones ideales y necesitamos a nuestro primer ministro incluso si es un instrumento de represión y despotismo.

—Entiendo. Pero ¿por qué crees que el Imperio se encuentra tan cerca de la disolución que la pérdida de un primer ministro bastará para provocarla?

—Por la psicohistoria.

—¿La estás usando para hacer predicciones? Aún no disponemos del marco estructural adecuado. ¿Qué clase de predicciones puedes hacer?

—Existe algo llamado intuición, Hari.

—La intuición siempre ha existido. Queremos algo más, ¿no? Queremos disponer de un tratamiento matemático que nos proporcione las probabilidades de desarrollos futuros específicos bajo esta condición o aquella. Si la intuición basta para guiarnos no necesitamos la psicohistoria para nada.

—No tiene por qué ser una cuestión de una o la otra, Hari. Estoy hablando de ambas, de una combinación que puede ser mejor que cualquiera de ellas por separado… al menos hasta que la psicohistoria esté perfeccionada.

—Si es que llega a estarlo alguna vez —repuso Seldon—. Pero, dime… ¿de dónde surge ese peligro que amenaza a Demerzel? ¿Qué es lo que tiene tantas probabilidades de hacerle daño o derrocarle? ¿Estamos hablando del derrocamiento de Demerzel?

—Sí —dijo Amaryl, y compuso una expresión seria.

—Bien, explícame a qué te refieres. Apiádate de mi ignorancia.

Amaryl se ruborizó.

—Estás siendo condescendiente, Hari. Supongo que has oído hablar de Jo-Jo Joranum, ¿no?

—Desde luego. Es un demagogo… Espera, ¿de dónde es? De Nishaya, ¿verdad? Un mundo muy poco importante. Rebaños de cabras, creo, y quesos de alta calidad.

—Exacto, pero es algo más que un demagogo. Tiene muchos seguidores, y su número aumenta cada día. Dice que su objetivo es la justicia social y una mayor participación del pueblo en la política.

—Sí —dijo Seldon—, ya lo he oído. Su lema es «El gobierno pertenece al pueblo».

—No exactamente, Hari. Joranum dice que «El gobierno es el pueblo».

Seldon asintió.

—Bueno, la verdad es que estoy bastante de acuerdo con esa idea.

—Yo también. Estoy totalmente a favor de ella… suponiendo que Joranum fuera sincero. Pero no lo es, y sólo le interesa como trampolín. Es un camino, no una meta. Quiere librarse de Demerzel. Después de eso manipular a Cleón resultará fácil, y entonces Joranum subirá al trono y será el pueblo. Tú mismo me has contado que se han producido varios episodios similares en la historia imperial, y ahora el Imperio es más débil y menos estable que en el pasado. Un golpe que en siglos anteriores sólo lo habría hecho vacilar, actualmente puede hacerlo añicos. El Imperio sucumbirá a la guerra civil y nunca se recuperará, y no dispondremos de la psicohistoria para enseñarnos lo que debe hacerse.

—Sí, comprendo adónde quieres llegar, pero estoy seguro de que librarse de Demerzel no será tan fácil.

—No tienes ni idea de lo fuerte que se está volviendo Joranum.

—Lo fuerte que se está volviendo no importa. —La sombra de un pensamiento fugaz pareció cruzar la frente de Seldon—. Me pregunto por qué sus padres le pusieron de nombre Jo-Jo… Es un nombre curiosamente juvenil.

—Sus padres no tuvieron nada que ver con eso. Su auténtico nombre es Laskin, un nombre muy común en Nishaya. Él mismo escogió llamarse Jo-Jo, presumiblemente por la primera sílaba de su apellido.

—Cometió una estupidez, ¿no te parece?

—No, no me lo parece. Sus seguidores lo gritan. «Jo…, Jo…, Jo…, Jo…», una y otra vez. Resulta hipnótico.

—Bueno —dijo Seldon iniciando el gesto de volverse hacia su triordenador para hacer un ajuste en la simulación multidimensional que había creado—, ya veremos qué ocurre.

—¿Cómo puedes tomártelo con tanta despreocupación? Te estoy diciendo que el peligro es inminente.

—No, no lo es —dijo Seldon. Sus ojos adquirieron un brillo acerado, y su voz se endureció de repente—. No dispones de todos los hechos.

—¿De qué hechos no dispongo?

—Ya hablaremos de eso en otro momento, Yugo. Por ahora sigue con tu trabajo y deja que sea yo quien se preocupe por Demerzel y la situación del Imperio.

Amaryl tensó los labios, pero la costumbre de obedecer a Seldon era muy vieja y fuerte.

—Sí, Hari.

Pero no lo suficiente como para impedir que se volviera antes de llegar a la puerta.

—Estás cometiendo un error, Hari —dijo.

Los labios de Seldon esbozaron una débil sonrisa.

—No lo creo, pero ya he oído tu advertencia y no la olvidaré. Aun así, te aseguro que todo irá bien.

Amaryl se marchó y la sonrisa de Seldon se desvaneció. ¿Iría todo bien… o no?

2

Seldon no olvidó la advertencia de Amaryl, pero tampoco se centró demasiado en ella. Su cuarenta aniversario llegó y pasó tras asestarle el golpe psicológico habitual.

¡Cuarenta años! Ya no era joven. La vida ya no se extendía ante él como un inmenso panorama por explorar cuyo horizonte se perdía en la distancia. Llevaba ocho años en Trantor y el tiempo había transcurrido muy deprisa. Ocho años más y ya casi tendría cincuenta, y la vejez empezaría a alzar su sombra delante de él.

¡Y ni siquiera había conseguido un auténtico comienzo de desarrollo de la psicohistoria! Yugo Amaryl se entusiasmaba hablando de leyes y creaba sus ecuaciones mediante osadas hipótesis basadas en la intuición, pero ¿cómo someter a prueba esas hipótesis? La psicohistoria aún no era una ciencia experimental. El estudio completo de la psicohistoria requeriría experimentos que involucrarían a planetas llenos de seres humanos, centurias de tiempo… y una ausencia total de responsabilidad ética.

Aquello planteaba un problema insoluble y Seldon odiaba el tener que verse obligado a perder un instante invirtiéndolo en tareas del departamento, por lo que al final del día volvió a casa de bastante mal humor.

En circunstancias normales siempre podía contar con que un paseo por el campus le animaría. La Universidad de Streeling estaba cubierta por una cúpula de gran altura, y el campus proporcionaba la sensación de estar al aire libre sin necesidad de soportar la clase de intemperie que Seldon había experimentado durante su primera (y única) visita al Palacio Imperial. Había árboles, praderas y senderos, y casi tenía la sensación de estar en el campus universitario de Helicón, el planeta donde había nacido.

El control meteorológico había creado la ilusión de que el día estaba nublado haciendo que la luz solar (no había sol, naturalmente, sólo luz solar) apareciese y desapareciese a intervalos irregulares, y hacía un poco de fresco, sólo un poco.

Seldon tenía la impresión de que los días frescos empezaban a ser un poco más frecuentes que antes. ¿Sería que Trantor estaba intentando ahorrar energía, o un mero aumento de la ineficiencia? O (y al pensarlo experimentó el equivalente a un fruncimiento de ceño mental) quizá se estaba haciendo viejo y notaba el frío con más facilidad que antes… Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta e inclinó los hombros hacia delante.

Normalmente no se tomaba la molestia de escoger su camino de una forma consciente. Su cuerpo conocía a la perfección la ruta que llevaba de su despacho a su sala de ordenadores, y desde allí hasta su apartamento y viceversa. Lo habitual era que Seldon recorriese el sendero con el pensamiento en otra parte, pero aquel día un sonido logró abrirse paso hasta su cerebro… Un sonido que no tenía ningún significado.

—Jo… Jo… Jo… Jo… Jo…

No era muy fuerte y sonaba bastante lejano, pero trajo consigo un recuerdo. Sí, la advertencia de Amaryl… El demagogo. ¿Estaría en el campus?

Sus piernas cambiaron de rumbo instintivamente y le hicieron subir por la suave pendiente que llevaba hasta el Campo Universitario, una explanada que se utilizaba para los ejercicios calisténicos, los deportes y la oratoria estudiantil.

En el centro del campo había una pequeña multitud de estudiantes que canturreaban entusiásticamente. Sobre una plataforma había alguien a quien Seldon no reconoció, alguien que poseía una voz muy potente que subía y bajaba de tono.

Pero no era Joranum. Seldon había visto varias veces a Joranum en la holovisión. Después de la advertencia de Amaryl, Seldon había prestado bastante atención a todas sus apariciones. Joranum era corpulento y su sonrisa estaba impregnada de una especie de salvaje camaradería. Tenía una abundante cabellera color arena y ojos azul claro.

Aquel orador era más bien bajito y delgado. Tenía la boca muy grande, el cabello oscuro y chillaba mucho. Seldon no estaba escuchando las palabras, aunque oyó la frase «poder de uno solo a la multitud» y el grito de respuesta emitido por muchas voces.

«Estupendo —pensó Seldon—, pero ¿cómo pretende conseguirlo… y es sincero?»

Ya había llegado a la primera fila de la multitud. Miró alrededor buscando alguna persona conocida hasta que vio a Finangelos, un joven apuesto, de tez oscura y cabellera lanuda, que estaba a punto de conseguir su licenciatura en matemáticas.

—¡Finangelos! —gritó.

—Profesor Seldon —dijo Finangelos después de contemplarle por un momento como si la ausencia de un teclado debajo de sus dedos le impidiese reconocer a Seldon. El joven trotó hacia él—. ¿Ha venido a escuchar a ese tipo?

—He venido con el único propósito de averiguar qué estaba causando toda esta algarabía. ¿Quién es?

—Se llama Namarti, profesor. Está hablando en nombre de Jo-Jo.

Eso ya lo he oído —dijo Seldon mientras escuchaba el nuevo canturreo colectivo, que al parecer se iniciaba cada vez que el orador decía algo que el público consideraba importante—. ¿Y quién es Namarti? No me suena… ¿En qué departamento trabaja?

—No es miembro del claustro universitario, profesor. Es uno de los hombres de Jo-Jo.

—Si no es miembro del claustro universitario no tiene derecho a hablar aquí, a menos que haya obtenido un permiso. ¿Crees que tiene permiso para hablar en público?

—No lo sé, profesor.

—Bueno, vamos a averiguarlo.

Seldon se dispuso a abrirse paso por entre la multitud, pero Finangelos le detuvo agarrándole por una manga.

—No se meta en problemas, profesor. Ha venido acompañado por unos matones.

Detrás del orador había seis jóvenes inmóviles y a bastante distancia entre sí. Los seis tenían las piernas separadas, los brazos cruzados delante del pecho y el ceño fruncido.

—¿Matones?

—Por si las cosas se ponían difíciles… por si alguien intentaba crearle problemas.

—En tal caso estoy seguro de que no es miembro del claustro universitario, y ni siquiera el disponer de un permiso justificaría la presencia de los que tú llamas «matones». Finangelos, avisa a los agentes de seguridad del recinto universitario. Ya tendrían que estar aquí sin necesidad de que les advirtieran.

—Supongo que no quieren buscarse problemas —murmuró Finangelos—. Por favor, profesor, no intente nada… Si quiere que avise a los agentes de seguridad, lo haré, pero espere hasta que hayan llegado.

—Quizá pueda acabar con esto yo solo.

Empezó a abrirse paso por entre la multitud. No era demasiado difícil. Algunos de los presentes le reconocieron, y todos podían ver la insignia de profesor cosida en su hombro. Seldon llegó a la plataforma, puso las manos sobre ella y se impulsó hacia arriba salvando sus noventa centímetros de altura con un gruñido ahogado. Pensar que diez años antes podría haberlo conseguido con una sola mano y sin el gruñido le provocó una punzada de nostalgia.

Cuando se irguió, vio que el orador había dejado de hablar y le dirigía una mirada recelosa. Sus ojos eran tan fríos y duros como el hielo.

—Su permiso para dirigirse a los estudiantes, señor —dijo Seldon con voz serena.

—¿Quién es usted? —preguntó el orador.

Habló en un tono bastante alto, y su voz llegó a los confines del Campo.

—Soy miembro del claustro universitario —replicó Seldon con un tono tan alto como el empleado por el orador—. ¿Me enseña su permiso, señor?

—Niego su derecho a interrogarme sobre este particular.

Los jóvenes que permanecían detrás del orador habían cerrado filas.

—Si no dispone de un permiso, le sugiero que abandone el recinto universitario inmediatamente.

—¿Y si no lo hago?

—Bueno, para empezar los agentes de seguridad de la universidad ya están de camino. —Seldon se volvió hacia la multitud—. ¡Estudiantes —gritó—, tenemos derecho a la libertad de palabra y de reunión dentro del campus, pero se nos puede privar de él si permitimos que desconocidos que carecen de permiso celebren actos públicos no autorizados y…!

Una pesada mano cayó sobre su hombro. Seldon torció el gesto. Se volvió y vio que la mano pertenecía a uno de los jóvenes a los que Finangelos había calificado de «matones».

—Largo de aquí…, y deprisa —dijo el joven con un acento muy marcado que Seldon no logró identificar.

—Olvídalo —replicó Seldon—. Los agentes de seguridad estarán aquí de un momento a otro.

—En ese caso habrá un disturbio —dijo Namarti acompañando sus palabras con una fiera sonrisa—. Eso no nos asusta.

—Oh, claro que no —dijo Seldon—. Les encantaría, pero no habrá ningún disturbio. Todos ustedes se irán de aquí sin armar jaleo. —Se volvió hacia los estudiantes y se quitó la mano del hombro con un brusco encogimiento—. Nosotros nos ocuparemos de que así sea, ¿no es así?

—¡Es el profesor Seldon! —gritó alguien entre la multitud—. ¡Es un buen tipo! ¡No le hagan daño!

Seldon ya había advertido que la multitud vacilaba. Sabía que algunos acogerían con alegría la perspectiva de una refriega con los agentes de seguridad del campus por la única razón de que adoraban los alborotos. Por otra parte, en la multitud había gente que le apreciaba y personas que no le conocían, pero que no desearían ver a un miembro del claustro universitario tratado de forma violenta.

—¡Cuidado, profesor! —gritó una voz femenina.

Seldon suspiró y se volvió hacia los corpulentos jóvenes que había detrás de él. No sabía si lo conseguiría, y a pesar de sus proezas en la lucha de torsión no estaba seguro de que sus reflejos fueran lo bastante rápidos y sus músculos lo suficientemente fuertes.

Un matón venía hacia él. Parecía tan confiado en sí mismo que no se acercaba demasiado deprisa, lo cual proporcionó a Seldon un poco del tiempo que su ya no tan joven cuerpo necesitaría. El matón extendió un brazo en un gesto amenazador, y eso hizo que todo resultara aún más fácil.

Seldon le agarró por el brazo, giró sobre sí mismo y se dobló impulsando el brazo hacia arriba y abajo (con un gruñido… oh, ¿por qué tenía que soltar esos gruñidos?), y el matón salió despedido por los aires, propulsado en parte por su propia inercia. Aterrizó con un golpe ahogado sobre el final de la plataforma. Su hombro derecho había quedado dislocado.

El curso inesperado que habían tomado los acontecimientos hizo que la multitud lanzara una exclamación de sorpresa y entusiasmo. El orgullo institucional afloró al instante.

—¡Acabe con ellos, profe! —gritó una voz que no tardó en ser coreada.

Seldon se mesó los cabellos e intentó no jadear. Después extendió una pierna y empujó al matón que no paraba de gemir hasta hacerle caer de la plataforma.

—¿Alguien más? —preguntó con afabilidad—. ¿O prefieren marcharse sin armar jaleo?

Se encaró con Namarti y sus cinco secuaces, que parecían desconcertados.

—Les advierto que ahora la multitud está de mi lado —dijo Seldon—. Si intentan atacarme en grupo les harán pedazos. De acuerdo, ¿quién es el próximo? Venga, de uno en uno…

Había subido el tono de voz al pronunciar la última frase y la acompañó moviendo los dedos invitándoles a que se aproximaran. La multitud expresó su aprobación con una nueva exclamación.

Namarti no se había movido. Seldon se abalanzó sobre él y le atrapó el cuello en el hueco de un brazo. Los estudiantes ya habían empezado a subir a la plataforma gritando «¡De uno en uno! ¡De uno en uno!», y se apresuraban a interponerse entre los guardaespaldas y Seldon.

Seldon aumentó la presión sobre la tráquea de Namarti.

—Namarti —le susurró al oído—, sólo hay una forma de hacer esto y yo la sé. Tengo años de práctica. Si intenta liberarse le dejaré la laringe tan destrozada que nunca podrá volver a hablar, salvo en murmullos. Si aprecia su voz, obedézcame. Aflojaré la presión y usted dirá a sus matones que se marchen. Si dice cualquier otra cosa, serán las últimas palabras que pronunciará con voz normal, y si vuelve a este campus no me andaré con tantos miramientos. Acabaré el trabajo, ¿entiende?

Aflojó la presión durante unos momentos.

—Fuera todos —dijo Namarti con voz enronquecida.

Los matones se apresuraron a retirarse llevándose consigo a su camarada lesionado.

—Lo siento, caballeros —dijo Seldon unos momentos después, cuando llegaron los agentes de seguridad—. Ha sido una falsa alarma.

Salió del campo y reanudó el trayecto a casa sintiéndose bastante preocupado. Había revelado una faceta de sí mismo que no deseaba revelar. Él era Hari Seldon, matemático, no Hari Seldon, luchador de torsión con tendencia al sadismo.

«Y además Dors se enterará de lo ocurrido», pensó lúgubremente. De hecho sería mejor que se lo contara él mismo para impedir que oyera una versión que pintase el incidente peor de lo que realmente había sido.

Y sabía que a Dors no le haría ninguna gracia.

3

No se la hizo.

Dors le esperaba en la puerta de su apartamento en una postura tranquila y relajada. Tenía una mano apoyada en la cadera y su aspecto era parecido al que había tenido cuando la conoció en la Universidad de Streeling hacía ocho años: delgada, bien proporcionada, cabellera rizada entre rojiza y dorada… Él la encontraba muy hermosa aunque no lo fuera en ningún sentido objetivo de la palabra, pero tras los primeros días de su amistad nunca pudo juzgarla objetivamente.

¡Dors Venabili! Pensó al ver su rostro sereno. Había muchos mundos e incluso sectores de Trantor, en los que habría sido normal llamarla Dors Seldon, pero él siempre había pensado que equivalía a marcarla con una señal de propiedad, a pesar de que la costumbre estaba sancionada por una larga existencia que se perdía en las nieblas del pasado preimperial.

—Ya me he enterado, Hari —dijo Dors en voz baja y con un triste menear de cabeza que agitó casi imperceptiblemente sus rizos—. ¿Qué voy a hacer contigo?

—Un beso no iría nada mal.

—Bueno, quizá, pero sólo después de hablar del asunto. Entra. —La puerta se cerró detrás de ellos—. Querido, ya sabes que debo ocuparme de mi curso y de mi investigación. Sigo escribiendo esa horrible historia del Reino de Trantor que resulta esencial para tu trabajo. ¿La abandono y me dedico a ir contigo a todas partes para protegerte? Sigue siendo mi trabajo, ya sabes, y ahora que estás progresando con la psicohistoria lo es más que nunca.

—¿Progresando? Ojalá… Pero no necesito que me protejas.

—¿No? Envié a Raych en tu busca. Después de todo, estaba preocupada por tu retraso. Normalmente cuando llegas tarde me avisas de antemano y… Siento dar la impresión de que soy tu guardiana, Hari, pero la verdad es que soy tu guardiana.

—Guardiana Dors, ¿se te ha ocurrido pensar que de vez en cuando me gusta librarme de la correa durante un rato?

—Y si te ocurre algo, ¿qué le diré a Demerzel?

—¿Llego demasiado tarde a cenar? ¿Hemos avisado al servicio de cocina?

—No. Te estaba esperando, y ya que estás aquí puedes avisar tú. Eres más quisquilloso que yo en lo que respecta a la comida. Y no cambies de tema.

—Supongo que Raych te informó de que no me había ocurrido nada, así que no veo de qué hay que hablar.

—Cuando te vio tenías la situación bajo control, pero se marchó un poco antes que tú. Desconozco los detalles. Venga, dime… ¿Qué… estabas… haciendo?

Seldon se encogió de hombros.

—Hubo una reunión ilegal, Dors, y la dispersé. Si no lo hubiese hecho la universidad habría tenido un montón de problemas que no necesita para nada.

—¿Y era tu misión evitar que los tuviera? Hari, ya no eres un luchador de torsión. Eres un…

—¿Un viejo? —se apresuró a interrumpir Seldon.

—Para lo que se espera de un luchador de torsión, sí. Tienes cuarenta años. ¿Cómo te sientes?

—Bueno… Un poco entumecido.

—Lo imagino. Y como sigas fingiendo que eres un joven atleta heliconiano uno de estos días te romperás una costilla… Bien, cuéntame lo ocurrido.

—Bueno, ya sabes que Amaryl me advirtió de que Demerzel iba a tener problemas por culpa de ese demagogo llamado Jo-Jo Joranum.

Jo-Jo. Sí, ya lo sé. Pero, ¿qué es lo que no sé? ¿Qué ha ocurrido hoy?

—Había una reunión en el campus. Un partidario de Jo-Jo llamado Namarti estaba pronunciando un discurso…

—Namarti es Gambol Deen Namarti, la mano derecha de Joranum.

—Bueno, ya sabes más que yo. En fin, el caso es que estaba pronunciando un discurso y no tenía permiso, que había mucha gente, y creo que tenía la esperanza de que se produjera alguna clase de disturbio. Tales desórdenes son su sustento, y si hubiese conseguido cerrar la universidad, aunque sólo fuese temporalmente, habría acusado a Demerzel de reprimir la libertad académica. Supongo que le echan la culpa de todo, así que se lo impedí… Hice que se marcharan sin que se produjera disturbio alguno.

—Pareces orgulloso de ti mismo.

—¿Por qué no? No está mal para un hombre de cuarenta años.

—¿Es eso lo que hiciste? ¿Averiguar de qué eres capaz a tus cuarenta años?

Seldon tecleó pensativamente el menú de la cena.

—No —dijo por fin—. Estaba realmente preocupado porque temía que la universidad tuviese problemas innecesarios, y también por Demerzel. Me temo que las obsesivas historias de Yugo han acabado por impresionarme más de lo que había creído al principio. Fue una estupidez, Dors, porque sé que Demerzel puede cuidar de sí mismo. No podía explicar eso a Yugo o a nadie que no seas tú.

Seldon tragó una honda bocanada de aire.

—Es asombroso lo placentero que me resulta hablar de esto contigo. Tú sabes, yo sé y Demerzel sabe que es intocable, y nadie más lo sabe…, o, al menos, eso creo.

Dors pulsó un botón disimulado en un hueco de la pared y el comedor de su apartamento quedó iluminado por una suave claridad color melocotón. Ella y Hari fueron hacia la mesa, que ya estaba preparada con la mantelería, la vajilla y los cubiertos. Se sentaron y la cena empezó a llegar —a esas horas de la noche nunca había demasiado retraso—, y Seldon la aceptó sin darle importancia. Hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a la posición social que hacía innecesaria su presencia en los comedores de la facultad.

Seldon saboreó las especias y aderezos que habían aprendido a disfrutar durante su estancia en Micógeno, las únicas cosas de aquel extraño sector dominado por los varones, impregnado de religión y anclado en el pasado que no habían detestado desde el primer momento.

—¿A qué te refieres con eso de que es «intocable»? —preguntó Dors en voz baja.

—Vamos, querida… Demerzel tiene el poder de alterar las emociones. No lo habrás olvidado, ¿verdad? Si Joranum llegara a ser realmente peligroso… —Seldon movió las manos—, podría ser alterado. Se le podría hacer cambiar de ideas.

Dors puso cara de sentirse incómoda y la cena fue más silenciosa que de costumbre. Dors no volvió a hablar hasta que terminaron de comer y los restos —platos, tenedores y todo lo demás— cayeron por el conducto de eliminación que había en el centro de la mesa (que se apresuró a ocultarse en cuanto hubo acabado de cumplir su función).

—No estoy segura de querer hablar de esto, Hari —dijo—, pero no puedo permitir que seas víctima de tu propia inocencia.

—¿Inocencia?

Seldon frunció el ceño.

—Sí. Nunca hemos hablado de ello. En realidad nunca pensé que llegara el momento en el que fuera preciso, pero Demerzel no es omnipotente. No es intocable, se le puede dañar y sin duda Joranum supone un serio peligro para él.

—¿Hablas en serio?

—Por supuesto. No entiendes a los robots…, y, desde luego, no a uno tan complejo como Demerzel. Yo, en cambio, sí.

4

Volvió a haber un breve silencio, pero sólo porque los pensamientos no se oyen. Los que se agolpaban en la cabeza de Seldon formaban un auténtico torbellino mental.

Sí, era cierto. Su esposa poseía conocimientos realmente increíbles sobre los robots. A lo largo de los años, Hari se había cuestionado tantas veces su procedencia, que había acabado por rendirse y confinar el enigma en un rincón de su mente. De no ser por Eto Demerzel —un robot—, Hari jamás habría conocido a Dors. ¿Por qué? Porque Dors trabajaba para Demerzel. Fue él quien le «asignó» el caso de Hari ocho años atrás, ordenándole que protegiera su huida a través de los sectores de Trantor. Actualmente era su esposa, su confidente y su «mejor mitad», pero Hari seguía preguntándose por la extraña relación que unía a Dors con el robot Demerzel. Era la única zona de su vida en la que Hari se sentía un intruso… y no bien acogido. Y eso trajo a su mente la pregunta más dolorosa de todas, la de si Dors seguía con él por obediencia a Demerzel o porque le amaba de verdad. Quería creer que era porque le amaba, pero…

Seldon era feliz con Dors Venabili, pero esa felicidad se había obtenido a cambio de un precio y con una condición. La condición no se había establecido a través de la discusión o el acuerdo, sino mediante un entendimiento mutuo sin palabras, y eso la hacía aún más pesada y difícil de soportar.

Seldon comprendía que había encontrado en Dors todo cuanto deseaba de una esposa. Cierto, no tenían hijos, pero no esperaba tenerlos porque, en realidad, nunca los había deseado. Tenía a Raych, quien emocionalmente era tan hijo suyo como si hubiese heredado todo el genoma seldoniano…, y quizá más.

El mero hecho de que Dors le hiciera pensar en el asunto rompía el acuerdo que les había permitido llevar una existencia tranquila y agradable durante aquellos años. Seldon sintió un leve resentimiento que iba creciendo poco a poco.

Volvió a relegar esos pensamientos y esas preguntas a un rincón de su mente. Había aprendido a aceptar el papel de Dors como protectora, y seguiría haciéndolo. Después de todo, con él compartía una casa, una mesa y una cama…, no con Demerzel.

La voz de Dors le sacó de su meditación.

—He dicho… Hari, ¿estás enfadado?

Seldon se sobresaltó ligeramente. El tono de su voz indicaba que repetía lo mismo, y Seldon comprendió que durante los últimos momentos se había sumergido en las profundidades de su mente hasta alejarse de la conversación.

—Lo siento, querida. No, no estoy enfadado…, y no intento ponerme de mal humor. Me preguntaba cómo responder a tu afirmación.

—¿Sobre los robots?

Cuando pronunció la última palabra la voz de Dors no podía ser más serena.

—Dijiste que no sé tanto sobre ellos como tú. ¿Cómo he de responder a eso? —Hizo una pausa, y cuando siguió hablando lo hizo en voz baja porque sabía que corría un riesgo—. Sin ofenderte, quiero decir —añadió.

—No he dicho que no supieras nada sobre los robots. Si vas a citar mis palabras hazlo con precisión. He dicho que no entendías a los robots. Estoy segura de que sabes muchas cosas sobre ellos, quizá más que yo, pero saber no significa necesariamente entender.

—Vamos, Dors… Utilizas deliberadamente paradojas para irritarme. Una paradoja surge única y exclusivamente de una ambigüedad engañosa, ya sea por casualidad o porque así se desea. No me gusta que haya paradojas en la ciencia y tampoco me gusta encontrarme con ellas en una conversación, a menos que tengan una finalidad humorística, y no creo que ése sea el caso ahora.

Dors dejó escapar su típica risa suave y no muy ruidosa, esa leve carcajada que daba a entender que la diversión era algo demasiado valioso para ser compartido de una forma excesivamente generosa.

—Al parecer la paradoja te ha irritado lo suficiente para caer en la ampulosidad, y cuando te pones así resultas muy gracioso, pero me explicaré. No tengo la más mínima intención de irritarte.

Alargó un brazo para darle una palmadita en la mano, y Seldon se sorprendió al darse cuenta de que había cerrado las manos en forma de puño.

—Hablas mucho de la psicohistoria, por lo menos cuando estás conmigo —dijo Dors—. ¿Lo sabías?

Seldon carraspeó para aclararse la garganta.

—En lo que a eso concierne confiaré en tu misericordia. El proyecto es secreto por su misma naturaleza. La psicohistoria sólo funcionará si las personas a las que afecta no saben nada sobre ella, por lo que sólo puedo hablar del tema con Yugo y contigo. Para Yugo todo se reduce a la intuición. Es muy brillante, pero los saltos a ciegas en la oscuridad se le dan tan bien que debo jugar el papel de eterno cauteloso que siempre tira de él haciéndole retroceder. Yo también tengo ideas atrevidas de vez en cuando, y exteriorizarlas en voz alta me ayuda incluso… —y sonrió—, incluso cuando estoy seguro de que no entiendes ni una sola palabra de lo que digo.

—Ya sé que me utilizas como oído en el que rebotan tus ideas, y no me importa. No, Hari, de veras, no me importa, así que no empieces a tomar decisiones sobre tu conducta en el futuro. No comprendo las matemáticas que utilizas, por supuesto. No soy más que una historiadora, y ni siquiera soy historiadora de la ciencia. La influencia del cambio económico en el desarrollo político es lo que ocupa todo mi tiempo…

—Sí, y en lo que respecta a eso yo soy el oído en el que haces rebotar tus ideas… ¿O es que no te habías dado cuenta? Necesitaré esos datos para la psicohistoria cuando llegue el momento, por lo que sospecho que serás una ayuda indispensable para mí.

—¡Bien! Ya sabemos cuál es la razón de que sigas conmigo, estaba segura de que no era por mi etérea belleza; permíteme ahora explicarte que de vez en cuando te alejas de los aspectos estrictamente matemáticos, y en esos momentos me parece que comprendo adónde quieres llegar. En varias ocasiones me has explicado lo que tú llamas la necesidad del minimalismo, y creo entenderlo. Al usar esas palabras te refieres a…

—Sé perfectamente a qué me refiero.

Dors puso cara de sentirse herida.

—Usa un tono menos altivo, por favor. No trato de explicártelo, quiero explicármelo a mí misma. Has dicho que eras mi oído, así que actúa como tal cuando te toca el turno. Creo que es lo justo, ¿no?

—Desde luego, pero si vas a acusarme de altivez cuando lo único que he hecho ha sido…

—¡Basta! ¡Cállate! Has dicho que el minimalismo es de la más alta importancia en la psicohistoria aplicada, en el arte de convertir un desarrollo no deseado en uno deseado o, por lo menos, en uno que no resulte tan indeseable. Has dicho que ha de aplicarse un cambio lo más diminuto y mínimo posible…

—Sí —se apresuró a decir Seldon—, y eso se debe a que…

—No, Hari, soy yo quien está intentando explicarlo. Los dos sabemos que tú lo entiendes. El minimalismo es necesario porque cada cambio, sea cual sea, tiene una miríada de efectos colaterales no siempre tolerables. Si el cambio es demasiado grande y los efectos colaterales excesivamente numerosos, se puede tener la seguridad de que el desenlace estará muy lejos de lo planeado y de que resultará totalmente impredecible.

—Exacto —dijo Seldon—. Es la esencia de un efecto caótico. El problema estriba en si hay algún cambio lo bastante pequeño para que las consecuencias resulten razonablemente predecibles o si, por el contrario, la historia humana es inevitable e inalterablemente caótica en todos y cada uno de sus hechos. Eso fue lo que al principio me hizo pensar que la psicohistoria no era…

—Ya lo sé, pero no me dejas hablar. La cuestión a debatir no es la de si existe algún cambio lo suficientemente pequeño, sino el de si cualquier cambio superior al mínimo es caótico. El mínimo requerido puede ser cero, pero si no lo es entonces sigue siendo muy pequeño…, y encontrar algún cambio lo bastante pequeño y, aun así, significativamente mayor que cero sería un auténtico problema. Creo que te refieres a eso cuando hablas de la necesidad del minimalismo.

—Más o menos —dijo Seldon—. Naturalmente, y como ocurre siempre, todo eso se puede expresar de forma más compacta y rigurosa en el lenguaje matemático. Verás…

—Ahórramelo —dijo Dors—. Hari, ya sabes eso respecto a la psicohistoria, y también deberías saberlo sobre Demerzel. Posees el conocimiento, pero no la comprensión porque al parecer no se te ha ocurrido aplicar las reglas de la psicohistoria a las Leyes de la Robótica.

—Ahora soy yo quien no entiendo adónde quieres llegar —replicó Seldon en voz baja.

—Hari, ¿no te parece que él también necesita el minimalismo? La Primera Ley de la Robótica dice que un robot no puede dañar a un ser humano. Ésa es la regla básica para un robot corriente, pero Demerzel se sale de lo corriente y para él la Ley Cero es una realidad, por encima incluso de la Primera Ley. La Ley Cero dice que un robot no puede dañar a la Humanidad considerada como un todo, pero eso hace que Demerzel se encuentre en la misma situación que tú cuando intentas desarrollar la psicohistoria. ¿Lo ves?

—Estoy empezando a verlo.

—Eso espero… Si Demerzel posee la capacidad de alterar las mentes tiene que hacerlo sin provocar efectos colaterales no deseados…, y como es el primer ministro del emperador, los efectos colaterales por los que debe preocuparse son muy numerosos.

—¿Y la aplicación al caso actual?

—¡Piensa en ello! No puedes decirle a nadie que Demerzel es un robot, salvo a mí, claro, porque él te ha alterado para que no puedas hacerlo. Pero, ¿qué ajuste fue preciso hacer? ¿Quieres revelar a otras personas que es un robot? ¿Quieres acabar con su efectividad cuando dependes de él para que te proteja, para que apoye la concesión de tus becas y ejerza discretamente su influencia en tu beneficio? Claro que no. El cambio que efectuó fue muy pequeño, justo el suficiente para impedir que se te escapara en un momento de nerviosismo o descuido. Es un cambio tan pequeño que no existen efectos colaterales apreciables, y así es como Demerzel intenta gobernar el Imperio habitualmente.

—¿Y el caso Joranum?

—Está claro que es totalmente distinto al tuyo. No sabemos qué motivos le impulsan, pero se opone ferozmente a Demerzel. Sin duda podría cambiar esa actitud, pero tendría que pagar el precio de una alteración tan considerable en Joranum que produciría resultados impredecibles para Demerzel. En vez de correr el riesgo de dañar a Joranum y producir efectos colaterales peligrosos para otras personas y, posiblemente, para toda la Humanidad, debe olvidarse de Joranum y permitirle actuar hasta que encuentre algún pequeño cambio que resuelva el problema sin causar perjuicios. Por eso Yugo está en lo cierto, Demerzel es vulnerable.

Seldon había escuchado con suma atención, pero no dijo nada. Parecía absorto en sus pensamientos, y pasaron unos minutos antes de que volviera a hablar.

—Si Demerzel no puede hacer nada al respecto… Entonces soy yo quien debe actuar —dijo.

—Si él no puede hacer nada, ¿qué puedes hacer tú?

—El caso es distinto. No estoy atado por las leyes de la robótica. No necesito preocuparme obsesivamente por el minimalismo… Para empezar, he de ver a Demerzel.

Dors parecía un poco preocupada.

—¿Tienes que verle? No considero prudente revelar vuestra conexión.

—Hemos llegado a un momento en el que ya no podemos permitir que la supuesta inexistencia de nuestra unión nos gobierne y manipule. Naturalmente, no iré a su encuentro precedido por el resonar de los clarines después de anunciarlo por holovisión, pero he de verle.

5

Seldon había descubierto que el paso del tiempo le enfurecía. Cuando llegó a Trantor hace ocho años, podía emprender cualquier clase de acción en cuestión de instantes. Sólo tenía que abandonar una habitación de hotel y recorrer los sectores de Trantor a su antojo.

En la actualidad tenía frecuentes reuniones de departamento, decisiones que tomar y trabajo que hacer. Salir corriendo cuando quisiera en busca de Demerzel no era tan sencillo, y aunque hubiese podido, Demerzel también tenía un horario muy apretado. Encontrar un momento en el que los dos pudieran verse resultaría fácil.

Comprobar que Dors le miraba y meneaba la cabeza también resultaba bastante duro de soportar.

—No sé lo que pretendes, Hari.

—Yo tampoco lo sé, Dors —replicó impacientemente—. Tengo la esperanza de que lo averiguaré en cuanto vea a Demerzel.

—La psicohistoria es tu deber prioritario. Demerzel te lo recordará.

—Quizá. Ya veremos.

Justo al acabar de fijar la hora de entrevista con el primer ministro para dentro de ocho días, la pantalla mural de su despacho le mostró un mensaje escrito en un tipo de letra algo anticuado que encajaba a la perfección con el arcaico texto del mensaje: SUPLICO Y RUEGO AL PROFESOR HARI SELDON QUE ME CONCEDA UNA AUDIENCIA.

Seldon contempló el mensaje con asombro. Aquella frase con siglos de antigüedad ni siquiera se utilizaba para dirigirse al emperador.

La firma también se salía de lo habitual, y no había sido creada pensando en la claridad. Estaba adornada con una floritura que no impedía que fuese perfectamente legible y, al mismo tiempo, le proporcionaba un aura artística, entre casual e improvisada, propia de un maestro. El mensaje estaba firmado por LASKIN JORANUM. Era el mismísimo Jo-Jo, y solicitaba una audiencia.

Seldon no pudo contener una risita. El motivo de aquellas palabras estaba muy claro, así como el del tipo de letra. Servían para convertir una simple petición en algo que estimulaba la curiosidad. Seldon no tenía muchos deseos de recibirle…, o no los habría tenido en circunstancias normales. Pero, ¿a qué venía tanto arcaísmo y cuidado artístico? Quería descubrirlo.

Hizo que su secretario fijara la fecha y el lugar de la entrevista. Evidentemente se desarrollaría en el despacho, no en su apartamento, y sería una reunión de negocios, no un acontecimiento social. Además, tendría lugar antes de la entrevista con Demerzel.

—No me sorprende, Hari —dijo Dors—. Lesionaste a dos de sus hombres, uno de ellos su primer ayudante; echaste a perder su acto de propaganda y conseguiste dejarle como un idiota a través de sus secuaces. Quiere echarte un vistazo, y creo que sería mejor que yo estuviera contigo mientras lo hace.

Seldon meneó la cabeza.

—Iré con Raych. Conoce todos los trucos tan bien como yo, y es un joven fuerte y activo de veintidós años de edad; aunque estoy seguro de que no necesitaré protección alguna.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Joranum me verá dentro del recinto universitario, y habrá gran número de jóvenes en los alrededores. Gozo de cierta popularidad entre los estudiantes y sospecho que Joranum es la clase de tipo que siempre hace los deberes y sabe que estaré en territorio amigo. Estoy seguro de que será cortés y afable…

Humm —dijo Dors, y la comisura de sus labios se curvó ligeramente hacia abajo.

—Y mortalmente peligroso —añadió Seldon.

6

Hari Seldon mantuvo el rostro inexpresivo e inclinó la cabeza lo imprescindible para transmitir una razonable impresión de cortesía. Se había tomado la molestia de examinar unos cuantos hologramas de Joranum, pero, como suele ocurrir, la persona de carne y hueso que cambia continuamente en respuesta a las alteraciones de las circunstancias nunca es totalmente idéntica al holograma, por muy meticulosa y cuidada que sea la grabación. Seldon pensó que tal vez la diferencia se situaba en la respuesta del observador al ver a la persona en carne y hueso.

Joranum era alto —tanto como Seldon—, pero más voluminoso en otro sentido. No se debía a un físico musculoso, pues daba cierta impresión de blandura sin llegar a la auténtica gordura. Tenía el rostro redondeado, una espesa melena de un rubio pajizo y ojos azul claro. Vestía un mono muy discreto y su rostro estaba iluminado por una media sonrisa que creaba la ilusión de afabilidad y que, sin embargo, se las arreglaba para dejar bien claro que no era más que una ilusión.

—Profesor Seldon… —Joranum tenía una voz sonora y grave sometida a un control muy estricto, la voz típica de un orador—. Es un placer conocerle. Ha sido muy amable al acceder a esta entrevista. Confío en que no se ofenderá por haber traído un acompañante a pesar de no tener permiso para ello. Es mi mano derecha, y se llama Gambol Deen Namarti…, tres nombres, fíjese bien. Creo que ya se conocen.

—Sí, le reconozco. Recuerdo muy bien el incidente.

Seldon contempló a Namarti y sus ojos brillaron con un matiz de sarcasmo. En su encuentro anterior Namarti había estado soltando un discurso en el campus universitario. En esta ocasión Seldon le observaba atentamente en condiciones mucho menos tensas. Namarti era un hombre de estatura media, rostro delgado, tez pálida y cabellos oscuros, y tenía la boca bastante grande. No poseía la media sonrisa de Joranum o cualquier otra expresión perceptible, salvo un aire de cautela recelosa.

—Mi amigo, el doctor Namarti, es licenciado en literatura antigua, ¿sabe? —dijo Joranum, y su sonrisa se hizo un poco más evidente—. Ha querido acompañarme para disculparse.

Joranum lanzó una instintiva mirada de soslayo a Namarti.

—Profesor, lamento lo ocurrido en el campus —dijo Namarti con voz átona. Sus labios se tensaron un poco, pero el fruncimiento desapareció en seguida—. No estaba muy enterado de las estrictas reglas que regulan los actos públicos en el recinto universitario, y temo que me dejé llevar por el entusiasmo.

—Es comprensible —dijo Joranum—, y aparte de eso tampoco sabía quién era usted. Creo que ahora podemos olvidar el asunto.

—Caballeros, les aseguro que no tengo ningún deseo de recordarlo —dijo Seldon—. Éste es mi hijo, Raych Seldon. Como ven yo también tengo un acompañante.

Raych se había dejado crecer un abundante bigote negro, el símbolo de la masculinidad dahlita. Cuando conoció a Seldon ocho años atrás no tenía bigote, y por aquel entonces era un chico callejero que vestía con harapos y hambriento. Raych era bajito pero esbelto y robusto, y mostraba una permanente expresión de altivez para añadir unos cuantos centímetros a su estatura.

—Buenos días, joven —dijo Joranum.

—Buenos días, señor —dijo Raych.

—Siéntense, caballeros —propuso Seldon—. ¿Puedo ofrecerles algo de comer o de beber?

Joranum alzó las manos en un gesto de cortés negación.

—No, gracias. Esto no es una visita social. —Se sentó en el sillón que le había indicado Seldon—. Sin embargo, tengo la esperanza de que habrá muchas visitas de esa naturaleza en el futuro…

—Bien, si vamos a hablar de negocios, empecemos.

—Profesor Seldon, cuando me enteré del pequeño incidente que usted ha tenido la amabilidad de olvidar, en seguida me pregunté por qué corrió un riesgo semejante. Debe admitir que corrió un riesgo.

—Lo cierto es que no pensé que corriera riesgo alguno.

—Pero el riesgo existía, así que me tomé la libertad de averiguar todo lo que pude sobre usted, profesor Seldon. Es usted un hombre muy interesante, ¿sabe? Descubrí que llegó hasta aquí procedente de Helicón.

—Sí, nací allí. Los registros son accesibles a todo el mundo.

—Lleva ocho años en Trantor.

—Eso también es del dominio público.

—Y se hizo bastante famoso gracias a un trabajo matemático sobre… ¿Cómo lo llama? ¿La psicohistoria?

Seldon meneó la cabeza de forma casi imperceptible. Cuántas veces había lamentado aquella indiscreción… Aunque por aquel entonces ignoraba que fuese una indiscreción.

—Un entusiasmo juvenil —dijo—. Al final quedó en nada.

—¿De veras? —Joranum miró a su alrededor con una expresión entre sorprendida y complacida—. Sin embargo, fíjese ahora, está al frente del Departamento de Matemáticas de una de las mayores universidades de Trantor, y creo que con sólo cuarenta años de edad… Por cierto, yo tengo cuarenta y dos, así que evidentemente no le considero un anciano. Ha de ser un matemático muy competente para alcanzar esta posición.

Seldon se encogió de hombros.

—No deseo pronunciarme al respecto.

—O ha de tener amigos muy poderosos.

—A todos nos gustaría tener amigos muy poderosos, señor Joranum, pero creo que no encontrará a ninguno por aquí. Los profesores universitarios rara vez tienen amigos poderosos, y a veces pienso que lo habitual es que no los tengan de ninguna clase.

Seldon sonrió.

Joranum hizo lo mismo.

—Profesor Seldon, ¿no cree que el emperador debe ser considerado un amigo poderoso?

—Desde luego que sí, pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?

—Tengo la impresión de que el emperador es amigo suyo.

—Señor Joranum, estoy seguro de que los registros le indicarán que disfruté de una audiencia con Su Majestad Imperial hace ocho años. Duró una hora o quizá menos, y entretanto no detecté ninguna predisposición especial hacia mí. Desde entonces no he vuelto a hablar con el emperador, y ni siquiera le he visto…, salvo en la holovisión, por supuesto.

—Pero profesor, el emperador puede ser un amigo poderoso sin necesidad de verle o hablar con él. Basta con ver o hablar con Eto Demerzel, su primer ministro. Demerzel es su protector, por tanto podemos decir que el emperador también lo es.

—¿Ha encontrado alguna referencia a esa supuesta protección en los registros? ¿Ha encontrado algo, lo que sea, que le permita deducir la existencia de tal protección?

—¿Por qué buscar en los registros cuando es bien sabido que existe una relación entre ustedes? Usted lo sabe y yo lo sé. Aceptemos ese hecho como algo probado y sigamos hablando. Y, por favor… —Joranum alzó las manos—. No se tome la molestia de hacerme oír sus más sinceras negativas. Sería una pérdida de tiempo.

—En absoluto —dijo Seldon—. Iba a preguntarle qué le lleva a pensar que el primer ministro quiere protegerme. ¿Con qué fin iba a hacerlo?

—¡Profesor! ¿Está insinuando que soy un colosal ingenuo? Ya he hablado de su psicohistoria, y Demerzel está muy interesado en ella.

—Y yo le he dicho que se trató de una indiscreción juvenil que acabó en nada.

—Usted puede decirme muchas cosas, profesor, pero yo no estoy obligado a creer en ellas. Vamos, hablemos con franqueza… He leído su trabajo y he intentado comprenderlo con la ayuda de algunos matemáticos de mi organización. Me han dicho que es un sueño sin pies ni cabeza, algo totalmente imposible…

—Estoy totalmente de acuerdo con ellos —dijo Seldon.

—Sin embargo presiento que Demerzel espera que la psicohistoria sea desarrollada y utilizada; y si él puede esperar yo también puedo hacerlo. Créame, sería más útil para usted que yo esperase, profesor Seldon.

—¿Por qué?

—Porque Demerzel no permanecerá en su posición actual durante mucho más tiempo. La opinión pública se está volviendo en su contra. Es muy posible que cuando el emperador se canse de un primer ministro impopular que amenaza con arrastrar al trono en su caída, le encuentre un sustituto, e incluso podría ser que el nombramiento de primer ministro recaiga sobre mi humilde persona. Usted seguirá necesitando un protector, alguien que le permita trabajar sin molestias y que garantice amplios fondos para cubrir sus posibles necesidades de equipo o ayudantes.

—Y usted sería ese protector, ¿verdad?

—Por supuesto…, y por la misma razón por la que lo es Demerzel. Quiero disponer de una técnica psicohistórica que funcione para gobernar el Imperio de forma más eficiente.

Seldon asintió con expresión pensativa y esperó unos momentos antes de replicar.

—Pero en ese caso, señor Joranum, ¿por qué debo involucrarme en esto? —dijo—. Soy un pobre estudioso que lleva una existencia tranquila consagrada a las actividades pedagógicas y a algo tan poco mundano como las matemáticas. Usted afirma que Demerzel es mi protector actual y que usted lo será en el futuro, por lo que puedo seguir ocupándome tranquilamente de mis asuntos. Usted y el primer ministro pueden luchar hasta que haya un vencedor. Sea quien sea el que gane yo seguiré teniendo un protector…, o al menos eso es lo que usted me asegura.

La eterna sonrisa de Joranum se debilitó un poco. Namarti volvió su ceñudo rostro hacia Joranum y pareció disponerse a decir algo, pero la mano de Joranum se movió unos milímetros y Namarti tosió permaneciendo en silencio.

—Doctor Seldon, ¿es usted un patriota? —preguntó Joranum.

—Por supuesto que sí. El Imperio ha proporcionado varios milenios de paz o, por lo menos, varios milenios razonablemente pacíficos a la Humanidad y ha permitido que hubiera un progreso continuo.

—Así es…, pero durante los últimos dos siglos el progreso ha sido más lento.

Seldon se encogió de hombros.

—No me he dedicado a estudiar esas materias.

—No tiene por qué hacerlo. Usted sabe que políticamente hablando los últimos dos siglos han sido una época de intranquilidad y disturbios. Los reinados imperiales han sido breves, y en ciertas ocasiones se han visto acortados por el asesinato…

—El mero hecho de hablar de eso ya se acerca a la traición —dijo Seldon—. Preferiría que no…

—Bueno, ahí lo tiene. —Joranum se apoyó en el respaldo de su asiento—. ¿Ve qué inseguro se siente? El Imperio está en decadencia, y estoy dispuesto a decirlo en público y sin rodeos. Quienes me siguen lo hacen porque también lo saben. Necesitamos que el emperador tenga a su lado a alguien capaz de controlar el Imperio, reprimir los focos de rebelión que surgen por todas partes, proporcionar a las fuerzas armadas el liderazgo natural que les corresponde, dirigir la economía…

Seldon le interrumpió con el gesto impaciente de una mano.

—No siga… Usted es el hombre que puede hacer todo eso, ¿no?

—Tengo intención de serlo. No será un trabajo fácil y dudo de que se presenten muchos voluntarios… por razones obvias. Es evidente que Demerzel no puede hacerlo. Con él la decadencia del Imperio se está acelerando, y no tardará en consumarse una ruina total.

—Pero usted puede detener el curso de esa decadencia.

—Sí, doctor Seldon. Con su ayuda y la psicohistoria.

—Quizá Demerzel también podría impedir la catástrofe con la psicohistoria… suponiendo que exista.

—Existe —dijo Joranum sin inmutarse—. No finjamos lo contrario. Pero su existencia no ayuda en nada a Demerzel. La psicohistoria no es más que una herramienta. Necesita un cerebro que la comprenda y un brazo que la emplee.

—Y debo suponer que usted posee ambas cosas, ¿no?

—Sí. Conozco muy bien mis propias virtudes. Quiero disponer de la psicohistoria.

Seldon meneó la cabeza.

—Puede desear cuanto le apetezca. No la tengo, y no puedo entregársela.

—Sí que la tiene. No voy a discutir ese punto. —Joranum se inclinó hacia delante y se acercó a Seldon como si quisiera introducir su voz directamente en sus oídos—. Ha dicho que era un patriota. Pues bien, debo sustituir a Demerzel en el puesto de primer ministro para evitar la destrucción del Imperio, pero la forma en que se lleve a cabo esa sustitución podría debilitarlo catastróficamente. Eso es lo último que deseo. Usted puede aconsejarme sobre cómo lograr ese objetivo de forma discreta y sutil, sin provocar daños materiales o perjuicios a las personas…, por el bien del Imperio.

—No puedo hacerlo —dijo Seldon—. Me acusa de poseer unos conocimientos que no tengo. Me gustaría ayudarle, pero no puedo.

Joranum se levantó de repente.

—Bien, ya sabe lo que opino y qué es lo que quiero de usted. Piense en ello, y también le pido que piense en el Imperio. Quizá cree estar en deuda con el expoliador de todos los millones interplanetarios de la Humanidad, sólo porque le ha protegido con su amistad. Tenga cuidado. Lo que haga puede hacer tambalear los mismísimos cimientos del Imperio. Le pido que me ayude en nombre de los cuatrillones de seres humanos que viven en la galaxia. Piense en el Imperio.

Joranum había ido bajando su tono de voz hasta convertirla en un semisusurro apremiante y emotivo. Seldon se apercibió de que sus palabras le habían afectado lo suficiente para provocarle un leve temblor.

—Siempre pensaré en el Imperio —dijo.

—Entonces eso es todo lo que le pido por ahora —dijo Joranum—. Gracias por haber accedido a verme.

Seldon vio cómo Joranum y su acompañante salían de su despacho. Las puertas se deslizaron a los lados sigilosamente y los dos hombres se marcharon.

Frunció el ceño. Había algo que le inquietaba…, y ni siquiera estaba seguro de qué era.

7

Los oscuros ojos de Namarti seguían clavados en Joranum. Estaban en su despacho del sector de Streeling, una estancia protegida por todos los sistemas de seguridad imaginables. No eran unos cuarteles generales muy lujosos. Los joranumitas eran bastante débiles en el sector, pero no tardarían en ser más numerosos.

El movimiento crecía de forma asombrosa. Había empezado desde cero tres años atrás y actualmente sus tentáculos se extendían por todo Trantor, aunque en algunos sitios eran más abundantes y poderosos que en otros, naturalmente. Los Mundos Exteriores seguían prácticamente libres de todo contacto con la organización. Demerzel había hecho cuanto estaba en sus manos para mantenerlos satisfechos, y ése era su gran error. Las rebeliones más peligrosas eran las que surgían en Trantor. En cualquier otro sitio podían controlarse, pero aquí Demerzel podía ser derrocado. Parecía extraño que no se apercibiera de ello, pero Joranum siempre había sostenido la teoría de que la reputación de Demerzel era muy exagerada, de que si alguien osaba oponérsele resultaría no ser más que un cascarón vacío y de que el emperador se apresuraría a destituirle en cuanto le pareciera que su seguridad personal estaba en juego.

De momento todas las predicciones de Joranum se habían cumplido. No había tenido ni un solo contratiempo salvo en asuntos de poca importancia, como el reciente acto en la Universidad de Streeling en el que había interferido el tal Seldon.

Ésa era la razón por la que Joranum había insistido en entrevistarse con él. Nada podía pasar por alto, ni el más pequeño contratiempo. Joranum disfrutaba sintiéndose infalible, y Namarti tenía que admitir que la sucesión ininterrumpida de éxitos era la forma más segura de garantizar la continuidad de los mismos. Las personas tendían a evitar la humillación del fracaso uniéndose al bando vencedor, aunque ello exigiera ir en contra de sus propias convicciones.

Pero Namarti no estaba seguro de si la entrevista con Seldon había supuesto un éxito o sólo un segundo tropezón que añadir al primero. El hecho de que Joranum le obligara a presentar sus más humildes disculpas no le hacía ninguna gracia, y, aparte de eso, le parecía que su presencia era inútil.

Joranum estaba sentado en silencio frente a él, obviamente perdido en sus pensamientos, mientras se mordisqueaba la punta de un pulgar como si intentara extraer alguna clase de alimento mental.

Jo-Jo —dijo Namarti en voz baja.

Era una de las poquísimas personas que podían dirigirse a Joranum usando el diminutivo que las multitudes gritaban sin parar durante sus apariciones públicas. Joranum solicitaba el amor de la turba de aquella forma, entre otras, pero en privado exigía respeto a los individuos con los que trataba, y la única excepción a esa regla eran los amigos más antiguos que habían estado con él desde el principio.

Jo-Jo… —repitió.

Joranum alzó la mirada.

—Sí, G.D., ¿qué ocurre?

Parecía un poco malhumorado.

Jo-Jo, ¿qué hacemos con Seldon?

—¿Hacer? De momento nada. Puede que se una a nosotros.

—¿Por qué esperar? Podemos presionarle. Podemos tirar de unos cuantos hilos en la universidad y hacer que la vida le resulte muy desagradable…

—No, no. Hasta el momento Demerzel nos ha dejado trabajar sin obstáculos. Ese idiota es excesivamente confiado, pero lo último que debemos hacer es obligarle a actuar antes de que estemos totalmente preparados; y actuar de forma evidente contra Seldon podría producir ese efecto. Sospecho que Demerzel le considera enormemente importante.

—¿Debido a esa psicohistoria de la que hablasteis?

—Así es.

—¿Qué es eso de la psicohistoria? Jamás he oído hablar de ella.

—Pocas personas han oído hablar de ella. Es un sistema matemático de análisis social que da como resultado predicciones de futuro.

Namarti frunció el ceño y sintió que su cuerpo se inclinaba un poco hacia atrás apartándose de Joranum. ¿Se trataba de una broma? Namarti nunca había entendido cuándo o por qué debía reírse de algo. En realidad, nunca tuvo necesidad de ello.

—¿Predecir el futuro? —preguntó—. ¿Cómo?

—¡Ah! Si lo supiera, ¿qué necesidad tendría de Seldon?

—Bueno, Jo-Jo, francamente me parece imposible. ¿Cómo se puede predecir el futuro? Es lo mismo que la buenaventura y esas cosas.

—Ya lo sé, pero después de que Seldon interrumpiera tu acto propagandístico hice que le investigaran…, muy a fondo. Llegó a Trantor hace ocho años y presentó un trabajo sobre la psicohistoria en una convención de matemáticos, y luego el asunto se olvidó. Nadie ha vuelto a hacer la más mínima referencia a la psicohistoria…, ni siquiera Seldon.

—Así, se diría que no hay nada de verdad en ello.

—Oh, no, todo lo contrario. Si el revuelo inicial se hubiera apagado poco a poco o si hubiera sucumbido al ridículo, yo también diría que no hay verdad en ello, pero que todo muriera de repente y de forma tan completa significa que el asunto ha sido guardado en la más segura y gélida de las neveras. Puede que ésa sea la razón de que Demerzel no haya hecho nada para detenernos. Quizá le mueve un estúpido exceso de confianza en sí mismo. Quizás está siendo guiado por la psicohistoria, la cual estaba prediciendo algo que Demerzel planea utilizar en beneficio propio cuando llegue el momento. En tal caso, si no utilizamos la psicohistoria podríamos fracasar.

—Seldon afirma que la psicohistoria no existe.

—¿No harías tú lo mismo si estuvieras en su lugar?

—Sigo diciendo que deberíamos presionarle.

—No serviría de nada, G.D. ¿No has oído la historia del Hacha de Venn?

—No.

—De haber nacido en Nishaya la conocerías. Es un cuento popular muy conocido allí… Te la resumiré: Venn era un leñador que poseía un hacha mágica capaz de derribar cualquier árbol con sólo un golpecito. El hacha era enormemente valiosa, claro, pero Venn nunca hizo lo más mínimo para ocultarla o conservarla…, y a pesar de eso nunca se la robaron, porque aparte de Venn nadie era capaz de alzar el hacha o de manejarla.

»Bueno, actualmente nadie puede utilizar la psicohistoria aparte de Seldon. Si estuviera de nuestro lado única y exclusivamente por obligación, jamás podríamos estar seguros de su lealtad, y cabría siempre la posibilidad de que nos incitara a tomar un curso de acción aparentemente favorable para nosotros, diseñado con tal sutileza que, pasado un tiempo, nos encontráramos total y repentinamente aniquilados. No, tiene que unirse a nosotros voluntariamente y debe trabajar para nosotros porque desee vernos triunfar.

—Pero, ¿cómo podemos atraerle a nuestro bando?

—Está el hijo de Seldon. Creo que se llama Raych… ¿Te fijaste en él?

—No demasiado.

—G.D., G.D… Si no observas con atención se te pasan cosas por alto. Ese joven me escuchó con una expresión de auténtica fascinación. Estaba impresionado. Me di cuenta de ello, ¿entiendes? Si hay algo que no se me escapa es el efecto que produzco sobre los demás. Sé darme cuenta de cuándo he afectado a alguien, de cuándo le impulso hacia la conversión…

Joranum sonrió. No era la sonrisa falsamente cálida destinada a congraciarse con los demás que utilizaba en público. No, esta sonrisa era auténtica, y resultaba fría y vagamente amenazadora.

—Veremos qué podemos hacer con Raych —dijo—, y averiguaremos si podemos llegar a Seldon a través de él.

8

Después de que los dos políticos se marcharon, Raych observó a Hari Seldon y se acarició el bigote. Acariciarlo le reportaba un placer indefinible. En el sector de Streeling algunos hombres llevaban bigote, pero normalmente no eran más que incoloras miniaturas despreciables, e incluso los bigotes oscuros seguían siendo miniaturas despreciables. La mayoría de hombres no llevaba bigote, y se conformaba con mostrar la desnudez de su labio superior. Por ejemplo, Seldon no llevaba bigote y era mejor así. Dado el color de su cabello, un bigote habría resultado una parodia risible.

Raych siguió observando a Seldon con atención en espera de que regresara de sus pensamientos, y de repente descubrió que no podía esperar más.

—¡Papá! —exclamó.

Seldon alzó la mirada.

—¿Qué? —dijo.

Raych tuvo la impresión de que la brusca interrupción de sus pensamientos le había irritado un poco.

—Creo que no habrías tenido que hablar con esos dos tipos —dijo Raych.

—Oh, ¿no? ¿Y por qué no?

—Bueno, el delgado, como se llame… Era el tipo al que creaste tantos problemas en el campus. No pudo gustarle mucho.

—Pero se disculpó.

—No era sincero. Pero el otro tipo, Joranum… Puede ser peligroso. ¿Y si hubieran ido armados?

—¿Qué? ¿Aquí, en la universidad? ¿En mi despacho? Pues claro que no llevaban armas. Esto no es Billibotton. Además, si hubieran intentado cualquier cosa podría haberme ocupado de los dos sin ningún problema.

—No sé, papá… —dijo Raych con voz dubitativa—. Te estás…

—No lo digas, monstruo ingrato —le interrumpió Seldon amenazándole con un dedo—. Me recordarás a tu madre, y estoy harto de oírle decir ese tipo de cosas. No me estoy haciendo viejo…, o, por lo menos, no tanto. Además, tú estabas conmigo y eres un luchador de torsión casi tan bueno como yo.

Raych arrugó la nariz.

—La lucha de torsión no sirve de mucho en estos casos. (Era inútil. Raych se oyó hablar y se dio cuenta de que a pesar de llevar ocho años fuera del laberinto de Dahl, aún usaba ocasionalmente el acento dahlita que le marcaba irrevocablemente como miembro de la clase más pobre y, aparte de eso, era bajo, hasta tal punto que a veces tenía la sensación de haberse quedado atrofiado. Pero tenía su bigote, y nadie osaba tratarle de forma condescendiente más de una vez.) ¿Qué piensas hacer respecto a Joranum? —preguntó.

—Por ahora nada.

—Papá, he visto a Joranum en TrantorVisión un par de veces, e incluso tengo algunas holocintas con sus discursos grabados. Todo el mundo habla de él, y pensé que debía enterarme de lo que dice y… En fin, lo que dice tiene cierto sentido. No me gusta y desconfío de él, pero estoy bastante a favor de lo que defiende. Quiere que todos los sectores tengan los mismos derechos y las mismas oportunidades…, y no creo que haya nada malo en eso, ¿verdad?

—Desde luego que no. Todas las personas civilizadas piensan lo mismo.

—Entonces, ¿por qué no disponemos de todo eso? ¿Qué es lo que opina el emperador? ¿Qué opina Demerzel?

—El emperador y el primer ministro tienen todo un Imperio del que preocuparse. No pueden concentrar todos sus esfuerzos en Trantor. Oh, a Joranum le resulta muy fácil hablar de igualdad… No tiene responsabilidades. Si estuviera en el puesto de gobernante descubriría que un Imperio de veinticinco millones de planetas es capaz de diluir considerablemente tus esfuerzos, y además descubriría que los mismos sectores le pondrían obstáculos a cada momento. Cada uno quiere gran dosis de igualdad para sí…, pero no tanta para los demás. Dime, Raych, ¿crees que Joranum debería tener la ocasión de gobernar sólo para demostrar lo que es capaz de hacer?

Raych se encogió de hombros.

—No lo sé. A veces me lo pregunto… Pero si hubiera intentado algo contra ti me habría abalanzado sobre su cuello antes de que se hubiese movido dos centímetros.

—Entonces tu lealtad hacia mí es superior a tu preocupación por el Imperio.

—Claro. Eres mi padre.

Seldon contempló a Raych con ternura, y creyó intuir cierta incertidumbre oculta detrás de aquella emoción. ¿Hasta dónde podía llegar la hipnótica influencia de Joranum?

9

Hari Seldon se reclinó en su asiento y el respaldo vertical cedió hasta permitirle una posición semirrecostada. Tenía las manos entrelazadas detrás de la cabeza y sus pupilas no estaban centradas en nada concreto. Apenas hacía ruido al respirar.

Dors Venabili estaba al otro lado de la habitación con el visor desconectado y los microfilmes guardados. Había estado revisando sus opiniones sobre el incidente de Florina a comienzos de la historia trantoriana, y había descubierto que salir de aquel estado de concentración intensa por unos momentos, para especular sobre qué podía estar pensando Seldon le resultaba relajante.

Tenía que ser la psicohistoria. Ir siguiendo las sinuosidades y desviaciones de aquella técnica semicaótica probablemente le ocuparía el resto de su vida. Terminaría con una ciencia incompleta en sus manos, y tendría que dejar a otros (a Amaryl, suponiendo que aquel joven no se consumiera igualmente en la labor) la posibilidad de completarla…, y aquella obligación le destrozaría.

Y, sin embargo, era una razón para vivir. Hari viviría más tiempo con el problema latente, ocupando sin tregua todos sus recursos…, y eso la complacía. Sabía que algún día le perdería, y había descubierto que pensar en ello la afligía. Al principio —cuando su tarea se limitaba a protegerle por lo que sabía—, no le pareció que eso debiera entristecerla.

¿Cuándo se convirtió en una necesidad personal? ¿Cómo se explicaba una necesidad tan personal? ¿Qué había en aquel hombre que la hacía sentirse intranquila cuando no estaba a la vista, incluso cuando sabía que estaba a salvo y las órdenes residentes en lo más profundo de su ser no tenían que ejercer su función? Le habían ordenado que se preocupara única y exclusivamente por su seguridad. ¿Cómo se había infiltrado el resto?

Había hablado de ello con Demerzel hacía mucho tiempo, cuando la sensación se volvió inconfundible.

Demerzel compuso un rostro serio y la contempló en silencio durante unos momentos.

—Eres muy compleja, Dors —dijo por fin—, y no hay respuestas sencillas. En mi vida ha habido varios individuos cuya presencia facilitaba mis pensamientos y me hacían más agradable reaccionar y dar respuestas. He intentado evaluar la facilidad con que reaccionaba en su presencia y las dificultades que experimentaba después de su ausencia definitiva para averiguar si el balance global era positivo o negativo. Entretanto una cosa me quedó clara: el placer de su compañía superaba con mucho el dolor de su pérdida, por lo que en conjunto creo que es mejor experimentar y sentir el presente que privarte de ello.

«Algún día Hari dejará un vacío —pensó—, y ese día se aproxima a cada momento que pasa, y no debo pensar en ello.»

Acabó por interrumpir su meditación para librarse de ese pensamiento.

—¿En qué estás pensando Hari?

—¿Qué?

Centrar su mirada en ella pareció costarle cierto esfuerzo.

—Supongo que pensabas en la psicohistoria. Me imagino que te encuentras en otro callejón sin salida, ¿no?

—Bueno, en realidad… No, no pensaba en nada de eso. —Seldon se echó a reír—. ¿Quieres saber en qué estaba pensando? ¡En el cabello!

—¿El cabello? ¿El cabello de quién?

—Ahora mismo en el tuyo.

La contemplaba con ternura.

—¿Le ocurre algo? ¿Crees que debería teñirlo de otro color? O quizá… Bueno, después de todos estos años quizá tendría que estar gris.

—¡Vamos! ¿Quién necesita o desea que haya canas en tu cabellera? Pero me ha llevado a pensar en otras cosas. Nishaya, por ejemplo.

—¿Nishaya? ¿Qué es eso?

—Nunca formó parte del Reino de Trantor en la época preimperial, por lo que no me sorprende que no hayas oído hablar de Nishaya. Es un pequeño y aislado planeta sin importancia. Nadie ha reparado en él. Sé algunas cosas sobre Nishaya porque me tomé la molestia de averiguarlas, no por otra razón. Muy pocos mundos de entre los veinticinco millones que forman el Imperio pueden ser famosos continuamente, pero dudo de que exista otro tan insignificante como Nishaya… Lo cual es significativo, ¿no te parece?

Dors apartó su material de referencia a un lado.

—¿A qué viene esta nueva inclinación hacia la paradoja, cuando siempre la has detestado? —preguntó—. ¿Cuál es el significado de la insignificancia?

—Oh, las paradojas no me molestan en lo más mínimo cuando soy yo quien las utiliza. Verás, Joranum es de Nishaya.

—Ah, así que pensabas en Joranum…

—Sí. He estado viendo algunos de sus discursos…, debido a la insistencia de Raych. No tienen mucho sentido, pero el efecto global puede resultar casi hipnótico. Joranum ha causado gran impresión en Raych.

—Supongo que cualquier persona con orígenes dahlitas quedaría impresionada por Joranum, Hari. Su entusiasta defensa de la igualdad entre sectores es algo que tiene que atraer irresistiblemente a los pobres caloreros oprimidos y despreciados. ¿Te acuerdas de cuando estuviste en Dahl?

—Lo recuerdo perfectamente, y por supuesto no culpo al chico. Tan sólo me molesta que Joranum sea de Nishaya.

Dors se encogió de hombros.

—Bueno, Joranum tiene que haber nacido en algún sitio y, al igual que cualquier otro mundo, Nishaya tiene que enviar a algunos de sus habitantes fuera del planeta de vez en cuando…, incluso a Trantor.

—Sí, pero como te he dicho me he molestado en hacer ciertas investigaciones sobre Nishaya. Incluso he establecido contacto hiperespacial con un funcionario de poca importancia…, lo cual cuesta una considerable cantidad de créditos que mi conciencia me impide cargar en la cuenta de gastos del departamento.

—¿Y has descubierto algo que justificara el gasto de esos créditos?

—Creo que sí. Verás, Joranum siempre cuenta anécdotas e historias para ilustrar sus teorías…, leyendas de Nishaya, ¿entiendes? Eso le resulta muy útil en Trantor porque le presenta como un hombre del pueblo con una sólida filosofía casera. Sus discursos están repletos de esas historias. Dan la impresión de que procede de un mundo pequeño y de que creció en una granja aislada rodeada por una ecología salvaje, no domesticada. A la gente le gustan esas cosas…, sobre todo a los trantorianos, aunque preferirían morir a encontrarse atrapados en una ecología por domesticar, pero eso no impide que les encante soñar con un entorno semejante.

—Vale, pero ¿qué has aclarado de todo eso?

—Lo extraño es que el funcionario de Nishaya no conocía ni una sola de las historias que cuenta Joranum.

—Eso no es significativo, Hari. Puede que Nishaya sea un planeta pequeño, pero sigue siendo un planeta. Lo que es del dominio público en la sección donde nació Joranum, puede ser desconocido en el lugar de origen de tu funcionario.

—No, no… Los cuentos y leyendas populares suelen ser conocidos en todo el planeta ya sea de una forma u otra, pero aparte de eso tuve considerables problemas para entender a ese tipo. Hablaba el galáctico con un acento terrible. Hablé con unas cuantas personas más para asegurarme, y todas tenían el mismo acento.

—¿Y qué?

—Joranum no tiene ese acento. Habla un trantoriano excelente…, de hecho, su trantoriano es mucho mejor que el mío. Sigo teniendo la tendencia heliconiana a poner cierto énfasis en la letra «r», y él no lo hace. Según los registros llegó a Trantor cuando tenía diecinueve años. En mi opinión, es sencillamente imposible pasar los primeros diecinueve años de tu vida hablando esa bárbara versión nishayana del galáctico, trasladarse luego a Trantor y perder el acento. Por mucho tiempo que lleve aquí tendría que conservar algún resto de su acento natural… Fíjate en Raych y en cómo se le escapa el acento dahlita de vez en cuando.

—¿Y qué deduces de todo eso?

—Lo que he deducido a lo largo de toda la velada, como una máquina deductora…, es que Joranum no nació en Nishaya. De hecho, creo que escogió Nishaya como lugar en el que fingir haber nacido, sencillamente porque es un planeta tan lejano e insignificante que a nadie se le ocurriría comprobar si dice la verdad. Debió de emprender una concienzuda búsqueda mediante ordenadores para descubrir el mundo con menos posibilidades de que se descubriera su falacia.

—Pero eso es ridículo, Hari. ¿Por qué iba a fingir que venía de un mundo del que no era? Eso exigiría una considerable labor de falsificación en los registros.

—Y eso es exactamente lo que habrá hecho. Probablemente tiene suficientes seguidores entre el funcionariado para ello. Probablemente nadie ha hecho ningún auténtico trabajo de investigación sobre él, y todos sus seguidores son demasiado fanáticos para hacerlo.

—Pero aun así… ¿Por qué?

—Porque sospecho que Joranum no quiere que la gente sepa de dónde es en realidad.

—¿Y por qué? Todos los mundos del Imperio son iguales, tanto por la ley como por la costumbre.

—No estoy seguro de ello. Esas teorías idealistas siempre se las arreglan para no ser puestas en práctica en la realidad.

—Entonces, ¿de dónde procede? ¿Tienes alguna idea al respecto?

—Sí. Lo cual nos lleva al asunto del cabello.

—¿Qué pasa con el cabello?

—Estuve sentado delante de Joranum contemplándole y sintiéndome inquieto sin saber por qué, y finalmente comprendí que era su cabello lo que me inquietaba. Había algo en él, una vida extraña, un brillo…, una perfección que no había visto antes. Y de repente lo comprendí todo. Su cabellera es artificial y ha sido cuidadosamente diseñada para un cráneo que debería mantener su inocencia original en lo que respecta a cosas como el cabello.

—¿Que debería…? —Dors entrecerró los ojos. De pronto lo entendió todo. ¿Quieres decir que…?

—Sí, eso es lo que quiero decir. Joranum procede de Micógeno, ese sector de Trantor mitológico y anclado en el pasado. Eso es lo que se ha esforzado por ocultar.

10

Dors Venabili pensó fríamente en el asunto. Era su única forma de pensar: con frialdad. Las emociones y el apasionamiento no cumplían función alguna en su cerebro.

Cerró los ojos para concentrarse. Habían pasado ocho años desde que ella y Hari visitaron Micógeno, y no estuvieron mucho tiempo. Aparte de la comida, en Micógeno había muy poco que admirar.

Las imágenes llegaron poco a poco. La sociedad dura y puritana que giraba alrededor de los hombres; la pasión por el pasado; la eliminación del vello corporal, un proceso doloroso deliberadamente autoimpuesto para distinguirse de los demás y permitir que los habitantes de Micógeno supiesen «quiénes eran»; sus leyendas; sus recuerdos (o fantasías) del tiempo en el que gobernaron la galaxia, cuando sus vidas eran prolongadas, cuando existían los robots…

Dors abrió los ojos.

—¿Por qué, Hari? —preguntó.

—¿Por qué qué, cariño?

—¿Por qué fingir que no es de Micógeno?

No creía que Hari recordase Micógeno con mayor detalle que ella, pero la mente de Hari Seldon era sin duda distinta, era superiormente lúcida. La mente de Dors se limitaba a recordar y extraer las inferencias obvias como si tratara de una deducción matemática. Hari Seldon poseía una mente capaz de moverse a gran velocidad en direcciones inesperadas. Le gustaba fingir que la intuición era un dominio reservado a Yugo Amaryl, su ayudante, pero Dors no se dejaba engañar por ello. Seldon disfrutaba usando el disfraz del matemático solitario y distraído que contemplaba el mundo con ojos perpetuamente asombrados, pero ella tampoco se dejaba engañar por esa treta.

—¿Por qué quiere fingir que no es de Micógeno? —repitió mientras él seguía sentado en silencio con los ojos absortos en una especie de mirada introspectiva que Dors asociaba con un intento de exprimir una nueva gotita de utilidad y validez a los conceptos de la psicohistoria.

—La sociedad de Micógeno es dura y restrictiva —dijo Seldon por fin—. Hay personas que no soportan su obsesión por regular cada acto y cada pensamiento. Algunos descubren que no pueden adaptarse a la presión de las bridas, que quieren disfrutar de las mismas libertades disponibles en el mundo secular fuera del planeta. Es comprensible.

—¿Y hacen que les crezca una cabellera artificial?

—No, normalmente no. El Desviado promedio, es como llaman despectivamente a los desertores en Micógeno, lleva una peluca. Es más sencillo, pero menos efectivo. Me han dicho que los desviados que se toman realmente en serio la ruptura con su sociedad natal optan por la cabellera artificial. El proceso resulta difícil y caro, pero una vez terminado resulta prácticamente imposible distinguir entre esa cabellera y una natural. Nunca me había encontrado con un caso, aunque había oído hablar del proceso. He pasado años estudiando los ochocientos sectores de Trantor, intentando descubrir las leyes básicas y matemáticas de la psicohistoria. Por desgracia no tengo mucho que enseñar como resultado de ese esfuerzo, pero he averiguado unas cuantas cosas.

—Pero esos desviados… ¿Por qué ocultan el hecho de que han nacido en Micógeno? Que yo sepa no se les persigue.

—No, no se les persigue. De hecho, no existe el menor indicio de que los nacidos en Micógeno sean inferiores. Es algo mucho peor. No se les toma en serio. Todo el mundo admite que son muy inteligentes y que han gozado de una educación impecable, que son gente cultivada y de trato irreprochable, auténticos magos de la alimentación y de todo lo referente a la comida, y la capacidad de hacer prosperar a su sector resulta casi aterradora…, pero nadie les toma en serio. Los que viven fuera de Micógeno opinan que sus creencias son ridículas, risibles e increíblemente estúpidas, y esa opinión incluye a los nativos que han optado por convertirse en desviados. Un intento micogenita de tomar el poder gubernamental sería aplastado por las carcajadas. Ser temido no es nada, e incluso ser despreciado puede acabar siendo soportable. Pero que se rían de ti… Eso es fatal. Joranum aspira a primer ministro, por lo que necesita tener cabellera, y la única forma de actuar sin problemas es presentarse a sí mismo como alguien que ha nacido y crecido en un oscuro planeta alejado de Micógeno lo más posible.

—Estoy segura de que existen casos de calvicie natural.

—Sí, claro. Pero nunca tan completamente depilados como se obligan a sí mismos los nacidos en Micógeno. En los Mundos Exteriores eso no tendría importancia, pero para ellos Micógeno no es más que un susurro distante. Los micogenitas se mantienen tan aislados de los demás que muy raramente se atreven a salir de Trantor. Pero aquí en Trantor, la situación es distinta. Se puede ser calvo, por supuesto, pero normalmente los calvos tienen una franja de cabello que deja bien claro que no han nacido en Micógeno…, o se dejan crecer el vello facial. Los escasísimos casos de carencia de vello absoluta, lo que suele estar relacionado con un estado patológico…, bueno, no son más que mala suerte. Supongo que tendrán que llevar encima un certificado médico para demostrar que no han nacido en Micógeno.

—¿Y eso nos ayuda en algo? —preguntó Dors frunciendo ligeramente el ceño.

—No estoy seguro.

—¿No podrías filtrar la noticia de que nació en Micógeno?

—No estoy seguro de que sea tan fácil como parece. Debe de haber ocultado muy bien su pasado, y aun suponiendo que pudiera hacerse…

—¿Sí?

Seldon se encogió de hombros.

—No quiero crear la excusa que dé rienda suelta al fanatismo y los prejuicios. La situación social de Trantor ya es lo bastante mala sin necesidad de liberar pasiones que ni yo ni nadie podríamos controlar. Si tengo que utilizar el hecho de que haya nacido en Micógeno será como último recurso.

—Entonces tú también quieres emplear el minimalismo.

—Por supuesto.

—Bien, ¿y qué harás?

—He conseguido que Demerzel me conceda una entrevista. Puede que él sepa qué debemos hacer.

Dors le miró fijamente.

—Hari, ¿estás cayendo en la trampa de esperar que Demerzel resuelva tus problemas?

—No, pero quizá sea capaz de resolver este problema en concreto.

—¿Y si no puede hacerlo?

—Entonces tendré que pensar en alguna otra solución, ¿no crees?

—¿Como cuál?

Seldon torció el gesto.

—No lo sé, Dors. Tú tampoco debes esperar que yo sea capaz de resolver todos los problemas.

11

Eto Demerzel no era fácil de ver, salvo por el emperador Cleón. Su política habitual era permanecer en segundo plano por varias razones; una de ellas consistía en que su apariencia cambiaba muy poco con el transcurso del tiempo.

Hari Seldon llevaba años sin verle, y no había mantenido una conversación realmente privada con él desde los primeros tiempos de su estancia en Trantor.

La reciente y nada tranquilizadora entrevista que Seldon había mantenido con Laskin Joranum, había hecho que tanto Seldon como Demerzel opinaran que lo mejor era mantener su relación lo más discretamente posible. Que Hari Seldon visitara al primer ministro en el Palacio Imperial no pasaría inadvertido, y decidieron que, por razones de seguridad, sería más conveniente utilizar una pequeña pero lujosa suite del Hotel Límite de la Cúpula, situado junto al recinto del palacio.

Ver a Demerzel hizo que los viejos tiempos volvieran con una claridad casi dolorosa. El hecho de que Demerzel siguiera mostrando el mismo aspecto agudizó el dolor. Los rasgos de su rostro no habían perdido su regularidad y seguían tan marcados como siempre. Seguía siendo alto y de apariencia robusta, y tenía la misma cabellera oscura con algún matiz rubio casi imperceptible. No era apuesto, pero poseía una impresionante distinción. Parecía encarnar el ideal de un primer ministro imperial, y ninguno de los anteriores primeros ministros había poseído ese aspecto en grado tan elevado. Seldon pensó que sólo su apariencia ya le proporcionaba la mitad del poder que ejercía sobre el emperador, y consecuentemente sobre la corte imperial y, por tanto, sobre el Imperio.

Demerzel fue hacia él. Sus labios esbozaron una afable sonrisa sin alterar la grave dignidad de su porte.

—Hari, es un gran placer verte —dijo—. Temía que cambiaras de opinión y cancelaras la entrevista.

—A mí me horrorizó la posibilidad de que fuerais vos quien la cancelara, primer ministro.

—Eto…, por si temes utilizar mi nombre auténtico.

—No podría hacerlo aunque quisiera. Ya sabes que se negaría a salir de mis labios.

—Conmigo no. Dilo. Me gustaría escucharlo.

Seldon dudó como si no creyera que sus labios podrían articular aquellas palabras, o que sus cuerdas vocales podrían crear los sonidos adecuados.

—Daneel —dijo por fin.

—R. Daneel Oliwan —dijo Demerzel—. Sí. Cenarás conmigo, Hari. Si ceno contigo no tendré que comer, lo cual será un alivio.

—Me encantará, aunque sea el único que coma no es lo que yo entiendo por una cena relajada. Supongo que un par de bocados…

—Sólo para complacerte…

—De todas formas, no puedo evitar preguntarme si es prudente que pasemos demasiado tiempo juntos —dijo Seldon.

—Lo es. Órdenes imperiales. Su Majestad Imperial así lo desea.

—¿Por qué, Daneel?

—La Convención Decenal volverá a reunirse dentro de dos años… Pareces sorprendido. ¿Lo habías olvidado?

—No, la verdad es que no, pero no había pensado en ello.

—¿Ibas a dejar de asistir? En la última causaste sensación.

—Sí. Con mi psicohistoria… Menuda sensación.

Atrajiste la atención del emperador. Ningún otro matemático lo consiguió.

—Fuiste tú quien se interesó por la psicohistoria, no el emperador. Después tuve que huir y mantenerme lo bastante lejos del emperador para evitar su atención hasta el momento en el que pude asegurar que mi investigación psicohistórica empezaba a progresar, tras lo cual me permitiste llevar una existencia oscura pero tranquila.

—Estar al frente de un departamento de matemáticas muy prestigioso no me parece que sea una posición oscura.

—Lo es, ya que me permite ocultar mi psicohistoria.

—Ah, ahí está la comida… Hablemos de otras cosas durante un rato, tal y como hacen los amigos. ¿Qué tal está Dors?

—Maravillosa. Es una auténtica esposa. Me hace la vida imposible preocupándose por mi seguridad.

—Es su trabajo, no lo olvides.

—Así me lo recuerda…, con mucha frecuencia. En serio, Daneel, nunca podré agradecerte lo suficiente el que nos hayas reunido.

—Gracias, Hari, pero francamente no esperaba ninguna clase de felicidad conyugal para ninguno de los dos, especialmente para Dors…

—Aun así, gracias por el detalle por muy alejadas que estuvieran tus expectativas de las consecuencias finales.

—Eso me complace mucho, pero descubrirás que ese detalle quizás acabe teniendo otras consecuencias no demasiado agradables…, al igual que mi amistad.

Seldon no supo qué contestar. Demerzel le hizo un gesto y Seldon se concentró en la comida.

Pasado un rato, contempló un trocito de pescado en su tenedor y asintió con la cabeza.

—No tengo idea de qué organismo pueda ser —dijo—, pero está cocinado al estilo de Micógeno.

—Cierto. Sé que te encanta su cocina.

—Es lo único que justifica la existencia de Micógeno, pero los habitantes de ese sector significan algo especial para ti. No debo olvidarlo.

—El significado especial ya no existe. Hace mucho, mucho tiempo sus antepasados habitaron en el planeta Aurora. Vivieron allí durante más de trescientos años, y eran los señores de los cincuenta mundos de la galaxia. Fui diseñado y construido por un aurorano. No he olvidado. Lo recuerdo con mayor precisión —y muchas menos distorsiones— que sus descendientes micogenianos; pero les abandoné hace ya mucho, mucho tiempo. Elegí lo que debía considerarse el bien de la Humanidad y así he seguido lo mejor posible hasta este momento.

—¿Pueden oírnos? —preguntó Seldon sintiéndose repentinamente alarmado.

Su reacción pareció divertir a Demerzel.

—Si acabas de pensar en esa posibilidad ya es demasiado tarde para evitarlo, ¿no te parece? No temas, he tomado las precauciones oportunas; cuando llegaste no te vio demasiada gente…, y ocurrirá lo mismo cuando te marches, y quienes te vean no se sorprenderán. Todo el mundo sabe que soy un matemático aficionado con grandes pretensiones y escasas dotes, lo cual supone una fuente de diversión para los miembros de la corte que no me aprecian demasiado, pero mi interés por los preparativos iniciales de la próxima Convención Decenal no extrañará a nadie. Deseo hacerte algunas consultas sobre la convención, ¿comprendes?

—No sé si podré ayudarte. Sólo puedo hablar de una cosa durante la convención…, y no me está permitido. Si asisto será única y exclusivamente como espectador. No tengo intención de presentar ningún trabajo.

—Lo comprendo. Pero si quieres saber algo curioso… Bueno, Su Majestad Imperial se acuerda de ti.

—Supongo que porque tú te has encargado de que me recuerde.

—No, no he hecho nada en ese sentido, pero Su Majestad Imperial me sorprende de vez en cuando. Sabe que ya no falta mucho para que se celebre la convención, y al parecer se acuerda de tu ponencia en la convención anterior. Sigue bastante interesado en la psicohistoria y debo advertirte de que ese interés puede tener algunas consecuencias inesperadas. Existe la posibilidad de que quiera verte. Estoy seguro de que la corte consideraría un gran honor recibir la llamada imperial dos veces en la vida.

—Estás bromeando. ¿De qué serviría que le viera?

—En cualquier caso, si te convocan para una audiencia con el emperador no puedes negarte, ¿verdad? ¿Qué tal están Yugo y Raych, tus jóvenes protegidos?

—Ya debes saberlo. Supongo que te mantienes al corriente de todo cuanto hago.

—Sí, desde luego. Me entero de todo lo concerniente a tu seguridad, pero no sigo todos los aspectos de tu existencia. Me temo que mis deberes ocupan gran parte de mi tiempo y no soy omnisapiente.

—Pero Dors te va informando, ¿no?

—Lo haría en una crisis, pero sólo en tal caso. No le gusta desempeñar el papel de espía en asuntos que no sean estrictamente esenciales.

Los labios de Demerzel volvieron a esbozar una leve sonrisa.

Seldon dejó escapar un gruñido.

—Mis chicos se encuentran bien. Yugo resulta más difícil de manejar a cada día que pasa. Como psicohistoriador es mucho mejor que yo, y tiene la sensación de que le impido avanzar. En cuanto a Raych, es un pilluelo adorable…, como siempre. Me conquistó cuando era un aborrecible callejero, y lo más sorprendente es que también conquistó a Dors. Daneel, estoy convencido de que si Dors se hartara de mí y quisiera abandonarme se quedaría sólo con Raych.

Demerzel asintió.

—Si Rashelle de Wye no le hubiera encontrado adorable yo no estaría aquí —siguió diciendo Seldon en un tono de voz más sombrío—. Habría sido ejecutado… —Seldon se removió nerviosamente en su asiento—. No me gusta pensar en eso, Daneel. Fue un acontecimiento tan absolutamente accidental e impredecible… ¿En qué me habría ayudado la psicohistoria entonces?

—¿No has dicho que en el mejor de los casos la psicohistoria puede ocuparse de las probabilidades a escala social, pero no de los individuos?

—Pero si da la casualidad de que la importancia del individuo es crucial…

—Sospecho que descubrirás que ningún individuo es tan importante. Ni siquiera yo…, o tú.

—Quizá tengas razón. Me he dado cuenta de que por mucho que intente grabar esas ideas en mi mente sigo considerándome importantísimo, y de que me guío por una especie de egoísmo exacerbado que trasciende todos los dictados del sentido común. Tú también eres igual de importante, y he venido aquí para hablar lo más francamente posible del asunto, entre otras cosas. Tengo que saberlo…

—¿Saber qué?

Un criado se había encargado de quitar los restos de la cena y la iluminación de la estancia se debilitó un poco. Las paredes parecieron aproximarse creando mayor sensación de intimidad.

—Joranum… —dijo Seldon.

La palabra fue un murmullo ahogado, como si Seldon creyera que bastaría con pronunciar ese nombre para darse a entender.

—Ah, sí.

—¿Sabes quién es?

—Por supuesto. ¿Cómo podría no saberlo?

—Bueno, también quiero saber unas cuantas cosas más sobre él.

—¿Qué quieres saber?

—Vamos, Daneel, no juegues conmigo… ¿Es peligroso?

—Pues claro que lo es. ¿Acaso lo dudas?

—Me refiero a si es peligroso para ti, para tu posición como primer ministro…

—Es exactamente lo que quería decir. Su peligrosidad consiste precisamente en eso.

—¿Y aun así permites que…?

Demerzel se inclinó hacia delante y apoyó su codo izquierdo sobre la mesa.

—Algunos acontecimientos ocurren sin pedir permiso, Hari. Pongámonos un poquito filosóficos… Su Majestad Imperial Cleón, primero de ese nombre, lleva dieciocho años en el trono y durante todo ese tiempo yo he sido jefe de su Casa Real, primer ministro, además de ocupar puestos de importancia semejante durante los últimos años del reinado de su padre. Eso es mucho tiempo, y es raro que los primeros ministros permanezcan tantos años en el poder.

—Tú no eres un primer ministro corriente, Daneel, y lo sabes. Debes permanecer en el poder mientras la psicohistoria esté siendo desarrollada. No, no te sonrías… Es verdad. Cuando nos conocimos hace ocho años, me dijiste que el Imperio se encontraba en una situación de declive y degeneración. ¿Has cambiado de opinión en cuanto a ello?

—No, por supuesto que no.

—De hecho la degeneración es más evidente que nunca, ¿no?

—Sí, lo es, aunque hago cuanto puedo para evitarlo.

—Y sin ti, ¿qué ocurriría? Joranum está incitando al Imperio en tu contra.

—A Trantor, Hari, a Trantor… Hasta el momento los mundos exteriores están razonablemente satisfechos conmigo a pesar del declive económico y la continua disminución de los intercambios comerciales.

—Pero Trantor es el centro de todo el sistema. Trantor, el mundo imperial en el que vivimos, la capital del Imperio, el núcleo, la sede administrativa… Trantor puede acabar contigo. Si Trantor dice «no» te resultará imposible seguir en el puesto.

—Estoy de acuerdo.

—Y si te vas, ¿quién se ocupará de los mundos exteriores impidiendo la degeneración y el declive del Imperio hasta caer en la anarquía?

—Es una posibilidad, desde luego.

—Por lo tanto tienes que hacer algo al respecto. Yugo está convencido de que corres un peligro terrible y de que no podrás seguir en el poder. Está seguro de su intuición, ¿entiendes? Dors dice lo mismo y lo justifica en términos de las tres o cuatro leyes de la…, de la…

—Robótica —murmuró Demerzel.

—El joven Raych parece sentirse bastante atraído hacia las doctrinas de Joranum…, recuerda que es de origen dahlita. Y yo… Yo no sé qué hacer. Supongo que he venido a verte porque quiero que me tranquilices asegurándome que todo irá bien. Para que me digas que tienes controlada la situación…

—Si pudiera lo haría, pero no tengo consuelo alguno que ofrecerte. Estoy en peligro.

—¿No estás haciendo nada?

—No. Estoy haciendo muchas cosas para contener el descontento e impedir la difusión del mensaje de Joranum. De lo contrario es muy posible que ya hubiese perdido el poder, pero todo ello resulta insuficiente.

Seldon vaciló.

—Creo que Joranum nació en Micógeno —dijo por fin.

—¿De veras?

—Así lo creo. Había pensado que quizá lo podríamos utilizar en su contra, pero me asusta dejar en libertad las fuerzas del fanatismo y los prejuicios.

—Tus dudas demuestran que eres inteligente. Muchas de las cosas que podríamos hacer tendrían efectos colaterales que no deseamos. Verás, Hari, abandonar mi puesto no me da miedo…, siempre que encontrara un sucesor que se guiara por los principios que he estado utilizando para que el declive fuese lo más lento posible. Por otra parte, si Joranum me sucediera creo que los resultados serían catastróficos.

—Entonces cualquier método que utilicemos para detenerle es justificable.

—No del todo. El Imperio puede caer en la anarquía incluso si eliminamos la amenaza que representa Joranum y yo sigo en el puesto. Así pues, si lo que haga para acabar con Joranum y seguir en el poder ayuda a que se produzca la caída del Imperio, no debo recurrir a esa solución. No se me ha ocurrido ningún curso de acción que acabe con Joranum y, al mismo tiempo, evite la anarquía.

—Minimalismo —murmuró Seldon.

—Disculpa, ¿qué has dicho?

—Dors me explicó que estabas sometido al minimalismo.

—Y así es.

—Entonces mi visita no ha servido de nada, Daneel.

—Quieres decir que viniste a verme buscando que te tranquilizara y no lo he hecho.

—Me temo que sí.

—Pero yo quería verte porque necesito ayuda.

—¿De mí?

—De la psicohistoria, la cual debería encontrar la solución al problema actual.

Seldon suspiró.

—Daneel, la psicohistoria aún no ha sido desarrollada hasta ese extremo.

El primer ministro le miró muy seriamente.

—Has dispuesto de ocho años, Hari.

—Aunque hubieran sido ochocientos quizá no estuviera desarrollada hasta ese punto. Es un problema que parece insoluble.

—No esperaba que la técnica estuviera perfeccionada —dijo Demerzel—, pero creía que quizá dispusieras de algún esbozo, un esqueleto o un principio que usar como guía. Algo imperfecto, quizá, pero siempre mejor que las simples conjeturas…

—Sigo estando tan lejos como lo estaba hace ocho años —dijo Seldon con una voz apagada—. Bien, la situación no puede ser más obvia… Debes seguir en tu cargo y Joranum debe ser destruido para garantizar la estabilidad imperial durante el mayor tiempo posible, de manera que yo disponga de una posibilidad razonable de desarrollar la psicohistoria, lo cual es estrictamente imposible a menos que antes haya desarrollado la psicohistoria. ¿No es así?

—Eso parece, Hari.

—Entonces la discusión seguirá moviéndose en círculos inútiles y el Imperio será destruido.

—A menos que ocurra algo imprevisto. Es decir, a menos que hagas que ocurra algo imprevisto…

—¿Yo? Daneel, ¿cómo puedo hacer eso sin la psicohistoria?

—No lo sé, Hari.

Seldon se puso en pie para marcharse…, sumido en la más profunda desesperación.

12

Durante los días siguientes Hari Seldon descuidó sus deberes como jefe del departamento y dedicó su ordenador en la acumulación de noticias.

No existían muchos ordenadores capaces de enfrentarse a la compleja tarea de recopilar las noticias cotidianas procedentes de veinticinco millones de mundos. Los cuarteles generales del Imperio contaban con unos cuantos dotados de esa capacidad, ya que eran imprescindibles para las funciones gubernamentales. Algunas capitales de los mundos exteriores más poblados poseían ordenadores semejantes, aunque la mayoría se contentaba con establecer una hiperconexión con la Central de Noticias de Trantor.

Si el ordenador de un departamento de matemáticas importante estaba suficientemente avanzado, podía ser modificado para que operase como fuente de noticias independiente, y eso era lo que Seldon había hecho con el suyo. Después de todo, era necesario para el desarrollo de la psicohistoria, aunque las sorprendentes capacidades del ordenador habían sido justificadas mediante otras razones abrumadoramente plausibles.

El ordenador informaría de cualquier acontecimiento que se saliese de lo corriente producido en cualquier mundo del Imperio. Una luz de alerta codificada y discreta se activaría, y Seldon podría averiguar la causa de su conexión. La luz raramente se encendía, pues la definición de «salirse de lo corriente» era muy estricta y se limitaba a los trastornos a gran escala.

Si la luz permanecía apagada había que examinar mundos al azar…, no los veinticinco millones, naturalmente, sino unas cuantas decenas. Era una tarea deprimente e incluso agotadora, pues no había ningún mundo exento de su cuota cotidiana de catástrofes relativamente menores. Una erupción volcánica aquí, una inundación o un colapso económico allá y, por supuesto, disturbios. Durante los últimos mil años, ni un solo día había estado libre de disturbios por una causa u otra en cien o más mundos distintos.

Naturalmente esos acontecimientos tenían que ser pasados por alto. Preocuparse por los disturbios habría sido tan inútil como preocuparse por las erupciones volcánicas, porque ambos fenómenos eran constantes de los mundos habitados. Al contrario, si llegara un día en el que no hubiera informes de ningún disturbio en ningún mundo del Imperio, eso supondría que algo fuera de lo corriente, digno de la más grave preocupación, se estaría gestando.

Pero Seldon no sentía esa emoción. A pesar de todos sus desórdenes e infortunios, los Mundos Exteriores eran como un inmenso océano en un día apacible, una colosal extensión de agua mecida por un suave oleaje con alguna que otra agitación ocasional, nada más. No encontró indicio alguno de una clara situación general de declive en los últimos ocho años, y ni siquiera en los últimos ochenta; pero Demerzel (en su ausencia Seldon no podía pensar en él como Daneel) afirmaba que el declive avanzaba y su dedo seguía el pulso cotidiano del Imperio hasta lugares inalcanzables para Seldon…, por lo menos hasta que dispusiera del poder de la psicohistoria.

Posiblemente el declive sería tan minúsculo y lento que resultaría imperceptible hasta que se llegara a cierto punto crucial, como ocurre en una casa que se deteriora lentamente sin mostrar síntomas evidentes hasta la noche misma en que el tejado se derrumba.

¿Cuándo se derrumbaría el tejado? Ése era el problema, y Seldon ignoraba la respuesta.

De vez en cuando Seldon inspeccionaba la situación en Trantor. Allí las noticias eran considerablemente más abundantes y sustanciosas. En primer lugar, Trantor albergaba cuarenta mil millones de personas y eso lo convertía en el más poblado de todos los mundos. En segundo lugar, sus ochocientos sectores formaban una especie de miniimperio y, en tercer lugar, el complejo mecanismo de las funciones gubernamentales y las actividades de la familia imperial eran tan tediosas como difíciles de seguir.

Pero el acontecimiento que atrajo la atención de Seldon se produjo en el sector de Dahl. Las elecciones para el Consejo del sector de Dahl habían colocado a cinco joranumitas en cargos públicos, y según todos los indicios, era la primera ocasión en que unos joranumitas accedían a cargos públicos en un sector.

En realidad, no tenía nada de sorprendente. Si había algún sector considerado como una auténtica fortaleza joranumita era Dahl, pero Seldon lo interpretó como una inquietante señal de los progresos realizados por el demagogo. Pidió un microchip de la noticia y se lo llevó para estudiarlo.

Raych apartó la vista de su ordenador cuando Seldon entró en casa, y pareció sentir la necesidad de explicar lo que estaba haciendo.

—Estoy ayudando a mamá a localizar unos materiales de referencia que necesita —dijo.

—¿Y tu trabajo?

—Ya está, papá. Ya lo he hecho todo.

—Bien… Mira esto.

Alargó la mano hacia Raych y le enseñó el microchip antes de introducirlo en el proyector.

Raych contempló la noticia que flotaba en el aire delante de sus ojos.

—Sí, ya lo sabía —dijo por fin.

—Ah, ¿sí?

—Claro. Suelo mantenerme al corriente de lo que ocurre en Dahl. Ya sabes…, tu sector natal y todo eso.

—¿Y qué opinas?

—No me sorprende en absoluto. ¿A ti sí? El resto de Trantor considera que Dahl no es más que un estercolero. ¿Por qué no iban a estar de acuerdo con las ideas de Joranum?

—¿Tú también estás de acuerdo con ellas?

—Bueno… —Los rasgos de Raych adoptaron una expresión pensativa—. Debo admitir que algunas de las cosas que dice me gustan. Reclama la igualdad para todos. ¿Qué tiene eso de malo?

—Nada en absoluto…, si habla en serio, si es sincero y siempre que no lo utilice como un truco electoral.

—Claro, papá, pero supongo que la mayoría de dahlitas piensan que no tienen nada que perder. La ley dice que son iguales, pero no disfrutan de esa igualdad.

—La igualdad es algo muy difícil de conseguir mediante leyes.

—De acuerdo, pero no supone un consuelo para el desespero.

Seldon pensaba a toda prisa. No había dejado de hacerlo desde que encontró la información en el servicio de noticias.

—Raych, no has estado en Dahl desde que tu madre y yo te sacamos del sector, ¿verdad? —preguntó.

—Claro que sí. Te acompañé durante tu visita a Dahl hace cinco años.

—Sí, sí… —Seldon movió una mano—. Pero eso no cuenta. Nos alojamos en un hotel intersectorial que no tenía nada de dahlita, y si mal no recuerdo, Dors no permitió que salieras solo a la calle en ningún momento. Al fin y al cabo solamente tenías quince años… ¿Te gustaría visitar Dahl solo, sin nadie a quien rendir cuentas…, ahora que ya tienes más de veinte?

Raych dejó escapar una risita.

—Mamá nunca lo permitiría.

—No he dicho que la perspectiva de enfrentarme a ella resulte agradable, pero no tengo intención de pedirle permiso. La pregunta que debes responder es si estarías dispuesto a hacerlo por mí.

—¿Por curiosidad? Claro. Me encantaría ver qué ha ocurrido desde que me marché.

—¿Puedes robar ese tiempo a tus estudios?

—Desde luego. Un par de semanas… Ni siquiera las echaré en falta, y además puedes grabar las clases y ya me pondré al día cuando vuelva. Puedo conseguir el permiso. Después de todo mi padre es miembro del claustro universitario…, a menos que te hayan despedido, papá.

—Todavía no, pero no estaba pensando en unas vacaciones de recreo.

—Me sorprendería mucho lo contrario. Creo que ni siquiera sabes lo que son unas vacaciones o el pasarlo bien, papá… De hecho, me sorprende que conozcas esas palabras.

—No seas impertinente. Cuando vayas allí quiero que hables con Laskin Joranum.

Raych se sorprendió.

—¿Y cómo me las voy a arreglar? No sabré donde encontrarle.

—Estará en Dahl. Se le ha pedido que hable ante el consejo del sector para celebrar la elección de los nuevos consejeros joranumitas. Averiguaremos qué día lo hará y puedes ir allí unos cuantos días antes.

—¿Y cómo conseguiré verle, papá? No creo que reciba muchas visitas sin invitación previa.

—Yo tampoco lo sé, eso lo dejo en tus manos. Cuando tenías doce años habrías sabido cómo arreglártelas. Espero que tu agudo ingenio no se haya obstruido durante los años que han transcurrido desde entonces.

Raych sonrió.

—Ojalá sea así, pero… Imagínate que consigo verle. ¿Qué hago entonces?

—Bueno, averigua todo lo que puedas sobre él, sobre cuáles son sus verdaderos planes y lo que piensa en realidad.

—¿De veras crees que me lo va a decir?

—No me sorprendería nada. Tienes la rara habilidad de inspirar confianza, miserable muchacho… Hablemos del asunto.

Y así lo hicieron repetidamente…

Un confuso torbellino de pensamientos se agitaba en la mente de Seldon. No estaba seguro de cómo acabaría todo aquello, pero no se atrevía a consultar con Yugo Amaryl, Demerzel o (especialmente) Dors porque podrían retenerle. Podrían demostrar que su idea era inútil, y no quería enfrentarse a las hipotéticas pruebas. Lo que había planeado parecía el único camino directo a la salvación, y Seldon no quería verlo bloqueado.

Pero… ¿Existía ese camino? Seldon creía que Raych era la única persona capaz de ganarse la confianza de Joranum, pero no estaba seguro de que fuese la herramienta adecuada para ello. Era dahlita y simpatizaba con las ideas de Joranum. Seldon no sabía hasta qué punto podía confiar en él.

¡Era horrible! Su propio hijo…, hasta entonces, Seldon no había tenido la más mínima desconfianza de Raych.

13

Seldon dudaba de la eficacia de su idea, temía precipitar los acontecimientos en una dirección equivocada, haciendo que se produjeran de forma prematura. Se debatía en una agonía de indecisión constante, por sus dudas al respecto de la capacidad de Raych para desempeñar correctamente el papel asignado…, pero no tenía la menor duda sobre cuál sería la reacción de Dors al enfrentarse con el hecho consumado.

Y no quedó decepcionado…, suponiendo que ésa fuese la palabra más adecuada para expresar su emoción.

Sin embargo, en cierto modo sí quedó decepcionado, pues Dors no emitió el grito de horror que esperaba oír, y para el cual se había estado preparando.

¿Pero cómo podía saberlo? Dors era distinta de las otras mujeres y Seldon nunca la había visto realmente enfadada. Quizá su naturaleza no le permitía un auténtico enfado…, o lo que Seldon consideraba como tal.

Dors se limitó a lanzarle una gélida mirada, y cuando habló usó un tono de voz muy bajo e impregnado de amargura y desaprobación.

—¿Le has enviado a Dahl? ¿Solo?

Casi susurraba. Como si no pudiera creerlo.

Aquel tono de voz tranquilo y suave dejó tan impresionado a Seldon que tardó unos momentos en reaccionar.

—Tenía que hacerlo —replicó por fin con firmeza—. Era necesario.

—Deja que intente comprenderlo. ¿Le has enviado a esa guarida de ladrones, ese cubil de asesinos, esa aglomeración de criminales intergalácticos?

—¡Dors! Siempre que hablas así consigues que me enfade. Creía que sólo una persona cegada por la intolerancia sería capaz de utilizar esa clase de tópicos…

—¿Niegas que Dahl sea como lo he descrito?

—Pues claro que sí. En Dahl hay criminales y suburbios, de acuerdo, y lo sé muy bien. Los dos lo sabemos, pero no todo Dahl es así. Hay criminales y suburbios en todos los sectores, incluso en el sector imperial y en Streeling.

—Hay grados, ¿no? Uno no es igual a diez. Si todos los mundos y todos los sectores conocen el crimen, Dahl es uno de los peores, ¿no crees? El ordenador está ahí. Echa un vistazo a las estadísticas.

—No necesito hacerlo. Dahl es el sector más pobre de Trantor y admito que existe una correlación positiva entre la pobreza, la miseria y el crimen.

—¡Lo admites! ¿Y le enviaste solo? Podrías haber ido con él, o pedirme que le acompañara, o haberle enviado con media docena de compañeros de clase. Estoy segura de que les habría encantado tomarse un descanso.

—Le necesito para algo que exige que esté solo.

—¿Y para qué le necesitas?

Seldon guardó silencio al respecto.

—Conque así están las cosas, ¿eh? —dijo Dors—. ¿No confías en mí?

—Es una especie de apuesta. Sólo yo puedo correr el riesgo. No me atrevo a involucrarte…, ni a ti ni a ninguna otra persona.

—Pero tú no corres riesgo alguno, sino el pobre Raych.

—No correrá ningún riesgo —replicó Seldon con impaciencia—. Tiene veinte años de edad, es joven, vigoroso y tan sólido como un árbol…, y no me refiero a los arbolitos protegidos por cúpulas de cristal que tenemos en Trantor. Estoy hablando de uno de esos árboles auténticos que pueblan los bosques de Helicón…, y además conoce los secretos de la lucha de torsión, los dahlitas no.

—Tú y tu lucha de torsión —dijo Dors en un tono igualmente gélido—. Crees que es la respuesta a todo. Los dahlitas llevan cuchillos…, todos y cada uno de ellos, ¿entiendes? Y estoy segura de que también van armados con desintegradores.

—No lo creo. Las leyes son bastante estrictas en lo que respecta a los desintegradores, y en cuanto a los cuchillos puedo asegurarte que Raych lleva uno encima. ¡Pero si lo lleva incluso en el campus a pesar de ir contra la ley! ¿Acaso crees que no lo llevará en Dahl?

Dors no dijo nada.

Seldon también guardó silencio durante unos minutos, y acabó decidiendo que había llegado el momento de calmarla un poco.

—Oye, lo único que puedo revelar es que tengo la esperanza de que conseguirá ver a Joranum —dijo.

—Oh. ¿Y qué esperas que haga Raych? ¿Conseguir que se arrepienta de su malvada política actual y provocarle tales remordimientos que decida regresar a Micógeno?

—Vamos… No, Dors, en serio, si piensas adoptar esta actitud, hablar del tema no servirá de nada. —Seldon volvió la cabeza hacia la ventana y contempló el cielo gris y azul que se extendía bajo la cúpula—. Lo que espero que haga… —dijo, y durante un momento se le quebró la voz—, es salvar al Imperio.

—Claro. Eso debe de ser mucho más fácil.

—Es lo que espero —dijo Seldon, recobrando la firmeza anterior—. Tú no tienes ninguna solución. Demerzel no tiene ninguna solución, y prácticamente llegó a sugerir que encontrarla es tarea mía. Es lo que estoy intentando, por eso necesito que Raych vaya a Dahl. Después de todo, ya sabes hasta qué punto es capaz de inspirar afecto, ¿no? Ese don funcionó con nosotros, y estoy convencido de que también lo hará con Joranum. Si estoy en lo cierto, puede que todo se acabe arreglando.

Dors abrió un poco más los ojos.

—¿Vas a decirme que te guías por la psicohistoria?

—No, no voy a mentirte. No he llegado al punto en que la psicohistoria pueda servirme como guía, pero Yugo siempre está hablando de la intuición…, y yo también tengo intuición.

—¡La intuición! ¿Qué es? ¡Defínela!

—Es muy sencillo. La intuición es un arte, una peculiaridad de la mente humana que le permite obtener la respuesta correcta a partir de datos incompletos o quizá engañosos.

—Y tú has conseguido esa respuesta correcta.

—Sí, lo he conseguido —dijo Seldon plenamente convencido.

Pero en su fuero interno pensó en lo que no se atrevía a compartir con Dors. ¿Y si el encanto de Raych se había esfumado? O peor aún, ¿y si su conciencia dahlita se fortalecía lo bastante para resultar irresistible?

14

Billibotton era Billibotton: oscura, sinuosa, enorme y sucia Billibotton. Emanaba un aura decadente y, sin embargo, estaba llena de una vitalidad incomparable con ningún otro lugar del Imperio. Raych lo sabía, a pesar de que su experiencia se reducía al mundo de Trantor.

Había visto Billibotton por última vez cuando tenía poco más de doce años, pero incluso las personas parecían las mismas. Seguían exhibiendo una mezcla irreverente de marginación abatida; rebosaban de orgullo sintético y resentimiento malhumorado. Los hombres llevaban la marca de su oscuro y abundante bigote y las mujeres la de sus vestidos en forma de saco que, a los ojos de Raych —envejecidos y familiarizados con el gran mundo—, resultaban tan poco higiénicos como elegantes.

¿Cómo era posible que aquellas mujeres y sus vestidos atrajeran a los hombres? Era una pregunta estúpida, claro. Incluso a los doce años, Raych ya tenía una idea bastante clara de la facilidad y rapidez con que se podían quitar un vestido.

Y allí estaba, perdido en sus pensamientos y recuerdos. Pasó por una calle llena de escaparates e intentó convencerse a sí mismo de que recordaba todos los lugares, y se preguntó si entre aquella gente habría alguien a quien recordar ocho años después. Tal vez sus amigos de infancia…, pero el hecho de recordar algunos de sus apodos no mitigaba la angustia que le producía el haber olvidado sus nombres verdaderos.

De hecho los huecos de su memoria eran enormes. Ocho años no era tanto tiempo, pero suponía dos quintas partes de la existencia de un joven de veinte, y su vida después de abandonar Billibotton había sido tan distinta que todo cuanto la precedió se había esfumado como un sueño nebuloso.

Pero los olores permanecían. Se detuvo delante de una pastelería, un edificio oscuro y bastante feo, y saboreó el aroma de coco que impregnaba la atmósfera, aquel olor al que en otros lugares siempre parecía faltarle algo indefinible. Siempre que habían comprado tartas de coco —incluso cuando eran anunciadas como «hechas al estilo dahlita»—, se habían encontrado con torpes imitaciones del original.

Sintió la irresistible tentación. Bueno, ¿por qué no? Disponía de los créditos necesarios y Dors no estaba allí para arrugar la nariz y preguntarse en voz alta lo limpio —o, seguramente lo sucio— que podía ser el establecimiento. ¿Quién se preocupaba por la limpieza en los viejos tiempos?

El local estaba sumido en la penumbra y sus ojos necesitaron unos momentos para adaptarse a ella. Había unas cuantas mesas con un par de sillas cada una que parecían poco resistentes, y estaba claro que servían para que los clientes consumieran una comida ligera, algo así como té con pastas. Un joven estaba sentado a una mesa con un tazón vacío delante de él. Llevaba una camiseta que en tiempos había sido blanca, y que probablemente habría parecido incluso más sucia si la iluminación hubiera sido mejor.

El pastelero —o, en cualquier caso, el que servía los productos de la pastelería—, salió de la trastienda.

—¿Qué vas a tomar? —preguntó en un tono de voz malhumorado.

—Un cocotero —dijo Raych.

Usó un tono de voz tan poco agradable como el del empleado (nadie nacido en Billibotton era cortés), y empleó la palabra del argot local que recordaba tan bien de los viejos tiempos.

La palabra seguía en circulación, pues el hombre le entregó el artículo que había pedido cogiéndolo con los dedos. Raych-niño no habría encontrado nada de extraño en ello, pero Raych-hombre se sintió un poco sorprendido.

—¿Quieres una bolsa?

—No —dijo Raych—, me lo comeré aquí mismo.

Pagó el precio del artículo, cogió el pastel y le dio un mordisco saboreando la suculenta blandura con los ojos entrecerrados. Cuando era pequeño, disfrutar de un cocotero era una rara delicia que sólo podía permitirse cuando había conseguido el dinero necesario o cuando un amigo temporalmente rico le había ofrecido un mordisco y, casi siempre, cuando había robado uno aprovechando que nadie miraba. Ahora podía comprar todos los que le diera la gana.

—Eh —dijo una voz.

Raych abrió los ojos. Era el joven de la mesa que le observaba con el ceño fruncido.

—¿Hablas conmigo, chaval? —le preguntó Raych afablemente.

—Sí. ¿Qué estás haciendo?

—Me estoy comiendo un cocotero. ¿Te importa?

Utilizar la forma de hablar seca y cortante típica de Billibotton fue una reacción automática, surgida sin el más mínimo esfuerzo.

—¿Y qué haces en Billibotton?

—Nací aquí y me crié aquí. En una cama, no en la calle como tú.

El insulto brotó de sus labios con sorprendente facilidad, como si no hubiera salido nunca de Billibotton.

—¿De veras? Pues vas muy bien vestido para ser de Billibotton. Muy elegante, sí señor… Apestas a perfume —dijo el joven, y alzó un dedo meñique para sugerir afeminamiento.

—No pienso decir nada de la peste que echas tú. He visto mundo.

—¿Has visto mundo? Cha-cha-chaaan… —Dos hombres entraron en la pastelería. Raych frunció ligeramente el ceño porque no estaba seguro de si les habían avisado. El joven de la mesa se volvió hacia los recién llegados—. Este tipo ha visto mundo. Dice que nació en Billibotton.

Uno de los recién llegados obsequió a Raych con un saludo burlón y una sonrisa en la que no había ni rastro de buen humor o afabilidad. Tenía los dientes oscurecidos.

—Qué bien, ¿no? Siempre alegra ver a un chico de Billibotton al que le han ido bien las cosas… Eso le da la oportunidad de ayudar a los pobres infortunados del sector con… Bueno, con créditos, por ejemplo. Supongo que te sobrarán un par de créditos para los pobres, ¿eh?

—¿Cuántos créditos lleva encima, señor? —preguntó el otro recién llegado.

La sonrisa ya había desaparecido.

—Eh —dijo el hombre de detrás del mostrador—. Salid todos de mi local ahora mismo. No quiero jaleo aquí dentro.

—No habrá ningún jaleo —dijo Raych—. Me marcho.

Se dispuso a salir de la pastelería, pero el joven sentado a la mesa extendió una pierna y la interpuso en su camino.

—No te vayas, amigo. Echaremos de menos tu compañía.

El hombre de detrás del mostrador cruzó la puerta de la trastienda. Evidentemente se temía lo peor.

Raych sonrió.

—Veréis, chicos, recuerdo que cuando vivía en Billibotton iba caminando con mi viejo y mi vieja, y diez tipos nos pararon en la calle. Diez. Los conté, ¿sabéis? Tuvimos que ocuparnos de ellos…

—Ah, ¿sí? —murmuró el que había estado hablando con Raych—. ¿Tu viejo se ocupó de diez tipos?

—¿Mi viejo? No, qué va… Él no es de los que pierden el tiempo con esas cosas. No, fue mi vieja la que se encargó de ellos…, y yo soy más duro que ella, vosotros sois tres, así que si no os importa… Largo, ¿entendido?

—Claro. Basta con que antes nos des todo tu dinero. Y algo de ropa también.

El joven de la mesa se levantó. Tenía un cuchillo en la mano.

—Vaya —dijo Raych—. Me vais a hacer perder el tiempo, ¿eh?

Había terminado su cocotero y dio media vuelta. Después se agarró a la mesa moviéndose con la rapidez del pensamiento mientras su pierna derecha salía hacia delante, impactando certeramente con la punta de su pie en la ingle del joven armado.

Su adversario se derrumbó dejando escapar un grito enronquecido. Raych impulsó la mesa hacia arriba aprisionando al segundo hombre contra la pared, mientras su brazo derecho, rápido como el rayo, golpeaba la laringe del tercer hombre, quien tosió y cayó al suelo.

Todo había ocurrido en un par de segundos.

—Y ahora, ¿quién de vosotros quiere moverse? —preguntó Raych con un cuchillo en cada mano.

Los tres se miraron sin moverse.

—En tal caso, me voy —dijo Raych.

Pero el empleado, refugiado en la trastienda, debió de pedir ayuda, pues en aquel instante tres hombres entraron en la pastelería mientras el empleado gritaba: «¡Problemas, sólo crean problemas!»

Los recién llegados vestían de forma idéntica y llevaban un uniforme que Raych nunca había visto. Las perneras de los pantalones estaban metidas en las botas, las holgadas camisetas de color verde quedaban ceñidas por cinturones y un extraño sombrero semiesférico, vagamente cómico, cubría sus cabezas. En el hombro izquierdo de cada camiseta se veían las letras GJ.

Los tres hombres tenían la apariencia típica del dahlita, pero su bigote era un poco distinto al corriente. Los bigotes eran abundantes y negros, pero estaban cuidadosamente recortados al nivel del labio y sus propietarios no permitían que alcanzaran una frondosidad excesiva. Raych se permitió una risita silenciosa. Les faltaba el valor de su bigote, pero tenía que admitir que resultaban elegantes y transmitían una impresión de limpieza.

—Soy el cabo Quinber —dijo el líder de los tres hombres—. ¿Qué ha estado ocurriendo aquí?

Los billibottonenses derrotados ya habían empezado a ponerse en pie, y ninguno de los tres parecía hallarse en muy buen estado. Uno de ellos seguía doblado sobre sí mismo, otro se frotaba la garganta y el tercero actuaba como si tuviera un hombro dislocado.

El cabo les contempló con una expresión vagamente filosófica mientras sus dos hombres se colocaban delante de la puerta. Después se volvió hacia Raych, el único que parecía intacto.

—¿Eres de Billibotton, chico?

—Nací y me crié aquí, pero he vivido ocho años en otro sitio.

Raych dejó que el acento de Billibotton se debilitara, pero seguía presente, por lo menos en la medida en que también lo estaba en la forma de hablar del cabo. Dahl no se limitaba a Billibotton, y algunas zonas aspiraban a civilizadas e incluso elegantes.

—¿Son ustedes agentes de algún cuerpo de seguridad? —preguntó Raych—. Me parece que no recuerdo el uniforme que…

—No somos agentes de ningún cuerpo de seguridad. No encontrarás muchos en Billibotton. Somos de la guardia de Joranum, y mantenemos la paz y el orden en Billibotton. Conocemos a estos tipos y ya habían sido advertidos. Nos ocuparemos de ellos, pero nuestro auténtico problema eres tú, muchacho. Dame tu nombre y número de referencia.

Raych se los dio y explicó lo sucedido.

—¿Y qué habías venido a hacer aquí?

—Eh, oiga, ¿tiene derecho a interrogarme? —preguntó Raych—. Si no son agentes de seguridad…

—Escucha —dijo el cabo, y su voz se endureció de repente—, no lo pongas en duda. Somos la única Policía que hay en Billibotton y tenemos el derecho a interrogarte porque nos lo hemos tomado. Dices que le diste una paliza a esos tres hombres y te creo, pero no podrás dárnosla a nosotros. No se nos permite llevar desintegradores…

El cabo sacó lentamente un desintegrador de su bolsillo.

—Y ahora cuéntame qué has venido a hacer aquí.

Raych dejó escapar un suspiro. Si hubiera ido directamente a una sala de sector, tal y como tendría que haber hecho, si no hubiera perdido el tiempo sumergiéndose en la nostalgia de Billibotton y los cocoteros…

—Estoy aquí para ver al señor Joranum en relación con un asunto muy importante —dijo—, y ya que ustedes parecen formar parte de su organi…

—¿Quieres ver al líder?

—Sí, cabo.

—¿Con dos cuchillos encima?

—Son para defenderme. No pensaba llevarlos cuando fuese a ver al señor Joranum.

—Eso es lo que tú dices… Bien, amigo, vendrás con nosotros para ser sometido a un interrogatorio. Llegaremos al fondo de este asunto. Puede que haga falta algún tiempo, pero lo haremos.

—Pero no tienen ningún derecho a retenerme. No son ninguna fuerza legal…

—Bueno, encuentra alguien a quien quejarte. Hasta entonces eres nuestro.

Los cuchillos fueron confiscados, y Raych tuvo que acompañarles.

15

Cleón ya no era el apuesto y joven monarca de los hologramas. Quizá seguía siéndolo —en los hologramas, claro—, pero su espejo le mostraba una realidad muy distinta. Su último cumpleaños se había celebrado con la pompa y el ritual habituales, pero eso no impedía que fuera el número cuarenta de su vida.

El emperador no encontraba nada malo al hecho de tener cuarenta años. Su salud era perfecta. Había engordado un poco, pero no demasiado. Su rostro quizás habría envejecido de no ser por los microajustes a que se sometía periódicamente y que proporcionaban a su piel una apariencia ligeramente esmaltada.

Llevaba dieciocho años ocupando el trono —su reinado ya era uno de los más prolongados del siglo— y tenía la impresión de que nada le impediría reinar cuarenta años más y, quizás, acabar teniendo el reinado más largo de la historia imperial.

Cleón volvió a contemplarse en el espejo y pensó que su aspecto era un poquito mejor si no actualizaba la tercera dimensión.

Demerzel, en cambio… El fiel, necesario y siempre digno de confianza, e insoportable Demerzel no había cambiado en lo más mínimo. Seguía teniendo el mismo aspecto de siempre y, por lo que sabía Cleón, no se había sometido a ningún microajuste. Naturalmente Demerzel era muy reservado al respecto, así que… Y nunca había sido joven, por supuesto. Cuando servía al padre de Cleón y él era el Príncipe Imperial, su aspecto ya no tenía nada de juvenil, y ahora tampoco había ningún signo jovial en su aspecto. Cleón se preguntó si no sería preferible haber tenido aspecto de viejo desde el principio para evitar el cambio posterior.

¡El cambio!

Eso le recordó que había llamado a Demerzel por un motivo concreto, y no para que permaneciera de pie mientras el emperador estaba absorto en sus pensamientos. Demerzel interpretaría un exceso de meditación imperial como un indicio de vejez.

—Demerzel —dijo.

—¿Alteza?

—Ese tal Joranum… Estoy harto de oír hablar de él.

—No hay ninguna razón por la que debierais oír hablar de él, Alteza. Es uno de esos fenómenos arrojados a la superficie de las noticias por un tiempo y que acaban por desaparecer.

—Pero no desaparece.

—A veces esa desaparición se hace esperar, Alteza.

—¿Qué opinas de él, Demerzel?

—Es peligroso, y goza de cierta popularidad. Es precisamente la popularidad la que lo convierte en peligroso.

—Si opinas que es peligroso y a mí me parece molesto e irritante, ¿por qué debemos esperar? ¿No se le puede meter en la cárcel, ejecutar o hacer algo con él?

—Alteza, la situación política de Trantor es delicada…

—Siempre lo ha sido. ¿Cuándo has dicho que fuera otra cosa aparte de delicada?

—Vivimos una época muy delicada, Alteza. Actuar de forma evidente en su contra resultaría inútil si sólo sirviese para exacerbar el peligro.

—No me gusta. Puede que no haya leído mucho, un emperador no tiene mucho tiempo para leer, pero conozco la suficiente historia imperial para saber que ha habido bastantes casos de individuos llamados populistas que se han adueñado del poder en el último par de siglos. Todos y cada uno de ellos convirtieron al emperador reinante en una mera figura decorativa. No deseo verme convertido en algo parecido, Demerzel.

—Eso es impensable, Alteza.

—Si continúas sin hacer nada no lo será.

—Estoy intentando tomar medidas, Alteza, pero actúo con la máxima cautela.

—Bien, por lo menos sé de alguien que no es tan cauteloso como tú. Hace cosa de un mes un profesor de la universidad…, un profesor, acabó con lo que podría haberse convertido en un disturbio joranumita sin ayuda de nadie. Intervino en el momento preciso y les dispersó.

—Cierto, Alteza, eso es lo que hizo. ¿Cómo ha llegado a vuestros oídos?

—Porque se trata de cierto profesor en quien estoy interesado. ¿Cómo es que no me has hablado del asunto?

—¿Creéis que sería oportuno que os molestara con todos los detalles insignificantes que pasan por mi escritorio? —replicó Demerzel en un tono casi obsequioso.

—¿Insignificantes? El hombre que actuó era Hari Seldon.

—Cierto, ése es su nombre.

—Un nombre familiar, por cierto. Hace varios años presentó un trabajo en la última Convención Decenal muy interesante, ¿verdad?

—Sí, Alteza.

Cleón pareció complacido.

—Como puedes ver tengo buena memoria. No dependo de mi personal para todo. Hablé con ese tal Seldon a propósito del trabajo presentado, ¿no?

—Vuestra memoria es realmente intachable, Alteza.

—¿Qué ha sido de su idea? Se trataba de un artefacto para predecir el futuro, ¿no? Mi intachable memoria no recuerda cómo se llamaba.

—Psicohistoria, Alteza. No era exactamente un artefacto para predecir el futuro, sino una teoría relativa a las formas de predecir las tendencias generales de la historia humana.

—¿Y qué ha sido de ella?

—Nada, Alteza. Tal y como os expliqué en su momento, la idea no demostró practicidad alguna. Se trataba de una idea pintoresca y llamativa, pero inútil.

—Sin embargo, ese hombre fue capaz de actuar para detener lo que podría haber sido un grave disturbio. ¿Se habría atrevido a hacerlo si no hubiera sabido de antemano que tendría éxito? ¿Acaso lo que hizo no prueba que esa…, esa psicohistoria suya funciona?

—Alteza, sólo prueba que Hari Seldon es un temerario. Aunque en el caso de que la teoría psicohistórica fuera susceptible de aplicación práctica, no habría arrojado resultados relativos a una sola persona o acción individual.

—Tú no eres matemático, Demerzel. El matemático es Seldon, y creo que ha llegado el momento de que vuelva a hablar con él. Después de todo, no falta mucho para que se celebre la próxima Convención Decenal.

—Sería un desperdicio de…

—Demerzel, lo deseo. Ocúpate de ello.

—Sí, Alteza.

16

Raych escuchaba con una impaciencia terrible que intentaba disimular. Estaba sentado en una celda improvisada, situada en la zona más recóndita de Billibotton, hasta la que había sido conducido por callejones que ya no recordaba. (Él, que en los viejos tiempos habría recorrido aquellos mismos callejones sin vacilación alguna, y despistando a cualquier perseguidor…)

El hombre que estaba con él llevaba el atuendo verde de la guardia joranumita y tenía que ser un misionero, un especialista en lavado de cerebros o una especie de teólogo fracasado. En cualquier caso, dijo que se llamaba Sandor Nee, y le estaba soltando un discurso larguísimo que había aprendido de memoria y que recitaba con un marcado acento dahlita.

—Si los habitantes de Dahl quieren disfrutar de la igualdad deben demostrar que son dignos de ella. Un buen gobierno, una conducta tranquila y placeres discretos son todos los requisitos. La agresividad y los cuchillos son los argumentos de otros sectores para justificar su intolerancia. Debemos ser limpios de palabra y…

—Estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho, guardia Nee —le interrumpió Raych—, pero he de ver al señor Joranum.

El guardia Nee movió lentamente la cabeza de un lado a otro.

—No puedes hacerlo a menos que tengas una cita previa o algún permiso especial.

—Oiga, soy hijo de un importante profesor de la Universidad de Streeling…, un profesor de matemáticas.

—No conozco a ningún profesor. Creí que habías dicho que naciste en Dahl.

—Pues claro que he nacido en Dahl. ¿Es que no se nota mi acento?

—¿Tu padre profesor de universidad? No me parece muy probable.

—Bueno, es mi padre adoptivo.

El guardia asumió con indiferencia la revelación y acabó por volver a menear la cabeza.

—¿Conoces a alguien en Dahl?

—La madre Rittah me reconocerá.

(Cuando la conoció era ya muy vieja. Podía estar en pleno estado senil… o muerta.)

—Nunca he oído hablar de ella.

(¿Quién más? No conocía a nadie cuyo nombre tuviera alguna probabilidad de abrirse paso a través del duro cráneo del hombre sentado frente a él. Su mejor amigo era otro chico llamado Sobón…, al menos ése era el nombre con que él le había conocido. Raych estaba desesperado, pero ni aun así podía imaginarse diciendo «¿Conoce a alguien de mi edad llamado Sobón?».)

—Está Yugo Amaryl —dijo por fin.

Una tenue lucecita pareció encenderse en los ojos de Nee.

—¿Quién?

—Yugo Amaryl —se apresuró a repetir Raych—. Trabaja para mi padre adoptivo en la universidad.

—¿También es dahlita? ¿Es que en la universidad todos son dahlitas?

—No, sólo él y yo. Había sido calorero.

—¿Y qué está haciendo en la universidad?

—Mi padre le sacó de los pozos de calor hace ocho años.

—Bueno… Enviaré a alguien.

Raych tuvo que esperar. Aun suponiendo que escapara al laberinto de callejones y pasadizos de Billibotton, ¿dónde podía ir sin que fuera capturado en cuestión de segundos?

Transcurrieron veinte minutos antes de que Nee volviera con el cabo que había arrestado a Raych. Raych pensó que el cabo quizá tendría algo de cerebro, y sintió una débil esperanza.

—¿Quién es ese dahlita al que conoces? —preguntó el cabo.

—Se llama Yugo Amaryl, cabo. Era calorero. Mi padre le conoció en Dahl hace ocho años y se lo llevó consigo a la Universidad de Streeling.

—¿Y por qué lo hizo?

—Pensó que Yugo podría hacer cosas más importantes que su trabajo de calorero, cabo.

—¿Como cuáles?

—Matemáticas. Él…

El cabo alzó una mano.

—¿En qué pozo de calor trabajaba?

Raych tuvo que pensar durante unos momentos antes de responder.

—Por aquel entonces yo era un crío, pero creo que trabajaba en el C-2.

—Bastante cerca. El C-3.

—¿Lo conoce, cabo?

—No personalmente, pero es una historia famosa en todos los pozos de calor, yo también he trabajado allí…, así que quizá fue así como te enteraste de ella. ¿Tienes alguna prueba de que realmente conoces a Yugo Amaryl?

—Oiga, deje que le explique lo que me gustaría hacer. Voy a escribir mi nombre y el de mi padre en un trozo de papel, y luego añadiré una palabra. Póngase en contacto de la forma que quiera con alguien importante del séquito del señor Joranum, el señor Joranum estará en Dahl mañana, ¿no?, y léale mi nombre, el nombre de mi padre y esa palabra. Si no sucede nada supongo que permaneceré aquí hasta que me pudra, pero francamente no creo que pase eso. De hecho, estoy seguro de que me sacarán de aquí tres segundos después, y de que usted obtendrá un ascenso por haber transmitido la información. Si se niega a hacer lo que le pido, cuando descubran que estoy aquí, y lo descubrirán, se encontrará en la situación más apurada que pueda imaginar. Después de todo, si sabe que Yugo Amaryl se marchó de Dahl con un matemático importante, intente decirse a sí mismo que ese matemático es mi padre. Se llama Hari Seldon.

El rostro del cabo indicó claramente que el nombre no le resultaba desconocido.

—¿Cuál es la palabra que quieres escribir en el trozo de papel? —preguntó.

—Psicohistoria.

El cabo frunció el ceño.

—¿Qué es eso?

—No importa. Usted limítese a transmitir la información y ya veremos qué ocurre.

El cabo le entregó una hojita de papel arrancada de un cuadernillo de anotaciones.

—De acuerdo. Escribe todo eso y ya veremos qué ocurre.

Raych se dio cuenta de que temblaba. Tenía muchas ganas de saber qué ocurriría. Todo dependería de cuál fuese la persona con la que hablara el cabo y del poder que pudiera contener la palabra.

17

Hari Seldon observó cómo se formaban las gotas de lluvia sobre las ventanillas del vehículo terrestre imperial, y sintió una insoportable punzada de nostalgia.

Era la segunda vez en ocho años de estancia en Trantor, que se le ordenaba visitar al emperador en la única extensión de terreno desprotegida existente en el planeta, y el tiempo había sido malo en las dos ocasiones. La primera visita tuvo lugar poco después de su llegada a Trantor, y el mal tiempo no le molestó excesivamente, porque estaba acostumbrado. Después de todo en Helicón, su planeta natal, las tormentas no eran nada raro, especialmente en la zona donde había crecido.

Pero ya llevaba ocho años viviendo en un clima falso donde las tormentas eran reguladas mediante ordenadores, produciéndose a intervalos aleatorios, con lloviznas artificiales durante las horas dedicadas al sueño. Los vendavales furiosos eran sustituidos por brisas, no había ningún extremo de frío o calor, sólo pequeños cambios que obligaban a desabrochar algún botón de la camisa o a cambiar de chaqueta. Sin embargo, había llegado a oír quejas motivadas por aquellas mínimas desviaciones del promedio.

Hari contemplaba una lluvia de verdad cayendo cansinamente de un cielo frío. Hacía años que no veía algo semejante, y le encantaba porque era real y no una imitación. Le recordaba a Helicón, su juventud, los días en los que apenas tenía nada de qué preocuparse, y se preguntó si podría convencer al conductor para que fuese al palacio por la ruta más larga.

¡Imposible! El emperador quería verle y el trayecto en vehículo terrestre resultaba bastante largo, incluso avanzando en línea recta sin ningún tráfico. El emperador no podía esperar, naturalmente.

Seldon se encontró con un Cleón distinto al que había visto hacía ocho años. Había engordado unos cinco kilos, daba la impresión de estar de mal humor y la piel de sus mejillas y de las comisuras de sus ojos estaba tensa. Hari reconoció los resultados de un exceso de microajustes, y sintió compasión de Cleón, pues pese a todo su poder y arrogancia, el emperador no podía hacer nada para detener el paso del tiempo.

Cleón recibió a Hari Seldon a solas, y en la misma habitación lujosamente amueblada donde se había producido su primer encuentro. Seldon esperó a que el emperador se dirigiera a él, tal y como era costumbre; así lo hizo después de contemplarle por unos momentos.

—Me alegra verle, profesor —dijo el emperador en un tono de voz afable y tranquilo—. Prescindamos de las formalidades, tal y como hicimos durante nuestra entrevista anterior.

—Sí, Alteza —dijo Seldon con voz algo tensa.

Ser informal porque el emperador te lo ordenaba, podía resultar arriesgado en un momento de efusividad.

Cleón hizo un gesto imperceptible y la habitación cobró vida en un torbellino de actividad automatizada. La mesa se preparó a sí misma y los platos empezaron a aparecer. Seldon quedó tan confuso que se le escaparon los detalles del proceso.

—¿Cenará conmigo, Seldon? —preguntó el emperador como si la idea fuera improvisada.

Cleón había usado el tono de voz correspondiente a una pregunta, pero se las había arreglado para darle la fuerza de una orden.

—Me sentiría muy honrado, Alteza —dijo Seldon, y lanzó una cautelosa mirada a lo que le rodeaba. Sabía muy bien que nadie hacía preguntas al emperador, pero no veía ninguna forma de evitarlas—. ¿El primer ministro no cenará con nosotros? —murmuró, disimulando la pregunta todo lo posible.

—No —dijo Cleón—. Tiene otras cosas de las que ocuparse en estos momentos, y de todas formas deseo que hablemos en privado.

Comieron en silencio durante unos minutos. Cleón no apartaba los ojos de su rostro, y Seldon trataba de sonreír. No tenía fama de cruel y mucho menos de irresponsable, pero en teoría podía arrestar a Seldon acusándole de cualquier cosa, y si el emperador deseaba ejercer su influencia, era muy posible que el caso jamás llegara a los tribunales. No llamar la atención era la mejor política cuando se trataba con él, y en aquellos momentos Seldon no podía emplearla.

Estaba seguro de que cuando los guardias armados le llevaron al palacio ocho años antes, todo podría haber sido peor, pero eso no hacía que Seldon se sintiera aliviado.

Cleón decidió romper el silencio.

—Seldon —dijo—, el primer ministro me es muy útil, pero a veces tengo la sensación de que la gente piensa que carezco de cerebro. ¿Cree que carezco de cerebro?

—Nunca he pensado eso, Alteza —dijo Seldon con voz serena.

—No lo creo. Bien, el caso es que tengo un cerebro y recuerdo que cuando llegó a Trantor estaba empezando a juguetear con algo llamado psicohistoria.

—Alteza, estoy seguro de que también recordaréis que entonces os expliqué que se trataba de una teoría matemática sin aplicaciones prácticas —replicó Seldon en voz baja.

—Eso es lo que me dijo. ¿Sigue afirmándolo?

—Sí, Alteza.

—¿Ha estado trabajando en esa teoría desde entonces?

—De vez en cuando me distraigo con ella, pero nunca he obtenido ningún resultado tangible. Por desgracia, el caos siempre interfiere y la predicibilidad no es…

El emperador le interrumpió.

—Hay un problema concreto que quiero que intente resolver… Sírvase algo de postre, Seldon. Es muy bueno.

—¿Cuál es el problema, Alteza?

—Un hombre llamado Joranum. Demerzel me ha dicho…, oh, con muchísima cortesía, desde luego…, que no puedo arrestarle y que no puedo utilizar la fuerza armada para aplastar a sus seguidores. Dice que sólo serviría para empeorar la situación.

—Si el primer ministro lo dice, supongo que será verdad.

—Pero yo no quiero que Joranum… Bien, no estoy dispuesto a que me convierta en su marioneta. Demerzel no hace nada.

—Seguro que hace cuanto puede, Alteza.

—Una cosa es segura, y es que si está trabajando para resolver el problema no me ha informado de ello.

—Alteza, eso puede deberse a un deseo natural de manteneros por encima de la conciencia política cotidiana. El primer ministro quizá opina que si Joranum llegara a…, llegara a…

—Adueñarse del poder —dijo Cleón con una repugnancia infinita.

—Sí, Alteza… Mirad, dar la impresión de que sentís una animadversión personal hacia él no sería prudente. La estabilidad del Imperio exige que no tengáis ningún contacto con ese tipo de situaciones.

—Preferiría asegurar la estabilidad del Imperio sin Joranum. ¿Qué sugiere, Seldon?

—¿Yo, Alteza?

—Sí, Seldon, usted —dijo Cleón con cierta impaciencia—. Permítame decirle que no creo su afirmación de que la psicohistoria no es más que un juego. Demerzel sigue favoreciéndole con su amistad. ¿Acaso cree que soy tan idiota como para no saberlo? Demerzel espera algo de usted. Espera que ponga la herramienta de la psicohistoria en sus manos, y como no soy idiota, yo también lo espero. Seldon, ¿está a favor de Joranum? ¡Quiero la verdad!

—No, Alteza. Le considero un terrible peligro para el Imperio.

—Muy bien. Le creo. Tengo entendido que interrumpió un acto celebrado en el recinto de su universidad que podría haberse convertido en un disturbio joranumita…, sin ayuda de nadie.

—Fue un arrebato, Alteza.

—Dígale eso a los idiotas, no a mí. Usó la psicohistoria para averiguar qué ocurriría.

—¡Alteza!

—No proteste. ¿Qué está haciendo respecto a Joranum? Si está del lado del Imperio tiene que hacer algo.

—Alteza —dijo cautelosamente Seldon, no muy seguro de hasta dónde sabía el emperador—, he enviado a mi hijo al sector de Dahl para que hable con Joranum.

—¿Por qué?

—Mi hijo es dahlita…, y muy astuto. Quizá descubra algo que nos sea de utilidad.

—¿Quizá?

—Sólo quizá, Alteza.

—¿Me mantendrá informado?

—Por supuesto, Alteza.

—Ah, Seldon… No me diga que la psicohistoria no es más que un juego y que no existe, porque no es lo que quiero oír. Espero que haga algo respecto a Joranum. En cuanto a qué pueda ser…, no lo sé, pero debe hacer algo. Es mi deseo. Puede marcharse.

Seldon volvió a la Universidad de Streeling en un estado de ánimo mucho más sombrío que cuando había salido de ella. Cleón no parecía dispuesto a aceptar el fracaso.

Todo dependía de Raych.

18

Raych estaba sentado en la antesala de un edificio público de Dahl en el que nunca había entrado —en el que nunca podría haber entrado—, cuando era un jovencito harapiento; y siendo sincero consigo mismo, tenía que reconocerse un poco inquieto, como si se encontrara en un lugar prohibido.

Intentaba aparentar cierta tranquilidad, cierta confianza y simpatía.

Su padre había dicho que era una cualidad propia de él, pero Raych nunca llegó a ser del todo consciente. Si era un don natural, de haber exagerado para parecer lo que ya era, probablemente habría desaparecido.

Intentó relajarse observando a un funcionario que trabajaba con un ordenador. El funcionario no era dahlita. De hecho, era Gambol Deen Namarti, y había acompañado a Joranum durante la entrevista con su padre, a la que también había asistido Raych.

De vez en cuando, Namarti alzaba la vista hacia Raych y le lanzaba una mirada hostil. Raych se había apercibido de que su don de inspirar afecto y simpatía no parecía funcionar con Namarti.

Raych no intentó replicar a su hostilidad con Namarti con una sonrisa amistosa. Esa reacción habría parecido demasiado forzada, y se limitó a esperar. Había llegado hasta allí, y si Joranum se presentaba, tal y como esperaba, Raych tendría la ocasión de hablar con él.

Joranum entró de repente. Lucía su sonrisa pública impregnada de calor humano y confianza en sí mismo. Namarti alzó una mano y Joranum se detuvo. Los dos hombres hablaron en voz baja mientras Raych les observaba con mucha atención e intentaba fingir sin éxito que no estaba allí. Raych dedujo que Namarti se oponía a la entrevista, y eso le irritó un poco.

Joranum miró a Raych, sonrió y apartó a Namarti a un lado. Raych supo que Namarti quizá fuera el cerebro del equipo, pero obviamente era Joranum quien poseía el carisma.

Joranum fue hacia él y le ofreció una mano regordeta y algo húmeda.

—Bien, bien… El joven del profesor Seldon. ¿Qué tal estás?

—Estupendamente, señor, gracias.

—Tengo entendido que tuviste algunos problemas para llegar hasta aquí.

—No demasiados, señor.

—Confío en que habrás traído un mensaje de tu padre. Espero que haya decidido reconsiderar su postura y unirse a mí en la gran cruzada.

—No lo creo, señor.

Joranum frunció el ceño.

—¿Has venido aquí sin que él lo sepa? —preguntó.

—No, señor. Él me envió.

—Comprendo… ¿Tienes hambre, muchacho?

—Por el momento no, señor.

—¿Te importa que coma? No dispongo de mucho tiempo para dedicar a los pequeños placeres de la vida —dijo Joranum esbozando una gran sonrisa.

—Desde luego que no, señor.

Fueron juntos hacia una mesa y se sentaron. Joranum desenvolvió un bocadillo y le dio un mordisco.

—¿Y por qué te ha enviado a verme, hijo? —preguntó con la voz ligeramente ahogada por el trozo de bocadillo que tenía en la boca.

Raych se encogió de hombros.

—Creo que quizá pensó que descubriría algo sobre usted para utilizar en su contra. Es uña y carne con el primer ministro Demerzel.

—¿Tú no?

—No, señor. Yo soy dahlita.

—Ya sé que lo eres, mi joven Seldon, pero… ¿Qué significa eso?

—Significa que me siento oprimido, que estoy de su lado y que quiero ayudarle. Naturalmente, no quiero que mi padre se entere.

—No hay ninguna razón por la que deba llegar a saberlo. ¿Y cómo te propones ayudarme? —Joranum lanzó una rápida mirada a Namarti, quien estaba apoyado en su escritorio escuchándoles con los brazos cruzados y una expresión cada vez más sombría—. ¿Sabes algo sobre la psicohistoria?

—No, señor. Mi padre nunca me habla de eso…, y si lo hiciera no le entendería. Creo que no está llegando a ninguna parte.

—¿Estás seguro?

—Claro que estoy seguro. Un tipo que trabaja con mi padre… Yugo Amaryl, que también es dahlita, ha hablado de eso algunas veces. Estoy seguro de que no ha habido ninguna novedad importante.

—¡Ah! ¿Y crees que yo podría ver a Yugo Amaryl?

—No lo creo. No aprecia mucho a Demerzel, pero haría cualquier cosa por mi padre. Nunca le llevaría la contraria.

—¿Y tú? ¿Lo harías?

Raych puso cara de sentirse muy incómodo.

—Soy dahlita —dijo con voz malhumorada.

Joranum se aclaró la garganta.

—Entonces deja que te lo vuelva a preguntar… ¿Cómo te propones ayudarme, muchacho?

—Puedo contarle algo que quizá no crea.

—¿De veras? Ponme a prueba. Si no lo creo te lo diré.

—Es sobre Eto Demerzel, el primer ministro…

—¿Y bien?

Raych se removió nerviosamente y miró a su alrededor.

—Sólo Namarti y yo.

—De acuerdo. Entonces escúcheme con atención… Ese hombre, Demerzel… Bueno, en realidad no es un hombre. Es un robot.

—¿Qué? —estalló Joranum.

Raych tuvo la impresión de que debía explicarse.

—Un robot es un hombre mecánico, señor. No es humano, es una máquina.

Namarti se apresuró a intervenir.

Jo-Jo, no creas ni una sola palabra. Es ridículo…

Joranum le hizo callar levantando una mano. Le ardían los ojos.

—¿Por qué has dicho eso?

—Mi padre estuvo en Micógeno hace tiempo, y me lo contó. En Micógeno hablan mucho de robots.

—Sí, ya lo sé. Por lo menos, eso es lo que he oído comentar.

—Los micogenitas creen que hubo un tiempo en el que sus antepasados usaban los robots para muchas cosas, pero que fueron destruidos.

Namarti entrecerró los ojos.

—Pero, ¿qué te hace pensar que Demerzel es un robot? Por lo poco que he oído de esas fantasías, los robots son metálicos, ¿no?

—Así es —se apresuró a decir Raych—. Pero también he oído que unos cuantos eran idénticos a los seres humanos y que vivían eternamente…

Namarti negó violentamente con la cabeza.

—¡Leyendas! ¡Leyendas ridículas! Jo-Jo, ¿por qué estamos escuchando…?

Pero Joranum le interrumpió en seguida.

—No, G.D., quiero escuchar lo que tenga que decir. Yo también he oído hablar de esas leyendas.

—Son tonterías, Jo-Jo.

—No te precipites al decir que son «tonterías», y aun suponiendo que lo fueran, las personas viven y mueren por tonterías. Lo importante no es lo que existe, sino lo que la gente cree que existe. Bien, muchacho, dejando a un lado las leyendas… Supongamos que los robots existen. Entonces, ¿qué hay de particular en Demerzel que te impulse a afirmar que es un robot? ¿Te lo ha dicho él?

—No, señor —dijo Raych.

—¿Te lo ha dicho tu padre? —preguntó Joranum.

—No, señor. No me lo ha dicho nadie, pero estoy seguro de que es un robot.

—¿Por qué? ¿Qué te hace estar tan seguro?

—Es…, es algo extraño que hay en él. No cambia. No parece envejecer. No muestra emociones, es insensible. Hay algo en él que…, bueno parece como si estuviera hecho de metal.

Joranum se reclinó en su asiento y contempló a Raych durante unos momentos. Casi se podía oír el zumbido de sus pensamientos.

—Supongamos que es un robot, muchacho —dijo por fin—. ¿Por qué debería importarte? ¿En qué te afecta?

—Pues claro que me importa —dijo Raych—. Soy un ser humano. No quiero ver a un robot controlando el Imperio.

Joranum se volvió hacia Namarti y movió una mano en un gesto de aprobación entusiástica.

—¿Has oído eso, G.D.? «Soy un ser humano. No quiero ver a un robot controlando el Imperio…» Llévale a la holovisión y haz que lo repita. Haz que lo repita una y otra vez hasta que haya quedado grabado en el cerebro de todos los habitantes de Trantor…

—Eh —exclamó Raych, quien por fin había recuperado el aliento—. No puedo decir eso en la holovisión. No puedo permitir que mi padre descubra que…

—No, tranquilo —se apresuró a decir Joranum—. No podemos permitirlo. Nos limitaremos a citar las palabras. Ya encontraremos a otro dahlita… Usaremos a una persona de cada sector expresándose en su propio dialecto, pero el mensaje siempre será el mismo: «No quiero ver a un robot controlando el Imperio.»

—¿Y qué ocurrirá cuando Demerzel demuestre que no es un robot? —preguntó Namarti.

—Oh, vamos —dijo Joranum—. ¿Cómo va a demostrarlo? Le resultará imposible… Es psicológicamente imposible. ¿Qué va a hacer? El gran Demerzel, el poder oculto tras el trono, el hombre que ha manipulado los hilos que controlan a Cleón I durante estos años, y los que controlaban a su padre antes de que él mismo subiera al trono… ¿Crees que bajará del pedestal y se dirigirá a los súbditos gimoteando que es un ser humano? Eso resultaría tan destructivo como el que fuese un robot. G.D., tenemos atrapado al enemigo en una situación en la que, inevitablemente, saldrá perdiendo, y todo se lo debemos a este joven maravilloso.

Raych se ruborizó.

—Te llamas Raych, ¿verdad? —dijo Joranum—. En cuanto nuestro partido se lo pueda permitir, te demostraré que no olvidamos los favores. Dahl será bien tratado y tú disfrutarás de una buena posición con nosotros. Algún día serás el líder del sector de Dahl, Raych, y nunca lamentarás haber hecho esto. ¿Lo lamentas?

—No lo lamentaré mientras viva —dijo Raych con gran pasión.

—En ese caso, nos ocuparemos de que regreses con tu padre. Notifícale que no tenemos intención de crearle problemas, que le consideramos una persona muy valiosa. En cuanto a cómo lo descubriste, di lo que te parezca. Ah, y si averiguas algo más que pueda parecerte útil, algo sobre la psicohistoria en particular, háznoslo saber.

—Puede apostar por ello. Pero, ¿habla en serio cuando dice que se encargará de que Dahl sea tratado como merece?

—Desde luego que sí. Igualdad de sectores, muchacho, igualdad de mundos… Tendremos un nuevo Imperio del que habrán sido eliminadas las viejas lacras del privilegio y la desigualdad.

Y Raych asintió vigorosamente con la cabeza.

—Eso es lo que quiero —dijo.

19

Cleón, emperador de la galaxia, pasó muy deprisa por debajo de la arcada que separaba sus aposentos privados en el Pequeño Palacio del sector de oficinas repleto de personal que vivía en los distintos anexos del Palacio Imperial, centro nervioso del Imperio.

Unos cuantos ayudantes personales del emperador le seguían con la más profunda preocupación expresada en sus rostros. El emperador no se movía para ver a nadie. Llamaba a quienes deseaba ver y esas personas acudían. Si el emperador caminaba, nunca daba señales de apresuramiento o tensión emocional. ¿Cómo podía hacerlo? Era el emperador y, por tanto, estaba más próximo a ser un símbolo de los mundos que un ser humano.

Sin embargo, ahora parecía humano. Apartaba a todo el mundo con un gesto impaciente de su mano derecha, y sostenía un holograma multicolor en la izquierda.

—El primer ministro… —dijo con una voz casi estrangulada y desposeída de todas las modulaciones cuidadosamente calculadas que había asumido junto con el trono—. ¿Dónde está?

Los altos funcionarios con los que se encontró vacilaron, emitieron balbuceos inarticulados y descubrieron que les resultaba imposible responder coherentemente. El emperador los fue apartando con manotazos irritados e, indudablemente, consiguió que todos tuvieran la sensación de estar viviendo una pesadilla.

Al final, acabó por irrumpir en el despacho privado de Demerzel, jadeando ligeramente y gritando el nombre de su primer ministro.

¡Demerzel!

Demerzel alzó la mirada con expresión levemente sorprendida en el rostro y se apresuró a levantarse, pues nadie permanecía sentado en presencia del emperador si no contaba con su expreso permiso.

—¿Alteza? —murmuró.

Y el emperador dejó caer el holograma sobre el escritorio de Demerzel con un golpe seco.

—¿Qué es esto? —preguntó—. ¿Quieres hacer el favor de explicármelo?

Demerzel contempló lo que el emperador acababa de dejar delante de él. Era un holograma magnífico, preciso y lleno de vida. Casi se podía oír al niño —de unos diez años— pronunciando las palabras incluidas en el encabezamiento: «No quiero ver a un robot dirigiendo el Imperio.»

—Alteza, yo también lo he recibido —dijo Demerzel en voz baja.

—¿Y quién más lo ha recibido?

—Tengo la impresión de que se trata de un panfleto que está siendo distribuido por todo Trantor, Alteza.

—Sí, ¿y ves a la persona a la que está mirando ese mocoso? —Cleón golpeó el holograma con un índice imperial—. ¿No te parece que eres tú?

—La semejanza es asombrosa, Alteza.

—¿Me equivoco al suponer que el objetivo de este panfleto, como tú lo llamas, es acusarte de ser un robot?

—Parece que es lo que se pretende, Alteza.

—E interrúmpeme si me equivoco, pero ¿acaso los robots no son esos legendarios seres humanos de hojalata de los que están repletos las…, las noveluchas de misterio y los cuentos infantiles?

—Alteza, uno de los dogmas de los micogenitas es que los robots…

—Los micogenitas y sus dogmas no me interesan lo más mínimo. ¿Por qué te acusan de ser un robot?

—Seguro que se trata de una metáfora, Alteza. Quieren crear la imagen de que soy un hombre sin corazón, cuyas opiniones y actos no son más que los cálculos de una máquina desprovista de conciencia.

—Eso es demasiado sutil, Demerzel. No soy idiota. —El emperador volvió a golpear el holograma con la punta de un dedo—. Quieren hacer creer a la gente que eres un robot.

—Si la gente quiere creerlo no podemos hacer gran cosa para impedirlo, Alteza.

—No podemos permitirlo. Va en detrimento de la dignidad de tu puesto. Peor aún, va en detrimento de mi propia dignidad… La implicación estriba en que he escogido como primer ministro a un hombre mecánico, y eso es algo que no se puede consentir. Veamos, Demerzel, ¿acaso no hay leyes que prohíben difamar a los funcionarios públicos del Imperio?

—Sí, las hay… y son bastante severas, Alteza. Su antigüedad se remonta a los tiempos de los grandes Códigos Legales de Aburamis.

—Y difamar al emperador es un delito capital, ¿no?

—Sí, Alteza, es un delito castigado con la muerte.

—Bien, la difamación nos afecta a los dos…, el responsable de esto debería ser ejecutado de inmediato, naturalmente, Joranum está detrás de todo, ¿no?

—Indudablemente, Alteza, pero demostrarlo podría resultar bastante difícil.

—¡Tonterías! ¡Tengo pruebas más que suficientes! Quiero una ejecución.

—Alteza, el problema radica en que las leyes sobre difamación casi nunca han sido utilizadas y, desde luego, no en este siglo.

—Ésa es la razón de que la sociedad se haya vuelto inestable y de que las mismísimas raíces del Imperio estén siendo atacadas. Las leyes están en los códigos, así que utilízalas.

—Alteza, os ruego que reflexionéis —dijo Demerzel—. Puede que no sea el curso de acción más prudente… Os haría quedar como un tirano y un déspota. El éxito de vuestro reinado se debe a la bondad y la…

—Sí, y mira en qué situación me ha colocado. Quizás haya llegado el momento de cambiar de estilo, quizá deban temerme en vez de amarme.

—Alteza, debo aconsejaros que no lo hagáis. Podría ser la chispa que provoque una rebelión.

—Entonces, ¿qué piensas hacer? ¿Presentarte ante el pueblo y decir «Miradme, no soy un robot»?

—No, Alteza, pues, como me habéis dicho, eso me colocaría en una posición indigna y, lo que es peor, afectaría gravemente a la dignidad de vuestra augusta persona.

—Bien, ¿entonces…?

—No estoy seguro, Alteza. Aún no he tomado ninguna decisión al respecto.

—¿Que aún no has tomado ninguna decisión…? Habla con Seldon.

—¿Alteza?

—¿Qué es lo que te parece tan incomprensible? ¡Habla con Seldon!

—¿Deseáis que le haga venir al palacio, Alteza?

—No, no hay tiempo suficiente. Supongo que podrás establecer una línea de comunicación protegida a prueba de interferencias, ¿no?

—Desde luego, Alteza.

—Pues hazlo. ¡Ahora!

20

Seldon era humano, así que no poseía el férreo autocontrol de Demerzel. La llamada a su despacho y el débil resplandor, casi imperceptible, del campo protector, bastaron para indicarle que estaba ocurriendo algo fuera de lo normal. Seldon ya había hablado por líneas protegidas anteriormente, pero nunca había utilizado un sistema de comunicación amparado por todos los recursos de la seguridad imperial.

Esperaba ver el rostro de algún funcionario gubernamental que se encargaría de prepararle para la aparición de Demerzel. Teniendo en cuenta la creciente agitación provocada por el panfleto en el que se le acusaba de ser un robot, era lo mínimo que podía esperarse.

No esperaba nada más, y cuando la imagen del emperador entró en su despacho (por así decirlo) envuelta en el suave resplandor del campo de protección, Seldon se quedó boquiabierto y se reclinó en su sillón mientras intentaba levantarse sin conseguirlo.

Cleón le indicó que siguiera en su sitio con un enérgico movimiento de mano.

—Supongo que está enterado de lo que ocurre, Seldon.

—¿Os referís al panfleto, Alteza?

—Exactamente. ¿Qué debemos hacer al respecto?

Seldon se puso en pie a pesar de que se le había dado permiso para permanecer sentado.

—Hay más, Alteza. Joranum está organizando actos por todo Trantor en los que se hablará de la acusación…, por lo menos es lo que anuncian los noticiarios.

—Esas noticias todavía no me han llegado. Oh, claro que no… el emperador no necesita saber lo que está ocurriendo, ¿verdad?

—No son asuntos que deban preocupar al emperador, Alteza. Estoy seguro de que el primer ministro…

—El primer ministro no hará nada, ni siquiera mantenerme informado. He decidido recurrir a usted y a la psicohistoria. Dígame qué debo hacer.

—Alteza, ¿yo…?

—Basta de juegos, Seldon. Lleva ocho años trabajando en la psicohistoria. El primer ministro recomienda no emprender ninguna acción legal contra Joranum. Bien, entonces… ¿Qué he de hacer?

—¡Al… Alteza! —tartamudeó Seldon—. ¡Nada!

—¿No tiene nada que decir?

—No, Alteza, no quería decir eso… Lo que quiero decir es que no debéis hacer nada. ¡Nada en absoluto! El primer ministro está en lo cierto al no recomendar ninguna acción legal. Sólo serviría para empeorar la situación.

—Muy bien. ¿Qué se puede hacer para que mejore?

—Ni vos ni el primer ministro debéis hacer nada. En cuanto al gobierno, debe permitir que Joranum haga lo que quiera.

—¿Y de qué va a servir?

—Pronto se verá —respondió Seldon intentando suprimir cualquier atisbo de desesperación en su voz.

De pronto el emperador pareció encogerse sobre sí mismo como si toda la ira y la indignación le hubiesen abandonado en una fracción de segundo.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Comprendo! Tiene controlada la situación, ¿verdad?

—¡Alteza! Yo no he dicho eso…

—Ni falta que hace. Ya he escuchado bastante. Controla la situación, sí, pero yo quiero resultados. Sigo disponiendo de la Guardia Imperial y las fuerzas armadas. Cuento con su lealtad, y si llegan a producirse auténticos disturbios le aseguro que no vacilaré…, pero antes le daré su oportunidad.

La imagen del emperador se desvaneció, y Seldon se quedó inmóvil en su asiento con los ojos clavados en el espacio vacío que había ocupado la imagen.

Desde el desafortunado momento en que habló de la psicohistoria en la última Convención Decenal, hacía ocho años, tuvo que enfrentarse una y otra vez al hecho lamentable de no poseer la herramienta de la que tan incautamente había hablado.

Sólo contaba con la sombra confusa de unas cuantas ideas…, y lo que Yugo Amaryl llamaba intuición.

21

Joranum conmovió a todo Trantor en dos días, interviniendo personalmente o mediante sus subordinados. Como Hari predijo a Dors, había dirigido su campaña con una envidiable eficiencia militar.

—Nació para ser almirante de guerra de los viejos tiempos —dijo Seldon—. Está perdiendo el tiempo en la política.

—¿Que pierde el tiempo? —replicó Dors—. Tal y como van las cosas será primer ministro en una semana y, si se empeña, emperador en dos. Hay informes de que algunas guarniciones militares le han vitoreado.

Seldon meneó la cabeza.

—Se derrumbará, Dors.

—¿El qué? ¿El partido de Joranum o el Imperio?

—El partido de Joranum. La historia del robot ha creado una enorme conmoción, sobre todo gracias al uso tan efectivo del panfleto, pero en cuanto las cosas se calmen un poco y la gente haya tenido tiempo de pensar, comprenderá la ridiculez de semejante acusación.

—Hari… —dijo Dors con voz tensa—. No hace falta que finjas conmigo, ¿de acuerdo? La acusación de Joranum no tiene nada de ridícula. ¿Cómo crees que ha descubierto que Demerzel es un robot?

—¡Oh, eso! Gracias a Raych, claro. Él se lo dijo.

—¡Raych!

—Así es. Hizo su trabajo a la perfección y logró volver sano y salvo con la promesa de que algún día le nombrarían líder del sector de Dahl. Le creyeron, naturalmente… Sabía que le creerían.

—¿Quieres decir que le contaste a Raych que Demerzel es un robot y que le enviaste a Dahl para que se lo dijera a Joranum?

Dors parecía horrorizada.

—No, no podía hacer eso. Ya sabes que no puedo decir a Raych, ni a nadie, que Demerzel es un robot. Lo que hice fue asegurarle con la máxima firmeza posible que Demerzel no es un robot…, e incluso eso me resultó bastante difícil, pero le pedí que le dijese a Joranum que lo era. Así que Raych está convencido de que le mintió.

—Pero, Hari… ¿Por qué? ¿Por qué?

—Debes saber que la psicohistoria no tiene nada que ver en esto. No creas que soy un mago, como piensa el emperador… Quería que Joranum creyera que Demerzel era un robot. Nació en Micógeno, y desde pequeño le llenaron la cabeza con historias de robots propias de su cultura. Estaba predispuesto a creerlo y en seguida se convenció de que el público también lo creería.

—Bueno, ¿es que no va a ser así?

—No, la verdad es que no. Después de la sorpresa y el revuelo iniciales, comprenderán que es una fantasía sin pies ni cabeza…, o eso es lo que pensarán. He convencido a Demerzel de que aparezca en la holovisión subetérica para dar una charla que será transmitida a los puntos clave del Imperio y a todos los sectores de Trantor. Quiero que hable de todo, salvo del asunto del robot. Tenemos crisis más que suficientes para llenar un espacio así. La gente le escuchará y no oirá nada sobre robots. Al final le preguntarán qué opina del panfleto y no hará falta que responda ni una sola palabra. Bastará con que se ría.

—¿Reírse? Que yo sepa, Demerzel nunca se ha reído, y raramente sonríe.

—Esta vez se reirá, Dors. Es la única cosa que todo el mundo cree que un robot es incapaz de hacer. Estás cansada de ver robots en las fantasías holográficas, ¿verdad? Siempre los describen como criaturas inhumanas sin emociones, con una mentalidad estricta que hace que todo se lo tomen al pie de la letra… Te aseguro que eso es lo que la gente espera de los robots. Lo único que tendrá que hacer Demerzel es reírse, y aparte de eso… ¿Te acuerdas de Amo del Sol Catorce, el líder religioso de Micógeno?

—Pues claro que me acuerdo. Inhumano, carente de emociones, una mente que se lo toma todo al pie de la letra… Tampoco se ha reído nunca.

—Y no lo hará esta vez. Desde que tuve aquel pequeño altercado en el campus con Joranum, le he estado investigando en profundidad. Sé cuál es su auténtico nombre. Sé dónde nació, quiénes fueron sus padres, dónde estudió…, y todo cuanto sé, ha ido a parar a Amo del Sol Catorce junto con los documentos y las pruebas. No creo que a Amo del Sol Catorce le gusten mucho los desviados…

—Creí que habías dicho que no querías dar pretextos a la intolerancia y el fanatismo.

—Y así es, claro. Si hubiera entregado esa información a las cadenas de holovisión habría hecho justamente lo que dices, pero se la he entregado a Amo del Sol Catorce…, y, después de todo, es la persona con más derecho a conocerla, ¿no te parece?

—Y él se encargará de avivar la intolerancia.

—Por supuesto que no. En todo Trantor no hay nadie que preste atención a Amo del Sol Catorce diga lo que diga.

—Entonces, ¿de qué servirá lo que has hecho?

—Bueno, eso lo averiguaremos dentro de poco, Dors. No cuento con un análisis psicohistórico de la situación, y ni siquiera sé si es posible obtenerlo. He de conformarme con la esperanza de no haberme equivocado.

22

Eto Demerzel rió.

No era la primera vez. Sentado con Hari Seldon y Dors Venabili en una habitación protegida contra las escuchas, se había reído cada vez que Hari le hacía una señal. A veces se echaba hacia atrás y dejaba escapar una ruidosa carcajada, pero siempre que lo hacía Seldon meneaba la cabeza.

—Eso nunca sonaría convincente.

Demerzel sonrió, dejó escapar una risa impregnada de dignidad y Seldon torció el gesto.

—No sé qué hacer —dijo—. Contarte chistes y anécdotas graciosas no sirve de nada. Las entiendes de forma puramente intelectual. Me temo que tendrás que memorizar el sonido.

—Usa una banda sonora holográfica —dijo Dors.

¡No! No sería Demerzel, sino una pandilla de idiotas contratados para reírse como lo que son. No es eso lo que quiero. Vuelve a intentarlo, Demerzel.

Demerzel volvió a intentarlo una y otra vez hasta que Seldon se dio por satisfecho.

—De acuerdo —dijo—, memoriza ese sonido y reprodúcelo cuando se te formule la pregunta. Tu expresión debe transmitir que la pregunta te hace mucha gracia. Por muy bien que lo imites, no puedes emitir el sonido de la risa con la cara seria. Sonríe un poco, sólo un poco… Sube las comisuras de los labios. —La boca de Demerzel fue moldeando lentamente una sonrisa—. No está mal… ¿Puedes conseguir que te chispeen los ojos?

—¿Qué quieres decir con eso de que le «chispeen» los ojos? —preguntó Dors con voz indignada—. Nadie puede conseguir que le chispeen los ojos. No es más que una metáfora…

—No, no lo es —dijo Seldon—. Cuando hay algunas lágrimas en los ojos provocadas por lo que sea, tristeza, alegría, sorpresa, tanto da, el reflejo de la luz en las pequeñas lágrimas crea ese efecto.

—Bueno, ¿y esperas realmente que Demerzel produzca lágrimas? ¿Que llore?

—Mis ojos producen lágrimas —dijo Demerzel con mucha calma—. Sirven para limpiarlos, aunque nunca hay un exceso de fluido. Claro que si me imagino que los tengo ligeramente irritados…

—Inténtalo —dijo Seldon—. Siempre ayudará un poco.

Cuando la holovisión subetérica acabó de transmitir la charla y las palabras se dirigían hacia millones de mundos a miles de veces la velocidad efectiva de la luz —palabras cargadas de información, pronunciadas en un tono de voz serio y calmado, sin el mínimo embellecimiento retórico—, y se hubieron abordado todos los temas salvo el de los robots, Demerzel declaró que estaba dispuesto a responder a las preguntas que quisieran.

No tuvo que esperar mucho tiempo. La primera pregunta fue: «Señor primer ministro, ¿es usted un robot?».

Demerzel se limitó a contemplar impasiblemente a quien había formulado la pregunta haciendo que la tensión se acumulara. Después sonrió, su cuerpo tembló ligeramente y se rió. No fue una carcajada estrepitosa, pero sí muy sonora, la risa de alguien que está disfrutando de una agradable fantasía interna. Era muy contagiosa. El público empezó a soltar risitas ahogadas y acabó riendo con él.

Demerzel esperó a que los últimos ecos de las carcajadas se desvanecieran.

—¿He de responder a esa pregunta? —dijo Demerzel con los ojos chispeantes—. ¿Es realmente necesario?

Cuando la pantalla se oscureció aún estaba sonriendo.

23

—Seguro que ha funcionado —dijo Seldon—. El vuelco en la situación no será instantáneo, naturalmente. Hace falta un poco de tiempo, pero creo que los acontecimientos ya empiezan a moverse en dirección correcta. Me di cuenta cuando interrumpí el discurso de Namarti en el campus universitario. El público estaba con él hasta que me enfrenté a Namarti, demostrando que él y sus matones no me asustaban. En cuanto lo hice, todos empezaron a cambiar de bando en seguida.

—¿Y crees que ésta situación es parecida a aquélla? —preguntó Dors con voz dubitativa.

—Por supuesto que sí. Si no dispongo de la psicohistoria puedo utilizar la analogía…, y supongo que también puedo utilizar el cerebro con el que nací, ¿no? El primer ministro veía cómo las acusaciones llovían sobre su cabeza y se enfrentó a ellas con una sonrisa y una carcajada, la reacción menos robótica que se pueda imaginar, y en sí mismo ese comportamiento implicaba una respuesta clara. La simpatía del público empezó a inclinarse hacia él, naturalmente. No hay nada que pueda detener el proceso. Pero eso no es más que el principio, Dors. Tendremos que esperar a que Amo del Sol Catorce intervenga, ya veremos qué dice.

—¿También confías en que esa parte del plan salga bien?

—Desde luego.

24

El tenis era uno de los deportes favoritos de Hari, pero prefería jugar a ver cómo lo hacían los demás; así que esperó con cierta impaciencia, mientras el emperador Cleón —vestido con un elegante atuendo deportivo— cruzaba corriendo la pista para devolver la pelota. Cleón estaba jugando al tenis imperial, llamado así porque era uno de los deportes favoritos de los emperadores; consistía en una versión modificada del juego en la que se usaba una raqueta provista de un miniordenador capaz de alterar su ángulo mediante las presiones ejercidas sobre el mango. Hari había intentado dominar la técnica en varias ocasiones, pero había descubierto que aprender a utilizar esa raqueta exigía mucha práctica, y el tiempo de Hari Seldon era demasiado precioso para malgastarlo en lo que no era más que una actividad trivial.

Cleón colocó la pelota en un punto imposible de devolver, ganó el partido y salió trotando de la pista seguido por los discretos aplausos de los funcionarios imperiales que le habían visto jugar.

—Os felicito, Alteza —dijo Seldon—. Habéis jugado maravillosamente bien.

—¿Usted cree, Seldon? —replicó Cleón con indiferencia—. Todos se esfuerzan tanto en dejarme ganar que nunca consigo disfrutar del juego.

—En ese caso Alteza, podríais ordenar a vuestros adversarios que se tomaran el juego más en serio —dijo Seldon.

—No serviría de nada. Seguirían haciendo todo lo posible por perder, y si me ganaran, eso me proporcionaría todavía menos placer del que obtengo con una victoria carente de significado. Ser emperador también tiene su lado malo, Seldon. Joranum lo habría descubierto…, si hubiera conseguido sentarse en el trono.

Cleón entró en su ducha privada y regresó un rato después duchado, seco y con un atuendo más formal.

—Y ahora, Seldon —dijo despidiendo a su séquito con un gesto de la mano—, la pista de tenis es tan íntima como cualquier otro sitio que podamos encontrar en el Palacio Imperial, y además hace un tiempo espléndido, así que no vayamos dentro. He leído el mensaje de ese micogenita llamado Amo del Sol Catorce. ¿Cree que servirá?

—Por supuesto, Alteza. Como habréis leído, Joranum fue denunciado como desviado micogenita y acusado de blasfemia en los más rigurosos términos imaginables.

—¿Y eso acaba con él?

—Disminuye su importancia de forma decisiva, Alteza. Muy pocos creen en la ridícula fantasía de que el primer ministro es un robot, y aparte de eso, se ha descubierto que Joranum es un mentiroso y un falsario, peor aún, un mentiroso y un falsario que no ha sabido engañar a sus víctimas.

—Sí, eso es cierto —murmuró Cleón pensativamente—. Lo cual significa que ser un arribista puede ser sinónimo de astuto, e incluso que puede llegar a ser admirable, pero también que el ser descubierto es una estupidez y las estupideces no son dignas de admiración, ¿verdad?

—Lo habéis expresado de forma clara y sucinta, Alteza.

—Entonces Joranum ya no representa peligro alguno.

—No podemos estar totalmente seguros, Alteza. Aún puede recuperarse… Todavía cuenta con su organización y algunos de sus seguidores continuarán siendo leales. La historia nos ofrece ejemplos de hombres y mujeres que han triunfado después de haber sufrido desastres tan grandes como éste…, y aún peores.

—En tal caso, Seldon, su ejecución parece oportuna.

Seldon meneó la cabeza.

—No os lo aconsejo, Alteza. No creo que deseéis crear un mártir o aparecer ante los ojos del público como un déspota.

Cleón frunció el ceño.

—Habla igual que Demerzel… Cada vez que deseo emprender una acción abierta y firme murmura la palabra «déspota». Algunos de los emperadores que me precedieron en el trono, actuaron de manera enérgica y firme, siendo admirados como resultado de esas acciones, y considerados hombres fuertes y decididos.

—Indudablemente, Alteza, pero vivimos en una época inquieta y… la ejecución no es necesaria. Podéis alcanzar vuestro objetivo de tal forma que pareceréis un monarca ilustrado y benévolo.

¿Pareceré?

Seréis un monarca ilustrado y benévolo, Alteza… Disculpad la errónea elección de la palabra. Ejecutar a Joranum sería como vengarse, lo cual podría ser interpretado como un acto innoble; pero el emperador es bondadoso e incluso paternal, con las creencias de su pueblo. Por eso no hace ninguna clase de distinciones: es el emperador de todos sin distinción alguna.

—¿Qué intenta decirme, Seldon?

—Alteza, lo que quiero deciros es que Joranum ha ofendido gravemente a los micogenitas, que él mismo nació en Micógeno y que ese sacrilegio os horroriza. ¿Qué mejor curso de acción que entregar a Joranum a los micogenitas para que se ocupen de él? Todo el mundo aplaudirá vuestra delicadeza y consideración.

—Ah… Y los micogenitas le ejecutarán, ¿verdad?

—Posiblemente, Alteza. Sus leyes contra la blasfemia son terriblemente severas. En el mejor de los casos le condenarán a trabajos forzados de por vida.

Cleón sonrió.

—Estupendo. Consigo que se me elogie por mi tolerancia y mi humanitarismo, y ellos hacen el trabajo sucio.

—Lo harían, Alteza, si realmente les entregarais a Joranum; pero con eso seguiríamos creando un mártir.

—No entiendo adónde quiere llegar, Seldon. ¿Qué quiere que haga?

—Poned la elección en manos de Joranum. Decidle que el bienestar de vuestros súbditos os preocupa hasta tales extremos que os obliga a entregarle a los micogenitas para que le juzguen, pero que vuestra bondad natural os hace temer que puedan ser demasiado severos. Así pues, le ofrecéis la alternativa de ser exilado a Nishaya, ese mundo pequeño y distante del que afirmaba haber venido, para que viva en la oscuridad y la paz el resto de su existencia. Naturalmente, os aseguraréis de que esté bien vigilado…

—¿Y eso resolverá el problema para siempre?

—Desde luego. Si escogiera volver a Micógeno, Joranum optaría por el suicidio, y no me parece que sea la clase de hombre que se suicida. Estoy seguro de que escogerá el exilio en Nishaya, se trata del curso de acción más prudente y menos heroico. Una vez allí, y convertido en un refugiado, le resultará prácticamente imposible ponerse al frente de un movimiento insurgente con la intención de adueñarse del Imperio, y así sus seguidores terminarán por dispersarse. Podrían seguir a un mártir con devoción fanática, pero les será muy difícil seguir a un cobarde.

—¡Asombroso! Seldon, ¿cómo lo consigue?

La voz de Cleón estaba impregnada por una clara nota de admiración.

—Bueno —dijo Seldon—, me pareció razonable suponer que…

—Olvídelo —le interrumpió secamente Cleón—. Supongo que no me dirá la verdad y aunque lo hiciera no lo entendería, pero voy a decirle algo: Demerzel abandonará su puesto. No ha sabido estar a la altura de esta última crisis y ambos estamos de acuerdo en que ha llegado el momento de que se retire. Pero necesito un primer ministro, y a partir de este momento usted ocupará el cargo.

¡Alteza! —exclamó Seldon con una mezcla de asombro y horror.

—Primer ministro Hari Seldon —dijo Cleón con voz firme y tranquila—, el emperador así lo desea.

25

—No te alarmes —dijo Demerzel—. Yo se lo sugerí. Llevo demasiado tiempo en el poder, y las sucesivas crisis han llegado a tal extremo que las leyes robóticas me impiden actuar. Eres el sucesor lógico.

—No soy el sucesor lógico —replicó apasionadamente Seldon—. ¿Qué puedo saber yo de cómo gobernar un Imperio? El emperador es tan estúpido que cree que he resuelto esta crisis mediante la psicohistoria y, naturalmente, no ha sido así.

—No importa, Hari. Si cree que tienes la respuesta psicohistórica te seguirá sin vacilar, convirtiéndote en un buen primer ministro.

—Puede seguirme sin vacilar hasta la destrucción.

—Me parece que tu sentido común… o tu intuición te mantendrá en el buen camino con o sin la psicohistoria.

—Pero… ¿Qué haré sin ti…, Daneel?

—Gracias por llamarme con ese nombre. Ahora ya no soy Demerzel, sólo Daneel. En cuanto a lo que harás sin mí… Supón que intentas llevar a la práctica algunas de las ideas de Joranum sobre igualdad y justicia social. Quizá él no fuese sincero, y puede que las utilizara meramente para recaudar seguidores, pero en sí no son malas. Ah, y encuentra la forma de que Raych te ayude. Siguió fiel a ti resistiendo la atracción de las ideas de Joranum. Debe de sentirse bastante confuso…, y quizá piense que es un traidor. Demuéstrale que no lo es. Aparte de eso, tendrás menos dificultades para seguir trabajando en la psicohistoria porque el emperador te apoyará en todo lo que emprendas.

—Y tú, Daneel… ¿Qué harás?

—Tengo otros asuntos de que ocuparme en la galaxia. La Ley Cero sigue estando presente y debo consagrar mis esfuerzos al bien de la Humanidad…, siempre que logre determinar en qué consiste. Y, Hari…

—¿Sí, Daneel?

—Aún tienes a Dors.

Seldon asintió.

—Sí, aún tengo a Dors. —Guardó silencio durante unos momentos y acabó estrechando la firme mano de Daneel entre sus dedos—. Adiós, Daneel.

—Adiós, Hari —replicó Daneel.

Después de pronunciar aquellas palabras, el robot giró sobre sí mismo y se alejó por el pasillo del Palacio Imperial, con la espalda tan recta como una columna y envuelto en el susurro de su gruesa túnica de primer ministro.

Seldon se quedó inmóvil después de que Daneel se marchara. Permaneció absorto en sus pensamientos durante unos minutos, y de repente empezó a caminar hacia los aposentos del primer ministro. Seldon aún tenía otra cosa que decir a Daneel…, la más importante de todas.

Antes de entrar, se detuvo unos instantes en la penumbra del pasillo, pero la habitación estaba vacía. La túnica se encontraba encima de una silla. Los aposentos del primer ministro repitieron un sinfín de ecos con las últimas palabras que Hari dirigió al robot.

—Adiós, amigo mío.

Eto Demerzel se había marchado; R. Daneel Oliwan se había esfumado.