7

EL JUEZ CURSÓ una cita para tomar café juntos al fraile, al Comisario, a Francisca. La cita era en el hotel España, en el reservado. Llegó primero el Juez, con el impermeable puesto. Después, el fraile, con un gran paraguas que venía plegando al entrar y que dejó en un rincón, escurriendo. A Francisca la precedió el rumor de su automóvil, que quedó allí mismo, arrimado a la casa contigua al hotel, casi metido en los soportales. El Comisario, último en llegar, venía muy profesional: la pipa, el sombrero gris mojado, la gabardina, húmeda por los hombros, las manos en los bolsillos. Dijo algo así como «Buenas tardes a todos» y consumió un par de buenos minutos en quitarse la gabardina, en buscar un lugar donde colgarla, en hallar percha para su sombrero. Finalmente, se sentó. Nadie le miró directamente. Todos le miraron de reojo.

El lugar era reducido y caliente, con un gran ventanal rejado de hierro y visillos de encaje. Había una mesa baja en el centro, y asientos de sobra, sofás y sillones. Se acomodaron: Francisca al lado del Juez, el Comisario junto al fraile. El Juez sugirió que pidiesen, con el café, coñac caliente. El fraile nunca lo había tomado; el Comisario dijo que, aquello, el coñac caliente, en las trincheras, era el pan de cada día.

—Porque frío, lo que se dice frío, el que pasamos en Teruel. Esto de aquí no es nada. Sólo un poco de humedad…

Pero enseñó al fraile cómo, con sus manos puestas sobre la copa comba, debía conservar el calor.

—En realidad, para lo que les junté aquí…

El Comisario tenía la pipa en la mano izquierda, cogida por la cazoleta. Adelantó su largo brazo, aumentado por la pipa, hasta alcanzar la mitad de la mesa, como una nube que oscureciera las tazas de café, las copas de coñac humeante.

—Todos sabemos, señor Juez, para qué estamos aquí, aunque pienso que inútilmente, porque nadie va a convencer a nadie. Por lo menos es muy difícil que a mí me convenzan, aunque este padre nos revele lo que oyó en confesión, aunque esta señora nos asegure que su marido es inocente. ¿Qué va a decir ella?

—Por ejemplo, que es culpable —dijo Francisca; y el fraile se confesó no haber visto en su vida mirada de tanto desprecio como la dirigida por Francisca al Comisario. El Juez sintió el estremecimiento del fraile.

—¿Por qué tiembla, padre? ¿Tiene frío?

—Esa mirada…

—Las clientes de su confesionario deben de ser gentes sencillas.

—Sí, no son grandes pecadoras.

—Su experiencia no le servirá mucho, en este caso.

—Nunca me he visto en otro igual. Esa clase de gente…, la que yo conozco no mira así…

El Comisario había vuelto a extender la mano, armada de la pipa, por encima de la mesa.

—Señor Juez, por fin sigue usted la pauta de las novelas policíacas. Lo que no entiendo es la presencia de este padre franciscano. Hasta ahora, no lo había visto ni sabido nada de él.

—Pero él tiene sus razones para venir, y vino. La presencia del padre está justificada, aunque sea un testimonio contra mi tesis y abone la de usted. El Decano dijo al padre que don Enrique lo mataría, e incluso fue a despedirse de él.

—¿Quién de quién? —interrumpió el Comisario.

—El Decano del padre… Perdóneme si me expresé con ambigüedad. Quise decir precisamente eso: el Decano estuvo a despedirse del padre, porque, dijo el Decano, «esta noche me matará».

—¿Y existe alguna prueba, un testigo que lo haya oído, un papel? Porque, sin pruebas materiales, el mero testimonio del fraile no me sirve.

Dio una larga chupada a la pipa.

—Imagínense ustedes que los cuarenta mil habitantes de esta ciudad vinieran a decirme lo mismo. No harían más que reforzar mi convicción moral de que los datos objetivos de mi denuncia son justos y correctos. La convicción moral carece de valor probatorio y no puede escribirse, razonadamente, en un papel que hay que firmar. —Se volvió hacia Francisca—. Supongo, señora, que eso es lo que explica su presencia aquí: Su convicción moral de que su marido es inocente. ¿No se da cuenta, usted, que parece inteligente, de que cualquier mujer, en su caso, estaría igualmente convencida?

—Sí, es evidente que estoy convencida de la inocencia de Enrique como cualquier mujer lo estaría de su marido, pero no creo que la naturaleza de la convicción fuera la misma.

—¿Qué quiere usted decir?

—Ni más ni menos que lo que dije. Si usted no lo entiende…

—¡Pues claro que lo entiendo! —El Comisario, sin soltar la pipa, se rasco la cabeza—. Usted quiere decir, por ejemplo, que cuando el Decano murió, su marido estaba ya en casa.

—Podía decirlo, pero no lo digo, porque sé que eso no es probatorio. —Sorbió un poco de coñac—. En realidad, nada de lo que yo pueda decirle, es probatorio más que para mí, lo cual tiene más importancia de la que usted se cree. Saber, como sé, que mi marido no mató al Decano, me anima a destruir esas pruebas que usted tiene de que lo mató.

El Comisario rió por lo bajo, dejó la pipa entre los dientes, metió los dedos pulgares en las sisas del chaleco.

—¿Cómo va usted a destruirlas, si están ahí? Son ya un papel que sigue su curso —miró descaradamente al Juez—, espero.

—Tiene que haber un modo…

—¡Ah! Si lo hay, es cosa de usted encontrarlo. A mí me basta con lo que tengo.

—¿Pero usted no se da cuenta, Comisario, de que sus pruebas son deleznables? —dijo, con cierta pasión en la voz, el Juez.

—Pues sea usted, y no la señora, quien las destruya.

—¿Cómo me explica ese cordón inútil alrededor del cuello? ¿Y la posición del cadáver? ¿Cómo se explica que la taza no se haya roto?

—El asesino lo hizo todo.

—¿Por qué, entonces, no borró sus propias huellas?

—Por torpeza: es un asesino primerizo.

—El testimonio del Padre, aquí presente, nos hará pensar en un asesinato premeditado.

—Sí, pero mal estudiado. Don Enrique había leído pocas novelas policíacas.

—Eso es cierto —interrumpió Francisca—. No creo que haya leído ninguna.

—Eso se advierte inmediatamente. Yo, que lo he interrogado, lo acredito: sus declaraciones carecen de la menor malicia, de las más elementales precauciones verbales. Dijo sí o no como lo diría un niño.

—¿Y eso no le basta para creer en sus respuestas?

—Los niños también mienten, aunque se les coja inmediatamente en la mentira. Entonces, suelen callar. Don Enrique no calla, porque no es un niño. Repite: «Soy inocente.» ¿Y qué? Es lo que dicen todos los asesinos.

—¿Lo sabe por experiencia, Comisario?

—Lo sé por haberlo leído.

—Todos hemos leído mucho, pero un asesinato, lo que se dice un asesinato, con sus dudas y sus problemas, es la primera vez que nos lo echamos a la cara.

—La doctrina, el saber por lecturas, suple a la experiencia.

—Pero, dígame, Comisario: ¿es lo mismo un personaje de novela que un ser vivo? Don Enrique es un hombre real, y si le condenan por un crimen que no ha cometido, lo pagará con años de una vida real.

—Todo eso está muy bien, señor Juez, pero los datos objetivos no dejan lugar a sentimentalismos. Los datos objetivos tienen el mismo valor en un libro de texto, en una novela, que en la realidad. Y, en este caso, los datos acusan a don Enrique… Además, yo no soy quien ha de juzgarlo, ni siquiera usted, sino un Tribunal de La Coruña, o en el Supremo, si recurren la sentencia, que la recurrirán, como todo el mundo. Los señores magistrados son los que han de estimar el valor de las pruebas, de los datos objetivos. —Se dirigió a Francisca—. Ya puede usted, señora, buscar un abogado listo, que haga eso que usted no es capaz de hacer.

El Comisario, visiblemente satisfecho, miraba a Francisca, pero cuando ella le devolvió la mirada, el Comisario apartó la suya.

—Lamento, señora, que en esta historia me haya correspondido el papel del malo, pero me gustaría que reconociese usted que es también el papel del justo.

—¿Qué más me da, el justo o el malo, si ambos van contra mí? Y contra la verdad. Insisto en que mi marido no mató al Decano.

—Yo tengo unas pruebas, pero no quiero hacer uso de ellas. ¿Qué opina el Padre? Sus convicciones son del mismo orden que las de usted.

—Yo no estoy convencido de nada, —dijo el fraile—. Yo digo solamente que el señor Decano vino a despedirse de mí porque aquella noche don Enrique le mataría.

—¿Y qué más le dijo, padre? Dígalo todo, no olvide nada de lo que me contó a mí.

—Me dijo —la voz le temblaba al fraile— que me cuidase de que a esta señora no le faltase trabajo…

—El Decano sabía perfectamente que yo no necesito trabajar…

—¿Y qué más, padre?

—Que yo recuerde…

—Algo de unos papeles enviados.

—Sí, pero esto no creo que importe ahora. Me dijo que había enviado ciertos trabajos en depósito a la Academia de la Historia.

—¿Y para qué? ¿Le dijo para qué? —Francisca había adelantado el torso, miraba fijamente al fraile. Éste reculó, intentó esconderse en la penumbra de un último plano.

—¿Para qué? —insistió Francisca.

—Algo referente a su pensamiento, así como un resumen. Temía que se lo robasen. Pasados veinte años, al publicarse ese escrito, se vería que ciertas obras eran un plagio.

—¿Las de mi marido? ¿Se refería a las de mi marido?

El fraile titubeó.

—Sí. Creo que se refería a él.

Francisca dejó caer los brazos, desalentada.

—Es diabólico, estúpidamente diabólico. O simplemente estúpido. ¿Sabe usted qué me pasa ahora mismo? —Se dirigía al Juez—. Pues que empiezo a creer que el Decano se haya suicidado.

El Comisario intervino:

—¿Cómo es posible que haya usted llegado a semejante conclusión? No soy capaz de reproducir su razonamiento.

—Si piensa que yo no he compartido el suyo… Es evidente que nuestros cerebros funcionan de manera distinta: no hay más que ver sus conclusiones y las mías… —Se dirigió al Juez—: Perdón, las nuestras.

—Estoy de acuerdo en que nuestros cerebros funcionan de manera distinta, incluido el del señor Juez. Y no me niego a admitir que este último es un cerebro privilegiado, capaz de llegar a conclusiones sin pasar por trámites de razón. Creo que les llaman intuitivos, y es posible, señora, que el suyo sea de los tales. Pero, insisto, ignoro cómo funcionan, aunque sepa, como sé, que los cerebros racionales, como el mío, no alcanzan ciertas sutilezas. Por eso insisto en mi postura: conviertan su intuición en raciocinio y, si el razonamiento resultante es mejor que el mío, yo lo retiraré. Pero sería el primer caso: por eso estoy tranquilo, con esa tranquilidad del que sabe que su razón no se equivoca.

El Juez suspiró profunda, ruidosamente.

—Estamos perdiendo el tiempo, —dijo.

—Antes de separarnos yo quisiera añadir algo —intervino, con voz temblona, el fraile. Y el Juez y el Comisario le miraron al mismo tiempo como diciéndole: Hable.

—Lo que tengo que añadir a lo ya dicho, lo sabe el señor Juez, porque ya se lo dije a él, y quizás esta señora lo sepa también. Es evidente que tampoco tengo pruebas. —Miraba al Comisario—. El difunto Decano me dijo, Dios lo tenga en su gloria, esa misma tarde, la de autos… —miró, con cierta angustia, al Juez; éste le sonrió— me dijo que estaba enamorado de esta señora.

Como violentándose mucho, señaló a Francisca con el dedo y retiró inmediatamente la mano. El Comisario rió de modo bien audible.

Cherchez la femme! —añadió, y se quedó mirando a Francisca. Ésta le hizo frente, le miró fijamente con sus ojos violeta, implacables.

—Eso es una estupidez, y si usted se deja guiar por todo lo que el Decano dijo antes de morir… bueno, llegará usted a donde ha llegado.

El Comisario sostuvo la mirada de Francisca y sonrió de añadidura.

Cherchez la femme! —repitió—. Ya está claro lo que estaba oscuro. Ya tenemos el motivo.

—¡Es una estupidez lo que usted piensa! —repitió Francisca; y se puso de pie, dio una vuelta sobre sí misma.

—Pues no está mal —murmuró el Comisario—. Las mujeres, ya se sabe, a oscuras todas son iguales.

—Es lo único razonable que ha dicho usted en toda la tarde.

—Un punto de razón puede servir de base a todo un razonamiento.

El fraile se había puesto de pie, y sacudía su gran paraguas. Gotas de agua cayeron sobre la mesa. El fraile se disculpó.

—Con esta lluvia, ya se sabe…

—¿Estará dispuesto a declarar si le llaman?

—Pues no faltaba más. Pero, antes, usted dijo…

—Lo que dije fue porque usted no había dicho todavía…

—Sí, comprendo.

—El señor Juez, aquí presente, le llamará a declarar. Y usted le contará…

—Sí, señor, sé lo que tengo que contarle.

Salieron emparejados adrede el Juez y Francisca. El Juez le dijo:

—Como usted habrá visto, el Comisario no comparte nuestras ideas sobre la intuición.

—Nosotros mismos no estamos muy de acuerdo.

—Pero siempre será más fácil que lleguemos a pensar lo mismo, puesto que coincidimos en lo fundamental. Sobre todo ahora que usted admite la posibilidad de que el Decano se haya suicidado.

—Lo dije en un momento de arrebato, pero, en el fondo, no estoy convencida. Nunca me pareció el Decano hombre capaz de suicidarse. Eso, como usted sabe, es algo que se lleva escrito.

—Yo, como no lo conocía, no tengo dificultad en admitirlo. De modo que en lo único en que estamos conformes…

—Es en que mi marido es inocente.

—Pero no por razones, ¿eh?

—Yo, por la muy importante de que no encaja en su personalidad. Conozco muy bien a mi marido.

—Yo, por la no menos importante, aunque completamente irracional, de que creo en el suicidio del Decano. Su marido, como si no existiera. Su inocencia sí es racional. Desde mi punto de vista, claro.

—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué podemos hacer?

—Usted, no lo sé. Yo, tomar declaración a todo el mundo, no sólo al fraile. A persona por día, se puede prolongar la instrucción del sumario bastante tiempo. Mientras tanto, su marido estará aquí, y usted podrá verlo diariamente y llevarle la comida. Pero llegará el día en que se lo lleven a La Coruña…

—¿Me avisará?

—La tendré advertida.

Se habían parado junto a la columna de un soportal. Llovía mansamente. El cochecito de Francisca quedaba allí mismo. Ella preguntó al Juez si podía llevarle a alguna parte. «Vivo aquí cerca, y me gusta caminar bajo la lluvia», respondió él. Se separaron.