19 El multimillonario
AL DÍA siguiente, poco antes del mediodía.
—Anda, mirad quién está ahí —dijo el gordo Robert—. Ahí viene el multimillonario.
Se acercó a la puerta y miró a través del sucio cristal. Una calesa se acababa de parar en la plaza del ayuntamiento. Rafistole bajó de ella y, antes de entrar en el café de la Clique, sacó del bolsillo de su traje gris claro un puro enorme. Le dio dos caladas, tiró la cerilla despectivamente y se dirigió con indiferencia hacia la taberna.
Robert se alejó corriendo de la puerta, antes de que entrase su cliente, para no parecer que estaba espiando la calle.
El multimillonario entró. Sus costumbres no habían cambiado nada. Simplemente, había subido de nivel. Traje nuevo en lugar de los pantalones raídos, una copita de licor en vez del vaso de vino blanco. Desde luego, la calesa no era suya. La alquilaba cuando le daba la gana.
En el pueblo de Courquetaines, la gente empezaba ya a acostumbrarse a la metamorfosis de su peón caminero. Nadie sabía de dónde le había llovido aquella repentina fortuna; pero como hasta ahora no había noticia alguna de atraco ni malversación de fondos en los alrededores, las lenguas más venenosas estaban perplejas, y la gente empezó a decir que Rafistole había descubierto un tesoro en su agujero.
Cosa verosímil, por lo demás, dado que una noche, la anterior a la marcha de Grisón y Prune, el misterioso agujero había desaparecido. Las personas que habían pasado por el callejón aquella mañana, habían andado, sin notar nada, por un suelo completamente normal y fue sólo después cuando se dieron cuenta:
—¡Anda! Pero si aquí antes había un agujero…
Nadie en Courquetaines había pensado en relacionar aquellos dos sucesos: el paso de los chiquillos a la zona y el rellenado del agujero. Los mismos gendarmes, que habían registrado el pueblo de arriba abajo, no se fijaron en ese detalle.
Unos días después se relacionó el agujero tapado y la fortuna de Rafistole, al que llamaron el multimillonario.
—¡Ha descubierto un tesoro!
—¿Ah, sí? ¿Está usted seguro?
—Desde luego. Todo el mundo lo dice.
Rafistole, alias el multimillonario, entró, pues, en el café de la Clique poco antes del mediodía. Encontró al gordo Robert ocupado hipócritamente en enjuagar unos vasos, mientras Anaís, su mujer, llevaba los entremeses y los colocaba en las mesas del fondo. En la barra, ante un aperitivo, el alcalde Chenot y Gustave Parmans por un lado y, algo más lejos, dos gendarmes, hablaban en voz baja.
—¡Buenos días a todos! —dijo Rafistole.
—Buenos días —gruñó Robert—. ¿Cómo está nuestro multimillonario?
Rafistole no contestó. Evidentemente no le gustaba nada el mote que le habían puesto. Pero como no era amigo de complicarse la vida, se contentaba con hacerse el desentendido.
—Tomaré lo de siempre —dijo.
Se hizo el silencio. Los gendarmes pagaron y salieron. Desaparecieron en sus bicis.
—Por fin, tranquilos —murmuro Chenot.
—¿Y eso? ¿Ya han acabado? —pregunto Rafistole.
—Sí. Ésos eran los últimos. Ya nos los hemos quitado de encima.
—Es verdad —dijo Gustave—. Llevaban quince días poniendo patas arriba todas las cosas, entrando como si tal cosa a cualquier hora: «¡Policía!», y ¡hala!, ya podías estar en la cocina o en cualquier otro sitio, que ellos vaciaban todo, revolvían todo…
—¿Y no han encontrado nada?
—Nada. Y están más furiosos…
—¿A quién buscan? —preguntó Rafistole.
—¿Cómo? Pues serás tú el único que no lo sepa. Están buscando al pastor ése que pasó a los dos chavales… Tú le conoces, es Basile, todo el mundo le conoce.
—Sí, ya sé —dijo Rafistole—. Pero yo creía que andarían buscando a los niños…
—¡No. hombre! Al pastor, que ahora es un «fuera de la ley». Todo el mundo sabe que no hay nada peor que mezclarse en ese asunto de la zona… ¡Secreto de Estado!
—¡Bah! —dijo Rafistole—. Poco bien escondido que estará ese bribón.
—Eso sí —afirmó Gustave—, es muy listo.
—Sí señor, muy listo —dijo Rafistole—. Creo que no le vamos a ver durante algún tiempo.
—Seguro que no.
—Resultaría divertido verle aparecer, así, por las buenas, de pronto, nada más marcharse los gendarmes.
—Con esas cosas no se bromea —dijo Gustave, que era guarda jurado y responsable del orden.
—Además —añadió Robert—, habría un montón de gente que al cuarto de hora ya lo habrían denunciado.
—Bueno, tampoco es que hayan puesto precio a su cabeza —dijo Rafistole.
—No. Pero lo denunciarían de todos modos. Estoy seguro.
—Bueno, yo me voy —dijo Rafistole, vaciando su vaso—. Hala, adiós… ¡Hombre, mira quién está ahí! —miraba hacia la plaza.
—Es Flammèche —dijo Chenot.
—¡Pobrecilla! Aún no se habrá repuesto de la marcha del chico —dijo Gustave.
—Parece que ella estaba al corriente —susurro Robert.
—¿Ella al corriente? Me extraña… —dijo Anaís metiéndose en la conversación.
—Debe de subir a la Chevanelle —dijo Rafistole—. Viene de la compra.
Salió a la calle:
—¡Eh, Flammèche!
—¡Hombre, Rafistole! ¿Qué te cuentas de bueno?
—¿Subes a la Chevanelle? ¿Cómo está Antoine?
—Bien, muy bien. Sí, allá subo, como ves.
—Si quieres, te llevo en la calesa.
—Si tienes que pasar por allí, no te diré que no.
—No es que tenga que pasar especialmente por allí. Simplemente que tengo ganas de charlar. Sube. Dame esas bolsas.
Subió ayudada por el peón caminero. Al oír su nombre, el caballo echó a andar, al trote, por la calle Fer-à-chaud.
—¿Tienes noticias de los chicos? —preguntó Rafistole.
—Ayer tuve.
—¿Y qué?
—Están contentos. Pero creo que preferirían volver. Bueno, y tú ¿qué tal vas?
—¿Yo?, pues bien; sería difícil no ir bien, ¿no?
—Es verdad. Rafistole, ahora eres rico.
—Lo cual no agrada a algunos.
—¡Bah, qué quieres! —respondió Flammèche—. Hay que comprenderlos. La mayoría son unos pobres desgraciados que trabajan todo el año para no ganar nada…
—¿También el dueño del café?
—No, ése no es lo mismo…
—Sin embargo es el que más se ensaña…
—¿Cómo está Basile? —preguntó de pronto Flammèche.
—Bien —contestó Rafistole—, pero un poco cansado. Espera que esto acabe pronto. Supongo que no tardará mucho…
—Sí, yo creo lo mismo. En la carta de los chicos había unas palabras de Saura.
—Debes de notar un vacío en la casa —dijo Rafistole.
—Es verdad. ¡Era tan alegre el chico! Pasa algo así como cuando se te casan los hijos, ya sé yo lo que es eso. Peor habrá sido para Marguerite Rousselot, la que tenía a la niña.
La calesa rodaba lentamente. El camino estaba en malas condiciones debido a las fuertes lluvias que habían caído unos días antes. Por fin llegaron al patio de la enorme granja.
—Ya hemos llegado. Adiós y gracias una vez más, Rafistole.
—Adiós, y hasta la próxima.
El caballo se puso a relinchar mientras el coche daba media vuelta, al son del martilleo de los cascos sobre el empedrado del patio.
Algo más lejos, a la sombra de un tilo, cerca de su caseta, Merlín devoraba un hueso de pato.