Capítulo II
Ah, el monótono estremecimiento que sientes al caminar por las calles una mañana de invierno, cuando las vigas de hierro están heladas hasta el suelo y la leche en la botella crece como el tallo de un hongo. Un día septentrional, pongamos por caso, cuando ni el animal más estúpido se atrevería a asomar la nariz fuera de su agujero. Acercarse a un desconocido un día así y pedirle limosna sería inconcebible. En ese frío penetrante, con el viento helado silbando por las sombrías gargantas de las calles, nadie en sus cabales se detendría a buscarse en el bolsillo una moneda. Una mañana así, que un banquero cómodamente instalado llamaría «clara y fresca», un mendigo no tiene derecho a sentirse hambriento o a necesitar dinero para el autobús. Los mendigos son para los días cálidos y soleados, cuando hasta un sádico de corazón se detiene a arrojar migas a los pájaros.
En días así reunía a propósito un lote de muestras para ir a visitar a uno de los clientes de mi padre, sabiendo de antemano que no conseguiría un pedido, pero impulsado por una insaciable sed de conversación.
Había un individuo en particular al que siempre elegía para visitarlo en ocasiones así, porque con él el día podía, y solía, acabar del modo más inesperado. Rara era la vez que aquel individuo encargaba un traje, y, cuando así era, tardaba años en pagar la cuenta. Aun así, era un cliente. Ante el viejo fingía ir a ver a John Stymer para hacerle comprar el traje de etiqueta que siempre suponíamos necesitaría un día. (Se pasaba la vida diciéndonos que un día llegaría a juez, aquel Stymer).
Lo que nunca revelé al viejo fue la naturaleza de las conversaciones, ajenas a la sastrería, que solía mantener con aquel hombre.
«¡Hola! ¿Para qué vienes a verme?». Así solía recibirme. «Debes de estar loco, si crees que necesito más ropa. No te he pagado el último traje que compré, ¿no es así? ¿Cuándo fue…? ¿Hace cinco años?».
Apenas había levantado la cabeza del montón de papeles en que tenía enterrada la nariz. Un olor fétido perfumaba el cuarto, debido a su inveterada costumbre de peerse… aun delante de su estenógrafo. Además, no dejaba de hurgarse en la nariz. En lo demás —exteriormente, quiero decir— podría pasar por Don Cualquiera. Un abogado como cualquier otro.
Con la cabeza aún enterrada en un laberinto de documentos jurídicos, va y me dice, alegre: «¿Qué estás leyendo estos días?». Antes de que pueda contestar, añade: «¿Podrías esperar fuera unos minutos? Estoy en un embrollo. Pero no te escapes… Quiero charlar un rato contigo». Y al decir eso se mete la mano en el bolsillo y saca un billete de dólar. «Toma, bébete un café mientras esperas. Y vuelve dentro de una hora más o menos… comemos juntos, ¿eh?».
En la antesala hay media docena de clientes. Ruega a todos que esperen un poco más. A veces se pasan el día allí sentados.
Camino de la cafetería, cambio el billete para comprar un periódico. Echar un vistazo a las noticias siempre me da la sensación extrasensorial de pertenecer a otro planeta. Además, necesito estar muy jodido para habérmelas con John Stymer.
Mientras hojeo el periódico, me pongo a pensar en el gran problema de Stymer. La masturbación. Lleva años intentando vencer el vicio. Me vienen a la cabeza retazos de nuestra última conversación. Recuerdo haberle recomendado que probara en un buen burdel… y cómo torció el gesto, cuando se lo sugerí. «¡Cómo! ¿Yo, un hombre casado, relacionarme con un hatajo de asquerosas putas?». Y lo único que se me ocurrió decir fue: «¡No todas son asquerosas!».
Pero lo patético, ahora que me refiero al caso, fue la seriedad con que me imploró, al marcharme, que, si se me ocurría algo que fuera de ayuda… cualquier cosa, se lo comunicara. «¡Córtatela!», me dieron ganas de decir.
Pasó una hora. Para él una hora era como cinco minutos. Por fin me levanté y me dirigí a la puerta. Hacía tal frío fuera, que me daban ganas de salir corriendo.
Para mi sorpresa, me estaba esperando. Estaba allí sentado con las manos cruzadas y descansando sobre el escritorio y los ojos fijos en un punto diminuto de la eternidad. El paquete de muestras que había dejado sobre su escritorio estaba abierto. Había decidido encargar un traje, según me comunicó.
«No me corre prisa», dijo. «En realidad no necesito ropa nueva».
«No lo compre, entonces. Ya sabe que no he venido para venderle un traje».
«Y tú sabes que eres la única persona con quien consigo tener una conversación de verdad. Siempre que te veo, me expansiono… ¿Qué me puedes recomendar esta vez? Quiero decir, en el terreno literario. El último, Oblomov, ¿no era ése?, no me impresionó demasiado».
Hizo una pausa, no para oír lo que pudiera contestarle, sino para recobrar el aliento.
«Desde la última vez que estuviste aquí, he tenido una aventura. ¿Te sorprende? Sí, una joven, muy joven, y, además, ninfómana. Me deja seco. Pero no es eso lo que me preocupa… sino mi esposa. Me atormenta de un modo atroz. Me pone los pelos de punta».
Al observar la mueca en mi cara, añade: «No tiene la menor gracia, te lo aseguro».
Suena el teléfono. Escucha atento. Después, sin haber dicho otra cosa que «sí, no, eso creo», grita al auricular: «No quiero ni ver su asqueroso dinero. Que lo defienda otro».
«Imagínate: intentando sobornarme», dice, al tiempo que cuelga el aparato con violencia. «Y un juez, nada menos. Y, además, un buen pellizco». Se sonó la nariz con fuerza. «En fin, ¿dónde estábamos?». Se levantó. «¿Y si comiéramos un bocado? Charlaríamos mejor con la comida y el vino delante, ¿no te parece?».
Llamamos a un taxi y nos dirigimos a un lugar italiano que frecuentaba. Era un sitio acogedor, con intenso olor a vino, serrín y queso. Casi desierto, además.
Tras haber pedido, dijo:
«No te importa que hable de mí, ¿verdad? Es mi defecto, supongo. Hasta cuando estoy leyendo, aun cuando sea un buen libro, no puedo por menos de pensar en mí, en mis problemas. No es que me considere tan importante, entiéndeme. Es que estoy obsesionado, nada más. Tú también estás obsesionado», prosiguió, «pero de modo más sano. Mira, yo estoy absorto en mí mismo y me odio. Auténtico asco, te lo aseguro. No podía sentir lo mismo por ningún otro ser humano. Me conozco de pe a pa, y la idea de lo que soy, de lo que debo de parecer a los demás, me repugna. Sólo tengo una cualidad buena: soy honrado. Sí, soy honrado con mis clientes… y conmigo mismo».
Lo interrumpí. «Puedes ser honrado contigo mismo, como dices, pero sería mejor para ti que fueras más generoso. Quiero decir, contigo mismo. Si no puedes tratarte decentemente a ti mismo, ¿cómo esperas que lo hagan los demás?».
«No va con mi naturaleza pensar cosas así», se apresuró a responder. «Soy un puritano de pies a cabeza. Un puritano degenerado, desde luego. Lo malo es que no soy bastante degenerado. ¿Recuerdas que una vez me preguntaste si había leído al Marqués de Sade? Bueno, pues, lo intenté, pero me mata de aburrimiento. Tal vez sea demasiado francés para mi gusto. No sé por qué lo llaman el divino Marqués. ¿Y tú?».
Entonces habíamos catado el Chianti y teníamos spaghetti hasta las orejas. El vino lo animaba. Podía beber mucho sin perder la cabeza. En realidad, ése era otro de sus problemas: su incapacidad de olvidarse de sí mismo, aun bajo la influencia del alcohol.
Como si hubiera adivinado mis pensamientos, empezó observando que era un abstraccionista de pies a cabeza.
«Un abstraccionista que puede hacer pensar incluso a su picha. Ya te estás riendo otra vez. Pero es trágico. La chica de la que te he hablado… cree que soy un gran jodedor. No lo soy. Ella sí que lo es. Folla como Dios. Yo follo con el cerebro. Es como si estuviera realizando un interrogatorio, pero con la picha y no con la cabeza. Parece una chaladura, ¿verdad? Y lo es. Porque cuanto más follo más me concentro en mí mismo. De vez en cuando —con ella, quiero decir— llego a preguntarme quién está en el otro extremo. Debe de ser consecuencia de la masturbación. Me entiendes, ¿verdad? En lugar de hacérmelo a mí mismo, alguien lo hace por mí. Es mejor que masturbarse, porque te sientes aún más despegado. Por supuesto, la chica se lo pasa bomba. Puede hacer conmigo lo que le apetezca. Eso es lo que le encanta… la excita. Lo que no sabe —tal vez la asustase, si se lo dijera— es que yo estoy ausente. Ya conoces la expresión “ser todo oídos”. Bueno, pues, yo soy todo cabeza. Una cabeza con la picha pegada a ella, si se puede decir así… Por cierto, a veces me dan ganas de preguntarte cómo te sientes cuando lo haces… tus reacciones… y demás. No es que fuera a ayudar demasiado. Simple curiosidad».
De repente, cambió de tema. Me preguntó si había escrito ya algo. Cuando le dije que no, respondió: «Estás escribiendo ahora mismo, sólo que no lo sabes. Estás escribiendo todo el tiempo, ¿no te das cuenta?».
Asombrado ante esa extraña observación, exclamé.
«¿Te refieres a mí… o a todo el mundo?».
«¡Por supuesto que no me refiero a todo el mundo! Me refiero a ti». Su voz adquirió un tono chillón e irritado. «En cierta ocasión me dijiste que te gustaría escribir. Muy bien, ¿cuándo piensas comenzar?». Hizo una pausa para tomar un bocado. Sin haber acabado de tragar, prosiguió: «¿Por qué crees que te hablo como lo hago? ¿Porque eres un buen oyente? ¡De ningún modo! Puedo abrirte mi corazón porque eres indiferente. No soy yo, John Stymer, quien te interesa, sino lo que cuento, o mi forma de hacerlo. Pero yo siento interés por ti, sin lugar a dudas. Es muy distinto».
Masticó en silencio por un momento.
«Eres casi tan complicado como yo», prosiguió. «Lo sabes, ¿verdad? Siento curiosidad por lo que hace funcionar a la gente, sobre todo a un tipo como tú. No te preocupes, nunca te sondearé, porque sé de antemano que no me vas a dar las respuestas correctas. Esquivas muy bien. Y yo soy abogado. Mi oficio es llevar pleitos. Pero tú, no puedo imaginar con qué trabajas tú, a no ser con aire».
En ese momento cerró la boca como una almeja y se contentó con masticar y tragar por un rato. Luego dijo: «Me dan ganas de invitarte a venir conmigo esta tarde. No voy a volver al despacho. Voy a ir a ver a esa chica de la que te he hablado. ¿Por qué no me acompañas? Es agradable de aspecto y le gusta hablar. Me gustaría observar tus reacciones». Hizo una pausa por un momento para ver qué me parecía su propuesta y después añadió: «Vive en Long Island. Hay un buen trecho, pero puede valer la pena. Llevaremos un poco de vino y un poco de Strega. Le gustan los licores. ¿Qué me dices?».
Acepté. Fuimos caminando hasta el garaje donde guardaba el coche. Tardamos un rato en descongelarlo. Hacía poco que habíamos salido, cuando empezó a fallar una cosa tras otra. Con las paradas que hicimos en garajes y talleres, debimos de tardar tres horas en salir de los límites de la ciudad. Para entonces ya estábamos completamente helados. Nos faltaban noventa kilómetros y ya era noche cerrada.
Una vez en la carretera, hicimos varias paradas para calentarnos. Parecían conocerlo en todos los sitios donde parábamos y siempre lo trataban con deferencia. Mientras avanzábamos, me explicaba cómo se había hecho amigo de éste y de aquél.
«Nunca acepto un caso», dijo, «a no ser que esté seguro de poder ganar».
Intenté hacerle hablar de la chica, pero estaba distraído con otras cosas. Cosa curiosa, lo que más le preocupaba en ese momento era la cuestión de la inmortalidad. ¿Qué sentido tenía un más allá, se preguntaba, si perdía uno la personalidad al morir? Estaba convencido de que una sola vida era un período demasiado corto para resolver los problemas de uno.
«Aún no he empezado a vivir mi vida», dijo, «y ya me acerco a los cincuenta. Habría que vivir ciento cincuenta o doscientos años, entonces podría uno llegar a alguna parte. Los problemas auténticos no empiezan hasta que has superado el sexo y las dificultades materiales. A los veinticinco años creía conocer todas las respuestas. Ahora tengo la sensación de no saber nada sobre nada. Aquí estamos: yendo a ver a una ninfómana. ¿Qué sentido tiene?».
Encendió un cigarrillo, echó una o dos caladas, después lo tiró. A continuación sacó un grueso puro del bolsillo de la chaqueta.
«Te gustaría saber algo de ella. Lo primero que te voy a decir es lo siguiente: si tuviera el valor necesario, la secuestraría y me iría a México. Qué haría allí es algo que no sé. Empezar de nuevo, supongo. Pero ésa es la cosa… no tengo agallas. Soy un cobarde moral, ésa es la verdad. Además, sé que me engaña. Cada vez que la dejo, me pregunto con quién se meterá en la cama, cuando yo me pierda de vista. No es que esté celoso… detesto que me tomen por tonto, simplemente. Desde luego, soy un estúpido. En todo lo que no sea el derecho soy un idiota rematado».
Siguió con eso un rato. Desde luego, le gustaba rebajarse. Yo me arrellané en el asiento y fui escuchando.
Cambió de tema.
«¿Sabes por qué no llegué a ser escritor?».
«No», respondí, asombrado de que hubiera acariciado la idea alguna vez.
«Porque descubrí casi en seguida que no tenía nada que decir. Nunca he vivido, ésa es la cuestión. Si no arriesgas nada, nada consigues. ¿Cuál es ese dicho oriental? “Temer es no sembrar a causa de los pájaros”. Con eso está dicho todo. Esos locos rusos que me das a leer tenían todos experiencia de la vida, aun cuando nunca se hubieran movido del lugar en que nacieron. Para que sucedan las cosas tiene que haber una atmósfera idónea. Y si falta la atmósfera, puedes crearla. Es decir, si tienes genio. Nunca he creado nada. Sigo el juego, y de acuerdo con las reglas. La respuesta a eso, por si no lo sabes, es la muerte. Sí, señor, me siento ya como muerto. Pero, a ver si entiendes esto: cuando más muerto estoy es cuando mejor follo. ¡Imagínatelo, si puedes! La última vez que me acosté con ella, para darte una simple ilustración, ni siquiera me molesté en quitarme la ropa. Me metí… con la chaqueta, los zapatos y todo. Me parecía perfectamente natural, teniendo en cuenta el estado de ánimo en que me encontraba. Tampoco a ella le molestó lo más mínimo. Como digo, me metí en la cama con ella del todo vestido y le dije: “¿Por qué no nos quedamos aquí tumbados y jodemos hasta la muerte?”. Extraña idea, ¿eh? Sobre todo viniendo de un abogado respetado con familia y demás. El caso es que, apenas había pronunciado esas palabras, cuando me dije: “¡Serás idiota! Ya estás muerto”. ¿Qué te parece? Acto seguido, me entregué al asunto… a la jodienda, me refiero».
Entonces le planteé un problema difícil. Le pregunté si se había imaginado alguna vez con picha… ¡y usándola…! y en el más allá.
«¿Que si me he imaginado?», exclamó. «Eso es lo que me preocupa, esa idea precisamente. Una vida inmortal con una picha supletoria conectada al cerebro es algo que no me imagino ni remotamente. Tampoco es que quiera llevar una vida de ángel. Quiero ser yo mismo, John Stymer, con todos mil malditos problemas propios. Quiero tener tiempo para pensar las cosas con detenimiento… mil años o más. Parece ridículo, ¿verdad? Pero así soy yo. El Marqués de Sade disponía de la tira de tiempo. Pensó muchas cosas, debo reconocerlo, pero no estoy de acuerdo con sus conclusiones. En fin, lo que quiero decir es que no es tan terrible pasar la vida en prisión… si tienes mucha actividad mental. Lo que sí que es terrible es convertirte en prisionero de ti mismo. Y eso es lo que somos la mayoría de nosotros: prisioneros de nosotros mismos. En una generación hay una docena escasa de hombres que se liberan. En cuanto ves la vida con claridad, todo es una farsa. Una farsa monumental. ¡Imagínate a un hombre desperdiciando su vida en defender o condenar a otros! La justicia es un asunto de dementes. Nadie es mejor porque existan las leyes. No, es un juego de imbéciles, dignificado con un nombre pomposo. Mañana puede que llegue a ser juez, nada menos. ¿Es que voy a tener mejor opinión de mí porque me llamen juez? ¿Podré cambiar algo? Ni en sueños. Volveré a seguir el juego… el juego de juez. Por eso digo que estamos vencidos desde el comienzo. Soy consciente de que todos tenemos un papel que representar y que lo único que puede hacer cada cual, al parecer, es representarlo lo mejor que pueda. En fin, mi papel no me gusta. La idea de representar un papel no me atrae. Ni aun cuando los papeles fueran intercambiables. ¿Me entiendes? Creo que ya es hora de que tengamos una nueva distribución, una organización nueva. Los tribunales, las leyes, la policía y las cárceles tienen que desaparecer. Es de locos, todo eso. Por eso me dedico a follar para olvidar. Tú también lo harías, si pudieras ver las cosas como yo».
Se interrumpió, escupiendo saliva como un cohete.
Tras un breve silencio, me dijo que faltaba poco para llegar. «Recuerda que debes sentirte como en tu casa. Haz y di lo que te parezca. Nadie te detendrá. Si quieres echarle un quiqui, no hay inconveniente. Pero ¡que no se convierta en una costumbre!».
La casa estaba envuelta en tinieblas, cuando nos detuvimos ante la puerta. Había una nota sobre la mesa del comedor. De Belle, la gran jodedora. Se había cansado de esperarnos, no creía que llegáramos y cosas así.
«Entonces, ¿dónde está?», pregunté.
«Probablemente se haya ido a la ciudad a pasar la noche con un amigo».
Debo decir que no parecía demasiado contrariado. Tras gruñir varias veces… «¡qué puta!» y «¡qué tía más puta…!» se acercó a la nevera para ver si quedaban algunas sobras.
«Podríamos pasar la noche aquí», dijo. «Veo que nos ha dejado unas judías y jamón frío. ¿Te hace?».
Mientras dábamos cuenta de las sobras, me dijo que había una habitación cómoda en el piso de arriba con dos camas.
«Ahora podemos tener una buena charla».
Yo tenía muchas ganas de ir a la cama, pero no de mantener una conversación franca. En cambio, nada parecía poder detener la marcha de la cabeza de Stymer, ni el hielo ni la bebida ni la fatiga siquiera.
Yo me habría quedado como un tronco nada más reclinar la cabeza en la almohada, si Stymer no hubiera abierto fuego como lo hizo. De repente, me encontré tan despierto como si me hubiese tomado una dosis doble de bencedrina. Sus primeras palabras, pronunciadas en tono uniforme y tranquilo, me electrizaron.
«Veo que nada te sorprende demasiado. Bueno, pues, a ver qué te parece esto…».
Así empezó.
«Una de las razones por las que soy tan buen abogado es que también tengo algo de delincuente. Tú no me creerías capaz de tramar la muerte de una persona, ¿verdad? Bueno, pues, lo soy. He decidido eliminar a mi esposa. Cómo es algo que no sé aún. No es a causa de Belle. Es que me mata de aburrimiento. No puedo soportarlo más. Desde hace veinte años no me ha dirigido una palabra inteligente. He agotado mi paciencia y lo sabe. Está al corriente de lo de Belle; nunca ha habido secreto respecto a eso. Lo único que le importa es que no trascienda. Es mi mujer, ¡maldita sea!, la que me ha convertido en un masturbador. Estaba tan harto de ella, casi desde el principio, que la idea de acostarme con ella me ponía enfermo. Desde luego, podríamos habernos divorciado. Pero ¿por qué sostener un peso muerto para el resto de mi vida? Desde que conocí a Belle, he tenido oportunidad de pensar y planear un poco. Mi único objetivo es salir de este país, marcharme lejos y empezar de nuevo. En qué es algo que no sé. La abogacía, no, desde luego. Quiero aislamiento y trabajar lo menos posible».
Tomó aliento. Yo no hice comentarios, ni él los esperaba.
«Para serte sincero, me estaba preguntando si podría convencerte para que vinieras conmigo. No tendrías que preocuparte de nada, mientras que durase el dinero, eso por supuesto. Lo iba pensando por el camino hasta aquí. Esa nota de Belle… se la he dictado yo. Cuando hemos salido, no había pensado en el cambio de plan, créeme, te lo ruego. Pero cuanto más hablábamos más me convencía de que eras la persona que me gustaría tener al lado, si daba el salto».
Vaciló un segundo y después añadió: «Tenía que contarte lo de mi mujer porque… vivir en contacto estrecho con alguien y guardar un secreto de esa clase sería demasiada tensión».
«Pero ¡yo también tengo mujer!», exclamé. «Aunque es como si no la tuviera, no me veo liquidándola para escaparme a algún sitio contigo».
«Comprendo», dijo Stymer con calma. «También he pensado en eso».
«A ver, cuenta».
«Podría conseguirte un divorcio con bastante facilidad y lograr que no tuvieras que pagar pensión. ¿Qué te parece?».
«No me interesa», respondí. «Ni siquiera aunque pudieses conseguirme otra mujer. Tengo mis propios planes».
«No pensarás que soy marica, ¿verdad?».
«No, en absoluto. Desde luego, eres raro; pero marica, no. Para serte sincero, no eres la clase de persona con la que me gustaría vivir mucho tiempo. Además, todo eso es demasiado vago. Se parece más a un mal sueño».
Se lo tomó con su calma habitual. Entonces, sentí deseos de decir algo más y le pregunté qué era lo que esperaba de mí, qué esperaba obtener de semejante relación. Yo no temía en absoluto verme tentado a emprender aventura tan disparatada, por supuesto, pero debía fingir, me pareció, que quería tirarle de la lengua. Además, sentía curiosidad por saber cuál debía ser, según él, mi papel.
«No sé por dónde empezar», dijo arrastrando las palabras. «Supongamos… digo, supongamos… que encontrábamos un buen lugar para escondernos. Un lugar como Costa Rica, por ejemplo, o Nicaragua, donde la vida es fácil y el clima agradable. Y suponte que conoces a una chavala que te gusta… eso no es demasiado difícil de imaginar, ¿no? Bueno, pues… Me has dicho que te gusta… que te propones… escribir un día. Yo sé que no soy capaz. Pero tengo ideas, muchas, te lo aseguro. Para algo he sido abogado penalista. Y tú, para algo has leído a Dostoievski y a todos esos rusos locos. ¿Vas entendiendo? Mira, Dostoievski está muerto, acabado. Y de ahí partimos nosotros. De Dostoievski. Él se ocupaba del alma; nosotros nos ocuparemos de la inteligencia».
Estaba a punto de hacer otra pausa.
«Sigue», le dije. «Parece interesante».
«Bueno, pues», prosiguió, «lo sepas o no, ya no queda en el mundo nada que se pueda llamar alma. Lo que explica en parte por qué te resulta tan difícil empezar a escribir. ¿Cómo se puede escribir sobre gente que carece de alma? Sin embargo, yo sí que puedo. He estado viviendo con esa clase de gente, trabajando para ellos, estudiando con ellos, analizándolos. No me refiero sólo a mis clientes. No cuesta demasiado trabajo considerar desalmados a los delincuentes. Pero ¿y si te dijera que no hay sino delincuentes por todos lados, mires donde mires? No hace falta ser culpable de un delito para ser un delincuente. Pero, en fin, lo que estaba pensando es lo siguiente… sé que eres capaz de escribir. Además, no me importa lo más mínimo que otro escriba mis libros. Tú necesitarías varias vidas para conseguir el material que yo he ido acumulando. ¿Para qué desperdiciar más tiempo? Ah, sí, se me olvidaba decirte una cosa… puede que te ahuyente. Es esto… me da igual que los libros lleguen a publicarse o no. Quiero sacármelos de dentro, nada más. Las ideas son universales: no las considero de mi propiedad…».
Echó un trago de agua helada de la jarra que tenía junto a la cama.
«Probablemente te parezca fantástico todo esto. No intentes adoptar una decisión de inmediato. ¡Piénsalo! Considéralo desde todos los puntos de vista. No me gustaría que aceptaras y después te echases atrás al cabo de un mes o dos. Pero permíteme hacerte observar una cosa. Si sigues por el mismo camino mucho tiempo, nunca tendrás valor para romper. No tienes excusa para prolongar tu forma de vida actual. Estás obedeciendo a la ley de la inercia, nada más».
Se aclaró la garganta, como si su propia observación lo hubiera puesto violento. Después prosiguió con claridad y rapidez:
«No soy el compañero ideal para ti, de acuerdo. Tengo todos los defectos imaginables y soy un completo egoísta, como he dicho muchas veces. Pero no soy envidioso ni celoso, ni ambicioso siquiera en el sentido habitual. Aparte de las horas de trabajo —y no tengo intención de matarme—, estarías solo la mayor parte del tiempo, con libertad para hacer lo que quisieras. Conmigo estarías a solas, aunque compartiéramos la misma habitación. Me da igual donde vivamos, con tal de que sea en el extranjero. De ahora en adelante me voy a tumbar a la bartola. Me separo de mis semejantes. Nada podría inducirme a participar en el juego. En la actualidad, no puede realizarse nada de valor, al menos en mi opinión. Para ser sincero, puede que no llegue a hacer nada. Pero por lo menos tendré la satisfacción de hacer lo que creo… Mira, tal vez no haya expresado con demasiada claridad lo que quiero decir con la cuestión de Dostoievski. Vale la pena profundizar un poco más, si no te aburro demasiado. Tal como yo lo veo, con la muerte de Dostoievski el mundo entró en una fase de su existencia del todo nueva. Dostoievski resumió la Edad Moderna, como Dante lo hizo con la Edad Media. La Edad Moderna —denominación inapropiada, por cierto— ha sido una simple época de transición, una tregua, en la que el hombre ha podido adaptarse a la muerte del alma. Ya estamos viviendo una especie de grotesca existencia lunar. Las creencias, esperanzas, principios y convicciones que sustentaban nuestra civilización han desaparecido. Y no van a volver. Acéptalo a ciegas de momento. No, en adelante y durante mucho tiempo por venir vamos a vivir en la mente. Eso significa destrucción… autodestrucción. Si me preguntas por qué, lo único que te puedo decir es… que porque el hombre no está hecho para vivir sólo con la inteligencia. El hombre ha nacido para vivir con todo su ser. Pero la naturaleza de ese ser está perdida, olvidada, enterrada. El propósito de la vida en la tierra es descubrir el auténtico ser de uno… ¡y vivir de acuerdo con él! Pero no vamos a entrar en eso. Eso es para el futuro lejano. El problema es… entretanto. Y ahí es donde intervengo yo. Permíteme exponértelo con la mayor brevedad posible… Todo lo que hemos sofocado, tú, yo, todos nosotros, desde que comenzó la civilización, tenemos que vivirlo. Tenemos que reconocer lo que somos. ¿Y qué somos sino el producto final de un árbol que ya no puede dar frutos? En consecuencia, tenemos que meternos bajo tierra, como la semilla, para que algo nuevo, algo diferente, aparezca. No es tiempo lo que hace falta, es una nueva forma de ver las cosas. Un nuevo apetito de vida, en otras palabras. Lo que ahora tenemos es una simple apariencia de vida. Estamos vivos sólo en sueños. Lo que se niega a morir es la inteligencia que hay en nosotros. La inteligencia es resistente… y mucho más misteriosa que los sueños más delirantes de los teólogos. Puede que sólo exista inteligencia… no la humilde que conocemos, desde luego, sino la gran Inteligencia en que flotamos, la Inteligencia de que está impregnado el universo entero. Dostoievski, permíteme recordártelo, tuvo una visión asombrosamente penetrante no sólo del alma del mundo, sino también de la inteligencia y el espíritu del universo. Por eso, es imposible deshacerse de él, aunque, como ya he dicho, lo que representa está muerto».
En ese momento tuve que interrumpirlo.
«Perdona», dije, «pero ¿qué representaba Dostoievski, en tu opinión?».
«No puedo contestar en pocas palabras. Nadie puede. Nos dio una revelación y a cada uno de nosotros corresponde sacarle el mayor provecho posible. Unos se pierden en Cristo. También puede uno perderse en Dostoievski. Te lleva hasta el final del camino… ¿Significa eso algo para ti?».
«Sí y no».
«Para mí», dijo Stymer, «significa que hoy no existen las posibilidades que se imaginan los hombres. Significa que nos hacemos ilusiones por completo falsas… sobre todas las cosas. Dostoievski exploró el terreno por adelantado, y encontró el camino obstruido a cada curva. Fue un adelantado, en el sentido profundo de la palabra. Tomó posesión de una posición tras otra, en todos los puntos peligrosos y prometedores, y descubrió que no había salida para nosotros, tal como somos. Al final, se refugió en el Ser Supremo».
«Ése no se parece al Dostoievski que yo conozco», dije. «Hay un matiz de desesperación».
«No, no es desesperación ni mucho menos. Es realismo… en sentido sobrehumano. La última cosa en que habría creído Dostoievski es en un más allá con el que predican los curas. Todas las religiones nos dan a tragar una píldora edulcorada. Quieren que traguemos lo que nunca podremos ni querremos tragar: la muerte. El hombre nunca aceptará la idea de la muerte, nunca se reconciliará con ella. Pero me estoy desviando. Tú hablas del destino del hombre. Dostoievski, mejor que nadie, entendió que el hombre nunca aceptará la vida incondicionalmente hasta que no se vea amenazado de extinción. Estaba profundamente convencido, me atrevería a decir, de que el hombre puede disfrutar de vida eterna, si lo desea con todo su corazón y todo su ser. No hay razón para morir, ninguna. Morimos porque carecemos de fe en la vida, porque nos negamos a entregarnos a la vida, por completo… Y eso me trae al presente, a la vida tal como la conocemos hoy. ¿Acaso no es evidente que toda nuestra forma de vida es una entrega a la muerte? En nuestros desesperados esfuerzos para protegernos, para proteger lo que hemos creado, provocamos nuestra propia muerte. No nos entregamos a la vida, luchamos para evitar la muerte. Lo que significa no que hayamos perdido la fe en Dios, sino que hemos perdido la fe en la vida misma. Vivir peligrosamente, como dijo Nietzsche, es vivir desnudo y sin vergüenza. Significa poner la confianza en la fuerza vital y dejar de combatir con un fantasma llamado muerte, un fantasma llamado enfermedad, un fantasma llamado pecado, un fantasma llamado miedo, etcétera. ¡El mundo de los fantasmas! Ése es el mundo que nos hemos creado. Piensa en los militares, que no dejan de pensar un instante en el enemigo. Piensa en los curas, con su eterna cháchara sobre el pecado y la condenación. Piensa en el gremio de los juristas, con su eterna cháchara sobre sanciones y encarcelamientos. Piensa en la profesión médica, con su eterna cháchara sobre la enfermedad y la muerte. Y nuestros educadores, los mayores imbéciles que hayan existido, con su rutina de papagayo y su incapacidad innata para aceptar idea alguna que no tenga cien o mil años de antigüedad. En cuanto a los que gobiernan el mundo, ésos son los menos íntegros, los más hipócritas, y los seres más ilusos y menos imaginativos imaginables. Tú afirmas estar preocupado por el destino del hombre. El milagro es que el hombre haya mantenido hasta la ilusión de la libertad. No, el camino está obstruido, cualquiera que sea la dirección que sigas. Cada muro, cada obstáculo que nos rodea es obra nuestra. No hay por qué hacer intervenir a Dios, el Diablo o el Azar. El Señor de toda la Creación está echando una siesta, mientras nosotros intentamos resolver el rompecabezas. Nos ha permitido privarnos a nosotros mismos de todo menos de la inteligencia. En la inteligencia es donde se ha refugiado la fuerza vital. Todo ha sido analizado hasta anularlo. Tal vez ahora el propio vacío de la vida adquiera sentido, proporcione la clave».
Se detuvo de repente, se quedó absolutamente inmóvil por un rato y después se alzó sobre un codo.
«¡El aspecto criminal de la inteligencia! No sé dónde ni cómo conocí esa frase, pero me cautiva por completo. Podría ser el título de los libros en que estoy pensando. Esa palabra misma, “criminal”, me estremece hasta la médula. Es una palabra tan carente de sentido en la actualidad, y, sin embargo, es la palabra más…, ¿cómo diría?…, más seria del vocabulario del hombre. La propia idea de crimen es aterradora. Tiene unas raíces tan profundas y enmarañadas… En otro tiempo, la gran palabra para mí era “rebelde”. Sin embargo, cuando digo “criminal”, soy presa de absoluto desconcierto. A veces, lo confieso, no sé qué significa la palabra. O, si creo saberlo, entonces me veo obligado a considerar la Humanidad entera como un monstruo indescriptible de cabeza de hidra, cuyo nombre es criminal. A veces lo expreso de otro modo para mis adentros: el hombre, criminal para sí mismo. Lo que carece casi de sentido. Lo que intento decir, aunque tal vez sea trillado, trivial, simplista, es esto… Si existe un criminal, entonces la raza está corrompida. No se puede eliminar el aspecto criminal del hombre realizando una operación quirúrgica en la sociedad. Lo criminal es canceroso y lo canceroso es impuro. El crimen no es meramente coetáneo de la ley y el orden, es prenatal, por así decir. Radica en la conciencia misma del hombre y no se lo desalojará, no se lo extirpará, hasta que nazca una nueva conciencia. ¿Me explico? La pregunta que me hago una y mil veces es: ¿cómo llegó el hombre a considerar criminal a sí mismo y a su prójimo? ¿Qué le hizo abrigar sentimientos de culpabilidad? ¿Hacer que hasta los animales se sientan culpables? En otras palabras, ¿cómo es que llegó a envenenar la vida en el origen? Es muy cómodo reprochárselo a los sacerdotes. Pero no puedo atribuirles tanto poder sobre nosotros. Si nosotros somos víctimas, ellos también. Pero, ¿de qué somos víctimas? ¿Qué es lo que nos tortura, tanto a los jóvenes como a los viejos, a los sabios como a los inocentes? Creo que eso es lo que vamos a descubrir, ahora que nos hemos refugiado bajo tierra. Al quedar desnudos e indigentes, podremos dedicarnos al gran problema sin estorbos. Durante una eternidad, si es necesario. Ninguna otra cosa tiene importancia, ¿no te parece? Tal vez no. Quizá lo vea yo con tanta claridad, que no puedo darle la expresión adecuada con palabras. En cualquier caso, ésa es la perspectiva de nuestro mundo…».
En ese momento se levantó de la cama para prepararse una copa, al tiempo que me preguntaba si podía seguir soportando su tonta cháchara. Dije que sí con la cabeza.
«Como ves, parece que me hubieran dado cuerda», prosiguió. «En realidad, estoy empezando a verlo todo tan claro otra vez, ahora que te he soltado el rollo, que tengo casi la sensación de que podría escribir los libros yo mismo. Si no he vivido para mí mismo, desde luego he vivido las vidas de otra gente. Tal vez empiece a vivir la mía, cuando me ponga a escribir. Mira, ya me siento más predispuesto hacia el mundo, por haberme desahogado. Tal vez tuvieras razón con lo de ser más generoso conmigo mismo. Desde luego, es una idea tranquilizadora. Por dentro, soy todo vigas de acero. Tengo que fundirme, tengo que criar fibra, cartílago, linfa y músculo. Pensar que alguien pueda llegar a estar tan rígido… ridículo, ¿eh? Ése es el resultado de combatir toda la vida».
Hizo una pausa lo bastante larga para echar un buen lingotazo y después volvió a embalarse.
«Mira, no existe en el mundo cosa por la que valga la pena luchar salvo la paz espiritual. Cuanto más triunfas en este mundo más te derrotas. Jesús tenía razón. Hay que vencer al mundo. Por supuesto, hacerlo significa adquirir una nueva conciencia, una nueva visión de las cosas. Y ése es el único significado que se puede atribuir a la libertad. Nadie que pertenezca al mundo puede alcanzar la libertad. Muere para el mundo y encontrarás la vida eterna. Supongo que sabrás que el advenimiento de Cristo fue de la mayor importancia para Dostoievski, quien sólo consiguió aceptar la idea de Dios concibiéndolo como dios hombre. Humanizó la concepción de Dios, lo volvió más próximo a nosotros, más comprensible y, al final, por extraño que pueda parecer, más divino incluso… Una vez más debo hablar del criminal. El único pecado, o crimen, que el hombre podía cometer, en opinión de Cristo, era contra el Espíritu Santo. Negar el espíritu, o la fuerza vital, si quieres. Cristo no reconocía la existencia de criminales. Hacía caso omiso, de todos esos disparates, esa confusión, esa grosera superstición con los que el hombre se ha cargado durante milenios. “Quien esté libre de pecado, ¡que tire la primera piedra!”. Lo que no quiere decir que Cristo considerase a todos los hombres pecadores. No, sino que todos estamos imbuidos, teñidos, contaminados con la idea del pecado. Tal como yo entiendo sus palabras, por sentimiento de culpabilidad es por lo que creamos el pecado y el mal. No es que el pecado y el mal tengan realidad propia alguna. Lo que me hace volver de nuevo al atolladero actual. Pese a las verdades que Cristo proclamó, el mundo está ahora corrompido y saturado de maldad. Todo el mundo actúa como un criminal hacia un prójimo. Por eso, a no ser que nos pongamos a matarnos unos a otros —la matanza mundial—, tenemos que hacer frente al poder demoníaco que nos gobierna. Tenemos que convertirlo en una fuerza sana y dinámica que nos libere no sólo a nosotros —¡no somos tan importantes!—, sino también la fuerza vital que está encerrada en nuestro interior. Sólo entonces empezaremos a vivir. Y vivir significa vida eterna, nada menos. Fue el hombre quien creó la muerte, no Dios. La muerte es la señal de nuestra vulnerabilidad, nada más».
Siguió hablando y hablando. No pude pegar ojo hasta cerca del amanecer. Cuando me desperté, se había ido. Sobre la mesa encontré un billete de cinco dólares y una breve nota en la que decía que debía olvidar todo lo que habíamos hablado, que carecía de importancia. «Igualmente voy a encargar un traje nuevo», añadía. «Puedes escoger el tejido por mí».
Naturalmente, no lo pude olvidar, como él proponía. En realidad, durante semanas no pude pensar en otra cosa que en «el hombre, un criminal» o, como había dicho Stymer, «el hombre, criminal para sí mismo».
Una de las muchas expresiones que había soltado no dejó de atormentarme, la de que «el hombre se ha refugiado en la inteligencia». Estoy convencido de que fue la primera vez que puse en cuestión la existencia de la inteligencia como algo independiente. La idea de que tal vez todo fuera inteligencia me fascinaba. Me parecía más revolucionaria que nada de lo que había oído hasta entonces.
En verdad, era curioso, por no decir más, que un hombre de las características de Stymer hubiese estado obsesionado por la idea de meterse bajo tierra, de refugiarse en la inteligencia. Cuanto más pensaba en esa cuestión más me parecía que Stymer estaba intentando convertir el cosmos en una ratonera asombrosa y monumental. Cuando unos meses después, al enviarle un aviso para que viniera a probarse, me enteré de que había muerto de hemorragia cerebral, no me sorprendió lo más mínimo. Era evidente que su inteligencia había rechazado las conclusiones que él le había impuesto. Se había masturbado mentalmente hasta la muerte. Entonces dejé de preocuparme sobre la cuestión de la inteligencia como refugio. La inteligencia es todo. Dios es todo. ¿Y qué?