Asaltar la panadería
F
uera como fuese, teníamos hambre. No, no es que tuviésemos hambre. Era más bien la sensación de haber engullido todo un vacío cósmico. Al principio parecía algo muy pequeño, como el agujero de un dónut. Pero, conforme pasaban las horas fue aumentando rápidamente de tamaño en nuestro interior hasta convertirse en una nada insondable.
¿A qué se debe la sensación de hambre? La sensación de hambre se debe, por supuesto, a la falta de alimentos. ¿Y por qué suelen faltar los alimentos? Porque no se dispone de los debidos bienes de intercambio por un valor equivalente. Y, entonces, ¿cómo es que no disponíamos de bienes de intercambio por un valor equivalente? Pues tal vez porque carecíamos de imaginación. Hasta es posible que el hambre no fuese más que una consecuencia directa de nuestra falta de imaginación.
No importa.
Dios, Marx, John Lennon: todos han muerto. Fuera como fuese, teníamos hambre y, en consecuencia, avanzaríamos por la senda del mal. No es que el hambre nos hubiera encaminado hacia el mal, sino que el mal nos había encaminado hacia él mediante el hambre. No acabo de entenderlo bien, pero el razonamiento tiene un aire existencialista.
—¡Yo ya no aguanto más! —dijo mi compañero. Esa era, en pocas palabras, la situación.
No nos faltaban razones. Los dos llevábamos un par de días enteros sin ingerir más que agua. Solo una vez nos habíamos arriesgado a comer unas hojas de girasol, pero no nos sentíamos inclinados a repetir la experiencia.
De modo que agarramos un cuchillo de cocina y salimos hacia la panadería. La panadería estaba en el centro de la zona comercial, entre una tienda de futones y una papelería. El panadero era un cincuentón calvo, miembro del partido comunista. En el interior del negocio había, pegados en las paredes, numerosos carteles del partido comunista japonés.
Cuchillo en mano, avanzamos por la calle a paso lento. Igual que en Solo ante el peligro. Los proscritos que van a enfrentarse a Gary Cooper. A medida que nos acercábamos aumentaba el olor del pan horneándose. Cuanto más intenso era el olor, más se inclinaba la pendiente que nos conducía al mal. Nos enardecía el hecho de atacar la panadería y el hecho de atacar al miembro del partido comunista.
Y la idea de llevar a cabo las dos cosas al mismo tiempo nos producía una feroz excitación.
Entrada ya la tarde, dentro de la panadería no había más que un cliente. Una mujer de mediana edad y aire poco despierto con una fea bolsa de la compra colgada del brazo. La envolvía el olor del peligro. Los planes más detallados de los malhechores siempre se ven obstaculizados por el comportamiento poco espabilado de señoras poco espabiladas. Al menos eso es lo que pasa siempre en las películas. Con la mirada, le indiqué a mi compañero que no hiciera nada hasta que la señora se fuese. Y, con el cuchillo escondido detrás de la espalda, fingí escoger el pan.
La señora, invirtiendo en ello una cantidad de tiempo desmesurada, y con la misma cautela que si estuviese eligiendo un armario de tres lunas, puso encima de la bandeja un bollo frito y un pan de melón. Pero eso no quería decir que se dispusiera a comprarlos enseguida. Para ella, el bollo frito y el pan de melón no eran más que una tesis. Los dos permanecían todavía en el ámbito de lo provisional. Para su verificación era preciso algo más de tiempo.
Después de un rato, el pan de melón fue el primero en perder terreno. La mujer negó con la cabeza, como diciéndose: «¿Por qué habré elegido el pan de melón? No tendría que haber escogido algo así. Para empezar, es demasiado dulce».
Devolvió el pan de melón a su estante y, tras reflexionar un momento, colocó con suavidad dos cruasanes sobre la bandeja. Nacía una nueva tesis. El iceberg perdió algo de su rigidez y unos rayos de sol primaveral empezaron a brillar a través de las nubes.
—¿Todavía no? —me susurró mi compañero—. De paso, ¡acabemos también con la vieja.
—Espera —dije, conteniéndolo.
El dueño de la panadería, indiferente a cuanto ocurría a su alrededor, aplicaba el oído, embelesado, a la música de Wagner que salía del radiocasete. ¿Es realmente un acto lícito que un miembro del partido comunista escuche Wagner? No lo sé. Eso escapa a mi discernimiento.
La señora seguía con la mirada fija en los cruasanes y en el bollo frito. Parecía haber percibido algo raro. Antinatural. Que los cruasanes y los bollos fritos jamás deberían alinearse unos al lado de otros. Que había allí una especie de contrasentido. La bandeja donde había colocado el pan le traqueteó en la mano, taca-taca-taca, como una nevera con el termostato estropeado. No es que traqueteara de verdad, por supuesto. Pero traqueteó metafóricamente. Taca-taca-taca.
—¡Acabemos con ella! —dijo mi compañero. Por el hambre, Wagner y a la inquietud que se había apoderado de la señora, él se había vuelto tan sensible como la pelusilla de un melocotón. Negué con la cabeza sin decir palabra.
A pesar de todo, la señora seguía deambulando, bandeja en mano, por el sombrío infierno. El bollo frito se plantó en la tribuna y dirigió a los ciudadanos de Roma un discurso no exento de emoción. Hermosas frases, brillante retórica, sonora voz de barítono... Todos aplaudieron, ¡plas!, ¡plas!, ¡plas! A continuación se plantó el cruasán en la tribuna y pronunció un discurso incoherente sobre algo referido al tráfico. «Los vehículos que se disponen a girar a la izquierda deben avanzar en línea recta cuando el semáforo de enfrente está en verde y, tras comprobar que no viene ningún vehículo en dirección contraria, doblar hacia la izquierda», o algo similar. Los ciudadanos de Roma no entendieron de qué les hablaba (en aquella época todavía no existían los semáforos), pero como parecía un tema complicado, aplaudieron, ¡plas!, ¡plas!, ¡plas!, ¡plas! Las ovaciones al cruasán fueron algo mayores. Y el bollo frito fue devuelto a la estantería.
La bandeja alcanzó una perfección de extrema simplicidad. Dos cruasanes. Sin recurso de apelación.
Y la señora abandonó la tienda.
¡Adelante! Ahora nos tocaba a nosotros.
—Tenemos mucha hambre —le confesé al dueño. Mantenía el cuchillo de cocina oculto detrás de la espalda—. Además, no llevamos encima nada de dinero.
—Ya veo —dijo el dueño, asintiendo.
Sobre el mostrador había un cortaúñas y nos quedamos mirándolo fijamente. Era tan enorme que parecía capaz de cortarle las uñas a un ave de rapiña. Debían de haberlo fabricado para alguna broma.
—Si tanta hambre tenéis, comed pan —dijo el dueño.
—Pero es que no tenemos dinero.
—Eso ya lo he oído antes —dijo el dueño, aburrido—. No hace ninguna falta el dinero, comed tanto como queráis.
Volví a posar la mirada en el cortaúñas.
—¿Sabe? Nosotros andamos por la senda del mal.
—¡Ah.
—Eso nos impide aceptar favores ajenos.
—Entiendo.
—Así están las cosas.
—Ya veo —dijo de nuevo el dueño—. En ese caso, ¿por qué no hacemos lo siguiente? Vosotros podéis comer todo el pan que queráis. Y a cambio yo os maldigo. ¿Os parece bien así.
—¿Maldecirnos? ¿Cómo.
—Una maldición siempre es algo muy impreciso. No es como los horarios del metro.
—¡Eh, tú! ¡Espera! —intervino mi compañero—, A mí eso no me hace ninguna gracia. Yo no quiero que me maldigan. Te matamos y listo.
—¡Espera! ¡Espera! —dijo el dueño—. Yo no quiero que me maten.
—Yo no quiero que me maldigan —dijo mi compañero.
—Tenemos que hacer algún intercambio —dije yo.
Enmudecimos unos instantes con la mirada clavada en el cortaúñas.
—¿Qué os parece esto? —dijo el dueño—, ¿Os gusta Wagner.
—No —dije yo.
—En absoluto —dijo mi compañero.
—Pues si escucháis con toda atención esta música de Wagner, os dejaré comer todo el pan que queráis.
Parecía la historia de un misionero del Continente Negro, pero a nosotros aquella propuesta nos convenció enseguida. Como mínimo, era preferible a que nos maldijera.
—De acuerdo —dije yo.
—También acepto —dijo mi compañero.
Y así, mientras escuchábamos la música de Wagner, nos hartamos de comer pan.
—Tristan und Isolde, esta joya que reluce en la historia de la música, fue concluida en 1859 y es una obra fundamental, imprescindible para comprender el último período de Wagner.
El dueño de la tienda nos iba leyendo el texto explicativo.
—¡Hum! ¡Hum.
—¡Ñam! ¡Ñam!
—Tristán, el sobrino del rey de Cornualles, va a buscar a la princesa Isolda, la prometida de su tío, pero durante el regreso, a bordo del barco, Tristán se enamora perdidamente de Isolda. El hermoso dúo de violonchelo y oboe de la apertura es el tema de amor de la pareja.
Una hora más tarde nos separamos, todos satisfechos por igual.
—Si queréis, mañana podemos escuchar Tannhäuser —dijo el dueño.
Cuando llegamos a casa, la sensación de vacío de nuestro interior se había esfumado. Y nuestra imaginación empezaba, poco a poco, a ponerse en marcha, como si bajara rodando por una suave pendiente.