7

El tren salió de un túnel y se internó en un campo de falos. Eran tulipanes amarillos. Rayos solares daban de filo en el horizonte. Vacas de ubres enormes comían flores rojas. Wilhelmus había tomado el tren en Amsterdam con destino a Zandvoort. Era mayo y no quería ser sorprendido por ese cielo engañoso de Holanda que cuando se sale de casa rumbo a una playa al llegar se ha vuelto turbio y en vez de arena uno pisa charcos y recibe vientos. En medio del calor hacía frío, como si una brisa helada del mar del Norte atravesara el aire. “Todo parece indicar que vengo en un tren, pero debo bajarme ya”, se dijo Wilhelmus. En la próxima estación el tren siguió de largo. La mujer búlgara que había visto encerrada en una vitrina lo vio pasar desde el andén. El jefe de estación, sin facciones y sin volumen, vestido de negro de pies a cabeza (una sombra parada), agitó con la mano una linterna apagada. No emitía luz. El foco estaba fundido. “¿Cómo le va?”, le preguntó la mujer búlgara, junto a él en el asiento. Cenizosa de piel, ella pretendía mirarse a los ojos en un espejo de mano que acababa de sacar de su bolso. En realidad no se estaba mirando a los ojos, estaba observando al jefe de estación que se había quedado atrás. “Realmente no estoy aquí”, quiso decirle Wilhelmus, pero la mujer ya estaba quejándose con el jefe de estación por el mal servicio: “El tren siguió de largo. Nos dejó a todos plantados.” “No se preocupe, señora, pronto vendrá un tren que recogerá a los pasajeros varados en las distintas estaciones. La otra semana pasaron todos los trenes llenos, mucha gente se quedó esperando en los andenes”, el jefe de estación trató de encender la luz de la linterna. “Está muerta, la luz también muere”, reconoció. “¿Adónde está su ayudante? No lo veo”, intervino Wilhelmus, de repente entre los dos. “Se fue a Rotterdam a beber una cerveza. Volverá el año próximo. Siempre lo hace. Para él el Intercity de medianoche es un tren local. No lo entiendo. Además, está acatarrado y no quiero que me pegue la gripe. Soy insoportable cuando estornudo sin control en la tarde.” “Debería ser más precavido cuando estornuda. Un día se lo va a llevar el tren”, le advirtió Wilhelmus. “Ojalá que no, él es mi marido”, protestó la búlgara. “¿Qué? ¿Te vas a casar con ese bueno para nada? Necesitas encontrar a alguien que te mantenga, no a alguien que tú mantengas. Hay una gran dotación de vagos. Puedes hallar uno mejor, hasta en catálogo. Y todos son enamoradizos, y todos prometen las perlas de la virgen. Escucha a tu padre.” “Adiós, papá, me voy a dormir, avísame cuando el tren haya parado en la estación. Pasaré la noche con mi tía Bertha. Se vino a vivir a los andenes.” “Te avisaré, Feodora, pierde cuidado”, el jefe de estación se fue, mientras su mujer búlgara lo miraba, el rostro en close up. Wilhelmus se encontró solo en el tren. Supuestamente el carro avanzaba, pero el paisaje no se movía. Se lo notificó al jefe de estación, quien había logrado prender su linterna. El paisaje entonces se movió. Pero era el efecto de un temblor de tierra que sacudía los rieles, no el movimiento de los vagones. Aún así, llegó el tren a Keukenhof. Wilhelmus no sabía por qué había ido allá. No era un tulipanófilo. Y tampoco le interesaba hacer una excursión para apreciar las flores más estrafalarias del mundo. Le interesaban más las ubres de las vacas, que había visto al principio y que lo remitían a la calle de las vidrieras, ese campo de pastar multirracial. Así que cuando en la estación de Lisse se bajó del tren caminó con dificultad por los andenes, como si se encontrara en Zandvoort atravesando dunas, dunas que lo separaban de un mar de tulipanes. Los pies se le hundían en la arena, pero agarrado a sábanas de arena pudo entrar al campo de los falos decapitados.

Ring. Ring. Wilhelmus creyó que sonaba el despertador que había puesto para las ocho, pero apenas eran las seis y no era el despertador, era el teléfono. Medio dormido cogió el aparato y arrojó al vacío un Dag.

—Oh, gossshhh, está nevando. Oh, gossshhh, será difícil que nos encontremos hoy al mediodía —dijo una voz del otro lado—. Había hecho una reservación en el Dirck Dirckz para comer, pero la cancelé.

—¿Quién está allí?

—Hans Dudok. ¿Quién más puede ser? Oh, gossshhh.

—Ah, Hans —Wilhelmus recordó que tenía una cita para almorzar con ese primo que vivía cerca de Zeist y a quien no había visto en mucho tiempo, pues las distancias afectivas son más grandes que las materiales y a veces los vínculos sanguíneos están hechos de sangre pesada. Además, la última vez que habiendo vencido su reluctancia para tomar autobuses vacíos (los que culebreando atraviesan pueblos innumerables), él se había desplazado hasta Zeist para un almuerzo a las doce en punto, el mezquino Hans lo había conducido a una sala alumbrada con luz natural y se había hecho tonto con la comida: dejó pasar la hora del almuerzo sin ofrecerle nada. Harto de plática, abandonó la casa y se fue a comprar en un quiosco un broodje de queso para matar el hambre—. Hans.

—Oh, gossshhh. Qué cosa imprevisible. Tenía tanta ilusión de verte, pero, oh, gossshhh, las carreteras están intransitables por la nieve y la neblina. Oh, gossshhh, como vivo en el campo mi paso está bloqueado. Oh, gossshhh, ni siquiera puedo sacar el auto de la cochera.

—No te preocupes, Hans, nos veremos en el próximo otoño —bien sabía Wilhelmus que los horarios de los autobuses serían inconvenientes y las agendas complicadas para arreglar un encuentro que satisficiera a ambos.

—Oh, gossshhh, quería verte tanto. Oh, gossshhh, qué frustración —el primo colgó abruptamente.

Largo rato el golpe del teléfono resonó en las orejas de Wilhelmus, quien en la cama parecía nadar en una nada helada. Luego, sin saber por qué, se puso a hurgar con los ojos en los pliegues de la cortina de tul. Mas ya no pudo conciliar el sueño y sólo se ocupó en detectar su grano debajo de la lengua, hasta que atisbó la luz del día.

—Si la noche blanquea, no será la luz, sino la nieve; no será por el sol, sino por el hielo —como en un movimiento independiente de su razón, cogió la taza blanca y bebió los asientos de té negro. Aunque había considerado varias veces cambiar la fecha de la cita, ahora su cancelación le dejaba una sensación de inutilidad, como si esa hora ya no pudiera ser llenada con nada. Y como si nadie en el mundo pudiera reemplazar a su anglófilo primo Hans Dudok (cuya ambición en la vida había sido publicar en inglés sus Collected Problems)—. Oh, gossshhh.

8

El martes en la mañana, una mujer lo llamó por teléfono.

—¿Meneer Wilhelmus? Soy Margreetje, hermana de Hans Dudok, le hablo para comunicarle que Hans ha sido internado de urgencia en el hospital Academisch Medisch Centrum. Cáncer en el esófago. Terminal, según el doctor Jan van de Velde, eminencia del AMC. Le dan seis semanas de vida. Así que si desea verlo antes de que fallezca los días y las horas de visita son tales y tales. Discúlpeme la prisa, pero tengo otras llamadas que hacer a personas cuyo nombre encontré en su agenda.

—¿Le parece que lo visite el domingo?

—Me parece.

—¿A partir de las tres?

—No hay objeción.

—Allí estaré.

—Saludos a su esposa.

—Va a ser difícil.

—¿Por qué?

—Murió hace diez años.

—Lamento la pérdida. Mis más sentidos pésames. Dank U wel. Tot ziens —ella colgó.

El domingo llegó más pronto de lo que esperaba. Se puso la corbata y se dijo: “No tengo más remedio que visitar a Hans.” Pero antes de salir a la calle examinó en el espejo el grano debajo de su lengua, para ver si no había cambiado de color.

Como el AMC se encontraba allá donde la ciudad acaba y comienza el campo, se dirigió a la estación del Metro para tomar el tren 54. Para el recorrido de veinte-treinta minutos llevó consigo Het boek der kleine zielen de Louis Couperus. Mas no lo abrió, se fue contando las estaciones: Nieuwmarkt, Amstelstation, van der Madeweg...

En el hospital, preguntó por Hans Dudok.

—¿Kamernummer? —le preguntó la recepcionista.

—Lo ignoro, sólo sé que vengo a ver a Hans, Hans Dudok.

La mujer le notificó al enfermo que tenía visita y poco después él bajó en bata acompañado de una enfermera, quien se despidió a la puerta del elevador. Solos quedaron los primos en el área de visitas, rodeados por edificios grises y escaleras descubiertas.

A los pocos minutos llegó Margreetje en chaqueta y pantalones de cuero negro. Lacia, con el pelo teñido parecía pato de cabeza roja. Como había atravesado Amsterdam en moto, se quitó el casco, los guantes y los lentes de sol. Descargó un seco Dag y los tres se dirigieron a la cafetería de autoservicio con sus mesas redondas y sus sillas de metal.

A esa hora casi todas las mesas estaban ocupadas por los pacientes y sus parientes, excepto una, en el extremo. Margreetje tomó posesión de ella para beneplácito de Hans y Wilhelmus.

—“Oh, gossshhh” fue el comentario de Hans al recibir la noticia de su cáncer terminal —reveló ella.

—Tiene buen semblante.

—Maldito seas —profirió el primo.

—Es cierto.

—Te burlas de mí. Luzco flaco, desborbitado y calvo como un esqueleto de Hans Holbein.

—¿Sigue siendo un fetichista de los pies? Hans me contó que cuando se le declaró a su mujer, le dijo: “Amo tus pies. Tus pies me sacan de quicio. Te propongo matrimonio.”

—La anécdota es verídica —reconoció Wilhelmus.

—Considero que besar los pies de una persona despierta menos sentimientos de culpa que besar otras cosas, digamos.

—Hay en ello algo de erótica infantil y de perversión senil.

—¿Ha observado mis pies? Son fenomenales, grandes y correosos, ¿quisiera besarlos? Se lo permito.

—Otro día.

—Never mind.

—Está pálido. Las actividades amorosas lo dejan exhausto. Wilhelmus a sus años es un Casanova —reveló Hans.

—La piel descremada me sienta bien. Como otros compatriotas, la obtengo gratis por la ausencia de sol.

—Si no tiene medios para viajar al trópico, venga conmigo al gimnasio a tomar un baño de luz ultravioleta, allí se bronceará. Pero, dígame, ¿dónde aprendió a apreciar los pies?

—En algunos pueblos antiguos los pies eran considerados divinidades, me envicié con los planos, que uno puede recostar sobre la mejilla o palmear con ambas manos —mientras explicaba, Wilhelmus se dio cuenta de que Margreetje y Hans volteaban hacia otra parte. Entonces reparó en que algunos visitantes habían comprado a los enfermos periódicos o revistas, cajas de chocolates o ramos de flores, y él se había presentado con las manos vacías. Aún era tiempo de componer la omisión, junto a la cafetería estaba una tienda de regalos, pero consultando sus bolsillos mejor se puso a mirar hacia arriba, hacia el tejado transparente que permitía una buena vista de la lluvia. Así que, para no dar pie a malentendidos, ni con la vista se acercó a esas tentaciones superfluas.

En eso, Margreetje se fue de compras y regresó con tres tés y un pastel.

“Me parece grotesca la expresión pueril de este hombre agonizante porque le ofrecen un pastel barato”, se dijo Wilhelmus. Mas ella no duró mucho en la mesa, pronto partió en busca de una joven japonesa que estaba parada junto a la oficina de correos. Se dieron fuerte abrazo y desaparecieron juntas.

Desde ese momento los primos se pusieron a mirar hacia direcciones opuestas. Wilhelmus se percató de que desde una mesa cercana un sidoso, de unos cuarenta años, lo observaba fijamente. Por su expresión amarga, el hombre parecía odiar su salud. Nunca antes había pensado que alguien pudiera envidiar su magra condición existencial. Quizás eso se debía a que sus facciones transmitían el día de hoy un inexplicable gozo interior.

El enfermo de sida se echó sobre la mesa y comenzó a acariciar con la mano un ramo de flores, al cual se le podía calcular el bajo precio. Las flores las había aportado una mujer rubicunda sentada a su lado, su hermana. El hombre tenía el cuerpo seco, la piel manchada de rojos, la cabeza con pelo escaso y los labios exangües. En su rostro desencajado sólo se movían los ojos ávidos, los ojos cólericos, los que se clavaron en los glúteos carnosos de un adolescente aniñado, su sobrino.

El contraste entre hermano y hermana no podía ser mayor. Ella, vestida convencionalmente, compuesta y maquillada, tal vez era la cónyuge de un próspero quesero. Treintañera, tenía facciones lozanas. Sus ojos castaños y sus labios gruesos no denotaban coquetería, aunque su trasero en forma de pera, acomodado exactamente en la silla, era sensual. Él, en cambio, era la oveja descarriada, el homosexual, el drogadicto, el sidoso, el perdedor de la familia. Durante esa tarde juntos, como habitantes de planetas distintos, daban la impresión de no tener nada que decirse. No sólo ahora, sino desde siempre. Sólo el deber filial (de ella) había hecho posible ese encuentro, el único y el último.

—Llovió anoche —balbuceó Hans.

—¿De veras? No me di cuenta.

—A las diecinueve horas treinta y cinco minutos doce segundos empezó a lloviznar. La lluvia se intensificó a las veinte horas y se suavizó a las veinte horas catorce minutos trece segundos. La lluvia continuó cayendo toda la noche.

—No la oí.

—Yo sí, era una lluvia negra, final.

Wilhelmus atravesó la cafetería en busca del cuarto de baño. A pesar de la urgencia, primero hizo correr el agua del lavabo y apoyó las manos sobre la pared para verter el líquido: la orina se negaba a fluir y el goteo le causaba dolor. Cuando regresó tuvo que volver al baño, ahora con prisa redoblada.

El sidoso percibió su ansiedad. Colapsado sobre la mesa, boca abajo, la nariz tocando el ramo de flores, por espacio de un minuto se le quedó mirando. Extrañamente, Wilhelmus estaba más impresionado por el estado lamentable del sidoso que por el de su primo Hans Dudok.

—Meneer —la enfermera estaba allí.

—Oh, gossshhh —Hans se levantó y sin decirle adiós a Wilhelmus emprendió el despacioso retorno a la sección de cancerosos.

Otra enfermera apareció para llevarse al sidoso, quien no se despidió de su hermana. En la mesa dejó el libro que ella le había traído, Killer in the Rain. El té se había enfriado en la taza.

Buscando aire, Wilhelmus atravesó la cafetería que ya se vaciaba de pacientes y parientes. Desde el barandal del segundo piso, Hans Dudok miraba hacia abajo. Mas Wilhelmus no supo si él estaba allá para decirle adiós (ni siquiera lo hizo con la mano) o para aventarse sobre una mesa.

9

La tarde tenía cara de lluvia. Aburrido, Wilhelmus se metió a un cine. Dos horas después, aburrido, Wilhelmus salió del cine. Cuando comenzó Roma de Federico Fellini, en la sala había cinco personas. Cuando terminó, había una persona: él.

Un tranvía atravesó el espacio gris como un gusano amarillo. Al abrir sus puertas, el agua cayó hacia fuera, mojando los pies de los usuarios. Wilhelmus lo abordó sin prisa, como un anciano. Una vez adentro, se puso a observar en la ventana la lluvia y sus facciones.

En el Centrum, se dirigió al comedor. De un tiempo para acá le había dado por tomar una infusión de té de menta sentándose solo a su mesa favorita. “Un instante no siempre conduce a otro instante, con frecuencia un instante nos lleva a su propia nada”, pensó. Un letrero en la pared decía:

¿DESEA COMIDA INDONESIA?

NO LA PIDA: NO LA TENEMOS.

Dejó la taza abandonada y subió a su cuarto por el elevador. En el pasillo escuchó unos gorgoteos. Empujó la puerta 23. Cuál sería su sorpresa que halló a Marijke en cueros acostada en una bañera sin agua. Con los ojos entrecerrados y los brazos de fuera, su cabeza descansaba sobre una almohadilla de plástico.

—Wat wenst U?

—Pardon —Wilhelmus hizo mutis.

Luego se metió a la cama en ropa interior y se puso a leer los kleintjes, los avisillos de mujeres y hombres que vendían sus encantos personales en el hotel o a domicilio. También hojeó las veinte páginas de escorts services listados en las páginas amarillas del libro telefónico. En un periódico le llamó la atención la foto de una multitud de viejos en el Museumplein. ¿Serían cincuenta? ¿O cien? No tenía importancia. Lo que le importaba era buscarse a sí mismo en la multitud. Aunque no tenía por qué estar allí, ya que ayer no se había encontrado en esa parte de la ciudad. Localizó en cambio a dos conocidos del Centrum van Ouderen Flessemaal, que solían frecuentar la calle de las vidrieras. Ocioso, abrió el folleto del Departamento de Policía de Amsterdam sobre el Red Light District, que mostraba la picaresca local. Leyó algunas de las informaciones dadas en inglés:

La primera para los borrachos: Too much alcohol often causes irresponsible and childish behaviour. Undressing in public, jumping in canals, etc. Please don’t make a fool of yourself. La tercera recomendaba no orinar en público: Dirty habit, always committed by MEN. Don’t ruin our houses or monuments. La sexta era sobre la prostitución: If you like to visit one of the women, we would like to remind you, they are not always women. La séptima era acerca de las drogas duras: Cocaine, heroin, LSD, ecstasy etc. are strictly forbidden. Buying drugs on the streets is one of the biggest traps in Amsterdam. The moment you arrive in Amsterdam, people will offer you drugs, those drugs are always FAKE (Washing powder, sugar, rat poison, vitamin C tablets). La novena advertía sobre el juego de la bolita: In some parts of Amsterdam, people play the Balletje. This game is played on the streets, on a small piece of carpet, with a small paper ball and three matchboxes. YOU WILL NEVER WIN. The man who plays the game has two or three accomplices around him, who win first, then of course it’s your turn TO LOSE.

—Jugar, jugar, yo toda mi vida he perdido sin haber apostado, y sin haber caído nunca en las trampas del Balletje Game —se dijo, desplegando el Gay Map of Amsterdam y la guía What’s On in Amsterdam, que declaraba a su ciudad Gay Capital of Europe.

“Usted y sus gustos han pasado de moda, meneer. Si no está convencido, vaya a dar un paseo a la Warmoesstraat, en el Corazón del Red Light District, y visite los bares exclusivos para hombres. Si no está satisfecho, asómese al Havanna Bar, en Reguliersdwarsstraat, o dírijase a iT, cerca de Rembrandtsplein”, una voz sin género definido, pero admonitoria, resonó en su cabeza. Wilhelmus arrojó los folletos al suelo y poco a poco se quedó dormido. Soñó:

Wilhelmus desde una ventana vio a Wilhelmus caminando por la zona roja. Como de costumbre Wilhelmus vestía de negro y llevaba boina. Por lo temprano de la hora algunas vitrinas tenían la luz apagada y los azules del frío brillaban en los resquicios de las puertas. Afuera de una coffeshop, en cuya ventana se anunciaba un menú de cannabis, había cuatro figuras: un hombre viejo con bisoñé y maquillaje, una mujer otoñal con uniforme y tobilleras de colegiala, un joven hermafrodita sentado en el escalón de una puerta, un perro amarillo. La calle, el restaurante y las figuras formaban parte de un lienzo pintado por Wilhelmus que había titulado “Amsterdam al amanecer”. Los colores iban del gris onírico al rojo intenso de la pasión. Un cielo sin sol daba la impresión de vastedad. En el respaldo de una silla estaba un letrero:

SE RENTAN HABITACIONES POR HORA

SE ALQUILAN MUJERES POR QUINCE

MINUTOS

HOMBRES GRATIS

Wilhelmus entonces se observó a sí mismo: trasponía la puerta exterior de una casa de ladrillos. El viejo que era él subió la escalera y llegó a una puerta interior blanca como una sábana. Afuera de las vitrinas deambulaban hombres con lentes negros y enchamarrados, la fama del Red Light District se había propagado por todo el mundo y jaurías de hombres venían en camino. Oyó su propio toquido en la puerta de vidrio.

—Te has tardado mucho —la mujer le abrió con expresión molesta, estaba detrás de la puerta aguardando su llegada—. ¿Adónde has estado todo este tiempo? ¿Saboreando las tentaciones (las traiciones) de la calle? ¿No? ¿Sí?

Wilhelmus se vio entrar. En la cama de concreto, sobre el cobertor rosa había un par de rollos de papel higiénico. En el piso, una mochila de viaje y un ventilador apagado. No había tapete, sino loseta de piedra.

La mujer estaba de espaldas sentada al borde de la cama, el pelo negro suelto sobre la espalda cubriéndole el cuello. Llevaba pantaloncillos negros y portabustos negro transparente. Se le veían los brazos por atrás, pero no las manos, que reposaban sobre sus piernas. Sin dar la cara, ella miraba hacia la calle, hacia la cortina roja cerrada, con una sonrisa torcida en los labios (eso lo imaginó él). Todo y nada le gustaba en esa mujer: la inmovilidad, la falta de arete en la nariz y de anillos en los dedos, la posible cicatriz sobre una rodilla. La única cosa que no le cuadraba era esa cabeza pequeña en un cuerpo tan grande. El corte de pelo hacía su cara más tosca.

Sin voltear a verlo, ella lo consideró joven, distinguido y guapo (eso lo supuso él). Sin manifestar deseo alguno, ella le dio a entender que tenía ganas de disponer de su cuerpo. No siempre ella tenía clientes de su rango. En un rincón del piso, tres losetas habían sido reemplazadas por cartones. La cortina descorrida dejaba ver la taza negra del excusado. Con esmalte de uñas alguien había garabateado una palabra ininteligible en el espejo. El gato del otro día se metió debajo de la cama. Desde allí asistía a los ayuntamientos de su ama.

—Soy Anneke, pero ahora estoy ocupada —la mujer señaló la cortina roja.

—Goedenavond —saludó él.

—Koel —la mujer se quitó el portabustos negro transparente, se bajó el cierre de los pantaloncillos (no traía nada debajo) y levantando los brazos irguió los pechos desiguales.

Wilhelmus procedió a besarla en los costados, sorprendido por el pesado movimiento de las mamas.

—¿Por qué me besas allí? No me excitas, quítate. Y no vayas a ensuciar la cama, en ella duermo, trabajo y como —volviéndose hacia él, ella descubrió un cuerpo ancho con cabeza pequeña y pelo lacio como de pato llovido. Su rostro parecía una manzana pelada.

—Para calentarte (no tengo obligación de hacerlo, es tu trabajo), te besaré los pies —pero mirándolo bien, ella tenía unos pies tan grandes que sería difícil abarcarlos, no se diga, besarlos.

“Esos pies me ensuciarán la boca”, se dijo, recordando que esa costumbre de besar pies la había adquirido de un estudiante alemán que estudiaba latín clásico en la Universidad de Leyden. “Pes, pedis”, murmuraba el estudiante y atacaba las extremidades inferiores de las condíscipulas. “Pus, podós”, contestaban ellas dejándose besar. “Vamos a pedalear”, un día de clases el estudiante lo llevó con las prostitutas de La Haya y juntos se metieron con una araña de pelo rubio que venía de Alkmaar. Al alimón la amaron, no por la belleza de su cuerpo, sino por la forma de sus pies.

—¿Bebes? —ella interrumpió la sesión de caricias para servirle ginebra con Alka-Seltzer (él notó la pastilla diluyéndose en el vaso) y enseguida le preguntó sobre sus preferencias sexuales.

Tímido hasta la muerte, él le manifestó que sobre la marcha le iría dando a conocer sus inclinaciones.

—¿Siempre llevas gafas de sol en los días nublados?

—Me gusta andar de incógnito —Wilhelmus se palpó con la mano derecha las gafas.

—Los hombres que llevan anteojos parecen distintos cuando se los quitan, ¿tú también? Déjame ver tus ojos.

—No.

—¿Estás ciego?

—Mi padre fue invidente y un día me mostró sus ojos de ídolo borracho. Desde entonces me tapo los míos. No vaya a ser que se parezcan a los suyos.

—Qué chistoso —ella quiso tocarle los muslos, pero éstos le crujieron como cuero seco.

—Se hicieron como bizcochos en invierno.

—No te duermas, que acostarse con un hombre viejo es como hacer el amor con un pescado muerto —la cara de ella irradió al explorar la bolsa de sus testículos y la blandura de su miembro—. Apenas empezamos.

—Me mantendré activo.

—Mejor erecto.

—Ahora te muestro —él intentó abrazarla, pero la mujer resultó ser de aire. El lugar tangible donde pudo asirse fue la almohada.

“Seguro Anneke fue un sueño, un sueño palpable pero al fin un sueño”, se dijo, cuando sucedió lo impensable: Janneke, su difunta esposa, reemplazó a Anneke. Para su sorpresa, su cuerpo sustituyó al otro cuerpo. El coito se convirtió en una experiencia necrofílica. La tristeza postcoital, insoportable.

—Estaba dormida cuando me despertaron tus ardores —los labios helados de la muerta rozaron su oreja—. Soñaba que me confundías con una prostituta de la calle de las vidrieras y me cogías de los brazos creyendo que era una almohada. Yo te dije que acostarse con un hombre viejo es como hacer el amor con un pescado muerto.

—¿Por qué apagaste la luz?

—No la apagué yo, se apagó sola.

—¿Hay alguna razón para hacerlo en la oscuridad?

—Para que no mires el colchón. Lo hicieron a la medida de mi cadáver, según parece.

—Lo que pasa es que no quieres que te mire.

—Es que por la falta de ejercicio he perdido una poca de carne.

—Y de volumen.

—Y lozanía en las facciones. Ando escasa de orejas, cejas y cabellos. Aun en sueños no encuentro mis labios.

—¿Para qué son esas ligas perversas?

—Para que no se me caigan las piernas.

—Siempre tuviste la manía de llevar mallas negras.

—Basta de palabras, si tienes ganas de mí, copúlame y ya.

—Lo más curioso es que en vida nunca hubieras consentido en darme una satisfacción erótica. Recuerdo tu última queja: “En tus brazos nunca conocí el sexo verdadero. Hiciste el amor con cara de cobrador de impuestos.” Esa queja también pudo haber sido la mía, pero agregando esto: “Vista a distancia, nuestra relación fue un error mutuo. Me casé contigo por falta de imaginación.”

—Antes de conocerte nunca había visto la cara de un hombre en close-up. Pero dime, ¿con quién estabas coqueteando en sueños hace unos minutos?

—Con nadie.

—Estabas en un barrio de mala reputación.

“Qué mujer, con esa carne momia que se carga ponerse celosa póstumamente es un desatino”, la posibilidad de tener contacto con esa cordillera de huesos forrada de piel ennegrecida, esos ojos abiertos con abrelatas y esa figura de garza espectral (odiosa bajo la luz eléctrica) yaciendo en una penumbra de muslos separados, le dio a Wilhelmus dolor de cabeza y humedad de manos.

—No importa cuánto me repugnes, nunca me daré a otro hombre, mantendré mis principios de fidelidad post-mortem —ella se vació un frasco de pastillas en la boca y por su esófago pasaron píldoras de colores, enteras, sin posibilidad de disolverse, como si cayeran en otro frasco, orgánico.

—Me vuelvo hacia la pared para no verte, pero te sigo viendo —él, con mano ciega, trató de prender la luz, pero tiró sobre la cama el vaso de agua del buró. Por fortuna, el vaso era de plástico.

—Ya te he dicho que no me acaricies con las manos frías, me causas escalofríos.

—Díme una cosa, ¿esas tetas pegajosas son tuyas? —Wilhelmus apretó los párpados, esperando que así se borrara Janneke (masticando unas pastillas que continuamente se le devolvían a la boca, fallidos los intentos de pasarlas a la suya).

—Sucedió algo terrible, lo confieso: no puedo encontrarme en ninguna parte —él la oyó decir, quedándose dormido con las gafas puestas.

“¿Quién habrá ofendido al padre viento que amaneció tan enojado en Holanda?”, despertó él, la luz apagada y la oreja derecha adolorida por la almohada de tubo. Enseguida recargó la cabeza en la pared y escuchó las ráfagas callejeras doblando las ramas de los árboles y volteando las hojas al revés. Un tranvía chirrió en la desierta oscuridad. La máquina se paseaba sin nadie pintada con grafitos de colores y con mujeres devorando productos comerciales. Arriba, una nube como un enorme animal gris se tragaba los espacios azules. En eso, tronó la aspiradora.

—Up, up, es hora de levantarse —Marijke, como un sargento de limpieza, abrió la puerta y la mucama lo levantó del lecho para cambiarle las sábanas.

Wilhelmus se tapó las piernas flacas con una toalla, mientras la mujer parada sobre una silla arrojó agua al cristal y lo limpió a manotazos. Acto seguido, de su pulcro uniforme extrajo un cepillo de dientes y quitó el polvo de la cara de su autorretrato. Sus manos alcanzaron los papeles tirados en el piso y sacó el cesto de la basura. Cada movimiento era supervisado por su jefa. Todo como si él no estuviera allí, todo como si él fuera un extraño en su cuarto. Así que, refugiado en el corredor, se puso a palpar con la lengua el grano debajo de la lengua.

—Y no deje los quemadores prendidos hasta el rojo vivo, no es necesario.

Él, inspeccionado por los ojos insidiosos de Marijke, se sintió el prisionero de una rutina estúpida que, como una muerte cotidiana, lo golpeaba letalmente en el lugar de sus sueños, la cama.

—Por descuidado ya se recargó en la puerta del cuarto de Joost, su vecino suicida —lo recriminó ella.

Wilhelmus recordaba bien al tal Joost, quien una noche de junio distribuyó en el restaurante cartas a todos los residentes del Centrum recomendándoles que no las abrieran hasta nuevas noticias.

“¿Por qué no entrará el aire fresco aquí, si ya pasaron seis meses del deceso?”, se preguntó él, cuando a través de la puerta cerrada emergió un olor a gato muerto.

—Una peste a licor pervive allí. Aunque pusimos en los clósets bolas de naftalina para matar la presencia del occiso, tal parece que su espíritu se ha quedado a vivir en el cuarto. Lo exorcizaremos cambiando las cortinas y los muebles y pintando las paredes de blanco —Marijke había leído sus pensamientos—. El otro día, cuando cerré la puerta, una vocecita protestó adentro: “Me han encerrado afuera de mi cuarto.”

—Quemado de la cabeza a los pies, Joost se veía como Lon Chaney en El Fantasma de la Ópera —confió él.

—Desde hace tiempo quiero decirle una cosa: deje de contarme chistes porque no tengo ningún sentido de humor y sus bromas solamente me hacen enojar —gruñó ella.

—Joost ya no puede hacer nada sobre su imagen horrible, sino heredarla a la posteridad.

—Qué raro, tengo dolor de cabeza aunque desde la semana pasada no he probado una gota de alcohol. No sé qué me pasa, sufro de sus efectos sin haber bebido —Marijke se llevó los dedos a las sienes. Mas cuando vio que Wilhelmus regresaba a la pieza y se arrojaba a la cama con la intención de dormirse hasta el mes próximo, para demostrarle una vez más su autoridad, le ordenó con ambas manos levantarse—. Up, up.

—Lo mismo da si en Amsterdam son las ocho de la mañana o las cuatro de la tarde, ¿cuándo tendremos aquí un día sin lodo en las nubes y sin color chocolate en los charcos?

—Nunca —chilló Marijke.

10

El miércoles Margreetje habló por teléfono. Primero se quejó con Wilhelmus de que a causa de la enfermedad de Hans ella había estado negligiendo a sus amantes femeninas y no había tenido tiempo ni para tomar una cerveza con su amiga japonesa en el bar gay de la esquina.

—Déjame apagar el despertador —le dijo Wilhelmus, pues la alarma le molestaba.

Entonces ella le contó que desde el 13 de marzo, fecha del aniversario de la muerte de Albert, su mascota, no había podido visitar el cementerio de perros.

—Mas la razón real de mi llamada es para informarte que Hans Dudok dejará el hospital este viernes a las nueve de la mañana. Los médicos le dan veintiocho días de estancia en este valle de garañones. Hans me pidió que lo dejara morir en mi piso, en Koninginneweg. No pude negarme a su deseo. Sobre todo ahora que sé cuánto tiempo le queda.

Le contaba esto porque él y ella deseaban invitarlo a almorzar este sábado al mediodía. En casa, of course. Entre sus amigos y familiares, él era el único al que quería ver. Su presencia le daba coraje para seguir viviendo. Su serenidad le infundía ánimo. Y hasta lo movía a escuchar oldies en la radio y a flirtear con las enfermeras, como sucedió el domingo pasado después que se despidieron, cuando le quiso alzar la falda a la parienta de un paciente.

—Hans comenzó un diario. Se lo notifico porque en una entrada describe el diálogo (fascinante) que mantuvieron los dos el último domingo sobre la obra de Bert Schierbeek, De Deur.

—¿Qué?

—Le pido una cosa, cuando en el comedor usted vea que él se vuelve hacia la puerta, despídase de inmediato, significa que su visita lo fatigó. Dag.

Llegó lloviendo el viernes y el sábado amaneció lloviendo. Wilhelmus abordó el tranvía. Se fue parado en la parte de atrás, junto a unos muchachos de cuyas mochilas escurría agua. Estar entre ellos fue como rendirse a la edad, pues cuando creía flirtear con una joven ésta le ofreció su asiento. “Uno se da cuenta de que han pasado los años cuando la chica guapa del tranvía respetuosamente le indica el asiento reservado a los ancianos”, se dijo.

El inmueble que Margreetje habitaba era de ladrillos rojos. Una moto y tres bicicletas estaban encadenadas a la pared exterior. Antes de que tocara, la puerta le fue abierta. Desde abajo, en el breve vestíbulo, Wilhelmus midió la escalera estrecha y empinada. Hacía dos meses, en un inmueble semejante, la esposa de un amigo jubilado se había venido de bruces desde el descanso del tercer piso, rompiéndose la cabeza.

Nadie lo esperaba arriba, excepto un casco y unos guantes negros colgados de la pared. Entró al apartamento sin tocar. En el perchero colocó su impermeable de plástico. Pasó al baño. Tenía urgencia de orinar.

—Wilhelmus, ¿estás allí? —la voz de Margreetje atravesó la puerta, mientras él sufría la ansiedad de verter el líquido amarillo y se apoyaba con ambas manos sobre la pared verde.

—Ja —Wilhelmus salió saludando, aunque ella ya no estaba allí.

Una lámpara alumbraba la sala. Su luz diametral caía sobre un escritorio de madera. Un sofá con la tela raída se recargaba en un muro adornado por un cuadro de Lucebert. Pertenecía al grupo Cobra. Heredado a Margreetje por su padre, un urólogo que tuvo su práctica en Apeldoorn, parecía fuera de lugar. No así los grabados de mujeres musculosas haciendo ejercicios gimnásticos. En una foto, Margreetje tomaba clases de esgrima, sable en mano. En otra, el rostro tapado por el cabello, estaba con su amiga japonesa, quien, con el cuerpo encogido, parecía que iba a saltar hacia el espacio. Ante esas figuras rebosantes de vitalidad, Wilhelmus se sintió exhausto y abatido.

—Dag.

Wilhelmus observó las piernas atléticas y la espalda hombruna de Margreetje. Hans, en traje azul marino y oliendo a perfume, se sentó a la mesa. No emitió su acostumbrado Gossshhh.

—Me impresionan los regalos invisibles de Wilhelmus. Me habían contado que suelen ser espléndidos —ironizó ella con su hermano.

—Te veo bien —Wilhelmus, sin darse por enterado, se volvió hacia Hans.

El enfermo no recogió sus palabras y el silencio cayó entre los dos como una lápida.

Platones con carnes frías, quesos holandeses, arenques, anguilas ahumadas y pan rebanado estaban sobre la mesa. También tres platos y tres vasos individuales. Una botella de vino blanco se enfriaba en una cubeta de hielo. Había dos copas solamente. Hans bebería jugo de manzana. O agua.

Los dos primos se sentaron frente a frente. La hermana entre ellos. Hans, sin decir palabra, hizo una mueca. Margreetje profirió:

—Su sonrisa desarma a todos. Hasta el final será un niño.

Por más que la buscó, Wilhelmus no halló la dichosa sonrisa.

—La gente se pregunta qué padre pudo engendrar a un ser tan maravilloso como Hans. La única respuesta es que después de que nació, se rompió el molde.

El hermano emitió un gruñido de asentimiento. Entrecerró los ojos como para recogerse en sí mismo. Por descuido, Wilhelmus rozó sus manos flácidas y ese contacto imprudente le causó horror. A Hans no le importó, en esos momentos finales tomaba todo con calma.

Margreetje sirvió la erwtensoep. Sin modales, con apetito feroz y manos ávidas, Hans se abalanzó sobre la sopa. Y de allí comió sin parar, con un hambre de enfermo, con un hambre de siglos, con un hambre de muerto. Como si estuviera solo, sin ofrecer nada a su hermana o a Wilhelmus, concentradamente devoró todo, hasta limpiar los platos, hasta acabarse el jugo en el cartón, los purés en los frascos. Cogió la botella de vino blanco y se sirvió en dos copas, que bebió hasta agotar el contenido. Arrebató el último pedazo de pan, le untó mostaza y lo mojó en el asiento del vino. Fumando un puro cubano, arrojó bocanadas hacia el espacio vacío entre Wilhelmus y Margreetje. Asombrado, a lo largo del almuerzo, Wilhelmus no intentó siquiera extender la mano para alcanzar una rebanada de queso o un pan. Se concretó, como hizo la hermana, a verlo comer.

Consciente (mas no apenada) de la dieta a la que ambos habían estado sometidos, Margreetje le ofreció un broodje con un queso helado que sacó del refrigerador. Más por cortesía que por hambre, Wilhelmus lo recibió con manos ansiosas. Pero al primer bocado, con la imagen de Hans atravesada en la garganta, el pan se le atoró en la mente y tuvo que bajárselo con agua. Mientras esto pasaba, Hans se levantó de la mesa y retornó a su cuarto, sin despedirse de nadie. En la silla dejó una servilleta de tela con unas migajas.

11

Transcurrieron semanas de luto no guardado. Después de la muerte de Hans Dudok, Wilhelmus retornó a su rutina de visitar las vidrieras. De sus ventaneos regresaba para cenar, justificando sus salidas por la necesidad de realizar un trámite o de hacer una compra. Tarde volvía a la residencia de ancianos con un papel en la mano o con un frasco de café soluble, a pesar de que en el comedor podía adquirir té o café a precios módicos.

Como si estuviera solo en el restaurante, delante del hombre inválido y la mujer catatónica vaciaba medio frasco en una taza de agua caliente y clavaba la cuchara en la masa granulosa, moviéndolo con dificultad. Así demostraba que el café era débil. Así lo bebía a su gusto.

—Meneer, tengo información de que el último fin de semana ha estado ausente todo el día y no se ha presentado a las comidas. Tampoco ha participado en actividades del Centrum —Marijke agitó delante de él unos papeles que decían Aktiviteitenoverzicht Oktober. Centrum van Ouderen Juliana—. El martes y el jueves hubo sesiones de canto y danza y no se vio por aquí a su amable persona. El miércoles, el jueves y el viernes la peluquería estuvo abierta desde las nueve de la mañana y no apareció en el Kapsalon para que le cortaran el pelo. El miércoles y el viernes desde las nueve y media de la mañana la tienda abrió sus puertas y el domingo a la una treinta tuvimos super bingo con lotería y usted no hizo acto de presencia. Cuénteme, ¿qué asunto tan importante lo mantiene fuera del Centrum tanto tiempo?

—El lunes le haré una relación de mis actividades para satisfacer su curiosidad.

Mas el lunes, después del almuerzo, sintiéndose resfriado decidió tomar una siesta y cuando la recamarera vino a abrirle la puerta ya eran las diez de la mañana del martes. Había dormido como piedra dieciséis horas seguidas, lo cual le dio horror, pues era un sueño semejante a la muerte.

“Esas camareras tontas que entran al cuarto cuando uno está dormido no tienen modales”, se dijo, levantándose de la cama, el pelo hecho un trapeador, la nariz congestionada y los ojos vidriosos. Resentía su atención maligna, que ya lo miraba en el presente como un cadáver. Y más parado en el pasillo gris junto a su cuadro Amsterdam de noche. El lienzo, casi todo negro, tenía escrito Sex. Sauna. Love Juanita.

Cuando cerró la puerta, su rostro, que miraba al espectador desde el autorretrato, pareció confrontarlo. Debajo de la ventana estaba una mesa con una paleta de colores. En medio de la pieza había otro cuadro: una base de platillos voladores. Bajo un cielo azul descendía un ovni pintado de blanco. “Por esta obra podrían ofrecerme mucha plata, pero no la venderé”, se ufanó. De repente ocioso, se rascó la cabeza. De un tiempo para acá su ocupación principal había sido pasearse por las callejuelas de la zona roja o imaginar a Anneke tendido sobre la cama.

A la luz del día, el ambiente del Red Light District parecía más doméstico, amigable y casual que en la noche. Y las mujeres menos manoseadas. Cuando había sol, éste doraba la ventana de Anneke.

Era extraño, pero la extinción física de Hans Dudok lo había energizado y le había despertado un gran apetito por devorar lo devorable, ella. En el fondo agradecía la decisión de Margreetje de haber hecho a su hermano un funeral discreto (reducido básicamente a un diálogo íntimo entre ella y el incinerador), porque no tenía ánimo de llevar otro luto que el de su habitual traje negro, el cual, dicho sea de paso, le daba cierto aire de elegancia.

Para desentumecerse, Wilhelmus se puso a hacer ejercicios de brazos y de piernas, y hasta paseó en bicicleta bajo la lluvia por las calles cercanas. Quería estar en forma para el encuentro amoroso.

De regreso al Centrum, se cruzó en el elevador con el hombretón en silla de ruedas, con el letrero INVALID en la espalda de la silla. Subió a su piso con un interno que se apoyaba en un carrito de supermercado. En su cocinita desayunó jugo de naranja de cartón, un plato de cereal y café. Se duchó y se puso su característico traje negro y su boina.

Antes de salir examinó en el espejo su cara larga, su pelo, barba y bigote blancos, como si fuera uno de los apóstoles locos pintados por El Greco. Bajó por el elevador y se sentó a la entrada del restaurante, observando en la calle a la gente en el Café Fonteyn. No deseaba compañía, ni mirar a la vieja de pelo blanco y ropa descolorida sentada sola mirando al vacío. La dama era una alucinación en la mañana, y una desolación en la tarde.

—Esos viejos de la calle están esperando el momento en que nos muramos para venir aquí. Pretenden estarse picando los dientes y tomando té negro, pero en realidad están contando los años que tenemos y evaluando nuestro estado de salud —el hombretón en silla de ruedas le hablaba a la mujer catatónica a cierta distancia, sin importarle si ella lo escuchaba o no.

En eso, Petra y Peter se acercaron a saludarle. Eran dos de sesenta vecinos en el Centrum. Oriundos de Laren, Wilhelmus no les dirigía la palabra desde el día en que circularon chismes sobre su esposa difunta. La plática recayó en Pieter Saenredam y para su sorpresa Petra sabía bastante sobre su pintura de la iglesia Santa María de Utrecht, una de sus obras favoritas.

—¿Desde cuándo está aquí? —le preguntó Peter.

—Desde el ochenta y ocho. Vine con Janneke, pero ella murió hace diez años. No tuvimos hijos. I am ill. I am poor. No money. Kinderen much money. Viajamos por Rumania, Yugoslavia, España, Austria —él acompañó las últimas palabras con un movimiento de manos.

—Entonces, es el habitante más antiguo de la casa.

—Eso me temo.

—Yo no salgo mucho porque me duelen los huesos —reveló Peter.

—Nos nacieron nietos —dijo Petra.

—¿Niños o niñas? —Wilhelmus se levantó de la silla.

—Gemelos. ¿Quiere ver las fotos?

—Otro día. Tot ziens —con pasos lentos, Wilhelmus retornó a su cuarto en el tercer piso y de los cajones grises de su escritorio extrajo un fólder con documentos relacionados con su vida, las actas de nacimiento y matrimonio y el acta de defunción de su mujer. Sacó punta a dos lápices y los acomodó en una taza con la oreja rota. Al descubrir que el foco de la lámpara estaba fundido, lo cambió. Arrojó al cesto unas tarjetas de Navidad del año pasado, con un par de esferas rojas que había conservado por la flojera de botarlas. Cogió el teléfono y canceló una cita con el dentista. La posibilidad de tener la boca lastimada el día del encuentro amoroso le causaba horror.

En la puerta de baño examinó su traje de verano, lo cepilló y lo guardó. En el baño había una buena dotación de papel higiénico. Se cercioró de que su camisa azul cielo, cubriendo el aparato de la televisión, estuviera bien planchada y sus zapatos blancos lustrados. Su cartera estaba repleta de papeles recortados en forma de billetes. El ventilador, apagado.

En el canasto depositó un envoltorio de ropa interior. Se sentó al borde de la cama de madera y apoyándose en la silla redactó una carta de pésame a Margreetje. Luego garabateó el nombre de Anneke en un cuaderno. “En los idiomas existen diversas maneras de escribir Ana, pero la única manera correcta es la que dicta la ortografía del deseo”, se dijo y salió del cuarto con las actas en un portafolio negro. No las llevaba para mostrarlas a nadie, las traía para sentirse importante.

—¿Por qué está moviendo los dedos? —la cara descremada de Marijke en el vestibulo confrontó su cara descremada. Las dos caras descremadas se desafiaron unos momentos.

—¿Podría hacerme un pequeño préstamo sobre mi pensión? —Wilhelmus rompió el hielo.

—¿Por qué motivo?

—Necesito dinero —él empezó a explicarle, pero pronto dejó de hacerlo porque se dio cuenta de que ella no le iba a hacer el favor.

—María, abre la puerta de la pieza de ese señor y fíjate si apagó las luces. Le ha dado por dejarlas prendidas toda la noche. Si miras desde afuera de la residencia te darás cuenta de que la suya es la única ventana iluminada —a sus espaldas dijo Marijke a la recamarera.

12

Camino al correo, Wilhelmus se fue tocando con la lengua el grano blanco que le sabía a sal y pus. Sus ojos curioseaban todo: tiendas de comestibles, zapaterías, panaderías, queserías, carnicerías, ópticas, automóviles, bicicletas, gente, pisos en venta o en renta. Imaginaba cómo sería vivir en este o en aquel edificio y observar el mundo desde sus ventanas. El cielo blanco rutilaba, una luz polvorienta atravesaba las nubes y Amsterdam flotaba como una estampa antigua. El paisaje sufría de luces reprimidas y de turbulencias sosegadas, igual que si el Autor Soberano hubiera concebido el cielo holandés como un drama del aire.

Hacia la una de la tarde Wilhelmus entró a De Bijenkorf en el Damrak. En el pulcro recinto de la tienda departamental le agradó que un guardia lo saludara con un leve movimiento de cabeza. Las empleadas, arregladas y bien olientes, daban al sitio una atmósfera de bienestar físico y de solvencia económica. Seguro él podía impresionarlas con su personalidad de artista (no por su cartera). Le molestó en cambio la actitud del otro guardia, que ignoró su presencia. No importaba, el sujeto ignoraba a todos.

Subió las escaleras automáticas para hojear periódicos gratis en el cuarto piso. En la sección de libros y revistas. El contacto físico con las publicaciones nacionales y extranjeras le daba placer, como cuando en su niñez olía el cuero del balón de futbol. Ahora que llovía en la calle el ambiente de la tienda era acogedor. Además, no tenía que comprar nada. Las noticias sobre catástrofes naturales y los actos terroristas que ocurrían en otras partes del mundo le hacían sentir seguro en Amsterdam. Y le daban superioridad moral sobre la gente que tenía que vivir en países inestables política y económicamente o sufrir dictaduras militares. En cambio él, en su pequeña Holanda, disfrutaba de civilidad y tolerancia. Le llamó la atención algo que estaba sucediendo en Rusia: un tal Nikolai Vassilyevich, del pueblo de Sorochintsy, Ucrania, se había declarado rey de España. Con esa lógica, ¿por qué él, Wilhelmus Jongh, no se declaraba rey de Rusia?

Le complacía mucho la pasarela gratuita de mujeres por los departamentos de ropa femenina, de bolsas y de perfumes, de pastelería y de chocolates finos, y que, formadas delante de las cajas registradoras para pagar, tenían el semblante relajado de haber vuelto apenas ayer de una playa extranjera. Con frecuencia, las damas se hacían acompañar por hijas adolescentes o por maridos dóciles. Echando vuelo a su imaginación él las examinaba de frente, de costado o por atrás, con sus pantalones apretados y sus vestidos escotados, sus zapatos de moda y sus peinados extravagantes, esparciendo una feminidad de aromas naturales y de fragancias prestadas. En el exterior estaba la gente ordinaria, las empleadas con bolsas de plástico y ropa económica, los empleados con chaquetas impermeables y botas mojadas. Con cara de ahorradores esperaban el tranvía. O, en camioneta o bicicleta, se disponían a entregar mercancía ajena.

A Wilhelmus también le gustaba pasear por la Kalverstraat un día de compras, como ese mediodía de marzo, y abordó un tram. Para toparse con mujeres bonitas no había nada mejor en Amsterdam que esa calle peatonal llena de tiendas de ropa, de diamantes, de zapatos y de comida.

Uno podía andar detrás de las mujeres o podía espiarlas a través de los escaparates y de las cafeterías probándose pantalones o comiendo un broodje. Años atrás había fantaseado en torno de esa joven que trabajaba en De Noten Koning. No tenía mal cuerpo y, rubia y pecosa, le sonreía cada vez que entraba a comprar ciruelas pasas. La relación la echó a perder una vieja histérica con su perro terrier. El can estúpido comenzó a ladrarle y la vejestorio, clienta habitual, a insultarle por haber provocado a su mascota con su presencia. El agredido era el agresivo, inútil razonar con una persona tan irracional y ni modo, tuvo que marcharse.

Desde la terraza de un café en Spui, Wilhelmus se sentó a observar el ir y venir de los tranvías y de la gente, hacia o desde la Estación Central. Con una cerveza helada disfrutó el ajetreo de la multitud y celebró la luz (filtrada a través de una densa capa de nubosidad) en ese día sin sol. En ese momento, quien lo hubiera mirado en close-up hubiera creído que su rostro resplandecía. Pero cuando más contento estaba bebiendo su cerveza apareció el gato de Anneke delante de un tranvía. De un salto se levantó para salvarlo. Inútilmente, el gato se salvó a sí mismo. El problema fue que el mesero, considerándolo cliente ido, le recogió vaso y botella y una pareja ocupó su mesa.

Hacia las tres cuarenta, al abordar un tram que se dirigía a la Estación Central, creyó reconocer a Anneke sentada a la izquierda, en un asiento individual, unas cuatro filas adelante. Observó su pelo sobre el respaldo, sus piernas en jeans azul oscuro y su cara de perfil para cerciorarse si era ella, ya que la persona en cuestión, evitando ser reconocida, miraba todo el tiempo hacia el exterior y no volteaba hacia dentro. Tal vez Anneke no vivía en la jaula de vidrio donde trabajaba, como las otras mujeres, sino solamente estaba allí durante su turno de cuatro a doce. Ya en la estación, él esperó todavía a que ella se levantara primero para verla bien, pero, cuidadosa de no ser identificada, ella se mantuvo dándole la espalda y salió entre los otros pasajeros por la puerta de adelante. Cruzó rápido las vías y se perdió detrás de los tranvías que pasaban en ese momento.

En la calle de las vidrieras, Wilhelmus se encontró con que la vitrina de Anneke estaba vacía. Tal vez ella se hallaba en un cuartito interior, arreglándose, o hacía algún servicio sin haber corrido la cortina roja. “Quizás ella no fue la que vi en el tranvía, sino otra. Quizás no se ha levantado todavía, las cinco de la tarde es temprano para sus hábitos. Estaré aquí a las siete”, se dijo.

En eso una puerta interior se abrió y emergió de la nada oscura, en camisón de satén negro, la prostituta de sus sueños. Tan deslumbrante estaba que él se quedó atónito, sin valor para mirarla. Para su sorpresa, en un acto de intimidad pública, parada delante de la ventana se despojó del manto de plumas falsas y quedó desnuda. Púdicamente, Wilhelmus se concentró en examinar las ojeras que encuevaban sus ojos. Su pelo corto revelaba una visita reciente al salón de belleza. Y cuando la mujer bostezó, se dijo: “No habrá dormido bien anoche por algún problema.”

—Apártate, muchacho, que esto es para ligas mayores —de ninguna parte surgió el empleado del Black Tulip Hotel, tan lleno de vitalidad y tan bien equipado para la lluvia que parecía se iba de viaje a Groninga.

Anneke corrió la cortina y Wilhelmus, echando pestes afuera, crispó las manos en los bolsillos vacíos. Mientras se alejaba de la vidriera, desde una esquina, el gato malvado se le quedó mirando. Wilhelmus recordó la conversación que tuvo con él la otra noche y se preguntó si no sería conveniente tenerlo de su lado, ganándoselo con comida. Y se fue a comprarle leche con cannabis a una Coffeshop. Cuando se la servía en un platito, el animal le tiró un arañazo a la cara.

Divertido por el espectáculo, un viejo inquilino del Centrum van Ouderen Flesseman se rio de una manera tan desagradable que Wilhelmus sintió asco de su propia vejez. Esa expresión repulsiva ¿la llevaba él en sus facciones?, ¿impresa en su cachaza? Algunas mujeres le habían confiado que algunos octogenarios rejuvenecían cuando se encontraban en los brazos de una amante joven, ¿sería cierto? Otros se ponían a evocar su juventud, llenando el tiempo del amor con puro bla-bla, ¿le sucedería eso a él? ¿Llegada la ocasión sería capaz de realizar el acto o produciría sólo lástima? Para ser honesto, él no se sentía tan senil como ese viejo inquilino que se burlaba de él. A ese todo el dinero, todas las prostitutas y todas las medicinas del mundo no le quitarían la risa desagradable. ¿A cuántas mujeres podía frecuentar anualmente ese individuo jubilado de los placeres de la vida? ¿Cuántas privehuis lo tenían por cliente asiduo? Secretos de la casa. Mas, ¿por qué se ocupaba de un tipejo así, si el que representaba un verdadero peligro era el garañón del Black Tulip Hotel?

Frustrado, pero más enojado, caminando, Wilhelmus se apartó del Centrum van Ouderen Juliana más de lo que hubiera querido. Y como lloviznaba, para volver a la casa de viejos se vino en un tranvía que estaba lleno de chicas españolas. Contagiado por el alborozo de las jóvenes olvidó sus pesares, hasta que dos ladrones de apariencia extranjera lo rodearon y lo bolsearon. Abandonado a sus manos hábiles permitió que le palparan las ropas en busca de cosas de valor. De manera que, sin oposición alguna, dejó que le sustrajeran la cartera. En ese preciso instante, un policía vestido de civil cogió a uno de los ladrones por la muñeca, obligándolo a la inmediata restitución de lo hurtado. Embarazado por la presencia de las chicas españolas, Wilhelmus quiso desentenderse de la restitución, pues la cartera no reveló grandes sumas de dinero ni tarjetas de crédito, sino recortes de periódico en forma de billetes. Lo que sí encontró el policía vestido de civil en la mochila negra de los rateros fueron dos relojes, un pasaporte japonés, una cámara fotográfica y monedas foráneas de otras víctimas. Así que, desentendiéndose de levantar una denuncia por robo a su persona, Wilhelmus descendió en la próxima parada ante las protestas corporales del policía, que le pedía que lo acompañara.

Cerca del restaurante-café In de Waag, Wilhelmus descubrió que había olvidado en alguna parte su portafolio con las actas y, en cambio, había guardado un volante sobre una pizzería que le había dado alguien en Spui. Mientras trataba de hacer memoria, vio a Margreetje recargando su moto en una pared. Llevaba chaqueta, pantalones de cuero y el pelo de pato cabeza roja que le conocía. Pero tanto ella como él pretendieron no darse cuenta de la presencia del otro y tal perfectos desconocidos se fueron caminando por direcciones opuestas.

13

El sábado es un día cruel para los viejos. Ya desde temprano jóvenes de ambos sexos se preparan para la fiesta de la noche y en la ciudad no hay sitio para ellos. Los lugares que los acogen, apropiados para el descanso, carecen de animación y de energía sexual. De manera que esa mañana, yendo por De Weg, Wilhelmus se sintió más miserable que nunca. Las calles rebosaban de gente, pero a Wilhelmus le parecían vacías y aburridas. ¿Era el cumpleaños de la reina Beatrix o había juego de futbol soccer para tanto alboroto?

Un sol blanco dominaba el firmamento y a los pocos minutos empezó a llover. Con la boina puesta, no abrió el paraguas; le daba igual mojarse o no. A esa edad el cuerpo se encoge con lluvia o sin lluvia, en exteriores como en interiores. Resintió en cambio la humedad que subía del suelo y se le metía por debajo de los pantalones hasta alcanzarle los huesos. Contra esa humedad holandesa nadie podía, ni siquiera el primer ministro.

Había salido del Centrum van Ouderen con dos billetes de a cien florines distribuidos en dos bolsillos diferentes: temía que el dinero pudiera perdérsele o le fuera robado en el camino. Para su sorpresa, el jueves había obtenido de Marijke un préstamo.

Atravesó De Waag, anduvo por Molensteeg y salió al Oude Zijds Voorburgwal, sin fijarse en las vitrinas que abarrotaban el rumbo. Al cruzar el puente, apenas registró que la recamarera del Centrum lo saludaba. Él le contestó con tanta indiferencia que casi le dio a entender que no la conocía.

A lo largo del canal percibió atisbos de sol en alguna parte del cielo, aunque pronto volvió a nublarse. Su único deseo era llegar a la calle de las vidrieras y ser el primer cliente de la noche. Contra su costumbre, no se detuvo a curiosear en otras vidrieras. No quería desgastarse mirando a otras mujeres o sobrexcitarse y sufrir un orgasmo prematuro. Sabía a dónde iba y a quién buscar. La parafernalia del encuentro amoroso había sido preparada con anticipación.

Anduvo lentamente, sin apartarse de su objetivo, ignorando a las manadas de hombres que se cruzaban con él. No fuera a ser que al llegar a su vitrina alguien se le hubiera adelantado. Pero no hubo problema, ella estaba allí, como siempre, como un ave de los trópicos de Amsterdam.

Estaba allí en su vidriera, en pantaletas fosforescentes, ajena a la llovizna y al frío de afuera. Tenía la cabellera suelta sobre los pechos y sus caderas estaban moteadas de sombras. Su manto de plumas falsas le cubría los hombros. Los colores eran increíbles. Sus pechos parecían panes quemados.

Él escuchó los latidos de su corazón como adentro de un árbol seco. Traspuso la puerta exterior, subió la escalera que llevaba al primer piso, empujó con el pie la puertecilla interior. Ella estaba en la ventana, aguardándolo. Desde adentro, él observó el cielo gris, las vitrinas de enfrente, la luz eléctrica de la calle, un paraguas negro sobre una mujer caminando, el viejo que se había reído de él, observándolo desde abajo. “La lluvia es la madre de Holanda”, se dijo. “Pero ese canalla es hijo de sí mismo.”

El cuarto tenía algunos muebles básicos, un lavabo, un excusado y un taburete para sentarse cerca de la ventana. El piso no tenía tapete, prohibidos los tapetes por los bomberos. En cambio tenía mosaicos decorando los muros. Vio el botón de la alarma junto a su cama.

—¿Cuánto?

—Doscientos florines.

El precio era excesivo. Más de lo doble que para los otros. Pero Wilhelmus no estaba allí para repelar, sino para consumar el último acto sexual de su vida. Asintió en silencio, con los brazos colgando. “Es más joven de lo que pensaba”, sonrió.

Ella cerró la cortina roja. No puso seguro a la puerta.

—Alguien puede entrar.

Ella se encogió de hombros. El contraste entre los dos no podía ser mayor. Para él ella representaba una historia de deseo. Para ella él era una ocupación de minutos, un cliente más sin cara y sin nombre.

—Soy viejo.

—Lo sé.

—Te conozco.

—Lo sé también.

—Te he visto desde la calle.

—Yo también a ti —su voz no era muy fina, mas qué importaba: ¿en la televisión y en la radio no había también actrices que hablaban con un timbre de voz vulgar?

—Es la primera vez que te veo de cerca, eso me da placer.

Tosca de figura, ella era más alta que él y le sacaba una cabeza. Su cuerpo tenía algo de adolescente, de estado formativo, de inacabado, y hasta podía ser una prostituta virgen (si uno imaginaba, si uno ignoraba sus gestos procaces y sus glúteos enormes). Su piel era limpia, sin lunares, verrugas ni arrugas, sin cicatrices de vacunas, heridas o golpes. Sus ojos eran casi inocentes. Sus ojos amarillentos, no dorados. Admiró sus labios, el superior un poco partido. Por el espejo se dio cuenta de que la tela roja de las paredes estaba adornada con flores pálidas, como si una lluvia nocturna las hubiera decolorado.

—¿De qué país vienes? —con mano indecisa él le cogió un seno. Sintió el peso de la mama, el pezón reseco.

—De Hungría —ella le retiró la mano.

—¿Cómo llegaste a Amsterdam?

—Vine en un cargamento de mujeres. Para tomar lecciones de baile moderno en una escuela de música. Mi amigo vendía pastillas en un puente.

—¿Cómo empezaste?

—Por mi gusto, nadie me obligó. Un día renté una vitrina. Le escribí a mi madre que me encontraba en Amsterdam y trabajaba en un bar. Mi madre contestó: “Es una buena forma de ganarse la vida.” A mi padre casi le dio un infarto.

—Desde la calle me parecías perfecta.

—No lo creas, tengo granos y pecas en la espalda. He abortado.

—Todo lo que había soñado preguntarte se desvanece delante de ti —subrepticiamente, él tragó una pastilla. En el bolsillo traía varias. Escogió una, al tacto.

—¿Estás listo? —la mujer aventó al piso unas chanclas rojas y se subió a la cama, sin preocuparse en alzar la colcha ni en abrir las sábanas. Esparció su pelo sobre la almohada, la funda con manchas de lápiz labial. Con las piernas extendidas era una cornucopia viva.

—Todavía no —él bajó los ojos. Su presencia en el cuarto no era más real que la de su sueño de la otra noche. Como entonces, todo lo que él ahora veía al cabo de un rato habría pasado, sería también olvido.

—¿Vienes, abuelo? —ella lo interrogó con ojos vulgares y aliento de pasta de dientes. Él había pensado que tenía los ojos cerrados, pero no, los tenía abiertos. Las pestañas postizas producían ese efecto. Que lo haya llamado abuelo lo ofendió.

—Un momento —él percibió en su pubis el olor que le había dejado una visita anterior. Ya en una ocasión había entrado en una mujer como en un charco de semen ajeno. Nadó en su nada y salió de inmediato. ¿Cuántos años tenía entonces? No recordaba. Era primerizo. Ahora otra prostituta estaba allí, para él y para eso, con el cuerpo usado. Para su sorpresa, y pese a sus esfuerzos por excitarse con imaginaciones eróticas, no podía tener erección.

—¿Qué pasa?

—No sé —ante la inminencia del acto, el deseo se le había ido. No sentía ganas de hacerle el amor. Ni de explorarla. Esas piernas tubulares y ese vientre explayado le inspiraban poco. Lo mismo sus pechos caídos y desiguales, sus pezones amoratados. La mujer allí acostada era menos interesante que la exhibida en la vitrina.

—¿De qué tienes miedo? —su voz dura no era la voz de la otra. Esta tenía la cara hinchada, como si la víspera le hubieran dado de bofetadas o se hubiera intoxicado con mariscos.

Parado delante de la cama, él comenzó a desnudarse. ¿Por qué la lentitud? ¿Temía pescar una enfermedad o mostrar sus carnes flácidas? ¿Su barriga descolorida? ¿Sus manchas, sus arrugas?

—Desvístete.

—Ahora —los pantalones le cayeron hasta las rodillas, descubriendo sus calzones de algodón. Su miembro pendía blando como carne sin hueso.

Ella atestiguó su patética desnudez como si no fuera un hombre, sino un pelele con una cosa entre las piernas. Casi se hubiera reído de su torpeza, si no fuera seria en su negocio:

—Apúrate, hay otros clientes esperando.

—Anneke —el nombre escapó de sus labios como una exhalación.

—Deja de llamarme Anneke, que no me llamo así. Y no me mires con esa cara de huevo hervido, me pones nerviosa.

Wilhelmus guardó silencio, ella ya no tenía nombre. Sus axilas olían a desodorante; su cuerpo, a perfume sin marca.

—¿Quieres que cierre los ojos y me haga la dormida? ¿Que me ponga a gatas? —Anneke, de rodillas, con la cabeza sobre la almohada, se miró en el espejo—. ¿Quieres tocarme más?

Él rozó sus labios resecos.

—Nada de besos.

Con la vista él localizó su ropa en la silla, cerca del espejo. En el cuarto había demasiada luz para su gusto. Acostumbrado a dormir a oscuras, tuvo la impresión de que ella se negaría a apagarla.

—Hay cerca de aquí una privehuis para viejos, te sentirás más cómodo allá.

—En algunas casas hay mujeres horrendas.

—¿Como yo?

Wilhelmus no respondió.

—Se ve que fuiste guapo alguna vez, que hiciste sufrir a las mujeres. No seas tímido, no eres el primer viejo que entra conmigo.

Él se deslizó en la cama, sin tocarla. Algo que había querido evitar, en su compañía se sentía melancólico, como si la exuberancia ajena evidenciara su propia decadencia.

—¿Estás casado? ¿Eres viudo? ¿Tienes hijos grandes? No te preocupes, nadie lo va a saber —ella colocó sus manos sobre sus muslos.

—Soy tímido con las mujeres —él las levantó.

—El invierno es peligroso para los viejos, se deprimen. ¿Te deprimes tú?

—Si me muero aquí, tendrás problemas. Saldremos en los periódicos: “Viejo verde muere de ataque al corazón sobre muchacha desnuda.”

—Muérete en la calle.

—La máxima voluptuosidad es la muerte.

—Como a nosotras se nos exige un certificado de salud, a los viejos se les debería pedir un comprobante médico del corazón cuando nos visitan —ella colocó la mano de Wilhelmus sobre su cadera.

—A trabajar —él acarició sus senos, erizó sus pezones.

Ella cogió su mano y la arrastró hacia su pubis. En esa posición, pareció tener cuatro piernas.

En su calor, él tembló de frío. Quizás la pastilla que había tomado le había hecho el efecto contrario y en vez de estimularlo le daba sueño. Se bajó de la cama y en el lavabo se refrescó la cara con agua.

—Si te gusta otra muchacha, puedes meterte en otra vitrina.

—Me gustas tú.

—¿Entonces?

—Espera.

—¿Por qué dudas? —sus uñas esmaltadas de rojo rasguñaron sus muslos, sus labios pintados se torcieron en una sonrisa forzada; su cara tierna se transformó en la de un monstruo mitológico.

—Ahora puedo —dijo él, mas no pudo.

—Dejémoslo así —ella miró con ojos vagos al techo, los brazos inmóviles sobre las sábanas.

Él, acostado a su lado, entrecerró los ojos. Se durmió.

—Tiempo transcurrido —ella le echó agua en la cara con un vaso.

—Dormí como piedra —al abrir los ojos, él la vio parada delante de él. Se había puesto las pantaletas y el manto de plumas falsas le cubría la espalda. Los pechos que antes le habían parecido panes quemados le parecieron lunas alucinantes.

—¿Has venido a dormir aquí?

—No, ahora me visto, ahora me voy.

El gato salió corriendo de debajo de la cama. Por la escalera siguió a Wilhelmus hasta la calle. En la calle estaban prendidas las luces de las otras vitrinas. En Amsterdam llovía.

En el país de los diablos

Cuando escriba mis memorias

pondré en su lugar a Dora Durante.

Sorpresivamente la visitaré

de noche en el país de los diablos.

Carta de Adrián Verloop a Jan van der Leyden,

Amsterdam, 6 de junio de 1996

1

Esa mañana de octubre la mujer de pelo negro parada a la puerta de su troje vio venir por una calle empedrada a los dos extranjeros. Poco antes los había columbrado adentro de su jeep consumiendo comida y agua traídas de otra parte. Hacía horas le habían pedido una entrevista para su documental sobre los diablos de Ocumicho. Ellos eran el escritor holandés Adrián Verloop y el camarógrafo flamenco Jan van der Leyden, ambos al servicio de la televisión de los Países Bajos. Por su aire desconcertado, de inmediato se percibía que era la primera vez que se encontraban en San Pedro Ocumicho, pueblo rodeado de montañas en la Cañada de los Once Pueblos.

Camino a casa de la mujer, Adrián se había detenido en la caseta telefónica para hacer una llamada de larga distancia. Quería comunicarse con su hijo en el día de su cumpleaños. Pero la comunicación a Amsterdam estuvo plagada de estáticas y de ecolalias y renunció a hacerla. En una mano el aparato destartalado, en la otra un cigarrillo humeante.

Aunque era la primera vez que plantaba los pies en esa parte del mundo, al notar la partición de luz y sombra que dividía la calle Adrián tuvo la impresión de que ya había visto en alguna parte de su ser ese pueblo color tierra. Quizás esa impresión se debía a que había leído con disciplina y fervor toda la información disponible sobre San Pedro Ocumicho; por brevedad, Ocumicho.

Este pueblo, que no tiene más de cinco mil habitantes y se encuentra a una altitud de 2,110 metros sobre el nivel del mar (sobre el nivel del mal, leyó Adrián), está dividido en el barrio de arriba y el barrio de abajo. Su clima es templado, con dos estaciones, la de lluvias y la de secas. Dícese que Ocumicho significa tierra de muchas tuzas y en la mitología tarasca es una de las tres regiones de los muertos. Adrián subrayó esta última frase en su cuaderno de tapas azules, que se guardó en el bolsillo. Jan filmó el fondo de la calle, en particular la cruz de madera, con sus brazos parados hacia arriba. Al pie de la cruz, una gallina negra se le quedó mirando.

Rutilia Martínez, la mujer de pelo negro con blusa blanca de encaje, falda con flores bordadas, raya partiendo sus trenzas a la manera indígena y grandes aretes imitación oro, no les quitaba la vista de encima a esos dos extranjeros de edad madura. Cuando acabaron de atravesar la larga calle, sin alcantarillado pero con árboles y postes de luz a ambos lados, Rutilia los introdujo a su casa de madera. En la fachada un letrero: Taller Fantástico de la Familia Martínez.

En la cocina estaba un brasero de barro con una olla en la que se calentaba un puchero de carne de res. En torno de una mesa, sillas bajas. Sobre la mesa, calabazas, coles, chiles y tortillas de maíz azul.

Los visitantes fueron conducidos a un cuarto de madera que contenía tablas, petates, botellas de refrescos de colores, moldes de piedra, utensilios y botes de pintura. Era el taller fantástico de la familia Martínez. El humo que exhalaba el horno de leña había oscurecido las paredes y el techo. En el piso de ese infierno doméstico, docenas de diablos de barro estaban cocidos o se cocían, en diferentes estados de formación. Algunos eran una masa informe donde apenas se precisaban piernas, brazos, ojos, cuernos y colas retorcidas. La luz entraba por un agujero del techo como una columna dorada.

—¿Hay algún varón en la familia? —preguntó Adrián a dos mujeres que se encontraban allí, Guadalupe Macedonio de Martínez, madre de Rutilia, y Albina Nicolás, su prima y amiga. Rutilia y Albina tendrían treinta años.

—Mi hermano Luis. Se fue a California. Hará quince años que se fue.

—¿Cómo es él?

—Le parecerá extraño, pero olvidé su cara.

—La señora Rutilia en medio, por favor —Jan colocó la cámara delante de las alfareras.

—¿Cómo empezó la tradición de hacer diablos en Ocumicho? ¿Siguen una técnica especial? —Adrián, micrófono en mano, comenzó la entrevista.

—Una pregunta a la vez.

—¿Cómo hacen los diablos?

—Para hacer los diablitos nosotras las artesanas de Ocumicho utilizamos una tierra chiclosa. La traemos de Echerhi p’itakuarhu, un lugar a dos kilómetros de aquí.

—¿Cómo transportan la tierra?

—En costales, en burro o en carro. La secamos cinco días en el patio.

—¿Luego?

—Modelamos los diablos y los pintamos de rojo, azul, verde y amarillo, con pintura de anilina. Nos lleva un día hacer una figura.

—¿Quién empezó a hacer diablos en Ocumicho? ¿Quién trajo al pueblo esa costumbre?

—Antes aquí se curtía el cuero para producir huaraches, mas por la Revolución de 1910 dejamos de trabajar ese material —el español de Lupe Macedonio tenía acento purépecha—. Hacia 1950 apareció en Ocumicho un tal Vicente Marcelino Mulato, un joven que se vestía de mujer, tenía pelo largo de mujer y se meneaba como mujer. Era joto y vivía solo. En la calle andaba solo y lavaba, planchaba y cocinaba solo. Echaba sus propias tortillas y le gustaba salir de maringuilla en las danzas, con una máscara de vieja hecha por el maestro mascarero Ramón Tostón.

—Por ese tiempo empezó a formar en su horno de leña ermitaños, bailarinas y Cristos, lagartijas, víboras, lobos, conejos, tecolotes e iguanas con cara de mujer. También hacía animales de dos cabezas devorando niños. Vendía sus piezas bien —Albina Nicolás prendió un cigarro—. Hasta que, obsesionado con los demonios de nuestros antepasados, un día hizo figuras de diablos pintados y barnizados con una técnica nueva, diferente a la que se usaba en la región.

—Para esto, una tarde él y Ramón Tostón hallaron en un campo de rastrojo quemado una piedra que tenía el glifo de un dios prehispánico. Ese dios era el demonio con cuernos, así como lo vemos en las iglesias.

—Por esa época llegó a Ocumicho un hombre cuarentón con tetas al que le fascinaban los chiquillos, especialmente los huérfanos. Era un turco de Gallípoli y hablaba raro el español. Este hombre se hospedó en casa de Marcelino Vicente Mulato con sus baúles llenos de vestiduras, copas de oro y otras mercadurías antiguas. Una noche le enseñó a Marcelino una estampa del diablo y le pidió que se la reprodujera en figura de barro.

—Marcelino Vicente Mulato la hizo tan bien que el turco se puso muy contento. Cuando el hombre se fue de aquí, Marcelino enseñó a su amigo Emilio Felipe Corazón a moldear diablos.

—Marcelino y Emilio no sabían español y mercadeaban sus artesanías en Paracho y Zacán, hasta que se encontraron con Teodoro Martínez Benito, que hablaba un poco de castilla. Y lo iniciaron en la costumbre de los diablos.

—Los tres se fueron a Pátzcuaro a ofrecer sus artesanías a los turistas. El que más les compraba era un Agustín López El Satánico, anticuario de Morelia. Este hombre, sabiendo que había mucha demanda de “Ocumichos”, acumulaba las obras de Vicente Marcelino Mulato.

—Agustín López había visto las artesanías del llamado Joven en Patamban, en la feria de los jueves. Si en verdad ustedes quieren conocer las piezas más malosas de Vicente Marcelino deben buscar en Morelia al anticuario López, en la calle de Leona Vicario.

—Hay muchas historias sobre el Joven, mas nadie en el pueblo quiere hablar de él. Se cree que entraba en el cuerpo de los perros y se metía en los troncos de los árboles, y que antes de venir a Ocumicho había sido seminarista, pero se le negó la ordenación por estar castrado —Rutilia entrecruzó las manos sobre su regazo.

—Jamás daba la espalda, dizque por miedo a que lo atacaran por atrás. Al salir de un lugar lo hacía de frente —doña Lupe escudriñó los ojos de Adrián.

—Sus pesadillas eran horribles: con los ojos, abiertos o cerrados, veía figuras espantosas. Tenía miedo de ser raptado y conducido a la región donde nacen las pesadillas, y decía que los verdaderos dueños de este pueblo eran los diablos —Albina Nicolás envolvió la mano, que le temblaba un poco, en el rebozo azul marino con rayas blancas—. He vivido aquí toda mi vida y creo que hay ciertas horas de la noche, antes del alba, cuando los diablos se juntan afuera de la iglesia para conferenciar o hacer fiestas. Entonces los perros ladran y las calles se llenan de alaridos y ruidos de cadenas. Algunos vecinos no me creen y dicen que estoy soñando. No todos oyen y no todos sueñan como yo.

—Él fanfarroneaba que no había nacido en esta tierra, sino que lo habían aventado a ella. “Joven Marcelino Vicente Mulato”, así se nos presentaba.

—Los diablos no se ven de día, se levantan al anochecer. Algunos son tan rijosos que no tienen ya fuerzas ni pelo —Albina Nicolás indicó con la mano hacia la puerta, como si éstos se encontraran en el otro cuarto.

—El Joven perdía tanto el juicio en las parrandas que para comprar más cerveza y charanda llegaba a vender sus moldes. Entonces se ponía cachondo, cabrón, y atacaba a los niños.

—Hay noches en que no puedo pegar los ojos. En las paredes hay ojos que me están mirando.

—Un domingo que andaba deprimido, se fue de aquí de mañana. Unos dicen que desde entonces vaga por la Meseta Tarasca. Otros, que jaló para Morelia. Ya no se le ha visto —Rutilia miró a la puerta como si el Joven pudiera estar allí.

—Marcelino Vicente Mulato era una de esas criaturas maldosas que podía ver a través de la cabeza de una lo que está pensando. Una vez me dijo: “Perder el poder de la vista es perderlo todo.”

—¿Han vuelto a encontrarlo?

—Nadie se ha topado con él, porque lo cosieron a puñaladas. Entró a una cantina vestido de mujer y ese fue su fin. Hubo pleito de borrachos, trancazos, tranchetes.

—El difunto tendría treinta y cinco años —doña Lupe miró a Jan calculándole la edad, para ver si tenía la misma del difunto.

—Una noche, antes de que lo mataran, con cara de loco, chilló: “¿Sabes una cosa Albina? Esos diablos que he formado viven conmigo, animados por una fuerza invisible cada noche me chupan la sangre, el semen, las emociones.” Se despidió de mí y se fue caminando bajo el aguacero, como si la lluvia no lo mojara. También los diablos se echaron a Emilio Felipe Corazón. Agonizó seis horas después. Un perro negro le desgarró el cuerpo.

—“No le des importancia a las rarezas que masculla ese desequilibrado”, traté de calmarme —las pupilas de Albina Nicolás triplicaron la llama al prender un cigarro.

—Mi padre, mi querido padre Teodoro Martínez Benito, apareció asesinado en una carretera —la voz de Rutilia se quebró, como si el homicidio hubiera sido ayer—. Nadie sabe qué andaba haciendo en tierra caliente. A lo mejor había ido a comprar oro a Huetamo. O sandías a Nueva Italia. Por esa parte de Michoacán la gente es malora, desde los catorce años los chamacos cargan pistola y a la menor provocación disparan. Mi padre no era hombre de pleitos, más bien de conciliación, pero lo mismo lo mataron.

—Tu padre no murió baleado, le perforaron la barriga con una aguja de arriero, de esas que usan para coser costales. Ahorita vengo —doña Lupe abandonó el taller y entró a la cocina para apagar algo que tenía en la lumbre. Olía a quemado.

Los ojos de Rutilia y Albina Nicolás la acompañaron hasta la puerta y esperaron su regreso. Los de los extranjeros se encontraron. Doña Lupe regresó con una jarra y tazas de barro. La charola de lámina era cortesía de una compañía cervecera.

La vieja mujer les ofreció té de nurite, la hoja de un arbusto de monte. Lo endulzó con cucharadas de miel de abeja hasta hacerlo bien empalagoso.

—Después del crimen, Pedro Paz, el metiche del pueblo, andaba preguntando: “¿Aquí es el lugar donde enterraron al diablo? ¿Allá hacía sus oficios Marcelino Vicente Mulato?” Hasta que en una borrachera a él también le dieron de puñaladas —doña Lupe virtió té en las tazas.

—Por eso los hombres del pueblo no quieren hacer diablos, solamente las mujeres los hacemos —reveló Albina Nicolás.

—Antes de su muerte, Vicente Marcelino Mulato enseñó a las mujeres a hacer diablos, pues lo consideraba trabajo de mujer. A partir de entonces los labramos. Pero antes de hacerlos los soñamos. Y como los vemos en sueños los formamos. Mas ninguno de los nuestros se compara con los diablos que hacía el Joven, esos sí parecían vivos.

—En otras partes del país los diablos provocan desastres naturales, hambrunas, miserias, violencias y enfermedades, aquí no.

—Aquí los hacemos horrorosos para que al verlos la gente se incline a amar más a Dios.

—Nos cuesta trabajo dar forma a algo que no tiene forma.

—Una vez vendido, cada comprador es responsable de su diablo y del mal que le resulte.

—Las alfareras de Ocumicho enroscamos culebras en el cuerpo de los diablos. Así, de origen, los matamos. O exteriorizamos su lujuria.

—Una noche que estaba vestido de dama y muy borracho, Vicente Marcelino Mulato predijo que en el Día del Juicio todos los diablos de barro de Ocumicho serían destruidos. Con palabras de un tal Cándido aseguró que la naturaleza del diablo era totalmente mala y que como tal era incapaz de salvarse a sí mismo.

—Más discreción, mamá, qué tal si el Joven te está oyendo. Supón que no está muerto, que nada más pretende estar muerto y cualquier noche se te aparece al pie de la cama —se preocupó Rutilia.

—Cambiando de tema, quiero que me digan ¿cómo empezaron a hacer diablos eróticos? —preguntó Adrián.

—Jorge Batalla, un francés, un día vino a Ocumicho con unas revistas pornográficas y nos pidió que le reprodujéramos las escenas con diablos y con animales en lugar de hombres y de mujeres fornicando. Eran de a tiro groseras, pero se las hicimos.

—Después que se fue el francés Jorge Batalla hicimos diablos homosexuales para un escritor gringo cuya familia fabricaba máquinas de escribir. Se presentó en el pueblo de incógnito, porque había matado a su mujer años antes —Albina Nicolás encendió otro cigarrillo con la colilla.

—Los hombres de la Cañada se niegan a comprar “las tapadas”, las artesanías eróticas las hacemos para los de afuera.

—A nosotros sí nos interesan esas artesanías. También los diablos. Queremos comprarlas para nuestra colección y para la película que estamos filmando —Jan se levantó de la silla. Este flamenco patudo y flaco, de facciones pálidas como si lo hubieran descremado, con sus gafas de profesor serio, causaba en las mujeres una impresión favorable.

—Vengan, les mostraré el surtido del taller —doña Lupe sacó lumbre con un papel. Prendió el puro con la llama.

Adrián y Jan al escoger las piezas trataron de llevarse las más originales y las de acabado más fino. Adrián escribió: En este paisaje de diablos hay unos en forma de serpiente, alacrán, perro, lobo o chivo, con anchas fosas nasales y garras feroces; otros son grotescos, con algo de pícaro en el gesto. Todos están pintados con colores llamativos. Cada pedazo de barro, cada centímetro de pintura y barniz manifiestan una intención en la escena representada. Mas las criaturas conocidas como diablos no tienen alma, aunque llamados inmortales son de un material quebradizo; aunque aparentemente sagaces reflejan una estupidez inaudita; satisfechos de su maldad están totalmente vacíos. La cola les da la vuelta al cuerpo como una cadena de joyas falsas. Los cuernos son color rojo, verde o negro. La lengua flamea entre sus fauces abiertas como un chile de fuego. En la base de una pieza, que las mujeres juran es obra de Vicente Marcelino Mulato, están escritas las palabras: “Soy VMM, rey de los alfareros. Mirame i tiembla. Nunca te olvidarás de mí”.

Rutilia hizo mutis para reaparecer con una bandeja llena de fruta partida a la mitad. Una sandía. Como la que comen Jesús y los apóstoles, incluso Judas, en las representaciones de la Última Cena de Ocumicho.

—Aquí no hay sandía, la traemos de tierra caliente para las bodas y las fiestas —dijo ella.

—Aquí comparamos la buena sandía con la buena mujer: tiene lo verde por fuera, lo blanco en medio y lo colorado por dentro —Albina Nicolás pisoteó en el piso la colilla humeante.

—No por nada Albina es la más tremenda hacedora de diablos eróticos de la región —se rio Rutilia—. Les transmite su calentura.

—¿Como cuáles? —Adrián hundió los dientes en la pulpa acuosa y escupió las semillas negras en su mano.

—Ah, ese es mi secreto —Albina Nicolás encendió otro cigarrillo.

Adrián percibió en su cuerpo forrado de telas atisbos de sensualidad, posibilidades sexuales. No se le había ocurrido antes que estaba sexuada. Ella a su vez vislumbró las capacidades viriles de ese individuo de frente ancha y grandes orejas, labios gruesos, pelo lacio y ojos saltones encerrados detrás de gruesas vitrinas. Tenía hombros caídos bajo el saco negro y llevaba la camisa de rayas sin corbata. Para ser sinceros, le atrajo poco. Le provocaba más Jan, rollizo y sanguíneo.

—¿Es su hijo? —le preguntó a Adrián.

—Somos casi contempóraneos.

—¿Podríamos pasar la noche en Ocumicho? ¿Hay algún lugar que recomienden? —preguntó Jan, finiquitando la transacción comercial de las figuras de barro con un manojo de billetes que contó dos veces, concienzudamente.

—Aquí no pueden pasar la noche —Albina se ruborizó.

—Quiero decir, en el pueblo.

—Aquí no hay mesones ni fondas —Rutilia acabó de envolver las figuras de barro con hojas de papel periódico. Amarró los envoltorios con mecates.

—¿Entonces?

—Los acompaño a la salida.

Antes de despedirse, por la cocina, Adrián descubrió sus facciones en el espejo que Albina Nicolás llevaba en una mano. Los dientes de ella, en amplia sonrisa, lucieron blanquísimos. En cambio, a Adrián le costó trabajo asimilar las arrugas de su propio rostro, la incipiente calvicie, la piel manchada, los ojos cegatones.

“No cabe duda de que cada ser vive ignorado por los otros, pero cuando uno se ignora a sí mismo la muerte anda cerca”, se dijo con una expresión tan siniestra que Jan no pudo evitar preguntarle:

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—Los monos lo miraron feo —Albina Nicolás señaló los diablos, que lo observaban con ojos saltones, como los suyos.

Adrián salió a la calle. No le había caído bien el comentario de la alfarera. Afuera, Jan se dio cuenta que una niña de ojos negros desde la puerta de su casa asomaba la cabeza para espiarlos. No había ningún hombre en la calle, sólo animales: un burro, un caballo, un borrego, un puerco, un guajolote, un perro amarillo, la gallina negra. Adrián le dijo a Jan:

—Fílmalos.

Pero Jan prefirió filmar la iglesia del siglo XVI, con su torre nueva, su atrio adornado por dos árboles centenarios, y su cruz de piedra; sacó también la orografía fantástica que conformaban los tres cerros del lugar: El San Ignacio, El Huacal y La Silla.

Leí que en Ocumicho sus habitantes creen que el “miringua” pierde a la gente en el malpaís, el lugar donde las víboras tienen alas, corre el pájaro “corcobi” y canta melancólicamente el tecolote, y donde se refugia el diablo. Anotó Adrián en su cuaderno. También se dice que aquí, bajo tierra, se encuentra el mundo de los muertos llamado en tarasco cumiechúquaro, lugar de las tuzas, y el dios de este Mictlán es Ucumu o Cumu, la tuza.

Mientras deliberaban tronó un camión de pasajeros que partía hacia Tangancícuaro. Mas antes de irse tuvieron que esperar a que pasara un entierro. Por la calle que separa los barrios de San Pedro y de San Pablo, el de arriba y el de abajo, vinieron hombres a caballo, en burro y a pie. Cuatro indígenas flacos cargaban un tablón con un pequeño cuerpo vestido de blanco y calzado con sandalias de cartón forradas con papel dorado. En la mano, una vara de nardos. Dos niñas de blanco, con alas de ángel, los seguían. Atrás aparecieron un perro amarillo y una banda de músicos ciegos.

2

Para salir de Ocumicho, Jan y Adrián no cogieron la desviación hacia la carretera número 15, que llevaba a Zamora, sino se fueron por el camino de terracería a Cocucho. De allá a Charapan. Cuando llegaron a Angahuan, la tarde parecía levantarse de la ceniza de los caminos. Ese pueblo purépecha era la puerta al Paricutín, el volcán que desde 1943 reposaba en la arquitectura de las piedras negras que él mismo había aventado cuando escupiendo llamas emergió de una milpa.

La coloración cenicienta duró poco, porque al adentrarse en la Meseta Tarasca el cielo adquirió las tonalidades rojizas de la tierra que rodeaba la carretera Uruapan-Tingambato-Pátzcuaro. “Tierra roja como las nalgas de una mujer exhibida en una vidriera de Amsterdam”, pensó Adrián.

Jan tenía miedo de que un cambio de velocidad o en una curva forzada pudieran accidentarse, o que las figuras de Ocumicho perdieran su integridad, pues estaban envueltas en papel periódico. Por eso conducía con precaución exasperante. De pie entre las figuras y atado con cordones que parecían cadenas se tambaleaba un diablo de danza comprado en San Andrés. Adrián vigilaba sus alas y sus ropas rojas, y la mano en la que esgrimía una espada.

En la burbuja metálica del automóvil, preguntas y respuestas, respuestas sin preguntas, pasaban de uno a otro. Ninguno de los dos había dudado antes de la sinceridad de su compañero. Cada uno, a su manera, se sentía reconfortado por la proximidad del otro, ya que no sólo se comprendían en los diálogos, sino también en los silencios, en los ensimismamientos.

Desde hacía una semana, por una ocurrencia de Verloop, para el documental que realizaban para la TV holandesa sobre los diablos de Ocumicho ambos se habían propuesto visitar los pueblos que comenzaran con la letra T. Al pronunciar sus nombres con rapidez jugaron convirtiéndolos en trabalenguas: Tangamandapio, Tanhuato, Tarímbaro, Tingambato, Tancítaro, Tangancícuaro, Tzintzuntzan, Tzaráracua, Tzitzio, Tumbiscatio, Tinguindín, Tiripitío. Adrián escogió las localidades que empezaban con P: Paracho, Parácuaro, Patambam, Pátzcuaro, Purenciécuaro, mas por la dificultad de acceder a ellos abandonaron el propósito de visitarlos.

En bolsas de mano colocadas entre los asientos, los amigos guardaban lociones para el sol, repelentes de mosquitos, aspirinas, suero antialacránico y el mapa de Michoacán de la Serie Patria. Por su parte, Jan viajaba con un maletín negro, como de médico, en el que transportaba papel higiénico europeo, pues el papel local era muy áspero para su trasero. Hacía ocho años, en Hilversum, Adrián Verloop había escuchado por primera vez de labios de un pintor holandés la palabra Ocumicho y desde entonces el nombre de ese lugar había sonado frecuentemente en su imaginación. Así que cuando surgió la posibilidad de hacer un programa de televisión sobre el arte fantástico de esa parte del mundo, él fue el primero en apuntarse para realizar el proyecto. Ahora, saltando aquí y allá a causa de los baches y de los topes en el pavimento, recibiendo los humos y los ruidos de un camión de carga delante de ellos, cogieron hacia Morelia y dejaron atrás tanto las cuestas bordeadas de pinos y de barrancas como los pueblos partidos en dos por la carretera. En las paredes de algunas casas trepaban bugambilias intensamente rojas, ebrias de color. El aire olía a pájaro de alas secas. Querían llegar antes del anochecer, pero por temor a accidentarse Jan conducía con lentitud extrema, peinando con los ojos los señalamientos: MAXIMA 60. CONSERVE SU DERECHA. SOLO IZQUIERDA. DOBLE CIRCULACION. NO REBASE. CEDA EL PASO.

Como los cerros de tierra roja se tornaban más sanguinolentos a medida que avanzaba la tarde, Adrián Verloop no abandonaba ni un momento su cuaderno de notas, embriagado por la riqueza visual del presente inacabable que se desenvolvía delante de sus ojos. Aun cuando cerraba los párpados, sin dormir, su mente no quería perderse ninguna de las imágenes del paisaje, estable y fugaz al mismo tiempo. El paraíso sobre la tierra estaba allí y él se encontraba en la permanencia del instante.

—Ignoraba que el purépecha es una lengua hablada por más de doscientas mil personas —Jan van der Leyden trató de coger la curva lo mejor que pudo, arrojando la ceniza del cigarrillo por la ventana—. Sus palabras han dado nombre a lugares, lagos, montañas y pueblos de la región.

—No te lo había dicho, pero mi madre era tan negligente que cuando yo nací ella andaba esquiando en Río de Janeiro —bromeó Adrián.

—La mía estaba bailando rumba en Los Alpes.

Ese fue el último intercambio verbal entre Adrián Verloop y Jan van der Leyden durante el viaje. Eran dos viejos amigos que podían estar reunidos horas y días enteros excluyendo el diálogo, sin que ninguno se ofendiera. Mas en un momento de mal humor, Adrián había escrito en su cuadernillo de notas: Esta maldición nuestra de estar todo el tiempo juntos sin tener nada qué decirnos. Jan aseguraba que los habían hecho amigos el aburrimiento de los viajes de avión y la mediocridad de los restaurantes y de los hoteles que tenían que frecuentar. Desde que viajaban por México se habían acostumbrado a compartir recámara y baño, pero con las camas debidamente separadas y cada quien con su champú, su pasta y su cepillo de dientes y su toalla.

Después de una curva, la ciudad de Morelia apareció bajo un manto blancuzco; en su centro, la catedral de torres rosas. En eso, dos camiones de pasajeros trataron de rebasarlos, uno por la derecha y otro por la izquierda. Presintiendo un choque inminente, Adrián cerró los ojos y se preparó para lo peor. Nada ocurrió, los camiones continuaron su carrera, persiguiéndose uno a otro.

Entraron a Morelia por una calle con talleres al aire libre y tiendas de abarrotes con fachadas amarillo chillón. Un fuerte olor a cloaca invadía la capital del estado. En algunas paredes se aferraban bugambilias polvorientas y en las banquetas sobrevivían árboles sedientos. Jan se quitó los lentes de sol. Siguiendo el libramiento desembocaron en Avenida Madero Poniente. Se detuvieron delante de un edificio de cantera rosa, el Mesón de la Soledad.

—¿Tiene habitaciones? —preguntó Jan.

—¿Reservaron? —la recepcionista, una mujer menuda de unos veinte años con suéter azul marino, examinó sus ropas.

—Todas están desocupadas —el mozo se apoderó de sus maletas antes de que les hubieran dado el número de cuarto.

—El treinta y dos —la mujer, con una sonrisa que fue puros dientes, les entregó una llave.

Jan alcanzó al mozo debajo de un arco del que colgaban bugambilias. Recargado en el barandal de herrería del primer piso, Adrián observó el patio. A semejanza del jardín donde se hallaban las estatuas de terracota que evocaban las estaciones en el Hotel Las Delicias, en Adrogué, visitado en su juventud por Jorge Luis Borges, el Mesón de la Soledad tenía esculturas que representaban el Invierno decapitado, el Otoño sin senos, el Verano sin brazos y la Primavera sin nariz. La habitación olía a cera untada en el piso. Una cortina, corrida por Jan, descubrió un muro de cantera rosa. No tenía ventanas. Ni vista.

Los viejos retratos de monjes y monjas colgados en los muros perturbaron a Adrián y pidió a la recepción que los retiraran. Y en su presencia, no fuera a ser que al retornar de la calle se encontrara con la desagradable sorpresa de que todavía estaban allí esos personajes de expresión siniestra.

—Parecen vampiros pintados por Vicente Marcelino Mulato. De esas camadas religiosas habrán salido los Dráculas y las Carminas en esta parte del mundo —explicó a un Jan indiferente.

Mas al descolgar el mozo las pinturas de los muros, hubo otra vista que lo perturbó más aún: un alacrán ambarino, del color de su pelo, lo miraba inmóvil, descabezado.

El arácnido pulmonado duró poco allí. Con inaudita destreza el mozo lo embarró con un golpe de mano que sonó como bofetada a la pared.

Jan vació en el lavabo dos botellas de agua potable que estaban sobre una mesa y se restregó la cara con tal ímpetu que dio la impresión de querer lavarse de los ojos el recuerdo del alacrán.

—En la tina de baño hay otro —emergió del cuarto con manifiesta repulsión.

—Andan en parejas —tranquilamente el mozo lo mató con un golpe de toalla. Como souvenir recogió el alacrán con todo y uña venenosa, y lo guardó en el bolsillo de su bata azul.

—¿Por qué lo guarda?

—Llevo ciento dos.

—Estoy acostumbrado a hallar cucarachas en un cuarto de hotel, pero no alacranes.

—Gracias —Adrián despidió al mozo con cuadros y alacranes y respiró el olor a cera del piso, sin ocultar su molestia por los objetos de iglesia adornando la pieza. Qué atmósfera sofocante. No había imaginado que iba a pasar la noche en un ambiente eclesiástico, él, que en su adolescencia había salido huyendo de la escuela de maristas en la que su madre lo había metido. Al reparar en la lámpara amarillenta que colgaba del techo tuvo el impulso de romperla golpeándola con uno de los diablos de Ocumicho. Lo disuadió la fragilidad de la figura de Cristo, a la mesa con sus doce apóstoles barbones comiendo sandía en la Última Cena.

Jan dejó la puerta abierta, como si en cualquier momento fuera a salir corriendo. ¿Hacia dónde y por qué? No sabía. Su única certeza era que detestaba los hoteles. Después de haber habitado cientos de cuartos su conclusión era que cada uno es desagradable a su manera.

—Busquemos dónde comer, me como a mí mismo —balbuceó.

—Antes quisiera encontrar a Agustín López —Adrián se estaba cambiando de ropa.

—Si no vive en el otro extremo de la ciudad.

—¿Estás fatigado? —Adrián sacó de su equipaje una botella de vino que había comprado en el aeropuerto. Pediría que se la abrieran en el restaurante.

—Un poco.

—Para la calle de Leona Vicario, ¿necesitamos taxi? —preguntó Adrián a la recepcionista.

—Pueden irse andando. Se van por la izquierda todo derecho, tuercen a la derecha todo derecho, siguen por la izquierda todo derecho y están allí todo derecho —la mujer apenas alzó la vista de su periódico y apretó los labios para no mostrar los dientes.

—Espero que llegue antes que yo, es para mi hijo —Adrián le entregó una tarjeta postal.

La recepcionista la recibió con dedos con uñas tan largas que parecían iban a rompérsele.

—Hungry: angry —masculló Jan.

Al salir a la calle se toparon con un mendigo ciego que estaba sentado en un escalón de Funerales Bravo. Los ojos vagos fijos en el cielo.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Adrián.

—Daniel Amarillo, soy oaxaco, vine a hacer sombrero.

—¿Qué es eso?

—De nueve de la mañana hasta anochece paso el día sombrero en mano. Tengo mujé y cuatro hijo en rancho. Me han dado nada, nada.

—¿A qué te dedicas en el rancho?

—Sembraba maíz.

—¿Dónde pasas la noche?

—En una bodega por el aeropuerto, duermo sobre cartones.

Adrián le puso la botella de vino en la mano abierta. El mendigo ciego la sintió entre los dedos y abrió desmesuradamente los ojos. Adrián sonrió:

—Soy Jesucristo, hago milagros, he devuelto la vista a un ciego.

3

El 6 de junio de 1986 fue el último día en este mundo del anticuario Agustín López. De acuerdo a los informes médicos, el experto en joyas coloniales sobrevivió hasta el alba del 7 en penosa agonía. Según el Ministerio Público, murió a las 12:12 horas, doble 6 en cada instancia, víctima de las 66 puñaladas que le asestaron 6 atracadores en su negocio. El motivo fue el robo: 6 relojes, 6 anillos, 6 monedas antiguas. La selección de los ladrones en esa casa repleta de tesoros fue supersticiosa, pues dejaron atrás objetos más valiosos, llevándose solamente lo que podían ocultar en los bolsillos. El Ministerio Público no mencionaba que la residencia fue saqueada de nuevo, pero ahora por los policías encargados de custodiarla.

Ignorantes de esos sucesos, Jan y Adrián se fueron por los portales rumbo a la calle Leona Vicario, donde se encontraba la residencia de Agustín López.

En una esquina sin nombre, mientras esperaban el cambio de luz del semáforo, Adrián se distrajo mirando los artículos en la vitrina de una tienda de deportes: un balón de futbol, un bat y una pelota de beisbol, una barra de pesas, botas de alpinismo y un casco protector para montaña. En el centro del aparador, fuera de lugar, descubrió una aguja de arriero para coser costales.

“La vejez se define tanto por el conocimiento de aquello que nunca seremos (un dentista, un detective, un jugador de polo, un ingeniero agrónomo, un policía, un cantante de ópera) como por las cosas que jamás necesitaremos (un guante de beisbol, unas botas para patinar en el hielo, un coche de carreras)”, pensó Adrián, doblando en una calle que parecía un arroyo de ruido por la cantidad de talleres mecánicos en actividad. Pronto se encontraron delante de una casa con puerta de madera y ventanas enrejadas.

—¿A quién buscan? —les preguntó una vieja, la vecina.

—La tienda de antigüedades.

—El timbre no funciona. No hay luz.

—Oh, el señor Agustín falleció. Hace dos meses lo mataron.

—¿Quién lo mató? —se asombró Jan, como si el señor López fuera su conocido.

—El señor Agustín salía de noche. Levantaba muchachos en la calle. O en el cine, donde fuera, qué se yo.

—¿El negocio está clausurado?

—Al principio unos policías cuidaron la casa, pero el Ayuntamiento los retiró, porque tenía que cuidarlos a ellos. El señor murió intestado y al gobierno le toca un tanto por ciento de la propiedad. Si quieren pasar a mi sala les contaré unas anécdotas del señor López.

—Gracias, otro día.

—Me preocupan los gatos. Tenía seis. Las primeras noches maullaron. Después no sé qué pasó con ellos, si los recogieron los policías o quién. Alguien dijo que el de la farmacia les daba de comer. Ya no se oyen. Pero no se vayan, allí vive un sobrino suyo, un pariente lejano, de esos que aparecen cuando la gente muere. Al enterarse del crimen se vino de Tijuana a reclamar la herencia. Él puede abrirles, si tocan fuerte.

—¿Quién llama? —el sobrino apareció en la puerta, en mangas de camisa, con una lámpara de baterías en una mano y un revólver en la otra. Por su aliento alcohólico Jan y Adrián percibieron que había bebido y por los pelos parados que recién se levantaba de la cama.

—Unos periodistas holandeses.

—¿Qué quieren? —en su rostro lívido brillaron sus ojillos asustados, negros como arañas capulinas.

—Buscamos al señor Agustín López.

—Ya falleció. Yo soy su sobrino Alfredo. ¿Qué se les ofrece? Si gustan pasar.

—Fíjense si están los gatos —clamó la vecina.

Adrián y Jan estrecharon la mano helada del sobrino y entraron a una habitación oscura. Estaba repleta de muebles y objetos antiguos, de flores marchitas y de medicamentos caducos. Las curiosidades no sólo estaban en el suelo, sino amontonadas contra los muros, tapaban las ventanas que daban a la calle y las puertas al patio.

—Nos interesan las artesanías de Vicente Marcelino Mulato.

—¿Qué artesanías?

—Esas que coleccionaba el señor López.

—No sé de qué me está hablando. El difunto tenía tantas cosas que es necesario que las busquemos juntos. Hay diecisiete cuartos en la casa. Venga conmigo —el hombre se paró delante de un cuadro; examinó por unos momentos la escena urbana—. No está tan vacía esa calle, si ustedes la miran bien hay una silueta mirando hacia la derecha. Ese hombre vestido de negro, medio siniestro, es mi tío.

—Buscamos diablos de Ocumicho.

—No sé si tenga, el cabrón vendió en vida lo de más valor o dejó que sus amigos de ocasión se lo robaran. De dinero hallé tres mil pesos, una nada.

—Nos interesan las obras de ese artesano, por su originalidad y rareza.

—Encontré una caja con pesos de plata 0.720 y cuatro botes dulceros con pesetas, las moneditas de veinticinco centavos. Insignificancias —Alfredo, molesto por la pequeñez de su tío, se fue aluzando el laberinto de escritorios, percheros, roperos y mesas, en los que había bastones, cojines, lámparas, paraguas, muñecas, máscaras, tableros de ajedrez. Cómodas y vitrinas mostraban en estantes de vidrio collares, cadenas, pulseras, polveras, aretes, broches, anillos, monedas, relojes, plumas fuente, lentes y tinteros de talla y material diversos; había también cuadros, espejos, santos y vírgenes de bulto, armas y armaduras, libreros con enciclopedias y libros de viajes y de cocina, fotografías y manuscritos. Los sillones, las sillas y los sofás estaban cubiertos por piezas de vajilla, sombreros y ropa de dama y caballero, pipas, naipes y tarjetas postales.

—Iba por el mundo comprando todo lo que podía: vestidos y mecedoras, muebles, instrumentos musicales, enseres rotos, joyas antiguas, cueros amarillentos, baratijas de todo tipo y procedencia. Era un fregón para adquirir antigüedades, se fijaba en los detalles más mínimos y conocía los precios del mercado internacional, transaba a todo el mundo. Nadie sabía más que él. Por desgracia era muy puto, le gustaba salir de noche y ligar niños de la calle, y hasta drogos y vagos —el sobrino meditó un momento—. ¿Qué le vamos a hacer?

—¿Tenía familia?

—Mejor le hubieran dado una puñalada en el pecho y ya. Pero no que así, hacerlo sufrir. ¿Y para qué perseguirlo de cuarto en cuarto picoteándolo? Lo imagino caminando hacia atrás, con los brazos y las manos ensangrentadas, los ojos grandotes de sorpresa, la boca babosa. En su desesperación tiró al suelo dos jarrones chinos y un reloj de pared. Grotescamente parecían bailar los cuchilleros y el acuchillado. Los cabrones lo hicieron sufrir, lo pusieron de rodillas, lo asustaron hasta la madre, le sacaron todo el dolor que pudieron. Pobre maricón. Se ensañaron con él.

—¿Se sabe quiénes fueron?

—Ni huella. A lo mejor los buscadores deben ser los buscados.

—¿Los encontrarán?

—México es un país mágico donde hay asesinados pero no hay asesinos.

A Adrián le llamó la atención una virgen de bulto. Alzó la tela azul para examinar el material de que estaba hecha. Debajo del vestido halló un nido de alacranes.

—Se la vendo, doscientos dólares —el sobrino golpeó el regazo de la virgen con un matamoscas. Levantó la tela, los alacranes estaban apachurrados.

—No estamos interesados en objetos de la Colonia.

—Esta casa es una alacranera, una tienda de veneno del diablo —Alfredo alcanzó con la mano la cigarrera sobre una mesa de cristal. Encendió el cigarrillo con filtro. El cerillo humeante cayó sobre un tapete raído. Lo aplastó con el zapato negro—. ¿Fuma?

—No, gracias.

—Cuando llegué de Tijuana la correspondencia estaba tirada en el piso, detrás de la puerta. Pedidos, cuentas, revistas, anuncios. Ninguna carta personal. Le dije al cartero: “Ya no me traiga el correo de ese señor, ese señor se murió hace dos meses.” Él alegó: “Mientras en los sobres venga el nombre del señor Agustín López y la dirección de Leona Vicario, lo seguiré trayendo.” No hubo manera de convencerlo, tendré que pegarle un susto.

—Mañana regresaremos —Adrián puso cara de harto, lo abrumaban tantos objetos inútiles.

—Mañana no trabajo.

—Ahora nos vamos.

—Me queda claro que usted apareció en la puerta sin cita y sin nada, por sus propios pies. Yo no fui a buscarlo al hotel para traerlo aquí.

En ese momento de suspenso Adrián y Jan no supieron si emprender la retirada o por cortesía seguir explorando el territorio hostil de esa casa. Alfredo, mal dormido, hacía un gran esfuerzo por mantenerse despierto. Les dijo:

—No puedo precisar en qué parte de la casa jugaba de niño, cuando mi madre me traía a Morelia y se hospedaba aquí. Los cuartos están irreconocibles por tantas chácharas. No sé dónde él me leyó un cuento y me tocó todo. Tal vez fue en el patio o en su recámara. Aún siento sus manos sobre mí, su respiración en mis orejas, el olor a sobaco y a sardina de su cuerpo, debajo de la ropa. Recuerdo la expresión idiota de mi madre, que me dejaba con él para irse al centro a ver aparadores.

Se oyó a un niño llorar. Alfredo corrió a la habitación contigua, pistola en mano. En el centro de la pieza estaba una cuna con ruedas. El mosquitero de gasa estaba cubierto de alacranes amarillos. En pie, con su babero, el pequeño se agarraba al tubo de plástico tratando de mantener el equilibrio. Sonríente, señalaba a los alacranes.

—¿Adónde chingaos andas, Teresa? —el cuerpo de Alfredo se crispó como si estuviera listo para saltar sobre alguien.

—Fui a la cocina, Alfredo —una mujer de rostro aniñado, con pantalones cortos y tobilleras blancas, vino mordisqueando una chuleta de puerco.

—Te dije que no lo dejaras solo.

—Tenía hambre.

—Mira.

—Ay, Dios mío. No lo vuelvo a dejar solo.

—Más te vale, pendeja.

—¿Los mato con las tijeras?

—Espera a que yo vuelva.

—Antes de acostarnos pondremos mosquiteros en las camas.

—Ahora no le quites el ojo de encima —Alfredo se acomodó la lámpara debajo del brazo y encendió otro cigarrillo. Un espejo de pared reflejó su rostro desencajado.

—Tengo sueño. Anoche tuve puras pesadillas.

—No cenes.

—Voy a dormir pésimo otra vez.

—No te sugestiones.

Con expresión incómoda, Adrián y Jan continuaron inspeccionando las cosas. De clientes potenciales se habían convertido en acompañantes involuntarios en la exploración de la casa. La mujer, atrás, tiró la chuleta a la basura. El bebé contemplaba fascinado los alacranes, cuyas patas estaban atrapadas en la gasa.

—¿Qué es eso? —Adrián descubrió un bicho clavado en una pared.

—Es el pez diablo. Mi tío era muy dado a esas necedades. Hay muchos en las paredes. Los colocó detrás de cuadros y de espejos, y debajo de los objetos más inofensivos. Aquí huele a diablo.

—Parece que heredará la casa.

—Y el fantasma.

—El contenido valdrá millones.

—Cuando sea rico, cambiaré de mujer.

—¿No le gusta la suya?

—Ya parió, ya me aburrió.

Al llegar al pie de una escalera de piedra, que llevaba al primer piso, a Adrián se le puso la carne de gallina.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Jan.

—Hijo de la chingada, parece que no estás muerto, pero estás bien muerto; debes de largarte de aquí, abandonar la casa, dejar de joder. Crees que estás dormido y es un sueño, pero no, te asesinaron por puto, por maricón, vete de aquí —el sobrino subió la escalera, pistola en mano, hablándole al tío.

Adrián subió detrás. La vista del interior lo dejó helado. Sobre la cama estaba el retrato de Agustín López, con corbata roja y traje azul claro, mirando con fijeza hacia la puerta.

—Hijo de la chingada, déjanos en paz —el sobrino apuntó al pecho del tío muerto.

El hombre del retrato no se inmutó, mirando con expresión perversa hacia la puerta, hacia los dos.

—¿Quieres ver el certificado de defunción?

En eso, Adrián descubrió en un rincón de la pieza una artesanía de Ocumicho tamaño humano. Era una estatua de barro vestida de rojo parada sobre una mesa cubierta con una sábana negra. La mesa servía de altar. Esa figura de la Santa Muerte era la obra maestra de Vicente Marcelino Mulato y la joya de la colección de Agustín López. No obstante que el Joven había combinado fantasía y realismo en su elaboración, a él le pareció bastante horrible y repulsiva. En torno a la figura, el anticuario había colocado veladoras en frascos de cristal rojo y negro. Las veladoras estaban apagadas.

—Voy a bajar —balbuceó Adrián. Pero apenas descendía empezó a dudar sobre las facciones del hombre del retrato. Si era calvo y si tenía bigote, si nariz respingada o chata, si orejas grandes o patillas teñidas de negro. Tampoco recordaba si Jan había subido con ellos (se había quedado abajo). La presencia de otros muebles en la habitación, aparte de la cama, era algo que se le había escapado. Lo único que le quedaba eran los ojos del asesinado.

—De acuerdo al peritaje médico, Agustín López vivió hasta pasada la medianoche. Empezaron a herirlo en el patio, entre unas cajas de cartón. A golpes de aguja de arriero lo subieron por la escalera, lo metieron a la recámara y lo remataron en la cama. En la almohada exhaló su último suspiro. Allí donde está el retrato falleció: los zapatos hacia acá, la cabeza para allá, la lámpara de mesa en el piso. Nadie supo cómo llegó un costal de hojas a la habitación y cuál fue el motivo. Un piquete de aguja le perforó un pulmón; otro, la fosa renal; el tercero, la espalda; el cuarto, el cuello. Después de revisarlo, un médico calculó cuántas puñaladas puede recibir un hombre en el cuerpo y seguir vivo.

—No quiero saber más.

—El cadáver ya apestaba cuando lo encontró Chuchita Chávez, la empleada doméstica. Dijo a la policía que cuando halló al occiso: “Estaba bien jodido, tieso y descompuesto, y miraba con unos ojos de loco que parecían salírsele de la cara.” Le tocó la muñeca por debajo de la manga y notó que estaba fría. De las narices le salían dos hilos de sangre. Había fallecido cuarenta horas antes.

—Le pido que no me dé detalles.

—No sé quién puso su retrato en la cama para espantarme, cuando llegué de Tijuana ya estaba allí. Seguramente un pinche policía —el sobrino no podía disimular su furia mezclada de miedo.

—Tenemos cita para cenar, es hora de irnos.

—En el piso la policía halló una caja de barbitúricos, una lata de Coca-Cola y un frasco de tranquilizante Nobritol. Alguien había ingerido pastillas.

—Estamos retrasados

—El móvil no fue el robo. En un bolsillo de la chaqueta Agustín tenía tres mil pesos en efectivo y dos tarjetas de crédito. El cadáver fue trasladado al forense para autopsia.

—Lo sentimos mucho, pero...

—Con placer los acompaño a la salida.

—Gracias, no se moleste.

—En realidad, creo que las figuras de ese artesano que ustedes buscan las vendió mi tío a un señor americano que vino de Tánger —Alfredo descendió la escalera con aparente calma, pistola en mano—. Vengan pasado mañana, quizás pueda hallarles alguna pieza. Si no las vendió todas, tengo una ligera noción de donde pudo haberlas escondido. Hay un cuarto tapiado al que debo romper los ladrillos para entrar.

—Gracias, pero mañana saldremos a la Ciudad de México. En la noche tomaremos el vuelo directo de KLM a Amsterdam —la voz de Adrián era tan queda que Jan apenas la oyó.

—Lo lamento.

—Nosotros también. Ya nos encontraremos de nuevo —Adrián se sintió obligado a pronunciar esas palabras hipócritas, tal vez para asegurarse de que iba a poder marcharse pronto de allí.

En eso tocaron a una puerta interior. Era la mujer, con el bebé en los brazos.

—Mira lo que le acabo de quitarle al niño del pecho —la mujer mostró un enorme alacrán—. Gracias a Dios lo vi a tiempo y lo tijeretié.

Adrián vio su reloj. Eran pasadas las diez.

—Adiós —en el zaguán de la casa estrechó la mano engarrotada de Alfredo.

Jan no se despidió, solamente miró en silencio a ese hombre parado en el umbral, en mangas de camisa, de rostro cenizoso y ojos desorbitados, sobando la cacha de su pistola. Alfredo estaba más exaltado que cuando llegaron, pues había llegado el momento de perder a sus acompañantes circunstanciales y de tener que pasar la noche con su mujer y su hijo en el nido de escorpiones que era esa casa sin luz eléctrica y sin agua, y con el espectro del tío maligno rondando en el cuarto de arriba.

4

Adrián y Jan llegaron a Los Comensales, un restaurante situado en una vieja casona de cantera rosa. Un portal típico rodeaba un patio interior de grandes arcos. Docenas de mesas con mantel blanco estaban vacías. En un segundo comedor vociferaba un televisor prendido. Para nadie. Plantas olorosas crecían en el patio. La noche olía a flor, a mole y a chocolate caliente. La voz de Agustín Lara animaba el establecimiento solitario:

Vende caro tu amor,

aventurera...

El dueño había acabado de cenar y leía el periódico. Afuera de la cocina, su mujer fumaba un cigarrillo. El mesero estaba parado a unos pasos. La cocinera, de espaldas, parecía una alquimista preparando un platillo mágico: el mole estilo Michoacán. Desvenaba chiles pasilla, chiles negros y chiles mulatos, tostaba cucharadas de ajonjolí y de semillas de chiles, freía tomates, cebollas, dientes de ajo, molía granos de almendra, pimientas gordas, pimientas chicas, clavos de olor, nueces, pasas y trozos de chocolate y gengibre. Frito todo, en una cazuela de barro lo movía con una cuchara de madera y arrojaba pedazos de gallina. Al ver que dudaban en la entrada, el dueño les hizo una seña con la mano. Todo el restaurante era suyo. Adrián y Jan optaron por sentarse en el patio, frente al jardincito, donde la noche era fresca y se veía la luna. El lugar era quieto, aparte de la música y del ruido ocasional de un coche.

—Hay cocina michoacana. O la que ustedes gusten, caballeros. Soy Claudio —el dueño se acercó para atenderlos, el periódico debajo del brazo, un lápiz en la oreja.

—¿A qué hora cierran?

—Hasta que terminen de cenar los clientes.

—¿Podemos ver la carta?

—A ver Cuco, ve a atenderlos, antes de que se te quemen las nalgas por tanto estar huevoneando en el comal —Claudio mandó al mesero.

—Dos tequilas dobles y dos cervezas heladas —pidió Adrián.

—¿Les mandamos agua de lima?

—No, sólo tequilas y cervezas.

—¿Les preparamos unos charalitos, unas corundas de maíz tierno, unos pescados blancos de Pátzcuaro? ¿O se les antojan enchiladas placeras?

—Déjenos ver la carta.

—Aquí encontrarán una cocina refinada. Como dice Carmen la cocinera: “En los pipianes verdes el chile es sólo un condimento y no el sabor que esconde una mala comida.” Y como también dice Carmen: “Si ustedes no son afectos a la gastronomía histórica y su dieta ordena carne asada, pídanla sin temor, que en los sesenta mil noventa y tres kilómetros cuadrados de territorio michoacano no hallarán una carne insulsa.”

—Tráiganos lo que usted quiera —Adrián y Jan se rindieron ante la sugerente lista de antojitos, caldos, verduras, aves, carnes, moles, postres, atoles y chocolates, y las explicaciones detalladas de Claudio sobre los platillos tarascos y de cocina criolla.

—Pasará un buen rato antes de que puedan comer, la cocinera es lenta. Aquí les dejo el periódico —Claudio se retiró.

Los amigos oyeron canciones de Lara, pues casi no había conversación entre ellos. Se conocían tanto que no era necesario que hablaran, salvo para discutir o planear algo concreto. El periódico quedó sobre la silla, sin que ninguno mostrara interés en cogerlo, hasta que los ojos de Adrián cayeron sobre un encabezado.

“El asesinato del niño Yuririo Arcadio ha desencadenado una búsqueda judicial sin precedentes. El principal sospechoso es un tal Vicente Marcelino Mulato. Este individuo, se cree, enmascarado y con ropas de mujer secuestró al menor en un pueblo de la Meseta Tarasca. En una vivienda camino del aeropuerto de Morelia lo mantuvo escondido hasta que le dio muerte. En un principio se mencionó la complicidad del anticuario Agustín López, pero luego se confirmó que éste había sido asesinado semanas antes en circunstancias todavía no esclarecidas. Yuririo fue raptado afuera del orfanatorio donde residía y asesinado con una aguja de arriero. Para matarlo le administraron una sobredosis de Ativán, tranquilizante usado en los rastros. Las pruebas médicas han indicado que el pequeño sufrió violación. Vicente Marcelino Mulato, dedicado a adiestrar perros de pelea, anda prófugo. Lo protegen policías judiciales y el magistrado Francisco Pérez Infante.”

Otra noticia llamó su atención: Una semana después de la desaparición de Yuririo Arcadio, un incendio puso en peligro el Taller Fantástico de la Familia Martínez en Ocumicho. Afortundamente, fue extinguido a tiempo.

—¿Sabe algo del asesinato del niño Arcadio? —preguntó Adrián a Claudio.

—Es un caso muy sonado aquí.

—En Ocumicho supimos de la existencia de un Vicente Marcelino Mulato. Mas allá nos dijeron que hace años murió en una riña. ¿Será el mismo?

—El de allá parece bien muerto, el de aquí bien vivo.

—Por la descripción puede tratarse de la misma persona.

—¿Cuánto tiempo hace que mataron al otro?

—En 1968.

—Oh, desde entonces ya llovió.

—¿Es posible que sea su homónimo?

—Seguramente el que anda por aquí es su tocayo.

—O su fantasma.

—¿No piensan volver a Ocumicho, verdad? La gente de por allá tiene fama de extraña. Con permiso.

En eso los platos llegaron y Adrián y Jan se entregaron a la comida, oyendo todo el tiempo en el tocadiscos las composiciones de Agustín Lara, a las que Claudio era aficionado:

Mujer, mujer divina,

tienes el veneno que fascina en tu mirar.

—Para decirte la verdad, me esperaba tortillas untadas con sangre, guisados guarnecidos con cabellos humanos, tripas cocidas con ojos de res, sopa de sesos y criadillas con manos de puerco. Para beber, cerveza de orines de burro —dijo Jan.

—Yo no —replicó Adrián.

Desde ese momento Jan se quedó callado, temeroso de que cualquier comentario suyo irritara a su amigo o provocara su desprecio; se entretuvo en examinar las vigas barnizadas del techo. Adrián observaba el periódico como si quisiera penetrar el secreto de algo que no le concernía pero le intrigaba. Al fin se quitó el saco y se dedicó a saborear la comida igual que si masticarla bien fuera un acto de turismo pensante, un movimiento de asimilación cultural. Al verlo, Jan infirió que buscaba embriagarse de presente y de lugar, siendo su única certeza el aquí y el ahora del cuerpo.

—¿Un mole verde, señores? —Claudio vino a preguntarles.

—Uf, ya no —Jan se limpió la comisura de los labios con una servilleta manchada de salsa roja.

Mientras tomaban el café de olla se marchó Carmen, la cocinera de cara pecosa. Pasó cerca de ellos, fumando, con un envoltorio debajo del brazo.

—¿Un anisito? ¿Un cigarrito?

—No, gracias —los extranjeros agradecieron el ofrecimiento de Claudio, pagaron la cuenta y salieron.

La voz quejumbrosa del músico los persiguió hasta la calle:

Te vendes,

quién pudiera comprarte...

5

Por calles penumbrosas llegaron al Acueducto. En las callecitas laterales, parejas abrazadas formaban animales de dos espaldas. Adrián pensaba en el fin de su viaje. El regreso también implicaba el retorno a Marijke, su nueva mujer, veinte años más joven que él. Entre sus planes inmediatos estaba el de encerrarse en el estudio y terminar un relato sobre la calle de las vidrieras de Amsterdam. No estaba seguro de si podría recobrar el impulso inicial, pero haría lo posible por acabar el libro ese otoño. El problema es que lo esperarían llamadas de teléfono, trámites que realizar, cuentas por pagar, cartas por contestar y la postproducción del documental sobre Ocumicho. No había viaje a la vista, al menos. Ni tenía que hacerse chequeos médicos de corazón, próstata o cáncer. Lo que no podía quitarse de encima era la presión de Marijke de tener un hijo: “Un Adriancito.”

A lo largo del Acueducto se prendían y se apagaban anuncios de refrescos. Policías acechaban a la gente desde una patrulla estacionada en un callejón con las luces apagadas. Como si las calles fueran cloacas destapadas, un fuerte hedor invadía el aire. Prostitutas ofrecían sus servicios a clientes en coche. Tal cazadora nocturna, una mujer que enseñaba sus tetas junto a una fuente de cantera rosa agarró a Jan de los pantalones. Otra mujer salió de la oscuridad y pellizcó a Adrián a través de la tela del saco. Era un transvestido.

—Ay, mi vida, ¿crees qué te vas a ir sin que te coma? —la persona vestida de mujer le clavó sus ojos de viuda negra.

Si bien desde que estaba en el colegio no solía frecuentar mujeres callejeras, por su cabeza pasaron las vidrieras de Amsterdam, sobre las que escribía actualmente y donde algunos conciudadanos iban a buscar las últimas importaciones femeninas del llamado quinto mundo.

—¿Qué pasa, chavo, dudas? —ella, o él, lo hizo pensar en Vicente Marcelino Mulato.

Era infantil, pero ese cadáver que pretendía hacerse pasar por joven, quizás septuagenario debajo del maquillaje, lo perturbaba. No podía evitar mirarlo. Y hasta examinarlo con abierta curiosidad: su cabellera reseca se dividía en trenzas enroscadas; los senos postizos eran desiguales y no estaban al mismo nivel del pecho; tampoco la nariz, un pegote en la cara. Tenía boca obscena, dientes prominentes y labios morados. En la entrepierna, bajo las faldas bordadas a la usanza indígena, exhibía una cola de caballo como si fuera un falo. Sus piernas nadaban en las medias negras, con los hilos corridos. Quizás por eso Adrián se acordó de aquella vez que, haciendo el amor con Silvia, su ex esposa, ella se había dejado puestas las mallas.

“¿Cuánto años tendrá?”, se preguntó en silencio.

“Imposible saberlo, con esos disfraces”, se contestó.

—¿No te recuerda al obrador de diablos de Ocumicho? —le preguntó a Jan, sacando las manos de los bolsillos como si tuviera que defenderse de una agresión inminente.

—No —replicó aquél, por completo desinteresado en hallar semejanzas entre esa mariposa nocturna y el artesano difunto.

—¿No te despiertan curiosidad esas mujeres?

—Acostumbrado a viajar por países de África, Latinoamérica y los Balcanes, por profesionalismo pongo una sana distancia entre mi trabajo y las zonas rojas locales, me concentro en mis temas.

—Te pregunté si crees que esa persona es Vicente Marcelino Mulato.

—No sé, nunca lo conocí.

—Yo, tampoco.

—¿Por qué te interesa ese mundo de delincuentes, putas y transvestidos?

—Quizás por razones literarias.

—Esa gente no tiene misterio alguno y las mujeres ni siquiera son atractivas ni jóvenes, son solamente sórdidas. Lo único que se puede decir de ellas es que son fantasmas de algo que fueron hace tiempo.

El transvestido, que no le quitaba a Adrián la vista de encima, se bajó de la banqueta y desafió con su cuerpo los coches que avanzaban por la avenida. Entonces, como un insecto de alas rojas, se puso a correr detrás de un carro sin luces. Una gran sombra animal pareció acompañarlo, pasándose de un lado a otro de su persona. En el aire pasaron corriendo los efluvios de su perfume barato.

—Ese judicial es su amante. No tiene vergüenza, el tipo es tan sádico que se va a seguir de largo —declaró una mujer de facciones toscas y negro pelo grueso.

—Turista, ¿quieres conmigo? —una muchacha costeña de cuerpo delgado y facciones finas se insinuó a Jan. No era fea, solamente la afeaban los labios pintados de rojo como pedazos de lodo.

—Es un cabrón, un hijo de la chingada, un maldito, cuando salen juntos lo madrea como a perro sarnoso.

—Turista, ven a ver mi colita. Ven, no tengas miedo.

Al sentirla a su lado, Jan protegió su reloj con la mano derecha, como si ella fuera a arrancárselo de la muñeca.

—¿Todavía aquí, campeón? —el transvestido se plantó delante de Adrián, escrutándolo con cara de tasajo. O de diablo erótico. Tenía unos ojos negros que, apagados, parecían cáersele en un abismo interior. Y tenía una cicatriz en la mejilla derecha como si un ácido se la hubiera lamido. En la mano izquierda esgrimía una aguja de arriero. Un perro negro en celo, jadeante, lo acompañaba.

Adrián balbuceó algo en neerlandés.

—¿Te gusto? —el transvestido lo miró a la cara, entre viscoso y burlón.

Adrián no supo qué contestar, lo que aumentó el desprecio del otro.

—¿Eres maricón de los que saben o de los que no saben?

A pesar de sus esfuerzos por mantenerse sereno, Adrián sintió que el corazón se le salía del pecho y que su mundo se volvía irreal.

—¿No quieres un recuerdo en tu ombligo? —el transvestido manejó la aguja de arriero como si fuese un cuchillo.

—No me atemorizas —masculló Adrián. Visiblemente, su presencia le producía repulsión y dudas de sí mismo. Nunca en su vida recordaba haber perdido el control de sus emociones como esa noche.

—¿Te intereso como personaje de novela? —el sujeto se quitó la peluca de mujer y descubrió su pelo negro lacio y aplastado. Le mostró sus manos de alfarero, las uñas afiladas pintadas de negro. Todo su pasado, su disciplina intelectual, su mundo social estaban inermes ante el acto de intimidación de ese desconocido.

—¿Cómo sabes que escribo? —Adrián, distraído, no se dio cuenta de que un tráiler atravesaba la avenida, tosiendo.

—Abusado, cabrón —le gritó el chofer, asomado para ver a las prostitutas. La calle entera vibró bajo el peso del vehículo. Las luces del alumbrado público se estremecieron por las exhalaciones de humo negro de sus escapes.

—Por mis antenas, Adrián.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Por amigos comunes, Adrián.

—¿Eres Vicente Marcelino Mulato?

—¿Quién?

—Quiero entrevistarlo para un documental.

—¿Conoce alguien aquí a Vicente Marcelino Mulato? —el otro se volvió hacia las mujeres—. Pregúntenle al ciego de la esquina si ha visto alguna vez al Joven.

—¿Sabes algo del anticuario Agustín López?

—¿El muerto?

—Sí, el asesinado.

—¿Aquel tipo que apareció con la lengua de servilleta y las nalgas picoteadas?

—¿Así lo encontraron?

—Se dice por allí que en un cine el anticuario manoseó a Fulano. Que el anticuario y Fulano salieron juntos. Que Fulano, un mayate, llamó a un cuate. Que Agustín los metió a su casa. Que el mayate y el cuate lo subieron por la escalera a cuchillazo limpio. ¿Te gusta el cuento?

—¿Estuviste presente?

—Haces demasiadas preguntas, muñeco —el otro lo cogió de un brazo.

—Me lastimas.

—No tanto como podría.

Los hombres se encararon por un minuto o dos, hasta que Adrián no pudo sostener más el desafío de su mirada y fijó los ojos en la banqueta.

Jan vio de reojo un cuerpo femenino arrojarse delante del tráiler. Vio una sombra saltar después del cuerpo.

—No creas que me gustas, guácala.

Indiferente al suicidio que acababa de tener lugar, el transvestido partió al encuentro de un cliente que se acercaba a la plaza. Nadie lo había visto. Solamente él lo había percibido a distancia, en la oscuridad.

—¿Has visto a la persona con que hablaba? —le preguntó a Jan.

—No me interesan las putillas de Morelia, tampoco verme envuelto en las notas rojas de la prensa local. Vámonos, tengo prisa por ver los murales en el Palacio de Gobierno, está abierto de noche.

—Era él.

—¿Quién?

—Vicente Marcelino Mulato.

—Lo único que sé es que esa cosa está condenada a muerte. Escoge su forma de morir: balazos, cuchillazos o sida.

6

—¿Qué te pasa? —le preguntó Jan.

—Nada.

—Te quedaste pensativo.

—Creo que en algunas partes se pueden tener experiencias desagradables, pero no es grave.

Adrián guardó silencio. Los dos se fueron rumbo al Palacio de Gobierno, iluminado a esas horas por afuera y por adentro. La vigilancia les negó el acceso. Se dirigieron al mercado, en el que había algunos puestos abiertos.

De regreso al hotel, atravesaron la Plaza de Armas y el portal Matamoros. En los otros portales los cafés habían cerrado sus puertas. No pasaba nadie. El aire había enfriado y Adrián sentía una brisa refrescante en las sienes, donde se le acumulaba el cansancio del día.

—Qué harán esos hombres a estas horas de la noche parados delante de esa casa?

—Esperan ver una película de medianoche en el Cine Colonial —Jan aplastó con el zapato un cigarrillo y encendió otro.

Observaron al grupo de varones sombrerudos. Algunos llevaban botas de piel de víbora, jeans americanos y cinturón con hebilla dorada. Otros, portando chaquetas con alacranes estampados, y lentes de sol, se recargaban en los gruesos pilares de cantera rosa o se sentaban en los escalones de la banqueta. Una mujer, con el pelo teñido de rubio, le sacaba una cabeza al hombre flaco que la acompañaba.

—Me pregunto si será el cine en el que Agustín López ligó a su asesino —Adrián, al agacharse para ver los cartelones, se quedó lívido: la actriz en la propaganda, con cuyas escenas el público masculino de Morelia venía a masturbarse, era Silvia Durante, su ex esposa, ahora convertida en Isabelle.

Isabelle, protagonizada por la reina del cine porno holandés había tenido un gran éxito de taquilla mundial desde mediados de los setenta, quizás porque había sido prohibida durante un año en Francia, España, Portugal y Grecia. Silvia Durante, entonces de 22 años, recién salida de una escuela de monjas y alumna reciente de un instituto de modelos, era fácil de reconocer con sus piernas largas metidas en mallas negras, sus manos enguantadas, sus zapatos de tacón alto y su capa rusa que no le cubría los pechos. Y por su cara alargada, su pelo corto recogido hacia atrás y sus grandes ojos de mirada fija. Con la reina del porno, Adrián había tenido un hijo, Michael, que ahora vivía con su abuela paterna.

En el primer cartelón, Silvia miraba hacia el piso, anticipando el placer sexual. Su cuerpo descansaba de una tensión semejante a la del venado que está siendo acechado. Con ella estaba otra persona, de la que se percibía la sombra. Por la mente de Adrián, como un relámpago, pasó el recuerdo de aquella tarde de lluvia en que ella, después de bañarse y acicalarse, poniéndose un trapo holgado que llamaba vestido, salió a la calle. No se le olvidaba aún su expresión al coger el delgado impermeable. Le dio un rápido beso de adiós en la frente, como quien se despide de un padre, no de un amante o de un marido. ¿En qué parte de Amsterdam tenía la cita? ¿A quién iba a ver casi con las tetas descubiertas? Luego sabría que se dirigió a la oficina de un director de películas pornográficas y delante de él se desnudó. La contrataron para Isabelle y fue filmada con hombres sucesivos, hasta que el sol anémico de Amsterdam le dio en la cara. Adrián había olvidado los títulos de sus películas, no sus celos. No obstante que, en un principio, él había tratado de ayudarla en su carrera de actriz, explicándole lo que deseaba el director y que fuera más realista: “Mueve más el cuerpo, no te quedes tiesa como primeriza, acaricia los brazos del hombre que te hace el amor.” “No te preocupes, todo es simulación”, le contestaba ella. Delante de los cartelones, en esa ciudad remota, recordó la noche en que Silvia lo abandonó, sacrificando todo: una carrera en el teatro, un matrimonio y un hijo, para llevar una vida de sexo, drogas y borracheras. Sobre todo con su pareja en las películas, un actor apodado Shane el Desconocido. A éste lo abandonó por Eddy, una lesbiana con la que tuvo un breve romance. A Eddy la dejó por Vladimir. A Vladimir por Giovanni. A Giovanni por Tahar Mammeri. A Tahar por Junichiro. Después partió a Hollywood con alguien.

Inmóviles, callados, permanecieron los amigos: Jan mirando a Adrián; Adrián, pálido, mirando a Silvia. En los cartelones, ella era una ola voluptuosa entregada al amor promiscuo. Adrián se acordó entonces de que había visto cinco veces esa película que era un maratón de gemidos, una sucesión de cuerpos (de hombres y mujeres) encimados sobre Isabelle. “Con mujeres las escenas de sexo son más naturales”, le había dicho ella.

Adrián no era él único que la examinaba, a su lado un campesino joven se solazaba en una fotografía en la que Silvia estaba asomada a una ventana con los pechos desnudos (el pecho izquierdo de frente; el derecho, ladeado; los pezones puntiagudos como si les hubieran sacado filo con los dedos). El campesino estudiaba con detenimiento sus volúmenes esbeltos, sus ojos cavernosos, su boca como una raya que se ondula. Quería asimilarla, hacer suyo ese cuerpo superficial, penetrar el cartoncillo.

En un cartelón, Silvia se sentaba en una bañera blanca. Por supuesto, desnuda. El brazo derecho extendido, la mano colgando, sobre sus rodillas. La cabeza descansaba sobre el brazo que descansaba sobre las rodillas. Un guante, que le llegaba al antebrazo, le ocultaba la mano. Llevaba zapatos negros de tacón. El pelo lacio corto dejaba ver la oreja izquierda. Silvia, expectante, dirigía la vista ciega hacia la puerta, esperando al posible amante. El tapete, una toalla. Mosaicos blanquinegros caminaban hasta el muro. El espejo reflejaba nada.

En otra escena, ella, desnuda, estaba parada junto a un espejo. Con los acostumbrados zapatos de tacón, el pecho izquierdo visto desde atrás, una raya negra le abría las nalgas, como si fuera una trenza bajándole de la cabeza a través de la espalda. Una bata blanca con manchas cruentas cubría una silla. El espejo reflejaba muebles y objetos, pero no a ella, quien parecía dar un paso peligroso hacia el espacio profundo, hacia el abismo liso, confundida su visión por cosas distantes y un presente plano. En cada cuadro Silvia daba la impresión de estar siendo examinada por un ojo intruso. Aunque la realidad ambiental se disolvía en torno de su cuerpo, se apreciaba un paisaje de alcoba y de sala de baño con paredes planas, ángulos sanguinolentos y penumbras casuales. Todo enfatizaba la soledad de esa protagonista de aventuras íntimas presenciadas por todos.

“Tanto viajar para venir a hallar a mi amor en el cine de medianoche de una ciudad ajena.” Adrián sintió frustración, nostalgia, celos enormes, ganas de orinarse en los pantalones. “Lo penoso es que esos ojos superficiales ya no reflejan mi imagen sino la de otro hombre, la de otros hombres. Y lo que más me aflige es que, abandonado y todo, todavía deseo su cuerpo. Y que entre las mujeres que existen es a ella, precisamente a ella, a quien sigo deseando. Mas ella, entre todos los hombres de la tierra, es conmigo, precisamente conmigo, con quien no quiere acostarse.”

—Adrián —murmuró Jan, tan embarazado como aquel hombre que descubre a la mujer de su mejor amigo en el momento de perpetrar un acto obsceno.

—Eh —replicó Adrián, agachado sobre los cartelones con el gesto sacudido de un amante que acaba de descubrir un engaño de toda la vida.

“Después de esta noche su odio será más grande que su amor. Qué ironía, aquí ha venido a comprender finalmente su infidelidad”, pensó Jan.

Adrián se irguió y con cara de buey herido echó un último vistazo al rostro vacío, al rostro perdido de Silvia Durante, presente y ausente en esos pedazos de cartón.

Jan se dio cuenta entonces de que una mujer vestida de hombre, con una mancha roja en la mejilla y embozada con un gabán, se deleitaba en las obscenidades de Silvia. Cuando los ojos de la mujer y los de Adrián se encontraron, éste sintió un escalofrío: Había visto la cara de la Muerte mexicana en forma de marimacho.

El reloj de la catedral dio doce campanadas y los hombres entraron al cine. Adrián se quedó solo frente a los cartelones. Discreto, Jan lo esperó a unos metros de distancia. Tenía la sensación de que la impudicia doméstica revelada en una ciudad remota había caído entre los dos como una espada.

Cuando la mujer de la taquilla recogió el dinero y apagó la luz, Adrián se fue andando por la calle mal alumbrada del centro de la ciudad. En su interior trataba de conciliar pensamientos e imágenes y, sobre todo, de olvidarse de un mundo no de diablos terribles, sino de diablos humanos, de pobres diablos cotidianos.

—Mañana temprano quiero resumir mi trabajo —Jan lo siguió al mundo de la luz artificial, entró con él a ese hotel vacío de gente con la cabeza como una pantalla de televisión a la que se le han ido las imágenes.

—En realidad pretendo irme de aquí, quisiera tomar un tren nocturno y despertar en medio del campo, en una playa con grandes olas blancas o en ninguna parte —expresó Adrián. Al subir los escalones de piedra del hotel, acompañado por la respiración cercana de su amigo, se sintió alejado de él como nunca antes. No sólo tenía la impresión de que distancias insalvables los separaban desde ahora, y de que el secreto de Silvia los había enemistado para siempre, sino de que hasta ese día su amistad había sido una mentira, algo forzado. Jamás se le había ocurrido que era posible que dos personas que se encontraban todos los días en el mismo lugar de trabajo y que viajaban en pareja por el mundo eran en realidad dos desconocidos. Más aún, comprendió que caminando juntos por el pasillo de ese hotel donde compartían cuarto y espejo, estaban tan separados como si uno se encontrara en la Tierra y el otro en la Luna.

LA SANTA MUERTE. SEXTETO DEL AMOR,

LAS MUJERES, LOS PERROS Y LA MUERTE

D. R. © Homero Aridjis, 2011

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