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Fue así como, después de hacerle un segundo favor a Aparicio, consistente en algo parecido al anterior, ahora más al sur, pero de los cuales tenía ya claro que los perpetraba ligado también al Chico Nonato, pude al fin enterarme de verdad, más allá de las experiencias sufridas, de la implicación oculta que guardaba el fundo Pucará con el exterior. Al parecer el círculo estaba cerrado, solitario y abominable en él cuanto viera en su recinto, incluidos los campesinos con un número de identificación en la espalda. Ahí yacía su principal soporte de regadío y, como me indicara Aparicio, contento de su hallazgo, cierta tarde en Copiapó, mientras bebíamos unos tragos en la cafetería del hotel Antay, fuera de los acuíferos que poseían esas tierras, le llegaba además el agua del viejo embalse Lautaro, alimentado por los deshielos en verano. El río Copiapó estaba reseco por culpa de las empresas mineras, hundido entre los pedregales a orillas del camino, a falta también de lluvias. El descubrimiento lo había escuchado comentar días atrás en el pueblerío de Nantoco, a poca distancia de Tierra Amarilla, con motivo de un bautizo que amadrinara Nury, la mujer del Chago Cambell, el hombre de la noche copiapina, dueño de la última palabra. Yo lo conocía a éste al pasar, como así al Flaco Sepúlveda, su ayudante, que le dirigía, entre otros negocios, un garaje dedicado a la desarmaduría. Prestando oído al camionero que hablaba en la fiesta medio achispado, continuó Aparicio, me acordé de tus inquietudes al respecto, callado el loro como las has mantenido. Pues bien, me cayó la chaucha, incluso para mi propia sorpresa, que, desde hace varios años, desde los setenta, arrancan unas tuberías subterráneas desde el embalse, a metros de profundidad, que ayudan a irrigar, mediante una motobomba, las plantaciones del fundo Pucará. No estaba equivocado de haber alcanzado quizás algo definitivo, irrefutable, acerca del viaje que me motivara hacía unos meses y, llevado por Aparicio en su auto, en compañía del Chico Nonato, partí a conocer el embalse Lautaro, cerca de donde me extraviara cuando fuera dejado inconsciente, abandonado en un secano por los esbirros del mayor Stuven. Bajo la paz que reinaba allí, espejeante a medio llenar el volumen de agua, cruzada la superficie por unos patos solitarios, nada delataba desde luego la maquinaria hidráulica enterrada, vaya a saberse adonde en aquel entorno, que permitía la extracción del líquido, pero, no obstante, me sentía satisfecho del logro, aunque nunca hasta ese momento hubiera escrito una línea acerca de la crónica encargada.