23

 

Al caer la noche tuve un presentimiento. Cogí el coche y volé hacia la cabaña con la esperanza de que mi hazaña la hubiera conmovido. Su corazón no era de piedra y tuvo por fuerza que apreciar la gesta de presentarme en su casa, exponiéndome ante su padre. Si eso no era una demostración de amor en toda regla entonces es que el amor no existe y es un cuento chino.
Era noche de luna menguante y no había ni rastro de su coche. Por las rendijas de las persianas no se entrevía el halo de luz que tantas otras noches había anunciado a mis ojos enamorados el preludio de mieles venideras. Aquella noche reinaban la oscuridad y el silencio. Y sin embargo, a pesar de las tinieblas que zaherían mis maltrechos sentimientos cual un rosal espinoso, mi instinto, bien adiestrado, presintió algo anormal que me puso en alerta. Oteé la negra espesura al mejor estilo cazador y entonces, detrás de un árbol, vislumbré la brasa de un cigarrillo que crecía y menguaba a guisa de un pulmón en el infierno. Sin desviar la mirada del fuego agarré de la leñera, al costado de la casa, una recia rama de pino y, armado con ella, me acerqué cauteloso hacia donde alguien daba caladas poco espaciadas, señal de nerviosismo. Ahí estaba mi hombre. El hijo de perra. La silueta que, conforme me acercaba, se iba agrandando, ni se inmutó con mi llegada. Me estaba esperando. Era Jonny. Iba vestido como un pordiosero, con ropa de inconsolables resacas, echando un tufo a alcohol que era notorio a más de cinco metros. Apoyado sobre el tronco de un roble a guisa de bandolero, su mirada era felina. Pero felina de león herido, no de tierno siamés. La luna decrecida era luz suficiente para medir el tamaño de sus fauces. Me sobresalté al verlo. Con él era imposible saber a qué atenerse, dueño de un hermetismo que hacía honor a la tumba de los cautos. La última conversación que tuvimos auguraba encuentros infelices. De haber venido a mi casa, a plena luz del día, habría alentado en mí la esperanza de una reconciliación, pero en plena noche y en aquel lugar me temí lo peor. Era un ente vivo de inteligencia despierta y carácter inconstante. Una combinación, por lo demás, tan proteica que puede de resultas ser pacífica o criminal, virtuosa o despreciable según las circunstancias. Desde luego, allí plantado asemejaba un enemigo. No he de negar que pese a mi proverbial sangre fría su presencia en aquel lugar y momento, y de aquel modo, contribuyó a inquietarme más de lo debido. La situación, en verdad, no podía ser más embarazosa: había descubierto nuestra guarida y me era imposible calibrar la peligrosidad de tal conocimiento en su persona.
—No ha venido —me soltó por saludo en alusión a Sonia y sin que yo le preguntara, rompiendo el hielo y algo más, porque acompañó sus palabras con una risa sardónica más propia de un diablo que de un amigo.
Su tono elevado, que no se cuidaba del lugar y la hora, me incomodó. Sus ojos destellaban un no sé qué de rabia parecida al rencor. Al menos ya sabía quién apedreó mi relación con Sonia con aquella infame nota en que me llamaba traidor. Y pronto averiguaría el por qué.
—¿Desde cuándo lo sabes? —le pregunté bajando la voz, tomando mis precauciones.
—He trabajado en esa mierda de fábrica seis meses y el jefe no me ha saludado ni una sola vez —gritó sin atender a mi demanda de cautela—. Hay gente que lleva años trabajando y apenas lo conocen de vista. Tú en cambio te reúnes a menudo con él en su despacho y hasta vas a su casa.
—¿Me vigilas?
—No, no te vigilo a ti. Al menos no lo hacía al principio.
—¿A quién vigilabas?
Jonny enrojeció y se puso nervioso.
—¿A qué has venido a este pueblo? —me interpeló terriblemente irritado.
Se había ido de la lengua sin querer. Atendiendo a su crispación comprendí que no era buena idea morder hueso y sonsacarle a quién narices se dedicaba a espiar. Aunque me lo podía imaginar.
—Vine buscando trabajo —le respondí como si no le hubiera dado importancia.
—Ja —exclamó desmintiendo mi respuesta—. ¿Cuánto llevas con ella?
Un destello fulmíneo arrasó su falsa imperturbabilidad.
—La conocí en la fábrica —le respondí atesorando cuanta prudencia cabía en mí.
—Oh, sí, fue un flechazo. Lo típico, la hija del jefe, acostumbrada a tratarse con todos los gerifaltes, se enamora de uno de los empleados piojosos del padre. No le pega el tipo rebelde, ¿sabes? Y tampoco recuerdo haberte visto con ella en la fábrica. ¿Dónde surgió entonces el flechazo?
—Vaya, veo que tienes una capacidad extraordinaria para prejuzgar a las personas —me defendí intentando extraviar su certera acusación. Menos mal, pensé, que la semana en que Sonia estuvo tan fogosa él ya no estaba allí. Si me hubiera cazado con la bragueta bajada a saber la que podría haber liado.
—No te andes por las ramas y responde —insistió—. ¿Desde cuándo la conoces?
—El primer día por la tarde se presentó con el jefe de seguridad. Ahí la conocí. Pregúntale a Pascual si no me crees. Después, un día me la crucé por la calle y la invité a un café. Y no me lo rechazó pese a ser un piojoso —agregué con retranca.
Si sus pupilas hubieran sido arcos me habría asaeteado con las centellas que le nublaban la mente.
Cambiando de tercio, incapaz de lidiar en un ruedo donde Sonia era el trofeo, me espetó:
—¿Sabes en qué berenjenal los has metido? Si esto sale mal ninguno de ellos podrá volver a poner un pie en la fábrica. Irán a chirona de cabeza. Tú les has convencido para que se la jueguen. Yo tampoco habría sospechado que hay gato encerrado si no hubiera descubierto lo que tienes con ésa —maldijo en tono despectivo. Un tono tan agrio que alumbró mi intuición y me puso sobre aviso—. Y al parecer es un trío —continuó—, porque con el padre también te entiendes bien. Explícame de qué va esto.
—No es lo que crees —le respondí—. No existe ninguna confabulación entre el jefe y yo. Y lo que sucede con Sonia es estrictamente personal. No tengo por qué explicártelo.
—Ya sé que no me lo vas a explicar. Pero, ¿crees que me importa un carajo si te tiras a ésa? —maldijo nuevamente con el mayor desprecio—. Lo que quiero saber es de qué parte estás, porque esto me huele a encerrona.
—Dímelo tú de qué parte estoy —le dije desafiándolo—. Y de paso dime de qué parte estás tú, porque tengo la impresión de que tu lucha es personal.
Mi insinuación le sentó como una puñalada y se revolvió resentido.
—Veremos a ver si a ellos también les parece normal cuando se lo cuente o es sólo cosa mía.
—¿Se lo vas a decir?
—¿Tú qué crees? Te estás tirando a la hija del jefe, te he pillado hablando a solas con él, no hay manera de averiguar por qué cojones has recalado aquí, en este pueblo de mierda donde no se te ha perdido nada. Quiero decir donde todos creíamos que no se te había perdido nada. ¿No te parece que deben saberlo? Ahora ya no sé si les haces luchar por un futuro mejor o los están empujando a que caven su propia tumba. Ya no hay forma de saber si eres un héroe o un villano.
—Sé que no lo harás. Eres demasiado sensato para hacerlo. Puede que ya no confíes en mí y no te culpo por ello, pero sabes que si les dices algo se irá todo al carajo. No hay marcha atrás ni habrá otra oportunidad. Cualquier vacilación y no habrá servido de nada lo que han hecho.
—No voy a callarme sabiendo que no eres trigo limpio y que puede que nos la estés jugando. Si estás de nuestra parte, ¿qué coño haces con ella? ¿La vas a sacrificar por nosotros? Eh, dime, ¿lo vas a hacer? Se te ve en los ojos que estás encoñado. No puedo fiarme de ti.
—No tengo que elegir entre ella o vosotros. Somos nosotros contra ellos. Sonia no juega esta partida.
—Oh, sí, ya lo creo que juega. Sonia es un comodín para ti. El problema es que no sé a quién le quieres ganar la mano.
—¡No seas idiota! —lo increpé perdiendo los nervios—. Júrame que no se lo vas a decir a nadie.
Jonny se encendió otro cigarro. Cabeceaba inquieto, presa de un corazón iracundo atrapado por unos sentimientos nobles que a guisa de grilletes le impedían desfogarse.
—Yo sí confío en ti —le dije—. Y para que veas que no es palabrería, te voy a confesar algo. Bien, escucha, os mentí. Sí, lo reconozco. Vine aquí porque el jefe me contrató para averiguar algo.
—¡¿Qué?!
—Como lo oyes. Soy detective. Alguien está amenazándolo desde hace tres meses.
—¡¿Y a quién le importan esas amenazas?! ¡¿Qué tiene eso que ver con la que has liado lanzando al pueblo a desafiar a todos esos cabrones?! —exclamó furioso, delatándose torpemente. El jefe había mantenido en secreto lo de las amenazas para que no se propagase la noticia y otros lo imitaran y a él no le causó ninguna sorpresa enterarse.
Enseguida se dio cuenta de su error e intentó enmendarlo:
—¿Quién lo amenaza?
—¿Ves como no sabes todo lo que crees? —le dije fingiéndome ignorante, como si no me hubiera percatado de su ingenua delación—. No sé quién lo amenaza. Y si te digo la verdad no tengo mucho interés en averiguarlo —añadí con un tono cómplice—. Lo que le pase a ese cabrón se lo tiene merecido. Que te quede bien claro que la revuelta no tiene nada que ver con mi trabajo.
—¿Y qué pasa con ella?
—¿Qué quieres decir?
—¿Lo sabe?
—¿Si sabe el qué, lo de las amenazas al padre? Claro que lo sabe. Y también sabe quién soy yo.
—¿Ves como sabía que había algo raro? Ésas no se juntan con tipos como nosotros —dijo escupiendo al suelo—. Quiero decir como yo...
Esta vez delató sus sentimientos. Aquí se disiparon mis dudas. Para él todo giraba en torno a Sonia: la lucha, las injusticias, nuestra amistad. La odiaba por alguna razón que desconocía.
—Ella está al margen, que quede claro —le advertí.
—No, no me digas que está al margen. Estás encoñado de ella, no puede estar al margen. Si jodes al jefe también la jodes a ella.
—He dicho que ella está al margen. Lo que sucede no tiene nada que ver con ella.
—No soy idiota. Nunca harás nada que le perjudique.
—¿Te parece que la revuelta no la está perjudicando? Tú limítate a no abrir la boca y déjame a mí con mis dilemas morales.
—¿Sabe ella que estás detrás de la revuelta?
Tuve que hacer un esfuerzo para no partirle la cara. Su pedrada era posible que me hubiese costado la relación con Sonia. Pero no le di el placer de saberlo.
—No, no lo sabe. Y quiero que siga sin saberlo. Ahora debes irte, puede venir en cualquier momento.
Jonny empezó a cavilar. Un rayo le cruzó la mente. No podía saber si la iluminación era beatífica o diabólica, pero era el momento de jugármela y se lo solté de sopetón, para cogerlo desprevenido. El golpe de efecto podía desarmarlo.
—¿Crees que no sé que eres tú el de las amenazas y las pedradas? —le solté a bocajarro.
Jonny palideció.
—¿Y qué si soy yo? ¿Me vas a vender? —masculló tratando de recobrar la serenidad, con un gesto un poco amenazante, víctima clara de la desesperación—. ¿Qué crees que me puede pasar? ¿Una multa, una noche en el calabozo? ¿Que no me vuelva a contratar?
Una risa nerviosa le hizo escupir el cigarrillo.
—¡No seas idiota —lo abronqué—, si hubiera querido denunciarte ya lo habría hecho! Le tengo la misma simpatía que tú al jefe. Si hablas, lo fastidiarás y lo sabes. Eso es lo único que importa. Podemos acabar con ellos y no voy a permitir que todo se vaya al traste por tu paranoia. Entonces sí que no me dejarías otra opción que ir a por ti. No sé por qué me huele que hay algo que se me escapa. Las amenazas no son por el trabajo, ¿verdad? ¡Vamos, si te importaba un bledo que te despidieran! Querías largarte del pueblo desde antes que se supiera lo del despido. Y creo que ahora entiendo por qué querías desaparecer. Y el odio que le tienes al jefe. ¿Por qué no me cuentas la verdad?
—Qué sabrás tú —farfulló envenenado por la hiel que le cuarteaba el corazón como mojama reseca.
—Quizá más de lo que crees. ¿Por qué los odias tanto? ¿Es porque ella ha tenido todo lo que te hubiera gustado tener, porque las has pasado canutas para salir adelante mientras que ella ha tenido una vida fácil? A eso se le llama envidia.
—¡¿Qué cojones sabrás tú?!
—¿O es porque quizás te hubiera gustado pescarla a ti?
—¡Vete a la mierda! —gritó abalanzándose sobre mí y lanzándome un derechazo que no pude parar.
Salió corriendo. Sentí un dolor agudo y me eché las manos al naso, alzando la frente al cielo para contener la hemorragia y ciscarme en sus muertos. A la altura de la cabaña, al darse cuenta de que no lo perseguía, se detuvo en seco y se volvió desafiante hacia mí. Su expresión me produjo escalofríos. Era la viva imagen de un hombre roto. No pude sino compadecerlo y arrepentirme por mi falta de tacto.