Prólogo

Me llamo Salomon Tauber, soy judío y voy a morir. He decidido poner fin a mi vida, porque ésta no tiene ya valor para mí, y no me queda nada que hacer en este mundo. Todo lo que he intentado se ha malogrado, y mis esfuerzos siempre han sido estériles. Porque el mal que yo he visto sobrevive y triunfa, y el bien se ha perdido entre el polvo y el escarnio. Mis amigos, los que sufrieron, las víctimas, todos han muerto, y los verdugos, por el contrario, andan alrededor de mí. De día veo sus rostros en la calle y por la noche contemplo el rostro de Esther, mi esposa, muerta hace mucho tiempo. He seguido viviendo, porque quería hacer una cosa, ver una cosa; pero ahora sé que no podré.

No abrigo odio ni rencor hacia los alemanes, que son un buen pueblo. Los pueblos no son malos, sólo son malos los individuos.

Burke, el filósofo inglés, tenía razón al decir: «No conozco el modo de formular una acusación contra todo un pueblo.» La culpa colectiva no existe, pues la Biblia cuenta que cuando el Señor quiso destruir a Sodoma y Gomorra por la maldad de sus habitantes, como quiera que entre ellos vivía un justo, antes hizo que se salvara el justo. Por tanto, la culpa es individual, como la salvación.

Cuando salí de los campos de concentración de Riga y Stutthof, cuando sobreviví a la «Marcha de la Muerte» hasta Magdeburgo, donde, en abril de 1945, fue liberado mi cuerpo mientras mi alma seguía cautiva, yo odiaba al mundo. Odiaba a la gente, odiaba a los árboles y a las piedras, porque habían conspirado contra mí y me habían hecho sufrir. Y, más que a nada, odiaba a los alemanes. Y seguía preguntándome, como me había preguntado durante los cuatro años precedentes, por qué el Señor no los aniquilaba a todos, hombres, mujeres y niños, y destruía sus ciudades y sus casas para siempre. Y como El no me escuchaba, también lo odiaba a El y clamaba que me había abandonado a mí y a mi pueblo, al que hizo creer que era su pueblo elegido. Incluso llegué a decir que El no existía.

Pero, con los años, he aprendido otra vez a amar; amar a las piedras y a los árboles, al cielo y al río que pasa por la ciudad, amar a los perros y a los gatos extraviados, amar a la hierba que crece entre los adoquines y amar a los niños, que, al verme tan feo, echan a correr, asustados. Ellos no tienen la culpa. Hay un adagio francés que dice: «Comprenderlo todo es perdonarlo todo.» Cuando uno puede comprender a la gente, su credulidad y sumiedo, su codicia y su afán de poder, su ignorancia y su docilidad hacia el que más grita, uno puede perdonar. Sí, uno puede perdonar incluso lo que hicieron. Pero olvidar no puede.

Hay hombres cuyos crímenes están más allá de toda comprensión y, por tanto, de todo perdón. Y aquí está lo malo. Porque esos hombres siguen viviendo entre nosotros, andan por las ciudades, trabajan en las oficinas, comen en las cantinas, sonríen, estrechan manos y llaman Kamerad a hombres decentes. Y que ellos, en lugar de vivir apartados de la sociedad, estén considerados como ciudadanos respetables y envilezcan a toda una nación con su maldad individual, eso es lo malo. Y en esto hemos fracasado vosotros y yo, hemos fracasado todos, y fracasado de forma miserable.

Ultimamente, con el tiempo, he vuelto a amar al Señor, y le he pedido perdón por las veces que he obrado en contra de su Ley, que son muchas.

SHEMA YISROEL, ADONAI ELOHENU, ADONAI EHAD…

En las veinte primeras páginas del Diario, Tauber se refería a su nacimiento; a su infancia, que había transcurrido en Hamburgo; a su padre, un obrero héroe de la Primera Guerra Mundial, y a la muerte de sus padres, ocurrida en 1933, poco después de que Hitler asumiera el poder. A fines de la década de los treinta, estaba casado con una muchacha llamada Esther, trabajaba como arquitecto, y hasta 1941 se había librado de ser internado, gracias a la intervención de su jefe. Pero, finalmente, fue aprehendido en Berlín, durante un viaje que efectuó para visitar a un cliente. Después de pasar algún tiempo en un campo de tránsito fue metido, con otros judíos, en un vagón de ganado de un tren que se dirigía al Este.

No recuerdo la fecha en que el tren se detuvo por fin en aquella estación. Me parece que desde que nos encerraron en el vagón en Berlín, habían transcurrido seis días y siete noches. De repente, noté que el tren se había parado. La luz que se filtraba por las rendijas indicaba que era de día. De la debilidad y el hedor, me daba vueltas la cabeza.

Fuera sonaban gritos y ruido de cerrojos. Bruscamente, se abrieron las puertas. Supongo que fue mejor para mí que no pudiera verme-en tiempos, llevaba camisa blanca y el pantalón bien planchado (la corbata y la chaqueta habían caído al suelo hacía ya mucho tiempo)-; pero bastante pena daba ver a los demás.

Cuando la luz del día invadió el vagón, muchos levantaron los brazos hacia los ojos, gritando de dolor. Yo, al ver abrirse las puertas, había apretado los párpados. Por la presión de los cuerpos, casi la mitad de los que estaban en el vagón salieron despedidos al andén en un amasijo de cuerpos malolientes. Yo estaba en el fondo, a un lado de las puertas centrales, por lo que pude zafarme del alud humano, y, entreabriendo un poco un ojo, pese al riesgo de deslumbramiento, pude salir al andén sin ser derribado.

Los guardianes de la SS que habían abierto las puertas-unos brutos con cara de malvados que rugían y gruñían en una lengua incomprensible-retrocedieron con expresión de asco. En el suelo del vagón quedaron treinta y un hombres pisoteados, que ya no volverían a levantarse. Los restantes, hambrientos, cegados, andrajosos y apestando se irguieron trabajosamente en el andén. A causa de la sed, teníamos la lengua hinchada, ennegrecida y pegada al paladar, y los labios agrietados.

Otros cuarenta vagones procedentes de Berlín, y dieciocho de Viena, vomitaban su carga en el andén. Aproximadamente la mitad de sus ocupantes eran mujeres y niños. Muchas mujeres y casi todos los pequeños estaban desnudos, sucios de excrementos, y en tan mal estado como nosotros. Algunas mujeres, al saltar al andén, llevaban en brazos el cuerpo sin vida de su hijo.

Los guardianes se movían arriba y abajo, blandiendo porras y haciendo formar a los deportados en una especie de columna, antes de conducirnos a la ciudad. Pero, ¿a qué ciudad? ¿Y en qué lengua hablaban aquellos hombres? Después averiguaría que la ciudad era Riga, y los guardianes de la SS, letones reclutados sobre el terreno, antisemitas tan feroces como los SS de Alemania, pero de una inteligencia muy inferior; prácticamente, animales con forma humana.

Detrás de los guardianes habla un rebaño de hombres de expresión bovina, vestidos con camisa y pantalón muy sucios que, cosidos al pecho y a la espalda, llevaban grandes parches cuadrados con una J de gran tamaño en negro. Era una cuadrilla especial del ghetto, que tenía la misión de sacar de los vagones a los muertos y enterrarlos fuera de la ciudad. Estos, a su vez, estaban custodiados por media docena de hombres que, además de la J en el pecho y la espalda, llevaban un brazal y, en la mano, un palo. Eran los Kapos, judíos que por hacer este trabajo, recibían mejor comida que los demás internados.

Bajo la marquesina de la estación había varios oficiales alemanes de la SS, a los cuales no pude distinguir hasta que mis ojos se acostumbraron a la luz. Uno de ellos estaba un poco apartado del resto, subido a una caja de embalaje y, con una leve sonrisa de satisfacción, contemplaba a los miles de esqueletos vivientes que salían del tren. Con un látigo negro de piel trenzada, se golpeaba el borde de la bota. Llevaba el uniforme verde con vueltas negras y plateadas de la SS, como si hubiese sido diseñado especialmente para él. En la solapa derecha lucía los dos rayos del emblema, y en la izquierda, la insignia de capitán.

Era alto y huesudo, con el pelo muy rubio, y los ojos, de un azul desteñido. Más adelante me enteraría de que era un gran sádico al que ya se conocía por el apodo que después le darían también los aliados: el Carnicero de Riga. Aquélla era la primera vez que veía al capitán Eduard Roschmann de la SS.

A las 5 de la madrugada del 22 de junio de 1941, las 130 divisiones de Hitler, divididas en tres cuerpos de ejército, habían cruzado la frontera y empezado la invasión de Rusia. Detrás de cada cuerpo de ejército iban los enjambres de escuadras de exterminio de la SS, encargadas por Hitler, Himmler y Heydrich de eliminar a los comisarios comunistas y a las comunidades judías de las zonas rurales de los grandes territorios que conquistaba el Ejército, y de encerrar a las comunidades judías de las ciudades en los ghettos de las capitales importantes, para ulterior «tratamiento especial».

El Ejército ocupó Riga, la capital de Letonia, el 1.° de julio de 1941, y a mediados del mismo mes llegaron los primeros comandos de la SS. La primera unidad in situ de las secciones SD y SP de la SS se estableció en Riga el 1.° de agosto de 1941, e inmediatamente comenzó el programa de exterminio que había de dejar libre de judíos todo el Ostland, como se rebautizó a los tres Estados bálticos de Estonia, Letonia y Lituania.

Berlín decidió entonces utilizar Riga como campo de tránsito hacia la muerte para los judíos de Alemania y Austria. En 1938, había 320000 judíos alemanes y 180 000 judíos austríacos, en total, medio millón aproximadamente. En julio de 1941 ya se había liquidado a docenas de miles, principalmente en los campos de concentración de Alemania y Austria situados en Sachsenhausen, Mauthausen, Ravensbruck, Dachau, Buchenwald, Belsen y Theresienstadt en Bohemia. Pero ya empezaban a estar muy llenos, y las oscuras tierras del Este parecían un lugar excelente para acabar con los restantes. Se emprendieron las obras de ampliación o iniciación de los seis campos de exterminio de Auschwitz, Treblinka, Belzec, Sobibor, Chelmno y Maidanek. Pero, mientras se terminaban, había que encontrar un lugar para exterminar a todos los que fuera posible y «almacenar» a los demás. Y se eligió a Riga.

Entre el 1.° de agosto de 1941 y el 14 de octubre de 1944, fueron deportados a Riga casi 200 000 judíos, alemanes y austríacos exclusivamente. Ochenta mil murieron allí, 120 000 fueron enviados a los seis campos de exterminio del sur de Polonia ya mencionados, y 400 salieron con vida, la mitad de los cuales morirían en Stutthof o en la «Marcha de la Muerte» hacia Magdeburgo, de regreso a Alemania. El transporte en el que iba Tauber fue el primero que entró en Riga, procedente del Reich, y llegó a las 3,45 de la tarde del 18 de agosto de 1941.

El ghetto de Riga se hallaba dentro de la ciudad, y anteriormente había sido Lugar de residencia de los judíos de Riga, de los cuales, a mi llegada no quedaban más que unos centenares. En menos de tres semanas, Roschmann y su adjunto, Krause, habían supervisado el exterminio de la mayoría, de acuerdo con las órdenes de la superioridad.

El ghetto estaba en el límite norte de la ciudad, y por el norte daba a campo abierto. En el lado sur había un muro, y los otros tres lados estaban cerrados con alambre de espino. En el lado norte había una puerta, por la cual se efectuaban todas las entradas y salidas. Estaba guardada por dos torres-vigía ocupadas por SS letones. Desde esta puerta, atravesando todo el ghetto hasta la pared sur, discurría la Mase Kalnu Ilela, o calle de la Colina. A la derecha, mirando desde el sur hacia la puerta principal del norte, estaba la Blech Platz, es decir, plaza de la Lata, donde se escogía a los que iban a ser ejecutados, se pasaba lista, se formaban las brigadas de trabajo, se flagelaba y se ahorcaba. En el centro había un cadalso, con ocho ganchos de hierro, de los que permanentemente colgaban, balanceándose al viento, las correspondientes sogas con su lazo corredizo. Todas las noches lo ocupaban por lo menos seis desgraciados y, con frecuencia los ocho ganchos tenían que prestar servicio varias veces, antes de que Roschmann se sintiera satisfecho de su labor del día.

Todo el ghetto no debía ocupar más de dos kilómetros cuadrados y medio, y en él habían vivido entre 12000 y 15000 personas. Antes de nuestra llegada, los judíos de Riga, es decir, los 2000 que quedaban, habían levantado la pared, y el sector utilizable por nuestro convoy, compuesto por unas 5000 personas, resultaba espacioso. Pero los transportes seguían llegando a diario, hasta que la población de nuestro sector del ghetto ascendió a 30000 ó 40000 personas. Entonces, cada vez que llegaba un nuevo transporte, había que ejecutar a tantos de los antiguos habitantes como supervivientes quedaban en el convoy, para dejar sitio a los nuevos. De lo contrario, la superpoblación hubiera sido un peligro para la salud de los que trabajábamos, y Roschmann no podía tolerarlo.

Aquella primera noche nos instalamos en las casas mejor construidas, en habitaciones individuales, y dormimos en camas de verdad, usando cortinas y abrigos a modo de mantas. Después de beber de un grifo hasta saciarse, mi vecino de cuarto comentó que tal vez aquello no fuera tan malo. Todavía no conocíamos a Roschmann.

A medida que el verano cedía paso al otoño, y éste, al invierno, las condiciones de vida en el ghetto iban empeorando. Cada mañana, la población, compuesta principalmente por hombres, pues las mujeres y los niños habían sido exterminados en mayor proporción que los hombres útiles para el trabajo, tenía que congregarse en la plaza, siendo empujada y zarandeada a punta de fusil por los letones, y se pasaba lista. No se nos llamaba por el nombre, sino que éramos contados y divididos en brigadas de trabajo. Casi toda la población, hombres, mujeres y niños, salla todos los días del ghetto, formada en columnas para trabajar durante doce horas en los talleres de las cercanías, que eran cada vez más numerosos.

Al llegar, dije que era carpintero, lo cual no era verdad; pero en mis tiempos de arquitecto había visto trabajar a los carpinteros y sabía lo suficiente para salir adelante. Suponía, y estaba en lo cierto, que siempre harían falta carpinteros. Fui enviado a trabajar a un aserradero cercano, en el que los abundantes pinos del lugar eran convertidos en barracones prefabricados para las tropas. El trabajo era agotador y arruinaba la salud del más robusto, pues tanto en invierno como en verano trabajábamos casi constantemente a la intemperie, expuestos al frío y a la humedad de las tierras bajas de Letonia, próximas a la costa…

Nuestra comida consistía en medio litro de una mal llamada sopa, en la que casi todo era agua teñida, con algún que otro pedazo de patata, que nos distribuían por la mañana, antes de que saliéramos para el trabajo, y otro medio litro, con una rebanada de pan moreno y una patata rancia, cuando volvíamos al ghetto por la noche.

El hecho de introducir comida en el ghetto era inmediatamente castigado con la horca. Las ejecuciones se llevaban a cabo en la plaza, por la noche. después de pasar lista y en presencia de toda la población. A pesar de todo, para no morir de hambre, había que correr el riesgo.

Cuando las columnas volvían, Roschmann y varios de sus secuaces solían situarse junto a la puerta, y practicaban registros al azar. Elegían a un hombre, una mujer o un niño, lo hacían salir de la columna y desnudarse a un lado de la puerta. Si se le encontraba encima una patata o un pedazo de pan, lo obligaban a esperar a que todos hubieran desfilado, camino de la plaza, donde se pasaba lista.

Una vez todos reunidos, Roschmann se dirigía también a la plaza, seguido de los guardianes SS y de los condenados, que casi siempre sumaban una docena. Los hombres subían al cadalso y, con la soga al cuello, esperaban que se acabara de pasar lista. Luego, Roschmann se acercaba a ellos, sonriéndoles, y una a una iba derribando las banquetas a puntapiés. Le gustaba hacerlo por delante, de manera que el que iba a morir pudiera verle. A veces hacía sólo un amago de puntapié y se echaba a reír ruidosamente al ver que el hombre se estremecía, creyéndose ya colgado de la cuerda, antes de advertir que aún tenía la banqueta debajo.

Algunos condenados rezaban; otros pedían clemencia. A Roschmann le gustaba oírlos, fingía ser un poco sordo, se llevaba la mano a la oreja y les decía:

–¿Cómo? ¿No podrías hablar más alto?

Después de derribar la banqueta-en realidad era una especie de cajón-, se volvía hacia sus compañeros y comentaba:

–¡Pobre de mí! Necesito una prótesis auditiva.

En pocos meses, Eduard Roschmann se convirtió para nosotros, los prisioneros, en la encarnación del Diablo. No había tortura que él no pusiera en práctica.

Cuando se descubría a alguna mujer introduciendo comida en el campo, se la obligaba a mirar cómo eran ejecutados los hombres, especialmente si uno de ellos era su marido o su hermano. Después, Roschmann la hada arrodillarse delante de los demás, que debíamos permanecer alineados en tres lados de la plaza, mientras el barbero le rasuraba el cráneo.

Después de pasar lista, la mujer era conducida al cementerio, situado fuera de la alambrada. Allí tenía que cavar una fosa poco profunda y arrodillarse al borde. Entonces, Roschmann o uno de los otros le disparaba un tiro en la nuca con la «Lüger». No se permitía a nadie presenciar estas ejecuciones; pero, a través de los guardianes letones, se filtraron revelaciones según las cuales algunas veces Roschmann disparaba su pistola al aire junto al oído de la mujer, haciéndola caer, de la impresión, en la fosa. Luego, la víctima tenía que subir y arrodillarse otra vez. O si no, apretaba el gatillo estando vacía la recámara, de modo que cuando la mujer creía que iba a morir sólo oía un chasquido. Los letones eran brutos; pero Roschmann lograba asombrarlos…

Había en Riga una muchacha que, para ayudar a los prisioneros arriesgaba la vida. Se llamaba Olli Adler, y creo que era de Munich. Su hermana Gerda había muerto en el cementerio, de un tiro en la nuca, por llevar comida al ghetto. Olli era muy hermosa, y Roschmann, que se encaprichó de ella. la hizo su concubina, aunque el título oficial era el de «sirvienta», ya que las relaciones entre los miembros de la SS y las judías estaban absolutamente prohibidas. Cada vez que podía ir al ghetto, Olli llevaba medicamentos, que robaba del almacén de la SS. Esto, naturalmente, se castigaba con la muerte. La vi por última vez cuando embarcábamos en el puerto de Riga…

A fines del primer invierno, yo estaba seguro de que no podría resistir mucho tiempo. El hambre, el frío, la humedad, el agotamiento y las constantes brutalidades, habían convertido mi robusto cuerpo en un saco de huesos. Cada vez que me miraba al espejo, contemplaba la imagen de un viejo consumido y decrépito con barba de rastrojo, los párpados enrojecidos y las mejillas hundidas. Acababa de cumplir treinta y cinco años, y aparentaba el doble. Pero lo mismo les ocurría a los demás.

Había visto partir, camino del bosque de las fosas, a docenas de millares de personas, sucumbir de frío y de fatiga a centenares, y morir ahorcados, fusilados o apaleados, a docenas. A los cinco meses de estar allí, ya había resistido más de lo normal. Las ansias de vivir que empecé a sentir en el tren se habían disipado, sin dejar más que una mecánica rutina de vida, que acabaría por romperse. Pero en marzo ocurrió algo que me infundió voluntad de resistencia para otro año.

Aún recuerdo la fecha. Era el 3 de marzo de 1942, el día del segundo convoy para Dunamunde. Hacía un mes que habíamos visto llegar, por primera vez, un extraño vehículo. Tenía el tamaño de un autobús de un piso, estaba pintado de gris acero, y carecía de ventanillas. Lo habían dejado a la puerta del ghetto. Aquella mañana, al pasar lista, Roschmann dijo que tenía que hacer un anuncio importante. Dijo que, en Dunamunde, a orillas del río Duna, a unos 100 kilómetros de Riga, acababa de instalarse una fábrica de conservas de pescado. Allí el trabajo era leve, la comida, abundante, y las condiciones de vida, buenas. Como el trabajo no era pesado, sólo se admitiría a los viejos, los débiles, los enfermos y los niños.

Naturalmente, eran muchos los que aspiraban a estas ventajas. Roschmann pasaba entre las filas y seleccionaba a los que debían ir. Esta vez los viejos y los enfermos no se escondían en las últimas filas, de donde, en otras ocasiones, los guardianes tenían que sacarlos a la fuerza, entre gritos y protestas, para llevarlos a la colina de las ejecuciones. Se eligió a un centenar, que subieron al furgón. Las puertas de éste se cerraron, y los que observaban la operación pudieron advertir que encajaban perfectamente. Luego, el vehículo se puso en marcha y se alejó sin emitir gases de escape. Después corrió la voz de que en Dunamunde no había fábrica de conservas v que el furgón era una cámara de gas. A partir de entonces, en el lenguaje del ghetto, la expresión «convoy para Dunamunde» era sinónimo de muerte por gas.

El 3 de marzo se decía en el ghetto que aquel día habría otro «convoy para Dunamunde». Efectivamente, aquella mañana, al pasar lista, Roschmann lo anunció así. Pero esta vez nadie se adelantaba, ansioso de ser de la partida, y Roschmann, sonriendo de oreja a oreja, se puso a pasear entre las filas señalando con el látigo a los elegidos. Astutamente, empezó por la cuarta y última fila, donde esperaba encontrar a los débiles, a los viejos y a los inútiles para el trabajo.

Una mujer vieja, que lo había previsto, se situó en primera fila. Tenía por lo menos sesenta y cinco años, pero. en su afán por salvar la vida, se había puesto zapatos de tacón alto, medias negras de seda, una falda que le quedaba por encima de las rodillas y un frívolo sombrerito. Llevaba polvos, colorete, y los labios pintados. En realidad, hubiera llamado la atención en cualquier lugar del ghetto; pero seguramente ella imaginaba poder pasar por una muchachita.

Al llegar donde ella estaba, Roschmann se detuvo, abrió mucho los ojos y la miró detenidamente. Luego, por su rostro se extendió una sonrisa de alegría.

–¡Mira lo que tenemos aquí!-exclamó, señalándola con el látigo, para llamar la atención de sus camaradas, que en el centro de la plaza custodiaban a los cien prisioneros ya escogidos-. ¿No le gustaría que la llevaran a dar un paseíto hasta Dunamunde, señorita?

La mujer, temblando de miedo, respondió:

–No, señor.

–Di, ¿cuántos años tienes?-preguntó él, jovialmente, mientras sus camaradas de la

SS ahogaban la risa-. ¿Diecisiete? ¿Veinte?

Las huesudas rodillas de la mujer entrechocaban.

–Sí, señor.

–¡Qué bien! Con lo que me gustan a mí las chicas bonitas… Ven acá, para que todos puedan admirar tu juventud y tu hermosura.

Tomándola del brazo, la llevó hasta el centro de la plaza y se retiró unos pasos.

–Bueno, señorita-dijo entonces-, ya que es usted tan joven y tan bonita, ¿por qué no nos baila algo?

La mujer tiritaba a causa del viento helado y del miedo. Susurró algo que no pudimos oír.

–¿Cómo? ¿Que no sabes bailar? Estoy seguro de que una chica tan linda tiene que saber, ¿no?

Sus secuaces de la SS alemana se retorcían de risa. Los letones, aun sin entender ni una palabra, empezaban a sonreír. La mujer movió negativamente la cabeza. La sonrisa de Roschmann desapareció.

–¡Baila!-bramó.

Ella hizo unos cuantos movimientos, arrastrando los pies, y se quedó quieta.

Roschmann sacó su «Lüger», levantó el percutor y disparó a la arena, a dos centímetros de los pies de ella. Del susto, la mujer dio un salto de más de un palmo.

–¡Baila, báilanos algo, asquerosa perra judía!-gritaba, disparando a la arena, junto a los pies de la mujer, cada vez que decía «baila».

La obligó a «bailar durante media hora, y agotó los tres cargadores que llevaba en la cartuchera. La mujer daba unos saltos cada vez mayores, y la falda se le subía hasta las caderas. Pero al fin cayó al suelo, y ni la amenaza de la muerte la hizo levantarse. Roschmann disparó sus tres últimos proyectiles cerca de su cara, salpicándola de arena. Entre disparo y disparo, en toda la plaza se ola el jadeo de la mujer.

Cuando se le acabaron las municiones, el hombre volvió a gritar: «¡Baila!», y le dio un puntapié en el estómago. Durante toda la escena, nosotros habíamos permanecido en silencio; pero en aquel momento el hombre que estaba a mi lado se puso a rezar. Era un hassid, barbudo y de escasa estatura, que, aunque hecho trizas, todavía llevaba su largo abrigo negro y, a pesar del frío, que a la mayoría nos obligaba a usar gorra con orejeras. Él conservaba el sombrero de ala ancha de su secta. Una y otra vez recitaba la Shema con voz temblorosa, que poco a poco iba subiendo de tono. Yo, al ver que Roschmann tenía uno de sus peores días, empecé a rezar en silencio para que el hassid se callara. Pero él seguía cantando.

–Escucha, oh Israel…

–¡Cállate!-le murmuré, torciendo la boca.

Adonai elohenu… El Señor es nuestro Dios.

–¿Quieres callarte? Harás que nos maten a todos.

–El Señor es Uno… Adonai Eha-a-ad.

Arrastró la última sílaba, al estilo tradicional, como hizo el rabino Akiva cuando murió en el circo de Cesarea por orden de Tinio Rufo. En aquel momento, Roschmann dejó de gritar a la mujer. Levantó la cabeza, como la fiera que olfatea el aire, y se volvió hacia nosotros. Como yo era mucho más alto que el hassid, se fijó en mí.

–¿Quién estaba hablando por ahí?-gritó, acercándose a grandes pasos-. Tú, sal de la fila.

Me señalaba a mí, sin duda. «Esto es el fin-pensé-. Está bien, no importa. Tenía que ocurrir.» Me adelanté y él se acercó. No dijo nada. Tenia las facciones crispadas, como un loco. Luego, pareció serenarse y esbozó su suave sonrisa de lobo, que aterrorizaba a todo el ghetto, incluidos los guardianes letones de la SS.

Su mano se movió tan rápidamente, que nadie la vio. Yo sólo sentí un choque en la mejilla izquierda, y una detonación, como si junto a mi tímpano acabara de hacer explosión una bomba. Luego, con perfecta claridad pero de un modo impersonal, advertí que, de la sien a la boca, mi piel se rasgaba como ropa vieja. Antes de que yo empezara a sangrar, ya había vuelto a moverse la mano de Roschmann, pero ahora del otro lado, y el látigo me abrió la mejilla derecha. Otra vez el estallido y el desgarrarse la piel. Era un látigo de medio metro, armado hasta la mitad-por el extremo del mango-con ánima de acero flexible, y la otra mitad era de tiras de cuero trenzadas, de modo que cuando era descargado sobre la piel humana, la rasgaba como si fuese papel de seda. Yo lo había visto hacer antes.

En pocos segundos, la sangre empezó a resbalarme por la barbilla, empapándome la chaqueta. Roschmann dio media vuelta para marcharse, mas en seguida se volvió otra vez hacia mi y, señalando a la mujer, que sollozaba en el centro de la plaza, me dijo como si ladrara:

–Levanta de ahí a esa vieja bruja y llévala al furgón.

Y, así, unos minutos antes de que se pusieran en marcha las otras cien víctimas, levanté en brazos a la mujer, llenándola de sangre, y la llevé, por la calle de la Colina, hacia el furgón, que esperaba a la puerta del ghetto. La deposité en la parte trasera del vehículo, y ya iba a marcharme cuando ella me cogió por la muñeca y, con una fuerza insospechada, tiró de mi, sacó un pañuelo de batista, reliquia de días mejores, y poniéndose en cuclillas en el suelo del furgón, me enjugó la sangre que aún me corría por las mejillas.

En su cara embadurnada de rimmel, colorete, lágrimas y arena, sus ojos brillaban como las estrellas.

–Hijo mío-susurró-. Tienes que vivir. Júrame que vivirás. Júrame que saldrás vivo de este lugar. Has de sobrevivir para contar a los otros, a los de fuera, lo que aquí le han hecho a nuestro pueblo. Prométemelo. Júralo por Sefer Torah.

Y yo le juré que viviría, a todo trance, costara lo que costara. Entonces me soltó. Yo volví al ghetto, tambaleándome, y a la mitad del camino me desmayé.

Poco después de volver al trabajo tomé dos decisiones. La primera, llevar un Diario secreto, tatuándome por las noches en pies y piernas, con un alfiler y tinta negra, nombres y fechas, para poder transcribir un día todo lo ocurrido en Riga y dar testimonio concreto con los responsables.

La otra decisión era hacerme Kapo, miembro de la policía judía del campo.

Esta decisión era grave y difícil, ya que éstos eran los que conducían a los demás judíos a los talleres, los traían de vuelta al ghetto y, muchas veces, los escoltaban hasta los lugares de ejecución. Llevaban un palo y, en ocasiones, cuando los miraba algún oficial alemán de la SS, se servían de él con liberalidad para azuzar a los demás judíos. A pesar de todo, el 1.° de abril de 1942, me presenté al jefe de Kapos y me ofrecí voluntario; con ello me convertía en un proscrito y renunciaba a la compañía de los demás judíos. Siempre había plaza para otro Kapo, pues a pesar de que sus raciones y condiciones de vida eran mejores y estaban exentos de los trabajos forzados, los candidatos escaseaban…

Ahora creo que debería describir el método empleado para las ejecuciones de los inútiles para el trabajo, puesto que de este modo fueron exterminados en Riga, bajo las órdenes de Eduard Roschmann, entre 70000 y 80000 judíos. Cuando el tren ganadero llegaba a la estación con un nuevo cargamento de prisioneros, generalmente unos cinco mil, casi un millar, llegaban muertos. Pocas eran las veces que, entre los cincuenta vagones, se recogían sólo unos centenares de cadáveres.

Cuando los recién llegados formaban en la plaza, se hacía la selección, pero no sólo entre los nuevos, sino entre todos. Este era el objeto de los recuentos de la mañana y de la noche. De los recién llegados se separaba a los débiles, a los viejos, a los enfermos, a la mayoría de las mujeres y a casi todos los niños, pues eran considerados no aptos para el trabajo, y los ponían a un lado. Luego se contaba al resto. Si sumaban 2000, se separaba a otros 2000 de los antiguos, de manera que si habían llegado 5000 personas, se ejecutaba a 5000 personas. Así se evitaba la aglomeración. Un hombre podía resistir seis meses de trabajos forzados; casi nunca más. Cuando perdía las fuerzas, un día el látigo de Roschmann le daba un golpecito en el pecho, y el hombre iba a reunirse con los muertos…

Al principio, las víctimas eran llevadas en columna a un bosque de las afueras. Los letones lo llamaban el Bosque de Bickernicker, y los alemanes, Hochwald, o Bosque Alto. En los claros de este bosque, los judíos de Riga habían cavado enormes fosas, y allí, bajo las órdenes y supervisión de Roschmann, los letones de la SS los ametrallaban de manera que fueran cayendo en las fosas. Los restantes judíos echaban tierra hasta que los cuerpos quedaban cubiertos, y así sucesivamente se iban añadiendo capas de cadáveres y de tierra hasta que la fosa estaba llena. Luego se pasaba a otra.

Desde el ghetto se oía el tableteo de las ametralladoras y, cuando la operación terminaba, se veía a Roschmann bajar por la colina y entrar en el ghetto en su coche descubierto…

Cuando me hice Kapo cesó toda relación entre los demás internados y yo. De nada hubiera servido explicar por qué lo hacía, decirles que un Kapo más o menos no importaba, ni aumentaría en un solo dígito la cifra de muertos, que lo verdaderamente importante era que quedara un testigo, no para salvar a los judíos de Alemania, sino para vengarlos. Esta era, por lo menos, la explicación que yo me daba. ¿Era el verdadero motivo? ¿No sería, sencillamente, que tenía miedo de morir?

Fuera lo que fuere, el miedo dejó pronto de ser factor, pues en agosto de aquel año ocurrió algo que hizo que mi alma se me muriera, dejando sólo esta carcasa peleando por sobrevivir…

En julio de 1942 llegó de Viena otro gran transporte de judíos austríacos. Por lo visto, todos, sin excepción, estaban señalados para «tratamiento especial», pues ni siquiera pasaron por el ghetto. Ni los vimos; fueron conducidos directamente desde la estación al Bosque Alto, y ametrallados. Aquella noche bajaron de la colina cuatro camiones llenos de ropas, que fueron descargadas en la plaza. Formaban un montón tan alto como una casa. Luego, fueron clasificadas, separándose los zapatos, calcetines, calzoncillos, pantalones, vestidos, chaquetas, brochas de afeitar, lentes, dentaduras, sortijas, gorras, etcétera.

Esta era desde luego, una operación rutinaria que seguía a cada ejecución en masa. A todos los que eran ejecutados en el Bosque Alto se los desnudaba, y sus efectos se llevaban al ghetto, se clasificaban y se enviaban al Reich. Roschmann se hacia cargo personalmente del oro, la plata y las joyas…

En agosto de 1942 llegó otro convoy de Theresienstadt, un campo de Bohemia en el que se congregaba a docenas de millares de judíos alemanes y austríacos antes de enviarlos al Este para su exterminio. Yo estaba en la plaza, observando cómo Roschmann hacía la selección. Los recién llegados llevaban ya el cráneo afeitado y no era fácil distinguir entre hombres y mujeres, a no ser por los vestidos improvisados que ellas llevaban. Me llamó la atención una mujer que estaba al otro lado de la plaza. Sus facciones me eran familiares, a pesar de que estaba demacrada, delgada como una espátula y tosía continuamente.

Al pasar por delante de ella, Roschmann la señaló con el golpecito de látigo y siguió andando. Inmediatamente, los letones que iban detrás de él la cogieron por los brazos y la llevaron al grupo que aguardaba en el centro de la plaza. En aquel convoy había muchos inútiles para el trabajo, y la selección fue laboriosa. Ello significaba que se seleccionaría a menos de los antiguos, aunque, en cualquier caso, yo no tenía de qué preocuparme. Era Kapo, llevaba un brazal y un palo, y las raciones extra habían aumentado un tanto mis fuerzas. Aunque Roschmann había visto las cicatrices de mi cara, no parecía acordarse de mí. Había golpeado a tantos, que uno más o menos no le llamaba la atención.

La mayoría de los que fueron seleccionados aquella tarde de verano fueron conducidos en columna, por los Kapos, hasta las puertas del ghetto. Allí se hicieron cargo de ellos los letones que los escoltarían durante los seis kilómetros que había que recorrer hasta llegar al Bosque Alto, donde serían ejecutados.

Pero como quiera que, además, en la puerta había un furgón de gas, se separó del grueso de la columna a un centenar de los más débiles. Yo iba a acompañar a los otros condenados hasta la puerta, cuando el teniente Krause, de la SS, señalando a cuatro o cinco Kapos, dijo:

–Vosotros, llevad a éstos al convoy de Dunamunde.

Cuando los demás hubieron salido, nosotros cinco acompañamos a los cien últimos, que cojeaban, se arrastraban o tosían, hasta el furgón. Entre ellos estaba la tuberculosa delgada. Ella sabía adónde iba; lo sabían todos; pero, como los demás, se acercó al furgón tambaleándose, obediente y resignada. La plataforma quedaba bastante alta, y ella no tenía fuerzas para subir. Se volvió hacia mí, buscando apoyo. Entonces nos miramos, asombrados y aturdidos.

Oí unos pasos a mi espalda, y los dos Kapos que estaban subidos a la plataforma se cuadraron y se quitaron la gorra. Suponiendo que el que se acercaba debía de ser un oficial de la SS, yo hice otro tanto. Era el capitán Roschmann. Hizo seña a los otros dos Kapos de que continuaran con su trabajo, y me miró con aquellos sus ojos azul pálido. Pensé que su mirada sólo podía significar que por la noche se me azotaría por haber tardado en quitarme la gorra.

–¿Cómo te llamas?-me preguntó suavemente.

–Tauber, mi capitán-respondí, en posición de firmes.

–Bueno, Tauber, me parece que eres un poco lento. ¿No crees que esta noche tendríamos que sacudirte un tanto la pereza?

De nada hubiera servido contestar. La sentencia estaba dictada. Roschmann miró entonces a la mujer y entornó los ojos, como sospechando algo; luego, por su rostro se extendió lentamente su sonrisa de lobo.

–¿Conoces a esta mujer?-preguntó.

–Sí, mi capitán-respondí.

–¿Quién es?

No pude decírselo. Tenía los labios pegados, como si me los hubiesen untado de pegamento.

–¿Es tu mujer?-preguntó entonces. Yo asentí en silencio. Su sonrisa se ensanchó aún más-. Vamos, vamos, mi querido Tauber. ¿Qué modales son ésos? Ayuda a la señora a subir al coche.

Yo seguía paralizado. El acercó entonces su cara a la mía y siseó:

–Tienes diez segundos para subirla. Si no lo haces, tú irás con ella.

Lentamente extendí el brazo, y Esther se apoyó en él y subió al furgón. Los otros dos Kapos esperaban para cerrar las puertas. Ella me miró desde arriba, y dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. No me dijo nada. No habíamos hablado. Luego, las puertas se cerraron y el furgón se puso en marcha. Lo último que vi fueron sus ojos, que me miraban.

He pasado veinte años tratando de descifrar aquella mirada. ¿Era de amor o de odio, de desprecio o de compasión, de desconcierto o de comprensión? Nunca lo sabré.

Cuando el furgón se alejó, Roschmann se volvió hacia mí sin dejar de sonreír.

–Tú, Tauber, vivirás hasta que a nosotros nos convenga acabar contigo. Pero desde hoy estás muerto.

Tenía razón. Aquel día murió mi alma. Era el 29 de agosto de 1942.

A partir de aquel día, me convertí en un robot. Ya nada importaba: no sentía el frío, ni el dolor, ni nada. Miraba sin pestañear las brutalidades que cometían Roschmann y sus secuaces. Era inmune a todo lo que afecta al espíritu y a casi todo lo que afecta al cuerpo. Me limitaba a tomar nota de todo, hasta del menor detalle, tatuándome la fecha en la piel de las piernas. Los prisioneros llegaban, eran conducidos a la colina de las ejecuciones o a los furgones, morían y eran enterrados. A veces, mientras caminaba a su lado hacia las puertas del ghetto, con mi brazal y mi bastón, los miraba a los ojos y me venía a la memoria un poema inglés, que habla de un viejo marinero condenado a vivir, el cual miraba a los ojos a sus compañeros, que iban muriendo de sed, y en ellos leía la maldición. Mas para mí no había maldición: yo estaba inmunizado contra el sentimiento de culpabilidad. Este llegaría años después. Sólo experimentaba el vacío de la muerte. Era un muerto que andaba.

Peter Miller siguió leyendo hasta muy tarde. El efecto que le producía la narración de aquellas atrocidades era monótono y mesmeriano a la vez. De vez en cuando se echaba hacia atrás en la butaca y respiraba profundamente durante unos minutos, para recobrar la calma. Después seguía leyendo.

A eso de las doce de la noche interrumpió la lectura y se fue a hacer más café. Antes de correr las cortinas, se quedó unos instantes tras los cristales, mirando a la calle. Un poco más abajo, al otro lado del Steindamm, brillaban las luces neón del «Café Chérie».

Una de las muchachas eventuales que lo frecuentaban para obtener un sobresueldo, salió del brazo de un individuo con aspecto de hombre de negocios. La pareja entró en una pensión situada unas puertas más abajo.

Miller corrió las cortinas, apuró su taza y volvió al Diario de Salomon Tauber.

En el otoño de 1943 llegó de Berlín la orden de exhumar las decenas de miles de cadáveres del Bosque Alto y destruirlos con fuego o con cal viva. Pero esto se dice pronto. Además, el invierno estaba al llegar, y el suelo se helaría. Roschmann estuvo furioso durante varios días, pero el trabajo de tipo administrativo que requería la ejecución de la orden le mantuvo ocupado y alejado de nosotros.

Día tras día, las nuevas brigadas de trabajo subían a la colina, armados de picos y palas, y día tras día se elevaban del bosque negras columnas de humo. Como combustible, se utilizaban los pinos del bosque; pero los cadáveres en avanzado estado de descomposición no arden fácilmente, por lo que el trabajo era lento. Al fin, se recurrió a la cal. Con ella se cubrían sucesivas capas de cadáveres, y en la primavera de 1944, cuando la tierra se ablandó, se rellenaron las fosas 1.

Las brigadas que hacían este trabajo no pertenecían al ghetto, y las mantenían totalmente aisladas de los demás. Eran judíos internados en uno de los peores campos de los alrededores, Salas Pils, donde después serían exterminados por el procedimiento de no darles de comer, de manera que todos murieron de hambre, a pesar de que muchos recurrieron a la antropofagia…

Cuando, en la primavera de 1944, se dio por terminado el trabajo, el ghetto fue definitivamente liquidado. La mayoría de sus 30 000 habitantes fueron llevados al bosque.

Eran las últimas víctimas que recibían aquellos pinares. Unos 5000 fuimos trasladados al campo de Kaiserwald; al salir nosotros, el ghetto fue incendiado, y sus cenizas, apisonadas. De lo que allí hubo no quedaba más que una extensión de varias hectáreas de ceniza 2.

Durante las veinte páginas siguientes, Tauber describía la lucha por la supervivencia -en el campo le concentración de Kaiserwald -contra el hambre, las enfermedades, la fatiga y la brutalidad de los guardianes. Durante aquellos meses, nada se supo del capitán Eduard Roschmann, de la 55. Mas, al parecer, aún estaba en Riga. Tauber describía cómo a primeros de octubre de 1944, los 55, presa ya de pánico ante la idea de que los rusos pudieran cogerlos vivos y desahogar en ellos su afán de venganza, se preparaban para evacuar Riga por mar, a la desesperada, llevando consigo, a guisa de salvoconducto de regreso al Reich, a un puñado de los últimos prisioneros que quedaban con vida.

1 Este procedimiento servia para quemar los cadáveres, pero no destruía los huesos. Los rusos descubrirían después aquellos ochenta mil esqueletos.

2 La ofensiva rusa de la primavera de 1944 llevó el frente hacia el Oeste, y las tropas soviéticas llegaron al mar Báltico, pasando por el sur de los Países Bálticos, que quedaron aislados del Reich, lo cual fue motivo de una enconada disputa entre Hitler y sus generales, quienes previendo la situación, abogaban por la retirada de las cuarenta y cinco divisiones que se hallaban dentro del enclave. Pero él se negó, repitiendo su sonsonete de loro de «Victoria o Muerte», Y muerte fue lo que deparó a los 500000 soldados que quedaron en el enclave. Las líneas de abastecimiento estaban cortadas, y ellos siguieron peleando, para retrasar lo inevitable, hasta que se acabaron las municiones. Luego, se rindieron. La mayoría fueron hechos prisioneros y llevados a Rusia en el invierno de 1944/45. Diez años después, sólo unos cuantos regresarían a Alemania.

La tarde del 11 de octubre, nuestro grupo, compuesto por unas 4000 personas, llegó a la ciudad de Riga. La columna fue conducida directamente al puerto. A lo lejos se oía un extraño fragor, como si tronara. Al principio, aquello nos intrigó, pues nunca habíamos oído el sonido de las bombas ni de la metralla. Luego, la verdad se abrió paso en nuestras mentes, enturbiadas por el hambre y el frío: en los suburbios de Riga estaban cayendo morteros rusos.

La zona del puerto era un hervidero de hombres de la SS de todos los rangos. Nunca había visto tantos juntos. Sin duda eran más que nosotros. Nos hicieron formar delante de unos tinglados, y muchos de los nuestros pensamos que allí moriríamos, frente a las ametralladoras. Pero no fue así.

Al parecer, los SS querían utilizarnos a nosotros, el resto de los cientos de miles de judíos que habían pasado por sus manos, como pretexto para escapar de los rusos. Nosotros seríamos un salvoconducto para volver al Reich. El medio de transporte estaba amarrado en el muelle número 6: era un carguero, el último que quedaba en el reducto. Mientras lo contemplábamos, unos enfermeros empezaron a subir a él a unos centenares de soldados heridos, que aguardaban en camillas en dos de los tinglados del muelle.

Era casi de noche cuando llegó el capitán Roschmann. Al ver que se estaba cargando el barco, se detuvo bruscamente. Cuando se percató de que se embarcaba a soldados heridos, se volvió y gritó a los enfermeros:

–¡Alto! Dejad eso.

Cruzó el. muelle rápidamente y dio una bofetada a un enfermero. Luego, volviéndose hacia nosotros, los prisioneros, gritó:

–Vosotros, chusma. Sacad a ésos del barco y bajadlos aquí. Ese buque es nuestro.

Amenazados por las pistolas de los SS que habían llegado con nosotros, empezamos a avanzar hacia la pasarela. Cientos de SS, soldados y oficiales sin destino, que hasta entonces se habían mantenido a la expectativa, empezaron a avanzar, y nos siguieron hacia el barco. Cuando llegamos a cubierta, empezamos a coger las camillas para bajarlas al muelle. Mejor dicho, íbamos a cogerlas cuando otra voz nos obligó a detenernos.

Yo estaba al pie de la pasarela, cuando oí la voz y me volví para ver qué ocurría.

Por el muelle venía corriendo un capitán, que se detuvo muy cerca de la pasarela. Dirigiéndose a los que iban a bajar las camillas, gritó:

–¿Quién ha dado la orden de desembarcar a esos hombres?

Roschmann se le acercó por la espalda y le dijo:

–La he dado yo. Ese barco es nuestro.

El capitán giró sobre sus talones, metió una mano en el bolsillo y sacó un papel.

–Este barco ha sido enviado para recoger a los heridos del Ejército-dijo-. Y va a transportar heridos del Ejército.

Y dirigiéndose a los enfermeros, les ordenó que reanudaran la operación de carga.

Miré a Roschmann. Estaba temblando, supuse que de frío. Luego vi que estaba asustado. Tenía miedo de enfrentarse con los rusos. Ellos, a diferencia de nosotros, estaban armados.

Entonces empezó a gritar a los enfermeros:

–¡Dejad eso! ¡Yo he requisado el barco en nombre del Reich!

Pero ellos no le hicieron el menor caso: obedecían al capitán de la Wehrmacht. Este se hallaba a unos dos metros de mí. Me fijé en su rostro. A causa del cansancio, lo tenía color ceniza, se le marcaban oscuras ojeras y, a cada lado de la boca profundos pliegues. Llevaba una barba de semanas. Al ver que se reanudaba la operación, se fue hacia sus enfermeros.

De las camillas alineadas sobre el nevado muelle se alzó una voz que, en el dialecto de Hamburgo, gritó:

–¡Bravo, mi capitán! Deles una lección a esos cerdos.

Cuando el capitán pasó por el lado de Roschmann, éste lo agarró del brazo, le hizo dar media vuelta y lo abofeteó con su enguantada mano. Yo le había visto dar miles de bofetadas, pero ninguna había tenido la respuesta que tuvo aquélla. El capitán encajó el golpe, sacudió la cabeza, y con la mano derecha descargó un puñetazo fenomenal en la mandíbula de Roschmann, que salió despedido hacia atrás y cayó de espaldas en la nieve, sangrando por la boca. El capitán siguió andando.

Entonces vi a Roschmann sacar su «Lüger» de oficial de la SS, apuntar cuidadosamente y disparar contra el capitán por la espalda. Al sonar el disparo, todo el mundo se quedó quieto. El capitán vaciló y se volvió. Roschmann disparó de nuevo, y el segundo proyectil alcanzó en la garganta al capitán, que giró sobre sí mismo. Antes de llegar al suelo, ya había muerto. Algo que llevaba colgado del cuello saltó al hacer impacto la bala. Yo, que tuve que arrojar el cuerpo al agua, pasé por el lado del objeto y vi que era una condecoración con una cinta: la Cruz de Caballero con Hojas de Roble…

Mientras leía esta página del Diario, Miller fue pasando, sucesivamente, del asombro a la incredulidad, a la duda, al convencimiento y, por último, a una viva indignación. Releyó la página una docena de veces, hasta convencerse de que no había duda posible, y luego siguió adelante.

Después se nos ordenó desembarcar a los heridos de la Wehrmacht y dejarlos en el muelle, donde ya empezaba a acumularse la nieve. Yo, sin saber cómo, me encontré ayudando a un soldado a bajar por la pasarela. Estaba ciego, y llevaba los ojos vendados con un sucio pedazo de tela arrancado del faldón de una camisa. Deliraba y llamaba a su madre. Tendría unos dieciocho años.

Por fin, todos quedaron en el muelle, y a nosotros se nos ordenó subir al barco. Nos metieron a todos en las bodegas, unos a proa y otros a popa, comprimiéndonos de tal modo que apenas podíamos movernos. Luego se fijaron los listones de los encerados de escotilla, y los SS empezaron a subir a bordo. Zarpamos poco antes de medianoche, ya que, seguramente, el capitán quería encontrarse mar adentro, en el golfo de Riga, antes de que amaneciera, para evitar ser descubierto y bombardeado por los «Stormoviks» rusos…

Tardamos tres días en llegar a Danzig, detrás de las líneas alemanas. Tres días de zarandeo en un infierno de bodega, sin agua y sin comida, durante los cuales murió la cuarta parte de los 4000 prisioneros. No teníamos nada que vomitar, pero a causa del mareo, todos sufríamos espasmos secos. Muchos murieron agotados por los espasmos; otros, de hambre, de frío o de asfixia, y otros, al perder la voluntad de vivir, se tumbaban y se dejaban morir. Finalmente, el barco quedó amarrado otra vez, se retiraron los cuarteles de las escotillas, y ráfagas de viento helado entraron en las apestosas bodegas.

Cuando nos desembarcaron en el puerto de Danzig, los muertos fueron alineados al lado de los vivos, para que el número de prisioneros desembarcados cuadrara con el de los que subieron al barco en Riga. Los SS eran muy minuciosos en cuestión de números.

Después nos enteramos de que Riga había sido ocupada por los rusos el 14 de octubre, mientras nosotros navegábamos aún…

La dolorosa odisea de Tauber tocaba a su fin. De Danzig, los supervivientes fueron llevados en barcazas al campo de concentración le Stutthof, en las afueras de la ciudad, y hasta las primeras semanas de 1945 Tauber estuvo trabajando en los diques de submarinos de Burggraben durante el día, y viviendo en el campo de concentración por la noche. En Stutthof murieron de desnutrición varios miles más. El los veía morir y, sin saber como, seguía viviendo.

En enero de 1945, cuando los rusos se acercaban a Danzig, los supervivientes de Stutthof fueron llevados hacia el Oeste, en la terrible «Marcha de la Muerte» hacia Berlín, entre la nieve. Por todo el este de Alemania avanzaban columnas de espectros que sus guardianes SS utilizaban como salvoconducto para alcanzar la seguridad en territorio de los occidentales. Y por el camino, entre la nieve y el hielo, los prisioneros iban muriendo como moscas.

Tauber sobrevivió también a esto y, finalmente, los que quedaban de la columna llegaron a Magdeburgo, al oeste de Berlín, donde los SS los abandonaron, para buscar el medio de salvarse a sí mismos. El grupo de Tauber fue alojado en la prisión de Magdeburgo, a cargo de los ancianos y aturdidos miembros de la Milicia Local. Ante la imposibilidad de dar de comer a los prisioneros y el temor de lo que dirían los aliados cuando los encontraran, sus nuevos guardianes permitían a los más fuertes salir a recorrer los alrededores en busca de comida.

La última vez que vi al capitán Roschmann fue en el muelle de Danzig, mientras nos contaban. Bien protegido contra el frío, subía a su coche. Entonces pensé que ya no le vería más; pero aún tuve ocasión de verlo otra vez: el 3 de abril de 1945.

Aquel día, tres compañeros y yo habíamos ido a Gardelegen, un pueblo situado al este de la ciudad, donde habíamos recogido unas cuantas patatas. Cuando volvíamos, cargados con el botín, pasó junto a nosotros un automóvil que iba también en dirección al Oeste. Frenó unos instantes, para sortear un carro, y yo sin gran curiosidad, me volví a mirarlo. En su interior viajaban cuatro oficiales de la SS que evidentemente se evadían hacia el Oeste. Detrás del conductor, poniéndose una guerrera de cabo del Ejército, iba Eduard Roschmann.

El no me vio, pues yo llevaba un saco en la cabeza, a modo de capuchón, para protegerme del viento frío de la primavera. Pero yo sí lo vi a él. No existía la menor duda acerca de su identidad.

Los cuatro hombres estaban cambiándose el uniforme dentro del coche. Antes de que éste desapareciera de mi vista, por una ventanilla salió despedida una prenda de vestir, que fue a caer en el polvo. Cuando, al cabo de unos minutos llegamos al sitio en que había caído y nos agachamos para examinarla, pudimos ver que era una chaqueta de oficial de la SS con los dos rayos de plata y la insignia de capitán. Roschmann, de la SS, había desaparecido.

Veinticuatro días después fuimos liberados. Ya no salíamos a buscar comida, pues preferíamos quedarnos en la prisión, pasando hambre, que salir a la calle, donde reinaba la anarquía. Pero el 27 de abril amaneció la ciudad en calma. Hacia media mañana, yo estaba en el patio de la prisión, charlando con uno de los viejos guardianes de la Milicia, que parecía estar aterrorizado y había pasado casi una hora explicándome que ni él ni sus compañeros tenían que ver con Adolf Hitler ni con la persecución de los judíos.

Oí parar un coche, y unos golpes en la plancha de hierro de la puerta. El viejo guardián fue a abrir. El hombre que, cautelosamente, revólver en mano, entró en el patio, era un soldado con uniforme de campaña, uniforme que yo nunca había visto.

Evidentemente se trataba de un oficial, pues iba acompañado de un soldado cubierto con un casco redondo y achatado y llevaba un rifle. Se quedaron parados, sin hablar, mirando en su derredor. En un rincón del patio había unos cincuenta cadáveres amontonados. Eran los que habían muerto durante las dos últimas semanas y que, por falta de fuerzas, no habíamos podido enterrar. Otros, medio muertos, llagados y apestosos, yacían junto a la pared, tratando de calentarse un poco al sol de abril.

Los dos hombres se miraron y se volvieron hacia el septuagenario guardián, que los miró a su vez, violento. Entonces pareció recordar algo aprendido en la Primera Guerra Mundial, y dijo:

–Hello, Tommy.

El oficial lo miró fijamente, luego volvió a mirar al patio y silabeó claramente en inglés:

You fucking Kraut pig! (¡Asqueroso cerdo alemán!)

Me eché a llorar.

No sé cómo, pero regresé a Hamburgo. Creo que deseaba averiguar si quedaba algo de mi antigua vida. No quedaba absolutamente nada. El barrio donde nací y me crié había desaparecido bajo la gran tormenta de fuego de los bombardeos aliados. De mi antigua oficina no quedaba ni rastro, y tampoco de mi piso, ni de nada.

Los ingleses me llevaron a un hospital de Magdeburgo, pero yo me marché y volví a casa haciendo autostop. Allí, al ver que no quedaba nada, sufrí una crisis nerviosa y quedé totalmente agotado. Estuve un año en otro hospital, como paciente, junto con otros que habían salido de un lugar llamado Bergen-Belsen, y otro año como enfermero, cuidando a los que estaban peor de lo que yo nunca lo estuve.

Cuando salí, busqué una habitación en Hamburgo, mi ciudad natal, donde quería pasar el resto de mis días.

El Diario terminaba con otras dos hojas nuevas y blancas, escritas recientemente, a modo de epílogo.

En este cuartito de Altona he vivido desde 1947. Poco después de salir del hospital, empecé a escribir el relato de lo que nos había sucedido, a mí y a los otros, en Riga.

Pero, ya antes de terminarlo, vi que habían sobrevivido otros, más capacitados y mejor informados que yo para dar testimonio de los hechos. Se han publicado cientos de libros que describen el holocausto, por lo que nadie se interesará por el mío. No se lo he dado a leer a nadie.

Ahora veo que mis esfuerzos por sobrevivir y poder dar testimonio han sido inútiles, pues otros lo han hecho mejor que yo. Ojalá hubiera muerto en Riga, con Esther.

M siquiera ha de cumplirse mi último deseo: ver a Eduard Roschmann ante el tribunal, y poder explicar a los jueces lo que hizo. Ahora estoy seguro de ello.

A veces salgo a pasear y me pongo a pensar en la vida de antes, pero ya nada volverá a ser como antes. Los niños se burlan de mí y, si intento hacerme amigo suyo, salen corriendo. Una vez estuve hablando con una niña que no se asustó: mas en seguida acudió la madre, gritando, y se la llevó. De manera que no hablo con mucha gente.

Un día vino a verme una mujer. Dijo que era de la Oficina de Indemnizaciones, y que yo tenía derecho a cobrar una cantidad de dinero. Le dije que no quería dinero. Ella se disgustó mucho, e insistió en que tenía derecho a ser recompensado por lo que había sufrido. Seguí negándome. Después mandaron a un hombre, y también le dije que no. El quiso hacerme comprender que rechazar la indemnización era algo muy irregular. Me pareció que lo que más le molestaba era que así quizá no le salieran las cuentas. Pero sólo acepto lo que me corresponde.

Cuando estaba en el hospital inglés, uno de los médicos me preguntó por qué no emigraba a Israel, que pronto obtendría la independencia. ¿Qué podía decirle? No iba a explicarle que nunca me será posible ir a la Tierra Santa, después de lo que hice a Esther, mi esposa. Pienso en eso con frecuencia, e incluso sueño con hacerlo; pero no soy digno de ir.

No obstante, si estas líneas llegaran a ser leídas en la tierra de Israel, la cual nunca veré, ¿querría alguien hacerme la gracia de rezar el khaddish por mí?

Salomon Tauber

Altona, Hamburgo, 21 de noviembre de 1963

Peter Miller cerró el Diario y permaneció sentado en su butaca durante mucho rato, fumando y mirando al techo. Poco antes de las cinco de la madrugada, oyó abrirse la puerta del piso. Era Sigi, que volvía del trabajo. Se sorprendió al verle todavía despierto.

–¿Qué haces levantado a estas horas?-preguntó.

–He estado leyendo-respondió Miller.

Al cabo de un rato, cuando, al primer resplandor del amanecer, empezaba a dibujarse en el cielo la torre de St. Michaelis, estaban en la cama; Sigi, soñolienta y satisfecha, como una mujer que acaba de ser amada, y Miller, mirando al techo, silencioso y preocupado.

–¿En qué estás pensando?-preguntó Sigi.

–Simplemente pensaba.

–Eso ya se ve. Pero ¿en qué pensabas?

–En mi próximo reportaje.

Ella se volvió a mirarle.

–¿Qué vas a hacer?

Miller se incorporó y apagó el cigarrillo.

–Voy a seguir la pista a un hombre.

Capítulo III

Mientras Peter Miller y Sigi dormían abrazados en Hamburgo, un gigantesco «Coronado» de «Líneas Aéreas Argentinas» viraba en la oscuridad sobre los montes de Castilla y se disponía a aterrizar en Barajas, el aeropuerto de Madrid.

En un asiento de ventanilla de la tercera fila, primera clase, viajaba un hombre de poco más de sesenta años, cabello gris y fino bigote.

De aquel hombre existía una fotografía en la que aparecía como de unos cuarenta años, con el pelo cortado a cepillo, sin bigote que cubriera su boca de ratonera, y una raya marcada a navaja en el lado izquierdo de la cabeza. De las contadas personas que habían visto aquella foto, ninguna hubiera reconocido al hombre del avión. Ahora peinaba su espeso cabello hacia atrás, sin raya. La fotografía del pasaporte reflejaba su nuevo aspecto.

El nombre que figuraba en aquel pasaporte era Ricardo Suertes, súbdito argentino, el nombre con el que desafiaba al mundo. Porque «suerte» en alemán es Glueck, y el pasajero se llamaba en realidad Richard Gluecks, en tiempos general de la SS, jefe de la Central de Administración Económica del Reich e Inspector General de campos de concentración. Figuraba en tercer lugar en las listas de «Reclamados» de Alemania Occidental y de Israel, detrás de Martin Bormann y de Heinrich Muller, antiguo jefe de la Gestapo. Estaba, incluso, por delante del doctor Josef Mengele, el diabólico médico de Auschwitz. En ODESSA era el Número Dos, delegado de Martin Bormann; en quien en 1945 había recaído la jefatura de la Organización.

El papel desempeñado por Richard Gluecks en los crímenes de la SS era único, y única fue también la maestría con que supo preparar su propia desaparición en mayo de 1945. Gluecks fue uno de los cerebros del holocausto, con mayor responsabilidad que el propio Adolf Eichmann. Y, sin embargo, nunca empuñó un arma.

Si a un pasajero que no estuviese al corriente le hubieran dicho quién era su vecino de butaca, se habría sorprendido de que el jefe de una central administrativa fuese tan buscado.

Pero, de haber hecho indagaciones, se hubiera enterado de que de los crímenes contra la Humanidad cometidos en Alemania entre 1933 y 1945, el noventa y cinco por ciento pueden ser atribuidos a la SS, y de éstos cabe achacar, entre el ochenta y el noventa por ciento, a dos secciones de la SS, a saber: la Central de Seguridad del Reich y la Central de Administración Económica.

Resulta extraño que un departamento económico esté involucrado en un genocidio; pero hay que comprender la manera en que se enfocaba la ejecución del plan. No sólo se trataba de exterminar a todos los judíos de Europa y, con ellos, a la mayor parte de las razas eslavas, sino que se pretendía que las víctimas pagaran por el favor. Antes de que se abrieran las cámaras de gas, la SS había perpetrado ya el mayor robo de la Historia.

Los judíos pagaban tres veces. En primer lugar, eran despojados de sus negocios, casas, fábricas, cuentas bancarias, muebles, coches y ropas. Luego los llevaban al Este, muchos de ellos en la creencia de que, tal como se les decía, sólo se trataba de trasladarlos de domicilio, con todo lo que pudieran llevar consigo, que generalmente era lo que cabía en dos maletas. En la plaza del campo se las quitaban, junto con lo que llevaban puesto.

Del equipaje de seis millones de personas se sacó un botín de varios miles de millones de dólares, pues los judíos europeos de la época, en especial los de Polonia y países del Este, solían llevar consigo, cuando viajaban, todos sus objetos de valor. De los campos de concentración partían trenes cargados de objetos de oro, diamantes, zafiros, rubíes, lingotes de plata, monedas de oro y billetes de todas clases y denominaciones, que eran enviados al cuartel general de la SS en Alemania. En toda su historia, la SS obtuvo siempre beneficios de todas sus operaciones. Una parte de estos beneficios, en forma de barras de oro estampadas con el sello del águila del Reich y los dos rayos de la SS, fue depositada, poco antes de que terminara la guerra, en Bancos de Suiza, Liechtenstein, Tánger y Beirut, para constituir el capital del que después se serviría ODESSA. Una buena parte de aquel oro sigue guardado bajo las calles de Zurich, custodiado por los serviciales y probos banqueros de la ciudad.

La segunda fase del expolio se llevaba a cabo en el propio cuerpo de las víctimas. En él había calorías y energía que aprovechar. En esta fase, los judíos eran colocados al mismo nivel que los rusos y polacos que habían sido capturados sin un céntimo. Los no útiles para el trabajo eran exterminados. Los que podían trabajar eran alquilados, ya fuera a las propias fábricas de la SS, ya a las industrias alemanas como Krupp, Thyssen, Von Opel, etc., a razón de tres marcos al día los peones, y cuatro, los obreros especializados. La frase «al día» significa el máximo trabajo que pudiera extraerse de un cuerpo humano durante veinticuatro horas por el mínimo alimento. Cientos de miles murieron en sus puestos de trabajo.

La SS era un estado dentro del Estado. Poseía sus fábricas, sus talleres, su departamento técnico, su sección de construcción, sus centros de reparaciones y mantenimiento, y su sastrería. Producía todo cuanto pudiera necesitar, utilizando para ello a los trabajadores eslavos que, según un decreto de Hitler, eran propiedad de la SS.

La tercera fase de la explotación se efectuaba sobre los cadáveres. Las víctimas morían desnudas, dejando tras sí vagones de zapatos, calcetines, brochas de afeitar, lentes, chaquetas y pantalones. Dejaban también su cabello, que era enviado al Reich para la fabricación de botas de fieltro destinadas a la campaña de invierno, y las fundas de oro de las dentaduras eran arrancadas de los cadáveres con unas tenazas, y fundidas en barras que eran depositadas en los Bancos de Zurich. Se hicieron pruebas para utilizar los huesos en la fabricación de fertilizantes y aprovechar las grasas para la elaboración de jabón; mas el plan resultó antieconómico.

Al frente de la parte económica o de extracción de beneficios del exterminio de catorce millones de personas, estaba la Central de Administración Económica del Reich, de la SS, dirigida por el hombre que aquella noche ocupaba el asienta B-3 del avión.

Gluecks, una vez consiguió escapar, prefería no arriesgar la libertad-volviendo a Alemania-para todo lo que le quedaba de vida. Bien respaldado por los fondos secretos, podía pasar tan ricamente el resto de sus días en América del Sur. Y allí sigue todavía. Su devoción por el ideal nazi permaneció inconmovible tras los acontecimientos de 1945, lo cual, unido a su antigua preeminencia, le aseguraba un puesto relevante entre los fugitivos nazis avecindados en la Argentina, desde donde se administraba ODESSA.

El avión aterrizó sin novedad, y los pasajeros pasaron la Aduana sin incidentes. A nadie causó extrañeza que el pasajero de la fila 3, de primera clase, se expresara en español con gran soltura, pues hacía ya mucho tiempo que se hacia pasar por sudamericano.

Gluecks tomó un taxi en la puerta de la terminal y, según una costumbre inveterada, dio al taxista unas señas que quedaban a una manzana de distancia del «Hotel Zurbarán». Al llegar al lugar indicado, situado en el centro de Madrid, pagó, se apeó y recorrió a pie los l50 metros que le quedaban para llegar al hotel.

Había hecho la reserva por télex, y después de firmar en el registro, subió a su habitación para tomar una ducha y afeitarse. A las nueve en punto, sonaron en la puerta de su habitación tres golpes suaves, seguidos de una pausa y dos golpes más. Abrió y, al reconocer a su visitante, retrocedió hacia el centro de la habitación.

El recién llegado cerró la puerta, se cuadró y levantó el brazo derecho con la palma hacia abajo, en el antiguo saludo.

Sieg Heil -dijo.

El general Gluecks asintió con gesto de aprobación y, a su vez, levantó la mano derecha.

Sieg Heil -respondió en tono un poco más bajo.

Con un ademán, invitó a su visitante a sentarse. El hombre que tenía frente a sí era otro alemán, antiguo oficial de la SS y, en la actualidad, jefe de la red de ODESSA en Alemania Occidental. Se sentía honradísimo de haber sido llamado a Madrid para entrevistarse con un tan alto jefe, y barruntaba que la conferencia tendría que ver con la muerte del presidente Kennedy, acaecida treinta y seis horas antes. Estaba en lo cierto.

El general Gluecks se inclinó sobre la bandeja del desayuno, se sirvió una taza de café y encendió cuidadosamente un gran «Corona».

–Puede usted suponer cuál es el motivo de esta súbita y un tanto arriesgada visita mía a Europa-dijo-. Como quiera que me desagrada permanecer en este continente más de lo estrictamente necesario, me propongo ir al grano y ser breve.

El subordinado venido de Alemania se inclinó expectante.

–Kennedy ha muerto-prosiguió el general-. Ello es una suerte para nosotros, y hemos de procurar sacar del hecho las mayores ventajas, ¿me sigue usted?

–En principio, si, mi general-respondió obsequiosamente su interlocutor-; pero ¿en qué forma, concretamente?

–Me refiero al acuerdo secreto sobre armamento concertado entre la chusma de traidores de Bonn y los cerdos de Tel Aviv. Está usted enterado, ¿no? Los tanques, cañones y demás que Alemania está enviando a Israel.

–Sí, por supuesto.

–Y sabrá también que nuestra Organización está haciendo cuanto puede por la causa egipcia, a fin de que, en la lucha que se avecina, Egipto pueda alcanzar la victoria.

–Desde luego. Con tal finalidad hemos organizado ya la captación de científicos alemanes.

El general Gluecks asintió.

–Después hablaremos de eso. Yo me refería, concretamente, a nuestra política de mantener a nuestros amigos árabes plenamente informados acerca de este vergonzoso pacto, a fin de que ellos puedan, por la vía diplomática, presionar en Bonn. Las protestas árabes han provocado en Alemania la formación de un grupo que, por razones políticas, se opone al acuerdo sobre armamentos, puesto que éste contraria a los árabes. Este grupo, sin proponérselo, nos está haciendo el juego al presionar al bobo de Erhard, incluso a nivel ministerial, instándole a que revoque el trato.

–Si, le sigo, mi general.

–Bien. Hasta ahora, Erhard no ha llegado a suspender los envíos de armas, pero ha vacilado varias veces. El argumento principal que han esgrimido hasta el momento los que quieren que se cumpla el acuerdo germano-israelí sobre suministro de armas es que éste tenia el apoyo de Kennedy. Y todo lo que pidiera Kennedy, Erhard tenía que dárselo.

–Si, eso es cierto.

–Pero ahora Kennedy está muerto.

El más joven de los dos, el recién llegado de Alemania, se recostó en el sillón, con los ojos brillantes de entusiasmo al percatarse de las nuevas perspectivas. El general de la SS sacudió dos centímetros de ceniza del cigarro en la taza de café y, apuntando a su subordinado con la brasa, prosiguió:

–Por tanto, en lo que resta de año, la labor que se debe desarrollar en el interior de Alemania por nuestros amigos y partidarios consistirá en alzar a la opinión pública, en la mayor escala posible, contra este acuerdo de armamentos, predisponiéndola a favor de los árabes, los verdaderos y tradicionales amigos de Alemania.

–Sí, sí. Eso puede hacerse.

El más joven sonreía ampliamente.

–Ciertos contactos que tenemos con el Gobierno de El Cairo asegurarán una afluencia ininterrumpida de protestas diplomáticas a través de su propia Embajada y de otras- continuó el general-. Otros amigos árabes cuidarán de que se produzcan manifestaciones de estudiantes árabes, y alemanes amigos de éstos. Su trabajo consistirá en coordinar la publicidad en la Prensa, a través de los diversos folletos y revistas que subvencionamos bajo mano, de anuncios en los principales periódicos y revistas, y en predisponer oficiosamente a los funcionarios más allegados al Gobierno y a los políticos en favor del creciente movimiento de opinión contrario al convenio de armamentos.

El más joven frunció el ceño.

–Hoy es difícil suscitar en Alemania sentimientos de antipatía hacia Israel.

–Ni es necesario-replicó el otro con viveza-. El enfoque es sencillo: por cuestiones prácticas, Alemania no puede enemistarse con ochenta millones de árabes por culpa de estos estúpidos envíos de armas, supuestamente secretos. Hay muchos alemanes que prestarán oídos a este razonamiento, en especial los diplomáticos. También podemos atraer a la causa a ciertos amigos nuestros del Foreign Office. Este enfoque, puramente práctico, del asunto, resulta perfectamente lícito. Por supuesto, se dispondrá de fondos. Lo importante es que, muerto Kennedy, y dado que es poco probable que Johnson adopte la misma tesitura internacionalista y prosemita, se someta a Erhard a presión constante a todos los niveles, incluso al ministerial, para que dé carpetazo al acuerdo. Si demostramos a los egipcios que podemos conseguir que la política exterior de Bonn cambie de signo, nuestro papel en El Cairo subirá vertiginosamente.

El hombre de Alemania asentía, como si el plan estuviese tomando forma ante sus ojos.

–Así se hará-dijo.

El general rubricó:

–Excelente.

Su interlocutor le miró.

Mi general, antes habló usted de los científicos alemanes que trabajan en Egipto…

–Ah, sí y le dije que volveríamos sobre ellos. Son nuestra segunda baza en la empresa de destruir definitivamente a los judíos. Usted, sin duda, está informado acerca de los cohetes de Helwan, ¿no?

–Sí, señor. Por lo menos, a grandes rasgos.

–Pero no sabe para qué van a ser utilizados.

–Bueno, supongo que…

–¿…que servirán para arrojar unas cuantas toneladas de explosivos sobre Israel? – el

general Gluecks sonrió ampliamente-. Pues se equivoca. Y creo que ha llegado el momento de decirle por qué son tan importantes esos cohetes y los hombres que los fabrican.

El general Gluecks se recostó en el sillón, miró al techo v refirió a su subordinado la verdadera historia de los cohetes de Helwan.

Después de la guerra, cuando aún gobernaba en Egipto el rey Fanuk, miles de nazis y de antiguos miembros de la SS que huían de Europa, encontraban refugio seguro a orillas del Nilo. Entre ellos figuraban numerosos científicos. Antes ya del golpe de Estado que derribó a Faruk, dos científicos alemanes habían recibido del monarca el encargo de hacer un primer proyecto para la construcción de una fábrica de cohetes. Esto ocurría en 1952, y los profesores eran Paul Goerke y Rolf Engel.

Cuando Gamal Abdel Nasser asumió el poder, el proyecto quedó en suspenso durante varios años; pero, tras la derrota sufrida por las tropas egipcias en la campaña del Sinaí de 1956, el nuevo dictador de Egipto hizo un juramento: Israel sería un día destruido por completo.

En 1961, cuando Nasser recibió de Moscú el «no» definitivo a su petición de cohetes de gran alcance, cobró nuevos bríos el proyecto Goerke-Engel para la construcción de una fábrica de cohetes en Egipto, y aquel mismo año, trabajando contra reloj y sin reparar en gastos, los profesores alemanes y los egipcios construyeron e inauguraron en Helwan, al norte de El Cairo, la «Fábrica 333».

Abrir una fábrica es una cosa, y proyectar y construir cohetes, otra. Hacía ya tiempo que los más influyentes colaboradores de Nasser, la mayoría simpatizantes de los nazis desde la Segunda Guerra Mundial, estaban en contacto con los representantes de ODESSA en Egipto. Estos resolvieron el mayor problema que tenían planteado los egipcios: el de hacerse con los científicos necesarios para fabricar los cohetes.

Ni la URSS, ni los Estados Unidos, ni Gran Bretaña, ni Francia les cederían un solo hombre. Pero ODESSA señaló que la clase de cohetes que necesitaba Nasser era muy similar, en tamaño y radio de acción, a los «V 2» que Werner von Braun y su equipo habían construido en Peenemunde para pulverizar a Londres. Y muchos de los hombres de aquel equipo aún estaban disponibles.

A fines de 1961 empezó la captación de cerebros alemanes. Muchos trabajaban en el Instituto de Investigación Aerospacial de Stuttgart, pero se sentían frustrados porque el Tratado de París de 1954 prohibía a Alemania dedicarse a la investigación y a la fabricación en determinados campos, entre otros, el de la física nuclear y cohetes. Además, padecían una endémica escasez de fondos para investigación. Para muchos de aquellos hombres, la oferta de un lugar al sol, dinero abundante para la investigación y la oportunidad de construir cohetes de verdad, resultó excesivamente tentadora.

ODESSA nombró a un agente de reclutamiento para Alemania, el cual, a su vez, designó para el puesto de ayudante a un ex sargento de la SS, Heinz Krug. Ambos recorrieron Alemania en busca de hombres que estuvieran dispuestos a ir a Egipto para construir los cohetes de Nasser.

Con los sueldos que ofrecían, no les faltaban candidatos. Entre éstos figuraba el profesor Wolfgang Pilz, rescatado de entre las ruinas de Alemania por los franceses y que fue el padre del cohete francés «Véronique», fundamento del programa aerospacial del presidente De Gaulle. El profesor Pilz salió para Egipto a principios de 1962 Otro de los contratados fue el doctor Heinz Kleinwachter; marcharon también el doctor Eugen Saenger y su esposa Irene, ambos antiguos componentes del equipo de Von Braun para las «V 2». Y para Egipto salieron también los doctores Eisig y Kirmayer, todos expertos en combustibles y técnicas de propulsión.

El mundo pudo ver los primeros frutos de su trabajo en un desfile celebrado por las calles de El Cairo, el 23 de julio de 1962, para conmemorar el octavo aniversario de la caída de Faruk. Ante la multitud, vociferante de entusiasmo, fueron remolcados dos cohetes, el «Kahira» y el «Zafira», de 500 y 300 kilómetros de alcance respectivamente. Aunque aquellos cohetes no tenían más que la carcasa, pues carecían de la cabeza nuclear y del combustible, estaban destinados a ser los primeros del lote de 400 que un día serían lanzados contra Israel.

El general Gluecks hizo una pausa, dio una chupada al cigarro y volvió al presente.

–El problema estriba en que, si bien hemos resuelto todo lo que se refiere a la fabricación de los revestimientos, las cabezas nucleares y el combustible, aún queda pendiente el sistema de la teledirección, que es, precisamente, la clave del cohete teledirigido.-Señaló con el cigarro a su interlocutor-. Y esto es lo que no hemos podido dar a los egipcios. Aunque en Stuttgart y en otros lugares había científicos y especialistas en sistemas de teledirección, no pudimos convencer a ninguno que valiera algo de que emigrara a Egipto. Todos los que enviamos eran especialistas en aerodinámica, en sistemas de propulsión o en el diseño de cabezas nucleares.

»Pero prometimos a Egipto que tendría sus cohetes, y los tendrá. El presidente Nasser está decidido a que un día haya guerra entre Egipto e Israel, y la habrá. El cree que podrá ganarla sólo con sus tanques y sus soldados. Nuestros informes no son tan optimistas. A pesar de su superioridad numérica, tal vez no ganen. Ahora imagine usted cuál seria nuestro prestigio si, una vez hubiera fracasado todo el armamento soviético, adquirido a base de millones y millones de dólares, resultara que los cohetes fabricados por los científicos contratados a través de nuestra red ganaran la guerra. Quedaríamos en una situación inatacable. Habríamos alcanzado dos objetivos: granjearnos el eterno agradecimiento de los países del Próximo Oriente, refugio seguro y definitivo para los nuestros, y acabar para siempre con el cochino Estado judío, realizando así el último deseo del Fuhrer. Es un reto que hemos de aceptar, y en el que no podemos fracasar ni fracasaremos.

El subordinado miraba con respeto y con cierta perplejidad a su general, que paseaba por la habitación.

–Perdone, mi general, pero ¿podrán cuatrocientas cabezas nucleares de mediano calibre acabar definitivamente con los judíos? Pueden causar grandes daños, sí, pero la destrucción completa…

Gluecks giró rápidamente sobre sus talones y miró a su interlocutor con una sonrisa de triunfo.

–Pero, ¡qué cabezas nucleares!-exclamó-. No imaginará que vamos a malgastar potentes explosivos en esos cerdos. Hemos propuesto al presidente Nasser, propuesta que él ha aceptado sin titubear, que las cabezas nucleares que lleven los «Kahiras» y los «Zafiras» sean de tipo diferente. Unas llevarán cultivos concentrados de peste bubónica, y las otras explotarán a gran altura, rociando todo el territorio de Israel con una lluvia de «estroncio 90» irradiado. En cuestión de horas, todos estarán muriéndose de la peste o de la enfermedad de los rayos gamma. Eso es lo que les reservamos.

El otro lo miraba con la boca abierta.

–¡Fantástico!-susurró-. Ahora recuerdo algo que leí el verano pasado acerca de un proceso en Suiza. Simples resúmenes, pues la mayor parte de las sesiones se celebraron a puerta cerrada. Entonces era verdad… Pero, mi general, eso es brillante…

–Brillante, sí, e inevitable si nosotros, los de ODESSA, podemos dotar a esos cohetes de los sistemas de teledirección necesarios no sólo para dispararlos en la dirección correcta, sino también para hacerlos llegar al lugar exacto en que hayan de explotar. El hombre que tiene a su cargo los trabajos de investigación encaminados a desarrollar un sistema de teledirección para esos cohetes está en Alemania Occidental. Su nombre clave es Vulkan.

Recordará que, en la mitología griega, Vulcano era el forjador que fraguaba los rayos de los dioses.

–¿Se trata de un científico?-preguntó el hombre de Alemania, con extrañeza.

–No, no es un científico. Cuando, en 1955, se vio obligado a desaparecer, normalmente hubiera debido volver a la Argentina; pero nosotros pedimos al predecesor de usted que le proporcionara inmediatamente un pasaporte falso para que pudiera permanecer en Alemania. Luego se lo proveyó con un millón de dólares, de los fondos de Zurich, para la construcción de una fábrica en Alemania. En principio se pensaba utilizar la fábrica como pantalla, y realizar, a su amparo, otro tipo de investigación en el que entonces estábamos interesados y que ahora hemos dejado en suspenso para dedicarnos a los sistemas de teledirección destinados a los cohetes de Helwan.

»La fábrica que ahora dirige Vulkan produce radios de transistores. Pero esto es sólo fachada. En el departamento de investigación de la fábrica, un grupo de técnicos se dedica actualmente a estudiar el desarrollo de los sistemas de teledirección que un día se montarán en los cohetes de Helwan.

–¿Y por qué no lo estudian en Egipto?-preguntó el otro.

Gluecks sonrió de nuevo y siguió paseando.

–Esta es la argucia más genial de la operación. Como le decía, en Alemania existen hombres capaces de desarrollar estos sistemas de teledirección para cohetes; pero ninguno de ellos ha querido emigrar. El grupo que está trabajando en el departamento de investigación de la fábrica de Vulkan cree de buena fe que lo hace para el Ministerio de la Defensa de Bonn, aunque, desde luego, en el más riguroso secreto.

Al oír esto, el subordinado se levantó de un brinco, derramando su café en la alfombra.

–¡Caray! ¿Y cómo lo han conseguido?

–En realidad, fue sencillo. El Tratado de París prohibe a Alemania toda investigación en materia de cohetes. Los hombres que trabajan para Vulkan juraron (en presencia de un auténtico funcionario del Ministerio de Defensa de Bonn, que es también uno de los nuestros), guardar el secreto. Estaba acompañado por un general que ellos recordaban de la última guerra. Todos son hombres dispuestos a trabajar por Alemania, aun contra los términos del Tratado de París; pero no lo estarían a hacerlo por Egipto. Y están convencidos de que trabajan por Alemania.

»Desde luego, el coste es fabuloso. Normalmente, este tipo de investigación sólo pueden realizarlo las grandes potencias. Todo este programa ha mermado considerablemente nuestros fondos secretos. ¿Comprende ahora cuál es la importancia de Vulkan?

–Naturalmente-respondió el jefe de ODESSA en Alemania-. ¿Y si le ocurriera algo? ¿Podría seguir adelante el programa?

–No. El solo dirige la empresa. Es presidente consejero delegado, único accionista y pagador. Es el único que puede seguir pagando los salarios de los técnicos y los enormes gastos que origina la investigación. Ninguno de los técnicos tiene la menor relación con otras personas de la empresa, y en ésta nadie más conoce la verdadera índole de esa sección de investigación tan grande. Todos creen que en ella se estudia el desarrollo de circuitos microondas, dentro de un plan concebido para revolucionar el mercado de transistores. El secreto se justifica como medida de precaución contra el espionaje industrial. Vulkan es el único eslabón entre las dos secciones. Sin él, todo el proyecto se vendría abajo.

–¿Podría decirme el nombre de la fábrica?

El general Gluecks meditó un momento, y luego dio un nombre. El otro lo miró con asombro.

–Pero… si conozco esas radios

–Naturalmente; es una empresa de verdad que fabrica radios de verdad.

–Y el director es…

–Sí. Es Vulkan. ¿Comprende ahora cuál es la importancia de ese hombre y de lo que está haciendo? Por ello debo darle más instrucciones. Vea esto…

El general Gluecks sacó una fotografía del bolsillo interior del pecho y la tendió al hombre de Alemania. Después de mirarla detenidamente con gesto de perplejidad, le dio la vuelta y leyó el nombre escrito en el reverso.

–¡Vaya, creí que estaba en América del Sur!

Gluecks movió negativamente la cabeza.

–Pues no está. Este es Vulkan. En estos momentos, el trabajo se halla en un punto crítico. Por tanto, si por cualquier cauce llega usted a enterarse de que alguien hace preguntas impertinentes acerca de él, esa persona deberá ser, digamos, disuadida: una advertencia, y si no la atiende, la solución definitiva. ¿Me sigue usted, Kamerad? Nadie, absolutamente nadie, debe llegar a desenmascarar a Vulkan.

El general de la SS se levantó. Su visitante le imitó.

–Eso es todo-concluyó Gluecks-. Ya tiene usted sus instrucciones.

Capítulo IV

–Ni siquiera sabes si está vivo.

Peter Miller y Karl Brandt hablaban dentro del coche del primero, delante de la casa del detective inspector, donde Miller había localizado a su amigo en su día libre, el domingo, a la hora del almuerzo.

–No; no lo sé. Y eso es lo primero que tengo que averiguar. Naturalmente, si Roschmann ha muerto, todo acabó. ¿Puedes ayudarme?

Brandt reflexionó y movió negativamente la cabeza.

–No. Lo siento, no puedo.

–¿Por qué no?

–Oye, yo te di ese Diario para hacerte un favor. Era un asunto entre tú y yo. Me indigné, y creí que podrías sacar de él una historia. Pero no se me ocurrió que fueras a seguir la pista a Roschmann. ¿Por qué no te limitas a hacer un reportaje con el material que hay en el Diario?

–Porque no da para un reportaje-dijo Miller-. ¿Qué podría decir? ¡Sorpresa, sorpresa…! He encontrado un cuaderno en el que un viejo que acaba de suicidarse con gas relata lo que sufrió durante la guerra. ¿Crees tú que un editor me compraría eso? Yo considero que es un documento aterrador, pero ésta es sólo mi opinión. Desde la guerra se han escrito Memorias a centenares. La gente ya empieza a cansarse. Ese Diario, solo, no lo compraría ningún editor de Alemania.

Brandt preguntó:

–Y entonces, ¿qué pretendes?

–Sencillamente, que, a la vista de este Diario, la Policía emprenda una operación, en gran escala, de busca y captura de Roschmann. Y ya tengo el reportaje.

Lentamente, Brandt sacudió la ceniza del cigarrillo en el cenicero del coche.

–La Policía no va a emprender una operación de busca y captura-dijo-. Mira, Peter, tú conoces el periodismo, pero yo conozco a la Policía de Hamburgo. Nuestra misión es mantener a Hamburgo limpio de crímenes ahora, en 1963. Nadie va a destinar a unos detectives sobrecargados de trabajo a buscar a un hombre por lo que hizo en Riga hace veinte años. No puede hacerse.

–Por lo menos, podrías proponerlo-dijo Miller.

Brandt movió negativamente la cabeza. No; no puedo.

–¿Y por qué no? ¿Qué ocurre?

–Porque no quiero verme envuelto en ello. Tú no tienes de qué preocuparte. Eres soltero y libre. Si se te antoja, puedes dedicarte a perseguir fuegos fatuos. Pero yo tengo mujer y dos hijos, y una buena carrera. Y no pienso poner en peligro esa carrera.

–¿Por qué había esto de hacer peligrar tu carrera en el Cuerpo? Roschmann es un criminal, ¿no? Y la misión de la Policía es perseguir a los criminales. ¿Dónde está, pues. El problema?

Brandt aplastó la colilla.

–Es difícil concretarlo. Pero existe cierta actitud en la Policía, algo impalpable, sólo una impresión. La impresión de que el hurgar con demasiada insistencia en los crímenes de guerra de la SS no ha de hacer ningún bien a la carrera de un joven policía. Y tampoco se consigue nada. La solicitud sería simplemente denegada. Pero esa solicitud quedaría registrada y archivada. Y entonces, adiós al ascenso. Nadie habla de ello, pero todo el mundo lo sabe. De modo que si pretendes dar la campanada, allá tú. A mí me dejas al margen.

Miller miraba fijamente a través del parabrisas.

–Está bien-dijo al fin-. Si eso es lo que hay… Pero tengo que empezar por algún sitio. ¿Dejó Tauber algo más?

–Sí, una carta. Tuve que incluirla en mi informe del suicidio. Ya estará archivada.

Pero el archivo está cerrado.

–¿Y qué decía la carta?-preguntó Miller.

–No mucho-dijo Brandt-. Sólo que había decidido suicidarse. ¡Ah!, sí y otra cosa: que dejaba todos sus efectos a un amigo, un tal Herr Marx.

–Bueno, algo es algo. ¿Y dónde está ese Marx?

–¿Cómo quieres que lo sepa?

–Entonces, ¿en la carta no ponía más que eso, Herr Marx, sin dirección?

–Nada más. Sólo Marx. Ni el menor indicio de dónde vive.

–Tiene que estar en algún sitio. ¿Lo habéis buscado?

Brandt suspiró.

–¿Quieres meterte esto en la cabeza? La Policía tiene muchísimo trabajo. ¿Puedes hacerte una idea de cuántos Marx hay en Hamburgo? En la guía de teléfonos figuran cientos de ellos. No podemos pasarnos semanas enteras buscando a ese Marx. De todos modos, lo que dejó el viejo no vale ni diez pfennigs.

–Conque, ¿eso es todo?-preguntó Miller-. ¿Nada más? – Nada más. Si quieres buscar a Marx, puedes probar.

–Gracias, probaré-dijo Miller.

Los dos hombres se estrecharon la mano, y Brandt volvió a su almuerzo con la familia.

Miller comenzó sus averiguaciones a la mañana siguiente con una visita a la casa en que había vivido Tauber. Salió a abrirle la puerta un hombre de mediana edad, que llevaba los pantalones, manchados, sujetos con un cordel, la camisa sin cuello y desabrochada y una barba de tres días.

–Buenos días. ¿Es usted el propietario?

El hombre miró a Miller de arriba abajo y asintió. Olía a coles.

–Aquí se suicidó un hombre la otra noche-dijo Miller.

–¿Es policía?

–No. Periodista.

Miller le enseñó su carnet.

–No tengo nada que decir.

Miller, sin gran dificultad, metió un billete de diez marcos en la mano del hombre.

–Sólo quiero echar un vistazo a su cuarto.

–Ya lo he alquilado.

–¿Y qué ha hecho con sus cosas?

–Están en el patio. No hay absolutamente nada que se pueda aprovechar.

Los cachivaches estaban en un montón, bajo la fina lluvia. Todavía olía a gas. Había una máquina de escribir vieja y deteriorada, dos pares de zapatos muy gastados, ropa, libros y un chal de seda blanca con fleco que, según Miller, debía de tener algo que ver con la religión judía. Rebuscó en el montón, pero no pudo encontrar libreta de direcciones ni nada dirigido a Marx.

–¿Esto es todo?

–Todo-respondió el hombre, mirándole torvamente desde el umbral de la puerta trasera, al abrigo de la lluvia.

–¿Hay en la casa algún huésped que se llame Marx?

–No.

–¿Conoce usted algún Marx?

–No.

–¿Tenía Tauber algún amigo?

–Ninguno, que yo sepa. Siempre andaba solo. Paseando continuamente arriba y abajo.

Me parece que estaba un poco chalado. Pero pagaba puntualmente el alquiler y no molestaba.

–¿Le vio con alguien alguna vez? Quiero decir, en la calle.

–No. Me parece que no tenía amigos. No me extraña. Hablaba solo. Chalado.

Miller se despidió, y estuvo preguntando en la calle. La mayoría recordaban al viejo.

Lo conocían de verlo pasar arrastrando los pies, con un abrigo que le llegaba hasta los tobillos, un gorro de lana en la cabeza y los guantes agujereados.

Pasó tres días indagando en el sector en que había vivido Tauber. Preguntó en la

lechería, en la verdulería, en la carnicería, en la ferretería, en la cervecería, en el estanco, e interceptó al cartero y al lechero. El miércoles por la tarde vio a unos chiquillos que jugaban al fútbol al lado del almacén.

–¿El viejo judío? ¿Solly el Loco?-dijo el jefe de la pandilla en respuesta a su pregunta.

Los demás se acercaron.

–El mismo-afirmó Miller-. Solly el Loco.

–Estaba chalado-dijo uno del grupo-. Siempre andaba así.

El chico hundió el cuello entre los hombros, se ciñó la chaqueta al cuerpo y dio unos pasos arrastrando los pies, murmurando entre dientes y mirando a uno y otro lado. Los demás se echaron a reír a carcajadas, y uno de ellos dio al imitador un fuerte empujón que lo tiró al suelo.

–¿Alguno lo vio con alguien?-preguntó Miller-. Quiero decir, hablando con otra persona, otro hombre.

–¿Por qué quiere saberlo?-preguntó el jefe, con suspicacia.

–Nosotros no le hicimos nada-terció otro.

Miller sacó una moneda de cinco marcos, la lanzó al aire y volvió a atraparla. Ocho pares de ojos siguieron el salto de la reluciente moneda de plata. Ocho cabezas se movieron en señal de negación. Miller dio media vuelta y se alejó.

–¡Oiga, señor!

Miller se detuvo y volvió la cabeza. El más pequeño del grupo le había alcanzado.

–Una vez lo vi con otro hombre. Estaban los dos sentados. Hablando.

–¿Dónde los viste?

–Abajo, en el río. En la orilla verde. Hay bancos, y estaban sentados en uno de ellos,

hablando.

–¿Era viejo el otro?

–Muy viejo. Con mucho pelo blanco.

Miller le lanzó la moneda, pensando que era un gesto inútil. Pero se acercó al río y miró a uno y otro lado en la orilla cubierta de hierba. Había una docena de bancos, todos vacíos. En verano habría mucha gente sentada en la Elbe Chaussee, viendo entrar y salir los grandes barcos, pero no a fines de noviembre.

A su izquierda estaba el puerto de pescadores, en cuyos muelles había amarrados media docena de barcos de arrastre descargando arenques y caballas o preparándose para salir de nuevo.

Cuando era niño y volvió -de la granja en el campo adonde había sido evacuado durante el bombardeo -a la destruida ciudad, solía jugar entre los escombros y las ruinas. Su lugar favorito era aquel puerto de pescadores de Altona, situado en el río.

Le gustaban los pescadores, toscos y joviales, que olían a sal, a brea y a tabaco fuerte. Pensó en Eduard Roschmann, en Riga, y se preguntó cómo una misma tierra había podido dar hombres tan distintos.

Su pensamiento volvió a Tauber, y repasó nuevamente el problema. ¿Dónde podía él haber conocido a su amigo Marx? Sabía que algo se le escapaba, pero no podía dar con ello. Y no lo consiguió hasta que, de nuevo en su coche, se hubo detenido a repostar cerca de la estación de ferrocarril de Altona. El dependiente del surtidor le dijo que había aumentado el precio de la gasolina super y, para dar conversación a su cliente, agregó que el dinero valía cada vez menos. Se alejó en busca de cambio, dejando a Miller con la mirada fija en su billetero abierto.

Dinero. ¿De dónde sacaba Tauber el dinero? No trabajaba, ni había querido aceptar compensación alguna del Estado alemán. Sin embargo, pagaba puntualmente el alquiler, y además debía quedarle algo para comer. Tenía cincuenta y seis años, de manera que no podía cobrar pensión de vejez; pero una pensión de invalidez, tal vez sí.

Eso tenia que ser.

Miller se guardó el cambio, puso en marcha el «Jaguar» y se fue a la oficina de Correos de Altona. Se dirigió a la ventanilla de «Pensiones».

–¿Podría decirme cuándo cobran los pensionistas?-preguntó a la gruesa señora sentada detrás de la ventanilla.

–El último día del mes, naturalmente.

–¿Entonces, el sábado?

–Menos cuando coincide con el final de semana. Este mes cobrarán el viernes, pasado mañana.

–¿También los que cobran pensión de invalidez? – preguntó.

–Absolutamente todos los pensionistas cobran el último día del mes.

–¿Aquí, en esta ventanilla?

–Si residen en Altona, sí-respondió la mujer.

–¿A qué hora?

–Desde que abrimos.

–Gracias.

El viernes por la mañana volvió Miller a Correos y se puso a observar a los hombres y mujeres que hacían cola a la puerta cuando se abrieron las oficinas. Se situó en la pared de enfrente, para ver qué dirección tomaban al salir. Había muchos con el pelo blanco, pero la mayoría llevaban sombrero a causa del frío. El tiempo se había puesto otra vez seco, soleado pero frío. Poco antes de las once, un hombre con una mata de pelo blanco que parecía caramelo hilado salió de la oficina de Correos, contó su dinero para asegurarse de que no le faltaba nada, lo guardó en el bolsillo interior y miró a derecha e izquierda, como buscando a alguien. Al cabo de unos minutos, dio media vuelta y echó a andar lentamente. En la esquina, miró otra vez arriba y abajo y torció por la calle del Museo, en dirección al río. Miller se despegó de la pared y lo siguió.

El viejo tardó veinte minutos en recorrer los ochocientos metros que faltaban para llegar a la Elbe Chaussee, giró hacia la margen del río, cruzó sobre la hierba y se sentó en un banco. Miller se le acercó lentamente por la espalda.

–¿Herr Marx?

El viejo se volvió en el momento en que Miller rodeaba al extremo del banco. No parecía sorprendido, como si estuviese acostumbrado a ser abordado por desconocidos.

–Sí-dijo gravemente-¡yo soy Marx!.

–Me llamo Miller.

Marx inclinó la cabeza, dándose por enterado.

–¿Espera usted a… Herr Tauber?

–Sí-respondió el hombre, sin demostrar sorpresa.

–¿Puedo sentarme?

–Encantado.

Miller se sentó a su lado. Los dos estaban de cara al Elba. Río abajo, aprovechando la marea, navegaba un gran mercante, el Kota Maru, de Yokohama.

–Siento decirle que Herr Tauber ha muerto.

El viejo miró fijamente el barco. No exteriorizó dolor ni sorpresa, como si recibiese a menudo noticias como aquélla. Tal vez así era.

–Ya-dijo.

Miller le refirió brevemente los sucesos de la noche del viernes anterior.

–No parece usted sorprendido. Quiero decir, de que se matara.

–No-dijo Marx-. Era muy desgraciado.

–Ha dejado un Diario, ¿sabe?

–Sí, me habló de él.

–¿Lo ha leído usted?-preguntó Miller.

–No; no lo dejaba leer a nadie. Pero me habló de él.

–Explica lo que tuvo que pasar en Riga durante la guerra.

–Sí, él me dijo que había estado en Riga.

–¿Usted también estuvo allí?

El hombre se volvió y le miró con ojos tristes y cansados.

–No. Yo estuve en Dachau.

–Necesito que usted me ayude, Herr Marx. Su amigo habla en su Diario de un hombre, un oficial de la SS llamado Roschmann, el capitán Eduard Roschmann. ¿Se lo mencionó a usted alguna vez?

–¡Oh, si! Me habló de Roschmann. En realidad, lo que le hacia seguir viviendo era la esperanza de poder testificar contra Roschmann algún día.

–Eso dice en su Diario. Lo he leído después de su muerte. Soy periodista. Quiero tratar de encontrar a Roschmann y llevarlo a juicio, ¿me entiende?

–Sí.

–Pero de nada serviría intentarlo si Roschmann hubiera muerto. ¿Recuerda usted si Herr Tauber llegó a averiguar si Roschmann vive y está libre?

Marx estuvo contemplando unos minutos la popa del Kota Maru, que se alejaba.

–El capitán Roschmann vive-respondió con sencillez-. Y está libre.

Miller se inclinó con ansiedad.

–¿Cómo lo sabe?

–Porque Tauber lo vio.

–Si; eso ya lo leí. Fue a principios de abril de mil novecientos cuarenta y cinco.

Marx sacudió lentamente la cabeza.

–No; fue el mes pasado.

Durante varios minutos más, permanecieron en silencio, Miller mirando al viejo, y Marx, al agua.

–¿El mes pasado?-repitió Miller al fin-. ¿Y dijo cómo lo había visto?

Marx suspiró y se volvió hacia Miller.

–Sí. Una noche estaba paseando por la ciudad, como acostumbraba hacer cuando no podía dormir. Al pasar por delante del Teatro de la Opera, de regreso a su casa, vio que empezaba a salir el público. Se detuvo en el momento en que un grupo cruzaba la acera. Dijo que eran gente rica; los hombres, de smoking, y ellas, con pieles y joyas. Junto al bordillo había tres taxis esperándolos. El portero cortó el paso a los transeúntes para que sus clientes, pudieran subir a los coches. Y entonces Tauber vio a Roschmann.

–¿Entre los que salían de la Opera?

–Sí. Subió a un taxi con otras dos personas.

–Bueno, Herr Marx, atienda, por favor, que esto es importante. ¿Estaba seguro de que era Roschmann?

–Sí, dijo que estaba seguro.

–Sin embargo, hacía diecinueve años que no lo veía. Debe de haber cambiado mucho.

¿Cómo podía estar tan seguro?

–Dijo que le vio sonreír.

–¿Que le vio qué?

–Sonreír. Que vio sonreír a Roschmann.

–¿Y eso tiene algo de particular?

Marx asintió varias veces.

–Decía que el que hubiera visto sonreír a Roschmann de aquel modo, nunca podría olvidarlo. No supo describirme esa sonrisa, pero estaba seguro de reconocerla entre un millón, y en cualquier lugar del mundo.

–Ya. ¿Y usted lo creyó?

–Sí. Estoy seguro de que vio a Roschmann.

–Está bien. Supongamos que yo lo creo también. ¿Tomó el número del taxi?

–No. Me dijo que se quedó tan aturdido, que no supo hacer más que mirar cómo se alejaba.

–¡Qué mala suerte! – exclamó Miller-. Seguramente los conduciría a algún hotel. Si tuviésemos el número, podría preguntar al taxista adónde los llevó. ¿Cuándo le contó esto Herr Tauber?

–El mes pasado, cuando cobramos la pensión. Aquí mismo, en este banco.

Miller se levantó y suspiró.

–¿Se da usted cuenta de que nadie creería esa historia?

Marx apartó la mirada del río y se volvió hacia el periodista.

–¡Oh, sí!-exclamó en voz baja-. Y él lo sabía también. Ya lo ve usted: por eso se suicidó.

Aquella noche, Peter Miller hizo a su madre su acostumbrada visita del fin de semana y, como de costumbre, ella lo acribilló a preguntas: que si comía lo suficiente; que cuántos cigarrillos fumaba al día; que cómo le lavaban la ropa…

Era una mujercita metida en carnes, de unos cincuenta años, que no acababa de resignarse a la idea de que su único hijo se conformara con ser un simple reportero.

Durante la cena le preguntó qué estaba haciendo en aquellos momentos. El se lo explicó brevemente, y aludió a su propósito de intentar descubrir el paradero del desaparecido Eduard Roschmann. La mujer se quedó horrorizada.

Peter siguió comiendo estoicamente, ante el alud de reproches y recriminaciones.

–Como si no fuese bastante que siempre tengas que ocuparte en las gentes del hampa, ahora quieres meterte con los nazis. No sé qué hubiera pensado tu pobre padre. Yo, verdaderamente, no…

Peter tuvo una idea.

–Mamá…

–Dime, hijo.

–Todas esas cosas que la SS le hacía a la gente durante la guerra… ¿Sospechaste alguna vez…? ¿Tú imaginabas lo que ocurría?

Ella se puso afanosamente a quitar la mesa. Al cabo de unos segundos, respondió:

–Cosas horribles. Espantosas. Los ingleses nos hicieron ver las películas después de la guerra. No quiero oír hablar más de eso.

Salió precipitadamente. Peter se levantó y la siguió a la cocina.

–¿Recuerdas que en mil novecientos cincuenta, cuando tenía dieciséis años, fui a

París con un grupo de la escuela?

Ella se interrumpió, mientras llenaba el fregadero.

–Sí, lo recuerdo.

–Nos llevaron a visitar una iglesia llamada el Sacré Coeur. Estaban acabando un oficio, un funeral en memoria de un hombre que se llamaba Jean Moulin. De la iglesia salía un grupo. Al oírme hablar en alemán con un compañero, uno de los que salían se volvió y me escupió. Recuerdo cómo me corría la saliva por la chaqueta. Cuando regresé a casa y te lo conté, ¿te acuerdas de lo que me dijiste?

La señora Miller restregaba furiosamente los platos de la cena.

–Dijiste que los franceses eran así. Que tenían hábitos sucios.

–Y los tienen. A mí nunca me han sido simpáticos.

–Mamá, ¿tú sabes lo que le hicimos a Jean Moulin antes de que muriera? No tú, ni papá, ni yo, sino nosotros, los alemanes, mejor dicho, la Gestapo, que para millones de extranjeros viene a ser lo mismo.

–No, no quiero saberlo. Y dejemos eso.

–No puedo decírtelo, porque no lo sé. Sin duda consta en algún sitio. Pero lo cierto es que a mí me escupieron no por ser de la Gestapo, sino por ser alemán.

–Y deberías sentirte orgulloso de serlo.

–Y me siento orgulloso, créeme. Pero eso no quiere decir que deba sentirme orgulloso de los nazis, de la SS, ni de la Gestapo.

–Ni tú ni nadie; pero hablar de ello no remedia nada.

Estaba acalorada, como siempre que discutía con su hijo. Se secó las manos con el paño de la vajilla y salió a la sala. Peter se fue tras ella.

–Oye, mamá, trata de comprenderlo. Hasta que leí ese Diario, ni siquiera se me ocurría preguntarme qué era exactamente lo que se presumía que habíamos hecho. Ahora, por lo menos, empiezo a comprender. Por ello quiero encontrar a ese hombre, ese monstruo, si aún vive. Hay que llevarlo ante los tribunales.

Ella se sentó en el canapé, a punto de echarse a llorar.

–Te lo ruego, Peterkin, no te mezcles en eso. No sigas hurgando en el pasado. No

servirá de nada. Todo acabó ya. Es mejor olvidarlo.

Peter Miller estaba de cara a la chimenea. En la repisa, al lado del reloj, estaba el retrato de su padre. Llevaba su uniforme de capitán del Ejército, y tenía aquella sonrisa cariñosa y un tanto triste que Miller recordaba. Se había hecho la foto durante su último permiso, poco antes de volver al frente.

Diecinueve años después, al mirar aquella fotografía, mientras su madre le pedía que abandonara la búsqueda de Roschmann, Peter recordaba a su padre con una claridad asombrosa. Se acordaba de antes de la guerra, cuando él tenia cinco años y su padre lo llevaba al zoo de Hagenbeck, le enseñaba todos los animales, uno a uno, y con gran paciencia leía la placa de cada jaula, para responder a la interminable retahíla de preguntas del niño.

Se acordaba del día en que se alistó, en 1940, de cómo lloraba su madre, y de que él pensó que las mujeres eran bobas al llorar por algo tan estupendo como tener un padre vestido de uniforme. Y se acordaba del día de 1944 -él tenía once años- en que un oficial del Ejército se presentó en la casa y le dijo a su madre que su heroico esposo había caído en el frente del Este.

–Además, nadie quiere ya más denuncias. Ni más juicios horribles de esos que hay cada dos por tres en los que salen a relucir semejantes atrocidades. Nadie va a darte las gracias, aunque lo encuentres. Sólo conseguirás llamar la atención. Nadie quiere más juicios ya. Es demasiado tarde. Por favor, Peter, déjalo. Hazlo por mí.

El recordaba la lista de nombres que aparecía con una orla negra en el periódico. Todos los días tenía la misma longitud, pero aquel día de fines de octubre era diferente, porque hacia la mitad se leía:

«Caído por el Fuhrer y por la Patria. Miller, Erwin, capitán, el 11 de octubre. En Ostland.»

Y nada más. Ni el menor indicio de dónde, ni cuándo, ni por qué. Uno más entre las decenas de miles de nombres que eran comunicados desde el Este y publicados en aquellas largas listas orladas de negro; hasta que el Gobierno decidió suspender la publicación, porque minaba la moral.

–Por lo menos-decía la madre a su espalda-, podrías pensar en la memoria de tu padre. ¿Crees que él querría que su único hijo se dedicara a remover el pasado para provocar otro juicio por crímenes de guerra? ¿Crees que le gustaría?

Miller giró rápidamente sobre sus talones, se acercó a su madre y, poniéndole las manos en los hombros, miró sus asustadas pupilas azul porcelana. Se inclinó y la besó suavemente en la frente.

–Sí, Mutti -dijo-. Creo que esto es precisamente lo que él querría que hiciera.

Salió de la casa, subió a su coche y, lleno de ira, emprendió el regreso a Hamburgo.

Todos los que le conocían, y muchos que no le conocían, estaban de acuerdo en que Hans Hoffmann parecía hecho a la medida para el cargo. Frisaba los cincuenta años, tenía apostura juvenil, el cabello gris cortado a la última moda y las uñas bien cuidadas. Su traje era de «Savile Row», y su corbata, de gruesa seda, de «Cardin». Tenía una elegancia depurada y muy cara.

Pero si su prestancia personal hubiera sido su única cualidad, Hoffmann no habría llegado a ser uno de los más prósperos editores de revistas de Alemania Occidental. Al terminar la guerra imprimía carteles para las autoridades británicas de ocupación, en una prensa manual, y en 1949 fundó uno de los primeros semanarios ilustrados del país. Su fórmula era simple: decirlo con palabras, crudamente, y respaldarlo con unas fotografías que dejasen a la competencia como unos novatos con su primera «Brownie». Y era una fórmula eficaz. Su cadena de ocho revistas, que abarcaba desde novelas de amor para jovencitas hasta las relumbrantes crónicas de las andanzas de los ricos y los guapos, lo había hecho multimillonario; pero su favorita era Komet, una revista de actualidades.

El dinero le había proporcionado una lujosa casa estilo rancho en Othmarschen, un chalet en las montañas, una torre en la costa, un «Rolls-Royce» y un «Ferrari». Además, se había hecho con una esposa hermosísima, que se vestía en París, y dos hijos encantadores, a los cuales no veía casi nunca. Hans Hoffmann era el único millonario de Alemania cuyas amiguitas, que mantenía con discreción y sustituía con frecuencia, nunca aparecían retratadas en su revista de chismorreos. Y era hombre sagaz.

Aquel miércoles por la tarde, cerró el Diario de Salomon Tauber, después de leer el prólogo, se recostó en su sillón y miró al joven reportero, sentado frente a él.

–Bueno, el resto puedo imaginarlo. ¿Qué quiere usted?

–Me parece que es un gran documento-dijo Miller-. En todo el Diario se habla de un hombre llamado Eduard Roschmann, capitán de la SS, que fue comandante del ghetto de Riga mientras éste existió. Asesinó a ochenta mil hombres, mujeres y niños. Creo que está vivo y que reside aquí, en Alemania Occidental. Quiero encontrarlo.

–¿Cómo sabe que está vivo?

Miller se lo explicó sucintamente. Hoffmann frunció los labios.

–Es una prueba muy endeble

–Cierto. Pero creo que valdría la pena investigar. Con mucho menos, he conseguido buenas historias.

Hoffmann sonrió al recordar la maestría con que Miller sacaba a relucir los trapos sucios del sistema. El estaba encantado de publicar aquellos reportajes, una vez debidamente comprobados. Hacían subir vertiginosamente la circulación.

–Pero ése, ¿cómo ha dicho que se llama? ¿Roschmann?, ya estará en la lista de reclamados. Y si la Policía no ha podido encontrarlo, ¿qué le hace suponer que usted va a dar con él?

–¿Lo busca realmente la Policía?-preguntó Miller.

Hoffmann se encogió de hombros.

–Supongo que sí. Para eso les pagamos.

–No estaría de más ayudarles un poco, ¿no cree? Sólo averiguar si realmente vive todavía, si llegaron a cogerlo, y, en este caso, qué ha sido de él.

–¿Y qué quiere usted de mí?-preguntó Hoffmann.

–El encargo de intentarlo. Si no consigo nada, lo dejo.

Hoffmann hizo girar su sillón, situándose de cara al ventanal que miraba hacia los muelles, kilómetros y kilómetros de grúas y atracaderos situados veinte pisos más abajo y a un kilómetro de distancia.

–Eso se aparta un poco de su especialidad, Miller. ¿Por qué ese repentino interés?

Miller pensó con rapidez. Tratar de vender la idea era siempre lo más difícil. El reportero independiente tiene que vender su historia, o el proyecto de la historia, al editor. Este es el primer paso. El público entra en juego mucho después.

–Es una historia con mucho interés humano. Si Komet encontrara a ese hombre, después de que la Policía del país ha fracasado, sería un triunfo. Estas cosas interesan.

Hoffmann miró el horizonte que se recortaba sobre el cielo de diciembre, y lentamente movió la cabeza en signo de negación.

–Se equivoca. Por eso no le daré el encargo. Estas cosas no interesan.

–Pero, Herr Hoffmann, éste es un caso aparte. Las personas que mató Roschmann no eran polacos ni rusos. Eran alemanes, judíos alemanes, sí, pero alemanes. ¿Por qué no había de interesar?

Hoffmann se volvió nuevamente hacia él, apoyó los codos en la mesa, y el mentón, en los nudillos.

–Miller, usted es un buen periodista. Me gusta su manera de llevar las cosas; tiene estilo. Y es buen sabueso. Yo podría con tratar a veinte, a cincuenta o a cien hombres sólo con coger el teléfono, y todos harán lo que les mande y escribirán los reportajes que yo les encargue. Pero ninguno es capaz de descubrir por sí mismo una historia. Y usted sí. Por eso le doy tanto trabajo, y seguiré dándoselo. Pero no este trabajo.

–¿Y por qué no? Es una buena historia.

–Escuche, es usted muy joven. Deje que le explique algo sobre el periodismo. El periodismo es, en un cincuenta por ciento, escribir buenas historias y, en otro cincuenta por ciento, venderlas. Usted puede hacer lo primero; pero yo hago lo segundo. Por eso yo estoy aquí, y usted, ahí. A usted le parece que todo el mundo va a querer leer esa historia, porque las víctimas de Riga eran judíos alemanes. Pues bien: yo le aseguro que precisamente por eso nadie va a querer leerla. Y mientras no haya una ley que obligue a la gente a comprar revistas y a leer lo que es bueno para ella, la gente seguirá leyendo lo que quiere leer. Y eso es lo que yo le doy. Lo que quiere leer.

–¿Y por qué no ha de querer leer lo de Roschmann?

–¿Todavía no lo comprende? Yo se lo explicaré. Antes de la guerra, en Alemania todo el mundo conocía a algún judío. Lo cierto es que, antes de que Hitler la tomara con ellos, en Alemania no se odiaba a los judíos. Este era el país de Europa que mejor los había tratado siempre. Mejor que Francia, mejor que España, e infinitamente mejor que Polonia y Rusia, donde los pogroms eran horrendos.

»Luego vino Hitler, y empezó a decir a la gente que los judíos tenían la culpa de la primera guerra, del paro, de la pobreza y de todo lo malo. La gente no sabía qué pensar. Casi todo el mundo conocía a un judío que era una excelente persona o, simplemente, un sujeto inofensivo. La gente tenía amigos judíos, buenos amigos; jefes judíos, buenos jefes; empleados judíos, buenos trabajadores. Obedecían la ley y no hacían daño a nadie. Y ahora Hitler venia con que ellos tenían la culpa de todo.

»Por eso, cuando llegaban los camiones y se los llevaban, la gente no hacía nada por impedirlo. Se mantenía al margen, sin abrir la boca. Incluso algunos empezaron a creer al que más gritaba. Porque la gente es así, y especialmente los alemanes. Somos un pueblo obediente. Esa es nuestra mayor fuerza y nuestra mayor debilidad. Ello nos permite realizar un milagro económico mientras los ingleses van a la huelga, y nos permite también seguir a un hombre como Hitler hasta la fosa común.

»Durante muchos años, nadie ha preguntado qué les pasó a los judíos alemanes. Sencillamente, desaparecieron. Bastante triste es tener que leer en las crónicas de los procesos por crímenes de guerra lo que les ocurrió a los desconocidos y anónimos judíos de Varsovia, Lublin o Bialystok, a los judíos polacos y rusos. Y ahora pretende usted explicar, con pelos y señales, lo que les ocurrió a sus vecinos de al lado. ¿Lo ha entendido ya? Estos judíos -golpeó el Diario- eran conocidos, eran gente a la que saludaban por la calle, gente en cuyas tiendas compraban ellos, gente a la que se llevaban ante sus propias barbas, para que su Herr Roschmann se ocupara de ella. ¿Y cree que eso ha de gustar a sus lectores? No podía escoger una historia menos de su gusto.

Cuando terminó de hablar, Hans Hoffmann, se recostó en el sillón, escogió del humector un fino «panatella» y lo encendió con un «Dupont» de oro. Miller iba digiriendo lo que no había podido descubrir solo.

–Eso debe de ser lo que quiso decir mi madre-dijo al fin. – Probablemente- murmuró Hoffmann.

–Pero yo sigo deseando dar con ese asesino.

–Déjele, Miller. Renuncie. Nadie se lo agradecerá.

–¿Verdad que la reacción del público no es el único motivo? Hay más, ¿no?

Hoffmann lo miró fijamente a través del humo del cigarro.

–Si-dijo escuetamente.

–¿Todavía les tiene miedo?-preguntó Miller.

–No. Simplemente, no quiero problemas. Eso es todo.

–¿Qué clase de problemas?

–¿Ha oído usted hablar de un tal Hans Habe?

–¿El novelista? Si, ¿qué le pasa?

–Antes dirigía una revista en Munich. Allá por el año mil novecientos cincuenta y dos o cincuenta y tres. Una buena revista, y él era un reportero estupendo, como usted. Eco de la Semana se llamaba. Odiaba a los nazis y publicó una serie de reportajes sobre antiguos miembros de la SS que vivían tranquilamente en Munich.

–¿Y qué le ocurrió?

–A él, nada. Un día recibió más correo que de costumbre. La mitad de las cartas eran de sus anunciantes, comunicándole que le retiraban sus encargos. Otra era del Banco, rogándole que fuera a verles. Cuando se presentó allí le dijeron que se le retiraba el crédito.

Antes de una semana, tuvo que cerrar la revista. Ahora escribe novelas, muy buenas por cierto; pero ya no dirige una revista.

–¿Y qué hemos de hacer los demás? ¿Seguir corriendo espantados?

Hoffmann se quitó, con brusquedad, el cigarro de la boca.

–No tengo por qué aguantarle eso, Miller-dijo con mirada dura-. Yo odiaba a esos asesinos antes, y sigo odiándolos ahora. Pero conozco a mis lectores. Y ellos no quieren saber nada de Eduard Roschmann.

–Está bien. Perdóneme. De todos modos, pienso buscarlo.

–Si no le conociera, Miller, creería que hay algo personal en todo eso. No permita nunca que el periodismo le afecte personalmente. Es malo para el reportaje y para el reportero. ¿Y cómo piensa financiarlo?

–Tengo unos ahorros.

Miller se levantó para marcharse.

–Buena suerte-dijo Hoffmann, poniéndose en pie y saliendo de detrás del escritorio-. ¿Sabe qué voy a hacer? El día en que Roschmann sea arrestado por la Policía de Alemania Occidental, yo le encargaré a usted el reportaje. Eso sería algo de actualidad, algo de dominio público. Y aunque luego decida no imprimirlo, se lo pagaré de mi bolsillo. Eso es todo lo que puedo hacer. Pero mientras ande usted buscando por ahí, no quiero que se sirva del nombre de mi revista.

Miller asintió.

–Volveré -dijo.

Capítulo V

Aquel miércoles por la mañana, se reunían también, sin protocolo, los jefes de las cinco ramas del Servicio de Inteligencia israelí, para su coloquio semanal.

En la mayor parte de países, es legendaria la rivalidad existente entre los distintos departamentos de inteligencia. En Rusia, la KGB detesta a la GRU; en los Estados Unidos, el FBI no colabora con la CIA. El Servicio de Seguridad británico considera a la Sección Especial de Scotland Yard como una colección de polizontes patosos, y en el SDECE francés hay tanto granuja, que los expertos se preguntan si el Servicio de Inteligencia francés es una organización del Gobierno o del hampa.

Pero Israel tiene suerte. Una vez a la semana, los jefes de las cinco ramas se reúnen en amistoso cónclave, sin roces de ninguna clase. Esta es una de las ventajas de ser una nación rodeada de enemigos. En estas reuniones se toma café y bebidas suaves, los asistentes se tutean, el ambiente es sereno, y se despacha más trabajo del que podría hacerse con un torrente de memorándums.

Y a esta reunión se dirigía, en la mañana del 4 de diciembre, el director del Mossad, jefe de los cinco servicios conjuntos de la Inteligencia israelí, general Meir Amit. A través de las ventanillas de su largo y negro automóvil, conducido por un chófer, se veía a la blanca Tel Aviv extendida bajo la luz de una mañana radiante. Pero el humor del general no estaba a tono con ella. El hombre se sentía preocupadísimo.

La causa de su preocupación era un informe que había recibido aquella madrugada. Un nuevo dato que incluir en el gran expediente que guardaba en sus archivos, un expediente vital; el de los cohetes de Helwan, en el que se archivaría el aludido despacho, recibido de uno de sus agentes en El Cairo.

El automóvil dio la vuelta a la plaza Zina y tomó la dirección de la zona suburbana del norte de la capital. Al mirar el rostro impasible de este general de cuarenta y dos años, nadie hubiera podido sospechar su inquietud. Bien arrellanado en su asiento, repasaba mentalmente la larga historia de aquellos cohetes que se fabricaban al norte de El Cairo, los cuales habían costado la vida a varios hombres, y a su predecesor, el general Isser Harel, el cargo…

En 1961, mucho antes de que los dos cohetes de Nasser fueran paseados por las calles de El Cairo, el Mossad de Israel se había enterado ya de su existencia. Desde el momento en que se recibió el primer despacho de Egipto, los israelíes mantenían a la «Fábrica 333» bajo constante vigilancia.

En Israel se estaba al corriente del reclutamiento de cerebros alemanes-realizado por los egipcios, gracias a los buenos oficios de ODESSA-para emprender la fabricación de los cohetes de Helwan. Por aquel entonces, el asunto era ya muy grave; pero en la primavera de 1962, se agravó mucho más.

En mayo de aquel año, Heinz Krug, el agente alemán encargado de los reclutamientos, se trasladó a Viena para ponerse al habla con el físico austríaco, doctor Otto Yoklek. En lugar de dejarse convencer, el profesor austríaco informó a los israelíes. Su información electrizó a Tel Aviv. El doctor Yoklek dijo al agente del Mossad, durante su visita, que los egipcios pensaban armar sus cohetes con cabezas nucleares cargadas de desperdicios nucleares radiactivos y cultivos de peste bubónica.

La noticia era tan importante, que el director del Mossad, el general Isser Harel -el hombre que escoltó, tras su captura, a Adolf Eichmann de Buenos Aires a Tel Aviv-, voló a Viena para hablar personalmente con el profesor Yoklek. Se convenció de que el profesor estaba en lo cierto, convencimiento corroborado por la noticia de que el Gobierno de El Cairo había comprado, a través de una Compañía de Zurich, una cantidad de cobalto radiactivo equivalente a veinticinco veces más de sus posibles necesidades médicas.

A su regreso de Viena, Isser Harel celebró una entrevista con el primer ministro, David Ben Gurion, al que pidió que le permitiera iniciar una campaña de represalias contra los científicos alemanes que trabajaban para Egipto o que estaban a punto de hacerlo. El anciano «premier» estaba en un dilema. Por su lado, se daba cuenta del terrible peligro que para su pueblo representaban los nuevos cohetes con sus devastadoras cabezas nucleares; por otro, tenía muy presente el valor de los tanques y cañones alemanes que debía recibir de un momento a otro. Cualquier acto de represalia desarrollado por los israelíes en las calles de Alemania podía ser suficiente para convencer al canciller Adenauer de que escuchara al bando de su ministro de Asuntos Exteriores y revocara el convenio sobre armamentos.

En el seno del Gabinete de Tel Aviv estaba produciéndose una escisión similar a la que, respecto a la venta de armas, existía en Bonn. Isser Harel y la ministro de Asuntos Exteriores, Golda Meir, pedían mano dura para los científicos alemanes; Shimon Peres y el Ejército temblaban ante la idea de perder sus preciosos tanques alemanes. Ben Gurion estaba dividido entre unos y otros.

El Primer Ministro se decidió al fin por una fórmula de compromiso: autorizó a Harel a desarrollar una campaña solapada y discreta, para disuadir a los científicos alemanes del propósito de trasladarse a El Cairo y ayudar a Nasser a fabricar sus cohetes. Pero Harel, llevado de su odio hacia Alemania y todo lo alemán, se pasó de la raya.

El 11 de septiembre de 1962, desapareció Heinz Krug. La noche anterior había cenado con el doctor Kleinwachter, especialista en propulsión de cohetes, al que estaba tratando de ganarse, y un egipcio no identificado. En la mañana del 11, el coche de Krug fue hallado abandonado cerca de su casa, en un suburbio de Munich. Su esposa declaró inmediatamente que Heinz había sido secuestrado por agentes israelíes, pero 13 Policía no encontró rastro de Krug ni de sus posibles secuestradores. En realidad, Krug fue raptado por un grupo capitaneado por un misterioso personaje llamado León, y su cadáver, arrojado al lago Starnberg, atado con una gruesa cadena para que permaneciera en el fondo.

La campaña se dirigió entonces contra los alemanes que ya estaban en Egipto. El 27 de noviembre llegó a El Cairo un paquete certificado, enviado desde Hamburgo y dirigido al profesor Wolfgang Pilz, el especialista en cohetes que había trabajado para los franceses. Abrió el paquete su secretaria, la señorita Hannelore Wenda. A consecuencia de la explosión, la joven quedó desfigurada y ciega.

El 28 de noviembre llegaba a la «Fábrica 333» otro paquete, también procedente de Hamburgo. Pero entonces los egipcios habían dispuesto ya una pantalla de seguridad para examinar todos los paquetes. Un funcionario egipcio del Departamento de Correspondencia cortó el cordel. Cinco muertos y diez heridos El 29, un tercer paquete pudo ser desmontado, sin que llegara a explotar.

El 20 de febrero de 1963, los agentes de Harel dirigieron de nuevo su atención hacia Alemania. El doctor Kleinwachter, que aún estaba indeciso entre si ir o no a El Cairo, volvía una noche a su casa al salir de su laboratorio de Loerrach, cerca de la frontera suiza, cuando un «Mercedes» negro le cerró el paso. Inmediatamente, Kleinwachter se arrojó al suelo, mientras un hombre descargaba su automática a través del parabrisas. La Policía encontró después abandonado el «Mercedes» negro. Había sido robado aquel mismo día. En la guantera se halló una tarjeta de identidad a nombre del coronel Ali Samir. Posteriormente se averiguó que éste era el nombre del jefe del Servicio Secreto egipcio. Los agentes de Isser Harel hicieron llegar un mensaje con una pincelada de humor negro.

En Alemania, la campaña de represalias asomaba ya a los titulares de los periódicos. Y entonces estalló el escándalo Ben Gal. El 2 de marzo, la joven Heidi Goerke, hija del profesor Paul Goerke, el pionero de los cohetes de Nasser, recibió una llamada telefónica en su casa de Friburgo, Alemania. Una voz la citó en el «Hotel de Los Tres Reyes», de Basilea (Suiza), cerca de la frontera.

Heidi avisó a la Policía alemana, la cual, a su vez, puso en antecedentes a la suiza. Se instalaron micrófonos en la habitación que había sido reservada para la entrevista. En el curso de ésta, dos hombres, que se cubrían los ojos con gafas oscuras, advirtieron a Heidi y a su hermano que, si estimaban en algo la vida de su padre, procuraran persuadirle de que se marchara de Egipto. Ambos hombres fueron perseguidos hasta Zurich, y arrestados aquella misma noche. El 10 de junio de 1963 comparecían ante un tribunal en Basilea. Fue un escándalo internacional. El principal de los dos agentes era Yossef Ben Gal, súbdito israelí.

El juicio fue bien. El profesor Yoklek prestó declaración acerca de las cabezas nucleares cargadas de bacilos de peste y de sustancias radiactivas, y los jueces quedaron escandalizados. El Gobierno israelí, tratando de sacar el mayor provecho de aquel tropiezo, se sirvió del proceso para denunciar las tentativas egipcias de genocidio. Los jueces, indignados, absolvieron a los dos acusados.

Pero en Israel hubo un ajuste de cuentas. A pesar de que el canciller Adenauer había prometido personalmente a Ben Gurion que trataría de impedir que los científicos alemanes intervinieran en la fabricación de cohetes de Helwan, Ben Gurion, que se sentía humillado por el escándalo, reprendió ásperamente al general Isser Harel por haberse excedido en su campaña de intimidación.

Harel se defendió vigorosamente y presentó la dimisión. Y Ben Gurion le sorprendió aceptándosela, demostrando, de paso, con ello, que en Israel nadie es indispensable, ni siquiera el jefe del Servicio de Inteligencia.

Aquella noche, 20 de junio de 1963, Isser Harel mantuvo una larga conversación con su buen amigo, el general Meir Amit, jefe de la Inteligencia Militar. El general Amit recordaba bien aquella conversación y el rostro crispado de indignación de aquel luchador nacido en Rusia al que algunos llamaban Isser el Terrible.

–Querido Meir, debo informarte de que, en lo sucesivo, Israel ya no tomará más represalias. Los políticos han tomado el mando. He presentado la dimisión, y me la han aceptado. He pedido que te nombren para sucederme en el cargo, y creo que accederán.

El comité ministerial que rige en Israel las actividades de las redes de Inteligencia, accedió. A fines de junio, el general Meir Amit fue nombrado director del Servicio de Inteligencia.

Pero también Ben Gurion tuvo que dimitir. Los «halcones» de su Gobierno, encabezados por Levi Eshkol y por su propia ministro de Asuntos Exteriores, Golda Meir, le obligaron a retirarse, y el 26 de junio de 1963 Levi Eshkol fue nombrado primer ministro. Ben Gurion se retiró a su kibbutz del Negev, moviendo su nívea cabeza con gesto de indignación y amargura. Sin embargo, siguió perteneciendo al Knesset.

El nuevo Gobierno, aunque había apartado a David Ben Gurion, no restituyó en el cargo a Isser Harel. Acaso los nuevos ministros pensaban que Meir Amit era un general más predispuesto a obedecer las órdenes que el colérico Harel, que se había convertido en una especie de leyenda para el pueblo israelí, y gozaba con ello.

Tampoco se revocaron las últimas órdenes de Ben Gurion. El general Amit tenía instrucciones de evitar nuevos escándalos en Alemania con ocasión de los científicos de los cohetes. De manera que no le quedaba más alternativa que dirigir la campaña de terror contra los que ya estaban en Egipto.

Estos alemanes vivían en Meadi, localidad situada a unos diez kilómetros al sur de El Cairo, en la orilla norte del Nilo. Era un lugar muy bonito, pero estaba rodeado por tropas egipcias de seguridad, y sus habitantes alemanes eran poco menos que prisioneros en jaula de oro. Para llegar hasta ellos, Meir Amit se servía de su agente principal en El Cairo, el propietario de la escuela de equitación, el cual, a partir de septiembre de 1963, se veía obligado a correr riesgos suicidas que, dieciséis meses después, le costarían la libertad.

Aquel otoño del tan repetido año 1963, fue una pesadilla para los científicos alemanes, ya muy asustados por la serie de paquetes explosivos enviados desde Alemania. Y ahora, en pleno Meadi, rodeado de guardias egipcios de seguridad, empezaban a recibirse cartas amenazadoras remitidas desde el interior de El Cairo.

El doctor Josef Eisig recibió una de ellas, en la cual se describía con gran precisión a su esposa, sus dos hijos y el tipo de trabajo que estaba realizando, y se le conminaba a volver a Alemania. Los restantes científicos recibieron cartas parecidas. El 27 de septiembre, una carta hizo explosión en la cara del doctor Kirmayer. Para algunos de los científicos, aquello fue la gota que hace desbordar el vaso. A fines del propio mes, el doctor Pilz salía de El Cairo, camino de Alemania, llevando consigo a la infortunada Fraulein Wenda.

Otros le imitaron, y los indignados egipcios no pudieron impedir su marcha, ya que no eran capaces de protegerlos de las cartas amenazadoras.

El hombre que aquella hermosa mañana de invierno de 1964 viajaba en el largo coche negro, sabía que su propio agente, el supuesto alemán Lutz, que se fingía simpatizante de los nazis, era el autor de las cartas y el remitente de los explosivos.

Pero sabía también que el programa de los cohetes seguía adelante. Lo demostraba el informe que acababa de recibir. Una vez más, el general leyó el mensaje descifrado, que confirmaba, simplemente, que en el laboratorio de enfermedades infecciosas del Instituto Médico de El Cairo se había aislado una cepa virulenta de bacilos bubónicos, y que el presupuesto del departamento correspondiente había sido aumentado diez veces. La información no dejaba lugar a duda. a pesar de la adversa publicidad que había valido a Egipto el proceso Ben Gal, celebrado en Basilea el verano anterior, el programa del genocidio seguía su curso.

Si Hoffmann hubiese podido verlo, se habría descubierto ante la desfachatez de Miller. Al salir del despacho del director, tomo el ascensor, bajó al quinto piso y entró a ver a Max Dorn, el encargado de asuntos jurídicos de la revista.

–Ahora bajo de hablar con Herr Hoffmann-dijo, dejándose caer en una silla, frente al escritorio de Dorn-. Necesito ciertos datos. ¿Podría hacerle unas cuantas preguntas?

–Adelante-dijo Dorn, suponiendo que Miller habría recibido el encargo de hacer un reportaje para Komet.

–¿Quién investiga en Alemania los crímenes de guerra?

La pregunta dejó atónito a Dorn.

–¿Los crímenes de guerra?

–Sí, los crímenes de guerra. ¿Cuál es la autoridad responsable de investigar lo que ocurrió en los países que ocupamos durante la guerra y de buscar y procesar a los culpables de genocidio?

–¡Ah, ahora sé a qué se refiere! Bueno…, usualmente se encargan de ello los fiscales generales de las provincias de Alemania Occidental.

–¿Quiere decir que se hace en cada provincia?

Dorn se recostó en su sillón, seguro de su terreno.

–En Alemania Occidental hay dieciséis provincias. Cada una tiene una capital y un fiscal general del Estado. En cada oficina del FGE hay un departamento encargado de investigar los llamados «crímenes de violencia cometidos durante la era nazi». Cada capital de Estado tiene jurisdicción sobre una zona del antiguo Reich o de los territorios ocupados.

–Por ejemplo…-inquirió Miller.

–Por ejemplo: todos los crímenes cometidos por los nazis y la SS en Italia, Grecia y la

Galitzia polaca son investigados por Stuttgart. Auschwitz, el campo de exterminio más grande que hubo, corresponde a Frankfurt. Seguramente ya sabrá que en mayo próximo se celebrará en Frankfurt un gran proceso contra veintidós antiguos guardianes de Auschwitz. Los campos de exterminio de Treblinka, Chelmno, Sobibor y Maidanek pertenecen a Dusseldorf/Colonia. Munich se encarga de Belzec, Dachau, Buchenwald y Flossenburg. La mayor parte de los crímenes cometidos en Ucrania y en el sector de Lodz, de la antigua Polonia, se investigan en Hannover. Y así sucesivamente.

Miller tomó nota de la información.

–¿A quién corresponde investigar lo que ocurrió en los tres Estados del Báltico?– preguntó.

–A Hamburgo-respondió rápidamente Dorn-. Y también lo concerniente a Danzig y al sector de Varsovia.

–¿A Hamburgo? ¿Quiere usted decir aquí?

–Sí. ¿Por qué?

–Verá, a mí me interesa Riga.

Dorn hizo una mueca.

–Ya. Los judíos alemanes. Eso es cosa de la oficina del fiscal de aquí.

–Si hubiese habido algún juicio, o incluso un arresto, de alguien complicado en crímenes cometidos en Riga, ¿se habría celebrado aquí en Hamburgo?

–El juicio, sí-dijo Dorn-. El arresto pudiera haberse efectuado en cualquier lugar.

–¿Qué procedimiento se sigue para los arrestos?

–Existe un «Libro de personas reclamadas». En él figuran el nombre, apellidos y fecha de nacimiento de todos los criminales de guerra reclamados. Usualmente, la oficina del fiscal general del Estado que tiene jurisdicción en el lugar en que el hombre cometió los crímenes, tarda años en preparar la acusación antes del arresto. Cuando la tiene, pide a la Policía del Estado donde reside el criminal que proceda a su detención. Dos detectives se desplazan para arrestarlo y traerlo. Si se descubre a un criminal importante, puede ser detenido en cualquier lugar, y a continuación se avisa a la oficina del fiscal general del Estado que proceda. Entonces lo trasladan. Lo malo es que la mayoría de los peces gordos de la SS no usan su verdadero nombre.

–Entendido-dijo Miller-. ¿Se ha juzgado en Hamburgo a alguien por crímenes cometidos en Riga?

–Que yo recuerde, a nadie-dijo Dorn.

–¿Figuraría en el archivo de recortes?

–Sí, si ocurrió después de mil novecientos cincuenta, que es cuando lo iniciamos.

–¿Podríamos verlo?-preguntó Miller.

–No hay inconveniente.

El archivo estaba en el sótano, atendido por cinco archiveros con bata gris. Ocupaba más de dos mil metros cuadrados, y contenía hileras y más hileras de estantes de acero gris en que se guardaban índices y guías de todas clases.

Alrededor de la nave, adosados a la pared, se alineaban unos archivadores de metal que llegaban hasta el techo. En la parte frontal de cada cajón estaba indicada la referencia de las carpetas que contenía.

Dorn preguntó, al ver que se acercaba el jefe de Archivos.

–¿Qué busca usted?

–Roschmann, Eduard -dijo Miller.

–Indice de personas, por aquí -dijo el archivero, y los condujo por un pasillo lateral.

Abrió un cajón señalado con las letras ROAROZ y pasó unas cuantas carpetas.

–Nada sobre Roschmann Eduard -dijo.

Miller se quedó pensativo.

–¿Tienen alguna cosa acerca de crímenes de guerra?-preguntó.

–Sí -dijo el empleado -. Sección crímenes de guerra y Juicios por crímenes de

guerra. Por aquí.

Recorrieron otros cien metros de archivadores.

–Mire en Riga -dijo Miller.

El empleado se subió a una escalera de mano y buscó. Bajó con una carpeta roja en la mano. En la carpeta había una etiqueta con el título: «Riga-Juicio por crímenes de guerra.» Miller la abrió. De su interior cayeron dos recortes de periódico del tamaño de sellos de Correos un poco grandes. Miller los recogió. Los dos eran del verano de 1950. Uno decía que tres soldados de la SS iban a comparecer en juicio por brutalidades cometidas en Riga entre 1941 y 1944. El otro informaba de que a los tres se les habían impuesto graves penas de prisión. No tan graves quedarían en libertad a fines de 1963.

–¿Esto es todo? – preguntó Miller.

–Todo-respondió el archivero.

Miller miró a Dorn.

–¿Y toda una sección de la Oficina del fiscal general del Estado ha necesitado quince años de trabajo y el dinero de mis impuestos para conseguir algo que cabe en dos sellos de Correos?

Dorn era adicto al sistema.

–Estoy seguro de que hacen cuanto pueden -dijo fríamente.

–Eso quisiera yo saber -repuso Miller.

Se despidieron en el vestíbulo principal, dos pisos más arriba, y Miller salió a la calle, batida por la lluvia.

El edificio de las afueras de Tel Aviv que alberga al cuartel general del Mossad no llama la atención, ni siquiera de sus vecinos más próximos. Es un bloque de oficinas, y la entrada al aparcamiento subterráneo tiene tiendas a cada lado. En la planta baja hay un Banco y, en el vestíbulo, antes de llegar a las vidrieras del Banco, están el ascensor, el pupitre del conserje y los rótulos con los nombres de las empresas que ocupan los pisos superiores.

En los rótulos se leen los nombres de varias firmas comerciales, dos Compañías de Seguros, un arquitecto, una oficina de ingeniería y una agencia de Importación y Exportación, que ocupa el último piso. Se atiende cortésmente toda consulta relacionada con cualquiera de los inquilinos, menos con el del último piso. Sobre éste, con la misma cortesía, se rehusa toda información. Y es que la empresa del último piso es la pantalla del Mossad.

La sala en que se reúnen los jefes de la Inteligencia israelí es fresca y blanca y, por todo mobiliario, hay en ella una larga mesa y sillas alrededor de las paredes. A la mesa se sientan los cinco hombres que dirigen las distintas secciones del Servicio. Detrás de ellos, los ayudantes y taquígrafos. A algunas sesiones, muy pocas, pues son estrictamente secretas y en ellas se ventilan toda clase de confidencias, puede asistir alguna que otra persona ajena al Servicio, con objeto de facilitar información.

A la cabecera de la mesa se sienta el director del Mossad. La organización, cuyo nombre completo es «Mossad Aliyah Beth», esto es, «Organización para la Segunda Inmigración», fue fundada en 1937 y fue, el primer órgano de la Inteligencia israelí. Su objetivo era ayudar a los judíos a salir de Europa y llevarlos a lugar seguro en la tierra de Palestina.

En 1948, después de la fundación del Estado de Israel, el Mossad pasó a ser el principal organismo de los Servicios de Inteligencia, y su director se convirtió, automáticamente, en jefe de las cinco ramas de que éstos se componen.

A la derecha del director se sienta el jefe del Aman, la sección de Inteligencia Militar, cuya misión es mantener a Israel al corriente de los preparativos de guerra que efectúen sus enemigos. El hombre que entonces ocupaba el cargo era el general Aharon Yaariv.

A la izquierda se sienta el jefe del Shabak, órgano al que a veces se denomina erróneamente Shin Beth. La palabra Shabak es una contracción de Sherut Bitchen, que en hebreo quiere decir Servicio de Seguridad. El nombre completo de la sección que vela por la seguridad interna, exclusivamente interna, de Israel, es Sherut Bitchen Klali, y con estas tres palabras se ha formado la abreviatura de Shabak.

A continuación tienen su asiento los otros dos hombres que completan el quinteto: uno es el director general de la división de Investigación del Ministerio de Asuntos Exteriores, encargada de evaluar la situación política en las capitales árabes, cuestión de importancia vital para la seguridad de Israel. El otro es director de un servicio que se ocupa exclusivamente del destino de los judíos en «las tierras donde hay persecución». Entre ellas se cuentan todos los países árabes y comunistas. Estas reuniones semanales permiten a cada uno de los jefes saber lo que hacen los otros departamentos, y así evitan duplicidad de medidas e intrusiones.

A las reuniones asisten, en calidad de observadores, otros dos hombres: el inspector general de Policía y el jefe de la Sección Especial, brazo ejecutor del Shabak en la lucha contra el terrorismo en el interior del país.

La reunión de aquel día fue absolutamente normal. Meir Amit ocupó su lugar en la presidencia, y empezaron las conversaciones. Guardó su bomba para el final. Al soltarla, reinó un gran silencio, mientras todos los presentes, hasta el último de los ayudantes sentados en el fondo de la sala, imaginaban a su país muriendo bajo los efectos de las cabezas nucleares cargadas de radiactividad y de peste.

–Lo imperativo es lograr que esos cohetes no despeguen -dijo al fin el jefe del Shabak-. Si no podemos impedir que los fabriquen, hemos de procurar por todos los medios que no los disparen.

–De acuerdo-dijo el taciturno Amit-. Pero, ¿cómo?

–Hay que destruirlos-gruñó Yaariv-. Destruirlos con todo lo que tengamos a mano.

Los reactores de Ezer Weizmann pueden arrasar la «Fábrica 333» en un solo ataque.

–¿Y empezar una guerra sin disponer de medios?-replicó Amit-. Necesitamos más aviones, más tanques y más cañones para derrotar a Egipto. Creo que todos sabemos ya que la guerra es inevitable. Nasser quiere la guerra, pero no luchará hasta que esté preparado. Y, en estos momentos, él, con sus armas rusas, está más preparado que nosotros.

Reinó de nuevo el silencio. Luego habló el jefe de la sección de Asuntos Arabes del Ministerio del Exterior.

–Según la información que hemos recibido de El Cairo, parece que estarán preparados a primeros de mil novecientos sesenta y siete, con cohetes y demás.

–Para entonces tendremos nosotros nuestros tanques y cañones, y los nuevos reactores franceses-apuntó Yaariv.

–Sí, pero ellos dispondrán de los cohetes de Helwan. Cuatrocientos cohetes. Señores, sólo hay una solución. Cuando nosotros estemos preparados para hacer frente a Nasser, esos cohetes estarán diseminados en silos por todo el territorio de Egipto, y no podremos llegar hasta ellos. Porque, una vez en los silos y dispuestos para el lanzamiento, no será suficiente que destruyamos el noventa por ciento; tendremos que destruirlos todos. Y ni siquiera los pilotos de combate de Ezer Weizmann pueden destruirlos todos sin excepción.

–En tal caso, no hay más remedio que destruirlos antes de que salgan de la fábrica de Helwan-dijo Yaariv tajantemente.

–Sí, pero sin ataque militar-puntualizó Amit-. Tenemos que obligar a los científicos alemanes a que se retiren antes de terminar su trabajo. No hay que olvidar que la etapa de investigación toca ya a su fin. Tenemos seis meses. Después, los alemanes ya no cuentan para nada. Una vez diseñada hasta la última tuerca, los egipcios mismos pueden encargarse de la fabricación. Por consiguiente, me propongo intensificar la campaña contra los científicos alemanes en Egipto. Os tendré informados.

Hubo unos segundos de silencio, mientras todos los presentes pensaban lo que hasta entonces nadie había dicho. Al fin, uno de los hombres del Ministerio de Asuntos Exteriores formuló la pregunta:

¿Y no podríamos volver a las intimidaciones en Alemania?

El general Amit movió negativamente la cabeza.

–No. En las actuales circunstancias políticas, eso es impracticable. Las órdenes de la superioridad siguen siendo las mismas: nada de violencia dentro de Alemania. Para nosotros, la clave de los cohetes de Helwan está en Egipto.

El general Meir Amit, director del Mossad, se equivocaba pocas veces. Pero ahora estaba en un error. Porque la clave de los cohetes de Helwan estaba en una fábrica de Alemania Occidental.

Capítulo VI

Miller tardó una semana en conseguir que lo recibiera el jefe de la sección de la Oficina del fiscal general de Hamburgo encargada de la investigación de los crímenes de guerra, y pensó que Dorn, al enterarse de que no actuaba por orden de Hoffmann, habría obrado en consecuencia.

El hombre que lo recibió parecía nervioso e incómodo.

–Sepa usted que sólo por su pertinaz insistencia he accedido a sostener esta entrevista-le dijo, a modo de introducción.

–De todos modos, se lo agradezco -respondió Miller conciliadoramente-. Deseo información acerca de un hombre, cuyas actividades habrán sin duda investigado ustedes a fondo. Se llama Eduard Roschmann.

–¿Roschmann?-repitió el abogado.

–Sí, Roschmann. Capitán de la SS y comandante del ghetto de Riga de mil novecientos cuarenta y uno a mil novecientos cuarenta y cuatro. Me interesa saber si está vivo; y si ha muerto, dónde está enterrado, si lo han encontrado y si ha sido arrestado y juzgado o, de lo contrario, dónde se halla en la actualidad.

El abogado le miraba consternado.

–Yo no puedo facilitarle esa información-dijo.

–¿Por qué no? Es asunto de interés público, de gran interés público.

El hombre había recobrado ya el aplomo.

–No estoy de acuerdo-dijo con suavidad-. De ser así, continuamente estaríamos recibiendo consultas de esa índole y, que yo recuerde, la suya es la primera que nos llega de… un miembro del público.

–En realidad, yo soy también miembro de la Prensa.

–Lamento tener que decirle que en su calidad de miembro de la Prensa no tiene acceso a más información de la que podría obtener un particular.

–Y esa información es…

–Que no estoy autorizado a hablar del estado de nuestras investigaciones.

–Pues no es un comienzo muy prometedor-dijo Miller.

–Vamos, Herr Miller, no esperaría usted que la Policía le hablara del estado de sus pesquisas en un caso criminal, ¿verdad?

–Pues sí, señor, lo esperaría. En realidad, en eso se apoya mi trabajo. Y, por lo general, la Policía me ayuda con sus declaraciones respecto a si esperan efectuar en breve algún arresto. De todos modos, la Policía siempre contestaría a un periodista que preguntara si el principal sospechoso está vivo o muerto. Eso favorece sus relaciones con el público.

El abogado sonrió levemente.

–No me cabe duda de que, en ese aspecto, realizan ustedes una valiosa labor. Pero nosotros no podemos facilitar información acerca del estado de nuestras investigaciones.-

Entonces pareció dar con una buena razón.-Hágase cargo: si los criminales reclamados supieran que vamos a extender una orden de arresto, desaparecerían.

–Puede ser-respondió Miller-. Pero, por lo que he podido averiguar, sólo consta que ese Departamento ha llevado a juicio a tres hombres que eran guardianes del ghetto de Riga. Y eso ocurrió en 1950, por lo que probablemente los tres estaban ya detenidos cuando los ingleses les traspasaron los expedientes. De modo que no creo que haya peligro de que los criminales reclamados se asusten y desaparezcan.

–En verdad que esa afirmación es puramente gratuita.

–Está bien. Digamos que su investigación avanza. En nada le perjudicaría decirme, lisa y llanamente, si se investigan las actividades de Eduard Roschmann y si saben dónde está.

–Lo único que puedo decirle es que todo cuanto corresponde a la jurisdicción de mi

Departamento está sometido a constante investigación. Lo repito: constante investigación.

Y ahora, Herr Miller, me parece que ya nada más puedo hacer por ayudarle.

Se puso en pie, y Miller le imitó.

–Tengan cuidado, no vayan a herniarse con tantos esfuerzos -dijo al salir.

Transcurrió otra semana antes de que Miller estuviera preparado para seguir adelante. Pasó la mayor parte del tiempo en casa, leyendo seis libros, que tomó prestados de la Biblioteca Pública. Trataban de la guerra en el frente del Este y de lo sucedido en los campos de concentración de los territorios ocupados. Y, precisamente, el bibliotecario le habló de las actividades de la Comisión Z.

–Está en Ludwigsburg-le dijo-. Lo leí en una revista. Su nombre completo es «Central federal para el esclarecimiento de los crímenes cometidos durante la era nazi»; pero la gente, para abreviar, la llama Zentralstelle o, simplemente, Comisión Z. Es la única organización del país que se dedica a perseguir a los nazis a escala nacional, e incluso internacional.

–Gracias -le dijo Miller-. Veré si ellos pueden ayudarme.

A la mañana siguiente, Miller fue a su Banco, extendió un cheque para su casero, por el importe del alquiler de enero a marzo, y retiró el resto en efectivo, dejando un remanente de diez marcos, para mantener la cuenta abierta.

Dio un beso a Sigi cuando ella se iba a trabajar al club, y le dijo que estaría ausente una semana, o tal vez más. Luego sacó el «Jaguar» de su garaje subterráneo y emprendió el viaje en dirección al Sur, camino de Renania.

Ya habían llegado las primeras nieves, arrastradas por los vientos del mar del Norte, que se precipitaban en grandes ráfagas sobre la autopista que, por el sur de Bremen, discurría en línea recta hacia los llanos de la Baja Sajonia.

Al cabo de dos horas de viaje, Miller se detuvo para tomar café, y reanudó la marcha a través de Renania/Westfalia. A pesar del viento, le gustaba viajar con mal tiempo por la autopista. Dentro de su «XK 150», tenía la impresión de estar en la carlinga de un avión, iluminada por las luces tenues del tablero de mandos, mientras los oblicuos torbellinos de nieve bailaban fugazmente ante los faros, azotaban el parabrisas y se diluían en el frío anochecer.

Miller se mantenía en el carril rápido, como siempre, llevando el «Jag» a casi 160 kilómetros por hora. A su derecha iban quedando atrás las moles de los camiones pesados que dejaban oír un siseo cuando él los adelantaba.

A las seis de la tarde había rebasado la bifurcación de Hamm, y empezaba a divisar, a la derecha, las luces del Ruhr. Aquella región le había producido siempre un vivo asombro: kilómetros y kilómetros de fábricas y chimeneas, pueblos y ciudades que se sucedían sin solución de continuidad, formando un conglomerado gigantesco, de ciento cincuenta kilómetros de largo por más de setenta de ancho. Desde un viaducto vio cientos de hectáreas de luces de fábricas, y el resplandor de mil hornos en los que se batía el milagro económico. Catorce años atrás, cuando pasó por allí en el tren, en su viaje escolar a París, todo aquello eran escombros. El corazón industrial de Alemania apenas latía. Era imposible no sentirse orgulloso de lo que su pueblo había hecho desde entonces.

«Siempre que no tenga que vivir aquí…», pensó, mientras las grandes señales del cinturón de Colonia empezaban a brillar al ser iluminadas por los faros. En Colonia torció hacia el Sudeste, por Wiesbaden, Frankfurt, Mannheim y Heilbronn y, ya muy tarde, paró en un hotel de Stuttgart, la ciudad más próxima a Ludwigsburg.

Ludwigsburg es una apacible e inofensiva población situada en los suaves montes de Wurttemberg, a dieciséis kilómetros al norte de Stuttgart, la capital del Estado. En una tranquila travesía de la calle Mayor, para disgusto de los buenos vecinos de la ciudad, se encuentran las oficinas de la Comisión Z, ocupadas por un puñado de hombres mal pagados y agobiados de trabajo, cuyo mayor afán es perseguir a los nazis y a los SS que durante la guerra fueron culpables de genocidio. Antes de que el Estatuto de Limitaciones eliminara todos los crímenes de la SS, con excepción de los de asesinato y genocidio, los reclamados podían ser culpables simplemente de extorsión, robo, daño corporal, incluida la tortura y demás desaguisados.

Aun siendo el asesinato el único cargo que podía presentarse, en los ficheros de la Comisión Z figuraban 170 000 nombres. Naturalmente, los mayores esfuerzos se dirigían a localizar a los peores asesinos de masas, que sumaban unos cuantos miles.

Los hombres de Ludwigsburg -los cuales no estaban autorizados a practicar arrestos, por lo que, cuando efectuaban una identificación positiva, habían de recurrir a la Policía de los distintos Estados-, que no recibían del Gobierno Federal de Bonn más que una asignación insignificante, trabajaban exclusivamente por vocación.

Figuraban en plantilla ochenta detectives y cincuenta abogados investigadores. Los primeros eran todos jóvenes, de menos de treinta y cinco años, lo cual aseguraba que ninguno había intervenido personalmente en los hechos que se investigaban. Los abogados eran de más edad, pero podía ponerse el veto a cualquiera de ellos que se sospechara tuviese interés personal en los acontecimientos anteriores a 1945.

Los letrados procedían, en su mayor parte, de bufetes particulares, a los que un día regresarían. Los detectives sabían que sú carrera terminaba allí. Ningún departamento de Policía de Alemania admitía a detectives que hubieran trabajado en Ludwigsburg. Para los detectives que se dedicaban a perseguir a los SS en la Alemania Occidental quedaba descartada toda posibilidad de ascenso en cualquier otro departamento de Policía del país.

Los hombres de la Comisión Z estaban acostumbrados a que en más de la mitad de los Estados alemanes se hiciera caso omiso de sus peticiones de ayuda, a que los expedientes desaparecieran misteriosamente, y a que la presa, oportunamente prevenida, se les escapara en el último momento; pero seguían trabajando como buenamente podían en una empresa que -¡bien lo sabían ellos! – no era del agrado de la mayoría de sus compatriotas.

Los vecinos de la risueña Ludwigsburg, molestos por la notoriedad que la presencia de la Comisión Z daba a su ciudad, hacían el vacío a todos los empleados de ésta.

Peter Miller se presentó en la sede de la Comisión, situada en la Schorndorfer Strasse número 58, una antigua casa particular rodeada por una tapia de dos metros de altura. Cerraba el paso una gruesa puerta de hierro. Miller descubrió a un lado de la puerta una campanilla con una cadena, y llamó. Se abrió una mirilla y un hombre asomó el rostro. El portero.

–¿Qué desea?

–¿Podría hablar con uno de los abogados investigadores? – preguntó Miller.

–¿Con cuál de ellos?

–No sé sus nombres. Con cualquiera. Aquí tiene mi tarjeta.

Miller metió su carnet de Prensa por la mirilla, obligando al portero a cogerlo. Por lo menos aquello entraría en el edificio. El hombre cerró y se fue. Al poco rato volvió y abrió la puerta. Miller subió los cinco peldaños de piedra que conducían a la puerta principal, cerrada al aire claro y frío del invierno. En el interior, la atmósfera estaba templada por la calefacción. De una garita de cristal, situada a la derecha, salió otro portero, que lo condujo a una pequeña sala de espera.

–En seguida lo recibirán -dijo, y se fue, cerrando la puerta tras él.

El hombre que entró en la salita tres minutos después aparentaba unos cincuenta y cinco años y tenia modales suaves y afables. Devolvió a Miller su carnet de Prensa y le preguntó:

–¿En qué puedo servirle?

Miller empezó por el principio, le contó brevemente lo de Tauber, el Diario y sus indagaciones respecto a lo ocurrido con Eduard Roschmann. El abogado lo escuchaba atentamente.

–Es fascinante -dijo al fin.

–El caso es éste: ¿pueden ustedes ayudarme?

–¡Ojalá pudiéramos! – dijo el hombre. Por primera vez desde que, semanas atrás, había empezado a hacer preguntas acerca del paradero de Roschmann, Miller creyó haber encontrado a un funcionario que realmente deseaba ayudarle-. Pero aunque yo esté convencido de que sus motivos son desinteresados, tengo las manos atadas por las normas que rigen nuestra organización, las cuales debemos respetar para subsistir. Y, según estas normas, no podemos dar información sobre un criminal de la SS a nadie que no esté autorizado por determinados centros oficiales.

–En otras palabras: que no puede decirme nada, ¿no es cierto?

–Por favor, comprenda usted -dijo el abogado-. Esta oficina está bajo constante ataque. No es que se nos combata abiertamente; a eso nadie se atrevería; pero es una hostilidad encubierta, de pasillos. Se nos recorta el presupuesto, se nos regatean los poderes y no se nos otorga la menor libertad en la aplicación de las normas. Personalmente, a mi me encantaría atraerme el apoyo de la Prensa; pero lo tenemos prohibido.

–Entiendo -dijo Miller-. ¿Disponen ustedes de algún archivo de recortes de periódico?

–No.

–¿Hay en Alemania algún archivo público?

–No. Los únicos archivos de recortes de Prensa que existen en el país son los de las revistas y periódicos. El más completo es el de Der Spiegel, seguido del de Komet.

–Si un ciudadano quiere enterarse de la marcha que sigue la investigación de los crímenes de guerra, o busca datos de criminales de la SS reclamados por la justicia, ¿adónde puede dirigirse?

El abogado se sentía incómodo.

–Siento decirle que el ciudadano no puede hacer eso.

–Muy bien. ¿Dónde están los ficheros de la SS?

–Nosotros tenemos uno aquí, en el sótano -dijo el abogado-. Está compuesto por fotocopias. El fichero original de la SS fue capturado en mil novecientos cuarenta y cinco por una unidad norteamericana. A última hora, un pequeño grupo de hombres de la SS permaneció en el castillo de Baviera, donde se guardaban los archivos, y trató de quemarlos. Cuando los americanos los detuvieron, habían destruido ya un diez por ciento. El resto estaba todo revuelto. Los americanos, ayudados por algunos alemanes, tardaron dos años en ordenarlo.

»Durante aquellos dos años, algunos de los peores SS, tras haber permanecido una temporada bajo custodia de los aliados, consiguieron escapar. El fichero de la SS, una vez ordenado, se quedó en Berlín, a disposición de los americanos. Y a ellos tenemos que acudir cuando necesitamos algún dato. Hay que reconocer, eso sí, que se portan admirablemente. De su voluntad para colaborar no podemos quejarnos.

–¿Y eso es todo? ¿Sólo dos archivos en todo el país?

–Eso es todo-dijo el abogado-. Repito: me gustaría poder ayudarle. A propósito, si consigue usted algo acerca de Roschmann, estaríamos encantados de que nos informara.

Miller reflexionó.

–Lo que yo pueda encontrar sólo podrían utilizarlo ustedes, o la oficina del fiscal general de Hamburgo, ¿no es así?

–Así es.

–Y seguramente ustedes actuarían con más diligencia que los de Hamburgo-observó Miller llanamente.

El abogado miró al techo.

–Aquí no se arrincona nada de lo que se recibe que tenga algún valor.

–Tomo nota -dijo Miller, poniéndose en pie-. Una cosa más, entre nosotros: ¿todavía buscan a Roschmann?

–Entre nosotros: todavía y con ganas.

–Si lo cogen, ¿habrá dificultad en condenarlo?

–Ninguna. La acusación es sólida. Trabajos forzados a perpetuidad, sin posible escapatoria.

–Déme su número de teléfono -dijo Miller.

El abogado se lo anotó en un papel.

–Aquí tiene mi nombre y dos números de teléfono: el de mi domicilio y el de la oficina. Puede usted llamarme a cualquier hora del día o de la noche. Si consigue algo nuevo, llámeme desde cualquier cabina, por línea directa. Sé a quién hay que acudir en la Policía de cada Estado para que el asunto se mueva, y a quién hay que eludir. De modo que, antes de nada, comuníquese conmigo; ¿de acuerdo?

Miller guardó el papel.

–No lo olvidaré.

–Buena suerte-le dijo el abogado.

De Stuttgart a Berlín hay un buen trecho, y en recorrerlo invirtió Miller casi todo el día siguiente. Afortunadamente, el tiempo era claro y seco, y el «Jaguar», perfectamente ajustado, se tragaba los kilómetros en rápida carrera hacia el Norte. Atrás quedó Frankfurt, extendida sobre la llanura como una gran alfombra, y Kassel, y Gotinga. Al llegar a Hanover, torció hacia la derecha por el enlace de la autopista E4 con la E8.

En el puesto fronterizo de Marienborn estuvo parado una hora, mientras cumplimentaba las inevitables declaraciones de divisas y la solicitud de visados para recorrer los 180 kilómetros de territorio de la Alemania Oriental que le separaban de Berlín Oeste. Entretanto, los aduaneros del uniforme azul y la Policía popular, con su guerrera verde, registraban el «Jaguar» de arriba abajo. El aduanero parecía dividido entre la helada cortesía que el funcionario de la República Democrática Alemana reserva al súbdito de la revanchista Alemania Occidental y el juvenil afán de curiosear un coche deportivo.

Treinta kilómetros más allá de la línea divisoria, el gran puente de la autopista cruza el Elba por el punto en el que, en 1945, los ingleses, para cumplir escrupulosamente los acuerdos de Yalta, detuvieron su avance sobre Berlín. Magdeburgo se desparrama a la derecha, y Miller se preguntó si aún existiría la vieja prisión. Sufrió otra demora al entrar en Berlín Oeste. Allí volvieron a registrarle el coche, le vaciaron el maletín de mano en la mesa de la Aduana y le hicieron abrir el billetero, para ver si por el camino había regalado todos sus marcos occidentales a los habitantes del paraíso del trabajador. Por fin le dejaron pasar, y el «Jaguar» salió zumbando hacia la cinta resplandeciente de la Kurfurstendamm, cuajada de adornos navideños. Era la noche del 17 de diciembre.

Miller decidió no presentarse en el Centro Norteamericano de Documentación sin contar con una recomendación, a fin de que no le ocurriera lo mismo que en su visita a la Oficina del fiscal general de Hamburgo y a la Comisión Z de Ludwigsburg. Se había demostrado que, en Alemania, sin un apoyo oficial, no podía uno acercarse a los archivos nazis.

A la mañana siguiente llamó por teléfono a Karl Brandt desde la central de Correos. Brandt le escuchó estupefacto.

–Imposible-le respondió-. En Berlín no conozco a nadie.

–Piénsalo bien. A alguien habrás conocido durante los cursillos y que ahora esté en la Policía de Berlín Occidental y pueda recomendarme al Centro Norteamericano de Documentación.

–Ya te dije que no quería mezclarme en eso.

–Lo siento, pero ya estás mezclado.-Miller esperó unos segundos y descargó su golpe de efecto:-Si no puedo llegar a esos archivos oficialmente, me cuelo por las buenas y les digo que me envías tú.

–Tú no harías eso-dijo Brandt.

–Lo haría, puedes estar seguro. Estoy harto de evasivas. De modo que busca a alguien que me recomiende. No temas: al cabo de una hora de echar un vistazo a ese archivo, nadie se acordará de mi.

–Tengo que pensarlo-dijo Brandt, para ganar tiempo.

–Te doy una hora. Luego volveré a llamarte.

Colgó el teléfono. Una hora después, Brandt estaba tan furioso como antes, y asustado. Deseaba fervientemente haberse guardado el Diario.

–En la academia de detectives conocí a un hombre que ahora está en la Brigada Uno de la Policía de Berlín Occidental. Se ocupa en esos asuntos.

–¿Cómo se llama?

–Schiller, Volkmar Schiller. Es detective inspector.

–Me pondré al habla con él-dijo Miller.

–No; deja que le hable yo. Hoy mismo le llamaré. Luego puedes ir a verle. Si no quiere recomendarte, no será culpa mía. En Berlín no conozco a nadie más.

Dos horas después, Miller volvía a llamar a Brandt. Este parecía aliviado.

–Está con permiso -le dijo-. Le toca estar de servicio en Navidad y tiene permiso hasta el lunes.

–¡Pero si hoy es miércoles…! – exclamó Miller-. Me quedan cuatro días muertos.

–No hay nada que hacer. Estará de vuelta el lunes por la mañana. Entonces lo llamaré.

Miller pasó cuatro días de aburrimiento, dando vueltas por Berlín Oeste, mientras esperaba que Schiller terminara su permiso. En aquellas vísperas de la Navidad de 1963, todo Berlín estaba pendiente de los pases que las autoridades del sector oriental iban a expedir por primera vez desde que, en el verano de 1961, levantaran el Muro, a fin de que los habitantes de la zona occidental pudieran visitar a sus parientes del otro lado. Las negociaciones entre las autoridades de uno y otro sector habían acaparado los titulares de los periódicos durante días y días. Miller dedicó una jornada de aquel fin de semana a visitar la parte este de la ciudad, en la que penetró por el control de la Heine Strasse-en su calidad de ciudadano de la Alemania Federal no necesitaba más requisito que el pasaporte-. Fue a ver a un conocido, el corresponsal de la «Agencia Reuter» en Berlín Oriental, al que encontró atareadísimo con motivo del asunto de los pases, por lo que, después de tomar una taza de café en su compañía, Miller se despidió y regresó al sector occidental.

El lunes por la mañana fue a ver al detective inspector Volkmar Schiller. Comprobó, satisfecho, que el hombre, más o menos de su misma edad, parecía enemigo del papeleo, característica excepcional en un funcionario alemán. «Seguramente no irá muy lejos», pensó Miller; mas esto no era asunto de su incumbencia. Brevemente, le expuso el objeto de su visita.

–No hay inconveniente -dijo Schiller-. Los americanos son muy serviciales con nosotros, los de la Brigada Uno. Desde que Willy Brandt nos encomendó la investigación de los crímenes de guerra nazis, vamos por allí casi a diario.

Subieron al «Jaguar» de Miller y se dirigieron a las afueras de la ciudad, hacia los bosques y los lagos. Se detuvieron en la orilla de uno de los lagos, en el barrio de Zehlendorg, Berlín 37, frente al número uno de Wasser Kafig Stieg.

Era un edificio muy largo, de una sola planta, rodeado de árboles.

–¿Es aquí? – preguntó Miller con extrañeza.

–Aquí-respondió Schiller-. No parece gran cosa, ¿verdad? Lo cierto es que bajo tierra hay ocho plantas. Ahí se guardan los archivos en cámaras incombustibles.

Entraron por la puerta principal y se encontraron en una pequeña sala de espera, con la consabida garita del conserje a la derecha. El detective se acercó y mostró su placa. El empleado le entregó un formulario, y los dos hombres se sentaron ante una mesa y lo cumplimentaron. El detective, después de escribir su nombre y rango, preguntó:

–¿Cómo me ha dicho que se llama el sujeto?

–Roschmann-respondió Miller-. Eduard Roschmann.

El detective anotó el nombre y devolvió el formulario al funcionario de la entrada.

–Tardan unos diez minutos -dijo a Miller. Entraron en una sala mayor, amueblada con hileras de mesas y sillas. Al cabo de un cuarto de hora, entró otro empleado que les dejó, encima de la mesa, una carpeta de unos dos o tres centímetros de espesor, en cuya tapa se leía: «Roschmann, Eduard.»

Volkmar Schiller se levantó.

–Si no me necesita, me marcho -dijo-. Volveré por mis propios medios. Después de una semana de permiso, no conviene ausentarse durante mucho tiempo. Si le interesa alguna fotocopia, puede pedírsela al empleado.

Señaló a un hombre situado sobre una tarima, en el otro extremo de la sala, seguramente para vigilar que los visitantes no extrajeran páginas de las carpetas. Miller se puso en pie y estrechó la mano del policía.

–Muchas gracias por todo.

–De nada.

Sin reparar en los otros tres o cuatro visitantes diseminados por la sala, Miller se puso la cabeza entre las manos y empezó a hojear el expediente de la SS sobre Eduard Roschmann.

Allí constaba todo: número de afiliado al Partido Nazi. número de la SS, solicitud de ingreso extendida y firmada de puño y letra del aspirante, ficha médica, informe después del período de adiestramiento, curriculum vitae autógrafo, copias carbón, nombramiento de oficial y certificados de ascenso hasta abril de 1945. Había, además, dos fotografías tomadas para el fichero de la SS, una de frente y otra de perfil. En ellas aparecía un hombre de un metro ochenta y cinco de estatura, cabello cortado a cepillo y raya a la izquierda que miraba a la cámara con expresión huraña, nariz afilada y boca sin labios. Miller empezó a leer.

Eduard Roschmann había nacido el 25 de agosto de 1908, en la ciudad austríaca de Graz. Era, pues, súbdito austríaco, hijo de un honrado cervecero. Fue al parvulario, a la escuela primaria y al instituto en Graz. Asistió a un colegio universitario, con intención de estudiar leyes, pero fracasó. En 1931, a los veintitrés años, entró en la cervecería donde trabajaba su padre, y en 1937 pasó de la fábrica a las oficinas. Aquel mismo año se unió al partido nazi austríaco y a la SS, organizaciones que en aquella época estaban prohibidas en la neutral Austria. Un año después, Hitler se anexionaba Austria y recompensaba a todos los nazis austríacos con rápidos ascensos.

En 1939, cuando estalló la guerra, Roschmann se ofreció voluntario a la Waffen-SS, fue enviado a Alemania, recibió entrenamiento durante el invierno de 1939 y la primavera de 1940 y sirvió en una unidad de la Waffen-SS durante la ocupación de Francia. En diciembre de 1940 fue trasladado a Berlín. Aquí, alguien había escrito la palabra «cobardía» en el margen, y en enero de 1941 fue agregado a la SD, oficina Tres de la RSHA.

En julio de 1941 escaló el primer puesto de la SD en Riga, y al mes siguiente fue nombrado comandante del ghetto de Riga. En octubre de 1944 regresó a Alemania por mar y, después de entregar el resto de los judíos de Riga a la SD de Danzig, regresó a Berlín y volvió a ocupar su escritorio en el Cuartel General de la SS, en espera de que se le asignara nuevo destino.

Evidentemente, el último documento de la carpeta no estaba completo, sin duda porque el minucioso escribiente del Cuartel General de la SS en Berlín se había dado buena prisa en asignarse a sí mismo un nuevo destino en mayo de 1945.

Al final del expediente había una hoja, agregada seguramente por una mano americana después de la guerra, en la que se leía, escrito a máquina:

«Recibida consulta de las autoridades inglesas de ocupación en diciembre de 1947.»

Al pie figuraba la firma de un GI, del que ya nadie debía acordarse, y la fecha: 21 de diciembre de 1947.

Miller sacó de la carpeta la autobiografía, las dos fotos y la última hoja y se acercó al empleado del fondo de la sala.

–¿Podría sacar fotocopia de esto?

–Sí, señor.

El hombre dejó la carpeta encima de su escritorio, en espera de que le fueran devueltos los tres documentos. Otro hombre se acercó y entregó también una carpeta y dos hojas para copiar. El empleado las dejó todas en una bandeja, situada a su espalda, de donde las recogió la mano de un empleado que esperaba oculto a la vista.

–Tengan la bondad de esperar. Tardarán unos diez minutos -dijo el empleado a Miller y al otro hombre.

Los dos volvieron a sus mesas respectivas y se sentaron a esperar. Miller tenía ganas de encender un cigarrillo, pero allí estaba prohibido fumar. El otro hombre, que tenía un aspecto muy pulcro y cuidado, con el pelo canoso y un abrigo gris antracita, había cruzado las manos sobre el regazo.

A los diez minutos se oyó un roce de papeles y, por la rendija situada detrás del empleado, cayeron dos sobres. El los levantó en alto, y Miller y el otro hombre se acercaron. El empleado miró el interior de uno de los sobres.

–¿El expediente de Eduard Roschmann?-preguntó.

–Aquí-dijo Miller, extendiendo la mano.

–Entonces, esto es para usted-dijo al otro hombre, que miraba a Miller de soslayo.

El del abrigo gris cogió su sobre y se dirigió hacia la puerta, caminando al lado de Miller.

Una vez fuera, Miller bajó corriendo la escalera, subió al «Jaguar» y se alejó camino de la ciudad. Una hora después, llamaba por teléfono a Sigi.

–Regreso a casa para Navidad-le dijo.

A las dos horas, salía de Berlín Occidental. Mientras su automóvil se acercaba al primer puesto fronterizo en Drei Linden, en un coquetón apartamento de la Savigny Platz, el hombre del abrigo gris estaba marcando un número de teléfono de la Alemania Occidental. Cuando le contestaron, se dio a conocer con una sola palabra.

–Hoy estuve en el Centro de Documentación -dijo después-. Investigación rutinaria, ya sabe, lo mío. Había allí un hombre que estaba leyendo el expediente de Eduard Roschmann. Mandó sacar fotocopia de tres hojas. Después del mensaje que ha circulado últimamente, me ha parecido que sería mejor que usted lo supiera.

Desde el otro extremo del hilo le hicieron varias preguntas en rápida sucesión.

–No, no he podido averiguar su nombre. Se marchó en un coche deportivo negro. Sí, sí, lo tomé. Matrícula de Hamburgo. – La leyó lentamente, mientras su interlocutor la anotaba.– Sí, me pareció que sería conveniente. Quiero decir que con esos fisgones nunca se sabe. Sí, gracias… Muy amable… Bien. Lo dejo en sus manos… Feliz Navidad, Kamerad.

Capítulo VII

Navidad era el miércoles de aquella semana. El hombre que había recibido la llamada del informador residente en Berlín no transmitió la noticia hasta después de las fiestas. Para ello, se puso al habla con el jefe supremo de la organización en Alemania Occidental.

El que contestó al teléfono le dio las gracias, colgó el aparato y se recostó en su confortable sillón giratorio tapizado de piel, mientras contemplaba por la ventana de su despacho los tejados de la Ciudad Vieja, blancos de nieve.

–¡Verdammt y mil veces verdammt! – murmuró-. ¿Por qué precisamente ahora? ¿Por qué?

Para sus conciudadanos, era éste un brillante abogado que contaba con una gran clientela. Para la veintena de subalternos que tenía diseminados por la República Federal y Berlín Occidental, era el jefe supremo de ODESSA en Alemania. Su teléfono no figuraba en la guía, y su nombre clave era Werwolf, es decir, licántropo u hombre-lobo.

A diferencia de su homónimo de la mitología de Hollywood y del cine británico, el Werwolf alemán no es un tipo raro al que le crecen pelos en las manos en las noches de luna llena. En la antigua mitología germánica, el Werwolf es una figura patriótica que, cuando los héroes teutónicos tienen que exiliarse, obligados por el invasor, él permanece en el país y, desde las sombras de los grandes bosques, dirige la resistencia. Actúa de noche, sin ser visto, y por todo rastro deja una huella de lobo impresa en la nieve.

Cuando acabó la guerra, varios oficiales de la SS, convencidos de que los invasores aliados serían destruidos en poco tiempo, adiestraron y adoctrinaron a unos grupos de mozalbetes fanáticos para que permanecieran en la brecha, saboteando a los ocupantes aliados. Los formaban en Baviera, que estaba ya siendo ocupada por los americanos. Aquéllos fueron los primeros werwolves. Afortunadamente para ellos, no llegaron a poner en práctica sus enseñanzas, ya que, después de descubrir Dachau, los GIs sólo estaban esperando que alguien hiciese algo.

Cuando, tres o cuatro años después de la guerra, ODESSA empezó a infiltrarse en la Alemania Federal, su jefe supremo era uno de los que adiestraron a los werwolves de 1945. El adoptó el nombre para sí. Era lo bastante simbólico y melodramático para satisfacer la afición de los alemanes por el teatro. Ahora bien: la forma en que ODESSA despachaba a los que contrariaban sus planes, nada tenia de teatral.

El Werwolf de fines de 1963 era el tercero que ostentaba el titulo. Se trataba de un hombre fanático y astuto, y se mantenía en constante contacto con sus superiores de la Argentina, para velar por los intereses de todos los antiguos miembros de la SS que permanecían en Alemania Occidental y, muy particularmente, los de alta graduación o que figuraban en lugar preferente en las listas de reclamados.

Con la mirada fija en la ventana, el Werwolf pensaba ahora en el general Gluecks de la SS, que treinta y cinco días atrás, en un hotel de Madrid, le había hablado de la importancia de defender a toda costa el anonimato del propietario de la fábrica de radios, el llamado Vulkan, que preparaba los sistemas de dirección de los cohetes egipcios. El era la única persona en Alemania que sabia que, en una época anterior de su vida, Vulkan era conocido por el nombre de Eduard Roschmann.

El Werwolf miró el bloc de notas en que había escrito el número de la matrícula del coche de Miller, y oprimió el pulsador. En seguida se oyó la voz de su secretaria, que le contestaba desde la oficina contigua.

–Hilda, ¿cómo se llama ese detective privado que empleamos el mes pasado en el caso de divorcio?

–Un momento.-Un roce de papeles, mientras ella buscaba en la carpeta.– Memmers, Heinz Memmers.

–¿Me da su número de teléfono? No, no le llame, sólo déme el número.

Lo anotó debajo de la matrícula del coche y retiró el dedo de la tecla del intercomunicador.

Luego se levantó y se acercó a una caja fuerte empotrada en la pared de hormigón de la oficina. De la caja sacó un grueso y pesado libro y lo llevó a su escritorio. Después de hojearlo brevemente, encontró lo que buscaba. Sólo había dos Memmers, Heinrich y Walter. Siguió con el dedo la línea correspondiente a Heinrich, Heinz en diminutivo. Anotó la fecha de nacimiento, calculó la edad que tenía en 1963 y recordó el rostro del detective privado. La edad concordaba. Anotó otros dos números que aparecían junto al nombre de Heinz Memmers, cogió el teléfono y pidió a Hilda una línea con el exterior.

Al oír la señal, marcó el número que le había dado su secretaria. Al cabo de una docena de timbrazos, contestó una voz femenina.

–Oficina Memmers de Investigación Privada.

–Póngame con Herr Memmers-dijo el abogado.

–¿Quién le llama?-preguntó la secretaria.

–No importa eso, pásemelo y dése prisa.

Hubo una pausa. El tono de su voz surtió efecto.

–Sí, señor -dijo ella.

Al cabo de un minuto, una voz ronca contestó:

–Aquí Memmers.

–¿Es usted Herr Heinz Memmers?

–Sí. ¿Con quién hablo?

–No se preocupe por eso. Mi nombre no importa. Dígame, el número doscientos cuarenta y cinco mil setecientos dieciocho ¿significa algo para usted?

Silencio en el teléfono, y después un profundo suspiro de Memmers al comprobar que acababan de darle su antiguo número de afiliado a la SS. El libro que ahora estaba abierto encima de la mesa del Werwolf era una lista de todos los miembros de la SS. Volvió a oírse la voz de Memmers, áspera y suspicaz.

–¿Qué puede significar?

–¿Le interesaría saber que mi propio número no tiene más que cinco cifras, Kamerad?

El cambio fue instantáneo. Cinco cifras sólo las tenían los oficiales de alta graduación.

–Sí, señor.

–Bien-continuó el Werwolf-. Tengo un trabajo para usted. Un intruso ha estado indagando sobre uno de nuestros Kameraden. Quiero saber quién es.

Zu Befehl! (A la orden.)

–Muy bien. Pero, entre nosotros, es suficiente Kamerad. Al fin y al cabo somos compañeros de armas.

–Sí, Kamerad.

La voz de Memmers sonaba satisfecha por el halago.

–Lo único que sé de él es el número de matrícula de su coche. Es de Hamburgo.-El Werwolf la leyó lentamente.-¿La tiene?

–Sí, Kamerad.

–Quisiera que fuera usted a Hamburgo personalmente. Del individuo me interesa nombre, dirección, profesión, familia, personas que dependen de él, posición social…, en fin, un informe en regla. ¿Cuánto tardaría?

–Unas cuarenta y ocho horas-dijo Memmers.

–Bien. Volveré a llamarle dentro de cuarenta y ocho horas. Y otra cosa: no debe entablar contacto personal con él. Si es posible, la información deberá hacerse de manera que él no sospeche que alguien ha indagado. ¿Está claro?

–Muy claro. No hay inconveniente.

–Cuando haya terminado, haga la cuenta y dígame por teléfono cuánto le debo. Le mandaré el dinero por correo.

–No habrá cargo, Kamerad -protestó Memmers-. Entre compañeros…

–Está bien. Le llamaré dentro de dos días.

El Werwolf colgó el teléfono.

Miller salió de Hamburgo aquella misma tarde y, por la misma autopista que había tomado dos semanas antes, vía Bremen, Osnabrück y Münster, se dirigió a Colonia, en Renania. Esta vez su punto de destino era Bonn, la pequeña y aburrida ciudad situada en la margen del río que Konrad Adenauer había elegido para capital de la República Federal porque él era oriundo de allí.

Al salir de Bremen, su «Jaguar» se cruzó con el «Opel» de Memmers, que iba hacia el Norte, con destino a Hamburgo. Los dos hombres viajaban en sentidos opuestos, cada uno a lo suyo, y no repararon el uno en el otro.

Había anochecido cuando Miller entró en la única calle larga de Bonn. Descubrió a lo lejos la gorra blanca de un agente de tráfico, se acercó y detuvo el coche a su lado.

–¿Podría indicarme por dónde se va a la Embajada británica?

–Cierran dentro de una hora -le advirtió el policía, un auténtico renano.

–Entonces tengo que apresurarme. ¿Dónde está?

El agente señaló en dirección al sur.

–Continúe por aquí, siguiendo la línea del tranvía. Más abajo, esta calle se convierte en la Friedrich Ebert Allee. Usted siga el tranvía. Cuando vaya a salir de Bonn para entrar en Bad Godesberg, la verá a su izquierda. Está iluminada y tiene la bandera inglesa en la fachada.

Miller le dio las gracias y siguió adelante. La Embajada británica estaba donde le había dicho el policía, entre un solar y un campo de fútbol, los dos hechos un mar de lodo y envueltos en la niebla de diciembre que subía del río, por detrás de la Embajada.

El edificio era de hormigón, construido de espaldas a la calle. Los corresponsales de Prensa británicos lo habían bautizado «La Fábrica Hoover». Miller dejó el automóvil en la zona de aparcamiento habilitada para los visitantes.

Penetró en la Embajada por una puerta vidriera con marco de madera y se encontró en un pequeño vestíbulo. A su izquierda había un escritorio ocupado por una recepcionista de mediana edad. Detrás de ella, en un despachito, había dos hombres vestidos de sarga azul que tenían la inconfundible estampa del sargento retirado.

–¿Podría hablar con el agregado de Prensa, por favor?-preguntó Miller con su oxidado inglés de colegio. La recepcionista le miró con gesto de preocupación.

–No sé si estará todavía. Como es viernes…

–Por favor, pregunte-dijo Miller, mostrándole su carnet de periodista.

La mujer miró el documento y marcó un número en su teléfono interior. Afortunadamente, el agregado de Prensa aún no había salido, aunque iba a hacerlo en aquel momento. Le rogó que esperase un instante, seguramente para quitarse el sombrero y el abrigo. Miller fue conducido a una salita adornada con grabados de los Cotswolds en Otoño, de Rowland Hilder. Encima de una mesa había varios números atrasados de Tatler, y folletos que describían el auge de la industria británica. A los pocos segundos, uno de los ex-sargentos fue a buscarle. Miller lo siguió por la escalera hasta llegar a un pequeño despacho del primer piso.

El agregado de Prensa, según advirtió Miller muy complacido, era un hombre de unos treinta y cinco años, de aspecto simpático.

–¿Qué desea? – preguntó.

Miller entró en materia sin preámbulos.

–Estoy escribiendo un reportaje para una revista-mintió-. Es sobre un capitán de la SS, uno de los peores, un hombre al que todavía buscan nuestras autoridades. Creo que también estaba en la lista de reclamados de las autoridades británicas cuando éstas administraban esta zona de Alemania. ¿Podría decirme cómo averiguar si llegaron a capturarlo y, en tal caso, qué fue de él?

El joven diplomático lo miraba, perplejo.

Good Lord! Eso sí que no lo sé. Verá: en 1949 traspasamos todos los expedientes a su Gobierno. Ellos continuaron el trabajo donde lo habían dejado nuestros muchachos. Supongo que esos datos los tendrán ustedes.

Miller trató de evitar toda alusión a la falta de colaboración de que habían dado prueba las autoridades alemanas.

–Cierto-dijo-, muy cierto. Sin embargo, de todas las pesquisas hechas hasta la fecha se deduce que, desde mil novecientos cuarenta y nueve, en la República Federal no se le ha juzgado. Ello indica que no ha sido detenido con posterioridad a dicho año. Sin embargo, en el Centro de Documentación Norteamericano de Berlín Occidental comprobé que en mil novecientos cuarenta y siete los británicos les pidieron copia del expediente. Sin duda tendrían motivo para ello.

–Es de suponer que sí-admitió el agregado.

Evidentemente tomó buena nota de que Miller había recurrido a las autoridades norteamericanas de Berlín Occidental, y frunció el ceño con aire pensativo.

–Así, pues, en el sector británico, ¿cuál pudo ser la autoridad encargada de la investigación durante el período de ocupación, quiero decir de administración?

–Pues, seguramente era asunto de la Policía militar. Además de los juicios de Nuremberg, los de los mayores crímenes de guerra, los aliados hacían también investigaciones por separado, colaborando entre sí cuando era necesario, desde luego. Excepto los rusos por supuesto. Estas investigaciones dieron ocasión a varios juicios por crímenes de guerra en las distintas zonas. ¿Me sigue usted?

–Sí.

–De las investigaciones se encargaba la Policía militar, y de los juicios, el departamento jurídico. Pero todos los archivos fueron entregados en mil novecientos cuarenta y nueve, ¿comprende?

–Seguramente los británicos conservarían copias, ¿no?

–Supongo que sí-dijo el diplomático-; pero ahora esas copias estarán ya en los archivos del Ejército.

–¿Y no pueden verse?

El hombre miró a Miller asustado.

–Me parece que no. Si un investigador académico necesita documentarse, presenta una solicitud… Pero se tarda mucho. Y no creo que a un periodista le permitiera verlos. Sin ánimo de ofender, desde luego.

–Desde luego.

–El caso es que usted no es oficial, ¿comprende? Y no queremos indisponernos con las autoridades alemanas.

–No lo permita el cielo.

El agregado se levantó.

–Me parece que la Embajada no va a serle de gran ayuda.

–A mí también me lo parece. Una última pregunta: ¿sabe usted si todavía hay aquí alguien que ya estuviera entonces?

–¿Entre el personal de la Embajada? ¡Oh, no! Ha cambiado muchas veces.-

Acompañó a Miller hasta la puerta.-Aguarde un momento… Está Cadbury; él ya debió de estar aquí. Por lo menos, llegó hace muchísimo tiempo.

–¿Cadbury?-preguntó Miller.

–Anthony Cadbury, el corresponsal de Prensa. Es una especie de decano de la Prensa británica. Está casado con una alemana. Me parece que llegó poco después de la guerra. Podría preguntarle a él.

–¡Magnífico!-exclamó Miller-. Probaré. ¿Dónde puedo encontrarlo?

–Hoy es viernes… Seguramente, dentro de un rato estará en el bar del «Cercle Français». ¿Lo conoce?

–No; nunca estuve aquí.

–Es un restaurante regentado por los franceses. Dan una comida excelente. Es muy popular. Está en Bad Godesberg, cerca de aquí.

Miller no tuvo dificultad en encontrar el restaurante, que estaba a unos cien metros del río, en una calle llamada Am Schwimmbad. El barman conocía a Cadbury, pero aquella noche no le había visto. Dijo a Miller que si el decano de los corresponsales de Prensa británicos acreditados en Bonn no iba por allí aquella noche, seguramente iría al día siguiente a mediodía, a la hora del aperitivo.

Miller se inscribió en el «Dreesen Hotel», situado en aquella misma calle. Era un gran edificio fin de siglo que había sido el hotel favorito de Adolf Hitler y el lugar elegido por éste para entrevistarse con Neville Chamberlain, de la Gran Bretaña, en su primera reunión de 1938. Cenó en el «Cercle Français» y alargó la sobremesa, mientras tomaba café, esperando que Cadbury apareciera. Pero, a las once, el inglés no se había presentado aún, y Miller se fue a su hotel y se acostó.

Al día siguiente, pocos minutos antes de las doce, Cadbury entró en el bar del «Cercle Français», saludó a varios conocidos y se instaló en su taburete predilecto, en un extremo de la barra. Ya había tomado su primer sorbo de «Ricard» cuando Miller se levantó de su mesa de la ventana y se acercó a él.

–¿Míster Cadbury?

El inglés se volvió y le miró. Tenia el cabello blanco y suave, peinado hacia atrás, y un rostro que debía haber sido bastante atractivo. El cutis todavía joven, y en las mejillas se transparentaba una fina trama de venitas. Bajo las cejas hirsutas y grises, sus ojos azules miraban a Miller con recelo.

–Sí.

–Me llamo Miller, Peter Miller. Soy reportero de Hamburgo. ¿Podría hablar con usted un momento, por favor?

Anthony Cadbury señaló el taburete de su lado.

–Será mejor que hablemos en alemán, ¿no cree?-dijo en este idioma.

Miller se sintió aliviado de poder servirse de su lengua materna, y el alivio se reflejó en su rostro. Cadbury sonrió.

–¿Qué desea?

Miller miró los perspicaces ojos azules de su interlocutor y levantó un hombro. Contó a Cadbury toda la historia, empezando por la muerte de Tauber. El inglés era buen oyente.

Cuando Miller acabó de hablar, el otro hizo una seña al barman para que le sirviera otro «Ricard», y a Miller, otra cerveza.

Spatenbräu, ¿verdad?

Miller asintió y vertió la nueva cerveza en su vaso, formando una corona de espuma.

–Cheers -dijo Cadbury-. Tiene usted un buen problema.

Debo decirle que admiro su valor.

–¿Mi valor?

–No es un tema de investigación muy popular entre sus compatriotas, dado su actual estado de ánimo -dijo Cadbury-. Ya se dará usted cuenta.

–Ya me la he dado.

–¡Hum…! Lo que me figuraba -dijo el inglés. De pronto, le sonrió-. ¿Almorzamos?

Mi mujer estará fuera todo el día.

Durante el almuerzo, Miller le preguntó si estaba en Alemania cuando terminó la guerra.

–Sí; era corresponsal de guerra. Yo era entonces mucho más joven, claro. Más o menos de su edad. Llegué con las fuerzas de Montgomery, no a Bonn, naturalmente. Por aquel entonces nadie había oído hablar de esta ciudad. El Cuartel General estaba en Luneburg. Y aquí me quedé. Asistí al final de la guerra, a la firma de la capitulación y demás, y luego el periódico me pidió que me quedara permanentemente.

–¿Informó usted sobre juicios por crímenes de guerra en el sector británico?– preguntó Miller.

Cadbury asintió mientras masticaba el filete.

–Sí, todos ellos. Para los juicios de Nuremberg vino un especialista; pero eso fue en la zona americana. Los criminales más importantes de nuestro sector fueron Josef Kramer e Irma Gresse. ¿ Ha oído hablar de ellos?

–No, nunca.

Las fieras de Belsen los llamaban. En realidad, yo les puse el nombre. Y cuajó bien.

¿Ha oído hablar de Belsen?

–Vagamente-dijo Miller-. A los de mi generación no nos han contado muchas cosas de ésas. Nadie ha querido decírnoslo.

Cadbury le miró astutamente por debajo de sus pobladas cejas.

–¿Y ustedes quieren saber?

–Tenemos que enterarnos tarde o temprano. ¿Me permite que le haga una pregunta? ¿Odia usted a los alemanes?

Cadbury masticó en silencio durante un par de minutos, mientras meditaba la respuesta:

–Cuando se descubrió el campo de Belsen, un puñado de periodistas agregados al Ejército británico fuimos a echar un vistazo. En mi vida me había sentido tan horrorizado, pese a que en la guerra se ven cosas terribles. Pero como lo de Belsen, nada. Me parece que en aquel momento sí, entonces los odiaba a todos.

–¿Y ahora?

–No. Ahora ya no. En mil novecientos cuarenta y ocho me casé con una alemana, y todavía vivo aquí. Si hubiese seguido sintiendo lo mismo que en mil novecientos cuarenta y cinco, no hubiera hecho ninguna de las dos cosas y habría regresado a Inglaterra hace tiempo.

–¿Qué le hizo cambiar?

–El tiempo. Y con el tiempo comprendí que no todos los alemanes eran como Josef Kramer. Ni como ese, ¿cómo se llama? ¿Roschmann? Ni como Roschmann. Aunque, no crea usted, los alemanes de mi generación aún me inspiran cierta desconfianza.

–¿Y los de la mía?

Miller hizo girar la copa y observó la refracción de la luz a través del vino tinto.

–Son mejores-dijo Cadbury-; tienen que ser mejores.

–¿Me ayudará en mis indagaciones acerca de Roschmann? Nadie quiere hacerlo.

–Si yo puedo ayudarle, cuente con ello-dijo Cadbury-. ¿Qué quiere usted saber?

–¿Recuerda si fue juzgado en el sector británico?

Cadbury movió negativamente la cabeza.

–No. Dice usted que era austríaco. Por aquel entonces Austria también estaba ocupada por las cuatro potencias. Estoy seguro de que en el sector británico de Alemania no hubo ningún juicio contra Roschmann. Me acordaría del nombre.

–Entonces, ¿por qué pedirían las autoridades británicas a los norteamericanos en Berlín fotocopia de su expediente?

Cadbury reflexionó un momento.

–Roschmann debió de llamar la atención de los británicos por algo. Entonces nadie sabía lo de Riga. En los últimos años cuarenta, los rusos estaban más atravesados que nunca. No nos daban la menor información sobre el Este. Y, sin embargo, allí fue donde se cometieron las peores atrocidades. Se daba el caso de que el ochenta por ciento de los crímenes contra la Humanidad se habían perpetrado al este de lo que ahora es el Telón de Acero, y el noventa por ciento de los criminales estaban en las tres zonas occidentales. Los culpables se nos escurrían a centenares por entre los dedos, porque no sabíamos lo que habían hecho a mil kilómetros hacia el Este. De todos modos, si en mil novecientos cuarenta y siete se hizo una investigación acerca de Roschmann, ello indica que, por algún motivo, nos fijamos en él.

–Eso creo yo también-dijo Miller-. ¿Por dónde se podría empezar a buscar?

–Podríamos empezar por mi propio archivo. Vamos a mi casa; está cerca.

Afortunadamente, Cadbury era un hombre metódico y guardaba copia de todos sus despachos. Dos de las paredes de su estudio estaban cubiertas de estanterías, y en un rincón había dos archivadores grises.

–Yo trabajo en casa-dijo a Miller al entrar en el estudio-. Mi sistema de archivo es muy personal, y soy el único que lo entiende. Se lo explicaré.-Señaló los archivadores.-

Uno contiene carpetas de personas por orden alfabético, y el otro se refiere a asuntos clasificados también alfabéticamente. Empezaremos por el primero. Mire en Roschmann.

La búsqueda fue breve. No había ninguna carpeta a nombre de Roschmann.

–Busquemos entonces por temas. Hay cuatro en los que podría encajar. Uno lleva el título de «Nazis», otro, el de «SS». Hay también una sección muy extensa con el epígrafe «Justicia», dividida en varios apartados, uno de los cuales contiene crónicas de juicios celebrados en Alemania Occidental desde 1949. Y el último tema que podría aclararnos algo es el de «Crímenes de guerra». Vamos a repasarlos.

A pesar de que Cadbury leía con gran rapidez, era ya de noche cuando acabaron de revisar todos los recortes y notas archivados en las cuatro carpetas. El inglés se puso en pie, suspiró, cerró la carpeta de «Crímenes de guerra» y la guardó en el archivador.

–Lo lamento -dijo-. Esta noche ceno fuera de casa. Lo único que nos queda por mirar es todo eso.

Señaló los clasificadores colocados en las estanterías a lo largo de dos de las paredes del estudio.

Miller cerró su carpeta.

–¿Y qué hay ahí?

–Diecinueve años de crónicas y despachos míos. Esos están en la última hilera.

Debajo hay diecinueve años de recortes de periódicos con noticias y artículos sobre Alemania y Austria. Como es natural, aquí se reproducen muchas cosas de la hilera de arriba, es decir, todo aquello que me han publicado. Pero en esta segunda hilera también hay cosas que no han sido escritas por mí. El periódico tiene otros colaboradores. Por otra parte, algunas de las crónicas que envié no fueron publicadas.

»Cada año ocupa unos seis clasificadores. Hay un montón de cosas que mirar. Afortunadamente, mañana es domingo, y si usted quiere, podemos dedicar todo el día a buscar.

–Es usted muy amable al tomarse tanta molestia -dijo Miller.

Cadbury se encogió de hombros.

–Este fin de semana no tenía nada más que hacer. Y es que los domingos de fines de diciembre no son muy animados en Bonn. Mi mujer no regresa hasta mañana por la noche. ¿Qué le parece si nos encontramos en el «Cercle Français» a las once y media para tomar una copa?

A media tarde del domingo lo encontraron. Anthony Cadbury llegaba al final del clasificador correspondiente a noviembre-diciembre de 1947 de la serie que contenía sus despachos.