5

Canta dinero a la diosa

Las convenciones de los amanuenses no se extendían al uso de comillas. En otras palabras, a escribir «dinero» con comillas. Es más, en este punto nuestro pergamino presenta daños. Descifrarlo constituye un problema. ¿Le falta algún fragmento a esta enigmática exhortación? ¿A qué divinidad se refiere? ¿La lectura del imperativo «canta» es del todo confiable? Asumiendo que nuestro texto siga vigente, su paráfrasis admitiría dos versiones: «Canta dinero a la diosa» o «Celebra el dinero en presencia de la Divina Dama cuando le hagas alguna petición». Ninguna de las dos resulta del todo clara o convincente.

Apenas hace poco los eruditos comenzaron a descifrar las complejas interconexiones que existen entre el inicio del sistema monetario, las reglas de parentesco y la semiótica del simbolismo en el antiguo Oriente Medio, en las culturas minoica y lidia, y en el preclásico jónico. La de Plutón sigue siendo una presencia imprecisa porque a este patrono de la riqueza se le confunde siempre —incluso Dante se equivocó— con el Plutón soberano de los infiernos. De ahí el uso incierto que se da a la palabra «plutocracia». En algunos mitos Plutón es ciego para que la distribución de la riqueza sea equitativa y gratuita. Así aparece en la comedia epónima de Aristófanes. Lo encontramos en el Fausto de Goethe y en Baudelaire. Hijo de Deméter, quizá al principio representó la abundancia de las cosechas. «Mammón» significa «tesoro oculto». El nombre recalca la forma en que Lucas fustiga la avaricia y el amor por la riqueza. En El paraíso perdido de Milton, Mammón, demonio de la avaricia, tiene un arranque de siniestra energía cuando explota las riquezas minerales del Infierno. Extrae oro y joyas de las mismísimas entrañas del abismo. Pero, hasta donde sé, hay un único rastro de la controvertida existencia de una diosa del dinero: se trata de la inscripción votiva, parcialmente legible, hallada entre las ruinas de un santuario menor, en apariencia local, en lo que hoy es el sur de Albania.

El mandamiento (?) de Epicarno sigue siendo un enigma.

La sola noción de riqueza está saturada de ambigüedades. El aspecto económico de la santidad es el mismo que el del mendigo. Los camellos entran al cielo donde los ricos son vencidos. El lucro resulta siempre «indecente». Mucho antes que Freud, Swift certificó las afinidades entre dinero y excremento. El avaro es una criatura a la vez repugnante y ridícula que aúlla ante la pérdida o el hurto de su cofrecillo de dinero (véase Molière). Se maldice a Midas por su avidez. Quien complace a Dios es la Dama de la Pobreza. Pero las teologías, el ascetismo religioso o los votos monásticos no son lo único que anatematiza la riqueza. La ética de los estoicos, de Diógenes, el radical estilo bucólico de Rousseau, también lo hacen. Ningún filósofo que se precie de serlo debería tener riquezas. Wittgenstein regaló su herencia. El verdadero poeta, el artista, los radicales del pensamiento, el Spinoza que pule sus lentes, tienen la intención de desdeñar los beneficios materiales. Los sofistas traicionan la verdadera filosofía al aceptar dinero por sus enseñanzas. Cuando está basado en intereses financieros, el matrimonio se encuentra en el límite de la prostitución. En los misterios de la Edad Media, en las máscaras y alegorías del Barroco, en las novelas de Balzac, en los cuentos de Dickens, el dinero, la especulación económica, la avaricia, adquieren un aspecto demoniaco o espectral. De manera generalizada ese escondrijo de monedas, ese puñado de dólares, incitan al homicidio. Las analogías entre la violación y el desgarramiento de la tierra para extraer los tesoros de sus entrañas son tan antiguas como la sátira romana. Cada una de estas resonancias simbólicas y de estos entretejimientos se expresan claramente en Timón de Atenas (de entre las obras de Shakespeare, la favorita de Marx). Aquí la existencia bajo un sol que «engendra», se abastece y se corrompe por la riqueza y el delirio que produce el dinero. A los contrabandistas se les vierte oro fundido por la garganta. Al judío se lo vincula con la impuesta usura asesina, la moneda de Judas, el indicio de alguna intimidad particular con la acumulación y el goce del dinero en efectivo. Este es el estandarte amarillo-dorado de su tribu en los pogromos medievales, en Shylock; en el escarnio, la expropiación y el asesinato en masa de los nazis. Muy al contrario de lo que dice el refrán latino, el dinero sí despide un olor. Casi siempre huele a muerte.

Del otro lado de la balanza, la riqueza evidencia virtud, esfuerzo honesto. Sazonada con caridad, la riqueza que se emplea sin ostentar es, sobre todo en las sociedades protestantes y abiertas, el índice mismo del mérito, incluso si es un merecimiento sancionado por la divinidad. La multiplicación de valores financieros mediante el trabajo honesto y la habilidad para invertir es prácticamente obligatoria. La riqueza no debe envidiarse ni condenarse. En la infinita escalera de la democracia y la libre empresa, es algo que se lucha por alcanzar. La transmisión de ganancias, de ahorros, de una generación a otra es el legítimo fin de la crianza de los padres. ¿La propiedad no es sagrada? En las comedias y la literatura clásicas, los finales felices —tan sutilmente incisivos en Jane Austen— son fiscales. La libreta de ahorros suscribe lo erótico. El amor ha entrado a la casa del bienestar. El rentista vive feliz para siempre. Alguna vez como personificación de los misterios de lo imprevisible, ingobernable animadora de la «rueda de la fortuna», Fortuna se ha convertido en «fortuna», en el sentido del contador y del banquero. La ruina financiera, la deshonra y el suicido del especulador en bancarrota son insensibles recordatorios del pecado original.

En el capitalismo tardío —resulta más gráfico decir capitalisme sauvage— el dinero es todopoderoso. Es, propiamente, el «Todopoderoso». «Soy el primer hombre en la historia de la humanidad con empleados que son multimillonarios» (pregona el director de Microsoft). En efecto, los multimillonarios se vuelven cada vez más comunes entre los jefes del hampa de la Rusia poscomunista, los magnates del petróleo de Oriente Medio, los malabaristas de los fondos de inversión y los banqueros planetarios. Pero también entre los patrones de la pornografía infantil o los capos de la droga en América Central y en Malasia. ¿Qué son mil millones para los emporios de Dubái, los casinos de Macao o las arenas de placer en las islas privadas del Caribe? ¿Qué son mil millones para quienes dilapidan treinta millones de libras en una boda o cien millones de dólares en un cuadro; para quienes piden una botella de vino que cuesta mil euros? Cuando un negocio fracasa, miles de personas se quedan sin empleo o endeudadas; sus directos se escabullen llevándose millones en bonos y en fulgurantes apretones de mano. Y, sin embargo, a ninguno de estos rufianes, que son los responsables, se les escupe, ¡por no decir se les fusila!

Quizá —los estudios sistemáticos del dinero arrancan en el siglo XVI italiano— la infección de cada una de las células, del cuerpo privado tanto como del cuerpo político, por aquello que se llama el «nexo con el efectivo» constituya un nuevo desarrollo. Ese virus mutante ahora gobierna gran parte de nuestras vidas. Time is money. «El tiempo es dinero», dice el refrán norteamericano. También lo es el espacio psíquico porque ha quedado convertido en una tierra baldía por la decadencia de las religiones conocidas. Los pobres venden sus órganos vitales a los ricos. Una infinidad de niños son víctimas del lucrativo tráfico sexual. Las mentes más elevadas danzan como animales de circo cuando los medios agitan el dinero que les van a pagar. La corrupción es el aliento de la política, del mercado. ¿Hay algo que no esté en venta? La acometida para obtener ganancias depreda lo que resta de nuestros bosques, devasta los océanos, contamina el aire. En el capitalismo urbano de la megalópolis, pero también en la miseria de las barriadas, el alarido del dinero nunca ha sido tan descarado como ahora. Raquíticos niños escudriñan la basura tóxica en busca de desechos que puedan vender; conglomerados multinacionales explotan el mar abierto en busca de petróleo y de metales preciosos; las cosechas se valoran cuando son lucrativas y lo que se cosecha es «dinero». Los encantos fiscales del contrato prenupcial toman las riendas de la noche de bodas. Los anuncios de pantimedias interrumpen los documentales sobre Auschwitz que se pasan en televisión. Hasta ahora solo una cosa ha logrado evadir el soborno: la muerte.

¿El soborno podría ser la pista para el ruego de Epicarno? ¿A la diosa sin nombre se le debe aplacar y seducir con dinero? Esta propuesta resulta mucho más cercana de lo que nos gustaría admitir. Nuestras plegarias, nuestros rituales litúrgicos, santuarios, templos, las abadías que erigimos y dotamos con tanta opulencia son peticiones para obtener un favor divino. Los monasterios que salpican el paisaje cristiano —muchas veces a corta distancia unos de otros—, la ostentación de los benefactores eclesiásticos, los diezmos que recogen sacerdotes y rabinos: ¿qué son sino intentos por comprar la benevolencia de los dioses, la protección mafiosa de lo sobrenatural? ¿Qué son sino intentos por canjear tesoros inmanentes por dividendos trascendentes? La venta de indulgencias al pecador generó escándalo. Y, sin embargo, ¿no es esa la función de los exvotos penitentes: animales, mazorcas, la fruta de la primera cosecha, monedas en el arca de los diezmos?

La canción del dinero que entonó el aforista de Agra se vuelve desvergonzada y ensordecedora en las letras del rap. Puede estar enmudecida pero no es menos audible en el himnario de la iglesia. Somos «señores de la danza», pero bailamos en torno al becerro de oro, tal y como lo hicieron aquellos lejanos intermediarios de la salvación.