7

—¿Cuándo te marchas, Jean?

Ella lo decía con segunda intención, era evidente, puesto que él no le había hablado nunca de aquel viaje; sin embargo, Marthe estaba al corriente. La prueba es que ella hablaba con un tono demasiado natural, como si no se tratase más que de un incidente cotidiano. Pero Jean no se engañaba. Sentía horror de aquella manera de preguntar y se contentó con replicar:

—¿Quién te lo ha contado?

—Emilie.

Marthe no decía nunca tía Emilie ni tía Hortense.

—¿Cuándo?

—Ayer.

Volvía él de los viveros, empapado y lleno de barro, porque llovía a cántaros. A causa de un cambio en el horario de los trenes no había un momento que perder y todo el mundo, en el patio, se dedicaba a la selección de los mejillones, a su embalaje. Jean había comido un bocado, de pie, en la cocina.

Ahora, mientras se cambiaba de ropa, el motor del camión estaba en marcha, ya, bajo la ventana.

—¿ Sabrás que si te marchas, no seguiré aquí durante tu ausencia?...

Él no tenía tiempo y le dirigió sin responder una mirada rápida pero descontenta.

—Lo aprovecharé para ingresar en la clínica y que me operen.

Jean se puso su chaqueta de cuero forrada de lana de borrego, y buscó sus manoplas.

—¿Qué te parece, Jean?

—Hablaremos de esto en otro momento.

* * *

No era más que un caso. Rebuscando un poco se hubieran encontrado varios por día: palabras, preguntas, actitudes, choques rara vez graves en ellos mismos, pero que venían implacablemente a añadirse al resto; y no siempre se trataba de Marthe, sino también de las tías, o de Adelaïde, hasta de gentes completamente ajenas al asunto.

La salvación provisional era el horario, el gesto por hacer, la tarea que esperaba y que no permitía que se eternizase una discusión, o complacerse mucho tiempo en tal o cual estado de ánimo.

Los vientos del Sudoeste se habían adueñado del cielo y del mar, manchando al primero de informes masas grises, el mar de crestas blancas sobre un fondo que, frente a Marsilly, no era verdoso como en el horizonte, sino de un tono oscuro de légamo.

Se volvían a encontrar por la mañana en los viveros y los criaderos de ostras, con linternas y los rostros morados del frío. Regresaban con la espalda encorvada bajo un trozo de toldo, porque los chubasqueros ya no bastaban.

Hortense caminaba al lado de Jean, con botas altas de caucho como él, abultada de ropa y lanzando ante ella una nubecilla de aliento.

—Me he informado respecto a los barcos de pasajeros. La travesía es menos larga por Port-Vendres.

Él no decía nada. Casi siempre llegaba el momento en que la carreta corría el riesgo de atascarse; o bien un cesto de mejillones amenazaba con perder el equilibrio.

Por su parte, él no pronunció nunca la palabra Argel que, para Jean, no era el simple nombre de una ciudad, sino que tomaba un sentido casi místico.

Cuando estés en Argel...

Cuando vuelvas de Argel...

Se detenía cada vez. Bajo aquel viaje a Argel adivinaba un montón de cosas reptantes que no quería ver, en las cuales no quería pensar.

La vida le ayudaba a ello, transcurriendo hora tras hora, minuto tras minuto, en una casa en donde el empleo del tiempo era tan minucioso como en un convento.

En una ocasión, había pensado que «El Rompeolas», con las dos tías y con él, se asemejaba bastante a una casa del cura en la que él fuese el cura, sus tías las sirvientas, ¡o más bien una, Hortense, por ejemplo, la sirvienta, y Emilie la madre del cura!

Fue en verano cuando pensó en ello, un día en que el aire estaba especialmente tranquilo y sonoro. Había él notado que, en toda la mañana, apenas se había percibido un movimiento en la casa.

Y, sin embargo, el trabajo se realizaba. Cada cual estaba en su puesto en el momento preciso en que debía estarlo. Los gestos se encadenaban a los gestos con una armonía tan maravillosa que no se adivinaba ni el esfuerzo, ni siquiera la organización.

No había visto aquello en ninguna parte. Ni aquella regularidad en todo, aquel orden —tan meticuloso que procedía del orden eterno— aunque sólo fuese por el sitio de un papel secante o de un cacharro de leche. Hasta los olores estaban en su sitio: el despacho de la tía Hortense que olía a tinta violeta, y, sin embargo, le parecía que, en otras casas, ¡la tinta violeta no tenía olor!, la trascocina, donde estaba la desnatadora, que olía a agrio, pero no demasiado, las alcobas en donde, a causa de la proximidad de los frutales, flotaban vaharadas de manzanas con los olores del heno que les servía de lecho...

—¡Jean! —decía la tía Emilie cuando él menos se lo esperaba—. Deberías ir al sastre. Tu traje azul no está ya muy flamante.

—No me lo pongo nunca.

Sin embargo, no discutía, porque Emilie no hacía más que pasar, con un cántaro de leche en la mano.

Así los sucesos no se desarrollaban más que por pequeños retazos que, tomados por separado, hubieran podido parecer anodinos. ¡Sólo Jean no dejaba pasar uno! Los registraba, amargado y receloso, sobre todo receloso, con un recelo que empezaba a tomar un tinte de maldad.

—¿Adonde vas? —había él preguntado con dureza a la tía Hortense, aquel día, al encontrarla instalada en el asiento del camión que un toldo protegía malamente de la borrasca.

—Tengo que hacer en La Rochelle

El toldo que restallaba impedía hablar. Al entrar en la villa, le preguntó:

—¿Dónde quieres que te deje?

—En ninguna parte. Iré primero contigo hasta la estación.

Y luego, una vez expedidos los mejillones:

—¿Y si lo aprovechásemos para pasar por el sastre?

Resultaba allí siniestro, entre los grabados horribles, las lanas oscuras, los alfileres y los jaboncillos.

—Ya que estamos aquí, podría usted, señor Godet, hacerle un traje gris con trabilla.

Y a los diez minutos largos:

—¿Y si te encargases un gabán de viaje?

¿Se figuraba Hortense que él no comprendía?

Si no decía nada, es que no había tomado todavía su decisión, aunque no estaba del todo seguro de que iba a dejarse manejar.

En tales ocasiones, le daban casi deseos de decir como los otros:

—¡Arpías!

No había pensado nunca, hasta entonces, en observar a sus tías. Para él, que las había visto siempre, eran ellas como estatuas. Empezaba tan sólo a comprender. Aquel orden de la casa, por ejemplo... Un propietario vecino, que poseía aproximadamente las mismas tierras y los mismos viveros, ¡empleaba tres hombres a cuatrocientos mensuales y apenas podía arreglárselas!

Pues bien, las tías, que no contrataban más que a Pellerin, no estaban nunca desaseadas, ni sudorosas, ni jadeantes ¡y Emilie tenía todavía tiempo, al menos una vez a la semana, de hacer algo de repostería!

Ellas no se violentaban. Ni le violentaban a él. Un día que entró en el despacho a buscar un sello, Hortense empujó suavemente una carta hacia él. Reconoció la firma del señor Misraki, su principal cliente de Argel.

«... espero, pues, a su sobrino que será bienvenido en nuestra casa, convencido de que su estancia en Argel será de lo más provechoso para sus negocios y para los míos...»

Miró a Hortense y comprobó:

—¡Le habías escrito!

Quizá porque ella estaba embebida en un montón de facturas, no inició una larga discusión sobre aquello.

Algo se preparaba, sin duda, y eran sus tías las que lo preparaban lenta y minuciosamente, con infinitas precauciones para no asustarle o enojarle.

Marthe no se dejaba engañar y, cuando él volvía, le lanzaba una mirada siempre semejante, inquieta, interrogadora, como si ella hubiera esperado la noticia de un momento a otro.

Pero ¿qué noticia? ¿Y por qué aquel viaje a Argel adquiría unas proporciones tan pavorosas?

Llovía, a diario, desde la mañana a la noche. Era la temporada, con viento, que ponía oblicua la lluvia y el cielo en perpetuo movimiento. Habían encendido las luces, recogido los animales, y la tía Emilie iba a ordeñar, por la mañana, con un farol que amarilleaba los cristales del establo.

Hasta después del almuerzo no marchaba Jean a La Rochelle con el camión. Como la tía Hortense iba a la villa dos o tres veces por semana, él la miraba siempre, en el momento de partir, y ella le hacía una seña negativa o bien subía a buscar su abrigo negro y su sombrero.

Entonces, ¿por qué aquel día?...

En La Rochelle, los campesinos llegados en el autocar frecuentaban casi todos un café tranquilo y no muy alegre, cerca de la estación de los autobuses.

Había otros cafés, cada uno para una categoría de clientes. Por ejemplo, el café de la plaza de la Armería, del que era asiduo Sarlat y que correspondía en La Rochelle a lo que era el Café de Correos en Marsilly.

Las tías no ponían jamás los pies en un café y, si tenían prisa para algo que precisaban, preferían hacer una pequeña compra en la primera tienda que encontrasen al paso.

Entonces ¿por qué?

Jean había sentido un choque al divisar, de pronto, a través de los cristales empañados de aquel café para gentes modestas «que llevan su comida», cerca del mercado cubierto, a su tía Hortense sentada ante una mesa con Justin Sarlat.

Ella no aprovechó el camión y había tomado el autobús. Era, sin duda posible, una cita.

¿Fue ella quien había avisado a Justin? ¿Era él quien le había transmitido un mensaje? ¿Y por quién?

No habló de ello aquella noche. No se le presentó ocasión de hacerlo. Además, no entraba en las costumbres de la casa precipitar las cosas.

Se contuvo impaciente, y se acostó a las ocho y media, a causa del trabajo en el vivero. Sólo al volver del mar, con la tía Hortense, preguntó de repente:

—¿Qué quería Justin?

—¿Por qué?

—¿Qué te preguntó ayer?

—¿Nos viste?

Y casi llegaron a la entrada de la casa.

—¿Otra vez dinero?

—¡No, no! No te preocupes.

Jean no insistió, pero arriba, en su alcoba, lanzó a Marthe:

—Tu padre ha vuelto a pedir dinero a mis tías.

—¿Estás seguro de eso?

Siempre el mismo ritmo, los mismos vacíos, los mismos gestos familiares durante los cuales se podía pensar sin parecer que se pensaba.

—¿Y se lo han dado?

Él se encogió de hombros y fue a buscar debajo del armario de tachuelas, sus botas.

Finalmente, en el momento en que iba a salir, Marthe suspiró:

—Debe haber líos entre ellos. Tendré que hablar a mi madre.

Pasaban los días. Jean tenía la certeza de que aquello no podía ya durar así, que la casa no podía permanecer en un equilibrio inestable. Cada cual debía notarlo como él y, sin embargo, no se producía nada más que sucesos insignificantes, siempre desagradables, que aumentaban la sensación de desasosiego y de incertidumbre.

Así, por ejemplo, cuando regresaba, la tía Hortense estaba en la cocina, a una hora en que no debía estar allí, y en cambio no vio a Emilie.

—¿Dónde está? —se extrañó.

Ella señaló el techo.

—¿Con Marthe?

—Tu mujer no quiere ya que sea yo quien le haga la cura. Al parecer, soy demasiado brusca.

—¿Habéis disputado?

—¡Ni siquiera! Hace un rato vino Adelaïde. Quizá sea ella la que...

—¿Cómo ella?

—Adelaïde no me quiere mucho. Desconfía de todo el mundo. La han sacudido tanto que mira a la gente de soslayo.

Hortense no le preguntó:

«¿Cuándo te marchas?»

Pero la pregunta flotaba allí, entre ellos, en toda la casa. Los dos trajes y el gabán habían sido entregados y Jean, acompañado de Hortense, se compró unos zapatos.

Ya no se veía, al pasar, a Justin con sus camaradas del Café de Correos, porque estaban dentro, pero se adivinaba a veces una cara irónica detrás de la puerta acristalada.

—Parece que ha tomado Kraut a su servicio...

Jean no comprendía el interés de aquel detalle, pero, desde el momento que sus tías hablaban de ello, es que el hecho tenía su alcance.

—¿Cómo está, Emilie?

—Ni mejor ni peor. Yo creo que si ella quisiera reaccionar, podría moverse como cualquiera.

La casa estaba demasiado caldeada. Desde la cocina algo se tramaba sobre las vidas.

Y de hora en hora, de día en día, las palabras se encadenaban, los ojos se buscaban.

—¿Has hablado a tu madre?

—¿A propósito de qué? ¡Ah, sí! En lo del dinero no está al corriente. Sabe únicamente que mi padre le ha pedido de nuevo que firmase en papel timbrado, pero no le ha dicho nunca para qué. Le he hablado de otra cosa.

La miró, con la frente fruncida.

—¿Recuerdas lo que dijimos respecto a Léon Laclau? ¿Te molesta que te hable de eso?

—¿Por qué?

—Si te molesta no tienes más que decirlo. No quiero sobre todo que me acuses después de meterme en lo que no me importa.

Sus relaciones no habían cambiado mucho. Se hablaban sin acritud, pero sin ternura, como unos seres que están destinados a vivir juntos.

Sin embargo, a veces, tanto de un lado como del otro, había una vacilación, una mirada que significaba quizá una llamada y que parecía decir:

«¿Y si a pesar de todo probáramos?»

Para Jean aquello quería decir:

«¿Si probáramos como en un sueño?»

Pero él tenía la impresión, en tales casos, de que Marthe comprendía:

«¿Nos marchamos los dos? ¿Nos liberamos de las dos arpías?»

Y ello le hacía mostrarse más frío aún.

* * *

—No hay deshonra, ¿verdad? Yo me preguntaba por qué te habían recogido, desde el momento en que no eras el hijo de su hermano. Ya sé que hay personas que adoptan niños, aunque sean de un asilo, pero esto no se hace generalmente más que a cierta edad, cuando existe la seguridad de no tener uno mismo familia...

Estaba sombrío. Las palabras sonaban desagradablemente, hacían levantarse en él como una niebla.

—¿Quieres que me calle?

—Continúa, puesto que has comenzado.

—¿Estás enfadado?

—¡Habla! ¿Lo oyes? ¡Habla! ¡Dime lo que sepas!

Ella lo lamentaba, pero era ya demasiado tarde.

—Es que no sé nada en concreto. Creí que mi madre debía estar al corriente, dado que tiene aproximadamente la edad de tus tías y que han sido amigas. ¿Me escuchas, Jean?

Había él apoyado su frente en el cristal y contemplaba la lluvia. Se contentó con hacer un signo para dar a entender que escuchaba.

—Es mucho más misterioso de lo que tú crees. Hasta el punto de que me pregunto si mi madre no ha exagerado, lo cual no es en ella habitual. Al parecer, la madre de tus tías era más fuerte y resistente que un hombre. Cuando murió, de una rotura de aneurisma, cuando trabajaba en el vivero, fueron tus tías las que rigieron la casa y no su padre...

Aquello le interesaba, pero al mismo tiempo sentía rencor hacia Marthe. La evocaba, en aquella alcoba, con Adelaïde, junto a la chimenea, charlando sin cesar acerca de los Laclau, con aquellos suspiros que Adelaïde sabía lanzar.

—Según parece, en esta casa, han sido siempre las mujeres las que han mandado. Esto se remonta a tiempos lejanos.

—Continúa, por favor.

—Esto es casi todo. Estaban tus tías y su padre. Se cuenta que el padre era un antiguo criado que se casó con la dueña...

Él se volvió y miró con dureza a su mujer.

—Te pido perdón —balbució ella—. Creí comprender que estas cuestiones te molestaban. ¡Si supieras que a mí todo eso me resulta indiferente!

—Estabas refiriéndote a mis dos tías y a su padre...

—Sí. No se les ha conocido nunca un novio. Trabajaban tanto como ahora, como si fuesen hombres. Son ellas las que han comprado de nuevo la pomarada y la tierra que está al norte de la carretera. Un buen día, salieron de viaje, dejando solo al padre. No dijeron a nadie adonde iban. El viejo juró que lo ignoraba, lo cual era muy posible, dada la poca importancia que tenía él en la casa...

¡Jean casi la compadecía! Recitaba su historia con desgana, ansiosa de terminar; y se imaginaba que él le tenía rencor cuando lo que estaba era a cien leguas de su pobre persona.

—Fue mi padre el que se encontró un día a Hortense, en Saintes, adonde él había ido a tratar de un asunto. No habló de nada de esto. Cuando ellas regresaron, las hizo rabiar con la cuestión, aunque él no lo sabía todo aún. Sólo dos años después trajeron a vivir con ellas a un niño pretendiendo que era el hijo de su hermano Léon. ¿Te entristece esto, Jean?

—¡No!

Y con una sonrisa perversa:

—¿Por qué crees que esto me entristece? ¿Y no hay más? ¿Son muchos en la camarca los que conocen esta bonita historia? Supongo que tu padre se habrá complacido en contársela a sus camaradas del Café de Correos...

—¡Jean! Te juro...

—¡Quizá tengas razón! Guardando su secreto para él solo, saca provecho de ello.

—¡Jean! Te lo suplico...

Estaba él tranquilo. Pero su cabeza y su corazón estaban henchidos de lo que había escuchado. Se hallaba casi ante la puerta cuando se volvió para preguntar a pesar suyo:

—¿Cuál es?

Y se mostraba tan despreciativo con respecto a Marthe que ella estalló en sollozos.

—¡No te vayas! ¡Jean! ¡No he querido apenarte! Yo no sé nada más. Nadie sabe más. Mi madre cree que es Emilie. Y yo también. No me mires así. ¡Si supieras lo nerviosa que me pone esta casa! Voy a confesarte una cosa. No te enfades. ¡Júrame que no te enfadarás! Cuando te marchas, pues... tengo miedo... ¿No comprendes?...

Fue a tocarle la cabeza, con un gesto protector, en señal de apaciguamiento.

—Cálmate.

—¿Y tú?

—¿Cómo yo?

—¿Qué vas a hacer?

—¿Qué haré?

—¿Irás a Argel?

—No lo sé aún.

Lo sabía menos que nunca. O mejor dicho...

Bajó pesadamente la escalera encerada que formaba un recodo y que una puerta hacía comunicar con la cocina. Ahora, Emilie estaba en su sitio; él se sentó en un rincón, sobre una silla de paja.

No era su sitio. No era su hora. Ella se sorprendió:

—¿Qué haces?

—Nada.

¡Miraba y nada más!

—¿Cómo se encuentra Marthe?

—Siempre igual.

Emilie era realmente la más mujer de las dos, la más delgada, la más fina, la que tenía mayor soltura de movimientos.

—Tía Emilie...

—¿Qué quieres?

—Nada.

—¿Adónde vas?

No iba a ninguna parte. Vagaba. No pensaba, mirando fijamente los objetos sin verlos.

* * *

—¡Oiga! ¿El señor Marchandeau? Aquí, la señorita Hortense... Si la de «El Rompeolas»... ¿Tendría usted la amabilidad de enviarme dos hierros de doce, y de tres metros cincuenta de largo...? Sí...

Estaba ella en el despacho, como todos los días a aquella hora. En cuanto a él, para seguir el horario, tendría que haber ido a cualquier sitio a jugar su partida de billar.

—¡Emilie! —llamó Hortense a través del tabique—. ¿Está aquí todavía Jean?

—Sí.

—¿Quieres mandármelo?

Y la otra tía gritó:

—¡Jean!... ¡Jean!...

... Sin saber que él estaba a dos metros de la puerta de la cocina.

Hortense se sorprendió.

—¿Qué tienes?

—¿Yo? ¡Nada!

—Pues parece que estás malo.

—Quizá no he digerido el pato del mediodía. ¿Me llamabas?

—Es por si acaso fueras a La Rochelle en moto. Quisiera que dijeses al vendedor de cereales...

¡Nuevos encargos! Como el padre de las dos tías debía hacerlos en la época en que...

Jean miraba precisamente su retrato, su frente estrecha, sus bigotes caídos.

Prefería no contemplar el otro retrato, el de su abuela, que se parecía demasiado a Hortense.

—Oye, tía...

—Te escucho... Un momento... ¡Oiga!... Sí... Anule la llamada a Luçon... Ya no la necesito... Gracias, señorita...

Y con otra voz:

—Te escucho, Jean.

Lo cual no le impedía seguir removiendo papeles.

—¿Qué hay?

En aquel preciso momento tuvo él la clara sensación de que iba a hacer lo que no debía. ¡Pero tanto peor! El impulso estaba tomado.

—Cuando estabais en Saintes, tía Emilie y tú...

Vio ante él un rostro de yeso, como si la fotografía de la abuela hubiese bajado de su marco. No podía continuar, no encontraba ya nada que decir. Y Hortense, que no abría la boca, le miraba fijamente con sus ojos grises.

Salió, montó en su moto, pasó sobre unos charcos, hablando solo, en varias ocasiones, entre el estruendo del motor.

Cuando regresó, más tarde que de costumbre, deliberadamente, encontró la mesa puesta. Emilie, en cuanto él entró, colocó la sopera en el centro. Y Hortense se sentó en su sitio.

—¿Has ido a La Rochelle?

—Sí.

—¿Diste mi recado al de los cereales?

—Sí.

No era cierto. No había ido ni a La Rochelle ni a la tienda del vendedor de cereales; había rodado y sólo se detuvo muy lejos, en un pueblo que no conocía, para sentarse junto a la estufa de un mesón y beber una botella entera de vino blanco.

Le relucían los ojos. Los de la tía Emilie estaban rojos, como si hubiera llorado. En cuanto a la tía Hortense, él juraría que se había dado polvos.

—¿Y Marthe?

—Ya la he curado —dijo la tía Emilie—. Como tuvo un ataque de nervios, ha tomado su somnífero. Debe estar durmiendo.

Él se estremeció. Era involuntario. Imaginó de pronto a Marthe, que no tenía dos adarmes de salud, que no podía siquiera bajar la escalera sin ayuda de alguien, la imaginaba, sola, tan flaca, y blanda, en su cama, atontada por una droga, mientras que la tía Emilie y la tía Hortense...

—¿No comes?

—No tengo hambre.

—Hay que comer de todas maneras.

Era una antigua frase de la casa, que le repetían desde el tiempo en que era muy pequeño.

—¿Adonde vas?

—Subo a la alcoba.

Abajo, la luz estaba encendida. En la alcoba no había más que una lamparilla porque, cuando Marthe se despertaba sobresaltada, especialmente en medio de una pesadilla, sentía unos terrores enfermizos.

Jean no tenía sueño: sólo dolor de cabeza. Su mujer dormía, con la boca entreabierta y la frente brillante.

Cogió una silla y se sentó a la cabecera de la cama; se quitó sus zapatos empapados y permaneció así, en calcetines, mirando hacia delante.

¡Hubiese querido realmente, pero no era posible! ¡No la conocía! Por mucho que intentó recordar el bosque de la Richardière, aquello le producía una impresión más bien desagradable.

Marthe respiraba como los niños. Su labio superior parecía hincharse a cada aspiración y entre el pelo ralo de las sienes se veía la piel lívida.

No se oía ningún ruido abajo en la cocina que era la misma desde hacía cuarenta años o más, mucho antes de estar él, quizá antes de sus tías...

Le parecía ver a Babette con su labio leporino, su ropa interior y su carne de solterona, unos cabos de hilo o de lana, oír de nuevo unas voces perezosas:

—...un piso en La Rochelle... un puesto en una oficina... un día u otro, la herencia...

Y de pronto los ojos, ante él, estaban abiertos, unos ojos más extraños que todo el resto, que le miraban fijamente, a él también como a un extraño, y la prueba era que comenzaban por tener miedo.

—¿Qué haces ahí?

—Nada.

—¿Por qué no te acuestas?

—Sí, ahora.

—¿Hace mucho que has vuelto?

Atontada todavía por la droga, ella articulaba con dificultad. Su boca había dejado en la almohada una huella húmeda.

—¿No vienes?

—¡Sí, ya voy!

¿Quizá no estaba ella bien despierta? Al volverse, con torpeza, arrastraba las mantas con su cuerpo. Suspiró.

—Eres malo...

Para poner realmente sus pensamientos en orden, Jean hubiera necesitado un papel, un lápiz, como para hacer un cálculo. Pero aquello no tenía importancia. Poco representaba el camino tortuoso por el cual llegaba a ello: ¡lo que contaba, era que llegaba a alguna parte!

Llegaba, de pie en su alcoba, en camisa y pantalon, con las manos sobre la hebilla del cinturón que iba a soltar, prometiéndose:

...¡la última vez!

Porque necesitaba decirse que era la última vez para tener el valor de meterse en aquel lecho, junto a un cuerpo extraño, ya cálido, ya sudoso, junto a un ser que no tenía nada de común con él, que estaba tan lejos como Adelaïde, por ejemplo, o que Justin y su pandilla.

—... tus pies...

Ella protestaba porque Jean tenía los pies helados. No se atrevía a tirar de la colcha hacia él. Pensaba:

«Argel...»

¿Qué podían decirse las de abajo? No se decidían a subir y hablaban tan quedamente —¡si es que hablaban!— que aquello no producía el habitual zumbido de mosca.

Y Marthe, ¿en qué pensaba, en su sueño, para murmurar:

—¿Sigues siempre enfadado?

¿Por qué siempre? ¿Por qué enfadado?

—...una pobre niña...

¡No! ¡No era posible esperar! Se levantó.

—¿Adonde vas?

—Duérmete.

—¿No digieres bien?

Se ponía el pantalón, la chaqueta, abría la puerta, veía luz por el quicio de abajo.

Las dos mujeres estaban sentadas, cada una en un extremo de la mesa; entró él y profirió, con la boca seca:

—Será preferible que vaya en moto a Burdeos, para tomar el rápido...

Las dos ar...

Tenía que actuar de prisa mientras le quedaba un ligero impulso.

—¿A qué hora sale el barco?

La tía Hortense se levantó, sin prisa, sin alegría aparente.

—Tengo el horario en el despacho.

La tía Emilie se levantó también, dio dos pasos hacia la estufa en donde quedaba un poco de lumbre.

—Deberías beber una taza de vino bien caliente. Estás muy pálido.

Los ruidos familiares de las puertas abriéndose y cerrándose, de las zapatillas sobre el suelo encerado, de la tapa convexa del buró.

Y finalmente, con los pasos, el arrugamiento de un papel.

—El Djebella sale mañana a las cinco de la tarde. Si logras tomar en Burdeos el rápido de las siete de la mañana...

No ponía ella en sus palabras ninguna vehemencia. Ni Emilie tampoco.

—Podrás rodar bien. Hay luna.

—No corras demasiado, de todas maneras.

Aquella noche, Marthe no se despertó cuando

Jean, con los ojos cerrados y conteniendo la respiración, le rozó la frente con sus labios.