El ciego de Bellver Tradición de las Islas

I

Guillermo de Fontanill, preboste-gobernador del castillo de Bellver, en la isla de Mallorca, era uno de los hombres más felices del mundo. Gozaba de la omnímoda confianza de su señor Berenguer, conde soberano de Barcelona; aunque ya de edad provecta, pues rayaba en los cuarenta y cuatro años, estaba casado con Berta de Moncada, la cual, proclamada reina de la hermosura en los juegos florales de Narbona, ha pasado a la posteridad en un soneto de la célebre trovadora Estefanía de Gantelme; y además, las condiciones del país y la tranquilidad de una paz duradera, permitían al castellano de Bellver el entregarse a su pasión favorita, que era la de la caza de cetrería.

La existencia de Guillermo de Fontanill era pues un sueño de color de rosa. En su castillo veía los blondos cabellos de su joven esposa y la pintada pluma de sus halcones, bajo sus pies ondulaban las frondas de bosques siempre verdes, y a corta distancia aspiraba las blandas marejadas de un mar azul con reflejos dorados, como los mares del Pireo.

Su cetrería, envidiada hasta por el mismo conde de Barcelona, estaba compuesta de los pájaros de presa más difíciles de reunir; en ella había picazas, azores, sacres, gerifaltes, bornis y esmerejones; halcones reales cogidos en mayo, neblíes cazados desde junio a septiembre y hasta un Peregrino, o séase nacido en enero, que, por lo raro, era el desiderátum de los cetreros.

Peregrino, encontrado en estado de soros, esto es, cuando aún tenía las primeras plumas, era el halcón favorito de Berta de Moncada, a quien su marido había contagiado, hasta cierto punto, de su afición a la caza. Ella había alimentado al recién nacido halcón con mijo y con anagálidas, y el pájaro parecía estar enamorado de su señora; pues nunca se separaba de ella y, huraño con todos, solo se posaba suavemente en el hombro de la castellana, picoteándola con las más graciosas caricias.

Peregrino tenía grandes y extrañas cualidades. No necesitó que le pestañeasen para aprender a cazar; no permitía que le pusiesen el capirote y, sin embargo, cuando salía al campo, su vista de águila penetraba en las nubes; andaba suelto por la estancia de Berta y a veces, saliendo por la ventana, y haciendo largas expediciones aéreas, traía a su señora, ora una flor campestre primorosamente cortada por el tallo, o bien un pez vivo de recamados colores.

Hacía algún tiempo que Berta no acompañaba a su marido a la caza con tanta frecuencia como antes, y aunque esto le contrariaba doblemente por verse privado de tan linda compañera y de tan sabio halcón, pues Peregrino no cazaba sin su señora, el castellano de Bellver tenía una dulce compensación a estas contrariedades: Berta experimentaba los primeros síntomas y las primeras incomodidades procedentes del embarazo.

Por eso dije antes que Guillermo de Fontanill era uno de los hombres más felices del mundo.

II

Una tarde Guillermo proyectó una cacería lejana, y Berta, asomada a la ventana, le despidió moviendo su blanco pañuelo, viéndole alejarse en dirección a la playa seguido de sus cetreros. El castellano de Bellver pensaba cazar en la Ribera de los marjales, que es un sitio de la costa, en donde las aves se guarecen; pero estando ya muy distante del castillo varió de propósito, porque unas ligeras nubecillas que estaban al oriente, fueron condensándose con rapidez, y el cazador temió ser sorprendido por una de esas súbitas tempestades tan frecuentes en las Baleares. Cambió, pues, de dirección, alejose del mar y, dando un rodeo, siguió la de Palma, hacia cuya parte había más caserío, y por consiguiente más sitios donde refugiarse en caso de tormenta. Guillermo había puesto en caza sus halcones, aunque inútilmente, porque no se veía ni un ave en el aire, quizá presintiendo la borrasca que se preparaba; y ya pensaba en volver al castillo, adusto y contrariado, cuando vio un punto oscuro que se diseñaba en el espacio, y que volaba con rapidez. El cazador tomó su halcón predilecto, que era un poderoso halebrando de los climas del Norte, y le hizo enfilar la vista a la presa. El pájaro dio un grito y se elevó en el aire, cruzándolo como una saeta disparada hacia el punto oscuro, que al parecer volaba en dirección a la ciudad.

La caza de cetrería se diferencia de la de liebres con galgos, pues aunque en las dos hay regates por parte de la presa acosada, en la segunda se ataja y en la primera se abate. El halcón fino se remonta más alto que el pájaro perseguido y le va obligando a aproximarse a la tierra y esto fue lo que hizo el halebrando de Guillermo de Fontanill. La pobre ave, que era una paloma, presintiendo el peligro que la amagaba, primeramente, azorada, se remontó cuanto pudo, pero luego, sintiéndose dominada, abatió el vuelo y comenzó a descender formando círculos que cada vez eran más reducidos, hasta que viendo a su enemigo a cada instante más cercano, dejose caer a tierra desplomada como una masa inerte. En el mismo momento en que tocaba el suelo, el terrible halcón, de un vigoroso picotazo abriole la cabeza.

Casi al mismo tiempo llegaron Guillermo de Fontanill y los cetreros.

La inocente avecilla era blanca, con la cola y los extremos de las alas negros.

—¡Ah! ¡Señor! —dijo uno de los cazadores—. La paloma tiene una cosa liada al cuello.

Tenía en efecto una cinta de raso azul, de donde pendía una bolsita del mismo color.

—Es una mensajera —dijo Guillermo—. Veamos.

Abrió la bolsa, que un cetrero habíale dado y en ella encontró un pedazo de pergamino finísimo, doblado, que estaba escrito. En aquellos tiempos pocos caballeros sabían leer, pero el castellano de Bellver deletreaba muy regularmente, por consecuencia de haber sido preboste del gremio de armeros de la ciudad de Barcelona. Leyó, pues, como pudo la microscópica letra del pergamino y conforme avanzaba en su lectura, su rostro se iba cubriendo de una palidez de vampiro.

El manuscrito decía así:

«Teobaldo de mi vida: en este momento sale del castillo Guillermo para cazar en la ribera de los marjales. Aprovecho la ocasión. Mañana seremos felices, aunque por breves horas, porque mañana va a Barcelona llamado por el Conde. A la caída de la tarde te aguardo; ya sabes lo que tienes que hacer.

»Teobaldo mío, mi vida es insoportable, mi cuerpo está aprisionado entre estos solitarios muros y mi alma vuela a ti. Bien dice tu prima Estefanía, en su último serventesio: “El amor comprimido es como una bombarda, que en vez de lanzar encendida piedra, se exhala en suspiros que devastan el corazón. ¡Amor malogrado, hermosa Provenza, palacio de Gantelme, nido de la pasión y de la galantería, ¡cuánto os echo de menos!”.

»Ven, Teobaldo. Por cada instante que pase hasta que te vea, recibe un beso de mi boca y un latido de mi corazón.

»No bien Guillermo se embarque mañana, te enviaré, para mayor seguridad, una segunda paloma. Trata bien a mis blancos mensajeros; dichosos ellos que te verán antes que yo.»

—¡Infames! —murmuró el castellano de Bellver, terminando la lectura—. ¡Infame ella, infame él que ha estrechado mi mano!

III

Durante la caza de la paloma y mientras Guillermo de Fontanill leía el pergamino, el cielo habíase nublado, vivos relámpagos cruzaban la zona oriental y gruesas gotas fueron como precursoras de una lluvia copiosa.

El caballero acabó de leer, metió el pergamino en su escarcela, se pasó la mano por la frente e hizo señal de que se acercaran a los cetreros.

Todos le rodearon.

—Oíd —dijo— y fijaos en mis palabras, porque es cuestión de vida o muerte. Una feliz casualidad me acaba de revelar una trama horrorosa; se trata de vender a los franceses de Narbona el castillo del Salto de Roldán, abriéndoles el Pirineo. Con esto os digo bastante. Ninguno de vosotros, entended bien, ninguno de vosotros hablará ni a su madre, ni a su esposa, ni a su preste, en confesión, ni a nadie absolutamente, de la paloma que hemos cazado esta tarde. Si alguno de vosotros contraviene a este mandato, seréis todos ahorcados, arrojados al mar y vuestras familias expulsadas del territorio del condado y del de las islas. Ahora en marcha.

Los cazadores, asombrados y temerosos, siguieron en silencio a su señor.

La lluvia arreciaba, pero Guillermo no avivaba el paso de su caballo. Se iba dirigiendo lentamente hacia el castillo de Bellver, haciendo extraños rodeos, que desesperaban a los cazadores, que se hallaban calados de agua hasta los huesos. Los halcones se agitaban en sus pihuelas y lanzaban gritos plañideros. Entre tanto, su señor, parecía indiferente a todo, aunque la lluvia le mojaba y corría por todo su cuerpo, desde el bonete hasta las estriberas de su caballo.

Poco después del toque del Ángelus, que el viento de tempestad trajo desde una de las torres de Palma, el castellano de Bellver se dirigió en línea recta a su morada. El puente levadizo del castillo estaba ya levantado y cuando el centinela del rastrillo vio a Guillermo avisó para que lo echasen, pero este se opuso con un ademán.

Entre tanto los arqueros de la guardia habían acudido y el castellano dijo al jefe de ellos:

—Farrol, esta noche duermo en la torre. Avisa a mi noble esposa para que se asome.

Momentos después, la linda cabeza de Berta se dejaba ver en una de las ventanas del primer piso.

—¿Qué es esto, señor? —exclamó la castellana viendo a su marido parado al borde del foso—. ¿Cómo no entras?

El negro crepúsculo y la lluvia velaron el relámpago de ira que fulguró en los ojos de Guillermo de Fontanill.

—A tu lado, hermosa Berta —dijo este— no se puede más que amarte, y esta noche tengo mucho que trabajar en los planos que mañana debo presentar a la aprobación de mi señor el conde de Barcelona. Me quedo, pues, en la torre.

—¡Ah!, señor, ¿y me dejas viuda estando tan cerca de ti?

—Ya te consolarás, amada mía —replicó Guillermo con extraña expresión. Y después murmuró—: Si pasase una noche a su lado, la mataría.

La Torre del Homenaje del castillo de Bellver, obra avanzada de defensa, está separada de él por medio del foso. El castellano entró en ella, seguido de los cetreros, que se daban al diablo por tan inesperada resolución.

IV

Al siguiente día el cielo se presentó enteramente despejado, el sol radiante y el mar ondulante y risueño.

Entre nueve y diez de la mañana, una galera de diez remeros por banda, que llevaba izado el pendón condal, con las cinco barras de gules, se puso al pairo en la costa, frente al castillo de Bellver.

Guillermo de Fontanill se trasladó a ella en una lancha, y su rubia esposa, Berta de Moncada, asomada a una ventana, le saludó, según costumbre, moviendo el pañuelo, hasta que le perdió de vista.

La galera se alejó costeando y la castellana, dejando la ventana, exhaló un suspiro de satisfacción.

En la tarde de aquel día, media hora antes de alzarse el puente levadizo del castillo, llegó junto al rastrillo un buhonero anciano y al parecer abrumado bajo el peso del fardo que llevaba a la espalda.

Berta, por casualidad, pues no eran las de su estancia, hallábase asomada a una de las ventanas de junto a la puerta de la fortaleza.

—Noble señora —exclamó el vendedor ambulante—, vengo del extremo de la isla. ¿Os dignáis darme hospitalidad por esta noche? Quizá agrade a vuestra señoría alguno de los lindos joyeles, preciosos brinqueños y finísimas telas que traigo; telas labradas en Mequinez y joyeles cincelados en Novara y Urbina.

La castellana dio orden de que franqueasen la entrada al buhonero.

Un cuarto de hora después alzose el puente levadizo del castillo.

En Bellver no sucedía nada de particular, pero aquella tarde memorable en los fastos tradicionales de Mallorca, por los sucesos inauditos acaecidos en su noche, cundía cierto recelo por todo lo largo de la costa, hasta cuatro millas de la antigua fortaleza.

Era la tarde del 24 de julio de 1411.

Los que seguían los senderos próximos a la playa y los pescadores, que, terminada su faena, bogaban de regreso, se preguntaban qué hacía una galera catalana anclada y como escondida en una pequeña dársena. En aquellos tiempos había razón para recelar, porque los piratas argelinos caían con demasiada frecuencia, en algarada marítima, sobre las costas españolas del Mediterráneo, y se sospechaba que la embarcación pudiese estar allí para impedir esta contingencia.

Ya entrada la noche, y como a la hora de las diez, un hombre de elevada estatura se dirigía a campo traviesa, hacia el castillo de Bellver. Iba envuelto en un largo tabardo con capucha, y aunque parecíalo por su aspecto, no debía ir calzado como hombre de guerra, porque no se sentía el ruido de sus pasos.

La noche era oscura, pues la luna estaba en su último cuarto. Soplaba el terral y hacía un calor sofocante.

No obstante, el hombre llevaba levantada la caperuza.

Envuelto en la sombra, fuese acercando a Bellver por la parte opuesta al mar, traspuso la eminencia y se detuvo junto al foso, que por esta parte era más estrecho, a consecuencia del poco espacio de terreno.

En este lado del castillo había una especie de bastión bajo, y en él vigilaba un arquero, con el saetero al costado y preparada la ballesta; pero, ¡cosa rara!, aunque sintió llegar al hombre no dio la voz de alto: parecía como que le esperaba.

El recién llegado se bajó la capucha y alzó la cabeza; sin duda para ser reconocido.

Era Guillermo de Fontanill.

Momentos después el bastión quedó solitario.

Debajo del bastión y a flor de tierra, había en el muro del castillo un arco cimbrado, al modo de alcantarilla, cerrado por medio de una reja de hierro de gruesos barrotes y provista de una cerradura de tres goznes. En el interior se distinguía una especie de corredor oscuro y abovedado. Al poco tiempo, se diseñó un bulto en este corredor, y la reja que cerraba el arco se abrió lentamente girando sobre sus goznes, sin hacer el menor ruido. Era evidente que los goznes y la reja habían sido untados de aceite.

El arquero del bastión, que era quien abrió la reja de tan sigiloso modo, sacó un tablón estrecho y lo tendió sobre el foso. Guillermo de Fontanill, cruzando con seguro paso aquel improvisado puente, penetró por el arco en el castillo.

La reja volvió a cerrarse y minutos después el arquero ocupó su puesto de vigía en el bastión.

Ahora, penetremos en el castillo con el castellano de Bellver.

Siguió este un largo corredor abovedado y subiendo una larga, estrecha y tortuosa escalera, hallose en el piso principal de la fortaleza. Andaba a oscuras, con precaución, sin duda para no hacer ruido; pero con la seguridad del que conoce perfectamente los lugares. Atravesó una pieza llena de arneses de caballo y de enseres de caza y pesca, y penetró en otra muy grande, que debía ser el comedor del castillo, a juzgar por los grandes armarios, enrejados de alambre, y cuyas tablas estaban atestadas de piezas de metal y de orfebrería.

En esta estancia había una puerta cerrada con llave. Guillermo sacó una de un bolsillo y la abrió a tientas muy despacio, entrando en una ancha galería, por cuyas tres grandes ventanas, que daban a un patio, penetraba la escasa luz de la luna y el opaco reflejo de las estrellas. Al fin de la galería había una puerta ojival y a la izquierda otra más pequeña, que, con gran sorpresa del castellano de Bellver, solo estaba entornada.

—¡Imbéciles! —murmuró Guillermo—, su pasión les ciega. Dios les pone en mis manos.

Detúvose un momento, se cercioró de que un puñal que llevaba al cinto corría bien en la vaina, y empujó la puerta, penetrando en una estancia grande, en cuyo comedio había un lecho de madera de encina primorosamente tallado y colgado de paños de damasco. Era el lecho nupcial de los castellanos de Bellver. A un costado del lecho, un rompimiento de dos columnas, tapado por dos amplias cortinas casi enteramente corridas, separaba el dormitorio de una sala contigua. La pieza estaba a oscuras; solo un tenue reflejo que provenía del exterior entraba débilmente por el centro de las colgaduras, que no juntaban completamente.

Guillermo de Fontanill, llevando la mano derecha a la empuñadura de su puñal, palpó con la izquierda el lecho; pero en este no había nadie. El castellano, entonces, separó una cortina por el sitio donde estas debían unirse, y miró… Enfrente, en una ventana abierta, de alféizar saliente y bajo, se diseñaban dos cabezas en la opaca penumbra de la noche; dos cabezas cuyos cabellos se juntaban.

Se oía ese leve cuchicheo peculiar a los enamorados.

Guillermo, sin hacer ruido, como si anduviese con las patas afelpadas del tigre, avanzó por la sala, que era muy vasta, y se detuvo un momento. Además del amoroso cuchicheo, oíase otro rumor que el castellano de Bellver comprendió en seguida; provenía de Peregrino, el halcón favorito de Berta de Moncada, que dormitaba en su percha, produciendo con el pico ese castañeteo nervioso habitual en las aves de presa.

Berta y un gallardo mancebo de negra y larga cabellera, en pie y apoyados en el repecho de la ventana, miraban hacia el exterior; y en verdad que el panorama que se presentaba ante sus ojos harto lo merecía. La ventana daba frente al mar. Algunas nubes rojizas cruzaban el espacio con ese misterioso apresuramiento que ha hecho exclamar a Zorrilla:

¿Qué espíritu las lleva, qué esencia las mantiene? ¿Con qué secreto impulso sobre los aires van? ¿Qué ser velado en ellas atravesando viene sus cóncavas llanuras que sin lumbrera están?

En los oscuros cielos se diseñaban millones de estrellas, y en el mar había fosforescencia; así es, que una barca pescadora rezagada, que cruzaba por frente a Bellver, parecía bogar por una vía de plata.

La castellana y su compañero admiraban sin duda este mágico espectáculo; él señalaba con una mano hacia el cielo, ella ceñía amorosamente el gentil talle de su amante.

Guillermo avanzó algunos pasos más y sacó de la vaina como la mitad de la daga, pero volvió a dejarla en su sitio; sin duda había variado de resolución.

Aproximose rápidamente a los amantes, que continuaban absortos en su contemplación, y antes de que pudieran volverse, influidos por esa impresión que se siente al tener detrás de sí alguna persona sin verla, les asió simultáneamente por debajo del brazo, y alzándolos con hercúleo esfuerzo, los precipitó por el exterior de la ventana.

Se oyó un grito desgarrador… luego un ruido como el que producen ramas y hojarasca pisoteadas…

Sonó la voz de alerta de un vigía, repetida por otras más lejanas…

Guillermo de Fontanill se había asomado al repecho de la ventana, mirando hacia el suelo; su vista en vano pretendía sondar las tinieblas… no vio ni oyó nada.

Incorporose y se volvió como para retirarse del alféizar, y entonces sucedió una cosa horrible e inexplicable; una sombra osciló delante del castellano de Bellver e instantáneamente sintió un golpe y un dolor agudo en el ojo derecho; dolor tan intenso, que no obstante su gran fortaleza de espíritu y de cuerpo, le hizo caer al suelo, privado de sentido.

Entre tanto la alarma había cundido por el castillo; un lebrel escapado por una reja baja, ladraba desesperadamente al borde del foso. Acudieron soldados con teas encendidas; en el fondo del foso, que era muy hondo y estaba lleno de maleza y de ramaje de pinos, distinguíanse confusamente dos formas humanas.

A este tiempo algunos servidores y arqueros habían acudido a la estancia de la castellana. En el hueco de la ventana encontraron a Guillermo de Fontanill, que comenzaba a volver en sí. Tenía enteramente vaciado el ojo derecho, y una herida honda entre el derecho y la nariz. Cuando le levantaron, vociferaba palabras inconexas, estaba delirando. Junto a él se hallaron algunas plumas negras y amarillas, que los criados reconocieron ser de Peregrino, el halcón de Berta de Moncada.

En cuanto al pájaro no se le volvió a ver jamás.

V

La catástrofe de Bellver repercutió rápidamente, no solo en las islas, sino que también en toda Cataluña. Al día subsiguiente llegó al castillo Hugo, hermano de Guillermo de Fontanill, y que después sucedió a este en el mando de la fortaleza.

En el foso se encontraron los cuerpos muertos y desgarrados por los zarzales de Berta de Moncada y de Teobaldo de Gantelme.

Guillermo permaneció mucho tiempo entre la vida y la muerte, sufriendo un ataque cerebral. Por fin, aunque lentamente, se restableció; pero quedando enteramente ciego, y con el juicio perturbado: experimentaba accesos de esa afección, posteriormente clasificada por la ciencia con el nombre de demonomanía.

Aún vivió dos años, sin salir apenas del castillo. Sin embargo, algunos días apacibles de otoño o de primavera, los campesinos que iban a Palma y los pescadores que venían del mar, solían encontrársele apoyado en el brazo de un viejo escudero.

En las cinco islas, cuando alguien se refería a Guillermo de Fontanill, le designaba con el nombre de Ciego de Bellver.