Dentro de veinte minutos, el ferry de la «Irish Continental Line» atracaría en el pequeño puerto de Rosslare, poniendo fin a otro trayecto europeo. Clarke consultó su reloj; eran las dos menos veinte de la tarde, y el hombre confiaba en estar con su familia en Dublín a la hora de la cena.
Una vez más, el barco llegaría puntualmente. Clarke se apartó de la barandilla, volvió al salón de pasajeros y agarró su maleta. No veía motivo para esperar más tiempo y bajó a la cubierta de los automóviles, tres pisos más abajo, donde su camión articulado esperaba con los otros. Todavía tardarían diez minutos en avisar a los que viajaban con vehículos, pero pensó que igual podía esperar en la cabina del suyo. La novedad de observar la maniobra del ferry hacía tiempo que había dejado de ser nueva para él; la página hípica del periódico irlandés que había comprado a bordo, aunque vieja de veinticuatro horas, era más interesante.
Subió a la caliente y cómoda cabina y se sentó a esperar que se abriesen las grandes puertas de la proa, por las que saldría al muelle de Rosslare. Sobre la visera del parabrisas, llevaba el fajo de documentos que habría de exhibir al pasar por la Aduana.
El St. Kilian dobló la punta del espolón del puerto cinco minutos antes de la hora, y las puertas se abrieron a las dos en punto. Había ya un ruido enorme en la cubierta inferior donde estaban los vehículos, porque los impacientes turistas ponían en marcha los motores mucho antes de lo necesario. Siempre hacían lo mismo. Cien tubos de escape vomitaban humo, aunque los camiones pesados estaban delante y eran los primeros en salir. A fin de cuentas, el tiempo es oro.
Clarke pulsó el botón de puesta en marcha y el motor de su enorme «Volvo» cobró vida. Era el tercero en la cola cuando dieron la orden de arrancar. Los otros dos camiones rodaron por la ruidosa rampa de acero hasta el muelle, entre el estruendo de los tubos de escape, y Clarke les siguió. En el relativo silencio de su cabina, oyó el silbido de los frenos hidráulicos al soltarse, y en seguida se halló sobre la rampa.
Debido al ruido de los otros motores y los chasquidos de las planchas de acero bajo sus ruedas, no oyó un seco crujido procedente de su propio camión, de algún sitio debajo y detrás de él. Salió pues del St. Kilian, recorrió 200 metros de muelle empedrado y se sumió de nuevo en la oscuridad, esta vez la del gran cobertizo abovedado de la Aduana. A través del parabrisas, vio a uno de los agentes que le indicaba el lugar donde debía colocarse, al lado de los camiones precedentes, y él siguió sus instrucciones. Cuando se hubo situado, paró el motor, cogió el fajo de papeles y saltó al suelo de cemento. Como viajero habitual, conocía a la mayoría de los funcionarios de la Aduana, pero no a éste. El hombre saludó con la cabeza y alargó la mano para asir los documentos. Después empezó a hojearlos.
Sólo tardó diez minutos en convencerse de que todo estaba en orden -licencia, seguro, manifiesto de la carga, comprobante de pago del impuesto, permisos, etcétera-, de que se habían cumplido todos los requisitos necesarios para el transporte de mercancías de un país a otro, incluso dentro del Mercado Común. Estaba a punto de devolverle todos los papeles a Clarke cuando algo le llamó la atención.
–¡Eh! ¿Qué diablos es eso? – preguntó. Clarke siguió la dirección de su mirada y vio, debajo de la sección de la cabina del camión, una mancha de aceite que se extendía continuamente. El aceite goteaba de alguna parte próxima al eje de atrás de la sección.
–¡Jesús! – exclamó, desesperado-. Parece de la caja del diferencial.
El aduanero llamó a un colega más antiguo, al que conocía Clarke, y los dos hombres se agacharon para ver de dónde salía el aceite. Se había derramado ya más de dos cuartillos y había que esperar que seguirían otros tres. El viejo aduanero se levantó.
–Con eso no irías muy lejos -dijo, y, dirigiéndose a su compañero más joven, añadió-: Haz pasar a los otros rodeándolo.
Clarke se arrastró debajo del vehículo para observar más de cerca. Desde el motor, bajaba el árbol de transmisión que se introducía en la caja de acero del diferencial. Dentro de esta caja, la fuerza del árbol giratorio era transmitida lateralmente al eje posterior, empujando de este modo el camión hacia delante. Esto se realizaba mediante una compleja combinación de ruedas dentadas dentro de la caja, y las ruedas giraban permanentemente en un baño de aceite lubricante. Sin este aceite, las ruedas se agarrotarían dentro de muy poco. La parte delantera de la caja de acero se había rajado.
Sobre el eje había una placa articulada en. la que descansaba la parte remolcada del camión, que era la de la carga. Clarke salió de debajo del vehículo.
–La rotura es completa -dijo-. Tendré que llamar a la oficina. ¿Puedo usar el teléfono?
El aduanero veterano señaló con la cabeza el despacho de paredes de cristal y se dirigió a examinar los otros camiones. Algunos conductores sacaron la cabeza de sus cabinas y dedicaron groseros comentarios a Clarke, mientras éste iba a telefonear.
Pero no había nadie en la oficina de Dublín. Era la hora del almuerzo. Clarke se quedó en el cobertizo de la Aduana, haciendo tiempo, mientras los últimos turismos salían para dirigirse al interior de la isla. A las tres, consiguió ponerse al habla con el director gerente de «Tara Transportation» y le explicó el problema. El hombre lanzó una maldición.
–Yo no puedo arreglar esto -dijo a Clarke-. Tendré que acudir a la agencia principal de «Volvo Trucks». Llámeme dentro de una hora.
A las cuatro, no había aún noticias, y a las cinco, los aduaneros dijeron que iban a cerrar, puesto que había llegado ya el último ferry del día, procedente de Fishguard. Clarke telefoneó de nuevo, para decir que pasaría la noche en Rosslare y volvería a llamar dentro de una hora. Uno de los aduaneros tuvo la amabilidad de llevarle a la ciudad y mostrarle una pensión donde podía dormir y desayunar. Clarke decidió pernoctar allí.
A las seis, los de la oficina le dijeron que tendrían la pieza de recambio a las nueve de la mañana siguiente y que la enviarían con un mecánico de la compañía en una furgoneta. El hombre se reuniría con él al mediodía. Clarke telefoneó a su esposa para decirle que llegaría con veinticuatro horas de retraso; después, tomó el té y se dirigió a un pub. En la Aduana, a tres millas de allí, el camión de «Tara», con sus colores distintivos verde y blanco, permanecía silencioso y solo, sobre un charco de aceite.
El día siguiente, Clarke se levantó tarde, a las nueve. Llamó a la oficina a las diez, y le dijeron que tenían la pieza de recambio y que la furgoneta saldría dentro de diez minutos. A las once, regresó al muelle, gracias a un voluntario que se avino a llevarle. La compañía cumplió puntualmente su palabra, y la furgoneta, conducida por el mecánico, rodó por el muelle y entró en el cobertizo de la Aduana a las doce. Clarke la estaba ya esperando.
El vivaracho mecánico se deslizó debajo del vehículo como un hurón, y Clarke oyó que rezongaba. Cuando volvió a salir, estaba ya pringado de aceite.
–La pieza delantera está partida -dijo, innecesariamente-. Completamente partida.
–¿Cuánto tardará? – preguntó Clarke.
–Si me echa una mano, le sacaré del atolladero en una hora y media.
Tardaron un poco más. Primero, tuvieron que enjugar el charco de aceite, y cinco cuartillos no son grano de anís. Después, el mecánico cogió una pesada llave inglesa y desenroscó cuidadosamente los grandes tornillos que sujetaban la pieza delantera a la parte principal de la caja del diferencial. Hecho esto, retiró los dos semiejes y empezó a aflojar el árbol de transmisión. Clarke estaba sentado en el suelo, observándole, y, de vez en cuando, le pasaba la herramienta que pedía el mecánico. Los aduaneros les observaban a los dos. Nunca ocurre gran cosa en la Aduana, en los intermedios entre las llegadas de los barcos.
La pieza rota salió en pedazos poco antes de la una. Clarke empezaba a tener hambre y de buen grado habría ido a almorzar en el café de la carretera; pero el mecánico quería acabar de prisa. En el mar, el St. Patrick, hermano pequeño del St. Kilian, se movía en el horizonte con rumbo a Rosslare.
El mecánico empezó a repetir la operación a la inversa.
Colocó la nueva pieza, fijó el árbol de transmisión y empalmó los semiejes. A la una y media, el St. Patrick era claramente visible en el mar para quien quisiese observarlo.
Uno de ellos era Murphy. Yacía de bruces sobre las secas hierbas, en lo alto de un terreno ligeramente elevado detrás del puerto, invisible para quien estuviese a más de cien metros de distancia. Más cerca, no había nadie. Con sus gemelos de campaña, seguía el movimiento del barco que se acercaba.
–Ahí está -dijo-. A la hora exacta. Brendan, un hombre vigoroso, tumbado a su lado entre las altas hierbas, lanzó un gruñido.
–¿Crees que resultará, Murphy? – preguntó.
–Claro que sí -dijo Murphy-. Lo he proyectado como una operación militar. No puede fallar.
Un delincuente más profesional habría dicho a Murphy, traficante de chatarra en general, y de coches «transformados» en particular, que se salía un poco de su terreno con esta operación; pero Murphy había gastado varios cientos de libras de su bolsillo en el montaje, y no estaba dispuesto a rajarse. Siguió observando el transbordador que se acercaba.
En' el cobertizo, el mecánico apretó el último tornillo de la pieza nueva, salió de debajo del camión, se levantó y se estiró.
–Ya está -dijo-. Ahora, echaremos cinco cuartillos de aceite y podrá salir pitando.
Desenroscó una pequeña tuerca en un lado de la caja del diferencial, mientras Clarke iba a buscar una lata de aceite y un embudo en la furgoneta. Fuera, el Sí. Patrick arrimó delicadamente la proa al muelle y fue amarrado. Se abrieron las puertas y descendió la rampa.
Murphy, sosteniendo firmemente los gemelos, observó el negro agujero en la proa del St. Patrick. El primer camión que salió era de color pardo oscuro y sus rótulos estaban en francés. El segundo en sa lir a la luz del sol de la tarde resplandecía con sus colores blanco y verde esmeralda. En el costado del remolque aparecía la palabra «TARA» en grandes caracteres verdes. Murphy exhaló despacio el aire de sus pulmones.
–Ahí está -susurró-. Ése es nuestro pequeño.
–¿Vamos ya? – preguntó Brendan, que podía ver muy poco sin gemelos y empezaba a aburrirse.
–No tenemos prisa -dijo Murphy-. Esperaremos a que salga del cobertizo.
El mecánico apretó la tuerca del paso del aceite y se volvió a Clarke.
–Ahí lo tiene -indicó-, listo para emprender la marcha. En cuanto a mi, voy a lavarme. Probablemente le adelantaré en la carretera de Dublín.
Volvió a meter la lata de aceite y todas sus herramientas en la furgoneta, buscó un frasco de detergente líquido y se dirigió al lavabo. El otro camión de «Tara Transportation» llegó del muelle y entró en el cobertizo. Un aduanero le hizo señal de que se colocase junto a su compañero, y el conductor bajó de la cabina.
–¿Qué diablos te ha pasado, Liam? – preguntó. Clarke se lo explicó. Un aduanero se acercó a revisar los papeles del recién llegado.
–¿Puedo marcharme? – preguntó Clarke.
–Váyase de una vez -dijo el aduanero-. Ya ha ensuciado bastante este lugar.
Por segunda vez en veinticuatro horas, Clarke subió a la cabina, puso el motor en marcha y soltó el freno. Saludó con la mano a su colega, metió la marcha y salió del cobertizo a la luz del sol.
Murphy sujetó con más fuerza los gemelos al salir el camión por el lado de tierra del cobertizo.
–Ya le han despachado -dijo a Brendan-. Sin complicaciones. ¿Lo ves?
Pasó los gemelos a Brendan, que se deslizó hasta el borde de la elevación y miró hacia abajo. A una distancia de quinientas yardas, el camión iniciaba las curvas que le alejaban del muelle y le llevaban a la carretera de la ciudad de Rosslare.
–Lo veo -dijo.
–Ahí van setecientas cincuenta cajas del mejor coñac francés -dijo Murphy-. Esto equivale a nueve mil botellas. Se vende a más de diez libras, la botella, al detall, y a mí me darán cuatro. ¿Qué te parece?
–Es mucho licor -repuso ansiosamente Brendan.
–Es mucho dinero ¡estúpido! – exclamó Murphy-. Bueno, vamos allá.
Los dos hombres se deslizaron de la altura y corrieron agachados hasta el sitio donde estaba aparcado su coche, en un arenoso camino inferior.
Cuando retrocedieron hasta el punto donde el camino confluía con la carretera del muelle a la población, sólo tuvieron que esperar unos segundos a que el camión de Clarke pasara zumbando por delante de ellos. Murphy sacó su «Ford Granada» negro, robado dos días antes y provisto de falsas placas de matrícula, y empezó a seguir al camión.
Éste no se detenía; Clarke quería llegar pronto a casa. Cuando cruzó el puente sobre el Slaney y, al salir de Wexford, se dirigió al Norte por la carretera de Dublín, Murphy resolvió que podía hacer su llamada telefónica.
Había visitado anteriormente la cabina y extraído el diafragma del auricular para asegurarse de que nadie lo estaría empleando cuando llegase él. Efectivamente, no había nadie. Pero alguien, enfurecido por la inutilidad del aparato, había arrancado el cable de su base. Murphy lanzó una maldición y reemprendió la marcha. Encontró otra cabina junto a una estafeta de correos, al norte de Enniscorthy. Al frenar, el camión que le precedía se perdió de vista.
La llamada iba dirigida a otra cabina de la carretera, al norte de Gorey, donde esperaban otros dos miembros de su pandilla.
–¿Dónde diablos te has metido? – preguntó Brady-. Hace más de una hora que espero aquí con Keogh.
–No te preocupes -dijo Murphy-. Está en camino, según el horario previsto. Tomad posiciones detrás de los matorrales de la zona de aparcamiento y esperad a que se detenga y baje del camión.
Colgó y arrancó de nuevo. Con su mayor velocidad, alcanzó al camión antes del pueblo de Ferns y le siguió al salir nuevamente a la carretera. Antes de llegar a Camolin, se volvió a Brendan.
–Ya es hora de que nos convirtamos en agentes de la ley y el orden -dijo.
Salió una vez más de la carretera y se introdujo en un camino vecinal que había estudiado en su anterior misión de reconocimiento. Estaba desierto.
Los dos hombres se apearon y sacaron una maleta del asiento de atrás. Se quitaron los blusones y sacaron dos guerreras de la maleta. Ambos llevaban ya zapatos, calcetines y pantalones negros. Al quitarse los blusones, resultó que llevaban también camisa azul y corbata negra, como es de reglamento en los policías. Las guerreras completaron el disfraz. Ambos llevaban la insignia de la Garda, la Policía irlandesa. Se calaron sendos gorros, que llevaban también en la maleta.
Lo último que contenía ésta eran dos rollos de tela adhesiva negra de plástico. Murphy los desenrolló, desprendió el revestimiento de paño y los extendió cuidadosamente con las manos, sobre cada una de las portezuelas delanteras del «Granada». El plástico negro se confundía con la pintura negra del automóvil. En cada uno de los trozos aparecía la palabra GARDA, en caracteres blancos. Cuando robaron el coche, Murphy escogió deliberadamente un «Granada» negro, porque era el tipo más corriente de coche patrulla de la Policía.
Brendan sacó del portaequipajes el último adminículo, un bloque triangular de 0,5 m. de longitud en la base. Esta base estaba provista de dos potentes imanes que sujetaron firmemente el bloque sobre el techo del automóvil. Delante y detrás del triángulo, aparecía también la palabra GARDA, impresa en las láminas de vidrio. No llevaba ninguna bombilla para iluminar el rótulo, pero, ¿quién repararía en ello a la luz del día?
Cuando los dos hombres subieron al coche e hicieron marcha atrás en el camino, cualquier observador casual los habría tomado por un par de policías de tráfico. Ahora conducía Brendan, con el «sargento» Murphy sentado a su lado. Alcanzaron al camión cuando éste esperaba ante un semáforo, en la población de Gorey.
Al norte de Gorey, entre la antigua ciudad-mercado y Arkiow, hay un nuevo trecho de carretera con doble carril en ambas direcciones, y en su mitad, en dirección Norte, hay una zona de aparcamiento. Éste era el lugar que había elegido Murphy para su emboscada. En el momento en que la columna retenida por el camión entró en el trecho de doble carril, los otros conductores adelantaron alegremente al camión y Murphy consiguió lo que quería. Bajó el cristal de la ventanilla y dijo «Ahora» a Brendan.
El «Granada» avanzó suavemente hasta colocarse al lado de la cabina del camión y se mantuvo a su altura. Clarke miró hacia abajo y vio, a su lado, un coche de la Policía y un sargento que le hacía señas. Bajó el cristal de la ventanilla.
–Ha pinchado el neumático de atrás gritó Murphy, para hacerse oír a pesar del viento-. Deténgase en el aparcamiento.
Clarke miró hacia delante, vio el rótulo con una P grande en la orilla de la carretera, asintió con la cabeza y redujo la marcha. El coche de la Policía le adelantó, entró en la zona de aparcamiento y se detuvo. El camionero lo siguió y se detuvo detrás del «Granada». Clarke se apeó.
–Es la rueda de atrás -dijo Murphy-. Sígame.
Clarke le siguió, obediente, pasando por delante del morro del camión y junto al largo costado verde y blanco, hasta las ruedas de atrás. No vio ningún neumático deshinchado, pero apenas si tuvo tiempo de mirar. Se separaron los arbustos y Brady y Keogh saltaron de entre ellos, vestidos con monos y enmascarados. Una mano enguantada cerró la boca de Clarke, un brazo vigoroso le rodeó el pecho y otro par de brazos sujetó sus piernas. Le levantaron como un saco y lo llevaron detrás de los arbustos.
Al cabo de un minuto, le habían quitado el mono de la compañía, con la palabra «Tara» estampada en el bolsillo del pecho y en los puños; le habían maniatado y tapado la boca y los ojos con esparadrapo, y, resguardados por el camión de las miradas de los automovilistas que pasaban, le habían introducido en la parte posterior del coche de «Policía». Allí, una voz tosca le dijo que se echase en el suelo y se estuviese quieto. Y asi lo hizo.
Dos minutos más tarde, Keogh salió de entre los arbustos vistiendo el mono de «Tara» y se reunió con Murphy junto a la portezuela de la cabina, donde el jefe de la banda examinaba el permiso de conducción del desdichado Clarke.
–Todo está en orden -dijo Murphy-. Ahora te llamas Liam Clarke. Y todo ese fajo de documentos debe de ser correcto, ya que, hace un par de horas, pasaron por la Aduana de Rosslare.
Keogh, que había sido conductor de camión antes de pasar una temporada en Mounjoy como invitado de la República, gruñó y subió a la cabina. Estudió los mandos.
–No hay problema -dijo, y colocó de nuevo el fajo de papeles sobre la visera del parabrisas.
–Nos veremos en la granja dentro de una hora -dijo Murphy.
Observó el camión secuestrado al salir éste del aparcamiento y adentrarse en la carretera de Dublín, en dirección al Norte.
Murphy volvió al coche de Policía. Brady estaba sentado en el asiento de atrás, con los pies sobre el tumbado y amordazado Clarke. Se había despojado del mono y de la máscara y llevaba ahora una chaqueta de tweed. Clarke podía haber visto la cara de Murphy, pero sólo durante unos segundos y tocado con un gorro de Policía. No vería las caras de los otros tres. De este modo, si un día llegaba a acusar a Murphy, los otros tres podrían dar a éste una coartada indestructible.
Murphy miró la carretera, arriba y abajo. En aquel momento no pasaba nadie. Miró a Brendan y asintió con la cabeza. Entre los dos, arrancaron los rótulos de GARDA de las portezuelas, los enrollaron y los arrojaron a la parte de atrás del automóvil. Otra mirada. Un coche pasó a toda velocidad, sin prestarles atención. Murphy quitó el triángulo del techo y lo arrojó a Brady. Una mirada más. Tampoco había tráfico. Los dos hombres se quitaron las guerreras, que fueron a reunirse con Brady en el asiento de atrás. Volvieron a ponerse los blusones. Cuando el «Granada» salió del aparcamiento, volvía a ser un automóvil de turismo, ocupado por tres paisanos visibles.
Adelantaron al camión un poco al norte de Arklow. Murphy, que conducía de nuevo, tocó discretamente el claxon. Keogh levantó una mano al pasar el «Granada», con el pulgar alzado para indicar que todo iba bien.
Murphy siguió conduciendo hacia el Norte, hasta Kilmacanogue; entonces, siguió un camino llamado de Rocky Valley, en dirección a Calary Bog. Poca actividad había allí, pero había descubierto una granja abandonada, elevada sobre el marjal, que tenía la ventaja de poseer un granero lo bastante grande para alojar el camión durante unas horas y sin que nadie lo viese. Era cuanto necesitaba. Un camino fangoso conducía a la granja, y ésta quedaba oculta por un bosquete de coníferas.
Llegaron poco antes del crepúsculo, quince minutos antes que el camión y dos horas antes de la fijada para el encuentro con los hombres del Norte y sus cuatro camionetas.
Murphy se dijo que podía sentirse orgulloso del trato que había hecho. No habría sido fácil desprenderse de 9.000 botellas de coñac en el Sur. Las cajas y las botellas estaban precintadas y numeradas, y, más pronto o más tarde, las habrían descubierto. En cambio, en el Ulster, en el Norte desgarrado por la guerra, la cosa era diferente. El país estaba lleno de shebeens, clubes ilegales de bebedores, que no poseían licencia y que, en todo caso, estaban fuera de la ley.
Los shebeens estaban estrictamente divididos en protestantes y católicos, pero todos ellos en manos de los bajos fondos, a su vez dominados desde hacía tiempo por los buenos patriotas. Murphy sabía muy bien que buena parte de los crímenes que se perpetraban para gloria de Irlanda tenían más que ver con los gángsters que con el patriotismo.
Por esto había hecho el trato con uno de los héroes más poderosos, primer abastecedor de toda una cadena de shebeens en los que podía introducirse el coñac sin que nadie hiciese preguntas. El hombre y sus conductores debían encontrarse con él en la granja, cargar el coñac en las cuatro camionetas, pagar al contado y en dinero efectivo, y llevarse la mercancía hacia el Norte al amanecer, por el laberinto de caminos vecinales que cruzaban la frontera entre los lagos, a lo largo de la línea Fermanagh-Monaghan.
Dijo a Brendan y a Brady que llevasen al infortunado conductor a la granja, donde Clarke fue arrojado sobre un montón de sacos, en un rincón de la arruinada cocina. Y los tres secuestradores se sentaron a esperar. A las siete, el camión verde y blanco llegó roncando por el camino, envuelto en la penumbra, con las luces apagadas, y los tres hombres corrieron al exterior. Alumbrándose con unas linternas, abrieron las puertas del viejo granero. Keogh metió el camión en su interior, y los otros volvieron a cerrar las puertas. Keogh bajó de la cabina.
–Creo que me he ganado el sueldo -dijo-, y un trago.
–Te has portado bien -dijo Murphy-. No tendrás que volver a conducir el camión. Será descargado a medianoche y yo lo llevaré personalmente a un lugar situado a diez millas de aquí, donde lo abandonaré. ¿Qué quieres beber?
–No le vendría mal un trago de coñac -sugirió Brady, y todos se echaron a reír. Era un buen chiste.
–No voy a estropear una caja por unas cuantas copas -dijo Murphy-. Además, prefiero el whisky. ¿Os parece bien?
Sacó un frasco del bolsillo, y todos convinieron en que era lo mejor. A las ocho menos cuarto, era noche cerrada, y Murphy se dirigió a la entrada del camino, con una linterna eléctrica, para guiar a los hombres del Norte. Les había dado instrucciones exactas, pero aún cabía la posibilidad de que no viesen el camino. A las ocho y diez, regresó al frente de un convoy de cuatro camionetas. Cuando se detuvieron en el patio, un hombre corpulento, envuelto en un abrigo de pelo de camello, se apeó del primer vehículo, en el que viajaba como pasajero. Llevaba una cartera de mano y parecía desprovisto de sentido del humor.
–¿Murphy? – dijo, y al asentir Murphy con la cabeza, añadió-: ¿Ha traído la mercancía?
–Recién llegada de Francia en el ferry -dijo Murphy-. Está en el camión, en el granero.
–Si han abierto el camión, tendré que examinar todas las cajas -le amenazó el hombre.
Murphy tragó saliva. Ahora se alegraba de haber resistido la tentación de echar un vistazo al botín.
–Los sellos de la Aduana francesa están intactos -dijo-. Véalo usted mismo.
El hombre del Norte gruñó e hizo una seña a sus acólitos, los cuales abrieron las puertas del granero. Enfocaron las linternas eléctricas sobre los candados gemelos que mantenían cerradas las puertas del remolque y que estaban aún cubiertos por los sellos de la Aduana. El hombre del Ulster gruñó de nuevo y asintió, satisfecho. Uno de sus hombres tomó una herramienta y se acercó a los candados. El hombre del Norte alzó la cabeza.
–Vayamos adentro -dijo.
Murphy, con una linterna en la mano, le guió hasta lo que había sido cuarto de estar de la vieja granja. El norteño abrió la cartera de documentos, la colocó sobre la mesa y abrió la tapa. Murphy vio fajos de billetes de libras esterlinas. Nunca había visto tanto dinero junto.
–Nueve mil botellas, a cuatro libras cada una -dijo-. Deben ser treinta y seis mil libras, ¿no?
–Treinta y cinco -precisó el norteño, sonriendo-. Me gustan los números redondos.
Murphy no discutió. Tenia la impresión de que no era prudente hacerlo con aquel hombre. Y, de todos modos, estaba satisfecho. Pagando 3.000 libras a cada uno de sus hombres y deduciendo los gastos sufragados, le quedarían más de 20.000 libras limpias.
–De acuerdo -dijo.
Uno de los otros norteños apareció detrás de la rota ventana. Se dirigió a su jefe.
–Tendría que venir a echar un vistazo -fue todo lo que dijo.
Y desapareció. El hombrón cerró la cartera, agarró el asa v salió al exterior. Los cuatro hombres del Ulster, junto con Keogh, Brady y Brendan, estaban agrupados alrededor de las puertas abiertas del camión en el granero. Seis linternas eléctricas iluminaban el. interior. En vez de cajas apiladas de coñac, con la famosa marca de su productor, había allí algo muy diferente.
Había hileras de sacos de plástico, cada uno de los cuales estaba marcado con el nombre de un conocido fabricante de artículos de jardinería, bajo el rótulo «Abono para Rosales». El hombre del Norte observó el cargamento sin cambiar de expresión.
–¿Qué diablos es eso?
Murphy tuvo que hacer un esfuerzo para levantar la mandíbula inferior, que había quedado colgando.
–No lo sé -gimió-. Juro que no lo sé. Y era verdad. Su información había sido impecable… y costosa. Sabía cuál era el barco y cuál era el medio de transporte. Sabía que, aquella tarde, sólo había llegado un camión de tales características en el Sí. Patrick.
-¿Dónde está el conductor? – ladró el hombrón.
–Dentro -respondió Murphy.
–Vamos allá -ordenó el hombrón. Murphy le precedió. El pobre Liam Clarke seguía atado como una morcilla sobre el montón de sacos.
–¿Qué diablos es ese cargamento que trajiste? – preguntó el hombrón, sin andarse con cumplidos.
Clarke farfulló furiosamente debajo de su mordaza. El hombrón hizo una seña a uno de sus cómplices, el cual se adelantó y arrancó bruscamente la tira de esparadrapo de la boca de Clarke. Otra cinta cubría aún sus ojos.
–Te he preguntado qué diablos llevas en el camión -repitió el hombre corpulento. Clarke tragó saliva.
–Abono para rosales -contestó-. La hoja de embarque lo dice bien claro.
El hombrón iluminó con su linterna el fajo de papeles que había tomado de manos de Murphy. Se detuvo en la hoja de embarque y la plantó delante de las narices de Murphy.
–¿No miraste esto, imbécil? – le preguntó. Murphy, presa de pánico, trató de escudarse en el conductor.
–¿Por qué no me lo dijiste? – preguntó. Su indignación hizo que Clarke se mostrase audaz en presencia de sus invisibles perseguidores.
–Porque me pusiste esta maldita mordaza; ésta es la razón -gritó a su vez.
–Es verdad, Murphy -dijo Brendan, que veía las cosas como eran.
–Cállate -replicó Murphy, desesperadamente. Se inclinó sobre Clarke-. ¿No hay coñac debajo de los sacos? – preguntó.
El rostro de Clarke reflejó una absoluta ignorancia.
–¿Coñac? – repitió-. ¿Por qué tiene que haber coñac? En Bélgica no lo fabrican.
–¿Bélgica? – aulló Murphy-. Tú fuiste a El Havre desde la región de Cognac, en Francia.
–Yo no he estado nunca en Cognac -chilló Clarke-. Llevaba un cargamento de abono para rosales. Está hecho con musgo de pantano y boñiga seca de vaca. Lo exportamos de Irlanda a Bélgica. Llevé este cargamento la semana pasada. Lo abrieron en Amberes, lo examinaron y dijeron que era de mala calidad y que no podían aceptarlo. Mis jefes de Dublín me ordenaron que lo trajese de nuevo. Perdí tres días en Amberes arreglando los papeles. Todo debe constar en los documentos.
El hombre del Norte alumbró los documentos con la linterna. Confirmaban la explicación de Clarke. Los arrojó al suelo, con un gruñido de asco.
–Ven conmigo -dijo a Murphy.
Salió al exterior y Murphy le siguió, protestando de su inocencia.
En la oscuridad del patio, el hombrón atajó las protestas de Murphy. Soltó su cartera, se volvió, agarró a Murphy por la pechera de su blusón, lo levantó del suelo y lo lanzó contra la puerta del granero.
–Escúchame, católico bastardo -dijo el hombrón.
Murphy se había estado preguntando a qué bando del Ulster pertenecerían aquellos gángster. Ahora lo sabía.
–Tú -dijo el hombrón, en un susurro que heló la sangre de Murphy- has robado un cargamento de mierda, literalmente hablando. Has malgastado mi tiempo y el de mis hombres, y mi dinero…
–Le juro… -balbuceó Murphy, que se estaba quedando sin resuello- por la tumba de mi madre… que deberá llegar en el próximo barco, mañana a las dos. Puedo probar de nuevo…
–No para mí -silbó el hombrón-, porque ya no hay trato. Y te diré otra cosa: si intentas jugarme otra mala pasada, te enviaré a dos de mis muchachos para que te hagan picadillo. ¿Lo has entendido?
«¡Dios mío! – pensó Murphy-, ¡qué bestias son esos norteños! Prefiero los ingleses.» Pero sabía que su vida no valdría un comino si expresaba tales sentimientos. Asintió con la cabeza. Cinco minutos más tarde, el hombre del Norte y sus cuatro camionetas vacías se habían marchado.
En la granja, Murphy y su desconsolada banda apuraron el frasco de whisky.
–¿Qué hacemos ahora? – preguntó Brady.
–Bueno -indicó Murphy-, tendremos que destruir las pruebas. No hemos ganado nada, pero tampoco hemos perdido nada, salvo yo.
–¿Y qué hay de nuestras tres mil del ala? – preguntó Keogh.
Murphy pensó. Después del susto que le había dado el hombre del Ulster, no quería recibir otra andanada de amenazas por parte de los suyos.
–Muchachos, tendréis que conformaros con mil quinientas cada uno -dijo-. Y tendréis que esperar un poco, hasta que pueda conseguirlas. La preparación de este golpe me ha dejado sin blanca.
Si no satisfechos, parecieron resignados.
–Brendan, tú, Brady y Geogh deberíais limpiar esto. Borrar todas las pruebas, todas las huellas de pies y de neumáticos en el barro. Cuando hayáis terminado, tomad el coche y dejad al conductor en algún lugar, fuera de la carretera, en calzoncillos. Atado y amordazado y con los ojos tapados. Así tardará algún tiempo en poder dar la alarma. Después, dirigíos al Norte y volved a casa.
–Yo cumpliré mi palabra, Keogh. Me llevaré el camión y lo abandonaré en alguna parte del monte, en la dirección del Kippure. Volveré a pie y trataré de que alguien me recoja en la carretera principal y me lleve a Dublín. ¿De acuerdo?
Estuvieron de acuerdo. No tenían alternativa. Los hombres del Norte habían destrozado los candados de la puerta trasera del remolque; por consiguiente, buscaron clavijas de madera para sujetar las dos hojas de aquélla. Cerraron la puerta sobre la maldita carga. Después, Murphy se puso al volante, apartó el camión de la granja y torció a la izquierda, en dirección al bosque de Djouce y las colinas de Wicklow.
Eran poco más de las nueve y media, y Murphy había cruzado el bosque por el camino de Roundwood cuando se encontró con el tractor. No era de esperar que los agricultores saliesen al campo en tractores con un faro estropeado y el otro cubierto de barro, transportando diez toneladas de paja en el remolque, a tales horas. Pero éste lo había hecho.
Murphy pasaba zumbando entre dos paredes de piedra cuando observó el bulto imponente del tractor y el remolque avanzando en dirección contraria. Pisó el freno con bastante brusquedad.
Uno de los inconvenientes de los vehículos articulados es que, si bien pueden maniobrar en ángulos cerrados, cosa imposible para camiones de una pieza de la misma longitud, son el mismísimo diablo en lo tocante a los frenos. Si la cabina tractora y el remolque que lleva la carga no están casi en línea recta, tienden a desviarse. El pesado remolque alcanza a la sección de la cabina y la empuja hacia un lado. Esto fue lo que le ocurrió a Murphy.
Las paredes de piedra, tan frecuentes en las colinas de Wicklow, impidieron que volcase. El campesino impulsó su tractor hacia la puerta de una finca que allí había, dejando que las balas de paja del remolque recibiesen el impacto. La sección de la cabina de Murphy empezó a deslizarse al ser alcanzada por el remolque. El peso del abono transportado la empujó, a pesar de los frenos, contra las balas de paja, que cayeron alegremente sobre la cabina, casi enterrándola. La cola del remolque chocó contra una de las paredes, volvió al camino y rebotó contra la pared opuesta.
Cuando cesó el estruendo del metal contra la piedra, el remolque del campesino se mantenía en pie, pero se había desplazado 3 metros sobre el camino, rompiendo su enganche con el tractor. El choque había lanzado al agricultor de su asiento, y el hombre había ido a caer sobre un montón de estiércol. Ahora sostenía una animada conversación personal con su creador. Murphy seguía sentado en la penumbra de su cabina cubierta de balas de paja. Los golpes dados contra la piedra habían saltado las clavijas que sujetaban la puerta de atrás del remolque, y ésta se había abierto. Parte del cargamento de abono se había desparramado sobre el camino, detrás del camión. Murphy abrió la portezuela de la cabina y se apeó, abriéndose paso entre las balas de paja. Su instinto le decía que debía alejarse de allí lo más pronto posible y lo más de prisa que le fuese posible. El campesino no podría reconocerle en la oscuridad. Pero, mientras se apeaba, recordó que no había tenido tiempo de borrar sus huellas dactilares en el interior de la cabina.
El agricultor había salido del montón de estiércol y estaba plantado en el camino, al lado de la cabina de Murphy, despidiendo un olor que nada tenía que ver con la industria del perfume. Era evidente que quería hurtar a Murphy unos momentos de su tiempo. Murphy pensó de prisa. Apaciguaría al hombre y le ofrecería su ayuda para cargar de nuevo su remolque. A la primera oportunidad, borraría las huellas del interior de la cabina y, un segundo después, desaparecería en la noche.
Pero en aquel momento llegó un coche patrulla de la Policía. Es raro lo que ocurre con los coches de la Policía; cuando uno los necesita, abundan tan poco como las fresas en Groenlandia. Pero basta con que arranques unos milímetros de pintura de la carrocería del automóvil de otro para que aparezcan como brotados del suelo. Éste había escoltado a un ministro desde Dublín hasta su casa de campo, cerca de Annamoe, y regresaba a la capital. Al ver Murphy los faros, pensó que no era más que otro automovilista; pero, cuando aquéllos se apagaron, comprendió lo que era en realidad. Llevaba el rótulo de Garda sobre el techo, y éste sí que se encendía.
Un sargento y un agente pasaron despacio por delante del inmovilizado tractor-remolque y observaron las balas de paja caídas. Murphy se dio cuenta de que lo único que podía hacer era capear el temporal. Dada la oscuridad, quizá podría salir del apuro.
–¿Suyo? – preguntó el sargento, señalando con la cabeza el camión.
–Sí -contestó Murphy.
–Se ha alejado mucho de la carretera principal -dijo el sargento.
–Sí, y además es muy tarde -añadió Murphy-. El ferry llegó con retraso esta tarde a Rosslare, y quería entregar esa mercancía antes de volver a casa y acostarme en mi camita.
–Documentos -pidió el sargento. Murphy buscó en la cabina y le entregó el fajo de documentos de Liam Clarke.
–¿Liam Clarke? – preguntó el sargento. Murphy asintió con la cabeza. Los documentos estaban en regla. El agente había estado examinando el tractor y se acercó al sargento.
–Uno de los faros de ese hombre no funciona -dijo, señalando al campesino con la cabeza- y el otro está cubierto de barro. No se podría ver ese trasto a diez metros.
El sargento devolvió los documentos a Murphy y volvió su atención al agricultor. Éste, que se había mostrado exigente momentos antes, empezó a ponerse a la defensiva. Murphy cobró ánimos.
–No quisiera crear problemas -dijo-, pero el guardia tiene razón. El tractor y el remolque eran completamente invisibles.
–¿Tiene su licencia? – preguntó el sargento al campesino.
–La tengo en casa -respondió éste.
–Y también el seguro, ¿no? – dijo el sargento-. Confío en que estén en regla. Lo veremos dentro de poco. De momento, no puede circular con esos faros. Meta el tractor en el campo y quite las balas de paja del camino. Podrá recogerlo cuando sea de día. Le llevaremos a casa y, de paso, echaremos un vistazo a los documentos.
Murphy se animó aún más. Dentro de unos minutos, se habrían marchado. El agente empezó a examinar las luces del camión. Estaban en regla. Después, fue a mirar las luces de atrás.
–¿Qué carga lleva? – preguntó el sargento.
–Fertilizante -dijo Murphy-. Una mezcla de musgo de pantano y boñiga de vaca. Es muy bueno para los rosales.
El sargento se echó a reír. Se volvió al agricultor, que había sacado el remolque del camino y estaba arrojando las balas de paja junto a él. El camino estaba casi despejado.
–Ése lleva un cargamento de estiércol -dijo-, pero usted está de él hasta el cuello. Rió, satisfecho, su propia gracia. El agente volvió de la parte de atrás del camión.
–Se han abierto las puertas -dijo-. Algunos sacos han caído al camino y se han reventado. Creo que debería echarles una mirada, sargento.
Los tres pasaron del lado a la parte de atrás del camión.
Una docena de sacos habían caído al abrirse la puerta, y cuatro de ellos se habían reventado. La luz de la luna brillaba sobre los montones de fertilizantes, entre los sacos de plástico rotos. El agente sacó su linterna eléctrica y dirigió el haz luminoso sobre aquel revoltijo. Como dijo más tarde Murphy a su compañero de celda, hay días en que nada, absolutamente nada, sale bien.
A la luz de la luna y de la linterna, el gran buche del bazuka que apuntaba al cielo y los cañones de ametralladora que salían de los sacos rotos, eran inconfundibles. A Murphy le dio un vuelco el estómago.
La Policía irlandesa no suele llevar armas de fuego; pero, cuando tiene que escoltar a un ministro, las lleva. El sargento apuntó con su pistola al estómago de Murphy.
Murphy suspiró. Era un día nefasto. No sólo había fracasado en el robo de 9.000 botellas de coñac, sino que se había visto metido en un asunto de contrabando de armas organizado por alguien, y le cabían pocas dudas sobre quién era ese «alguien». Pensó en varios lugares donde le gustaría estar en los próximos dos años, pero las calles de Dublín no figuraban entre los sitios más seguros de la lista.
Levantó las manos poco a poco.
–Tengo que hacer una pequeña confesión -dijo.
Parte de la fórmula oficial usada en la Policía británica e irlandesa por un agente al dirigirse a un sospechoso.
El gran coche de Policía se detuvo junto al bordillo a unos quince metros del lugar donde el cordón cruzaba la calle para tener a raya a los mirones. El conductor no paró el motor y los limpiaparabrisas siguieron oscilando rítmicamente sobre el cristal para enjugar la insistente lluvia. Desde el asiento de atrás, el superintendente jefe William J. Hanley miró a través del cristal de la ventanilla al grupo de curiosos detrás del cordón y los indecisos agentes más allá del mismo.
–Espere aquí -dijo al conductor, y se dispuso a apearse.
El conductor se sintió complacido; se estaba cómodo y caliente dentro del coche, y no era una mañana adecuada para pasear arriba y abajo por una calle de los barrios bajos, con aquella lluvia. Asintió con la cabeza y paró el motor.
El jefe de Policía del distrito cerró de golpe la portezuela al apearse, se encogió dentro de su abrigo azul oscuro y echó a andar deliberadamente hacia la abertura donde un mojado agente vigilaba a los que entraban y salían de la zona acordonada. El agente, al ver a Hanley, saludó, se apartó y le dejó pasar.
Hacía veintisiete años que Big Hill Hanley era policía; había empezado rondando los empedrados callejones de las Liberties y ascendido, grado a grado, hasta su posición actual. Era de alta estatura, más de metro ochenta y cinco, y tenía la corpulencia de un roble. Treinta años antes, había sido considerado como el mejor delantero que había salido jamás de Athlone County; con el verde jersey irlandés, había formado parte del mejor equipo de rugby de su país de todos los tiempos, el equipo al que Kari Muller había llevado tres años seguidos a la victoria en la Triple Corona, batiéndose el cobre con los ingleses, los galeses, los escoceses y los franceses. Lo cual no había perjudicado en absoluto sus posibilidades de ascenso, cuando ingresó en el cuerpo.
Le gustaba el trabajo; le producía satisfacción, a pesar del menguado salario y de las largas horas. Pero todo oficio tiene obligaciones que no pueden complacer a nadie, y la de esta mañana era una de ellas. Un desahucio.
Desde hacía dos años, el concejo de la ciudad de Dublín había estado demoliendo la serie de pequeñas y apretadas casuchas de dos habitaciones, una arriba y otra abajo, que constituían la zona conocida por el nombre de Gloucester Diamond.
La razón de este nombre era un misterio. Carecía de la riqueza y de cualquier privilegio de la casa real inglesa de Gloucester, y no tenía el claro brillo de los diamantes. No era más que un barrio bajo industrial situado detrás de la zona portuaria de la orilla norte del Liffey. Ahora, había sido arrasado en su mayor parte y sus moradores alojados en cúbicos bloques de apartamentos municipales, cuyas moles deprimentes podían verse desde media milla de distancia a través de la llovizna.
Pero estaba en el corazón del distrito de Bill Hanley, y por esto le correspondía la tarea de aquella mañana, por mucho que le viniese cuesta arriba.
El escenario entre las dos barreras de policías que acordonaban el sector central de la que antaño había sido Mayo Road era tan triste aquella mañana como el tiempo de noviembre. Un lado de la calle no era más que un campo de cascotes, donde pronto actuarían las excavadoras para hacer sitio a los cimientos del nuevo complejo comercial. El otro lado constituía el centro de atención. En ambas direcciones, y en centenares de metros, no quedaba edificio alguno. Toda la zona era lisa como la palma de la mano; la lluvia brillaba sobre el negro asfalto del nuevo aparcamiento de 80 áreas destinado a albergar los vehículos de los que algún día trabajarían en el proyectado bloque de oficinas próximo. Estas 80 áreas estaban cercadas por una valla de cadenas de tres metros de altura; mejor dicho, casi la totalidad de las 80 áreas.
Precisamente en el centro, y de cara a Mayo Road, había una casita solitaria, como un viejo raigón en una encía limpia y lisa. Las casas de ambos lados habían sido demolidas, y la que quedaba estaba apuntalada en los costados por gruesas vigas de madera. Todas las otras casas que habían rodeado a la única superviviente habían desaparecido también y la ola de asfalto lamía la casa por tres costados, como batiría el mar un castillo de arena solitario sobre la playa. Esta casa y el asustado viejo que moraba en ella constituían el centro de la acción de aquella mañana, y motivo de entretenimiento de los expectantes grupos salidos de los bloques de apartamentos y que habían venido a presenciar el desahucio del último de sus anteriores vecinos.
Bill Hanley se acercó al sitio donde, frente a la entrada de la casa solitaria, estaba el grupo principal de funcionarios. Todos contemplaban la casucha, como si, llegado el momento definitivo, no supiesen cómo empezar. La casa no ofrecía muchos atractivos a la vista. Frente a la calzada, había un murete de ladrillos que separaba la calle de lo que debió ser jardín y había dejado de serlo, pues sólo había allí unos hierbajos enredados. La puerta principal estaba en uno de los lados de la casa, desconchada y mellada por las numerosas piedras que habían sido arrojadas contra ella. Hanley sabía que, detrás de la puerta, debía haber un recibidor de un metro cuadrado y una estrecha escalera que llevaba al piso de arriba. A la derecha del recibidor, estaría la puerta de) único cuarto de estar, cuyas rotas ventanas, con cartones sustituyendo los cristales, flanqueaban la puerta de la entrada. Después estaba el pasillo que conducía a la pequeña y sucia cocina y a la puerta que daba al patio y al retrete exterior. El cuartito de estar debía tener un pequeño hogar, pues la chimenea que se alzaba a un lado de la casa apuntaba aún al lacrimoso cielo. Detrás del edificio, Han ley había visto, al mirar desde un lado, un patio posterior de la misma anchura que la casa y de 5 m. de longitud. Este patio estaba rodeado por una valla de tablas de 2 m. de altura. Dentro del patio, según le habían dicho a Hanley los que habían atisbado por encima de la valla, la tierra estaba resbaladiza con los excrementos de cuatro gallinas que tenía el hombre en un pequeño cobertizo adosado a la valla del fondo. Y esto era todo.
El Ayuntamiento había hecho cuanto había podido por el viejo. Le había ofrecido alojamiento en uno de los nuevos, limpios y brillantes apartamentos propiedad del municipio, e incluso una casita propia en otro sitio. Le habían visitado asistentes sociales y pastores de la Iglesia. Habían tratado de convencerle con halagos, y ofrecido muchas soluciones. Él se había negado a trasladarse. La calle había sido asolada, a los lados y delante y detrás de él. Habían proseguido las obras; el parking había sido nivelado, pavimentado y vallado por tres lados, junto a su casa. Pero el viejo no había querido marcharse.
La Prensa local se había ocupado mucho del «Ermitaño de Mayo Road». Y lo propio habían hecho los chiquillos del lugar, que habían bombardeado la casa con piedras y pellas de barro, rompiendo casi todas las ventanas, mientras el viejo, con gran regocijo de ellos, les llenaba de insultos a través de los rotos cristales.
Por último, el concejo municipal había dictado la orden de desahucio, se había autorizado el lanzamiento del ocupante, y las fuerzas de la ciudad se habían plantado delante de la casa aquella lluviosa mañana de noviembre.
La primera autoridad saludó a Hanley.
–Un asunto desagradable -dijo-. Siempre es igual. Me disgustan los desahucios.
–Sí -dijo Hanley, observando el grupo. Estaban los dos alguaciles, que eran los que harían el trabajo; unos hombres altos y corpulentos, que parecían inquietos. Otros dos funcionarios municipales, dos policías de Hanley, alguien de Sanidad, un médico y varios funcionarios poco importantes. Barney Kelleher, fotógrafo veterano del periódico local, estaba también allí, seguido de un joven reportero barbilampiño. Hanley estaba en buenas relaciones con la Prensa local, y su actitud frente a sus más antiguos servidores era precavidamente amistosa. Cada cual hacía su trabajo, y no había que indisponerse por ello. Barney guiñó un ojo y Hanley le correspondió con un movimiento de cabeza. El jovencito lo interpretó como un signo de intimidad.
–¿Van a echarle por la fuerza? – preguntó. Barney Kelleher le lanzó una mirada envenenada. Hanley fijó sus ojos grises en el rapaz, sin pestañear, hasta que el joven se arrepintió de haber hablado.
–Actuaremos con la mayor suavidad posible -contestó gravemente Hanley.
El muchacho escribió furiosamente, más para hacer algo que para recordar una frase tan corta.
La diligencia estaba señalada para las nueve. Pasaban dos minutos de la hora. Hanley hizo una seña al funcionario encargado.
–Adelante -ordenó.
El funcionario municipal se acercó a la puerta y llamó con fuerza. Nadie le respondió.
–¿Está usted ahí, Mr. Larkin? – gritó. Silencio. El funcionario se volvió y miró a Hanley. Éste asintió con la cabeza. El funcionario carraspeó y leyó la orden de lanzamiento en voz lo bastante alta para que le oyesen desde dentro de la casa. No 'hubo respuesta. Volvió hacia el grupo que estaba en la calle.
–¿Le damos cinco minutos? – preguntó.
–Está bien -admitió Hanley.
Detrás del cordón policial, surgió un murmullo entre la creciente multitud de antiguos moradores de Gloucester Diamond. Por último, una voz más atrevida se destacó de las demás.
–Dejadle en paz -gritó la voz-. Es un pobre viejo.
Hanley se acercó tranquilamente al cordón. Observó sin prisa la hilera de caras, mirándoles fijamente a los ojos. La mayoría desviaron la mirada; todos guardaron silencio.
–¿Ahora le compadecéis? – preguntó suavemente Hanley-. ¿Fue por compasión que rompisteis todas sus ventanas el invierno pasado, haciendo que se helase ahí dentro? ¿Fue por compasión que le arrojasteis piedras y barro? – Se hizo un largo silencio-. Entonces, cerrad el pico -dijo Hanley, y volvió al grupo de delante de la puerta.
Todos callaron detrás del cordón. Hanley hizo una señal con la cabeza a los dos alguaciles que le miraban fijamente.
–Procedan -ordenó.
Ambos llevaban barras de hierro. Uno de ellos pasó junto al lado de la casa, deslizándose entre la valla y la esquina del edificio. Con la facilidad nacida de la práctica, desprendió tres tablas de la valla y entró en el patio de atrás. Se acercó a la puerta trasera y dio unos golpes con la barra. Cuando su colega oyó el ruido, golpeó a su vez la puerta principal. Ni el uno ni el otro obtuvieron respuesta. Entonces, el que estaba en la parte delantera de la casa introdujo el extremo biselado de la barra entre la puerta y la jamba, y la cerradura saltó inmediatamente. La puerta se abrió unos centímetros y quedó encallada. Había muebles amontonados detrás de ella. El alguacil sacudió tristemente la cabeza y, volviéndose al otro lado de la puerta, hizo saltar los goznes. Después alzó la puerta y la depositó en el jardín. Una a una, apartó las mesas y sillas amontonadas en el recibidor, hasta que la entrada quedó despejada. Por último, llamó:
–¿Mr. Larkin?
En la parte de atrás, se oyó un chasquido al romper su compañero la puerta y entrar en la cocina.
La calle estaba silenciosa mientras los dos hombres registraban la planta baja. Una cara pálida apareció en la ventana del dormitorio del piso alto. Los curiosos la vieron.
–¡Allí está! – gritaron tres o cuatro voces, como los ojeadores que descubren una liebre delante de los jinetes.
Uno de los alguaciles asomó la cabeza en la puerta principal. Hanley señaló con la cabeza hacia la ventana del dormitorio. Los dos hombres subieron la estrecha escalera. La cara desapareció de la ventana. No hubo lucha. Al cabo de un momento, los dos hombres bajaron de nuevo, llevando el primero al viejo en brazos. Al salir bajo la lluvia, miró indeciso a su alrededor. El asistente social se acercó corriendo, llevando una manta seca. El alguacil puso al viejo en pie, y le envolvieron con la manta. El viejo parecía desnutrido y ligeramente mareado, pero, sobre todo, muy espantado. Hanley tomó una resolución: fue hacia su coche e hizo una señal al chofer para que avanzase. El Ayuntamiento podría meterle después en el asilo de ancianos, pero lo primero que necesitaba aquel hombre era un buen desayuno y una taza de té caliente.
–Colóquelo en el asiento de atrás -le dijo al alguacil.
Cuando el hombre estuvo sentado en el cálido interior del automóvil, Hanley subió y se sentó a su lado.
–Salgamos de aquí -dijo Hanley al conductor-. Hay un café medio kilómetro más abajo, en la segunda calle a la izquierda. Vayamos allá.
Al cruzar el coche el cordón y pasar entre la curiosa multitud, Hanley echó una mirada a su extraño invitado. El hombre llevaba unos pantalones mugrientos y una delgada chaqueta sobre la camisa desabrochada. Se decía que llevaba años sin cuidar de sí mismo como era debido, y su cara estaba flaca y arrugada. Contemplaba en silencio el respaldo del asiento de delante y no correspondió a la mirada de Hanley.
–Esto tenía que ocurrir, más pronto o más tarde -dijo amablemente Hanley-. Usted lo sabía.
A pesar de su corpulencia y de que, cuando quería, hacía que los rufianes del puerto se measen en los pantalones al enfrentarse con él, Big Bill Hanley era mucho más amable de lo que hacían presumir su cara carnosa y su rota y aplastada nariz. El viejo se volvió despacio y le miró, pero no dijo nada.
–Me refiero al cambio de domicilio -dijo Hanley-. Le buscarán un sitio donde esté caliente en invierno y le den bien de comer. Ya lo verá.
El automóvil se detuvo ante el café. Hanley se apeó y se volvió al conductor.
–Tráigale adentro -dijo.
En el interior del caliente y nebuloso establecimiento, Hanley señaló con la cabeza una mesa desocupada en un rincón. El conductor llevó al viejo a aquel rincón y le hizo sentarse de espalda a la pared. El viejo no protestó ni dio las gracias. Hanley miró la lista clavada en la pared, detrás del mostrador. El dueño del café se enjugó las manos con un trapo húmedo y le miró, interrogador.
–Dos huevos con tocino, tomate, salchicha y patatas fritas -pidió Hanley-. A la mesa del rincón. Para aquel viejo. Y sírvale primero una taza de té.
–Dejó dos libras sobre el mostrador-. Ya me dará el cambio cuando vuelva -dijo.
El chofer se apartó de la mesa y se acercó al mostrador.
–Quédese aquí y no le pierda de vista -dijo Hanley-. Yo conduciré el coche.
El chofer pensó que era un buen día para él; primero, un automóvil con calefacción, y ahora, un café en el que se estaba caliente. Había llegado el momento de tomar una taza de té y fumar unos cigarrillos.
–¿Debo sentarme con él, señor? – preguntó-. Apesta un poco.
–Basta con que no le pierda de vista -repitió Hanley.
Y regresó al lugar de la demolición, en Mayo Road.
La brigada había empezado su trabajo y no perdía el tiempo. Varios hombres del contratista entraban y salían de la casa, sacando los pocos muebles y enseres de su antiguo ocupante, los cuales dejaban en la calle bajo la ahora más intensa lluvia. El funcionario del Ayuntamiento había abierto su paraguas y observaba la operación. En la zona de aparcamiento, dos máquinas demoledoras, sobre ruedas de caucho, esperaban para empezar su trabajo en la parte de atrás de la casa, el patio posterior y el retrete exterior. Detrás de ellas, esperaba una hilera de diez camiones volquetes, para llevarse los cascotes de la casa. El agua corriente, la electricidad y el gas habían sido cortados hacia meses, y la casa estaba sucia y húmeda. Allí no había albañal, y por esto se hallaba el retrete en el exterior, servido por un pozo muerto que pronto sería llenado y cubierto con cemento para siempre. El funcionario municipal se acercó a Hanley al apearse éste del coche. Señaló la puerta abierta de un camión del Ayuntamiento.
–He recogido lo que puede tener algún valor sentimental -explicó-. Viejas fotografías, monedas, algunas cintas de medallas, un poco de ropa, varios documentos personales en una caja de cigarros, en su mayoría mohosos. En cuanto a los muebles… -y señaló el montón de trastos bajo la lluvia- son nidos de insectos; el hombre de Sanidad aconseja que los quememos todos. No darían dos peniques por ellos.
–Ya -dijo Hanley.
El funcionario tenía razón, pero el problema era suyo. Sin embargo, parecía necesitar un apoyo moral.
–¿Le indemnizarán por eso? – preguntó Hanley.
–¡Oh, sí! – contestó seriamente el oficial, deseoso de explicar que su departamento no era una fiera despiadada-. Será indemnizado por la casa, que era de su propiedad, y se hará una justa valoración de los muebles, instalaciones y efectos personales que se hayan perdido, dañado o destruido. Además, se le otorgará una cantidad por las molestias del traslado…, aunque, francamente, ha costado mucho más al Ayuntamiento con su prolongada resistencia a abandonar la casa.
En aquel momento, uno de los hombres salió de detrás de la casa, trayendo un par de gallinas en cada mano.
–¿Qué diablos tengo que hacer con esto? – preguntó, a nadie en particular.
Uno de sus colegas se lo dijo. Barney Kelleher tomó una instantánea. Una buena foto, pensó. Los últimos amigos del Ermitaño de Mayo Road. Un buen título. Uno de los hombres del contratista dijo que él tenía también gallinas y que podría guardarlas en su pequeño gallinero. Buscaron una caja de cartón y metieron en ella a las mojadas aves, que fueron a parar al camión del Ayuntamiento hasta que aquel obrero pudiese llevárselas a su casa.
Al cabo de una hora, todo estaba a punto. La casita había sido vaciada. El robusto capataz, en su brillante impermeable amarillo, se acercó al funcionario municipal.
–¿Podemos empezar? – preguntó-. El jefe quiere terminar y vallar el aparcamiento cuanto antes. Si podemos echar hoy el cemento, podremos alquitranarlo mañana a primera hora.
El funcionario suspiró.
–Adelante -dijo.
El capataz se volvió e hizo señal a una grúa móvil de cuyo brazo pendía una bola de hierro de media tonelada. La grúa avanzó despacio hasta el lado de la casa, se detuvo y se elevó, silbando suavemente, sobre sus pies hidráulicos. La bola empezó a oscilar, ligeramente al principio y describiendo después arcos cada vez más amplios. La multitud observaba fascinada. Habían visto demoler sus propias casas de la misma manera, pero siempre era un espectáculo digno de verse. Por último, la bola golpeó el lado de la casa, no lejos de la chimenea, haciendo saltar una docena de ladrillos y abriendo dos grietas a lo largo de la pared. La muchedumbre lanzó un grave y largo «Aaaaahhh». No hay nada como una bonita demolición para animar a una multitud aburrida. Al cuarto golpe, las dos ventanas superiores saltaron de sus marcos y cayeron en el aparcamiento. Una esquina de la casa se desprendió del resto de ésta, dio media vuelta de vals y se derrumbó sobre el patio de atrás. Momentos después, el cañón de la chimenea, sólida columna de ladrillos, se rompió por la mitad, y la parte superior cayó a través del que fuera tejado y del piso alto, hasta el nivel del suelo. La vieja casa se estaba desintegrando. Y esto gustaba a la gente. El superintendente jefe Hanley volvió a su coche y regresó al café.
–¿Ha terminado ya? – preguntó.
–Está tardando mucho, señor -dijo el chófer-, y se traga el pan con mantequilla como si fuese agua.
Hanley observó cómo envolvía el viejo un trozo grasiento de comida en el blanco y blando pan, y seguía masticando.
–El pan es de primera -dijo el dueño del café-. Ya se ha comido tres raciones.
Hanley consultó su reloj. Eran más de las once. Suspiró y se sentó en un taburete.
–Una taza de té -pidió.
Había dicho al hombre de Sanidad que se reuniese con él dentro de media hora, para llevarse al viejo. Entonces podría él volver a su oficina y despachar algunos papeles. Se alegraría de acabar con este asunto.
Entraron Barney Kelleher y su joven reportero.
–Le ha invitado a desayunar, ¿eh? – preguntó Bamey.
–Se lo cargaré en cuenta -repuso Hanley, y Kelleher supo que no lo haría-. ¿Ha tomado alguna foto?
Barney se encogió de hombros.
–No ha ido mal -dijo-. La de las gallinas es buena. Y la de la chimenea al derrumbarse. Y la del hombre al ser envuelto en la manta. Es el final de una era. Recuerdo los días en que diez mil personas vivían en el Diamond. Y todos trabajaban. Mal pagados, desde luego, pero trabajaban. Entonces se necesitaban cincuenta años para crear un suburbio. En la actualidad, pueden hacerlo en cinco.
Hanley lanzó un gruñido.
–Es el progreso -dijo.
Un segundo coche de la Policía se detuvo delante de la puerta. Uno de los jóvenes agentes que había estado en Mayo Road se apeó de un salto, vio a través del cristal que su jefe estaba con la Prensa y se detuvo, indeciso. El joven reportero no lo advirtió. Barney Kelleher fingió no darse cuenta. Hanley bajó del taburete y se dirigió a la puerta. Fuera, bajo la lluvia, le dijo el policía:
–Tendría usted que volver allí, señor. Han… han encontrado algo.
Hanley hizo una seña a su chofer y éste salió a la calle.
–Voy a volver allá -le dijo Hanley-. No pierda de vista al viejo -y se volvió, para echar una mirada al café.
En el rincón del fondo, el viejo había dejado de comer. Tenía el tenedor en una mano y un trozo de panecillo con media salchicha en la otra, y estaba completamente inmóvil, mientras observaba en silencio a los tres hombres uniformados de la calle.
En el lugar de la operación, se había interrumpido el trabajo. Los obreros, con sus impermeables y sus cascos, estaban agrupados en círculo alrededor de los cascotes del edificio. Los restantes policías se habían reunido con ellos. Hanley bajó de su coche y pasó entre los montones de ladrillos hasta el sitio donde el círculo de hombres estaba mirando hacia abajo. En el fondo, se oían los murmullos de los curiosos que no se habían marchado.
–Es el tesoro del viejo -dijo uno de ellos en voz alta, y hubo un murmullo de aprobación-. Tenía una fortuna enterrada ahí; por eso no quería irse.
Hanley llegó al centro del grupo y miró hacia el punto que atraía su atención. Unos dos metros de la base de la destrozada chimenea seguía en pie, rodeada de montones de cascotes. Debajo de ella, podía distinguirse todavía el viejo y negro hogar. A uno de los lados, restaban tres palmos de la pared exterior de la casa. Al pie de ella, dentro de la casa, había un montón de ladrillos caídos, del que sobresalía una pierna humana, seca y descarnada, pero todavía reconocible. Un jirón de lo que parecía una media seguía pegado bajo la rodilla.
–¿Quién encontró eso? – preguntó Hanley. El capataz se adelantó.
–Tommy estaba trabajando en la base de la chimenea con un pico. Apartó algunos ladrillos para moverse mejor. Entonces lo vio y me llamó.
Hanley reconocía a un buen testigo a primera vista.
–¿Estaba debajo de las tablas del suelo? – preguntó Hanley.
–No. Toda esta zona fue construida sobre terreno pantanoso. Los constructores cubrieron el suelo con cemento.
–Entonces, ¿dónde estaba?
El capataz se agachó y señaló el hogar.
–Vista desde dentro del cuarto de estar, la chimenea parecía adosada a la pared. En realidad, no lo estaba. En su origen, estaba separada de la pared. Alguien levantó un tabique entre la chimenea y el fondo de la habitación, formando una cavidad de 30 centímetros de profundidad, que llegaba hasta el techo. Y otra al otro lado del hogar, por mor de la simetría. Pero esta otra estaba vacía. El cuerpo estaba en la cavidad entre el falso tabique y la pared de la casa. Y la habitación había sido empapelada de nuevo para disimular la obra. Mire, el papel de delante de la campana de la chimenea es igual que el del falso tabique.
Hanley siguió la dirección del dedo del otro; jirones del mismo papel mohoso permanecían adheridos a la campana de la chimenea, sobre la repisa, y en los ladrillos que rodeaban y cubrían en parte aquel cuerpo. Era un papel antiguo, con dibujos de capullos de rosas. Pero, en la parte interior de la que fue pared de la casa, junto a la chimenea, podía distinguirse un papel sucio y aún más viejo.
Hanley se incorporó.
–Está bien -dijo-. Por hoy, ha terminado su trabajo. Puede despedir a sus hombres. Nosotros nos encargaremos de esto.
Los hombres encasquetados se apartaron del montón de ladrillos. Hanley se volvió a sus dos agentes.
–Mantengan la zona acordonada -dijo-. Vendrá más gente y se reforzarán las barreras. No quiero que nadie se acerque a este sitio por ninguno de sus cuatro costados. Avisaré a los otros y al despacho del forense. No debe tocarse nada hasta nueva orden. ¿De acuerdo?
Los dos hombres saludaron. Hanley volvió a su coche y llamó a la jefatura del distrito. Dictó una serie de órdenes y, después, estableció comunicación con la sección técnica de la Oficina de Investigación. Tuvo suerte. El superintendente detective O'Keefe se puso al aparato; se conocían desde hacía muchos años. Hanley le dijo lo que habían encontrado y lo que necesitaba.
–Los enviaré ahí -cloqueó la voz de O'Keeffe en el auricular-. ¿Quieres que intervenga la Brigada de Homicidios?
Hanley sorbió por la nariz.
–No, gracias. Creo que nos bastaremos para esto.
–Entonces, ¿tienes un sospechoso? – preguntó O'Keeffe.
–¡Oh, sí! Lo tenemos -respondió Hanley. Se dispuso a volver al café, pasando junto a Barney Kalleher, que trataba en vano de romper el cordón de Policía. Esta vez, el guardia de servicio le prestó menos ayuda.
Ya en el café, Hanley encontró al chofer en el mostrador. En el fondo del salón, el viejo, que había terminado de comer, estaba sorbiendo una taza de té. Miró fijamente a Hanley, al acercarse a él el gigantesco policía.
–La hemos encontrado -dijo Hanley, inclinándose sobre la mesa y hablando bajo para que nadie más pudiese oírle-. Tenemos que salir de aquí, Mr. Larkin. Ir a la Comisaría, ¿sabe? Tenemos que hablar un poco.
El viejo le miró a su vez, sin decir palabra. Hanley se dio cuenta de que, hasta entonces, no había abierto la boca. Algo brilló en los ojos del viejo. ¿Miedo? ¿Alivio? Probablemente, miedo. No era de extrañar que hubiese estado aterrorizado durante todos aquellos años.
Se levantó sumisamente y Hanley le asió del codo y le llevó hasta el coche de la Policía. El conductor les siguió y se puso al volante. La lluvia había cesado, y un frío viento arrastraba papeles como hojas muertas por la calle desprovista de árboles. El automóvil se apartó del bordillo. El viejo permanecía encogido, mirando en silencio hacia delante.
–Volvamos a la Comisaría -dijo Hanley.
No hay país en el mundo en que una investigación de asesinato sea fuente de tan inspiradas elucubraciones como quiere hacernos creer la Televisión. En un 90 por ciento, son rutina vulgar, formalidades a cumplir, procedimientos a seguir. Y administración, mucha administración.
Big Bill Hanley hizo que instalasen al viejo en una celda, detrás de la sala de interrogatorios; el hombre no protestó, ni pidió los servicios de un abogado. Hanley no tenía intención de acusarle…, todavía. Podía retenerle al menos veinticuatro horas como sospechoso, y antes quería saber más cosas. Después se sentó a su mesa y cogió el teléfono.
«Sigue las normas, muchacho, sigue la normas. Nosotros no somos Sherlock Holmes», solía decirle, muchos años atrás, su viejo sargento. Era un buen consejo. Se habían perdido más cosas ante los tribunales por defectos de forma, que los que se habían ganado por brillantez intelectual.
Hanley informó oficialmente al instructor del hallazgo de un muerto, alcanzando al funcionario civil cuando éste se disponía a salir para almorzar. Después telefoneó al depósito de cadáveres de Store Street para decirles que tendría que efectuarse una autopsia por la tarde. Localizó al patólogo, profesor Tim McCarthy, que le escuchó en silencio desde un teléfono del vestíbulo del «Kildare Club», suspiró al pensar que iba a perderse una excelente pechuga de faisán que figuraba en el menú, y accedió a ir inmediatamente.
Había que disponer pantallas de lona protectoras y enviar hombres con picos y palas a Mayo Road. Llamó a los tres detectives que prestaban servicio en su distrito, interrumpiendo su almuerzo en la cantina y obligándoles a conformarse con dos bocadillos y un cuartillo de leche, mientras él seguía trabajando.
–Sé que tenéis mucho trabajo -les dijo-. Todos lo tenemos. Por esto quiero resolver de prisa este caso. No debería ser cuestión de mucho tiempo.
Encargó a su detective jefe la inspección del lugar del suceso y le envió a Mayo Road sin dilación. Los dos jóvenes sargentos trabajarían por separado. Uno de ellos comprobaría todo lo referente a la casa; el hombre del municipio había dicho que el viejo era propietario de ella, pero la oficina del catastro del Ayuntamiento tendría datos sobre su historia y sus anteriores propietarios. El registro de la propiedad proporcionaría los detalles definitivos.
El segundo sargento detective tenía que hacer el trabajo de piernas; localizar a todos los antiguos moradores de Mayo Road, la mayoría de los cuales vivían ahora en los bloques de apartamentos del municipio. Enterarse de las habladurías, encontrar los vecinos, los tenderos, los guardias que habían patrullado por Mayo Road en los quince años anteriores a su demolición, el cura del barrio…, todos los que hubiesen conocido Mayo Road y al viejo durante el mayor número posible de años. Y esto, recalcó Hanley, incluía a los que hubiesen conocido a la señora, mejor dicho, a la difunta Mrs. Larkin.
Envió a un sargento uniformado, con una camioneta, a recuperar todos los efectos de la casa destruida, que había visto por la mañana en el camión municipal, y traer los muebles abandonados, incluidas las pulgas, al patio de la comisaría de Policía.
Eran más de las dos de la tarde cuando al fin se levantó y se estiró. Dijo que trajesen al viejo a la sala de interrogatorios, apuró su leche y esperó cinco minutos. Cuando entró en aquella sala, el viejo estaba sentado delante de la mesa, con las manos cruzadas delante de él y mirando a la pared. Un policía montaba guardia junto a la puerta.
–¿Ha dicho algo? – murmuró Hanley al agente.
–No, señor. Ni una palabra. Hanley le hizo una seña para que se marchase. Cuando estuvieron solos, se sentó a la mesa, delante del viejo. Herbert James Larkin, según el registro civil.
–Bueno, Mr. Larkin -comenzó suavemente Hanley-, ¿no cree que lo más sensato sería que me hablase del asunto?
Sabía por experiencia que sería inútil tratar de apabullar al viejo. Éste no era un rufián de los bajos fondos. Hanley había tenido que habérselas con tres uxoricidas durante su carrera, y todos ellos eran hombrecillos débiles que pronto se habían sentido aliviados al revelar los horribles detalles de sus crímenes al simpático hombrón de detrás de la mesa. Pero el viejo le miró despacio, mantuvo unos momentos su mirada y volvió a bajarla sobre la mesa. Hanley sacó un paquete de cigarrillos y lo abrió.
–¿Fuma? – dijo. El viejo no se movió-. En realidad, yo tampoco fumo -dijo Hanley.
Pero dejó el paquete invitador sobre la mesa y una caja de cerillas a su lado.
–Fue toda una hazaña -confesó-. Mantenerse en la casa durante tantos meses. Pero el municipio tenía que ganar, más pronto o más tarde. Y usted lo sabía, ¿no? Saber que, antes o después, le enviarían los alguaciles, debió ser algo terrible.
Esperó un comentario, un indicio de comunicación por parte del hombre. No hubo ninguno. Pero él era paciente como un buey, cuando quería hacer hablar a un hombre. Y todos acababan por hablar. En realidad, era un alivio. Descargar la conciencia. La Iglesia sabía el gran alivio que produce la confesión.
–¿Cuántos años, Mr. Larkin? ¿Cuántos años de ansiedad, de espera? ¡Cuántos meses, desde que los primeros bulldozers entraron en la zona! Debió pasarlo muy mal.
El viejo levantó la mirada a los ojos de Hanley, quizá buscando algo, otro ser humano después de años de voluntario aislamiento; quizás un poco de compasión. Hanley sintió que se acercaba el final. El viejo desvió la mirada y la fijó en la pared, por encima del hombro de Hanley.
–Ahora todo ha terminado, Mr. Larkin. Como tenía que terminar, más pronto o más tarde. Seguiremos estos años hacia atrás, poco a poco, y lo descubriremos todo. Usted lo sabe. Era Mrs. Larkin, ¿no? ¿Por qué? ¿Otro hombre? ¿O sólo fue una disputa? Quizá no fue más que un accidente, eh? Pero le entró pánico, y usted mismo se condenó a vivir como un ermitaño para siempre.
El viejo movió el labio inferior. Lo humedeció con la lengua.
«Estoy llegando al final -pensó Hanley-, Ya no tardará.»
–Debieron ser unos años muy malos -siguió diciendo-. Sentado allí, en completa soledad, sin amigos; sólo usted y el conocimiento de que ella estaba allí, muy cerca, emparedada junto a la chimenea.
Algo pasó por los ojos del viejo. ¿Desazón por el recuerdo? Tal vez un tratamiento brutal daría más resultado. El hombre pestañeó dos veces. «Me estoy acercando -pensó Hanley-; me estoy acercando.» Pero cuando el hombre volvió a mirarle, sus ojos eran de nuevo inexpresivos. Y no dijo nada.
–Como quiera -dijo Hanley, levantándose-. Volveré, y entonces hablaremos.
Cuando llegó a Mayo Road, el lugar era una colmena de actividad; había aún más gente que antes, pero podían ver mucho menos. Las ruinas de la casa estaban rodeadas por los cuatro costados por pantallas de lona, sacudidas por el viento, pero que impedían que los curiosos pudiesen ver lo que estaban haciendo allí dentro. En el interior de la zona cercada, que abarcaba parte de la calle, veinte esforzados policías, con pesadas botas y ropa de trabajo, quitaban a mano los cascotes. Cada ladrillo y trozo de pizarra, cada pedazo de madera de la escalera y de las barandas, cada teja y cada trozo de viga del techo, eran cuidadosamente levantados y examinados, por si contenían alguna indicación, desgraciadamente inexistente, y arrojados a la calle, donde el montón de cascotes crecía sin cesar. Se examinaba el contenido de las alacenas y se arrancaban éstas, para ver si había algo detrás de ellas. Y se golpeaban las paredes, para ver si había alguna cavidad antes de arrancar los ladrillos uno a uno y arrojarlos a la carretera.
Alrededor del hogar, dos hombres trabajaban con especial cuidado. Los cascotes que cubrían el cadáver fueron levantados cuidadosamente y retirados, hasta que sólo una capa de polvo cubrió el cuerpo. Éste estaba doblado en posición fetal y yacía de costado, aunque probablemente estuvo en posición sentada y de cara a un lado dentro de la cavidad. El profesor McCarthy observaba lo que quedaba de aquella pared de la casa y dirigía el trabajo de los dos hombres. Cuando éste quedó terminado a su satisfacción, entró en la cavidad y, con una brocha suave, empezó a quitar el polvo cremoso de mortero antiguo, como lo habría hecho una buena ama de casa.
Cuando hubo quitado la mayor parte del polvo, examinó el cadáver más de cerca, tocó parte del muslo descubierto y del brazo, y salió de la cavidad.
–Es una momia -observó a Hanley.
–¿Una momia?
–Exactamente. Sobre un suelo de ladrillo o de cemento, en un espacio cerrado por los seis lados, y con el calor del hogar a una distancia de pocos pies, se produjo la momificación. Deshidratación, pero conservación. Es posible que los órganos estén intactos, pero duros como la madera. Es imposible tratar de hacer la autopsia esta noche. Será preciso un baño de glicerina caliente. Y esto requerirá algún tiempo.
–¿Cuánto? – preguntó Hanley.
–Doce horas, como mínimo. Tal vez más. Sé de casos que han requerido días. – El profesor consultó su reloj-. Son casi las cuatro. La inmersión se efectuará a las cinco. Mañana por la mañana, a eso de las nueve, iré al depósito de cadáveres y veré si puedo empezar.
–¡Maldición! – exclamó Hanley-. Quería liquidar esto.
–Una expresión poco adecuada -repuso McCarthy-. Haré todo lo que pueda. En realidad, no creo que los órganos nos digan gran cosa. Por lo que veo, hay una atadura alrededor del cuello.
–Estrangulación, ¿eh?
–Posiblemente -afirmó McCarthy.
El empresario de Pompas Fúnebres utilizado por el municipio tenía su furgoneta aparcada más allá de las lonas. Bajo la supervisión del patólogo oficial, dos de sus hombres levantaron el rígido cadáver, lo colocaron, todavía de costado, sobre la camilla, cubrieron ésta con una manta grande y trasladaron la carga al fúnebre vehículo. Seguidos del profesor, se dirigieron a toda velocidad a Store Street y al depósito de cadáveres. Hanley se acercó al especialista en huellas dactilares de la sección técnica.
–¿Ha encontrado algo? – preguntó. El hombre se encogió de hombros.
–Aquí no hay más que ladrillos y cascotes, señor. No hay una superficie limpia en todo el lugar.
–¿Y usted? – preguntó Hanley al fotógrafo de la misma sección.
–Necesitaré un poco más de tiempo, señor. Esperaré a que los muchachos hayan despejado el suelo y veré si hay algo en él. Si no hay nada, habré terminado por esta noche.
El capataz de la brigada de derribos se acercó. Hanley le había pedido que se quedara, como técnico experto, para el caso de que algo se derrumbase. El hombre sonrió.
–Han hecho ustedes un buen trabajo -dijo con marcado acento de Dublín-. Mis chicos tendrán ya poco que hacer.
Hanley señaló hacia la calle, donde estaba ahora la mayor parte de la casa, en un solo montón de cascotes y trozos de madera.
–Puede empezar a llevarse eso, si le parece. Nosotros hemos terminado -dijo.
El capataz miró su reloj en la creciente penumbra.
–Disponemos de una hora -observó-. Nos llevaremos la mayor parte. ¿Podremos empezar mañana con el resto de la casa? El jefe quiere que mañana quede terminado y vallado el aparcamiento.
–Llámeme mañana a las nueve -contestó Hanley-. Entonces le contestaré.
Antes de marcharse, llamó a su inspector detective jefe, que lo había organizado todo.
–Van a traer luces portátiles -dijo-. Haga que los muchachos derriben lo que queda hasta el nivel del suelo y observe la superficie de éste, por si hubiese señales de haberse hecho algo en él después de la obra primitiva.
El detective asintió con la cabeza.
–Hasta ahora, sólo se ha encontrado un escondite -dijo-. Pero seguiré observando hasta que todo quede limpio.
De nuevo en la Comisaría, Hanley tuvo la primera oportunidad de buscar algo que pudiese informarle sobre la persona del viejo que estaba en la celda. Sobre su mesa se hallaba el montón de papeles y otras cosas que los alguaciles habían sacado de la casa y depositado en la furgoneta municipal por la mañana. Examinó cuidadosamente cada documento, empleando una lupa para leer los viejos y borrosos caracteres.
Había un certificado de nacimiento, en el que constaban el nombre del viejo, su lugar de nacimiento, Dublín, y su edad. Había nacido en 1911. Había también varias cartas viejas, pero de personas que no significaban nada para Hanley; la mayoría eran muy antiguas y su contenido no parecía guardar relación con el caso. Pero dos cosas parecían de interés. Una de ellas era una fotografía desvaída, mohosa y arrugada, en un marco barato y sin cristal. Era de un soldado con uniforme, al parecer, del Ejército británico, y que sonreía vagamente a la cámara. Hanley reconoció en ella una imagen mucho más joven del viejo que estaba en la celda. Daba el brazo a una joven rolliza con un ramillete de flores; no llevaba traje de novia, sino un vestido de dos piezas de color neutro, con los altos y cuadrados hombros de moda en la segunda mitad de los años cuarenta.
El otro objeto era una caja de cigarros. Ésta contenía más cartas, también indiferentes para el caso, tres cintas de medallas sujetas a un pasador, y un libro de paga del Ejército británico. Hanley cogió el teléfono. Eran las cinco y veinte, pero quizá tendría suerte. La tuvo. El agregado militar de la Embajada Británica en Sandyford estaba todavía en su despacho. Hanley le expuso su problema. El comandante Dawkins dijo que le complacería gustoso en lo que pudiese, desde luego oficiosamente. Por supuesto. Las peticiones oficiales tenían que ir por sus cauces.
Oficialmente, todos los contactos entre la Policía irlandesa y Gran Bretaña requerían los oportunos trámites. Oficiosamente, tales contactos eran mucho más estrechos de lo que cualquiera de ambas partes se habría avenido a confesar a los curiosos. El comandante Dawkins dijo que pasaría por la Comisaría al volver a casa, aunque para ello tendría que dar un gran rodeo.
Hacía rato que había anochecido cuando llegó el primero de los dos jóvenes detectives enviados por Hanley a realizar gestiones. Era el que había investigado en el catastro y en el registro de la propiedad. Sentado delante de la mesa de Hanley, abrió su libreta de notas y empezó su relato.
Según aparecía en el registro, la casa número 38 de Mayo Road había sido comprada por Herbert James Larkin en 1954 a los herederos de) anterior propietario, a la sazón fallecido. Había pagado por ella 400 libras, libres de gastos. No constaba ninguna hipoteca, señal de que tenía dinero disponible. El catastro mostraba que la casa había sido poseída desde entonces por el propio Mr. Herbert James Larkin y por Mrs. Violet Larkin. No figuraba la muerte ni la ausencia de la esposa; pero las listas del catastro no reflejaban el cambio de ocupantes, si el que continuaba en la ocupación no lo manifestaba por escrito, cosa que no había ocurrido en este caso. Pero una búsqueda en el registro civil, a partir de 1954, había revelado que no constaba la defunción de ninguna Violet Larkin, ni en aquella dirección ni en otra cualquiera.
Los archivos del Departamento de Sanidad y Bienestar mostraban que Larkin había cobrado una pensión del Estado durante los últimos dos años, que no había solicitado beneficios suplementarios y que, antes de su retiro, había sido, al parecer, guarda de almacén y vigilante nocturno. Un último detalle, dijo el sargento. Los impresos de PAGO revelaban una dirección en North London, Inglaterra, antes de 1954.
Hanley empujó la libreta de paga del Ejército encima de la mesa.
–Así pues, estuvo en el Ejército británico -dijo el sargento.
–No tiene nada de extraño -repuso Hanley-. Durante la Segunda Guerra Mundial, hubo cincuenta mil irlandeses en las Fuerzas Armadas británicas. Por lo visto, Larkin fue uno de ellos.
–Quizá su esposa era inglesa. Y él la trajo del norte de Londres a Dublín en 1954.
–Así parece -admitió Hanley, empujando la fotografía de boda-. Él se casó de uniforme.
Sonó el teléfono interior para informarle de que el agregado militar de la Embajada Británica acababa de llegar.
Hanley hizo una seña al sargento, y éste se marchó.
–Háganle pasar, por favor -dijo Hanley.
El comandante Dawkins fue el mejor hallazgo de Hanley aquel día. Cruzó elegantemente las piernas -llevaba un pantalón de rayas finas-, apuntando a Hanley con la reluciente puntera de un zapato, y escuchó en silencio. Después, estudió atentamente la fotografía durante un rato.
Por último, se levantó, dio vuelta a la mesa y se situó junto a Hanley, con la lupa en una mano y su lápiz de oro en la otra.
Con la punta del lápiz, tocó la insignia de la gorra de Larkin en la foto.
–Guardia de Dragones del Rey -dijo, rotundo.
–¿Cómo lo sabe? – preguntó Hanley.
El comandante Dawkins pasó la lupa a Hanley.
–Por el águila bicéfala -dijo-. Es la insignia de la gorra de la Guardia de Dragones del Rey. Muy distintiva. Ninguna otra se le parece.
–¿Algo más? – preguntó Hanley. Dawkins señaló las tres medallas sobre el pecho del recién casado.
–La primera es la Estrella 1939-1945 -dijo-, y la tercera es la Medalla de la Victoria. Pero la de en medio es la Estrella de África con la que parece barra del Octavo Ejército. Esto tiene sentido. La Guardia de Dragones del Rey combatió contra Rommel en el norte de África. En realidad, en carros blindados.
Hanley sacó las tres cintas de medallas. Las de la fotografía eran de ceremonia; las que estaban sobre la mesa eran una versión más modesta -cintas pequeñas en un pasador- para ser llevada con uniforme no de gala.
–¡Ah, sí! – exclamó el comandante Dawkins, echándoles un vistazo-. Las mismas características. Y la barra del Octavo Ejército.
Con ayuda de la lupa. Hanley pudo comprobar que las cintas eran iguales. Pasó al comandante Dawkins la libreta de paga del servicio. Los ojos de Dawkins se animaron.
Hojeó las páginas.
–Se alistó voluntario en Liverpool, en octubre de 1940 -dijo-, probablemente en Burton's.
–¿Burton's? – preguntó Hanley.
–Burton, los sastres. Fue el centro de reclutamiento de Liverpool durante la guerra. Muchos voluntarios irlandeses llegaban a los muelles de Liverpool y eran enviados allí por los sargentos de reclutamiento. Desmovilizado en enero de 1946. Buena hoja de servicios. Es extraño.
–¿Qué? – preguntó Hanley.
–Ingresó como voluntario en 1940. Combatió con los carros blindados en el norte de África. Continuó en el servicio hasta 1946. Pero siempre fue soldado raso. Nunca lució un galón en el brazo. Ni siquiera llegó a cabo.
Tocó el brazo uniformado de la fotografía de boda.
–Quizá fue un mal soldado.
–Posiblemente.
–¿Podría darme más detalles sobre su historial de guerra? – preguntó Hanley.
–Mañana a primera hora -respondió Dawkins.
Tomó nota de la mayoría de los detalles de la libreta de pagas y se marchó.
Hanley cenó en la cantina y esperó a que llegase el segundo sargento detective.
Éste se presentó pasadas las diez y media, fatigado, pero con aire triunfal.
–He hablado con quince personas que conocieron a Larkin y a su esposa en Mayo Road -dijo-, y tres de ellas han resultado importantes. Mrs. Moran, que vivió en la casa de al lado durante treinta años y recuerda la llegada de los Larkin. El cartero, ahora jubilado, que sirvió en Mayo Road hasta el año pasado. Y el padre Byrne, también retirado y que vive ahora en un hogar de sacerdotes jubilados en Inchicore. Vengo de allí, y a esto se debe mi retraso.
Hanley se retrepó en su sillón, mientras el detective hojeaba su libreta de notas y empezaba su relato.
–Mrs. Moran recuerda que, en 1954, murió un viudo que vivía en el número 38, y que, poco después, pusieron en la casa un rótulo de «Se Vende». Sólo estuvo quince días allí, y lo quitaron. Quince días después, llegaron los Larkin. Larkin tenía entonces unos cuarenta y cinco años, y su esposa era mucho más joven. Era inglesa, de Londres, y dijo a Mrs. Moran que venían de allí, donde su esposo había estado empleado en un almacén. Un verano, Mrs. Larkin desapareció. Mrs. Moran dice que fue en 1963.
–¿Cómo puede estar tan segura? – preguntó Hanley.
–Kennedy fue asesinado en noviembre -dijo el sargento detective-. La noticia llegó al salón del bar que había calle arriba y que tenía instalado un aparato de televisión. A los veinte minutos, todos los vecinos de Mayo Road se echaron a la calle para comentar el suceso. Mrs. Moran estaba tan excitada que irrumpió en la casa de su vecino Larkin, para informarle. No llamó a la puerta, sino que entró y se plantó en el cuarto de estar. Larkin estaba dormitando en un sillón. Se levantó de un salto, muy asustado, y procuró sacarla en seguida de su casa. En aquel entonces, Mrs. Larkin se había ya marchado. Pero estaba aún allí en la primavera y el verano; solía cuidar de los niños de los Moran los sábados por la noche; el segundo hijo de Mrs. Moran había nacido en enero de 1963. Por consiguiente, Mrs. Larkin desapareció a finales del verano del sesenta y tres.
–¿A qué se atribuyó la desaparición? – preguntó Hanley.
–A que ella le había abandonado -respondió sin vacilar el detective-. Nadie lo dudó. Él trabajaba duro, pero nunca salía por las noches, ni siquiera los sábados: por esto Mrs. Larkin podía hacer de canguro. Esto era fuente de disputas. Además, ella era un poco ligera, un poco coqueta. Cuando hizo los bártulos y se marchó, nadie se sorprendió demasiado. Algunas mujeres dijeron que él lo tenía bien merecido, por no tratarla mejor. Nadie sospechó nada.
«Después de aquello, Larkin se mostró aún más reservado. Apenas salía a la calle, y cuidaba poco de sí mismo y de su casa. Algunos se ofrecieron a ayudarle, como suele hacerse en las pequeñas comunidades, pero él rechazó todos los ofrecimientos. En definitiva, se desentendieron de él. Un par de años después, perdió su empleo en el almacén y empezó a trabajar de vigilante nocturno, saliendo de casa cuando había anochecido y regresando al salir e) sol. Tenía siempre la puerta cerrada con doble llave, de noche porque estaba fuera, y de día porque quería dormir. Al menos, así lo decía. También empezó a tener animalitos en casa. Primero, hurones, en un cobertizo del patio de atrás; pero éstos se escaparon. Después, palomas; pero huyeron también o fueron víctimas de algún cazador. Por último, gallinas, durante los últimos diez años.
El cura de la parroquia confirmó muchos de los recuerdos de Mrs. Moran. Mrs. Larkin era inglesa, pero católica, y asistía a la iglesia. Confesaba con regularidad. En agosto de 1963, se había marchado, muchos decían que con un amigo, y el padre Byrne no tenía razones para negarlo. Sin quebrantar el secreto de confesión, podía decir que no le cupo duda de ello. Había ido varias veces a la casa, pero Larkin no iba a la iglesia y rechazaba todo consuelo espiritual. Había dicho que su desaparecida esposa era un trasto.
–Todo concuerda -murmuró Hanley-. Quizás ella estaba a punto de fugarse cuando él se enteró y le pegó demasiado fuerte. Sabe Dios que esto ha ocurrido muchas veces.
El cartero había tenido poco más que añadir. Era un hombre del lugar y frecuentaba el bar local. A Mrs. Larkin le gustaba echar un trago los sábados por la noche, e incluso había trabajado de camarera un verano; pero su marido puso pronto fin a esto. Recordaba que ella era mucho más joven que Larkin, alegre y animada, y dada a coquetear un poco.
–¿Señas? – preguntó Hanley.
–Era bajita, de un metro sesenta. Más bien rolliza, con buenas curvas en todo caso. Cabellos negros y rizados. Reidora. Pechugona. El cartero recordaba que, cuando echaba un doble de cerveza con aquellas bombas que se empleaban entonces, era algo digno de verse. Pero Larkin se puso furioso cuando se enteró. Entró en el bar y se la llevó a casa. Y ella le abandonó, o desapareció, poco después.
Hanley se levantó y se estiró. Era casi medianoche. Dio una palmada en el hombro del joven detective.
–Es tarde. Váyase a casa. Escriba todo esto por la mañana.
El último visitante de Hanley, aquella noche, fue su inspector jefe, el que investigaba en el lugar del crimen.
–Todo está limpio -dijo a Hanley-. Se ha quitado hasta el último ladrillo, y no ha aparecido nada más que pueda ayudarnos.
–Entonces, tendrá que ser el cuerpo de la pobre mujer quien nos diga lo que nos falta por saber -dijo Hanley-. O el propio Larkin.
–¿Ha hablado ya? – preguntó el inspector jefe.
–Todavía no -contestó Hanley-, pero lo hará. Todos acaban por hablar.
El inspector jefe se marchó a su casa. Hanley telefoneó a su esposa y le dijo que pasaría la noche en la Comisaría. Poco después de medianoche, bajó a las celdas. El viejo estaba despierto, sentado en el borde de su camastro, contemplando la pared. Hanley hizo una señal con la cabeza al agente que estaba con él, y los tres pasaron a la sala de interrogatorios. El agente se sentó en un rincón, con la libreta de notas preparada. Hanley se enfrentó al viejo y pronunció la fórmula ritual:
–Herbert James Larkin, no está usted obligado a declarar. Pero todo lo que diga será anotado y podrá ser empleado como prueba contra usted.
Después, se sentó frente al viejo.
–Quince años, Mrs. Larkin. Es mucho tiempo para vivir en compañía de un cadáver. Fue en agosto de 1963, ¿verdad? Los vecinos lo recuerdan; el cura lo recuerda; incluso el cartero lo recuerda. Y ahora, ¿no quiere contármelo todo?
El viejo levantó los ojos, sostuvo la mirada de Hanley durante unos segundos y, después, volvió a bajarlos y se quedó mirando la mesa. No dijo nada. Hanley aguantó hasta casi el amanecer. Larkin no parecía fatigado, mientras que el policía del rincón bostezó repetidas veces. Larkin había sido vigilante nocturno durante años, recordó Hanley. Probablemente, estaba más despierto de noche que durante el día.
Cuando al fin se levantó Hanley, una luz gris se filtraba por el cristal mate de la ventana.
–Haga lo que quiera -dijo-. Puede guardar silencio, pero su Violet hablará. Extraño, ¿no? Hablará desde su tumba detrás de la pared, después de quince años. Pero le hablará al patólogo oficial dentro de pocas horas. Le dirá, en su laboratorio, lo que sucedió, cuándo sucedió y quizás, incluso, por qué sucedió. Entonces volveré y le acusaré.
Aunque le costaba enfadarse, el silencio del viejo empezaba a irritarle. No era que hablase poco, sino que no decía absolutamente nada. Se limitaba a mirar a Hanley, con aquella extraña expresión en los ojos. ¿Qué significaba aquella mirada?, se preguntó Hanley. ¿Nerviosismo? ¿Miedo de él, de Hanley? ¿Remordimiento? ¿Burla? No, no era burla. Esto no correspondía a su carácter.
Hanley pasó su manaza por la barbilla sin afeitar y volvió a su despacho. Larkin fue llevado de nuevo a su celda.
Hanley durmió tres horas en su sillón, con la cabeza echada hacia atrás, estirados los pies, roncando fuertemente. A las ocho se incorporó, fue al lavabo. se afeitó y se lavó. Dos admirados y jóvenes policías le sorprendieron allí a las ocho y media, al entrar de servicio como dos ratoncillos con zapatillas de felpa. A las nueve, había desayunado y estaba revolviendo una montaña de papeles acumulados. A las nueve y media, el capataz del contratista de la obra de Mayo Road llamó por teléfono. Hanley consideró su petición.
–Está bien -dijo al fin-, puede vallar el lugar y echar el cemento.
Veinte minutos más tarde, llamó el profesor McCarthy.
–Hemos estirado los miembros -dijo alegremente-. Y la piel es lo bastante blanda para aceptar el bisturí. Ahora lo estamos secando. Empezaré dentro de una hora.
–¿Cuándo podrá darme un informe? – preguntó Hanley.
–Depende de lo que quiera usted decir -respondió por teléfono la voz-. Para el dictamen oficial, necesitaré dos o tres días. Oficiosamente, podré decirle algo después de la hora del almuerzo. Al menos la causa de la muerte. Hemos averiguado lo de la ligadura alrededor del cuello. Era una media, como sospeché ayer.
El patólogo se avino a ir al despacho de Hanley al salir del depósito de cadáveres de Store Street, distante una milla, a las dos y media.
Nadie más le interrumpió aquella mañana, salvo el comandante Dawkins, que le telefoneó al mediodía.
–Ha habido suertecilla -dijo-. Encontré a un viejo amigo en el archivo del Ministerio de la Guerra. Me dio prioridad.
–Gracias, comandante -dijo Hanley-. Voy a tomar nota. ¡Adelante!
–No es gran cosa, pero confirma lo que pensamos.
«Lo que pensaste tú -dijo Hanley para sus adentros-. ¡Esa concienzuda cortesía inglesa…!»
–El soldado Herbert James Larkin llegó en el ferry de Dublín a Liverpool en octubre de 1940 y se inscribió como voluntario en el Ejercito. Recibió instrucción básica en el campamento de Catterick, Yorkshire. Destinado a la Guardia de Dragones del Rey. Enviado en un barco de transporte de tropas en marzo de 1941, para incorporarse a su regimiento en Egipto. Y ahora llegamos a la razón de que nunca ascendiese a cabo.
–¿Y fue?
–Le capturaron. Fue hecho prisionero por los alemanes durante la ofensiva de Rommel en otoño de aquel año. Pasó el resto de la guerra en un campo de prisioneros de Silesia, en el extremo oriental del Tercer Reich. Liberado por los rusos en octubre de 1944. Repatriado en abril de 1945, a tiempo de presenciar la terminación de la guerra en Europa, en mayo.
–¿Algo acerca de su matrimonio? – preguntó Hanley.
–Se casó cuando era todavía soldado, y por esto consta el dato en el archivo del Ejército. Se casó en la iglesia católica de St. Mary Saviour, Edmonton, North London, el 14 de noviembre de 1945. La esposa, Violet Mary Smith, trabajaba de camarera en un hotel. Tenía a la sazón diecisiete años. Como usted sabe, él fue licenciado con honores en enero de 1946, y se quedó en Edmonton, trabajando como guardián de un almacén hasta 1954. Es la última dirección que consta de él en los archivos del Ejército.
Hanley dio las más expresivas gracias a Dawkins y colgó el teléfono. Larkin tenía treinta y cuatro años, casi treinta y cinco, cuando se había casado con una joven de diecisiete. Ella debía tener veintiséis cuando vinieron a vivir a Mayo Road, y él cuarenta y tres, menos airosos que los de ella. Cuando ella murió, en agosto de 1963, tendría treinta y cinco y seguiría siendo muy atractiva y, probablemente, un poco sexy, mientras que él estaría en los poco interesantes cincuenta y dos. Sí; esto debió ocasionar problemas. Esperó con impaciencia la visita del patólogo.
El patólogo era hombre de palabra y, a las dos y media, se sentó en el sillón frente a Hanley. Sacó su pipa del bolsillo y empezó a llenarla tranquilamente.
–En el laboratorio no puedo fumar -se disculpó-. Y a fin de cuentas, el humo del tabaco disimula el olor a formol. Creo que usted'lo preferirá asi.
Y chupó la pipa, con satisfacción.
–Tengo lo que usted quería -dijo, sin más preámbulos, el profesor McCarthy-. Asesinato, sin género de duda. Estrangulación manual, con empleo de una media, y subsiguiente asfixia, además del shuck. El hueso hioides -y señaló un punto entre el mentón y la nuez- aparece fracturado en tres sitios. Antes de la muerte, sufrió un golpe en el cráneo, que produjo una contusión, pero no la muerte. Probablemente lo bastante fuerte para aturdir a la víctima y facilitar la estrangulación.
Hanley se echó atrás en su sillón.
–Magnífico -dijo-. ¿Puede decir algo sobre el año de la muerte?
–¡Oh! – exclamó el profesor, agarrando su cartera de documentos-. Tengo un regalito para usted.
Hurgó en la cartera y sacó una pequeña funda de politeno que contenía lo que parecía ser un trozo amarillento de periódico, de 15 x 10 cm.
–La herida del cráneo debió sangrar un poco. Para no manchar la alfombra, el asesino debió cubrir la zona lesionada del cráneo con un pedazo de periódico diario, en el que todavía se distingue la fecha.
Hanley tomó la funda de politeno y, con ayuda de la lámpara y de la lupa, estudió el fragmento impreso, a través del material transparente. Después, se incorporó vivamente.
–Desde luego -dijo-, es un trozo de periódico muy viejo.
–Efectivamente -convino McCarthy.
–Era un número atrasado, ya muy antiguo, cuando se empleó para cubrir la herida de la cabeza -insistió Hanley.
McCarthy se encogió de hombros.
–Puede que tenga razón -asintió-. Con un cadáver momificado como este, no se puede precisar con exactitud la fecha de la muerte. Pero sí con cierta aproximación.
Hanley se relajó.
–Es lo que quiero decir -declaró, aliviado-. Larkin debió coger una hoja de periódico que forraba un cajón o una alacena, y que debía llevar años allí. Por esto la fecha del periódico se remonta al 13 de marzo de 1943.
–Y también el cadáver -dijo McCarthy-. Yo calculo que la muerte se produjo entre 1941 y 1945. Probablemente poco después de la fecha que consta en el trozo de periódico.
Hanley le dirigió una larga y dura mirada.
–Mrs. Violet Mary Larkin murió en agosto de 1963 -dijo.
McCarthy le observó fijamente, aguantando la mirada del otro mientras volvía a encender su pipa.
–Creo -dijo amablemente- que no nos entendemos.
–Yo me refiero al cadáver que está en el depósito -repuso Hanley.
–También yo -asintió McCarthy.
–Larkin y su esposa llegaron de Londres en 1954 -dijo pausadamente Hanley-. Compraron la casa número 38 de Mayo Road, después de la muerte de su anterior propietario y ocupante. Se dijo que Mrs. Larkin se había fugado, abandonando a su marido, en agosto de 1963. Ayer encontramos su cuerpo en una cavidad, detrás de una pared falsa, mientras la casa era demolida.
–Usted no me dijo el tiempo que los Larkin habían vivido en aquella casa -observó, razonablemente, McCarthy-. Me pidió que hiciese un examen patológico de un cuerpo virtualmente momificado. Y ha sido lo que he hecho.
–Pero estaba momificado -insistió Hanley-. Seguramente, en estas condiciones, debe haber un margen de posibilidades muy amplio en lo tocante al año de la muerte.
–Pero no de veinte años -repuso serenamente McCarthy-. Es imposible que este cuerpo estuviese vivo después de 1954. Los análisis de los órganos internos dejan poco lugar a dudas. La media puede analizarse, desde luego. Y también el trozo de periódico. Como usted ha dicho, podían tener veinte años de antigüedad cuando fueron utilizados. Pero no así los cabellos, ni las uñas, ni los órganos. Es imposible.
Hanley sintió como si estuviera viviendo una pesadilla en estado de vigilia. Arremetía hacia la línea de meta, empleando toda su fuerza para abrirse paso entre los defensas ingleses en aquella última final de la Triple Corona en 1951. Estaba a punto de llegar cuando el balón empezó a resbalar entre sus manos. Por más que se esforzara, no podía sujetarlo…
Regresó a la realidad.
–Dejando aparte lo del tiempo, ¿que más hay? – preguntó-. ¿Era una mujer baja, de un metro sesenta aproximadamente?
McCarthy meneó la cabeza.
–Lo siento, pero la longitud de los huesos no sufre alteración, ni siquiera después de estar treinta y cinco años detrás de una pared de ladrillos. Medía metro setenta y cinco, y era huesuda y angulosa.
–¿Tenía los cabellos negros y rizados? – preguntó Hanley.
–Completamente lisos y de color castaño oscuro. Todavía conserva algunos en la cabeza.
–¿Tenía unos treinta y cinco años cuando murió?
–No -contestó McCarthy-. Tenía más de cincuenta; había tenido hijos, dos, diría yo, y le practicaron una operación quirúrgica reparadora después del segundo parto.
–¿Quiere usted decir -preguntó Hanley- que, desde 1954, los dos, hasta que Violet se fugó, y Larkin solo, durante los últimos quince años, se sentaron en su cuarto de estar a dos metros de un cadáver emparedado?
–Así debió ser -dijo McCarthy-. Un cuerpo en estado de momificación, que debió producirse en poco tiempo en un medio tan caluroso, no emite olor. En 1954, presumiendo que fuese asesinada, como creo, en 1943, el cuerpo debía hallarse desde hacía tiempo en el mismo estado en que fue encontrado ayer. A propósito, ¿dónde estaba ese Larkin en 1943?
–En un campo de prisioneros de guerra, en Silesia -contestó Hanley.
–Entonces -dijo el profesor, levantándose-, él no mató y emparedó a esa mujer detrás de la chimenea. Y, siendo así, ¿quién lo hizo?
Hanley cogió el teléfono interior y llamó a la sala de detectives. El joven sargento se puso al aparato.
–¿Quién -preguntó deliberadamente Hanley- era el hombre que poseyó y ocupó la casa de Mayo Road antes de 1954 y que murió aquel año?
–No lo sé, señor -dijo el joven.
–¿Cuánto tiempo estuvo allí?
–No tomé nota de esto, señor. Pero recuerdo que el anterior ocupante había vivido allí treinta años. Era viudo.
–Vaya si lo era -gruñó Hanley-. ¿Cómo se llamaba?
Hubo una pausa.
–No se me ocurrió preguntarlo, señor.
El viejo fue puesto en libertad dos horas más tarde, por la puerta de atrás, no fuera caso de que alguien de la Prensa estuviese rondando la entrada principal. Esta vez, no hubo coche de Policía ni escolta. El hombre llevaba en el bolsillo la dirección de un albergue municipal. Sin decir palabra, echó a andar y se introdujo en las callejas del Diamond.
En Mayo Road, se había instalado el trozo de verja que faltaba, y toda la zona de aparcamiento había quedado cerrada. Dentro de ella, en el sitio donde habían estado la casa y el jardín, una capa de cemento acababa de secarse. En la creciente penumbra del crepúsculo, el capataz y su.dos obreros pateaban el cemento.
De vez en cuando, el capataz golpeaba la superficie con el tacón herrado de una bota.
–Sin duda está lo bastante seco -dijo-. El jefe quiere que esto quede terminado y alquitranado esta noche.
Al otro lado de la calle, en el campo de cascotes, ardía lo último que quedaba del montón de barandas, peldaños, riostras, vigas, alacenas, marcos de puertas y ventanas, restos de la valla de tablas y del retrete exterior y del gallinero.
Ni siquiera a la luz de la fogata advirtieron la presencia de un viejo que les observaba a través de la valla de cadenas.
El capataz acabó de revisar el rectángulo de cemento nuevo y llegó al extremo del solar donde había estado la antigua valla del fondo.
Miró a sus pies.
–¿Qué es esto? – preguntó-. Esto no es nuevo. Es viejo.
Señalaba una plancha de cemento de unos 2 x 0,60 metros.
–Era el suelo del antiguo gallinero -dijo el obrero que había extendido la capa de cemento por la mañana.
–¿No lo cubriste con una nueva capa? – preguntó el capataz.
–No. Habría elevado demasiado el nivel del suelo en este sitio. Y, al extender el alquitrán, habría quedado una protuberancia desastrosa.
–Si hay algún defecto, el patrón nos hará rehacer el trabajo y nos lo hará pagar -observó malhumorado, el capataz.
Se alejó unos pasos y volvió con una pesada barra de hierro puntiaguda. Levantándola sobre la cabeza, la dejó caer de punta sobre la vieja plancha de cemento. La barra rebotó.
El capataz lanzó un gruñido.
–Está bien, es bastante sólida -concluyó. Y, volviéndose hacia el bulldozer que esperaba, hizo una seña-. Llena esto, Michel.
La pala del bulldozer se hincó detrás del montón de humeante macadam y empujó la ardiente montaña, derramando el material como suave y húmedo azúcar, sobre el rectángulo de cemento. A los pocos minutos, el suelo gris se había convertido en negro, y el macadam quedó dispuesto para que el rodillo mecánico, que estaba detrás de los esparcidores, terminase el trabajo. Al extinguir la última luz del crepúsculo, el hombre se marchó a su casa y el aparcamiento quedó terminado al fin.
Detrás de la valla, el viejo dio media vuelta y se alejó renqueando. No dijo nada, nada en absoluto. Pero, por primera vez, sonrió, con una sonrisa larga y satisfecha, de puro alivio.
–¡Diga!
–Hola, Bill. Soy Henry.
Era Henry Carpenter, vecino de la misma calle, con el que tenía trato, pero no íntima amistad.
–Buenos días, Henry -saludó Chadwick-. ¿No se te pegan las sábanas los domingos por la mañana?
–Pues, no -contestó la voz-. En realidad, voy a hacer un poco de jogging en el parque.
Chadwick lanzó un gruñido. No era extraño, pensó. Era un tipo que nunca estaba ocioso. Bostezó.
–¿Y qué se te ofrece a hora tan temprana? – preguntó.
La voz del otro pareció apocada.
–¿Has visto los periódicos de esta mañana? – preguntó Carpenter.
Chadwick miró hacia la esterilla del vestíbulo, donde estaban sus dos periódicos sin abrir.
–No -dijo-. ¿Por qué?
–¿Recibes el Sunday Couríer? – preguntó Carpenter.
–No -dijo Chadwick. Hubo una larga pausa.
–Creo que deberías echar un vistazo al de hoy -sugirió Carpenter-. Hay algo que se refiere a ti.
–¡Oh! – dijo Chadwick, con creciente interés-. ¿Qué dice?
Carpenter pareció aún más apocado. Su confusión se advertía en el tono de su voz. Sin duda había pensado que Chadwick habría leído el artículo y podría comentarlo con él.
–Bueno, será mejor que lo leas tú mismo, amigo -dijo Carpenter, y colgó el teléfono.
Chadwick contempló el zumbador aparato y colgó a su vez. Como cualquier persona que se entera de que ha sido mencionada en un artículo periodístico que no ha leído, sintió viva curiosidad.
Volvió a su dormitorio con el Express y el Telegraph, los dio a su esposa y empezó a ponerse los pantalones y un suéter de cuello alto sobre el pijama.
–¿Adonde vas? – preguntó su esposa.
–Sólo a comprar otro periódico. Henry Carpenter me ha dicho que trae algo acerca de mí.
–¡Oh! Por fin llegó la fama -dijo su mujer-. Prepararé el desayuno.
En la tienda de periódicos de la esquina quedaban dos ejemplares del Sunday Courier, un pesado y grueso periódico escrito, en opinión de Chadwick, por unos engreídos para los engreídos. Hacía frío en la calle, y por esto se abstuvo de hojear sus numerosas secciones y suplementos, prefiriendo dominar su curiosidad durante unos minutos más y hacerlo en la comodidad de su propia casa. Cuando entró de nuevo en ella, su esposa tenía preparados el zumo de naranjas y el café sobre la mesa de la cocina.
Al abrir el periódico, se dio cuenta de que Carpenter no le había dado el número de la página, por lo que empezó por la sección de noticias generales. Terminó con ella al tomar la segunda taza de café y se saltó las secciones de arte y cultura y de deportes. Quedaban el suplemento en colores y la sección comercial. Dado que él era un modesto empresario en las afueras de Londres, miró en esta sección.
En la tercera página, un nombre llamó su atención; no era el suyo, sino el de una compañía que había quebrado recientemente y con la que había sostenido una breve pero, en definitiva, costosa relación. El artículo figuraba en una columna que blasonaba de su seriedad investigadora.
Mientras leía el artículo, dejó su taza de café y se quedó boquiabierto.
–No puede decir esto de mí -murmuró-. No es verdad.
–¿Que pasa, querido? – preguntó su esposa. Saltaba a la vista que le inquietaba la expresión pasmada del semblante de su marido. Éste, sin decir palabra, le pasó el periódico, doblado de manera que pudiese ver inmediatamente el artículo. Ella lo leyó cuidadosamente y lanzó una sola y breve exclamación al llegar a la mitad.
–Es terrible -dijo, cuando hubo terminado-. Ese hombre da a entender que tuviste algo que ver con un fraude.
Bill Chadwick se había levantado y paseaba arriba y abajo de la cocina.
–No lo da a entender -dijo, dominado ahora por la ira-, sino que lo dice sin ambages. La conclusión es evidente. ¡Maldita sea! Fui víctima de esa gente, no un socio conocedor de lo que se traían entre manos. Vendí sus productos de buena fe. Y su quiebra me ha costado tanto como a los demás.
–¿Puede perjudicarte esto, querido? – preguntó su esposa, con semblante preocupado.
–¿Perjudicarme? Puede arruinarme. Y no es verdad. Ni siquiera he visto nunca al hombre que ha escrito eso. ¿Cómo se llama?
–Gaylord Brent -contestó su esposa, leyendo la firma del artículo.
–No le conozco. Y no se tomó el trabajo de entrevistarse conmigo para comprobar su información. No puede decir esas cosas de mí.
Esto fue lo mismo que le dijo a su abogado el lunes por la tarde. El abogado expresó el natural disgusto por lo que había leído y escuchó con simpatía la explicación de Chadwick sobre lo que había ocurrido realmente en su asociación con la ahora liquidada compañía mercantil.
–Partiendo de lo que usted dice, es indudable que este artículo contiene una difamación contra usted -dijo.
–Entonces, tendrán que retractarse y pedirme disculpas -observó acaloradamente Chadwick.
–En principio, sí -dijo el abogado-. Creo que, para empezar, lo mejor será que yo escriba al director del periódico en su nombre, expresándole nuestra opinión de que ha sido usted difamado por su colaborador y exigiéndole una reparación/en forma de retractación y disculpa, desde luego en lugar destacado.
Y esto fue lo que hizo. Durante dos semanas, no hubo contestación del director del Sunday Courier. Durante dos semanas, tuvo Chadwick que soportar las miradas de sus pocos empleados y evitar, cuando podía, los contactos con otros empresarios. Dos contratos que había esperado conseguir se le escaparon de las manos.
Por fin, el abogado recibió una carta del Sunday Courier. La firmaba un secretario, en nombre del director, y su tono era de cortés rechazamiento.
El director, decía la carta, había estudiado atentamente la carta del abogado en interés de Mr. Chadwick, y estaba dispuesto a considerar la publicación de una carta de Mr. Chadwick en la columna de correspondencia, siempre, naturalmente, previa autorización del propio director.
–En otras palabras, que la harían trizas -dijo Chadwick, sentado de nuevo ante su abogado-. Es un carpetazo, ¿no?
El abogado reflexionó un momento. Resolvió ser franco. Conocía a su cliente desde hacía muchos años.
–Sí -dijo-, lo es. Sólo una vez tuve que tratar con un periódico nacional sobre un asunto de esta clase, pero esta carta es una respuesta muy corriente. Aborrecen publicar retractaciones y, sobre todo, pedir disculpas.
–Entonces, ¿qué puedo hacer? – preguntó Chadwick.
El abogado hizo un ademán.
–Existe el Consejo de Prensa -respondió-. Puede presentarles una queja.
–¿Y qué harían?
–Poca cosa. Generalmente, sólo admiten alegaciones contra los periódicos cuando se puede demostrar que se ha causado un perjuicio innecesario, debido a negligencia del periódico o a un error patente por parte del reportero. También suelen rechazar las quejas por calumnia manifiesta, por ser de competencia de los tribunales. En cualquier caso, sólo pueden amonestar al periódico; nada más.
–¿No puede el Consejo obligar a una retractación y a una disculpa?
–No.
–Entonces, ¿qué nos queda? El abogado suspiró.
–Temo que sólo podemos ir a un pleito. Entablar una demanda ante el Tribunal, por difamación, y reclamando daños y perjuicios. Desde luego, si presentamos la demanda, es posible que el periódico resuelva no formular oposición y publicar la disculpa que usted exige.
–¿Lo haría?
–Tal vez sí, y tal vez no.
–Pero tendría que hacerlo. El caso está clarísimo.
–Permítame que le sea franco -dijo el abogado-. En cuestiones de difamación, no existen los casos claros. En primer lugar, no existe una ley sobre difamación. Mejor dicho, estos casos se rigen por el derecho común, por un montón de precedentes legales establecidos durante siglos. Estos precedentes se prestan a diferentes interpretaciones, y su caso, como cualquier otro, diferirá de los anteriores en pequeños matices o detalles.
»En segundo lugar, se discute en estos casos sobre un conocimiento, sobre un estado mental, sobre lo que pensaba un hombre en un momento dado y, por consiguiente, sobre su intencionalidad, como opuesta a la ignorancia y por ende a la intención. ¿Me sigue usted?
–Sí, creo que sí -dijo Chadwick-. Pero no tendré que demostrar mi inocencia, ¿verdad?
–Pues sí -contestó el abogado-. Usted sería el demandante, y el periódico, el director y Mr. Gaylor Brent, los demandados. Usted tendría que demostrar su absoluto desconocimiento de las intenciones fraudulentas de la ahora quebrada compañía, en la época en que estuvo asociado con ella; sólo así probaríamos que ha sido difamado por la sugerencia de su implicación en el caso.
–¿Me aconseja que no pleitee? – preguntó Chadwick-. ¿Sugiere realmente que me resigne a que un hombre que no se ha preocupado de comprobar los hechos antes do publicarlos vierta sobre mí un cúmulo de mentiras; que acepte incluso la ruina de mi negocio, sin defenderme?
–Mr. Chadwick, tengo que serle franco. A veces se dice que nosotros, los abogados, animamos a nuestros clientes a pleitear a diestro y siniestro, porque tales acciones nos permiten devengar cuantiosos honorarios. En realidad, suele ocurrir lo contrario. Son los amigos, la esposa, los colegas del litigante, quienes le impulsan a entablar el pleito. Ellos, desde luego, no tienen que pagar las costas. Para el profano, un buen pleito es una panacea. Nosotros, los profesionales, sabemos demasiado lo que cuestan los litigios.
Chadwick reflexionó sobre la cuestión del costo de la justicia, cosa en la que había pensado raras veces.
–¿Cuánto podría costar? – preguntó a continuación, en voz baja.
–Lo bastante para arruinarle -respondió el abogado.
–Yo pensaba que, en este país, todos los hombres podían ampararse en la ley -dijo Chadwick.
–En teoría, sí -admitió el abogado-. En la práctica, es muy diferente. ¿Es usted rico, Mr. Chadwick?
–No. Tengo un pequeño negocio. En estos tiempos, significa que mi liquidez es muy escasa. He trabajado de firme toda mi vida, y voy tirando. Soy dueño de mi casa, de mi coche y de mi ropa. Tengo concertado el subsidio de vejez como trabajador autónomo, una póliza de seguro de vida y unos ahorros de unos miles de libras. Soy un hombre corriente, oscuro.
–A esto iba -dijo el abogado-. En la actualidad, sólo los ricos pueden pleitear contra los ricos, y más en los casos de difamación en los que un litigante puede ganar el pleito y tener que pagar sus propias costas. Y éstas, si el pleito es largo, y aún sin hablar de la apelación, pueden ser diez veces superiores a la indemnización por daños y perjuicios.
»Los grandes periódicos, las grandes editoriales y otras empresas parecidas, tienen concertados seguros que cubren las indemnizaciones por difamación que puedan dictarse contra ellas. Pueden requerir los servicios de los abogados más eminentes del West End, los más costosos de Queen's Counsel. Por esto, cuando se enfrentan…, perdone la expresión…, con un hombre modesto, suelen rechazar todo arreglo. Con un poco de habilidad, un pleito puede alargarse cinco años o más, antes de que se dicte sentencia, y, durante este tiempo, las costas de ambas partes no paran de subir. Sólo la preparación del caso puede costar muchos miles. Y una vez ante el Tribunal, las costas se disparan como un cohete, al cobrar los abogados cuantiosos honorarios y «dietas». Entonces, el abogado puede también exigir la ayuda de un colaborador más joven.
–¿A cuánto pueden ascender las costas? – preguntó Chadwick.
–En un pleito largo, con años de preparación, y aún excluyendo una apelación posible, varias decenas de miles de libras -respondió el abogado-. Y aún hay más.
–¿Qué más debo saber? – preguntó Chadwick.
–Si usted gana y los demandados son condenados al pago de las costas, percibirá la indemnización de perjuicios limpia. Pero si el juez no hace condena de costas, cosa que sólo suelen hacer en los casos peores, tiene usted que pagar las suyas. Si pierde, el juez puede condenarle a pagar las costas de los demandados, además de las suyas propias. Incluso si usted gana, el periódico puede apelar a la sentencia. Lo cual significa doblar el importe de las costas. Y si gana usted la apelación, sin especial condena de costas, puede verse igualmente arruinado.
»Además, hay que contar con las salpicaduras. Después de dos años, la gente se ha olvidado ya del artículo publicado en el periódico. El juicio vuelve a ponerlo de actualidad, con profusión de nuevos materiales y alegaciones. Aunque usted sea el demandante, el abogado del periódico pondrá todo su empeño en destruir su reputación de honrado hombre de negocios, en interés de sus clientes. Échese cieno en cantidad bastante, y algo quedará de él. Ha habido hombres, demasiado numerosos para mencionarlos, que, después de ganar sus pleitos, han salido con su reputación manchada. Porque todas las alegaciones que se formulan ante los tribunales pueden ser publicadas aunque no tengan fundamento.
–¿Y qué me dice del beneficio de pobreza? – preguntó Chadwick.
Como la mayoría de las personas, había oído hablar de esto, pero nunca lo había investigado.
–Probablemente, no es lo que usted cree -dijo el abogado-. Para conseguirlo, hay que demostrar que se carece de bienes. Y éste no es su caso. Para lograr la defensa por pobre, tendría que hacer desaparecer su casa, su coche y sus ahorros.
–Así pues, es la ruina, se mire como se mire -dijo Chadwick.
–Lo siento, lo siento de veras. Podría animarle a plantear un pleito largo y costoso, pero creo sinceramente que el mejor favor que puedo hacerle es mostrarle los escollos y los peligros como son en realidad. Hay muchas personas que se metieron ardorosamente en pleitos y tuvieron que lamentarlo amargamente durante toda su vida. Algunos no se recobraron nunca de los años de tensión y de apuros económicos.
Chadwick se levantó.
–Ha sido usted muy sincero, y se lo agradezco -dijo.
Más tarde, desde la mesa de su despacho, telefoneó al Sunday Courier y pidió hablar con el director. Una secretaria se puso al aparato y le preguntó su nombre. Él se lo dijo.
–¿Y de qué desea hablar con Mr. Buxton? – preguntó ella.
–Quisiera que me diese día y hora para hablar con él personalmente -dijo Chadwick.
Hubo una pausa en la línea y oyó que hablaban por un teléfono interior. Después, la secretaria dijo:
–¿De qué asunto desea usted hablar con Mr. Buxton?
Chadwick le explicó brevemente que quería ver al director para exponerle su versión de los hechos que le había atribuido Gaylord Brent en un artículo, hacía dos semanas.
–Lamento decirle que Mr. Buxton no recibe visitas en su despacho -dijo la secretaria-. Si tiene usted la bondad de escribirle una carta, él la tomará en consideración.
Colgó el teléfono. A la mañana siguiente, Chadwick tomó el Metro de Central London y se presentó en la recepción de «Courier House».
Ante un corpulento conserje uniformado, llenó un impreso, consignando su nombre, su dirección, la persona con quien deseaba hablar y el objeto de su visita. Le dijeron que se sentara, y esperó.
Al cabo de media hora, se abrió la puerta del ascensor y apareció un joven esbelto y elegante, envuelto en una nube de perfume de loción para después del afeitado. Levantó una ceja, mirando al conserje, y éste señaló a Bill Chadwick. El joven se acercó. Chadwick se puso en pie.
–Soy Adrián St. Claire -dijo el joven, pronunciando Sinclair-, secretario particular de Mr. Buxton. ¿En qué puedo servirle?
Chadwick le expuso lo del artículo firmado por Gaylord Brent y le dijo que deseaba explicar personalmente a Mr. Buxton que lo que aquél había escrito sobre él no sólo era falso, sino que podía representar la ruina de su negocio. St. Claire se mostró comprensivo pero indiferente.
–Sí, desde luego, comprendo su preocupación, Mr. Chadwick. Pero lamento decirle que una entrevista personal con Mr. Buxton es simplemente imposible. Está muy ocupado, ya sabe. Yo…, bueno…, creo que un abogado escribió ya en su nombre al director.
–Escribió una carta -dijo Chadwick-. La contestó un secretario. Decía que podrían tomar en consideración una carta dirigida a la columna de correspendencia. Ahora pido que él escuche al menos mi versión del asunto.
St. Claire sonrió brevemente.
–Ya le he dicho que esto es imposible -dijo-. Una carta al director es lo único que podemos aceptar.
–Entonces, ¿podría ver a Mr. Gaylord Brent? – preguntó Chadwick.
–No creo que le sirviese de mucho -repuso St. Claire-. Desde luego, si usted o su abogado desean escribir de nuevo, estoy seguro de que la carta será estudiada por nuestra asesoría jurídica, como de costumbre. Fuera de esto, lamento no poder complacerle.
El conserje acompañó a Chadwick hasta la puerta giratoria.
Chadwick almorzó un bocadillo en un café próximo a Fleet Street, y el tiempo que tardó en comerlo lo pasó sumido en honda reflexión. A primera hora de la tarde, se sentó en una de esas bibliotecas de referencias que se encuentran en Central London, especializadas en archivos contemporáneos de datos y recortes de periódicos. Un repaso de los recientes pleitos por difamación le mostró que su abogado no había exagerado.
Uno de los casos le llenó de espanto. Un hombre de edad madura había sido gravemente difamado en un libro de un autor de moda. Le había demandado, había ganado el pleito y la sentencia había fijado una indemnización de 30.000 libras y condenado al editor al pago de las costas. Pero el editor había apelado, y el Tribunal de Apelación había dejado sin efecto la indemnización por perjuicios y declarado que cada parte tenía que pagar sus costas. Viéndose económicamente arruinado, después de cuatro años de litigio, el demandante había llevado el caso a los Lores. Sus Señorías habían revocado la sentencia del Tribunal de Apelación, restableciendo la primitiva condena de daños y perjuicios, pero sin hacer pronunciamiento especial sobre las costas. El hombre había ganado su indemnización de 30.000 libras, pero, en aquellos cinco años, las costas a su cargo habían ascendido a 45.000 libras. El editor, entre indemnización y costas, había perdido 75.000 libras, pero la mayor parte de esta suma estaba cubierta por el seguro. El demandante había ganado el pleito, pero se había arruinado. Las fotografías mostraban que, durante el primer año de litigio, era un hombre enérgico de sesenta años. Cinco años después, era una desgracia humana, agotado por la continua tensión y por las crecientes deudas. Había muerto en la miseria, pero salvado su reputación.
Bill Chadwick resolvió que no le ocurriría nada semejante y se dirigió a la Biblioteca Pública de Westminster. Se sentó en el salón de lectura, con un ejemplar de Leyes de Inglaterra, de Haisbury.
Como había dicho su abogado, no había ninguna ley especial sobre difamación, a la manera de la Ley de Circulación por Carretera; pero sí había una ley de 1888 en la que se contenía la definición generalmente aceptada de difamación, en estos términos:
La difamación es una declaración que tiende a rebajar a una persona en la estima de los miembros bien pensantes de la sociedad en general, o que hace que sea desdeñada o evitada, o que la expone al odio, al desprecio o al ridículo, o que entraña una imputación deshonrosa o injuriosa en su trabajo, profesión, vocación, empleo o negocio.
«Bueno, al menos la última parte es aplicable a mi caso», pensó Chadwick.
Algo que había dicho su abogado en el curso de su disertación acudió a su memoria: «…todas las alegaciones que se formulan ante los tribunales pueden ser publicadas aunque no tengan fundamento.» Había dicho esto, ¿no?
Sí, y tenía razón. La misma ley de 1888 lo establecía claramente. Todo lo que se dijese durante las vistas ante los tribunales podía ser publicado, sin que él reportero, el director, el impresor o el editor, pudiesen ser demandados por difamación, siempre que el relato fuese «fiel, verídico y exacto».
Esto, pensó Chadwick, debía ser para que los jueces, magistrados, testigos, policías, abogados e incluso el demandante, no temiesen declarar lo que consideraban ser verdad, con independencia del resultado del pleito.
Este amparo contra toda acción por parte de la persona insultada, calumniada o difamada, siempre que la declaración se hiciese en el curso de una vista ante el tribunal, y la ausencia de responsabilidad •para quienes transcribiesen, imprimiesen y publicasen exactamente lo que se había dicho, recibía el nombre de «privilegio absoluto».
Mientras volvía en el Metro a su barrio suburbano, una idea empezó a germinar en la mente de Bill Chadwick.
Después de cuatro días de pesquisas, Chadwick descubrió que Gaylord Brent vivía en una empinada calleja de Hampstead, y allí se dirigió el domingo siguiente por la mañana. Pensaba que ningún redactor de un periódico dominguero trabajaría en domingo, y confió en que la familia Brent no se hubiese marchado al campo para el fin de semana. Subió los peldaños de la entrada, y llamó.
Al cabo de dos minutos, una mujer de unos treinta y cinco años y de aspecto agradable abrió la puerta.
–¿Está Mr. Brent? – preguntó Chadwick, y añadió después de una pausa-: Es acerca de su artículo en el Courier.
No era una mentira, pero sirvió para convencer a Mrs. Brent de que el visitante procedía de la oficina de Fleet Street. Ella sonrió, se volvió, gritó «Gaylord» en el pasillo y se volvió de nuevo a Chadwick.
–Estará aquí dentro de un minuto -dijo, y se retiró, atraída por el ruido de unos niños pequeños dentro de la casa, y dejando la puerta abierta.
Chadwick esperó.
Un minuto después, apareció el propio Gaylord Brent, hombre elegante, de unos cuarenta y pico de años, luciendo unos pantalones de color pastel y una camisa de color de rosa.
–¿Sí? – preguntó.
–¿Mr. Gaylord Brent? – preguntó Chadwick.
–Sí.
Chadwick desplegó el recorte de periódico que llevaba en la mano y se lo mostró.
–Es por este artículo que publicó usted en el Suncfay Courier.
Gaylord Brent miró unos segundos el recorte, sin tocarlo. Su expresión era de perplejidad, con un matiz de petulancia.
–Esto es de casi cuatro semanas atrás -dijo-. ¿Y bien?
–Siento molestarle en domingo -explicó Chadwick-, pero es un riesgo que todos debemos correr. Mire, en este artículo, usted me difamó gravemente. Me ha causado considerables perjuicios en mi negocio y en mi vida social.
La perplejidad permaneció en el semblante de Brent, pero se combinó ahora con una creciente irritación.
–¿Y quién diablos es usted? – preguntó.
–¡Oh! Discúlpeme. Me llamo William Chadwick. Gaylord Brent comprendió al fin, al oír el nombre, y la irritación se adueñó completamente de él.
–Escuche -dijo-, no puede usted venir a mi casa con lamentaciones. Hay otros procedimientos más adecuados. Pídale a su abogado que escriba una…
–Ya lo hice -replicó Chadwick-, pero no sirvió de nada. También traté de ver al director, pero no quiso recibirme. Por eso he acudido a usted.
–Pero esto es inaudito -protestó Gaylord Brent, disponiéndose a cerrar la puerta.
–Bueno, es que tengo algo para usted -dijo suavemente Chadwick, y la mano de Brent se detuvo en la jamba de la puerta.
–¿Qué?
–Esto -dijo Chadwick.
Mientras pronunciaba esta palabra, levantó y cerró la mano derecha y largó un puñetazo a Gaylord Brent en la punta de la nariz. Un puñetazo fuerte, pero no lo bastante para romperle el hueso, ni siquiera el cartílago. Gaylord Brent dio un paso atrás, lanzó un fuerte «¡Ooooooh!» y se llevó una mano a la nariz. Sus ojos se llenaron de lágrimas y el hombre sorbió por la nariz las primeras gotas de sangre. Miró fijamente a Chadwick durante un segundo, como si se enfrentase con un loco, y cerró la puerta de golpe. Chadwick le oyó correr por el pasillo.
Encontró al agente de Policía uniformado en la esquina de Heath Street. Era un joven que disfrutaba de la paz de la fresca mañana, pero que parecía estar un poco aburrido.
–Agente -dijo Chadwick, acercándose a él-, será mejor que venga conmigo. Se ha cometido una agresión contra un vecino.
El joven policía se irguió.
–¿Una agresión, señor? – inquirió-. ¿Dónde?
–Sólo a dos calles de aquí -dijo Chadwick-. Tenga la bondad de acompañarme.
Sin esperar a que le hiciesen más preguntas, llamó con el dedo índice al policía, se volvió y empezó a desandar su camino a paso vivo. Detrás de él, oyó que el guardia decía algo a través del micrófono prendido en su solapa y escuchó las pisadas de sus botas de servicio.
El agente de la ley alcanzó a Chadwick en la esquina de la calle donde vivía la familia Brent. Para evitar más preguntas, Chadwick mantuvo su paso vivo y dijo al policía:
–Es ahí, agente; en el número treinta y dos.
Cuando llegaron, la puerta seguía cerrada. Chadwick la señaló.
–Es ésa -dijo.
Después de una pausa y de una mirada recelosa a Chadwick, el agente subió la escalera de la entrada y pulsó el timbre. Chadwick se reunió con él en el peldaño superior. La puerta se abrió despacio, y apareció Mrs. Brent, que abrió mucho los ojos al ver a Chadwick. Antes de que el policía hablase, Chadwick tomó la palabra.
–Mrs. Brent, ¿podría este agente hablar con su marido?
Mrs. Brent asintió con la cabeza y se dirigió corriendo al interior de la casa. Los dos visitantes pudieron oír una conversación en voz baja. Las palabras «policía» y «aquel hombre» fueron claramente perceptibles. Un minuto después, Brent apareció en la puerta. Con la mano izquierda, sujetaba una toalla húmeda sobre su nariz. Sorbió repetidas veces.
–¿Y bien? – dijo.
–Ése es Mr. Gaylord Brent -dijo Chawdick.
–¿Es usted Mr. Gaylord Brent? – preguntó el agente.
–Sí -respondió Gaylord Brent.
–Hace unos minutos -explicó Chadwick-, Mr. Brent fue deliberadamente agredido con un puñetazo en la nariz.
–¿Es verdad esto? – preguntó el policía a Brent.
–Sí -admitió Brent, asintiendo con la cabeza y mirando fijamente a Chadwick por encima de la toalla.
–Comprendo -dijo el agente, que en realidad no comprendía nada-. ¿Y quién se lo hizo?
–Yo -contestó Chadwick.
El policía se volvió, con aire de incredulidad.
–¿Qué ha dicho? – preguntó.
–Que lo hice yo. Yo le golpeé en la nariz. Y esto es una agresión, ¿verdad?
–¿Es cierto esto? – preguntó el policía a Brent. Éste asintió con la cabeza.
–¿Puedo preguntarle por qué lo hizo? – dijo el policía a Chadwick.
–En cuanto a esto -respondió Chadwick-, sólo lo explicaré cuando preste declaración en la Comisaría.
El policía parecía desconcertado. Al fin, dijo:
–Muy bien, señor; en tal caso, debo pedirle que me acompañe.
Entretanto, había llegado a Heath Street un automóvil «Panda», llamado por el agente cinco minutos antes. Éste sostuvo una breve conversación con los dos policías uniformados del coche, y se sentó con Chadwick en los asientos de atrás. El automóvil les llevó en dos minutos a la Comisaría local. Chadwick fue conducido a presencia del sargento de guardia. Guardó silencio mientras el joven guardia explicaba al sargento lo ocurrido. El sargento, viejo veterano cargado de paciencia, contempló a Chadwick con cierto interés.
–¿Quién es el hombre a quien pegó? – preguntó al fin.
–Mr. Gaylord Brent -contestó Chadwick.
–No le es a usted simpático, ¿verdad? – preguntó el sargento.
–No mucho -admitió Chadwick.
–¿Por qué llamó al agente y le dijo que usted lo había hecho? – preguntó el sargento. Chadwick se encogió de hombros.
–Es la ley, ¿no? Se ha vulnerado la ley. Había que informar a la Policía.
–Una idea digna de encomio -reconoció el sargento. Se volvió al agente-. ¿Es grave la lesión de Mr. Brent?
–No lo creo -dijo el joven policía-. Parecía más bien un golpecito en la jeta. El sargento suspiró.
–Dirección -pidió-. El agente se la dio-. Esperen aquí -dijo el sargento.
Se retiró a una habitación interior. El número de teléfono de Gaylord Brent no figuraba en la guía, pero el sargento lo obtuvo del servicio de Información. Llamó. Volvió al cabo de un rato.
–Mr. Gaylord Brent no parece deseoso de llevar el asunto adelante -dijo.
–No se trata de esto -dijo Chadwick-. Mr. Brent no es nadie para entorpecer la acción de la justicia. No estamos en Norteamérica. Lo cierto es que se ha cometido una agresión, vulnerando las leyes del país, y corresponde a la Policía decidir si hay que proceder contra el autor del hecho.
El sargento le miró con disgusto.
–Sabe algo de leyes, ¿eh, señor?
–He leído un poco -afirmó Chadwick.
–Como todos -suspiró el sargento-. Pero la Policía podría decidir no mantener la acusación.
–Si es así, no tengo más remedio que decirle que, si no la mantiene, volveré allí y repetiré la agresión -dijo Chadwick.
El sargento tomó lentamente un pliego de impresos para denuncias.
–Entonces, no hay más que hablar -dijo-. ¿Nombre?
Bill Chadwick dio su nombre y su dirección y fue conducido a la sala de interrogatorios. Allí, se negó a prestar declaración y dijo solamente que deseaba explicar su acción al magistrado, a su debido tiempo. Lo escribieron a máquina en una hoja, y él firmó ésta. Entonces fue formalmente acusado; el sargento le señaló una fianza de 100 libras y le citó para comparecer ante el tribunal de North London a la mañana siguiente. Después de lo cual, le dejaron marchar.
El día siguiente compareció a la vista preliminar. Ésta sólo duró dos minutos. Chadwick rehusó hacer alegaciones, sabiendo que esta negativa tenía que ser interpretada por el tribunal como indicación de que, llegado el momento, podía declararse inocente. Fue citado para dos semanas después y se aumentó la fianza en otras 100 libras. Como sólo era una vista preliminar, Mr. Gaylord Brent no estuvo presente en la sala. Como era un caso de agresión vulgar, la noticia sólo ocupó unas líneas en el periódico local. Y, como nadie del distrito donde vivía Bill Chadwick leía aquel periódico, la noticia pasó inadvertida.
Pero, en la semana anterior al juicio, los directores de la sección de noticias de los principales periódicos de la tarde y del domingo de Fleet Street y sus alrededores, recibieron sendas llamadas telefónicas.
En todos los casos, el informador anónimo comunicó al director que el eminente investigador del Courier, Gaylord Brent, comparecería ante el tribunal de North London el lunes próximo, en una causa por agresión seguida de oficio contra William Chadwick, y que recomendaba al director, en su propio interés, que enviase a uno de sus reporteros, en vez de limitarse a recoger la información de la «Press Association».
La mayoría de los directores comprobaron la lista de juicios señalados por el tribunal para aquel día, confirmaron que el nombre de Chadwick figuraba en ella, y enviaron un reportero. Nadie sabía de qué se trataba exactamente, pero todos esperaban que fuese algo interesante. A semejanza de lo que ocurre en el movimiento sindical, la teoría de la camaradería en Fleet Street dista bastante de la solidaridad en la práctica.
Bill Chadwick compareció a las 10 en punto de la mañana, y le dijeron que esperase a que le llama sen para el juicio. Esto ocurrió a las once y cuarto. Cuando entró en la sala, una rápida mirada a los bancos de la Prensa confirmó su presunción de que estarían llenos a rebosar. No había advertido que Gaylord Brent, citado como testigo, estaba sentado fuera de la sala, en uno de los bancos del vestíbulo principal. Según la ley inglesa, ningún testigo puede entrar en la sala del tribunal antes de que le llamen para prestar declaración. Sólo después de haber declarado puede sentarse en el fondo de la sala y presenciar el resto del juicio. Esto sumió a Chadwick en una momentánea perplejidad. Resolvió el problema declarándose inocente.
Rehusó el magnánimo ofrecimiento del juez de suspender nuevamente el juicio para que pudiese nombrar un abogado defensor, y explicó que deseaba defenderse él mismo. El juez se encogió de hombros, pero accedió.
El fiscal expuso los hechos, o al menos lo que sabía de ellos, e hizo que algunos arquearan las cejas cuando dijo que el propio Chadwick había acudido al agente Clarke aquella mañana, en Hampstead, para denunciar la agresión. Sin más preámbulos, llamó al agente Clarke a prestar declaración.
El joven policía prestó juramento y refirió la detención. El juez preguntó a Chadwick si quería repreguntar al testigo. Chadwick rehusó hacerlo. El juez repitió su pregunta, y él rehusó de nuevo. El agente Clarke bajó del estrado y fue a sentarse en el fondo de la sala. Entonces llamaron a Gaylord Brent. Éste subió al estrado y prestó juramento. Chadwick se levantó.
–Señoría -dijo al juez, con voz clara-, he estado reflexionando y deseo cambiar mi primera manifestación. Me declaro culpable.
El juez le miró fijamente. El fiscal, que se había levantado para interrogar al testigo, se sentó. Gaylord Brent, en el sillón de los testigos, guardó silencio.
–Bueno -dijo el juez-. ¿Está usted seguro, Mr. Chadwick?
–Sí, Señoría; Completamente seguro.
–Mr. Cargill, ¿tiene usted algo que oponer? – preguntó el juez al fiscal.
–Nada, Señoría -contestó Cargill-. Debo presumir que el acusado reconoce los hechos tal como los he expuesto.
–Los reconozco -asintió Chadwick, desde el banquillo-. Reflejan exactamente lo ocurrido. El juez se volvió a Gaylord Brent.
–Siento que le hayamos molestado, Mr. Brent -dijo-, pero creo que ya no le necesitaremos como testigo. Puede abandonar la sala o sentarse en los bancos de atrás.
Gaylord Brent asintió con la cabeza y bajó del estrado. Saludó con otro movimiento de cabeza a los bancos de 'a Prensa y fue a sentarse junto a) agente de Policía que había prestado declaración. El juez se dirigió a Chadwick.
–Mr. Chadwick, usted se ha confesado culpable. Esto quiere decir que reconoce haber agredido a Mr. Brent. ¿Quiere llamar a algún testigo en su defensa?
–No, Señoría.
–Si quiere, puede aportar testigos de buena conducta, o declarar usted mismo, si hay alguna circunstancia atenuante.
–No deseo aportar ningún testigo. Señoría -dijo Chadwick-. En cuanto a las circunstancias atenuantes, quisiera hacer una declaración.
–Está en su derecho -dijo el juez.
–Señoría, hace seis semanas, Mr. Gaylord Brent publicó este artículo -dijo Chadwick, levantándose y sacando del bolsillo un recorte de periódico- en el Sunday Courier, que es el periódico para el que trabaja. Ruego a Su Señoría que lo lea.
Un ujier se adelantó, tomó el recorte y se acercó al juez.
–¿Tiene esto algo que ver con la causa que se está debatiendo? – preguntó el magistrado.
–Sí, señor. Tiene mucho que ver.
–Muy bien -dijo el juez, que tomó el recorte de manos del ujier y lo leyó rápidamente. Cuando hubo terminado, lo dejó y dijo-: Visto.
–En ese artículo -explicó Chadwick- Gaylord Brent me hizo víctima de una cruel difamación que me causó un enorme perjuicio. Su Señoría habrá observado que el artículo se refiere a una compañía que mercantilizó un producto y después quebró, defraudando a numerosas personas en sus inversiones. Desgraciadamente, yo fui uno de los comerciantes que, como otros muchos, creí que se trataba de una compañía sólida y con un producto de confianza, y me vi defraudado por ella. La verdad es que mi error también me costó dinero; pero no fue más que un error. En ese artículo, nacido de la nada, se me acusó sin fundamento de una mal establecida complicidad en el asunto, y, lo que es peor, fui acusado por un descuidado, perezoso e incompetente chupatintas que ni siquiera pudo molestarse en hacer debidamente su trabajo.
Hubo un rumor en la sala y, después, una pausa, Después de ésta, los lápices empezaron a moverse frenéticamente sobre las hojas de papel pautado, en ¡os bancos de la Prensa.
El fiscal se levantó.
–¿Cree Su Señoría que esto tiene algo que ver con las circunstancias atenuantes? – preguntó, en tono gemebundo.
–Puedo asegurar a Su Señoría -terció Chadwick- que sólo estoy tratando de explicar los antecedentes del caso. Creo, sencillamente, que Su Señoría podrá juzgar mejor la infracción si conoce sus motivos.
El juez observó unos momentos a Chadwick.
–El acusado está en su derecho -dijo-. Prosiga.
–Gracias, Señoría -dijo Chadwick-. Bueno, si ese caballero que se hace llamar periodista se hubiese tomado la molestia de ponerse al habla conmigo antes de escribir ese montón de basura, yo habría podido mostrarle mis archivos, mis cuentas y mis documentos bancarios, para demostrarle, sin lugar a dudas, que había sido tan engañado como los compradores. Y que había perdido grandes cantidades en la operación. Pero él no podía molestarse en ponerse en contacto conmigo, a pesar de que mi teléfono figura en la sección alfabética de la guía telefónica y en las páginas amarillas. Por lo visto, detrás de su pantalla de orgullosa competencia, ese intrépido investigador prefiere escuchar los chismes de café a comprobar los hechos…
Gaylord Brent, rojo de ira, se levantó en el fondo de la sala.
–¡Eh! Escuche… -gritó.
–¡Silencio! -rugió el ujier, poniéndose también en pie-. ¡Silencio en la Sala!
-Comprendo su irritación, Mr. Chadwick -terció el juez-, pero todavía me pregunto qué tiene esto que ver con las circunstancias atenuantes.
–Señoría -dijo humildemente Chadwick-, sólo apelo a su sentido de la justicia. Cuando un hombre que siempre ha llevado una vida pacífica y observado la ley golpea de pronto a otro ser humano, creo que deben conocerse los motivos de una acción tan anómala. Pienso que éstos deben influir en el juicio del hombre encargado de dictar sentencia.
–Está bien -admitió el juez-, explique sus motivos. Pero, por favor, modere su lenguaje.
–Lo haré -dijo Chadwick-. Después de la publicación de ese fárrago de embustes, disfrazados de periodismo serio, mi negocio se vio gravemente afectado. Resultó que algunos de mis asociados, ignorantes de que los datos expuestos por Mr. Gaylord Brent no eran fruto de una investigación a fondo, sino del fondo de una botella de whisky, estaban dispuestos a creer todas aquellas falsedades.
En el fondo de la sala, Gaylord Brent estaba fuera de sí.
Dio un codazo al policía sentado a su lado.
–No puede continuar así, ¿verdad?
–Cállese -dijo el policía. Brent se levantó.
–Señor juez -gritó-, quisiera decir…
–¡Silencio! – gritó el ujier.
–Si hay más interrupciones por parte del público, mandaré expulsar al responsable -dijo el magistrado.
–Por esto, señor -prosiguió Chadwick-, empecé a reflexionar. Me pregunté con qué derecho podía un payaso mal informado, demasiado perezoso para comprobar sus afirmaciones, ocultarse detrás de los procedimientos legales y de los recursos financieros de que dispone un periódico importante, y desde este ventajoso punto, arruinar a un hombre modesto al que ni siquiera se tomó el trabajo de conocer; un hombre que ha trabajado de firme toda su vida y tan honradamente como ha podido.
–Hay otros recursos contra una presunta difamación -observó el juez.
–Ciertamente, Señoría -dijo Chadwick-, pero Su Señoría debe saber, como hombre de leyes que es, que pocas personas pueden hoy en día cargar con los enormes gastos necesarios para luchar contra el poder de un periódico nacional. Por consiguiente, traté de ver al director para explicarle, con hechos y documentos, que su empleado había estado completamente equivocado y ni siquiera se había esforzado en ser veraz. Pero él se negó en redondo a recibirme. Entonces quise ver personalmente a Gaylord Brent, y, dado que en su oficina no me lo permitieron, fui a visitarle a su casa.
–¿Para pegarle en la nariz? – inquirió el magistrado-. Pudo ser usted gravemente difamado, pero esto no excusa la violencia.
–¡Oh, no, señor! – exclamó Chadwick, sorprendido-. No fui con la intención de pegarle, sino de discutir con él. Fui a pedirle que estudiase las pruebas y se convenciese de que lo que había escrito era falso.
–¡Ah! – exclamó el juez, con interés-. Por fin salió el motivo. ¿Fue a su casa a pedirle una rectificación?
–Exactamente, Señoría -dijo Chadwick. Sabía, igual que el fiscal, que, al no estar declarando bajo juramento, no podía ser repreguntado.
–¿Y por qué no discutió con él? – preguntó el juez.
Chadwick encogió los hombros.
–Lo intenté -dijo-. Pero él me trató con el mismo desdén que me habían tratado en las oficinas del periódico. Sabía que yo era un hombre modesto, vulgar; que no podía luchar contra el poderoso Courier.
–¿Qué pasó entonces? – preguntó el juez.
–Confieso que algo explotó dentro de mí -respondió Chadwick-. Hice una cosa imperdonable. Le di un puñetazo en la nariz. Por única vez en mi vida, perdí el control.
Dicho lo cual, se sentó. El juez contempló la sala desde el estrado.
«Si tú perdiste el control, amigo mío -pensó-, el "Concorde" vuela impulsado por un tirachinas.» Sin embargo, no pudo dejar de recordar un incidente acaecido años atrás, cuando fue baqueteado por la Prensa con motivo de una sentencia dictada por él en otro tribunal; su furor había sido compensado al demostrarse más tarde que había tenido razón. En voz alta, dijo:
–El caso es grave. El tribunal puede aceptar que usted se sintió vilipendiado, e incluso que, cuando fue aquella mañana a Hampstead, no albergaba intenciones violentas. Sin embargo, pegó a Mr. Brent, y lo hizo en la puerta de su casa. En nuestra sociedad, no podemos permitir que un ciudadano particular se crea autorizado a pegarles en las narices a los distinguidos periodistas del país. Por consiguiente, se le impone una multa de cien libras, con otras cincuenta libras en concepto de costas.
Bill Chadwick extendió un cheque, mientras se vaciaban los bancos de la Prensa y los reporteros se disputaban los teléfonos y los taxis. Cuando bajaba la escalinata del edificio del tribunal, sintió que alguien le agarraba de un brazo.
Se volvió y se encontró frente a Gaylord Brent, pálido de ira y temblando de excitación.
–¡Bastardo! – exclamó el periodista-. No podrá salir tan bien librado después de lo que ha dicho ahí.
–Vaya si podré -dijo Chadwick-. Habida cuenta de que lo he dicho en el curso de un juicio. Es el llamado «privilegio absoluto».
–Pero yo no soy lo que usted ha dicho -dijo Brent-. No puede difamar a un hombre de este modo.
–¿Por qué no? – dijo tranquilamente-. Usted lo hizo.