CAPITULO DECIMOCUARTO
ERNESTO sentía los ojos como si los tuviera pegados con cola. Una mano posada en su hombro lo sacudía; quería volverse y trompear al que lo molestaba, pero le faltaban las energías.
—Ernie, ¿estás despierto? —le decía Gretchen—. ¡Vamos, ya, despierta!
—Estoy despierto, ¡por Dios! ¡Quítame las manos de encima! Me siento como si fuera a morir.
Ella jadeaba. Ernesto no estaba preparado para enfrentarla. Permaneció en la cama, vuelto hacia la pared. Ella volvió a sacudirlo.
—¡Vamos, Ernie, levántate! Y no hables así.
—Es la pura verdad —dijo, volviéndose por fin—. Me duele el cuerpo de tal modo, que rne parece que no podré volver a caminar.
—Más tarde podrás bañarte, pero ahora apúrate. Dentro de dos minutos darán la información.
—No sé qué es lo que te emociona tanto —le dijo, mirándola con ojos sombríos—. Ayer no pudiste ni salir. No tienes la más remota idea de las cosas que pasé. No viste ninguna de las revueltas, ni a nadie que enloqueciera a tu lado, ni estuviste a punto de que te retorcieran la cabeza un par de miles de estúpidos. Pasaste el día entero mascullando aquí dentro. Déjame descansar. Voy a quedarme en la cama todo el día, si me da la gana. Antenoche no dormí lo suficiente, y sabes de sobra que tuve que pelarme el culo tratando de conseguir cospeles para nosotros.
—¿De veras pediste tres? —dijo, esperanzada—. ¿Como yo quería? ¡Oh, Ernie, sabía que no ibas a abandonarme, ni a Stevie! ¡Perdóname, Ernie!
—No pedí tres —replicó, colérico—. No pedí nada por la sencilla razón de que en todo el bendito día no encontré a nadie a quien pedirlos.
—¿De veras que no? ¿O lo dices por decir? Tal vez conseguiste uno solo para ti y no quieres decírmelo.
—Ayer soñé contigo —dijo él, mirándola—. No sé exactamente en qué momento, pero decías cosas horribles de mí, y después las medité mucho. Llegué a pensar en que quizá no hice lo que me propuse, como tenía que haberlo hecho. Me parece que tendría que brindarte y brindarme otra oportunidad, pero ¿sabes una cosa? No me preocuparía aunque fueses la única persona en todo el mundo que no consiguiera un cospel. Eres muchísimo mejor que un sueño.
Al mediodía, Ernesto encendió el televisor de imagen chata. Gretchen se sentó a su lado en el diván, todavía un poco mareada por los sedantes que había tomado para la crisis del día anterior.
—Entonces, me alegro de no haber salido ayer. Si te hizo eso a ti, es mejor que me haya quedado en casa. Te convertiste en no sé qué clase de animal. No puedo creer que fuera tan tremendo como contaste. Los representantes no lo habrían permitido; pero las personas como tú aprovechan la ocasión para exteriorizar las agresiones reprimidas. ¿Qué hiciste, le pegaste a alguien? ¿Tiraste piedras a las ventanas? ¿Gritaste palabrotas?
—No —dijo Ernesto—. Lo más importante fue cuánto aprendí acerca de lo que la gente es, en realidad. No tanto acerca de mí mismo sino de los otros y... ¡oh!... de ti. Actué más o menos como supuse que lo haría. Tenía miedo y actué con miedo, pero no con vileza.
—Apuesto a que sí —le dijo Gretchen—. Estabas tan empeñado en golpear a los ancianos y a las mujeres contra las paredes, que te faltó el tiempo para buscar los cospeles. Ayer estuviste fuera casi doce horas, ¿te das cuenta? ¡Doce horas! En ese tiempo yo podría haber recorrido toda Fort Greene, puerta por puerta.
Él la miró unos segundos.
—Pero la verdad es que no lo hiciste. Habías regresado al útero materno, mientras yo ponía la cara a las bofetadas. En segundo lugar, toda la ciudad estaba en las calles conmigo, y por último, ¿qué te hace estar tan segura de que había un puesto de cospeles en Fort Greene? Podía no haber ninguno en toda Brooklyn.
—Creo que vamos a morir por tu culpa —dijo ella por lo bajo.
—¿Queda más cerveza?
—No. ¡Vamos a morir, y pides cerveza!
—¡Basta de todo eso! ¡Cállate! —exclamó él—. Ahora van a decirnos algo. Lo único que quiero saber es cuándo va a ocurrir. Si tenemos tiempo, habrá forma de conseguir cospeles. ¡Déjame escuchar!
Los canales estaban transmitiendo un tape pregrabado de un programa matinal de preguntas y respuestas. Los participantes parecían tontos; el animador, cordialmente aburrido; las preguntas, sin interés; y los premios, sin importancia.
—¡Mira qué bodrio! —dijo Ernesto—. ¿Es esto lo que miras mientras estoy trabajando?
—No miro ese programa, sino el Desafío del Expreso de Oriente. A veces tienen buenos participantes.
—A eso me refiero. Mientras yo trabajo, te sientas delante del televisor y no haces nada.
—Aprendo cosas, con las preguntas.
—Aprendes cosas —replicó Ernesto con desdén—. ¿Para qué te sirvieron ayer? ¿Crees que tus enormes conocimientos te van a ayudar a sobrevivir ahora?
—Tú tampoco pudiste hacer nada mejor.
Ernesto se volvió hacia la pantalla. Vio a los participantes que se despedían con la mano y sonreían alegres ante las cámaras. No sabía si estaban tan satisfechos con su destino, o sólo contentos de que se terminara el estúpido programa.
“¿Cómo se las habrán arreglado ayer en las calles? —pensó—. Quizás estaban demasiado atareados admirando la nueva vajilla para ocho que acababan de ganar. ¿Qué estarán haciendo ahora?”.
No pasaron anuncios comerciales; en cambio apareció un animador de la red que sonrió a la audiencia.
—Tal como probablemente todo el mundo sabe —dijo—, los representantes han elaborado una declaración de política superior para emitirla a las doce. A diferencia de casi todas las conferencias de prensa, no se ha distribuido ningún resumen impreso de lo que dirán los representantes. La razón de esto da origen a múltiples conjeturas, pero los administradores de esta red se sienten en la responsabilidad de advertir a los televidentes que no se apresuren a sacar conclusiones funestas o pesimistas. Después de la emisión habrá un análisis de las palabras de los representantes, que saldrá al aire en vivo y en directo desde la sede del Concejo de Representantes, en el Caribe.
La pantalla quedó en blanco unos pocos segundos; luego una voz anunció:
—Damas y caballeros, sus excelencias democráticas, los representantes de los Pueblos de la Tierra.
La escena era la biblioteca de la Sede del Concejo. Los seis miembros estaban sentados en un semicírculo de butacas ante una chimenea. Algunos sostenían vasos medio llenos, otros fumaban. Parecían descansados y ¡por supuesto! confiados.
—Es la primera vez en mucho tiempo que veo a los seis juntos —dijo Ernesto.
—¿Sabes que se los ve muy parecidos? —comentó Gretchen.
Los seis hombres charlaban entre ellos, al parecer sin advertir que las cámaras de televisión estaban difundiendo sus imágenes por todo el orbe. Era muy probable que todas las personas del mundo estuvieran mirándolos. Todos esperaban oír los detalles finales del gran desastre que iba a terminar con casi todos, o —en el caso de los pocos afortunados— los privaría hasta de la última partícula de vínculo familiar.
Uno de los representantes se incorporó de su silla. Los camarógrafos lo enfocaron inmediatamente, pero él no mostró signo alguno de enterarse de ello: fue hacia el bar con su vaso, moviéndose con naturalidad, y volvió a llenarlo de bebida. Otro representante cuchicheaba al oído de un tercero; cuando terminó, ambos rieron a carcajadas. El tercero se inclinó para comentar la broma a un cuarto. El segundo dijo algo que los micrófonos no captaron, se levantó y abandonó el recinto. El primer representante miró hacia las cámaras y asintió.
—Comenzaremos tan pronto como vuelva Bill —dijo, y reanudó la conversación.
Al cabo de un rato regresó el representante que faltaba, y fue hacia su asiento. La cámara enfocó al representante de América del Norte. Éste sonrió complacido.
—Tal y como todos lo saben ya, sin duda —comenzó—, un boletín emitido por nuestras oficinas informó que el mundo entero está ante un peligro de aniquilamiento total, aunque en forma no especificada; creo que Ed, aquí, querrá decir algunas palabras acerca del estado actual de esta situación.
—Gracias, Tom. Las circunstancias se han simplificado algo. Estoy seguro de que nuestros televidentes celebrarán la noticia de que ya no hay ningún peligro de cataclismo a escala mundial. —Hizo una pausa para beber de su vaso.
—Al menos, hasta donde ahora podemos decirlo —agregó riendo otro de ellos—. No queremos afectar a las compañías de seguros.
—Bien, Chuck —dijo Ed—. Lo que quise decir era, más bien, que toda esa historia del desastre no fue verdadera: que fue un infundio desde el principio.
Ernesto estaba furioso. No dijo nada; no podría decir si Gretchen dijo algo.
—Espero que nuestro electorado no suponga que llegamos a estos extremos sólo para entretenernos, Tom.
—Nos reservamos nuestras razones —dijo uno de los otros—, y no nos parece que sea oportuno explicarlas en su totalidad en este preciso momento.
—Sean las que fueren —dijo Gretchen—, tendrán que ser muy importantes para provocar todo esto.
—¡Cállate! —le ordenó Ernesto.
—Al menos, parece que no moriremos —agregó ella.
—¡Cállate!
—...primer lugar, nos pareció que ofrecía una manera conveniente y relativamente indolora de reducir en algo la población —continuó el representante.
—Una suerte de selección natural obligatoria, o forzada —aclaró Chuck.
—Correcto —apuntó Tom—. A medida que pasan los años, y que nuestra civilización aprende cada vez mejor todo lo vinculado con los problemas de conservar una sociedad justa y ecuánime, es posible que perdamos de vista algunos de los mejores atributos que nos permitieron llegar a este nivel. Algunos sociólogos de nota afirman que esto ya está ocurriendo: nos hemos convertido en un mundo de ociosos complacientes, en un medio cada vez más atiborrado e incapaz de satisfacer nuestro deseo de descanso.
—¡Míralos! ¿Por qué no los miras? —exclamó Ernesto—. Yo trabajo seis días por semana...
Se sentía casi como el día anterior, incapaz de distinguir los detalles esenciales, bajo el manto de fantasía grotesca. ¿Era posible que estuviera todavía en la calle, en alguna parte, enredado en una idea cruel y horrible? Se quedó contemplando la imagen chata, sin poder entender las palabras. Recordaba instantes del terror de la víspera, al mismo tiempo que oía lo que explicaba el representante; pero no podía conciliar ambas cosas.
—...y esto me recuerda —decía otro— que todavía contamos con que muchos de ustedes estén lo bastante trastornados como para continuar esta noche con los tumultos. Eso es parte del esquema original.
Los seis hablaron durante media hora más. Ernesto los observó en un silencio mortificado y aturdido. Se resistía a creerlo: tenía que ser una absurda idea de lo que era una broma. Su mujer, sentada a su lado, estaba agradecida al menos por no tener que morir.
Al final, Ernesto se levantó y apagó el receptor de imagen plana.
—Lo sigo considerando ridículo —dijo Gretchen—. Quiero decir, ¿acaso eso no es ir demasiado lejos?
Ernesto se volvió para registrar los cajones hasta que encontró el pequeño revólver.
—No lo sé —respondió—. Es imposible formarse una opinión.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Gretchen, nerviosa al reconocer el arma—. ¿Sólo porque ellos esperan que salgas a...?
Ernesto le disparó tres tiros.
—No estás en situación de criticar al gobierno —dijo.
Fue a la nursery a mirar a Stevie, su hijo bebé. Buscó la billetera; encontró un billete de veinte dólares, lo dobló y lo introdujo en el puño cerrado de Stevie. Después volvió a la habitación para echar el cerrojo y poner la cadena de la puerta de entrada.
—No tienes el derecho de hablar así: ellos son los únicos que conocen todas las razones.
Se quedó mirando la pantalla apagada.
—Ellos saben lo que hacen.
Fue lo último que dijo antes de dispararse un tiro.
INTERMEDIO 7
La breve noche había pasado. Ernst bebía. Sus pensamientos se hacían más incoherentes y su voz más chillona, pero no había nadie que lo observara. Cantó para sí y meditó con pena en todo lo que había pasado. Aunque sus gestos y ademanes dirigidos a monsieur Gargotier eran enérgicos, ese paciente auditorio seguía en silencio.
Al final, arrastrado cada vez más por su propia soledad, dejó salir los pensamientos peligrosos. Pasó revista a su vida, como todas las noches. Consideró cada incidente en su orden o, al menos, en el orden especial que esa noche requería. Los acontecimientos del día, a la luz de su acostumbrada objetividad de borracho, se le aparecían como un hoy trivial: pensó que eran un puñado de humo.
Se había hecho tarde; sólo atravesaban la obscuridad las luces solitarias del barrio de las diversiones. Los celebrantes de la noche se habían dispersado por la avenida, más allá del Café de la Fée Blanche; únicamente quedaban Ernst y el somnoliento y nervioso propietario.
¿Cuándo fue la última vez que había visto a Gretchen? Evocó el estremecimiento característico que le asaltaba cada vez que veía la conocida silueta de su mujer, o reconocía su paso inconfundible. ¿Qué crimen había cometido para que lo dejaran pudrirse a solas? ¿Había envejecido? Examinó el reverso de sus manos: la piel rugosa y amarillenta donde los puntos obscuros se mezclaban en una bruma. Trató de enfocar las crestas afiladas de los tendones y las venas. Decididamente, no era viejo: no lo era.
Ernst escuchaba. Había pasado un rato desde que Kebap llegara vagabundeando con sus palabras insidiosas y sus ideas cínicas. ¡Era tan propio de la ciudad que alguien tan joven como ese niño poseyera ya el carácter moral de un caudillo dinamarqués! No percibía ningún sonido más. Hacía rato que habían terminado los festejos del otro barrio de la ciudad. Las palomas no se movían; faltaba hasta la agitación azorada de las alas perezosas, que alejan a los pájaros de algún peligro imaginario y vuelven a dejarlos dormir antes de que las garras moteadas lleguen a tocar el suelo. Ernst suspiró. Ninguna paloma. No se moverían ni aunque arrojara la mesa entre la petrificada bandada.
No había Kebap, ni Czerny, ni Ieneth. Sólo existían Ernst y lo obscuridad.
“Este es el momento del arte —se dijo Ernst—. No puede haber un silencio igual en ninguna otra parte del mundo, salvo, quizás, en los helados confines, y aún allí no faltan las ballenas y los osos que se zambullen en las negras aguas. Nunca se pone el sol, ¿no es verdad? Siempre hay alguna claridad diurna, a menos que me equivoque y esté obscuro todo el tiempo. En todo caso, habrá criaturas de una clase u otra que perturben la quietud. Aquí estoy yo, la criatura única, y he decidido que es un gran desperdicio de silencio que me siente a beber. La noche es el único recurso de esta ciudad... Bueno, la noche y la enfermedad”.
Trató de incorporarse, de hacer un ademán amplio que abarcara toda la ciudad, en un momentáneo gesto teatral, pero perdió el equilibrio y volvió a caer en la silla. “Es la hora del arte —masculló—. Haré de la ciudad una estatua viviente o una obra muy aburrida. No obstante, de uno o otro modo, la presentaré ante las audiencias impacientes de mi tierra natal. ¿No me darán entonces la bienvenida? Dejaré que sean otros quienes se preocupen por lo que haya que hacer con estos miserables, las casas malolientes y toda esta arena. Creo que dejaré caer todo esto en el centro de Lausana, y que los funcionarios correspondientes se las entiendan con los problemas. Yo me llevaré los elogios, y ellos tendrán otra ciudad. Entonces no quedará ni una sola persona en el corazón del África. Me parece que debemos guardar siempre un continente de reserva... ¡Oh, qué importa lo que yo piense!”.
Luchó con las ropas un rato; desplegó la torpe incompetencia de los borrachos con los botones de la camisa. Al final abandonó. “Es la hora del arte, como digo; ahora tengo que sacar partido de ese reclamo, o ese viejo cordial tendrá razón al llamarme idiota. El concepto de presentar a esta ciudad como una obra de arte, una oferta seria, tenía cierto atractivo; pero no el encanto suficiente para llevar la idea más allá del capricho. Recitaré, en cambio, el capítulo final de mi excelsa trilogía de novelas.
»El tercer volumen, como todos deben recordar, se titula ‘La Suprina de Maze’. Se refiere al Suprino de Carbba, Wreylan III, que vivió en los tiempos de la Reforma Protestante, y su esposa, la misteriosa Reina Sin Nombre. Los estudiosos de la historia política identificaron a la Suprina, en diversas circunstancias, pero esas autorizadas referencias no concuerdan, y es poco probable que lleguemos a conocer alguna vez su verdadera ubicación”.
Ernst levantó de pronto la vista, como si hubiera oído a una mujer que lo llamara por su nombre. Cerró los ojos apretándolos, y continuó: “Esta enigmática Suprina es un personaje importante en la trilogía. Al menos haré que lo sea, aunque no aparece hasta el final del libro. Tiene ciertos poderes casi sobrenaturales, y al mismo tiempo está poseída por una naturaleza maligna que se opone a su conciencia. Con frecuencia el lector se detendrá en la lectura del libro para investigar en la complejidad de su naturaleza. Tiene que ser amada y odiada. No quiero que el lector se forje una actitud única hacia ella. Eso es para Friedlos, mi protagonista. Él llegará cabalgando a través de un vasto territorio boscoso, dejando atrás en el segundo volumen a la fría, gélida y muerta Marie, en los confines occidentales de Breulandia. Friedlos pasará por Polonia, supongo, para escuchar allí, de labios del presidente, el relato de la Reina Sin Nombre.
»Tengo que considerar ahora cómo conviene llevar a Friedlos de Breulandia a Polonia: acaso una transición rápida. «Pocas semanas después, todavía afligido por la muerte de su segundo amor, Friedlos atraviesa los sombríos confines de Polonia». ¡Bien! Entonces, allá va, camino de Carbba, intrigado por las referencias indirectas del presidente. ¡Ah, Friedlos, eres tan parecido a tu creador que me avergüenzo de poner mi nombre en el lomo del libro”.
Ernst hurgó en sus bolsillos en busca del esquema del plan. No lo encontró, y se encogió de hombros con desdén. “Gretchen, ¿comprenderás alguna vez que es a ti a quien busca? Te he entronizado, Gretchen; te he hecho Suprina de toda Carbba, pero te di la torturada comprensión que me arrancó de mi propia vida”.
Deseaba ver a Steven, su hijo. Habían pasado años, también. Eso no era justo. Los gobiernos y los poderes tienen su forma de actuar, pero permitir que un hombre satisfaga sus sentimientos no puede trastornar, por cierto, su esfera dinástica. ¿Qué edad tendría el muchacho ahora? ¿Lo bastante para ser ya padre? ¿Acaso la maravilla de nietos para Ernst? Steven podría tener un hijo; lo podría llamar Ernesto, como su grotesco —y viejo— abuelo.
“Qué insólito sería un nieto que cabalgara sobre esta rodilla entumecida —pensó—. Dudo que en esta ciudad, en toda su historia, hayan existido alguna vez mimos y fiestas para un nieto. Es seguro que no los tuvo Kebap. En primer lugar, no podría identificar con exactitud a sus propios abuelos. ¿Acaso ellos tendrían muchos deseos de encontrarlo? Después de todo, no es una persona muy recomendable, aunque no haya tenido más que nueve años para desarrollar ese estilo tan notablemente ofensivo. Constituye una proeza el que, dejadas de lado todas las consideraciones emocionales, nos obligue a reconocer lo que vale el desdichado.
»Hay algo que se refiere a él, por cierto, que me obsesiona. Si no fuera por eso, creo que ya lo habría hecho objeto de algún tipo de daño permanente, sin vacilación, para inducirlo a no perturbar mi paz: descubro una afinidad. No puedo negar que es posible que sea yo el padre del mozo. ¡Qué sarcasmo sería! Tendré que investigar con él esta cuestión, mañana. La verdad es que cuánto más lo pienso, más me gusta la idea. Espero poder recordarla”.
Oyó el ruido que hacía monsieur Gargotier al correr la cortina metálica de las ventanas y la puerta del café. El sonido era intenso y áspero; logró que se sintiera abandonado, como todas las noches. De pronto comprendió que estaba solo en una ciudad olvidada, de una colonia que el resto del mundo despreciaba. Solo en el confín alienado de África, y que a nadie le importaba. Oyó el clic de un interruptor y supo que los propios hilos de luz del Fée Blanche acababan de extinguirse. Oyó los pasos lentos y pesados de monsieur Gargotier.
—¿Monsieur Weinraub? —le dijo el propietario por lo bajo—. Yo ya me marcho. Está amaneciendo. Todo queda cerrado. Tal vez usted también debería marcharse, ¿eh?
Ernst asintió, con la vista clavada en la avenida. El propietario masculló algo incomprensible y salió presuroso hacia la calle.
Ernst apuró el último trago de whisky. Le sorprendió el final tan súbito. ¿Tan temprano? Recordó las últimas palabras de monsieur Gargotier, y se le llenaron de lágrimas los ojos. Quería poner en orden las ideas.
—¿Es ése el whisky? Necesito un poco más de whisky —dijo con voz fría. Le inquietó el innatural tono quebrado de su voz. Quizás había contraído alguna peste indeseable de la ciudad—. Sería mejor que hubiera más whisky. Ya no es una cuestión de cortesía. Me hacen falta unos tragos más para soportar todo esto. Gretchen me los conseguirá. Parece que estoy perdido, por cierto. No puedo encontrar a Gretchen por ninguna parte. Steven me los conseguiría, pero hace años que no veo a Steven. Quizás alguien piense que quien estuviera en mi posición debería exigir un poco más de disciplina.
Por un momento, dudó de su sano juicio. Acaso los acontecimientos del día, o quizás el licor habían metido una pena malsana en los recuerdos. Comprendía que nunca se había casado. ¿Otra vez Gretchen? A veces pensaba en esa mujer desconocida. ¿Steven? El nombre del padre de Ernst había sido Stefan. ¿Gretchen? ¿Casado?
Llamó a monsieur Gargotier.
—¡Más whisky, puro, sin agua!
Todavía persistía alguna obscuridad, pero ya distinguía la silueta del hotel, al otro lado de la plaza, que empezaba a surgir con claridad entre las sombras de la noche.
—Nunca he estado en ninguna parte —murmuró—. Jamás he venido de ninguna parte.
Se quedó sentado algunos segundos en silencio. La confesión se mantenía en el aire cálido de la mañana y resonaba en su mente atribulada. ¿Sería suficiente?
Buscó en vano a monsieur Gargotier. Casi alcanzaba a distinguir la esfera del reloj de la acera de enfrente. Alzó el vaso, pero seguía vacío. Con rabia lo lanzó hacia el reloj. Se hizo añicos en el centro de la avenida, entre un grupito de palomas. Ya era la mañana, ya podía volver a casa. Se levantó de la ordinaria silla de tablitas. No podía moverse. Se incorporó con manotones de ebrio. Hacia donde mirara le parecía que un muro invisible le cerraba el paso. Se le nubló la vista. Los guardianes habían echado el cerrojo a su puerta.
—No tengo escape —se dijo, sollozando—. Fue Courane quien hizo esto: Courane y Czerny. Dijo que me atraparía. ¡Mal nacidos! Pero no ahora... ¡Por favor!
No podía moverse. Se sentó nuevamente a la mesa.
—Es porque son los únicos que saben lo que hay que hacer —dijo, mientras buscaba extenuado a monsieur Gargotier. Se sostenía la cabeza entre las manos—. Es por mi propio bien. Ellos saben lo que hacen.
La cabeza se le dobló hasta la mesa. Pronto comenzaría a oír los sonidos matinales de los primeros madrugadores de la ciudad. Pronto comenzaría el trajín del día. No faltaba mucho para que llegara monsieur Gargotier y lo saludara con la alegría que lo hacía todas las mañanas. Levantaría las cortinas metálicas y le traería dos dedos de anisette, pero ahora las lágrimas brotaban de sus ojos y caían sobre la superficie redonda y oxidada de la mesa. Formaban charquitos convexos, y en el centro de cada uno se reflejaba la última de las estrellas de la nueva mañana.
BIBLIOGRAFÍA
1. OBRAS DE GEORGE ALEC EFFINGER
Se omiten las obras que no pertenecen al género fantástico.
—What Entropy Means to Me (novela); Doubleday, New York, 1972. Nominada para el premio Nebula.
—Relatives (novela); Harper & Row, New York, 1973.
—Mixed Feelings (cuentos); Harper & Row, New York, 1974.
—Nightmare Blue (novela); Berkley, New York, 1975. En colaboración con Gardner R. Dozols.
—Irrational Numbers (cuentos); Doubleday, New York, 1976.
—Those Gentle Voices (novela); Warner, New York, 1976.
2. TRADUCCIONES AL CASTELLANO
—Todas las guerras finales al unísono (All the Last Wars at Once, cuento). En Antología No Euclidiana, Selec. de Domingo Santos, Ed. Acervo, Colec. CF N° 15, Barcelona, 1976. En Universo 1, Selec. de Terry Carr, Ed. Andrómeda, Colec. Más Allá, Buenos Aires, 1977.
—El escritor fantasma (The Ghost Writer, cuento). En Universo 3, Selec. de Terry Carr, Ed. Andrómeda, Colec. Más Allá, Buenos Aires, 1978.
1 Idem en el original.
2 Serán publicados por Ediciones Andrómeda.
3 Íd llamada anterior. Aparecieron los volúmenes 1, 2 y 3.
4 Ver nota al final de la introducción.
5 América Oriental (N. de los T.)
6 Weinraub: la borra del vino, en alemán. (N. de los T.)