CAPÍTULO 6. LA EXPULSIÓN DE LOS JUDÍOS
Conquistó reinos para Dios, provincias para campos de la fe, y él fue quien supo juntar la tierra con el cielo.
C
on el transcurso del tiempo, la Inquisición que Fernando e Isabel instauraron una década después del comienzo de su reinado, empezó a desempeñar un papel muy significativo en la vida del país, pero al principio sus horizontes eran muy limitados y regionales. La primera preocupación fue con un sector muy pequeño de la población, los cristianos de origen judío que vivían en el extremo sur de la península. En aquellos años, mucha gente —incluidos algunos administradores de la corte real— se preguntaba si la creación de un nuevo tribunal se quedaría en mucho ruido y pocas nueces. Los judíos de España, por otra parte, con su eterna experiencia de persecución tanto por parte de los musulmanes como por parte de los cristianos, tenían muchas razones para estar preocupados y amedrentados.
Los judíos habían vivido en la península al menos desde el siglo III, y en la España medieval constituían la comunidad judía más grande del mundo. Comparados con los cristianos y los musulmanes, sin embargo, eran pocos. En el siglo XIII muy probablemente apenas alcanzaban a ser el dos por ciento de la población española, quizá unas cien mil personas. La mayoría preferían vivir en ciudades que, según los paradigmas modernos, eran poblaciones pequeñas. La presencia judía generó, al menos en la mentalidad cristiana, un estereotipo de «ricos burgueses». En realidad, la mayoría de los judíos vivían en los pequeños pueblos del campo, que eran las poblaciones características del mundo rural en el Medievo. El contacto habitual y la coexistencia fue también característica del período medieval, y permitió que los cristianos, judíos y musulmanes se entendieran y se respetaran mutuamente, pero eso no significa necesariamente que se apreciaran. Los españoles de las diferentes religiones, en fin, se ocupaban de sus tareas cotidianas en una convivencia razonable.
Las distintas comunidades vivían, en su mayor parte, existencias separadas. Los judíos tenían costumbres alimenticias diferentes y observancias religiosas distintas, y normalmente no casaban bien con las tradiciones cristianas. Esta segregación, en su momento, se radicalizó debido a persecuciones esporádicas. Las leyes cristianas ordenaron que las ciudades dispusieran de áreas específicas apartadas para dar cobijo a las minorías judías y musulmanas, pero en la práctica cada cual podía elegir dónde vivir. En muchas ciudades medievales de Castilla, las residencias y las tiendas judías podían encontrarse perfectamente dentro de los barrios cristianos o musulmanes. La rivalidad social y religiosa contribuyó a quebrar la seguridad de las minorías. Desde el siglo XIII en adelante la legislación antijudía se hizo muy común en toda Europa. El IV Concilio de Letrán de la Iglesia católica, en 1235, ordenaba que todos los judíos llevaran un parche de tela redondo y amarillo, de cuatro dedos de ancho, sobre el pecho, como marca identificativa. Semejantes decretos nunca se dictaron en los reinos españoles, aunque en las Cortes continuamente se hacía referencia a la necesidad de poner en marcha esas medidas. En la mayoría de las ciudades los judíos comenzaron a ver sus movimientos restringidos a su propio barrio (llamados aljamas cuando se organizaban como instituciones corporativas).
En un momento dado la situación de los judíos empeoró en toda Europa. Las autoridades civiles y eclesiásticas comenzaron a adoptar una actitud más agresiva hacia estas minorías. En 1290 Inglaterra expulsó a los pocos judíos que había en su territorio, y en 1306 la corona francesa hizo lo propio, y hubo más expulsiones posteriores en otros países durante ese siglo XIII. Sin embargo, en España el modelo de convivencia consiguió sobrevivir y perpetuarse. Sin embargo, la hostilidad comenzaba a darse desde distintos grupos: desde los prebostes ciudadanos que debían dinero a los judíos, desde la población cristiana común que vivía junto a los judíos y a los que les molestaba aquella independencia, y desde aquellas comunidades rurales que consideraban a los judíos de las ciudades como a sus explotadores.
A mediados del siglo XIV las guerras civiles de Castilla dieron lugar a excesos y violencias contra las comunidades judías en algunas ciudades. El fanatismo religioso, excitado en el sur de España en las décadas de 1370 y 1380 por el arcediano de Écija, Ferrant Martínez, encendió la llama que hizo explotar la persecución. En junio de 1391, durante un abrasador verano que no hizo sino empeorar el desastre económico en el que se vivía, hubo algaradas ciudadanas que dirigieron su odio contra las clases privilegiadas y contra los judíos. En Sevilla, cientos de judíos fueron asesinados y la aljama quedó destruida. En cosa de pocos días, en julio y agosto, la ira se extendió por toda la península. Aquellos que no habían sido asesinados fueron obligados a aceptar el bautismo. En Córdoba, tal y como escribió un poeta hebreo, «no ha quedado en ella ni grande ni chico que no apostatara de su religión». Y en Valencia, durante el mes de julio, fueron asesinadas unas 250 personas; en Barcelona, en agosto, asesinaron a más de cuatrocientas. Las aljamas más importantes de España fueron arrasadas. Las autoridades reales, tanto en Castilla como Aragón, denunciaron los excesos e intentaron proteger a los judíos en las ciudades más importantes. Un judío de la época, Nissim ben Reuben, anotó que en la Corona de Aragón «muchos de los gobernantes de las ciudades, y los ministros y los nobles, nos defendían, y muchos de nuestros hermanos se refugiaron en castillos, donde se les proveyó de comida». En muchos lugares no fue la turbamulta sino las clases altas quienes incitaron y perpetraron los crímenes. La ciudad de Valencia culpó a las «gentes del campo y de la ciudad, caballeros y frailes, nobles». Muchos judíos desprotegidos fueron obligados a convertirse en cristianos. Desde ese momento, los conversos, como hemos visto, proliferaron enormemente y se convirtieron en buena medida en el centro de atención de la vida política y religiosa.
Incluso en la sociedad plural de la España medieval, los judíos siempre sufrieron discriminaciones. Como cualquier otra minoría desprotegida y sin privilegios, fueron excluidos de cualquier trabajo o profesión en los que se ejerciera la autoridad (por ejemplo, en los gobiernos de las ciudades o en los ejércitos), pero se empleaban en un amplio abanico de labores menores y comunes. Aún así consiguieron desempeñar un cierto papel en la vida pública en dos áreas principales: la medicina y la administración económica. También tuvieron ocasión de desempeñar un significativo papel cultural como traductores del árabe, una lengua que a los cristianos les resultaba muy difícil aprender. Si los médicos escaseaban, los judíos intervenían para hacerse cargo de la demanda. Los círculos reales y aristocráticos confiaban plenamente en ellos como médicos. En el reino de Aragón no había noble o prelado que no mantuviera a un médico judío, y lo mismo se daba en Castilla. En muchas ciudades los únicos doctores eran judíos y, desde luego, recibían un tratamiento muy favorable.
La hostilidad popular hacia los judíos estaba basada en cierta medida en sus actividades económicas. En determinados momentos y lugares su papel en este ámbito pudo ser importante. En 1469 las Cortes de Ocaña se quejaron a Enrique IV de que «muchos prelados y otros eclesiásticos arrendaban a moros y judíos las rentas y diezmos que les pertenecían; y estos entran en las iglesias para prorratear los diezmos entre los contribuyentes, con gran escándalo y ofensa de la Iglesia».
El número de los recaudadores de impuestos judíos fue siempre muy pequeño, en comparación con los cristianos. En el siglo XV trabajaban en los escalafones más bajos del sistema fiscal, y como recaudadores, más que como tesoreros. En el período 1440-1469 solo el quince por ciento (setenta y dos personas) de los recaudadores de tercias y alcabalas que trabajaban para la Corona de Castilla eran judíos. Pero hubo también unos cuantos judíos que desempeñaron un importante papel en la cúspide de la estructura económica. Bajo el reinado de Isabel y Fernando, Abraham Seneor fue el tesorero de la Santa Hermandad, David Albulafia estaba al mando de las provisiones para las tropas de Granada e Isaac Abravanel administraba el impuesto sobre el ganado ovino, llamado el servicio y montazgo. La compañía de recaudación de alcabalas dirigida por el converso Luis de Alcalá, en la que se encontraban nombres como Seneor, el rabino Mair Melamed, los hermanos Benveniste y otros judíos, desempeñó un importantísimo papel en las finanzas castellanas durante al menos dos décadas. No es de extrañar, por tanto, que un viajero extranjero comentara, a propósito de la reina Isabel, que «sus súbditos dicen públicamente que la reina es protectora de los judíos».
Tanto en tamaño como en número las aljamas se hundieron dramáticamente después de las masacres de 1391, y de hecho en algunas ciudades ya no volvieron a existir. En Barcelona, el call (barrio) medieval judío fue desmantelado en 1424 porque se consideró completamente innecesario. En Toledo, la antiquísima aljama posiblemente no tenía en 1492 más de cuarenta casas. Parece ser que a finales del siglo XV los judíos ya no formaban una clase media significativa. En términos generales no eran ricos, y tenían un estatus social insignificante. Sus mejores días desde luego habían quedado muy atrás. Sin embargo, a pesar de las circunstancias cambiantes, la vida judía conservaba su equilibrio. En algunas localidades afortunadas, como Murviedro en la costa valenciana, los judíos pudieron huir de la violencia y los pobladores vieron aumentar su número considerablemente con refugiados de otras zonas, sobre todo de la capital, Valencia.
El cronista Andrés Bernáldez, que vivía en una región en la que los judíos habían buscado la protección de las grandes ciudades, comentaba años después que eran
...mercaderes e vendedores e arrendadores de alcabalas e ventas de achaques, e fazedores de señores, e oficiales tondidores, sastres, çapateros, e cortidores e zurradores, texedores, especieros, bohoneros, sederos, herreros, plateros e otros semejantes oficios; que ninguno rompía la tierra ni era labrador ni carpintero ni albañil, sino todos buscavan oficios holgados, e de modos de ganar con poco trabajo.
Esta imagen, en alguna ocasión utilizada para contrastar a los cristianos de los campos y a los prestamistas judíos de las ciudades, no era completamente cierta. Los judíos desde luego vivían en las ciudades, donde compartían muchas profesiones con los cristianos. En la Zaragoza del siglo xiv, los judíos eran comerciantes, tenderos, artesanos, joyeros, sastres, zapateros... Pero hay muchas y abundantes pruebas de que desde el siglo XIV los judíos habían perdido la confianza en las ciudades y se habían trasladado a pueblos más pequeños, donde su relación con los cristianos era normal y pacífica. A finales del siglo xv, contrariamente a las afirmaciones de Bernáldez, los campesinos y labradores judíos podían encontrarse por toda España, pero sobre todo en las provincias de Castilla. En Toledo, al parecer, hubo una considerable cantidad de judíos que trabajaron directamente sus tierras, cultivando sobre todo trigo, y produciendo aceitunas y vino. En Maqueda (Toledo) había 281 familias judías y solo cincuenta cristianas. Sin embargo, aun cuando tenían tierras y ganado, por razones prácticas u observancia religiosa o seguridad personal, los judíos tendían a vivir juntos, habitualmente en una ciudad o en un pueblo. En Buitrago (Madrid), algunos miembros de la próspera comunidad judía (que en 1492 contaba con seis rabinos e incluso un concejal) poseían 165 campos de lino, 102 prados, 18 huertos, una gran cantidad de pastos y algunos derechos de fuentes. En Hita (Guadalajara) contaban con dos sinagogas y nueve rabinos; la mayor inversión estaba en los vinos, porque los judíos poseían 196 viñedos que totalizaban no menos de 66.400 viñas. Incluso en el campo andaluz, de donde procedía Bernáldez, había campesinos judíos que tenían tierras, viñedos y rebaños de ganado.
En la Corona de Aragón los judíos también estuvieron vinculados a la agricultura, aunque en una escala mucho menor. Las tierras que tenían eran pequeños terrenos de cultivo, y no grandes campos. Por razones de seguridad, preferían vivir y limitar su actividad a las ciudades. En algunas zonas sus tierras pudieron ser tal vez algo mayores. En Sos, en el Alto Aragón, lugar de nacimiento del propio rey Fernando, los judíos cultivaban viñedos, lino y cereales, y sus relaciones comerciales con los cristianos contribuyeron a establecer una amistad fraternal, y sus principales oficios estaban vinculados al campesinado o como prestamistas.
Había una considerable variedad en la posición social que ostentaban los judíos en la península. En Ávila, que no sufrió en absoluto la ira segregacionista de 1391, los judíos sobrevivieron ocupando la que tal vez fuera la mayor aljama de Castilla: constituían prácticamente la mitad de una población que contaba con siete mil almas. En Zamora, que tampoco sufrió la airada turbamulta de 1391, la pequeña población judía no solo no disminuyó sino que creció. En general, esto es lo que se ha dicho, las relaciones entre judíos y cristianos siguieron siendo extraordinariamente cordiales a lo largo de todo el siglo xv en muchas partes de Castilla.
El reducido número de judíos que quedó tras los incidentes de 1391 no implicó necesariamente un declive cultural. Las comunidades preservaron su identidad, legislaron para su pueblo (se publicó una sencilla ley redactada por ellos y para ellos en Valladolid, en 1432), gozaron de la protección de los nobles más poderosos así como de la corona, y coexistieron pacíficamente con los cristianos. En Aragón, la propia corona —primero con Alfonso V y luego con Juan II— favoreció la recuperación de las aljamas, que pagaban los impuestos directamente al tesoro real. En 1479 Fernando confirmó expresamente la autonomía de la comunidad judía en Zaragoza.
En cualquier caso, las presiones y tensiones inevitablemente también estaban muy presentes. En Castilla, un decreto de 1412 inspirado en parte por el fanático santo valenciano Vicente Ferrer (que alguna responsabilidad tuvo en los sucesos de 1391) y por el consejero real y obispo (converso) Pablo de Santa María, privaron a los judíos del derecho a ocupar cargos administrativos o poseer títulos, y les aconsejaron entre amenazas que abandonaran sus domicilios. También fueron excluidos de la participación en distintos comercios, como los de verduras y frutas, carpintería, sastrería y carnicería; no podían portar armas ni contratar a cristianos para que trabajaran para ellos; tampoco se les permitía comer, beber, bañarse o siquiera hablar con cristianos; y se les prohibió vestir otra cosa que no fueran indumentarias muy rudimentarias. En la práctica, esta legislación extremista era imposible de llevar a efecto, y al final fue ignorada o revocada.
En Cataluña, entre 1413 y 1414, Vicente Ferrer contribuyó a organizar un debate erudito entre doctores cristianos y judíos; el papa Benedicto XIII ordenó que dicho debate se celebrara en su presencia, en Tortosa. En aquella famosa Disputa de Tortosa, la principal estrella por parte del bando cristiano fue el médico Joshua Halorqui, recientemente convertido al cristianismo, que ahora tenía el nombre de Jerónimo de Santa Fe. La disputa consiguió más conversiones, incluidos algunos miembros de la poderosa familia aragonesa De la Caballería y aljamas enteras de Aragón.
Aunque la disputa había amenazado con acabar con la comunidad judía en Aragón (alrededor de tres mil judíos se bautizaron), también tuvo una secuela muy interesante. En Aragón, el nuevo rey Alfonso V, aconsejado por los miembros de la familia Caballería (ahora convertidos al cristianismo), revocó toda la legislación antijudía de la época de Vicente Ferrer. Desde 1416 en adelante la corona aragonesa protegió a los judíos y a los conversos sin ninguna duda, rechazando todos los ataques contra ellos. En Tortosa, en el año 1438, la corona insistió —contra las protestas del obispo— en que los doctores judíos y musulmanes podían visitar a pacientes cristianos si estos así lo deseaban, y se levantaron las restricciones sobre los movimientos y derechos de los judíos.
Con frecuencia se había procurado implantar una política de segregación de los judíos respecto a los cristianos. Pero la legislación castellana de 1412, que exigía dicha segregación, nunca se llevó a cabo; y en Aragón, la corona —con el rey Alfonso— se negó a sancionar los guetos. Hubo posteriormente algunas medidas de carácter local que corrieron el mismo destino. En Sevilla, en 1437, se ordenó que los judíos vivieran solo en su barrio, pero a mediados de siglo ya se les podía encontrar en diferentes partes de la ciudad. Desde la década de 1460 los predicadores cristianos de Castilla —entre ellos, el general de la orden dominica, Alonso de Oropesa— volvieron al tema, esgrimiendo que los conversos estarían menos tentados a mantener sus vínculos judíos si a los judíos irredentos se les segregaba claramente. En las Cortes de Toledo de 1480 la corona aceptó dictar un decreto por el que se promovía la ejecución general de segregación en Castilla. Los judíos iban a permanecer en guetos, aunque ahora estarían obligatoriamente separados por un muro. Este fue el principio de una serie de cambios legales. En la Corona de Aragón, por la misma época, en algunas ciudades como Zaragoza intentaron también encerrar a los judíos, pero tanto Isabel como Fernando dieron un paso adelante para mostrar claramente su oposición a tal medida. Deberíamos recordar, entre paréntesis, que la segregación se produjo en ocasiones en interés de los propios judíos, para protegerlos del acoso y para salvar a las autoridades del coste de reprimir las algaradas civiles.
Durante el siglo XV, tras los sucesos de 1391, hay pruebas dispares sobre el acoso que sufrieron los judíos. En muchas zonas su situación fue sin duda difícil, pero esto no era nada nuevo. La legislación represiva, aunque se plasmó en decretos legales, rara vez se puso en práctica. En 1483 Fernando ordenó que los judíos de Zaragoza llevaran símbolos distintivos (un círculo rojo), pero no hay pruebas de que semejante orden se cumpliera nunca. Además, la corona favoreció activamente a los judíos y a los antiguos judíos. Fue durante el reinado de Fernando cuando florecieron los financieros judíos Seneor y Abravanel, y donde la familia Caballería dominó la política de Zaragoza durante décadas.
El descenso en su número, como es natural, dejó su huella. Las conversiones masivas de 1391 mermaron muchas comunidades. En la Corona de Aragón, hacia 1492 solo quedaba una cuarta parte de los judíos que había en el siglo anterior. Las famosas y ricas aljamas de Barcelona, Valencia y Mallorca, las ciudades más grandes de esos reinos, habían desaparecido por completo; en las ciudades más pequeñas también habían desaparecido o habían quedado reducidas prácticamente a la nada. La famosa comunidad de Girona era una sombra de lo que fue: ahora apenas quedaban 24 contribuyentes. En tierras de Castilla también se daba una mezcla de supervivencia y abandono. Sevilla contaba con alrededor de quinientas familias judías antes de los disturbios; medio siglo después apenas tenía cincuenta. Para cuando Isabel ascendió al trono, los judíos de Castilla totalizaban poco menos de 80.000. En 1492 las comunidades estaban dispersas: ocupaban unas doscientas poblaciones, pero en algunos centros importantes, como Cuenca, ya no quedaba presencia judía en absoluto.
Desde el principio de su reinado, en 1474, Isabel y Fernando decidieron mantener entre judíos y cristianos la misma paz que estaban intentando implantar en las ciudades y entre los nobles. Los monarcas nunca se mostraron personalmente antisemitas. Ya en 1468 Fernando había tenido como médico a un judío catalán de Tárrega llamado David Abenasaya, y tanto él como Isabel siguieron teniendo en lo sucesivo médicos y tesoreros judíos entre sus más estrechos colaboradores. Tanto en Aragón como en Castilla mantuvieron la política de sus predecesores: mantener a los judíos bajo un control personal en los mismos términos que otras comunidades cristianas y musulmanas que se encontraban bajo la jurisdicción real. En 1477, cuando la reina Isabel amplió su protección a la comunidad judía de Trujillo, acabó sentenciando: «Todos los judíos de mis reynos son míos y están bajo mi amparo y protección, y a mí pertenece de los defender y amparar y mantener en justicia». De modo parecido, en 1479 dio protección a la frágil comunidad judía de Cáceres. Dado que los judíos estaban siempre a la defensiva contra los poderosos intereses municipales, las intervenciones de la corona en la política local presentan un cuadro muy llamativo y demuestran cómo la monarquía protegía a los judíos. En 1475, por ejemplo, la corona ordenó a la ciudad de Bilbao que revocara las restricciones comerciales que había impuesto a los judíos en Medina de Pomar; en 1480 Olmedo tuvo que obedecer la orden de construir una puerta en el muro de la judería para dar a los judíos acceso a la plaza del pueblo. Los monarcas intervinieron repetidamente contra las ordenanzas municipales que intentaban suprimir la actividad comercial de los judíos.
Sin embargo, la política real tenía que contender con las tensiones sociales. En 1476 las Cortes de Madrigal, por iniciativa no de la corona sino de las ciudades, aprobaron leyes suntuarias contra los judíos y los mudéjares, obligándolos a vestir un símbolo distintivo y restringiendo la práctica de la usura. Los judíos, naturalmente, se sintieron atacados (en Ávila se negaron a prestar dinero a menos que las regulaciones sobre la usura se relajaran), pero hasta la legislación de las Cortes de Toledo en 1480 (fue entonces cuando se intentó llevar a cabo efectivamente la política de segregación y reducir la movilidad de los judíos a las aljamas) los judíos no conocieron la verdadera persecución. No hay duda de que los grupos antijudíos en los organismos municipales fueron responsables de aquellas medidas. En Burgos, en 1484, a los judíos se les prohibió vender comida; en 1485 se les ordenó cerrar la aljama en todos los días festivos cristianos; y en 1486 se puso límite al número de judíos que podían vivir en el gueto (la orden fue inmediatamente anulada por la corona). En Zaragoza, durante los últimos años del siglo xv, se dio un indiscutible auge de la presión antijudía, fomentada por el clero.
Las medidas antijudías del período no representan ningún empeoramiento cualitativo de la situación de los judíos. En realidad, la totalidad de la legislación existente en Castilla —si se hubiera puesto en práctica— ya era sumamente perjudicial para ellos. Hay que mirar más allá de las leyes. Solo entonces, en el terreno de lo que realmente ocurrió, es posible apreciar en qué medida la tolerancia de la comunidad, la laxitud administrativa o la protección real, unidas, pudieron garantizar la supervivencia y la viabilidad de las religiones minoritarias.
La situación de los judíos indudablemente se vio afectada por la hostilidad religiosa hacia los conversos, que como tales tenían los mismos derechos civiles y privilegios de los cristianos, pero a los que repetidamente se les veía practicando su antigua fe. Los monarcas llegaron a la convicción de que la separación de judíos y cristianos era la respuesta más eficaz para relajar la situación, y ese fue uno de los motivos de la instauración de la Inquisición. Aunque la Inquisición solo tenía autoridad sobre los cristianos, los judíos rápidamente se dieron cuenta de que ellos también estaban en la línea de fuego y todas sus angustias y penurias datan de esos años.
La existencia de la Inquisición forzó a los judíos a revisar su actitud hacia los conversos. Cuando tuvieron lugar las grandes conversiones, a finales del siglo XIV, los judíos tal vez pensaron que los neófitos aún seguían siendo sus hermanos. Un siglo después, la perspectiva era un tanto diferente: muchos dignatarios, los eruditos y los prebostes judíos habían abrazado voluntariamente la fe católica, y no siempre acosados por una persecución activa. El poeta Selomoh Bonafed, escribiendo a propósito de la Disputa de Tortosa, lamentaba que «muchos de los más honorables dirigentes de nuestras aljamas las estuvieran abandonando». Algunos conversos, especialmente aquellos que entraban en el clero, se convertían en los perseguidores más furibundos de los judíos. Los judíos de Burgos en 1392 se quejaban de que «los judíos que agora se tornaron christianos los persiguen e les facen muchos males». Un abismo se abrió claramente entre los judíos y los exjudíos en algunas comunidades. En los primeros años del siglo XV los rabinos aún expresaban su opinión de que la mayoría de los conversos eran conversos por fuerza (anusim). Pero a mediados de dicho siglo adoptaron la opinión de que la mayoría eran verdaderos meshumadim (renegados), real o voluntariamente cristianos. En términos generales, las relaciones amigables entre conversos y judíos aún podían observarse a todos los niveles. Pero también había amenazantes señales de tensión. Cuando la Inquisición comenzó sus actividades, muchos judíos no encontraron dificultad ninguna en cooperar con ella yendo contra los conversos. Como no eran cristianos, naturalmente, los judíos estaban excluidos de la jurisdicción inquisitorial. En la ciudad de Calatayud (Aragón) en 1488, uno de los judíos, llamado Acach de Funes, fue vilipendiado tanto por los judíos como por los cristianos, y acusado de ser un embustero y un estafador. Se había granjeado dicha reputación sosteniendo falsos testimonios ante la Inquisición contra varios conversos de la ciudad, que según él seguían siendo judíos practicantes. En Aranda de Duero, en la década de 1480, un residente judío anduvo «buscando testigos judíos para que dixesen [falsos testimonios] en la Inquisición» contra un converso local. Este mismo judío admitió confidencialmente a un cristiano amigo suyo que «todo aquello avía sido mentira» y que lo estaba haciendo por enemistad e inquina personal.
También Hernando del Pulgar dice algo sobre los falsos testimonios de judíos en Toledo. Había, según dejó escrito el secretario real, «hombres pobres y viles que por enemistad o malicia daban falso testimonio contra algunos conversos diciendo que habían judaizado. Conociendo la verdad, la reina ordenó arrestarlos y torturarlos». En Soria, en 1490, un médico judío testificó sin obligación ninguna contra algunos conversos. Dijo que un converso, un funcionario de justicia, había llamado a Torquemada «el más perro hombre del mundo, y hereje cruel». «Le pesa mucho», le dijo el doctor a los inquisidores con gesto contrito, «por desir cosa ninguna contra él, pero todo lo que ha dicho dixo porque era verdad todo». En la localidad de Uclés, en 1491, una docena de judíos prestaron declaración libremente ante el inquisidor sobre algunos conversos que ellos conocían y que seguían teniendo costumbres judías. La propia Inquisición, según el rabino Capsali, exigió que las sinagogas impusieran la obligación a los judíos de denunciar a los conversos.
La táctica de cooperar con la Inquisición no resultó en absoluto beneficiosa. A partir de la década de 1460, como hemos visto, algunos prebostes de la Iglesia habían comenzado a abogar por la segregación de los judíos respecto a los cristianos. Esta política segregacionista, tal y como fue adoptada por la Inquisición, adquirió la forma de una expulsión parcial de los judíos, con el fin de minimizar el contacto con los conversos. A finales de 1482 se ordenó una expulsión parcial de los judíos de Andalucía. Los exiliados eran libres de ir a otras provincias de España si querían. En enero de 1483 se ordenó la expulsión de los judíos de las diócesis de Sevilla, Córdoba y Cádiz. La corona retrasó la puesta en marcha de las medidas y los judíos no fueron expulsados finalmente de Sevilla hasta el verano del año siguiente, en 1484. Es posible que las expulsiones fueran motivadas en parte por el temor a la colaboración de los judíos con los musulmanes en el reino de Granada, que en aquella época estaba sufriendo los ataques de los ejércitos del rey Fernando; pero el papel de la Inquisición fue primordial. En el caso que nos ocupa, las expulsiones de aquellos años nunca se llevaron a cabo en su totalidad. Unos cuantos años después, los judíos estaban viviendo sin problemas en Cádiz y Córdoba. En 1486, en Aragón, la Inquisición despachó una orden expulsando a los judíos de las diócesis de Zaragoza, Albarracín y Teruel. La orden fue pospuesta, y más tarde cancelada; no se produjeron expulsiones. Mientras tanto, algunas ciudades promovieron sus expulsiones ilegales, ignorando las protestas de la corona.
Aunque Fernando e Isabel intervinieron repetidamente para proteger a sus judíos de los excesos (aún en 1490 promovieron una investigación sobre cierta prohibición en Medina del Campo que impedía a los judíos instalar puestos en el mercado de la plaza), al parecer los monarcas habían sido convencidos totalmente por el inquisidor general Torquemada de la necesidad de la segregación de los judíos. Cuando las expulsiones locales fracasaron en el intento de restañar las supuestas herejías de los conversos, después de diez largos años, la corona optó por la decisión más drástica imaginable: una expulsión total de los judíos.
En la época medieval, los judíos expulsados por otros países no habían sido más que diminutas minorías. En España, por el contrario, los judíos habían constituido una parte integral, significativa y próspera de la sociedad durante siglos. Su destino estaba ahora en el filo, en un país donde estaba creciendo además la presión contra otra minoría cultural, los musulmanes. Desde 1480 toda la economía del país estaba dirigida a mantener la guerra de Granada. Había también menos tolerancia con el islam. En 1490 los musulmanes de Guadalajara fueron acusados de convertir a un niño judío al islam. Aunque ellos aseguraban en su defensa que tales conversiones «habían sido acostumbradas en estos reinos», el Consejo Real ordenó que «de aquí en adelante, ningún judío se haga moro», y los moros tampoco se podían hacer judíos. Naturalmente, para los cristianos casi siempre fue ilegal convertirse en judíos o musulmanes, al menos desde 1255. Durante la guerra de Granada, cuando fueron capturados grupos de excristianos tras la caída de Málaga, fueron ejecutados de inmediato. Por el contrario, después de la caída de Granada, muchos excristianos que se habían vuelto musulmanes fueron aceptados de nuevo en el seno de la Iglesia.
Fernando e Isabel dudaron durante algún tiempo sobre la idea de la expulsión. El papel clave del rey en la decisión final está más allá de toda duda. La corona iba a perder muchos ingresos con la desaparición de una comunidad cuyos impuestos se pagaban directamente a la corona, y que además había contribuido a financiar la guerra en Granada. En España mucha gente podía estar deseosa de librarse de los judíos por razones sociales y económicas: los prebostes que se decían cristianos viejos y distintas poblaciones veían en ellos una fuente de conflicto y competencia. La decisión de expulsarlos, en todo caso, fue solo de la corona, y parece haber sido tomada exclusivamente por razones religiosas. No hay fundamentos para mantener que el gobierno salía ganando con dicha medida, y el propio Fernando admitió que la medida dañaba extraordinariamente sus finanzas. El rey y la reina indudablemente se vieron animados a tomar esa decisión tras la caída de Granada en enero de 1492, que pareció una señal del favor divino. El 31 de marzo, mientras se encontraban en la ciudad, hicieron público el edicto de expulsión, concediendo a los judíos, tanto de Aragón como de Castilla, hasta el 31 de julio para aceptar el bautismo o abandonar el país.
El decreto proponía como principal justificación «el gran daño que a los cristianos se ha seguido y sigue de la participación, conversación y comunicación que han tenido y tienen con los judíos, los cuales se prueba que procuran siempre, por cuantas vías y maneras tienen, de subvertir y sustraer de nuestra Santa Fe Católica a los fieles cristianos». «Más de doze años» de Inquisición no habían bastado para resolver el problema, ni las recientes expulsiones de Andalucía habían sido suficientes. Ahora se había decidido que «el remedio verdadero de todos estos daños está en apartar del todo la comunicación de los dichos judíos con los christianos e echarlos de todos nuestros reynos».
Cuando se supo lo que habían dictado los reyes, una comisión de judíos encabezada por Isaac Abravanel fue a ver al rey. Todas las súplicas no sirvieron de nada. En un segundo encuentro ofrecieron al rey una enorme cantidad de dinero si el monarca tenía a bien reconsiderar su decisión. Se cuenta que cuando Torquemada supo de la oferta, irrumpió en presencia de los monarcas y arrojó treinta monedas de plata sobre la mesa, preguntando cuál sería el precio por el que Cristo iba a ser vendido por segunda vez a los judíos. En la tercera reunión del monarca con Abravanel, Seneor y otros cabecillas judíos, quedó claro que Fernando estaba decidido a seguir adelante. Desesperados, fueron a buscar piedad en la reina. Sin embargo, Isabel les explicó que la decisión, que ella apoyaba sin fisuras, la había tomado su marido: «El Señor ha puesto esto en el corazón del rey».
La propuesta de expulsión procedía en realidad de la Inquisición. De esto no cabe ninguna duda, porque el rey lo dijo claramente en el texto del edicto expedido en Aragón, un feroz documento que evidentemente había sido redactado por los inquisidores y tiene el tufillo de un violento antisemitismo que no está presente en el texto castellano. Había bastante verdad en la historia de Torquemada y las monedas de plata. La expulsión general fue una ampliación de las expulsiones regionales que la Inquisición había propugnado, con el apoyo de Fernando, desde 1481. El rey también confirmó el papel clave de la Inquisición en una carta que envió a los principales nobles del reino. La copia enviada al conde de Aranda el mismo día del edicto explicaba las circunstancias concisamente:
Viendo el sancto oficio de la Inquisición la perdición de algunos cristianos por la comunicación y la participación de los judíos, ha proveydo en todos los reynos y señoríos nuestros, que los judíos sean dellos expellidos [...] y nos ha persuadido que para ello les diéssemos nuestro favor y consentimiento que lo mismo por lo que al dicho sancto officio devemos y somos obligados, proveyéssemos, y como quier que dello se nos sigua no pequeño danyo, queriendo preferir la salut de las ánimas a la utilitat nuestra y de otros particulares.
Una confirmación semejante del principalísimo papel de la Inquisición fue la que hizo el rey en otras cartas enviadas ese mismo día. Los inquisidores de Zaragoza, por ejemplo, fueron informados de que el prior de Santa Cruz (esto es, Torquemada) había sido consultado y que «es provehído por nos y por él que los judíos sean expellidos». Aunque la mayoría de los judíos de España estaban bajo jurisdicción real, había algunos que no lo estaban. Las expulsiones locales de Andalucía en la década de 1480, por ejemplo, no habían sido aplicables a los judíos que vivían en los territorios del duque de Medinaceli. En 1492, por tanto, la corona tuvo que explicar a los nobles, como al catalán duque de Cardona, que había dado por supuesto que sus judíos no iban a verse afectados, que el edicto tenía carácter universal. En cualquier caso, a los nobles se les garantizaron, como compensación, las propiedades de los judíos que iban a ser expulsados. En Salamanca, a los funcionarios reales se les ordenó que no tocaran los efectos personales de los judíos que vivían en los territorios y villas del duque de Alba.
Es posible que los monarcas creyeran que se iban a producir conversiones en masa, o que al menos iban a ser más probables que una emigración en masa de judíos fuera del territorio peninsular. En este sentido, el edicto de 1492 puede que ni siquiera pretendiera la expulsión. El rabino de Córdoba fue bautizado en mayo, con el cardenal Mendoza y el nuncio papal como testigos. En junio, el octogenario Abraham Seneor, juez supremo de las aljamas judías de Castilla y tesorero principal de la corona, fue bautizado en Guadalupe con el rey y la reina como testigos. Seneor, paradigma del judío cortesano, fue un conmovedor ejemplo del modo en que algunos judíos se mantuvieron fieles en el servicio a la corona y en el proceso se las arreglaron para proteger a su comunidad. Él y su familia adoptaron el apellido Pérez Coronel; una semana después fue nombrado regidor de su ciudad natal, Segovia, y miembro del Consejo Real. Su correligionario Abravanel asumió el papel de representante portavoz de los judíos y comenzó a negociar las condiciones de la emigración.
El edicto seguramente conmocionó a las comunidades donde los judíos vivían pacíficamente. En algunas zonas cristianas, sin embargo, la opinión pública estaba deseosa y predispuesta a cumplir la orden. Durante años habían circulado historias y bulos sobre supuestas atrocidades cometidas por los judíos. Una de ellas hablaba de un supuesto ritual criminal que al parecer habían cometido con un niño cristiano en Sepúlveda (Segovia) en 1468. Se dice que el obispo converso de Segovia, Juan Arias Dávila, castigó a dieciséis judíos por el crimen. El más famoso de todos los casos hablaba de un asesinato ritual de un niño cristiano en La Guardia, en la provincia de Toledo, en 1491. Seis conversos y otros tantos judíos estuvieron implicados en el crimen —eso se dijo—, en el que un muchacho cristiano fue al parecer crucificado y se le arrancó el corazón para pronunciar un conjuro mágico con el que acabar y destruir a todos los cristianos. Tal fue, al menos, la historia fragmentaria que se pudo extraer de las confesiones obtenidas bajo torturas a los implicados; los culpables fueron ejecutados públicamente en Ávila en noviembre de 1491. El caso tuvo una publicidad sin precedentes: se pueden encontrar relatos al respecto circulando por Barcelona muy poco después. Todo resultaba amenazante, y caben pocas dudas de que todo aquello contribuía a preparar a mucha gente para que se aceptara la expulsión de los judíos. Las historias macabras y atroces de este tipo, comunes en Europa tanto antes como después —en Inglaterra estaban los casos de William de Norwich en 1144 y de Hugh de Lincoln en 1255—, sirvieron para alimentar el antisemitismo popular.
Los judíos españoles desde luego no podían haber pasado por alto las expulsiones que los países circundantes habían puesto en marcha recientemente. En la Provenza, que pronto sería parte de Francia, un movimiento antijudío estaba echando raíces y conduciría muy pronto a expulsiones masivas; en los ducados italianos de Parma y Milán los judíos fueron expulsados en 1488 y 1490. Más allá, en Polonia, los judíos fueron expulsados de Varsovia en 1483 y parcialmente de Cracovia dos años después. Por tanto, no había nada excepcional en el caso español. De todos modos, el decreto español no era estrictamente un edicto de expulsión, porque —tal y como hemos visto— en la práctica las autoridades de toda España ofrecieron a los judíos la posibilidad de elegir claramente entre conversión y expulsión. Algunas comunidades judías efectivamente recibieron invitaciones oficiales, de las que aún se conservan manuscritos, en las que se les decía que «todos aquellos que se conviertan al cristianismo tendrán ayudas y serán bien tratados». El edicto, en fin, no pretendía expulsar a un pueblo, sino eliminar una religión. Esto quedó demostrado cuando se observaron los grandes esfuerzos que hizo el clero en aquellas semanas para convertir a los judíos, y por la satisfacción con que los conversos fueron aceptados en el seno de la Iglesia. Resulta interesante observar lo que el rey le dijo expresamente a Torquemada dos meses después de haber publicado el edicto: «Muchos quieren ser cristianos, pero tienen recelo de lo fazer a causa de la Inquisición». Y por lo tanto, el rey añadía: «Vos escrivays a los inquisidores, mandándoles que aunque algo se provasse contra qualesquiere personas que assí se tornassen christianos después que fuese publicado el destierro dellos, no provean contra ellos, a los menos por cosas livianas».
La expulsión fue una experiencia traumática que dejó huella en la mentalidad occidental durante siglos. En aquella época hubo ya voces proféticas que parecían involucrar a los judíos en algún destino más grave o trágico. Entre algunos conversos, y presumiblemente entre algunos judíos también, surgió en aquellos momentos el sueño de abandonar Sefarad (el nombre hebreo de España) para ir a vivir a la Tierra Prometida y Jerusalén. Entre los cristianos, la caída de Granada pareció ser (como lo fue en realidad) el presagio de la conversión del pueblo judío. ¿Se vio Fernando —un firme creyente en su propio destino— influido por estas voces y esos relatos? Como monarca catalán, ¿se vio influenciado por la fuerte tradición mística catalana que identificaba la derrota del islam en España con la destrucción de los judíos?
Al conceder a este acontecimiento su debida importancia, sin embargo, algunos historiadores de aquel entonces y posteriores exageraron muchos de sus aspectos relevantes. Midieron su importancia ajustándola a cifras desorbitadas. El jesuita Juan de Mariana, escribiendo al respecto un siglo después, afirmaba que «no conoscemos el número de judíos que abandonaron Castilla y Aragón; muchos autores dizen que fueron hasta 170.000 familias, pero algunos incluso dizen que fueron 800.000 almas; ciertamente, un gran número». El número de judíos que tomaron parte en la emigración sin duda tuvo dimensiones de tragedia. Isaac Abravanel escribió que «marcharon a pie 300.000 gentes de todas las provincias del rey». Para los comentaristas judíos, engordar las cifras era un modo de expresar su solidaridad con las víctimas.
En realidad contamos con muy pocas estadísticas fiables de la expulsión. Las que se proponen en los manuales al uso están basadas en la pura especulación. Nuestra inicial y principal ocupación debe ser estimar la posible población judía de España en 1492. Un sensato análisis basado en los impuestos de las comunidades de Castilla nos da un total bastante fiable de alrededor de 70.000 judíos en la corona de Castilla en esas fechas. Esto concuerda con la estimación de menos de 80.000 mencionada más arriba. Los extraordinarios días de la gran comunidad judía, próspera y abundante, desde luego ya habían pasado. Y la situación era aún peor en Aragón, donde los judíos se vieron reducidos a una cuarta parte de lo que habían sido como resultado del fatídico año de 1391. Estos territorios, a finales del siglo xv probablemente contaban con unos 9.000 judíos. En todo el Reino de Valencia los judíos alcanzaban probablemente solo el millar, y la mayoría de ellos estaban en Murviedro. En Navarra había alrededor de unas 250 familias de judíos. En total, pues, los judíos que vivían en España en vísperas de la expulsión en 1492 ascendían a poco más de 80.000 almas, una cifra que está muy lejos de los totales que ofrecieron sus propios representantes o la mayoría de los estudiosos posteriores.
El sufrimiento y el dolor de aquellos que fueron forzados a exiliarse por culpa de su religión quedaron vivamente retratados por Bernáldez, en una imagen que se ha convertido en una escena muy conocida desde el siglo xv. Los judíos más ricos hicieron uso de la caridad para contribuir a pagar los costes de los exiliados más pobres, mientras que los más pobres no tuvieron otra forma de salvarse que aceptando el bautismo. A muchos les resultó imposible vender sus posesiones por plata u oro, dado que la exportación de esos metales desde Castilla estaba prohibida; así que vendieron sus casas y las propiedades por casi cualquier cosa. «Andavan rogando con ellas e non hallavan quien las comprase; e divan una casa por un asno, e una viña por poco paño o lienço; porque no podían sacar oro ni plata», recuerda Bernáldez. Los precarios barcos encargados de transportarlos estaban abarrotados y masificados. Una vez que se echaban a la mar, las tormentas los destrozaban, o los devolvían a las costas, forzando a centenares de ellos a «reconciliarse» al volver a España y bautizarse. Otros, no mucho más afortunados, alcanzaban el anhelado cobijo del norte de África, solo para ser asaltados y asesinados. Cientos de ellos regresaron aterrorizados a España por cualquier medio y ruta disponible, porque preferían sufrir los castigos conocidos a los peligros del mar abierto y los caminos. Uno de los exiliados escribió:
Algunos viajaron por los océanos, pero la mano de Dios estaba contra ellos, y muchos fueron apresados y vendidos como esclavos, mientras que muchos otros perecieron ahogados en el mar. Otros murieron quemados vivos cuando los barcos en los que viajaban fueron engullidos por las llamas. De un modo u otro, todos sufrieron: unos por la espada, otros en el cautiverio, y otros por la enfermedad, hasta que apenas si quedaron unos pocos.
Sin minimizar la trascendencia del decreto de expulsión, debe hacerse hincapié en que solo un porcentaje de los judíos de España se vieron afectados por este. Había varias razones para que esto ocurriera. Hay que tener en cuenta que se ofreció la posibilidad de la conversión, una opción que eligieron muchísimos de ellos. Era una opción que su pueblo había resistido durante generaciones enteras, y ahora les parecía que no había muchas razones para no aceptarla. Los cronistas judíos, entonces y después, lamentaban la rapidez con la que su pueblo corría a ser bautizado. «Muchos se quedaron en España que no tuvieron valor para emigrar y cuyos corazones no estaban llenos de Dios», apuntaba un judío de la época. «En aquellos terribles días», apuntó otro, «miles y decenas de miles de judíos se convirtieron». Todas las pruebas sugieren que posiblemente la mitad de los judíos de España prefirieron la conversión a la expulsión. Sus razones eran comprensibles. La mayoría de los de Aragón, y posiblemente en Castilla también, se plegaron al cristianismo. Un motivo muy importante era el temor de perder sus hogares y su sustento. Una mujer conversa que vivía en Almazán apuntó unos años después que «los que se quedaron acá, que lo fisieron por no perder sus fasiendas».
Muchos otros, como hemos dicho, marcharon al exilio. Probablemente un tercio de los 9.000 judíos de la Corona de Aragón abrazaron la emigración. En casi toda su integridad se fueron a otras tierras anejas y también cristianas, principalmente a Italia. Los exiliados de Castilla se marcharon en su mayoría a las tierras vecinas donde se toleraba su fe, como en Navarra y Portugal. Para muchos de ellos el viaje a Portugal acabó en 1497, cuando en el país vecino se ordenó que todos los judíos se convirtieran al cristianismo: fue una de las condiciones que se pusieron con ocasión del matrimonio entre el rey Manuel de Portugal e Isabel, la hija de los Reyes Católicos. Muchos exiliados, sobre todo de Andalucía, cruzaron al norte de África. Otros lo hicieron también años más tarde, tras las conversiones portuguesas de 1497. Navarra cerró las puertas a los judíos cuando exigió a los suyos la conversión inmediata en 1498.
No deberíamos limitar nuestro estudio únicamente a los hechos que acontecieron en la península, porque Fernando también era rey de Sicilia, donde el edicto de expulsión se publicó el 18 de junio. El virrey de Sicilia despachó una orden un mes después animando a todos los judíos a la conversión y ordenó que se leyera en las sinagogas; al mismo tiempo prometió que a todos los conversos se les trataría bien. No todos los cristianos recibieron aquella noticia favorablemente: algunos miembros de la nobleza protestaron contra la expulsión, y en Palermo lo hicieron oficial algunos concejales. Las conversiones se dieron muy poco a poco, así que el empujón definitivo lo dieron repitiendo la orden y diciendo que el plazo terminaría en el enero siguiente. Aquellos que decidieron exiliarse no tuvieron que ir muy lejos; algunos se marcharon al norte de África, pero la mayoría fueron al vecino reino de Nápoles, donde el edicto de expulsión no tenía vigencia, y desde Nápoles muchos regresaron poco después, huyendo sobre todo de las guerras que asolaban aquellas tierras. No hay números fiables sobre el número de judíos sicilianos que se fueron al exilio. La península italiana, en cualquier caso, era un mosaico de países y jurisdicciones que en ocasiones perseguían a los judíos y en ocasiones los toleraban. Los judíos sefarditas fueron bien recibidos, por ejemplo, en el Gran Ducado de la Toscana, donde los duques despacharon permisos especiales y posteriormente habilitaron el puerto de Livorno hasta el punto de convertirlo años después en la segunda ciudad judía de occidente, después de Ámsterdam.
A pesar de la insistente —y tergiversada— tradición que lo repite una y otra vez, no se sabe que hubiera judíos que viajaran a Turquía hasta muchos años después. No tenían barcos que los transportaran y no hay documentos fiables que atestigüen su presencia allí. Fue probablemente más de medio siglo después cuando los primeros refugiados llegaron al Próximo Oriente, tal vez porque fueron inicialmente a otras tierras que les quedaban más próximas y donde su religión se toleraba, como Portugal y Nápoles. Los viajeros cristianos de alrededor del 1550 comentan que encontraron judíos españoles en Egipto, en Palestina e incluso mucho más lejos, en Goa y en la India, pero no hay nada que nos permita afirmar que se trata de los judíos de la expulsión de 1492. Asia tenía a sus propios judíos, de remotos y desconocidos orígenes.
Todas esas emigraciones compartían una cosa en común: el sufrimiento. Un diplomático genovés, viendo a los refugiados que llegaban al puerto de su ciudad, comentaba que «nadie puede ser testigo de los sufrimientos de los judíos sin conmoverse. [...] Podrían haber sido confundidos con fantasmas, tan demacrados y macilentos iban, que en nada se distinguían de los muertos». Allá dondequiera que fueran, los refugiados eran explotados o maltratados. Inevitablemente, muchos intentaron regresar. Respecto a aquel exilio africano, tal y como apuntó un rabino de Málaga, «muchos no pudieron soportarlo y regresaron a Castilla. Otro tanto les ocurrió a aquellos que pasaron a Portugal o al reino de Fez. Y esto ocurría en todas partes a las que uno iba». Teniendo en cuenta los que se convirtieron y los que regresaron, el total de los que abandonaron España para siempre fue relativamente pequeño, posiblemente no más de 40.000. Estas cifras colocan muchos de los acontecimientos históricos en una perspectiva más clara.
Muchos autores han dado por hecho que la expulsión fue motivada por la avaricia y por el deseo de expoliar a los judíos. Hay muy pocas pruebas de que esto fuera así, y es altamente improbable. La corona no se aprovechó de la expulsión y, además, no tuvo intención de aprovecharse. Nadie sabía mejor que el rey que los judíos españoles eran una minoría menguante con escasos recursos. Tal y como el propio Fernando admitió, aquel proceso de expulsión le hacía perder algunas rentas por impuestos; pero la suma que obtenían las autoridades por la venta de bienes judíos fue miserable. Aunque las propiedades comunales judías (principalmente las sinagogas y los cementerios) fueron a parar a manos de la corona, en la mayor parte de los casos quedó en manos de las comunidades locales. A los exiliados se les permitió que se llevaran sus riquezas. A los judíos aragoneses, por ejemplo, «se les permitió expresamente llevarse todo lo que tenían, incluido el oro, la plata, los animales y la ropa, y se les garantizó que no se les embargarían las propiedades». Las listas de embarque en los puertos de Málaga y Almería, en Andalucía, demuestran que muchos sacaron del país sustanciales sumas de dinero. A algunos individuos afortunados se les permitió llevar la mayor parte de sus bienes y joyas. Uno de estos fue Isaac Perdoniel, al que se le concedió ese favor gracias a los ruegos del último rey musulmán de Granada, Boabdil. A Abravanel y su familia se le concedió un privilegio especial para que se llevaran todas sus riquezas consigo. En otros casos se sobornó a los administradores para que les permitieran llevarse sus tesoros. En 1494 un funcionario de Ciudad Real fue procesado por el gobierno por imponer impuestos ilegales a los judíos que se iban a Portugal, y por permitir «que pasaran muchas personas e judíos destos reynos con oro y plata e otras cosas vedadas». Muchísimas personas y entidades que habían solicitado préstamos a los judíos se vieron claramente beneficiados por la expulsión, pero esta fue una consecuencia ocasional de una medida que tuvo en principio y principalmente una motivación religiosa.
Los efectos que tuvo sobre España fueron, más allá de toda duda, menores de los que habitualmente se esgrimen en la literatura popular. El sultán de Turquía dijo en fechas posteriores —esto es lo que se ha llegado a afirmar— que «se maravillaba enormemente de que se expulsara a los judíos de España, porque eso era expulsar su riqueza». Semejante afirmación es completamente apócrifa y procede de una fuente judía, posterior y no corroborada. Los judíos habían desempeñado un pequeño papel en la economía del país, y su pérdida por tanto había tenido también un impacto pequeño. En todo caso, en la práctica a los judíos se les había permitido entregar muchos de sus bienes a aquellos que se habían convertido. En el pueblo de Buitrago había habido alrededor de cien familias judías antes de la expulsión; solo unos pocos decidieron marcharse, y hubo setenta familias conversas poco después, así que la transferencia real de propiedades fue probablemente mínima. A los exiliados que regresaron, como Samuel Abolafia de Toledo, se les devolvieron inmediatamente sus bienes. En Ciudad Real, un funcionario fue obligado a devolver a Fernán Pérez, «antiguamente llamado Jacob de Medina», «algunas casas que le había vendido a precio menor del justo por aquel tiempo en que los judíos tuvieron que salir del reino». En Madrid, en 1494 varios médicos judíos expulsados que regresaron (como cristianos) fueron recibidos con los brazos abiertos por el ayuntamiento, que comentó que «mientras más físicos uviere ques más bien para la villa, pues todos son buenos físicos».
No menos errónea es la idea de que el propósito de la corona era lograr una unidad de fe. El rey y la reina nunca fueron ni personalmente ni políticamente antijudíos. Siempre habían protegido y favorecido a los judíos y a los conversos. Se les puede acusar de muchas cosas, pero no de antisemitismo. Y tampoco fueron antimusulmanes. Fernando e Isabel no llevaron a cabo ninguna iniciativa, hasta varios años después, para entorpecer la fe de la enorme población musulmana de España, que en términos políticos era un peligro bastante más grave que el de la diminuta minoría judía.
Aunque los términos del edicto promulgado en Aragón eran indiscutiblemente antisemitas, la cálida bienvenida que se les dispensó a los retornados confirma que la expulsión no fue simplemente por radicalismo. Los judíos que regresaron como cristianos fueron bienvenidos, y el porcentaje de los que regresaron fue notablemente alto. Todas las pruebas sugieren que se les devolvieron los empleos, las propiedades y las casas. Aquellos que se habían convertido recibieron la protección contra el antisemitismo popular. En 1493 los monarcas ordenaron a la gente de las diócesis de Cuenca y de Osma que no llamara tornadizos a los judíos que se habían bautizado. Los nuevos conversos y los viejos conversos continuaron sus labores en el comercio y en las profesiones en las cuales los judíos se habían distinguido. Así que el impacto puramente económico de la expulsión quedó bastante mitigado.
La diáspora (que se amplió aún más cuando los judíos de Nápoles, que por entonces contaba con algunos emigrados de España, fueron obligados a convertirse o a dejar ese territorio en 1508) siguió considerándose a ojos de algunos judíos en los términos más sombríos. Entre ellos estaba el rabino Elijah Capsali de Creta, un contemporáneo de aquellos sucesos, que describe cómo los cristianos hicieron sufrir a los judíos, «matándolos a espada, de hambre y por enfermedad, vendiéndolos como esclavos y obligándolos a convertirse». Por estos males los sucesos de 1492 se consideraron durante mucho tiempo como un punto de inflexión, una referencia inevitable, un mal presagio del Holocausto del siglo XX.
Sin embargo, no todos los que se fueron estaban interesados en mantener ese papel de víctimas. Aunque arrojados a tierras extrañas, a menudo convirtieron el fracaso en triunfo. Como el rabino Capsali profetizó, «el exilio que parece ahora tan terrible será la razón del nacimiento de nuestra salvación». El final de la judería española representó el cierre de una época en la Historia de España, pero también dio paso a una época de actividad para los judíos en el occidente europeo, porque aquellos que desde España se fueron a otras partes del continente contribuyeron a la mejora de sus sociedades de acogida con sus conocimientos y habilidades.
En Europa, los contemporáneos que supieron de las expulsiones de los judíos reaccionaron de acuerdo con la información que recibían. Los prebostes de la Iglesia y de los Estados se congratularon y felicitaron al rey español por semejante acción. El movimiento de refugiados procedentes de la península se asoció en Italia a una nueva enfermedad de transmisión sexual (sífilis), que fue identificada durante aquellos meses en Italia y apodada por algunos como «el mal judío». Por otra parte, tal vez como consecuencia de las expulsiones en el Mediterráneo, creció entre los europeos la leyenda del Judío Errante que tenía que expiar las ofensas que le había hecho a Cristo y estaba condenado a vagar por el mundo hasta la Segunda Venida. Curiosamente, la leyenda tuvo muy poca repercusión en España, donde la expulsión de judíos fue muy relevante.
Tal vez la reacción más sorprendente de todas y una que habitualmente se olvida cuando se considera lo que ocurrió en aquellos años es la de muchos cristianos de España, que tanto entonces como después pensaron que la expulsión era un error. El rabino Capsali anotó que tras la muerte de Fernando muchos representantes españoles criticaron al rey por haber perseguido a los judíos. Su información se ve corroborada por un biógrafo posterior de Fernando, el inquisidor y cronista aragonés del siglo xvi Jerónimo de Zurita, que nos cuenta que «muchos eran de la opinión que el rey estaba en un error». El primer historiador de la Inquisición, el inquisidor Luis de Páramo, escribiendo un siglo después de la expulsión, también era contundente en este punto. «No puedo omitir mencionar», afirmaba, «que había hombres instruidos que creían que el edicto no estaba justificado». Y añade que también había quien creía que la expulsión era en realidad una invitación a matar judíos, que es lo contrario de lo que exigen las Sagradas Escrituras: no matar sino convertir.
En retrospectiva, hay muchas razones para criticar la curiosamente ambivalente política de la corona antes de 1492. La práctica del judaísmo estaba prohibida en España, en los reinos adyacentes como Navarra y Sicilia, y en sus colonias. Pero los historiadores habitualmente olvidan mencionar que estaba permitida en cualquier otro territorio gobernado por la corona española en los primeros años del siglo XVI. Los judíos florecieron en el Nápoles español durante otro cuarto de siglo. El judaísmo no fue prohibido en Milán hasta un siglo después de 1492 (y estaba bajo control español desde mediados del siglo XVI). Hasta dos siglos después no se prohibió el judaísmo en el Orán español, en el norte de África. Esta aceptación tácita significaba que la religión judía continuaba teniendo algún papel en la conciencia de los españoles que viajaban a través del imperio, mucho después de que el judaísmo hubiera dejado de existir oficialmente en España. Sin embargo, podemos descartar la fantasiosa idea de que los judíos viajaron en masa hacia América o forjaron de algún modo el Nuevo Mundo. En un momento dado, algunos conversos ciertamente fueron a América, pero allí tuvieron que enfrentarse a los problemas con la nueva Inquisición.
Lo que España perdió con la expulsión de los judíos no fue riqueza, porque los judíos nunca fueron ricos, ni población, porque quedaban pocos. Algunos comentaristas posteriores, escribiendo en un momento de dificultades económicas, imaginaron que la pérdida de riqueza fue la primera consecuencia de lo acaecido en 1492, y, trasladándolo al siglo XIX, sus escritos reflejan esa extravagante obsesión. Pero los españoles que reflexionaron con más criterio en estos asuntos pensaban que la pérdida real fue el fracaso de los mandatarios a la hora de proteger a su propio pueblo. La corona le dio la espalda a la sociedad plural del pasado, desmembró una comunidad entera que había sido una parte histórica de la nación, e intensificó el problema de los conversos sin resolverlo. Los judíos por fin habían sido conducidos al redil cristiano. «He aquí paresce», escribió el cura de Los Palacios, Andrés Bernáldez, «que se cumplió la profecía que dixo David en el salmo Eripe me, que dize: “Convertentur ad vesperam, et famen patientur, ut canes; et circuibunt civitatem”. Que quiere dezir: “Convertirse han a la tarde, abrán hambre como perros, e andarán cercando la cibdad”. Así estos fueron convertidos muy tarde e por fuerça, e por muchas penas, como dicho es».