Pensé que decía con cada tic:

Estoy tan enfermo, tan enfermo, tan enfermo;

Oh Muerte, ven corriendo, ven corriendo, ven corriendo.

Francis Cornford, «El reloj»

Resa no sabía cuánto tiempo llevaba sentada en la penumbra de la oscura cueva que servía de dormitorio a los titiriteros sosteniendo la mano de Mo. Una de las mujeres le trajo algo de comer y de vez en cuando entraba, veloz, uno de los niños, se apoyaba contra la pared de la cueva y escuchaba, atento, lo que ella contaba en voz baja a Mo… de Meggie y Elinor, de Darius, de la biblioteca, de los libros y de su taller en los que él los curaba de enfermedades y heridas tan graves como la suya… Qué extrañas debían parecerles a los titiriteros sus historias de otro mundo, inédito. Y sobre todo qué extraño debía antojárseles que ella hablase con alguien que yacía inmóvil con los ojos cerrados, como si jamás pudiera volver a abrirlos.

La vieja había regresado a la fortaleza de Capricornio con tres hombres justo cuando la quinta Mujer Blanca apareció en la escalera. El trayecto no había sido demasiado largo. Resa había visto guardianes entre los árboles cuando entraron en el campamento. Los vigilantes eran tullidos y ancianos, mujeres con niños pequeños… pero al parecer también personas que se limitaban a descansar allí de la ajetreada vida por los caminos.

--Del príncipe --había respondido uno de los titiriteros que habían traído a Mo cuando Resa le preguntó de dónde procedían la comida y la ropa de toda esa gente. Y cuando ella había preguntado a qué príncipe se refería, se limitó a entregarle una piedra negra como respuesta.

A la vieja que había aparecido tan de repente a la puerta de la fortaleza de Capricornio la llamaban Ortiga. Todos la trataban con respeto y seguramente también con un cierto temor. Resa había tenido que ayudarla cuando ella quemó la herida de Mo. Aún se sentía mal siempre que lo recordaba. Después había ayudado a la anciana a vendar la herida, y atendido todas sus indicaciones.

--Si dentro de tres días todavía respira, quizá sobreviva --había dicho antes de dejarla sola en la cueva que los protegía de los animales salvajes, del sol y la lluvia, pero no del miedo y ni de los negros pensamientos desesperados.

Tres días. Fuera oscureció y volvió a clarear, luz y de nuevo oscuridad, y cada vez que volvía Ortiga y se inclinaba sobre Mo, Resa buscaba desesperadamente en su rostro un rayo de esperanza, pero el rostro de la anciana permanecía inexpresivo. Transcurrieron tres días y Mo seguía respirando, pero simplemente se negaba a abrir los ojos.

En la cueva olía a setas, la comida favorita de los duendes, seguramente antaño habría vivido allí una horda de ellos. Ahora el olor a setas se mezclaba con el de las ramas secas. Los titiriteros habían esparcido sobre el frío suelo de la cueva ramas y hierbas aromáticas. Tomillo, reina de los prados, asperilla… Resa frotó las hojas secas entre sus dedos mientras estaba sentada y refrescaba la frente de Mo, que desde hacía mucho ardía. El aroma del tomillo le recordó un cuento de hadas que él le había leído, hacía una eternidad, cuando él todavía ignoraba que su voz podía hacer salir de las letras a alguien como Capricornio. No traigas a casa tomillo silvestre, se decía en él, pues augura desgracia. Resa arrojó lejos los duros tallos y se limpió en el vestido el aroma de los dedos.

Una de las mujeres volvió a traerle algo de comer y se sentó un momento a su lado, silenciosa, como si quisiera brindarle algún consuelo con su presencia. Poco después entraron también tres hombres, pero se quedaron a la entrada de la cueva limitándose a observar desde lejos a Mo, cuchicheando entre sí, mientras los miraban.

--¿Es grata nuestra presencia aquí? --preguntó Resa a Ortiga en una de sus silenciosas visitas--. Creo que hablan de nosotros.

--¡Déjalos que hablen! --se limitó a contestar la anciana--. Les he contado que fuisteis atacados por salteadores de caminos, pero naturalmente eso no les basta. Una mujer hermosa, un hombre con una extraña herida, ¿de dónde vendrán? ¿Qué les habrá sucedido? Sienten curiosidad. Y si eres lista, no dejarás que contemplen la cicatriz de su brazo.

--¿Por qué? --le preguntó Resa sin comprender.

La anciana la observó como si quisiera escudriñar el interior de su corazón.

--Bueno, si de verdad no lo sabes, entonces será mejor que sigas ignorándolo --replicó--. Y déjalos que hablen. ¿Qué otra cosa iban a hacer si no? Algunos vienen aquí a esperar la muerte, otros a que la vida comience al fin, y algunos sólo viven de las historias que les cuentan. Funámbulos, tragafuegos, campesinos, príncipes… todos son iguales, de carne y hueso, y disponen de un corazón que sabe que tarde o temprano dejará de latir.

Tragafuegos. El corazón de Resa dio un brinco cuando Ortiga pronunció esa palabra. Claro. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

--¡Perdona! --exclamó cuando la vieja había alcanzado la entrada de la cueva--. Seguramente conoces a muchos titiriteros. ¿No hay uno entre ellos que se llame Dedo Polvoriento?

Ortiga se volvió tan despacio como si primero tuviera que decidir si quería responder.

--¿Dedo Polvoriento? --contestó, enfurruñada--. No hallarás a un solo titiritero que no lo conozca, pero nadie lo ha visto desde hace años. A pesar de que corren rumores sobre su regreso.

«Sí, ha vuelto», pensó Resa, «y me ayudará igual que le ayudé yo, en el otro mundo».

--¡Tengo que mandarle recado! --ella misma notó lo desesperada que sonaba su voz--. Por favor.

Ortiga la contempló hierática.

--Bailanubes está aquí --dijo al fin--. Vuelve a dolerle la pierna, pero en cuanto mejore, seguirá su camino. Pregúntale si quiere hacer averiguaciones para ti y llevar tu recado.

A continuación se fue.

Bailanubes.

Fuera oscurecía y con la negrura llegaron hombres, niños y mujeres a la cueva y se echaron a dormir sobre el follaje, apartados de ella, como si la inmovilidad de Mo fuese contagiosa. Una de las mujeres le trajo una antorcha que dibujaba sombras convulsas en las paredes de la cueva, sombras que hacían muecas y acariciaban con sus dedos negros la cara pálida de Mo. El fuego no mantenía lejos a las Mujeres Blancas, aunque se decía que lo codiciaban y lo temían al mismo tiempo. Una y otra vez aparecían en la cueva, como pálidos reflejos, los rostros formados de niebla. Tras aproximarse, desaparecían, seguramente ahuyentadas por el aroma acre de las hojas con las que Ortiga había rodeado el lecho de Mo.

--Las mantiene lejos --había dicho la anciana--, pero a pesar de todo, debes vigilar.

Uno de los niños lloraba en sueños. Su madre lo consoló acariciándole el pelo, y Resa no pudo evitar pensar en Meggie. ¿Estaría sola o seguiría el chico con ella? ¿Estaba alegre, triste, enferma, sana? Cuántas veces se había planteado esas preguntas, como si confiase en recibir respuesta de alguna parte.

Una mujer le trajo agua fresca. Resa le sonrió agradecida… y le preguntó por Bailanubes.

--A ése siempre le gusta dormir al raso --contestó ella señalando hacia fuera.

Hacía rato que Resa no había vuelto a ver a ninguna Mujer Blanca, pero a pesar de todo despertó a una de las mujeres que se habían ofrecido a relevarla durante la noche. Después sorteó a los durmientes y salió al exterior.

La luna brillaba más clara que cualquier antorcha a través del espeso techo de hojas. Unos hombres se sentaban alrededor de una hoguera. Resa se les acercó vacilante, con el vestido que no pegaba nada allí; pues incluso para una juglaresa terminaba demasiado alto por encima de los tobillos y encima estaba roto.

Los hombres la miraron, desconfiados y curiosos a la vez.

--¿Es Bailanubes uno de vosotros?

Un hombre menudo y flaco, desdentado y seguramente ni la mitad de viejo que parecía, le propinó un codazo en el costado al titiritero que se sentaba a su lado.

--¿Por qué lo preguntas? --la expresión era amistosa, pero la mirada vigilante.

--Ortiga dice que a lo mejor llevaría un recado para mí.

--¿Un recado? ¿A quién? --el hombre, estirando su pierna izquierda, se frotó la rodilla como si le doliese.

--A un tragafuego. Dedo Polvoriento es su nombre. Su cara…

Bailanubes se pasó el dedo por la mejilla.

--Tres cicatrices, sí, ya lo sé. ¿Qué deseas de él?

--Querría que le llevases esto --Resa se arrodilló junto al fuego y rebuscó en el bolsillo de su vestido.

Siempre llevaba consigo papel y lápiz, durante años habían sustituido a su lengua. Ahora había recuperado la voz, pero para la noticia dirigida a Dedo Polvoriento era más útil una lengua de madera. Comenzó a escribir con dedos temblorosos, sin fijarse en los ojos desconfiados que seguían los movimientos de su mano como si hiciera algo prohibido.

--Sabe escribir --constató el desdentado.

La desaprobación de su voz era imposible de pasar por alto. Hacía una eternidad que Resa se había sentado en los mercados de los pueblos al otro lado del bosque, vistiendo ropas de hombre, el pelo muy corto, porque no había sabido otra forma de ganarse la vida salvo escribiendo… un oficio que en ese mundo estaba prohibido a las mujeres. El castigo era la esclavitud, y una esclava había hecho de ella, la esclava de Mortola. Porque fue ella la que descubrió su disfraz y se la llevó como recompensa a la fortaleza de Capricornio.

--Dedo Polvoriento no podrá leerlo --afirmó Bailanubes con voz serena.

--Sí, sí que podrá. Yo le enseñé.

Con qué incredulidad la miraban. Letras. Objetos enigmáticos, instrumentos de los ricos, no pensados para titiriteros y menos aún para mujeres…

Sólo Bailanubes sonrió.

--Menuda noticia. Dedo Polvoriento sabe leer --murmuró en voz baja--. Bien, pero yo no. Así que será mejor que me digas lo que has escrito, para que también pueda transmitirle tus palabras si perdiera tu nota. Con las palabras escritas eso es muy fácil, mucho más que con las que uno guarda en su cabeza.

Resa miró a Bailanubes a la cara. Confías con demasiada rapidez en la gente… ¡Cuántas veces se lo había repetido Dedo Polvoriento!, mas ¿qué otra opción tenía? Repitió en voz baja lo que había escrito: «Querido Dedo Polvoriento, estoy con Mo en el campamento de los titiriteros, en el corazón del Bosque Impenetrable. Mortola y Basta nos trajeron hasta aquí y Mortola», se le quebró la voz al pronunciar el nombre, «Mortola disparó contra Mo. Meggie también está aquí. No sé dónde, pero por favor, búscala y tráela a mi lado. Protégela igual que intentaste hacer conmigo. ¡Pero guárdate de Basta! Resa».

--¿Mortola? ¿No era ese el nombre de la vieja que vivía con los incendiarios? --al titiritero que preguntó eso le faltaba la mano derecha. Un ladrón; por un pan perdías la izquierda, por un trozo de carne, la derecha.

--Sí. ¡Cuentan que ha envenenado a más hombres que pelos tiene Cabeza de Víbora en la cabeza! --Bailanubes devolvió un leño al fuego--. Y fue por entonces cuando Basta rajó la cara a Dedo Polvoriento. No le gustará oír esos dos nombres.

--¡Pero Basta está muerto! --intervino el titiritero desdentado--. Y otro tanto dicen de la vieja.

--Eso se lo cuentan a los niños --repuso uno que daba la espalda a Resa-- para que duerman mejor. Una mujer como Mortola no muere, sino que provoca muertes.

«¡No me ayudarán!», pensó Resa. «No después de haber oído esos dos nombres.» El único que la miraba con cierta amabilidad era un hombre que vestía el negro y rojo de los traga-fuegos. Bailanubes seguía mirándola como si no supiera qué pensar de ella y de su mensaje. Aunque finalmente le quitó la nota de entre los dedos y la deslizó en la bolsa que colgaba de su cinturón.

--De acuerdo, transmitiré tu recado a Dedo Polvoriento --dijo--. Sé dónde está.

Iba a ayudarla. Resa apenas podía creerlo.

--Te lo agradezco --se levantó tambaleándose de cansancio--. ¿Cuándo crees que recibirá la noticia?

Bailanubes se acarició la rodilla.

--Primero tiene que mejorar mi pierna.

--Sin duda --Resa se tragó las palabras que ansiaban suplicar prisa. «Ante todo no lo apremies, o seguramente cambiará de idea, y ¿quién buscaría entonces a Dedo Polvoriento?» Un trozo de madera estalló entre las llamas y escupió chispas incandescentes ante sus pies--. No tengo nada con que pagarte --se disculpó ella--, pero quizá quieras aceptar esto --y sacándose del dedo su anillo de casada se lo ofreció a Bailanubes.

El desdentado contempló el anillo de oro con avidez, como si ansiara alargar su mano hacia él, pero Bailanubes negó con la cabeza.

--No, olvídalo --repuso--. Tu marido está enfermo y regalar entonces el anillo de boda trae desgracia, ¿no?

Desgracia. Resa volvió a colocarse deprisa el anillo en el dedo.

--Sí --murmuró--. Sí, tienes razón. Gracias. Te lo agradezco mucho, de veras.

Ella se volvió.

--¡Eh, tú! --el juglar que había estado de espaldas a ella, la miró. Sólo tenía dos dedos en la mano derecha--. Tu marido… tiene el cabello oscuro. Oscuro como la piel de un topo. Y es alto, muy alto.

Resa lo miró confundida.

--¿Sí?

--Y después, la cicatriz. Justo allí donde dicen las canciones. Yo la he visto. Todos saben cómo se la hizo: los perros de Cabeza de Víbora le mordieron mientras practicaba la caza furtiva cerca del Castillo de la Noche y abatió a uno de los ciervos, al ciervo blanco que sólo puede cazar Cabeza de Víbora en persona.

¿De qué hablaba? Resa recordó las palabras de Ortiga: Y si eres Usía, no dejarás que contemplen la cicatriz de su brazo.

El desdentado rió.

--Escuchad a Dosdedos. Cree que Arrendajo yace en la cueva. ¿Desde cuándo crees en los cuentos infantiles? ¿Por casualidad llevaba también puesta su máscara de plumas?

--¿Cómo voy a saberlo? --respondió enfurecido Dosdedos--. ¿Acaso lo he traído yo aquí? ¡Pero os digo que es él!

Resa notó que el tragafuego la contemplaba meditabundo.

--No sé de qué habláis --dijo--. No conozco a ningún Arrendajo.

--¿Ah, no? --Dosdedos cogió el laúd depositado a su lado en la hierba; Resa nunca había oído la canción que él entonó con voz queda:

Luminosa esperanza viene del bosque espeso

Que a los príncipes irritará.

Oscuros cual piel de topo son sus cabellos

Y a los poderosos hará temblar.

Oculta su rostro con plumas

Al arrendajo robadas,

Y con los criminales toma cumplida venganza.

A los espías de los príncipes burla.

Abate su caza,

Les roba su oro,

Mas cuando ellos lo maldicen,

Se desvanece como una sombra

Que ellos buscan en vano.

Cómo la miraron todos. Resa retrocedió.

--He de volver con mi marido --dijo--. Esa canción… no guarda relación con él, creedme.

Sintió sus miradas en su espalda cuando regresaba a la cueva. «¡Olvídalos, Resa!», pensó. «Dedo Polvoriento recibirá tu recado, eso es lo único que cuenta.»

La mujer que había ocupado su puesto se levantó en silencio y se tendió junto a los demás. Resa estaba tan extenuada que al arrodillarse en el suelo cubierto de hojas se tambaleó. Las lágrimas afloraron de nuevo. Se las limpió con la manga, ocultó el rostro en la tela que desprendía un olor tan familiar… a la casa de Elinor… al viejo sofá donde se sentaba con Meggie y le hablaba de este mundo. Empezó a sollozar, tan fuerte que temió haber despertado a uno de los durmientes. Asustada, se tapó la boca con la mano.

--¿Resa? --apenas fue un susurro.

Levantó la cabeza. Mo la miraba. La miraba.

--He escuchado tu voz --musitó él.

Ella no sabía si reír o llorar. Inclinándose sobre él, le cubrió la cara de besos. E hizo ambas cosas.

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EL PLAN DE FENOGLIO

Sólo necesito un trozo de papel y útiles para escribir, para sacar de quicio al mundo.

Friedrich Nietzsche

Dos días habían transcurrido desde la fiesta en el castillo, durante los cuales Fenoglio había enseñado a Meggie todos los rincones de Umbra.

--Pero hoy --dijo antes de ponerse en marcha tras desayunar en casa de Minerva--, hoy te enseñaré el río. Es un descenso muy empinado, algo desagradable para mis viejos huesos, pero no existe lugar mejor para hablar sin estorbos. Además, si tenemos suerte, podrás contemplar unas cuantas ondinas.

A Meggie le habría encantado ver una ondina. En el Bosque Impenetrable sólo había visto una en una turbia charca, pero en cuanto el reflejo de Meggie cayó sobre el agua, huyó rápidamente. ¿De qué querría hablar a solas Fenoglio? Desconocía la respuesta.

¿Qué tendría que traer leyendo esta vez? ¿A quién tendría que traer con la lectura… y de dónde? ¿De otra historia, escrita también por Fenoglio? El camino por el que él la conducía cuesta abajo serpenteaba junto a campos empinados donde los campesinos trabajaban agachados bajo el sol de la mañana. Qué duro debía ser arrancarle al suelo pedregoso el sustento para pasar el invierno. Y después estaban todos los comensales clandestinos que se abalanzaban sobre las escasas provisiones: ratones, gusanos de la harina, larvas y cochinillas. La vida era mucho más difícil en el mundo de Fenoglio, y sin embargo a Meggie se le antojaba que con el nacimiento de cada nuevo día su historia tejía un embrujo alrededor de su corazón, pegajoso como una telaraña y al mismo tiempo de una belleza fascinadora…

De momento todo cuanto la rodeaba parecía tan real… Su nostalgia casi se había desvanecido.

--Ven --la voz de Fenoglio la sobresaltó, arrancándola de sus pensamientos.

Ante ellos se extendía el río, brillando al sol, sus orillas bordeadas de flores mustias que arrastraba la corriente. Fenoglio la cogió de la mano y la condujo entre las grandes piedras de la orilla. Meggie se inclinó esperanzada sobre el agua que fluía perezosamente, pero no logró descubrir ninguna ondina.

--Sí, son asustadizas. ¡Demasiados humanos! --Fenoglio señaló con desaprobación a las mujeres que lavaban la ropa apenas a unos pasos de distancia.

Indicó a Meggie que siguiera andando hasta que sus voces se extinguieron y sólo se oyó el rumor del agua. Tras ellos se erguían hacia el cielo azul los tejados y torres de Umbra. Las casas se apiñaban entre las murallas como pájaros en un nido demasiado estrecho, y por encima ondeaban los pendones negros del castillo como si quisieran escribir en el cielo el dolor del Príncipe Orondo.

Meggie trepó a una piedra plana que se adentraba en el agua. El río no era ancho, pero parecía profundo, el agua era más oscura que las sombras de la orilla de enfrente.

--¿Ves alguna? --Fenoglio casi resbaló de la piedra húmeda cuando se puso a su lado. Meggie negó con la cabeza--. ¿Qué te pasa? --Fenoglio la conocía bien después de los días y noches que habían pasado juntos en casa de Capricornio--. ¿Vuelves a sentir nostalgia?

--No, no --Meggie se arrodilló e introdujo los dedos en el agua fría--. Es sólo que he vuelto a tener ese sueño.

El día anterior Fenoglio le había enseñado la calle de los panaderos, las casas donde habitaban los ricos comerciantes en especias y paños, y cada máscara, cada flor, cada friso ricamente ornamentado con el que los diestros canteros de Umbra habían adornado las casas de la ciudad. Fenoglio parecía considerarlo todo obra suya, a juzgar por el orgullo con el condujo a Meggie por los rincones más recónditos de la ciudad.

--Bueno, todo, no --reconoció cuando Meggie intentó llevarle a una calle que aún no habían visitado--. Como es natural, Umbra también tiene sus facetas feas, pero ¿para qué agobiar con ello tu bonita cabeza?

Ya había oscurecido cuando regresaron al desván de Minerva. Fenoglio discutió con Cuarzo Rosa porque el hombrecillo de cristal había salpicado de tinta a las hadas. A pesar de que las voces de ambos habían subido de tono, Meggie se quedó dormida en el saco de paja situado bajo la ventana, que Minerva había mandado subir para ella por las empinadas escaleras. Y de pronto apareció allí aquel rojo, un rojo mate, irisado, húmedo, y su corazón había empezado a latir cada vez más deprisa, hasta que su violento palpitar la arrancó, sobresaltada, de su sueño.

--¡Fíjate! --Fenoglio le agarró el brazo.

Unas escamas de colores resplandecían bajo la húmeda piel del río. En el primer momento a Meggie le parecieron hojas, pero después vio los ojos, unos ojos que los miraban, semejantes a los humanos y sin embargo tan diferentes, porque carecían del blanco de los ojos. Los brazos de la ondina eran delicados y frágiles, casi transparentes. Una mirada más y la cola cubierta de escamas batió el agua y desapareció. Una bandada de peces pasó deslizándose, plateada como baba de caracol, y un enjambre de elfos de fuego como los que había visto con Farid en el bosque. Farid… él había hecho florecer a sus pies una flor de fuego, exclusivamente para ella. La verdad es que Dedo Polvoriento le había enseñado cosas maravillosas…

--Creo que siempre me asalta el mismo sueño, pero no logro recordarlo. Sólo el miedo… ¡como si hubiera sucedido algo espantoso! --se volvió hacia Fenoglio--. ¿Crees que puede ser posible?

--¡Qué disparate! --Fenoglio desechó la idea como a un insecto molesto--. Cuarzo Rosa tiene la culpa de tu pesadilla. Seguro que las hadas se posaron en tu frente durante la noche, porque él las enfadó. Son unos seres diminutos y vengativos, y por desgracia les da completamente igual en quién vengarse.

--Ah, ya --Meggie volvió a sumergir los dedos en el agua.

Estaba tan fría que sintió escalofríos. Oyó reír a las lavanderas, y un elfo de fuego se posó en su brazo. Unos ojos de insecto la miraron desde un rostro humano. Meggie ahuyentó deprisa a la minúscula criatura.

--Muy sabia --afirmó Fenoglio--. Debes guardarte de los elfos de fuego. Queman la piel.

--Lo sé, Resa me habló de ellos --Meggie siguió al elfo con la vista. Su brazo ostentaba una mancha roja en el lugar donde se había posado, que le escocía.

--Son invención mía --declaró Fenoglio, henchido de orgullo--. Producen una miel que te permite hablar con el fuego. Muy codiciada por los comefuegos, pero los elfos atacan a cualquiera que se aproxime a sus nidos, y apenas nadie sabe cómo robar la miel sin sufrir atroces quemaduras. Ahora que lo pienso, Dedo Polvoriento es el único.

Meggie asintió. Apenas había escuchado.

--¿De qué querías hablarme? ¿Quieres que lea algo, verdad?

Unas mustias flores rojas se deslizaron por el agua, rojas como la sangre seca, y el corazón de Meggie comenzó de nuevo a latir con tanta violencia que se apretó la mano contra el pecho. ¿Qué le estaba ocurriendo?

Fenoglio desató la bolsa que colgaba de su cinturón y exhibió una piedra roja y plana en su mano.

--¿No es magnífica? --preguntó--. La he comprado esta misma mañana, tú aún dormías. Es un berilo, una piedra para leer. Se usa a modo de gafa.

--Ya lo sé, ¿y qué? --Meggie acarició la piedra lisa con las puntas de sus dedos. Mo poseía varias. Estaban sobre la repisa de la ventana de su taller.

--¿Y qué? ¡No seas tan impaciente, caramba! Violante está más ciega que un topo, y su encantador hijito le ha escondido su vieja piedra de leer. Así que he comprado una nueva, aunque casi me he arruinado. A cambio seguramente me estará tan agradecida que nos contará algunas cosas de su esposo fallecido. Sé que inventé a Cósimo, pero hace mucho tiempo que escribí de él. Para ser sincero, no me acuerdo demasiado bien… Además, ¡quién sabe cómo habrá cambiado, desde que esta historia se empeñó en seguir su propio rumbo!

Un mal presentimiento se agitó dentro de Meggie. No, él no podía proponerse nada parecido. ¡Ni siquiera a Fenoglio se le ocurriría semejante idea! ¿O sí?

--Presta atención, Meggie --bajó la voz como si las mujeres que lavaban la ropa río arriba pudieran oírlo--. ¡Nosotros dos traeremos de vuelta a Cósimo!

Meggie se incorporó con tal brusquedad que estuvo a punto de resbalar y caer al río.

--¡Estás loco! ¡Loco de remate! ¡Cósimo ha muerto!

--¿Hay alguien que pueda demostrarlo? --la sonrisa de Fenoglio no le gustó ni pizca--. Ya te lo dije… su cadáver se quemó hasta quedar irreconocible. Ni siquiera su padre tenía la seguridad de que fuera realmente Cósimo. Sólo al cabo de medio año hizo enterrar al muerto en el sarcófago destinado a su hijo.

--Pero era Cósimo, ¿no?

--¿Y eso quién lo dice? Fue una carnicería espantosa. Se dice que los incendiarios habían almacenado en su fortaleza polvos de los alquimistas. Zorro Incendiario le prendió fuego para escapar. Las llamas cercaron a Cósimo y a la mayoría de sus hombres, las murallas se desplomaron sobre ellos y más tarde nadie pudo decir quiénes eran los muertos que se encontraron bajo las ruinas.

Meggie sentía escalofríos. A Fenoglio, sin embargo, parecía encantarle todo aquello. Ella casi no daba crédito a la satisfacción que parecía sentir.

--¡Era él, y lo sabes! --susurró Meggie--. ¡Fenoglio, no podemos traer de vuelta a los muertos!

--Lo sé, lo sé, seguramente no --su voz traslucía la más honda pena--. No obstante… ¿los muertos tampoco regresaron cuando tú llamaste a la Sombra?

--¡No! ¡Todos ellos quedaron reducidos a cenizas! A los pocos días. Elinor lloró muchísimo. Viajó al pueblo de Capricornio a pesar de que Mo intentó disuadirla, y allí tampoco quedaba nadie. Todos habían desaparecido. Para siempre.

--Hmmm… --Fenoglio se miró las manos; parecían las de un campesino o un artesano, no las de un escritor--. Entonces, no. De acuerdo --murmuró--. Quizá sea mejor así. ¿Cómo va a funcionar una historia si cualquiera puede regresar en cualquier momento de entre los muertos? Eso produciría una tremenda confusión y echaría a perder la emoción. No. Tienes razón: los muertos han de seguir muertos. Y por eso no traeremos de vuelta a Cósimo, sino sólo a alguien que tenga su mismo aspecto.

--¿Su mismo aspecto? ¡Has perdido el juicio! --susurró Meggie--. ¡Por completo!

Pero esa apreciación no impresionó lo más mínimo a Fenoglio.

--Bueno, ¿y qué? ¡Todos los escritores están locos! Créeme, escogeré con mucho cuidado mis palabras, con tanto cuidado que nuestro Cósimo nuevecito estará firmemente convencido de ser el antiguo. ¡Él no debe saberlo! ¿Qué opinas?

Meggie meneó la cabeza. No había ido allí para cambiar ese mundo. Ella sólo deseaba verlo.

--Meggie --Fenoglio le puso la mano sobre el hombro--. Has visto al Príncipe Orondo. Puede morir cualquier día, ¿y qué sucederá entonces? ¡Cabeza de Víbora no se limita a ahorcar a los titiriteros! Hace cegar a sus campesinos si cazan un conejo en el bosque. Obliga a los niños a trabajar en sus minas de plata hasta que se quedan ciegos y encorvados, y ha convertido en su mensajero a Zorro Incendiario, un incendiario y un homicida.

--¿Ah, sí? ¿Y quién lo inventó? ¡Tú! --Meggie apartó furiosa la mano de Fenoglio--. Siempre tuviste predilección por tus malvados.

--Bueno, sí, puede ser --Fenoglio se encogió de hombros como si se sintiera totalmente impotente--. ¿Pero qué iba a hacer yo? ¿Quién querría leer una historia de dos príncipes buenos que reinan sobre un alegre tropel de felices súbditos? ¿Qué historia sería ésa?

Meggie se inclinó sobre el río y pescó una de las flores rojas.

--¡Te gusta inventarlos! --insistió en voz baja--. A todos esos monstruos.

El propio Fenoglio no supo qué responder, de modo que ambos callaron, mientras frente a ellos las mujeres tendían la ropa encima de las piedras. El sol calentaba aún, a pesar de las hojas secas que el río arrastraba, incansable, hasta la orilla.

Fenoglio rompió el silencio.

--Por favor, Meggie. Sólo por una vez. Si me ayudas a retomar las riendas de esta historia te escribiré las palabras más maravillosas para devolverte a casa… ¡en cuanto se te antoje! Y si por casualidad cambias de idea, porque te gusta más mi mundo, traeré aquí a tu padre…, y a tu madre…, incluso a esa devoradora de libros, a pesar de que creo que es una persona terrible, a juzgar por lo que me has contado de ella.

Estas palabras arrancaron a Meggie una sonrisa. «Sí, a Elinor le encantaría estar aquí», pensó, «y seguro que a Resa le gustaría volver. Pero a Mo, no, a Mo, desde luego que no. Nunca».

Se incorporó de golpe, alisándose el vestido. Alzó la vista hacia el castillo y se imaginó reinando allí arriba a Cabeza de Víbora con su mirada de salamandra. Al propio Príncipe Orondo tampoco le había agradado mucho.

--Créeme, Meggie --dijo Fenoglio--. Harías en verdad algo bueno. Devolverías un hijo a su padre, un marido a su esposa, y un padre a un niño. Lo sé, lo sé, no es un niño muy simpático, pero aún así. Y ayudarías a desbaratar los planes de Cabeza de Víbora. ¡Si eso no es honroso…! Por favor, Meggie --la miraba casi suplicante--, ayúdame. Se trata de mi historia. ¡Créeme, sé qué es lo que le conviene! Préstame tu voz, sólo una vez más.

«Préstame tu voz…» Meggie continuaba mirando al castillo, pero ya no veía los torreones, ni los pendones negros, sino a la Sombra y a Capricornio yaciendo muerto en el polvo.

--Bueno, lo pensaré --anunció--. Ahora me está esperando Farid.

Fenoglio la miró tan asombrado como si de repente la hubieran nacido alas.

--No me digas, ¿eso hace? --era imposible soslayar el tono de desaprobación de su voz--. Yo quería acompañarte al castillo para entregar la piedra a la Fea. Deseaba que oyeses lo que nos cuente de Cósimo…

--¡Se lo he prometido!

Se habían citado a la puerta de la ciudad para que Farid no tuviera que pasar ante los centinelas.

--¿Prometido? Bueno, ¿y qué? No serías la primera chica que hace esperar a un admirador.

--No es mi admirador.

--Tanto mejor. ¡Al fin y al cabo, tu padre no está aquí y he de cuidar de ti! --Fenoglio la contempló con el ceño fruncido--. ¡La verdad es que has crecido mucho! Aquí las chicas se casan a tu edad. Sí, no me mires así. La segunda hija de Minerva lleva cinco meses casada y acaba de cumplir catorce años. ¿Qué edad tiene ese chico? ¿Quince? ¿Dieciséis?

Meggie no contestó. Simplemente le dio la espalda.

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VIOLANTE

Al día siguiente mi abuela empezó a contarme cuentos. Lo hizo seguramente para arrancarnos de nuestra enorme tristeza.

Roald Dahl, Las brujas

Fenoglio convenció a Farid de que los acompañara al castillo.

--¡Nos viene como anillo al dedo! --susurró a Meggie--. El puede entretener a ese zascandil malcriado del hijo del príncipe mientras nosotros conversamos con Violante con absoluta tranquilidad.

Aquella mañana el patio exterior del castillo estaba muerto. Sólo las ramas secas y los dulces pisoteados recordaban la fiesta que allí se había celebrado. Criados, herreros y mozos de cuadra llevaban un buen rato consagrados de nuevo a sus menesteres, pero un silencio opresivo parecía cernerse sobre las murallas. Los guardianes los dejaron pasar sin decir palabra al reconocer a Fenoglio, y entre los árboles del patio interior se toparon con un grupo de hombres vestidos con ropajes grises.

--¡Barberos! --murmuró Fenoglio preocupado, siguiéndolos con la vista--. Y más que suficientes para acabar con una docena de hombres. Esto no puede augurar nada bueno.

El criado que Fenoglio detuvo delante del salón del trono estaba pálido y parecía falto de sueño. El Príncipe Orondo, refirió a Fenoglio en voz baja, se había ido a la cama durante la fiesta en honor de su nieto y desde entonces no había vuelto a levantarse. Ya no comía ni bebía, y había enviado un heraldo al cantero que estaba esculpiendo su sarcófago, ordenándole que se apresurara.

No obstante, les permitieron llegar hasta Violante. El Príncipe Orondo no deseaba ver a su nuera ni a su nieto. Había echado incluso a los barberos. Sólo toleraba cerca a Tullio, su paje de rostro peludo.

--Ella está de nuevo donde no debe estar --el criado habló en susurros, como si el príncipe enfermo pudiera oírle desde sus aposentos mientras los conducía a través del castillo.

Una estatua de Cósimo los contemplaba desde arriba en cada corredor. Desde que Meggie conocía los planes de Fenoglio, sus ojos pétreos la inquietaban más aún si cabe.

--¡Todas las figuras tienen el mismo rostro! --exclamó Farid en voz baja, pero antes de que Meggie pudiera explicarle la razón, el criado les hizo una muda seña para que ascendieran por una escalera de caracol.

--¿Sigue Balbulus cobrando por permitir a Violante la entrada en su biblioteca? --preguntó Fenoglio sin alzar la voz cuando su guía se detuvo ante una puerta guarnecida con letras de latón.

--La pobre ya le ha entregado casi todas sus joyas --susurró el criado--. Mas ¿a quién le asombra? En otros tiempos él vivió en el Castillo de la Noche. La avaricia de todos los que proceden del otro lado del bosque es proverbial. Salvo la señora.

--¡Adelante! --contestó una voz gruñona cuando llamó a la puerta con los nudillos.

Entraron en una estancia tan luminosa que Meggie, tras el recorrido por los oscuros corredores y escaleras, se vio obligada a parpadear. La luz del día caía sobre una colección de pupitres exquisitamente tallados a través de los altos ventanales. El hombre situado ante el más grande era de mediana edad, tenía el pelo negro, y sus ojos pardos los miraron con escasa amabilidad cuando se volvió hacia ellos.

--Ah, el Tejedor de Tinta --dijo dejando a un lado la pata de conejo que sostenía en la mano.

Meggie sabía para qué servía. Mo se lo había explicado en innumerables ocasiones. Al frotarlo con una pata de conejo, el pergamino se tornaba más dúctil. Y allí estaban los colores cuyo nombre Mo siempre tenía que repetirle de nuevo.

--¡Repítelos! --cuántas veces lo había torturado con esa exigencia porque no se hartaba de oírlos: oropimente, lazulita, violeta y verde malaquita--. ¿Por qué brillan de ese modo, Mo? --le preguntaba--. Si son antiquísimos. ¿De qué están hechos?

Y su padre se lo explicaba. Le había contado cómo se fabricaban todos esos colores maravillosos que mantenían su brillo incluso después de cientos de años, como si acabaran de robárselos al arco iris, porque las páginas de los libros los protegían de la luz y el aire. Para obtener el verde malaquita había que triturar las flores del iris silvestre y mezclarlas con óxido de plomo amarillo; el rojo procedía de múrices y larvas… Cuántas veces habían contemplado juntos los dibujos de uno de los valiosos manuscritos que Mo tenía que liberar de la suciedad acumulada durante innumerables años.

--Observa estos delicados arabescos --le había dicho un día--. ¿Imaginas lo finos que debían de ser los pinceles y plumas con que los pintaron, Meggie?

Cuántas veces se había quejado de que ahora ya nadie sabía fabricar tales herramientas… Ahora, sin embargo, las tenía ante sus propios ojos: plumas sutiles como un pelo y pinceles diminutos, manojos enteros en un cubilete esmaltado, pinceles capaces de crear por arte de magia en el pergamino y en el papel flores y rostros del tamaño de una cabeza de alfiler, humedecidos con goma arábiga para que el color se adhiriese mejor. Sus dedos hormigueaban, ansiosos por sacar uno del manojo y esconderlo, para Mo… «¡Sólo por esto habría tenido que acompañarme!» Para contemplar aquella estancia.

El taller de un iluminador de libros, de un miniador. El mundo de Fenoglio parecía doble, triplemente maravilloso. «Elinor habría dado su dedo meñique por estar aquí», se dijo Meggie. Intentó dirigirse a uno de los pupitres para examinar más de cerca los pinceles, los pigmentos y el pergamino, pero Fenoglio la detuvo.

--Balbulus --insinuó una inclinación--. ¿Cómo se siente hoy el maestro? --era imposible soslayar su tono sarcástico.

--El Tejedor de Tinta busca a mi señora Violante --declaró el criado arrastrando la voz.

Balbulus señaló una puerta a su espalda.

--Bueno, ya sabéis dónde se encuentra la biblioteca. Quizá sería mejor cambiar su nombre por el de «cámara de los tesoros olvidados» --ceceaba un poco; su lengua chocaba contra los dientes, como si no cupiera en su boca--. Violante está contemplando mi trabajo más reciente, es decir, lo que puede ver de él. Se trata de mi copia de los poemas que habéis escrito para su hijo. He de reconocer que habría preferido utilizar el pergamino para otros textos, pero Violante insistió.

--Siento de veras que tengáis que dilapidar vuestro arte en tamañas fruslerías --replicó Fenoglio sin dirigir una ojeada al trabajo que Balbulus tenía ante sí.

Tampoco a Farid parecía interesarle el dibujo. Miraba hacia la ventana, ante la que el cielo brillaba más azul que cualquier color adherido a los delgados pinceles. Meggie, sin embargo, quería averiguar los conocimientos de Balbulus sobre su arte, si tenía motivos para mostrarse tan orgulloso. Avanzó con disimulo hacia delante. Vio un dibujo orlado con pan de oro en el que se veía un castillo entre colinas verdes, un bosque, jinetes espléndidamente ataviados entre los árboles, hadas revoloteando a su alrededor, y un ciervo blanco que giraba la cabeza antes de emprender la huida. Nunca jamás había contemplado una imagen igual. Parecía un cristal de colores, una ventana sobre el pergamino. Le habría encantado inclinarse sobre él y contemplar rostros, jaeces, flores y nubes, pero Balbulus le dedicó una mirada tan gélida que retrocedió, ruborizada.

--El poema que trajisteis ayer --dijo Balbulus con voz cansina mientras se inclinaba sobre su trabajo-- era bueno. Deberíais escribir con más frecuencia obras de ese tipo, pero ya sé que preferís crear historias infantiles o canciones para el Pueblo Variopinto. ¿Por qué? ¿Para que el viento propague vuestras palabras? ¡La vida de las palabras habladas es más efímera que la de un insecto! Sólo la palabra escrita vive eternamente.

--¿Eternamente? --inquirió Fenoglio como si acabase de decir una estupidez--. Nada es eterno, Balbulus… y a las palabras nada mejor puede ocurrirles que estar en boca de juglares. Sí, sin duda, eso las transforma cada vez que son cantadas de modo diferente, pero ¿no es maravilloso? Una historia vestida siempre con ropajes distintos cuando la escuchas… ¿hay algo mejor? ¡Una historia que crece y florece como si fuera algo vivo! Mirad, por el contrario, las que se comprimen en los libros. De acuerdo, acaso vivan más tiempo, pero sólo respiran cuando una persona abre el libro. ¡Son sonidos prensados entre papel, y sólo una voz puede devolverles la vida! ¡Entonces chisporrotean, Balbulus! Recobran su libertad cual pájaros que salen aleteando al mundo. Sí, acaso tengáis razón, y el papel las haga inmortales. Pero ¿por qué ha de preocuparme eso? ¿Acaso voy a seguir viviendo pulcramente prensado entre las páginas, junto con mis palabras? ¡Es absurdo! No somos inmortales, y ni las palabras más bellas lograrán cambiar nuestro destino. ¿Me equivoco?

Balbulus le había escuchado con rostro inexpresivo.

--¡Unos puntos de vista muy inusitados los tuyos, Tejedor de Tinta! --comentó--. Yo por mi parte tengo en mucho la inmortalidad de mi trabajo y en muy poco a los juglares. Mas, ¿por qué no os reunís ahora con Violante? Seguro que presto tendrá que partir a escuchar las quejas de algún campesino o los lamentos de un mercader sobre los bandidos que acechan en los caminos. En los tiempos que corren es casi imposible conseguir pergamino aceptable. ¡Lo roban y después lo ofertan a precios astronómicos en los mercados! ¿Os imagináis siquiera cuántas cabras hay que sacrificar para escribir una de tus historias?

--Aproximadamente una por cada doble página --contestó Meggie, ganándose otra mirada gélida de Balbulus.

--Una joven lista --dijo éste confiriendo a sus palabras un tono que parecía más ofensivo que laudatorio--. ¿Y por qué? Porque esos necios pastores apacentan sus rebaños entre zarzas y arbustos espinosos sin pensar que su piel es necesaria para escribir.

--Ya, ya. No me cansaré de explicároslo, Balbulus --repuso Fenoglio mientras empujaba a Meggie hacia la puerta de la biblioteca--. El papel, Balbulus. El papel es el material del futuro.

--¡Papel! --Balbulus soltó un resoplido desdeñoso--. Cielos, Tejedor de Tinta, estáis todavía más loco de lo que me figuraba.

Meggie había visitado tantas bibliotecas con Mo que desbordaban su memoria. Muchas eran más grandes, pero pocas eran tan hermosas como la del Príncipe Orondo. Aún se vislumbraba que en otros tiempos había sido uno de los lugares predilectos de su propietario. Allí sólo había un busto de piedra blanca de Cósimo, delante del cual alguien había depositado capullos de rosa. Los tapices que adornaban las paredes eran más bonitos que los del salón del trono, los candelabros más pesados, los colores más cálidos, y Meggie había visto lo bastante en el taller de Balbulus para adivinar los tesoros que la rodeaban. Estaban encadenados en los estantes, no lomo con lomo como en la biblioteca de Elinor, sino con el canto vuelto hacia delante, porque allí figuraba el título. Delante de las estanterías se alineaban atriles, seguramente reservados a las más recientes joyas. Encadenados como sus hermanos de las estanterías, los libros estaban colocados encima y cerrados, para que ningún rayo de luz nocivo incidiera sobre los libros de Balbulus, y las ventanas de la biblioteca ostentaban, además, pesados cortinajes. Por lo visto, el Príncipe Orondo sabía lo mucho que agradaba a la luz del sol devorar los libros. Sólo dos ventanales dejaban entrar la dañina luz. Ante uno se encontraba la Fea, tan inclinada sobre un libro que su nariz casi rozaba las páginas.

--Balbulus mejora de día en día, Brianna --dijo.

--¡Es codicioso! ¡Una perla a cambio de permitiros entrar en la biblioteca de vuestro suegro! --su sirvienta, junto a la otra ventana, miraba hacia el exterior mientras el hijo de Violante le tiraba de la mano.

--¡Brianna! --gimoteó--. Vámonos. Me aburro. Acompáñame al patio. Me lo has prometido.

--Balbulus compra nuevos pigmentos con las perlas. ¿Cómo iba a hacerlo si no? En este castillo únicamente se gasta el oro en honrar con estatuas a un muerto.

Violante se sobresaltó cuando Fenoglio cerró la puerta. Sintiéndose culpable, ocultó el libro a su espalda. Su rostro se relajó al ver quién se presentaba ante ella.

--Fenoglio --dijo apartándose de la frente el pelo de color pardo como un ratón--. ¿Por qué me asustáis de ese modo? --su expresión lo decía todo.

Fenoglio, sonriendo, hundió la mano en la bolsa que colgaba de su cinturón.

--Os he traído algo.

Los dedos de Violante se cerraron codiciosos sobre la piedra roja. Sus manos, pequeñas y redondas, se asemejaban a las de un niño. Volvió a abrir apresuradamente el libro que había escondido detrás de su espalda y sostuvo el berilo ante uno de sus ojos.

--Brianna, vámonos ahora mismo o les ordenaré que te corten el pelo --Jacopo agarró del cabello a la criada y tiró tan fuerte que ésta soltó un grito--. Mi abuelo también lo hace. Les corta el pelo al cero a las juglaresas y a las que viven en el bosque. Dice que por las noches se convierten en buhos y gritan delante de las ventanas hasta que yaces muerto en la cama.

--¡No me mires así! --susurró Fenoglio a Meggie--. Yo no he inventado a ese engendro de Satanás. ¡Eh, Jacopo! --propinó a Farid un codazo exhortador mientras Brianna seguía intentando liberar sus cabellos de los deditos--. Te he traído a alguien.

Jacopo soltó el pelo de Brianna y observó a Farid con escaso entusiasmo.

--No porta espada --constató.

--¿Espada? ¿Y quién necesita semejante artilugio? --Fenoglio frunció el ceño--. Farid es un tragafuego.

Brianna levantó la cabeza para observar a Farid. Jacopo, sin embargo, demostraba poco entusiasmo.

--¡Oh, esta piedra es maravillosa! --murmuró su madre--. La mía no era ni la mitad de buena. ¡Puedo distinguirlas todas, Brianna, cada letra! ¿Te he contado ya que mi madre me enseñó a leer inventando una pequeña canción para cada letra? --y comenzó a canturrear en voz baja:-- Un can comilón comió un buen cacho de la C, un tigre tremebundo tragó un tremendo trozo de la T… Por aquel entonces yo ya no veía muy bien, pero ella me las escribía muy grandes en el suelo, componiéndolas con pétalos de flores o piedras diminutas. A, E, I, O, U, el juglar toca el laúd.

--No --contestó Brianna--. Nunca me habíais hablado de ello.

Jacopo seguía clavando sus ojos en Farid.

--¡Él estuvo en mi fiesta! --aseguró--. Lanzaba antorchas.

--Eso fue un juego de niños --Farid le miró con una expresión condescendiente, como si el hijo del príncipe no fuera Jacopo, sino él--. Sé hacer otras cosas, pero creo que eres demasiado pequeño para comprenderlas.

Meggie vio cómo Brianna reprimía una sonrisa mientras se soltaba el prendedor de su pelo rubio cobrizo y volvía a recogérselo de nuevo con un gesto que rezumaba encanto. Farid la miró mientras lo hacía… y a Meggie le asaltó el deseo de poseer un pelo tan bonito como el de ella, aunque no estaba segura de si conseguiría ponerse un prendedor de un modo tan gentil. Por suerte Jacopo volvió a atraer la atención de Farid cruzándose de brazos con un carraspeo. Seguramente había aprendido la postura de su abuelo.

--Muéstramelo o te haré azotar --esas palabras proferidas por una voz tan aguda sonaron ridículas… y sin embargo más terribles que si hubieran salido de la boca de un adulto.

--¡No me digas! --el rostro de Farid no revelaba emoción alguna. Era evidente que él también había aprendido algo de Dedo Polvoriento--. ¿Y qué te figuras que haría luego contigo?

La réplica dejó sin habla a Jacopo, pero justo cuando iba a buscar el apoyo de su madre, Farid le tendió la mano.

--Anda, acompáñame.

Jacopo vaciló, y por un instante Meggie estuvo tentada de coger la mano de Farid y seguirle al patio en lugar de escuchar a Fenoglio buscando la huella de un muerto. Pero Jacopo fue más rápido. Sus dedos, cortos y pálidos, se cerraron con fuerza en torno a la mano morena de Farid, y cuando se giró al llegar a la puerta, su rostro denotaba la felicidad de cualquier niño.

--Me lo va a enseñar, ¿has oído? --preguntó orgulloso, pero su madre ni siquiera levantó la vista.

--Oh, esta piedra es una maravilla --musitó--. Si no fuera roja y tuviera una para cada ojo…

--Estoy trabajando para solucionarlo, mas por desgracia no he encontrado aún al vidriero adecuado.

Fenoglio se sentó en una de las invitadoras sillas, colocadas entre los atriles. En sus asientos destacaba aún el viejo escudo, el león que no lloraba, en algunos con el cuero tan raído, que proclamaba claramente las horas y horas que había pasado allí el Príncipe Orondo antes de que la pena consumiera su gusto por los libros.

--¿Vidriero? ¿Y para qué? --Violante miró a Fenoglio a través del berilo; parecía que tenía un ojo de fuego.

--Es posible pulir el cristal de un modo que mejore la visión de vuestros ojos, mucho más que una piedra. Sin embargo, ningún vidriero de Umbra comprende de lo que hablo.

--Sí, lo sé, en este lugar sólo los canteros valen para algo. Balbulus asegura que no hay un solo encuadernador de libros decente al norte del Bosque Impenetrable.

«Yo podría mencionar a uno excelente», pensó Meggie instintivamente, y por un momento añoró tanto tener a su lado a Mo, que la nostalgia le dolió. Pero la Fea había vuelto a enfrascarse en su libro.

--En el reino de mi padre hay muy buenos vidrieros --explicó sin alzar la vista--. Él ha hecho cerrar con cristal algunas ventanas de su castillo. Para ello tuvo que vender a cien campesinos como mercenarios --por lo visto el precio le parecía más que adecuado.

«Creo que no me gusta», pensó Meggie y empezó a ir de atril en atril. Los libros encuadernados depositados encima eran preciosos y le habría gustado guardarse uno a escondidas debajo del vestido para contemplarlo a sus anchas en el desván de Fenoglio, pero las abrazaderas que sujetaban las cadenas estaban casi remachadas con las tapas de madera de los libros.

--¡Puedes contemplarlos cuanto se te antoje! --la repentina intervención de la Fea hizo dar a Meggie un respingo.

Violante sostenía aún la piedra roja delante de su ojo. Sin querer, Meggie evocó las joyas rojas como la sangre que lucía Cabeza de Víbora en las aletas de la nariz. Su hija había heredado de su padre más de lo que ella misma imaginaba.

--Gracias --murmuró Meggie abriendo uno de golpe.

Se acordó del día en que su padre le había explicado el origen de la expresión «abrir de golpe un libro».

--Ábrelo, Meggie --le había dicho tendiéndole uno con tapas de madera aseguradas por dos cierres de latón.

Ella le había mirado desconcertada, pero él le guiñó un ojo y dio un puñetazo tan fuerte en el canto entre los cierres, que éstos se separaron como pequeñas bocas y el libro se abrió.

El que Meggie abrió en la biblioteca del Príncipe Orondo no mostraba las huellas de la edad como le sucedía al otro. No tenía manchas de moho que afeasen el pergamino, ni bichos, ni los gusanos de los libros lo habían devorado, según sabía por los manuscritos que restauraba Mo. Los años no se mostraban clementes con el pergamino ni con el papel, un libro tenía demasiados enemigos y el tiempo marchitaba su cuerpo igual que el de un ser humano.

--Lo que demuestra, Meggie --repetía su padre--, que un libro es un ser vivo.

¡Ojalá hubiera podido enseñarle éste!

Pasó las páginas con enorme cuidado… y sin embargo no acababa de concentrarse del todo en el asunto, pues el aire llevaba a su interior la voz de Farid, como un regalo de otro mundo. Meggie escuchó los ruidos del exterior mientras ajustaba de nuevo los cierres del libro. Fenoglio y Violante seguían hablando de los malos encuadernadores, ninguno de los dos prestaba atención y Meggie, acercándose a unas de las ventanas cubiertas, atisbo a través de la cortina. Su mirada cayó sobre un jardín amurallado, sobre los arriates cubiertos de flores multicolores y sobre Farid, que hacía que las llamas lamiesen sus brazos desnudos, justo igual que Dedo Polvoriento cuando Meggie lo vio por vez primera escupiendo fuego en el jardín de Elinor. Antes de que los traicionase…

Jacopo reía con ganas. Aplaudía… y retrocedió asustado tropezando cuando Farid hizo girar las antorchas como girándulas. Meggie no pudo contener la risa. Sí, la verdad es que Dedo Polvoriento le había enseñado muchas cosas, aunque Farid todavía no escupía el fuego tan alto como su maestro.

--¿Libros? ¡No, os repito que Cósimo jamás venía aquí! --de repente la voz de Violante cobró más dureza y Meggie se volvió--. A él no le interesaban los libros, le gustaban los perros, buenas botas, un caballo veloz… Algunos días, hasta le gustaba su hijo. Pero no me apetece hablar de ello.

Resonaron nuevas carcajadas procedentes del exterior. También Brianna se acercó a la ventana.

--Ese chico es un tragafuego muy bueno --opinó.

--¿De veras? --su señora le lanzó una mirada de miope--. Creía que no te gustaban los tragafuego. Siempre dices que no valen para nada.

--Este es bueno. Mucho mejor que Pájaro Tiznado --la voz de Brianna se enronqueció--. Ya me llamó la atención durante la fiesta.

--¡Violante! --la voz de Fenoglio denotaba impaciencia--. ¿Podríamos olvidar por un momento al tragafuego? A Cósimo no le gustaban los libros, de acuerdo, esas cosas pasan, pero algo más podréis contarme sobre él, creo yo.

--¿Para qué? --la Fea volvió a colocarse el berilo delante de uno de sus ojos--. Dejad que Cósimo descanse en paz de una vez, está muerto. Los muertos no quieren quedarse. ¿Por qué nadie lo entiende? Y suponiendo que queráis escuchar algún secreto suyo… ¡No tenía ninguno! Podía hablar de armas durante horas. Le encantaban los escupefuego y los lanzadores de cuchillos, y las cabalgadas salvajes durante la noche. Mandaba que le enseñasen a forjar una espada, y se batía durante horas ahí abajo, en el patio, con los guardianes hasta dominar tan bien como ellos todas las fintas que conocían, pero con las canciones de los juglares comenzaba a bostezar tras la primera estrofa. Las canciones que vos habéis escrito sobre él no le habrían complacido. Tal vez habrían sido de su agrado las de bandidos, pero la música de las palabras que hacen latir más deprisa el corazón… ¡sencillamente, no la percibía! Hasta una ejecución le interesaba más que las palabras… a pesar de que nunca disfrutó de ellas como mi padre.

--¿En serio? --la voz de Fenoglio sonó sorprendida, pero en modo alguno decepcionada.

--Cabalgadas durante la noche --murmuró--, caballos veloces. Sí, ¿por qué no?

La Fea no le prestaba atención.

--Brianna --llamó--. Coge este libro. Si alabo lo suficiente a Balbulus por las nuevas ilustraciones, quizá nos lo deje un rato --su sirviente tomó el libro con expresión ausente y se acercó a la ventana.

--Pero el pueblo lo amaba, ¿verdad? --Fenoglio se había levantado de su silla--. Cósimo era bueno con ellos, con los campesinos, con los pobres… con los titiriteros…

Violante se acarició la marca de la mejilla.

--Sí, todos lo amaban. Era tan guapo que uno estaba obligado a quererle. Pero en lo concerniente a los campesinos… --se frotó cansada los ojos miopes--. ¿Sabéis lo que siempre decía de ellos? «¿Por qué serán tan feos? Ropas feas, semblantes feos…» Cuando acudían a él con sus litigios se esforzaba de veras por ser justo, pero se aburría. Siempre esperaba ansioso la salida para reunirse con los soldados de su padre, con su caballo y sus perros…

Fenoglio calló. Su expresión era tan indecisa que a Meggie casi le apenó. «¿Después de todo no me dejará leer?», se preguntó… y, aunque parezca extraño, en ese momento sintió algo parecido a la desilusión.

--¡Ven, Brianna! --ordenó la Fea, pero su sirvienta no se movió. Clavaba sus ojos en el patio, como si en toda su vida hubiera visto a un escupefuego.

Violante frunció el ceño y se acercó.

--Pero ¿qué miras? --preguntó con su parpadeo de miope.

--Él… forma flores de fuego --balbució Brianna--. Primero son como capullos de oro y después florecen, como auténticas flores. Yo sólo he visto una vez algo parecido… siendo muy pequeña…

--Me alegro. Pero ahora, ven --la Fea se volvió y se dirigió decidida hacia la puerta.

Tenía una curiosa forma de andar, la cabeza algo inclinada y sin embargo tiesa como una vela. Brianna lanzó una última ojeada al exterior antes de apresurarse a seguirla.

Balbulus molía pigmentos cuando entraron en su taller. Azul para el cielo, pardo rojizo y sombra tostada para la tierra. Violante le susurró algo. Seguramente halagador. Le señaló el libro que portaba Brianna para ella.

--Me despido de vos, alteza --dijo Fenoglio.

--Sí, idos ya --repuso--. Mas la próxima vez que me visitéis, en lugar de hacerme preguntas sobre mi difunto marido, traedme una de las canciones que escribís para los juglares. Me entusiasman, sobre todo las del bandido que enfurece a mi padre. ¿Cómo se llama? Ah, sí, Arrendajo.

La piel de Fenoglio, tostada por el sol, palideció.

--¿Cómo… cómo se os ha ocurrido que esas canciones son mías?

La Fea rió.

--¿Oh, acaso lo habéis olvidado? Soy la hija de Cabeza de Víbora y como es lógico tengo mis espías. ¿Teméis que le revele a mi padre la identidad del autor? No os preocupéis, entre nosotros sólo hablamos lo imprescindible. Además, él está más interesado por el protagonista de las canciones que por su autor. ¡No obstante, si yo estuviera en vuestro lugar, me mantendría a este lado del bosque!

Fenoglio se inclinó con una sonrisa atormentada.

--Tomaré en consideración vuestro consejo, alteza --concluyó.

* * *

La puerta de herrajes se cerró pesadamente cuando tiró de ella al salir.

--¡Maldición! --murmuró Fenoglio--. Maldición, maldición.

--¿Qué ocurre? --Meggie lo miró, preocupada--. ¿Es por lo que ella ha dicho de Cósimo?

--¡Qué estupidez, claro que no! Si Violante sabe quién escribe las canciones de Arrendajo, también lo sabrá Cabeza de Víbora. Dispone de muchos más espías que ella. ¿Qué pasará si él no permanece mucho tiempo en su lado del bosque? Bueno, todavía es tiempo de impedirlo, Meggie --le dijo en voz queda mientras bajaban por la empinada escalera--, ya te he dicho que encontré un modelo para Arrendajo. ¿Qué te parece si intentas adivinarlo? --la miró, esperanzado--. Has de saber que me gusta inspirarme para mis personajes en personas reales --susurró con aire de conspirador--. No todos los escritores lo hacen, pero he comprobado que eso les confiere más vitalidad. Expresiones del rostro, gestos, un porte determinado, la voz, quizá una marca de nacimiento o una cicatriz… Yo robo aquí y allá, y empiezan a respirar, hasta que todos los que oyen hablar o leen sobre ellos creen que son de carne y hueso. Para Arrendajo no disponía de demasiados candidatos. No podía ser ni demasiado viejo ni demasiado joven… por supuesto tampoco gordo, ni bajo, los héroes jamás son bajos, gordos o feos, quizá en la realidad, pero nunca en los cuentos… No, Arrendajo tenía que ser alto y apuesto, alguien a quien la gente amase…

Fenoglio enmudeció. Se oían unos pasos presurosos bajando por la escalera, y sobre los peldaños toscamente tallados apareció Brianna.

--Perdonad --se disculpó, mirando con aire culpable en torno suyo, como si se hubiera marchado a hurtadillas, sin el consentimiento de su señora--. Pero ese joven… ¿sabéis de quién aprendió a jugar de ese modo con el fuego? --miró a Fenoglio ansiosa por conocer la respuesta y al mismo tiempo asustada--. ¿Lo sabéis? --inquirió de nuevo--. ¿Conocéis su nombre?

--Dedo Polvoriento --respondió Meggie--. Le enseñó Dedo Polvoriento --y al pronunciar el nombre por segunda vez, comprendió a quién le recordaba el rostro de Brianna y el resplandor rojizo de su pelo.

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LAS PALABRAS EQUIVOCADAS

Solamente te queda el pelo rojo

Y también mi risa desbordante.

Todo lo demás que en mí era bueno y malo,

Morirá como la hoja que flota, mustia, en el agua.

Francois Villon, «La balada del pequeño Florestan»

Dedo Polvoriento espantaba a Furtivo del gallinero de Roxana cuando Brianna llegó cabalgando a la granja. Al verla casi se le paralizó el corazón. Con el vestido que llevaba parecía la hija de un acaudalado comerciante. ¿Desde cuándo lucían tales ropas las sirvientas? Y luego su montura… desentonaba allí con sus valiosos jaeces, la silla con herrajes de oro y el pelo negro como la pez, que brillaba tanto como si tres mozos de cuadra se ocuparan todo el día de cepillarlo. El soldado que la acompañaba vestía los colores del Príncipe Orondo y observaba hierático la sencilla casa y los campos. Brianna, sin embargo, sólo tenía ojos para Dedo Polvoriento. Adelantó el mentón, igual que solía hacer su madre, se enderezó el prendedor del pelo… y le miró.

¡Ojalá hubiera tenido en ese momento el don de la invisibilidad! Qué hostil era su mirada, adulta y al mismo tiempo la de un niño ofendido. Se parecía tanto a su madre… El soldado la ayudó a desmontar, después dio de beber a su caballo en el pozo y se comportó como si estuviera ciego y sordo.

Roxana salió de la casa. Al parecer la visita la había sorprendido tanto como a él.

--¿Por qué no me dijiste que había vuelto? --preguntó Brianna, furiosa.

Roxana abrió la boca… y volvió a cerrarla.

«Vamos, di algo, Dedo Polvoriento.» La marta saltó de su hombro y desapareció detrás del establo.

--Yo le pedí que no lo hiciera --qué ronca sonaba su voz--. Pensé que era mejor que te lo contara yo mismo. Pero tu padre es un cobarde --añadió--. Teme a su propia hija.

Con qué furia le miraba. Igual que antaño. Pero ahora ya era demasiado mayor para pegarle.

--He visto a ese joven --reconoció ella--. Estuvo en la fiesta y hoy escupió fuego para Jacopo. Lo hacía igual que tú.

Dedo Polvoriento vio aparecer a Farid detrás de Roxana. Se quedó quieto detrás de ella, pero Jehan pasó a su lado. Tras mirar preocupado al soldado, corrió hacia su hermana.

--¿De dónde has sacado ese caballo? --preguntó.

--Me lo ha dado Violante. En agradecimiento por llevarla de noche a ver a los titiriteros.

--¿La llevas contigo? --inquirió Roxana, preocupada.

--¿Y por qué no? ¡A ella le gusta! Y el Príncipe Negro lo ha autorizado --contestó Brianna sin mirarla.

Farid caminó despacio hacia Dedo Polvoriento.

--¿Qué busca aquí? --susurró--. Es la sirvienta de la Fea.

--Y también mi hija --respondió Dedo Polvoriento.

Farid clavó sus ojos incrédulos en Brianna, pero ella no le prestaba atención. Había venido por su padre.

--¡Diez años! --exclamó con voz acusadora--. ¿Has estado diez años fuera y regresas así, por las buenas? ¡Todos dijeron que habías muerto! ¡Que Cabeza de Víbora te había dejado pudrirte en sus mazmorras! ¡Que los incendiarios te entregaron a él porque no quisiste revelarles todos tus secretos!

--Se los revelé --replicó Dedo Polvoriento con voz átona--. Casi todos.

«Y con ellos pegaron fuego a otro mundo», añadió para sí. «Otro mundo que no tenía ninguna puerta que me permitiera volver.»

--¡He soñado contigo! --Brianna alzó tanto la voz que su caballo se asustó--. ¡He soñado que los de la Hueste de Hierro te ataban a un poste y te quemaban! Podía oler el humo, oír el crepitar de las llamas y tus intentos de hablar con el fuego, pero éste no te obedecía, y las llamas te devoraban. ¡Ese sueño me ha asaltado casi todas las noches! Hasta hoy. Durante diez años me ha aterrado acostarme, y ahora te encuentro aquí, sano y salvo, ¡como si nada hubiera pasado! ¿Dónde has estado?

Dedo Polvoriento miró a Roxana… y captó la misma pregunta en sus ojos.

--No he podido regresar --repuso él--. No he podido. Por más que lo he intentado. Créeme.

Unas palabras equivocadas. Aunque fuera cien veces cierto, sonaba a mentira. Siempre lo había sabido, las palabras eran inútiles. Sí, a veces parecían maravillosas, pero en cuanto las necesitabas de verdad te dejaban en el atolladero. Nunca encontrabas las adecuadas, nunca, porque ¿dónde buscarlas? El corazón es mudo como un pez, por mucho que se esfuerce la lengua en proporcionarle una voz.

Brianna le dio la espalda y hundió el rostro en las crines de su caballo… mientras el soldado situado al lado del pozo se comportaba como si fuese invisible.

«Invisible, también a mí me gustaría serlo ahora», se dijo Dedo Polvoriento.

--¡Es la verdad! ¡No podía volver! --Farid se colocó delante de él, como si tuviera que protegerlo--. ¡No había camino! ¡Sucedió justo como él dice! Estaba en un mundo completamente distinto. Tan auténtico como éste. Hay muchos, muchísimos mundos, todos ellos diferentes, y están escritos en los libros.

Brianna se volvió hacia él.

--¿Tengo pinta de cría que cree en los cuentos? --inquirió despectiva--. Antes, cuando se pasaba tanto tiempo fuera que mi madre aparecía por las mañanas con los ojos enrojecidos por el llanto, los otros juglares también me contaban historias sobre él. Que habla con las hadas, que está con los gigantes, que busca un fuego en el fondo del mar que ni el agua consiga extinguir… Entonces no creía en tales historias, pero me complacían. Ahora me disgustan. Ya no soy una niña. ¡Ayúdame a montar! --ordenó al soldado con tono áspero.

Este obedeció en silencio. Jehan miraba fijamente la espada que pendía de su cinto.

--Quédate a comer --le rogó Roxana.

Pero Brianna negó con la cabeza y volvió grupas en silencio. El soldado guiñó un ojo a Jehan, que continuaba mirando su espada embobado. Después se alejaron cabalgando en unos caballos que parecían demasiado grandes para el estrecho sendero pedregoso que conducía a la granja de Roxana.

Roxana se llevó a casa a Jehan, pero Dedo Polvoriento se quedó parado junto al establo hasta que ambos jinetes desaparecieron entre las colinas.

La voz de Farid temblaba de furia cuando rompió el silencio.

--¡Pero si es verdad que no podías volver!

--No…, pero has de reconocer que tu historia no sonaba muy verosímil.

--¡A pesar de todo, sucedió justo así!

Dedo Polvoriento, encogiéndose de hombros, miró hacia el lugar por donde había desaparecido su hija.

--A veces yo mismo creo que todo ha sido un sueño --murmuró.

Una gallina cacareó tras ellos.

--¡Maldita sea! ¿Dónde está Furtivo?

Mascullando un juramento, Dedo Polvoriento abrió la puerta del corral. Una gallina blanca salió fuera aleteando, otra yacía en medio de la paja, las plumas ensangrentadas. Al lado se acurrucaba una marta.

--¡Furtivo! --exclamó Dedo Polvoriento echando chispas--. ¡Maldita sea! ¿No te he dicho que dejes en paz a las gallinas?

La marta le miró.

Unas plumas colgaban de su hocico manchado de sangre. Se estiró, levantó su espeso rabo y, acercándose a Dedo Polvoriento, se restregó contra sus piernas igual que un gato.

--¡Acabáramos! --musitó Dedo Polvoriento--. Hola, Gwin.

Su muerte había vuelto.

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NUEVOS SEÑORES

El déspota muere sonriendo,

Sabe que tras su muerte,

La arbitrariedad sólo cambia de manos,

Pues la servidumbre no tiene fin.

Heinrich Heine, «Rey David»

El Príncipe Orondo falleció apenas un día después de que Meggie visitara el castillo con Fenoglio. Murió al amanecer, y tres días más tarde, la Hueste de Hierro entró cabalgando en Umbra. A su llegada Meggie estaba en el mercado con Minerva. Tras la muerte de su suegro, Violante había mandado doblar la guardia en la puerta, pero los de la Hueste eran tan numerosos, que los guardianes los dejaron entrar en la ciudad sin oponer resistencia. Pífano cabalgaba en cabeza, la nariz de plata a modo de pico en su rostro, tan brillante, como si la hubiera sacado brillo expresamente para la ocasión. Las estrechas callejuelas resonaban con el piafar de los caballos, y en la plaza del mercado se hizo el silencio cuando los jinetes aparecieron entre las casas. El griterío de los vendedores y las voces de las mujeres que se apiñaban en torno a los puestos enmudecieron cuando Pífano refrenó su caballo y observó, disgustado, al gentío.

--¡Abrid paso! --gritó con voz extrañamente ahogada, ¿pero cómo iba a sonar en un hombre que no tenía nariz?--. ¡Paso al enviado de Cabeza de Víbora! Estamos aquí para rendir los últimos honores a vuestro príncipe muerto y rendir vasallaje a su nieto, su sucesor.

El silencio persistió, pero de repente se alzó una voz:

--El jueves es día de mercado en Umbra, así ha sido siempre, pero si los nobles caballeros desmontan, nos las arreglaremos.

Pífano buscó al hablante entre los rostros que se alzaban hacia él, pero la multitud lo ocultaba. En la plaza del mercado se oyó un murmullo de aprobación.

--¡Conque esas tenemos! --gritó Pífano en medio del barullo de voces--. ¿Creéis que hemos cabalgado atravesando el maldito bosque para desmontar aquí de nuestros caballos y abrirnos paso entre un rebaño de hediondos campesinos? El vivo al bollo y el muerto al hoyo, ¿eh?. Pero traigo novedades. Vuelve a haber un vivo en vuestra lamentable ciudad, y tiene más arrestos que el viejo.

Tras estas palabras se giró en su silla y alzó la mano con el guantelete negro haciendo una seña a sus jinetes. Después arreó su caballo hacia la multitud.

El silencio plomizo que se había depositado sobre el mercado, se desgarró como un paño y un griterío se alzó entre los edificios. Cada vez más jinetes surgían de entre las casas, acorazados como lagartos de hierro, los yelmos tan bajos sobre el rostro que apenas se veían su boca y sus ojos. Tintineaban las espuelas, grebas, petos, tan lustrosos que el espanto de los rostros se reflejaba en ellos. Minerva empujó a sus hijos fuera del paso, Despina tropezó y Meggie intentó ayudarla, pero cayó golpeándose con unas coles. Un desconocido la levantó de un tirón antes de que Pífano la atropellase con su montura. Meggie oyó resoplar al caballo encima de ella, notó sus espuelas brillantes rozando sus hombros. Encontró protección tras el puesto derribado de un alfarero, aunque se cortó las manos con los fragmentos de las vasijas. Se quedó agachada temblando, entre cacharros rotos, toneles rajados y sacos reventados, contemplando indefensa cómo otros, con menos suerte, caían bajo los cascos de los caballos. Los jinetes golpearon con la rodilla a algunos o con el mango de sus lanzas. Los caballos se espantaban, se encabritaban, rompiendo cántaros y cabezas.

Luego se marcharon con la misma rapidez con que habían llegado. Sólo se oía el batir de los cascos de sus caballos subiendo al galope el sendero que conducía hacia el castillo. Tras abandonar la plaza del mercado, pareció que un terrible vendaval había destrozado cántaros y huesos humanos. Cuando Meggie salió a gatas de entre los toneles se venteaba el miedo. Los campesinos recogían sus hortalizas pisoteadas, las madres enjugaban las lágrimas a sus hijos y les limpiaban la sangre de las rodillas, las mujeres se desesperaban ante los cacharros hechos añicos que habían querido comprar… y en el mercado reinó de nuevo el silencio. Y qué silencio. Las voces maldecían en bajo a los jinetes. Incluso los llantos y gemidos eran quedos. Minerva se acercó, preocupada, a Meggie, con Despina e Ivo sollozando a su lado.

--Sí, creo que tenemos un nuevo señor --dijo con amargura mientras ayudaba a Meggie a levantarse--. ¿Puedes llevar a los niños a casa? Yo me quedaré aquí para echar una mano. Seguro que habrá algunos huesos rotos, pero por fortuna en el mercado siempre hay barberos.

Meggie asintió. ¿Que sentía? ¿Miedo? ¿Furia? ¿Desesperación? No parecía existir una palabra que describiera su estado de ánimo. Cogió de la mano a Ivo y Despina y en silencio emprendieron el regreso a casa. Aunque le dolían las rodillas y cojeaba, recorrió las calles tan deprisa que los niños apenas lograban mantener su paso.

* * *

--¡Ahora! --exclamó al irrumpir renqueando en el desván de Fenoglio--. Escribe para mí. Ahora mismo --le temblaba la voz y tuvo que apoyarse en la pared, porque sus doloridas rodillas flaqueaban. Su cuerpo y su alma se estremecían.

--¿Qué ha sucedido? --inquirió Fenoglio, sentado ante su pupitre.

El pergamino que yacía ante él estaba escrito con su apretada letra. A su lado Cuarzo Rosa, con una pluma goteante en la mano, miraba a Meggie estupefacto.

--¡Tenemos que hacerlo ahora! --gritó ella--. ¡Ahora! Han entrado al galope, atropellando a la gente.

--Ah, ya han llegado los de la Hueste de Hierro. Bueno, ya te advertí que debíamos darnos prisa. ¿Quién iba al mando? ¿Zorro Incendiario?

--No, Pífano --Meggie se acercó a la cama y se sentó. De repente se apoderó de ella el miedo, como si volviera a estar arrodillada entre los puestos destruidos y su furia se hubiera desvanecido en el aire--. ¡Eran tantos! --susurró--. Es demasiado tarde. ¿Qué podría hacer Cósimo contra ellos?

--Deja que yo me encargue de eso --Fenoglio arrebató la pluma al hombrecillo de cristal y reanudó la escritura--. También el Príncipe Orondo cuenta con muchos soldados y éstos seguirán a Cósimo cuando regrese. Como es natural, habría sido mejor que lo hubieras traído hasta aquí con la lectura en vida de su padre. El Príncipe Orondo se apresuró demasiado en morir, pero eso ya no tiene remedio. Otras cosas, sí --frunciendo el ceño leyó lo que había escrito, tachó una palabra, añadió otra… e hizo una seña al hombrecillo de cristal--. ¡Arena, Cuarzo Rosa, apresúrate!

Meggie se alzó el vestido y contempló sus rodillas desolladas. Una ya se estaba hinchando.

--¿Pero estás seguro de que la situación mejorará con Cósimo? --preguntó en voz baja--. Lo que la Fea contó de él no permite suponerlo.

--¡Pues claro que sí, todo mejorará! ¿Qué preguntas son ésas? Cósimo es de los buenos: siempre ha sido de los buenos, diga lo que diga Violante. Además, tú vas a traer con la lectura una nueva versión suya. Una versión corregida, valga la expresión.

--Pero ¿por qué tiene que venir un nuevo príncipe? --Meggie se pasó las mangas por los ojos llorosos. Aún resonaba en sus oídos el chacoloteo de las armaduras, el piafar y relinchar de los caballos y los gritos de las gentes que no llevaban corazas.

--¿Puede haber algo mejor que un príncipe que haga lo que nosotros queramos? --Fenoglio cogió otra hoja de pergamino--. Ya sólo me quedan unas líneas --murmuró--. Ya falta poco. ¡Oh, maldita sea, odio escribir sobre pergamino! Confío en que hayas encargado papel, Cuarzo Rosa.

--Por supuesto, y hace mucho --replicó el hombrecillo de cristal, amostazado--. Pero tiempo ha que no efectúan envíos, al fin y al cabo el molino de papel está al otro lado del bosque.

--Sí, sí, por desgracia --Fenoglio frunció el ceño--. Muy poco práctico en verdad.

--¡Fenoglio, escúchame de una vez! ¿Por qué en lugar de Cósimo no traemos a ese bandolero? --Meggie volvió a estirarse el vestido por encima de las rodillas--. Ya sabes, al bandido de tus canciones. Arrendajo.

Fenoglio se echó a reír.

--¿Arrendajo? ¡Madre mía, me gustaría ver tu cara entonces! Pero, bromas aparte… ¡No, no y no! Un bandolero no es adecuado para gobernar, Meggie. Robin Hood tampoco se convirtió en rey. Son buenos para agitar a las masas, pero nada más. Ni siquiera al Príncipe Negro podría sentarlo en el trono del Príncipe Orondo. Este mundo está regido por monarcas, no por bandidos, titiriteros o campesinos. Así está organizado. Necesitamos un soberano, créeme.

Cuarzo Rosa afiló una pluma nueva, la hundió en la tinta… y Fenoglio reanudó la escritura.

--Sí --le oía musitar Meggie--. Sí, esto será maravilloso cuando lo leas. Cabeza de Víbora se asombrará. Créeme, él podría instalarse en mi mundo, que es lo que a él le gusta, pero se ha equivocado. Interpretará el papel que le tengo asignado, no otro.

Meggie se levantó de la cama y se acercó a la ventana cojeando. Llovía de nuevo, el cielo lloraba en silencio como la gente en el mercado. Y arriba, en el castillo, izaban ya los pendones de Cabeza de Víbora.

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CÓSIMO

«Sí», respondió Abhorsen. «Soy un nigromante, pero muy especial. Mientras que otros despiertan a los muertos, yo los tumbo para el descanso eterno.»

Garth Nix, Sabriel

Era de noche cuando Fenoglio dejó la pluma. Abajo, en la calleja, reinaba el silencio. Había permanecido silenciosa todo el día, como si todos se hubieran refugiado en sus casas cual ratones ocultándose del zorro.

--¿Has terminado? --preguntó Meggie cuando Fenoglio, reclinándose en su asiento, se frotó los párpados cansados.

Su voz sonó débil y medrosa, como si fuera incapaz de resucitar a un príncipe, pero al fin y al cabo ya había sacado a un monstruo de las palabras de Fenoglio. Aunque de eso hacía mucho tiempo… y Mo había leído las últimas palabras en su lugar.

Mo. Desde los sucesos del mercado lo añoraba aún más.

--Sí, he terminado --la voz de Fenoglio traslucía tanta satisfacción como en el pueblo de Capricornio, cuando Meggie y él se aliaron para cambiar su historia.

Por aquel entonces el desenlace había sido feliz, pero esta vez… Esta vez ellos mismos estaban inmersos en la historia. Eso, ¿hacía las palabras de Fenoglio más poderosas o más débiles? Meggie le había hablado de la regla de Orfeo, que era preferible utilizar únicamente las palabras que ya aparecían en la historia… Fenoglio, sin embargo, se había limitado a esbozar un gesto de desdén.

--Sandeces. Acuérdate del soldadito de plomo para el que escribimos un final feliz. ¿Acaso me preocupé de utilizar sólo las palabras del cuento? No. A lo mejor esa regla es válida para gente como ese tal Orfeo, que osan entrometerse en las historias ajenas, pero seguro que no para un autor que desea modificar su propia historia.

Ojalá.

Fenoglio había tachado muchas cosas, pero su letra era ciertamente más legible. Los ojos de Meggie recorrieron las letras. Sí, esta vez eran las palabras de Fenoglio, no las había robado a otro poeta…

--¿Es bueno, eh? --mojó un trozo de pan en la sopa que les había subido Minerva horas antes y la miró, esperanzado.

Como es lógico, la sopa se había enfriado. A ninguno de ellos le había pasado por la cabeza comer. Sólo Cuarzo Rosa la había probado. Todo su cuerpo se había teñido, hasta que Fenoglio le arrebató bruscamente la diminuta cuchara de la mano y le preguntó si quería suicidarse.

--¡Cuarzo Rosa! ¡Deja eso! --exclamó con tono severo cuando el hombrecillo de cristal alargó un dedo transparente hacia su plato--. ¡Ya basta! Sabes de sobra que no toleras la comida humana. ¿Quieres que vuelva a llevarte al barbero, que la última vez estuvo a punto de romperte la nariz?

--¡Es tan monótono alimentarse siempre de arena! --gimoteó el hombrecillo de cristal, ofendido, retirando el dedo--. Y la que tú traes, no es demasiado sabrosa.

--¡Botarate ingrato! --exclamó Fenoglio--. La saco ex profeso del fondo del río. La última vez las ondinas se divirtieron arrastrándome a mí también. Estuve a punto de ahogarme por tu culpa.

Estas palabras no parecieron conmover mucho al hombrecillo de cristal. Con aire ofendido se sentó junto al cubilete de las plumas, cerró los ojos y simuló dormir.

--¡Ya se me han muerto dos de ese modo! --susurró Fenoglio a Meggie--. No pueden mantener los dedos lejos de nuestra comida. ¡Qué pazguatos!

Pero Meggie sólo lo oía a medias. Tras sentarse en la cama con el pergamino, volvió a leerlo, palabra por palabra. La lluvia entraba, arrastrada por el viento, como si quisiera recordarle otra noche, la noche en que oyó hablar por primera vez del libro de Fenoglio y vio a Dedo Polvoriento plantado en el exterior… En el patio del castillo Dedo Polvoriento parecía feliz. También lo estaba Fenoglio, y Farid y Minerva y sus hijos… Así debía continuar. «¡Leeré por todos ellos!», pensó Meggie. «Por los juglares, para que Cabeza de Víbora no los ahorque por una canción, y por los campesinos del mercado, a quienes los caballos patearon sus hortalizas.» ¿Qué sería de la Fea? ¿Haría feliz a Violante recuperar pronto a su marido? ¿Notaría que se trataba de otro Cósimo? Para el Príncipe Orondo las palabras llegarían demasiado tarde. Él jamás se enteraría del regreso de su hijo.

--¡Bueno, di algo de una vez! --la voz de Fenoglio sonó insegura--. ¿No te gusta?

--Sí, sí. Es precioso.

El alivio se extendió por el rostro del anciano.

--Bueno, ¿entonces a qué esperas?

--Esto de la marca en su cara… no sé… suena a brujería.

--¡Qué va! Yo lo encuentro romántico, y no puede perjudicarla.

--Bien, como quieras. Es tu historia --Meggie se encogió de hombros--. Pero queda algo más. ¿Quién desaparecerá a cambio de él?

Fenoglio palideció.

--¡Cielos! Se me había olvidado por completo. ¡Cuarzo Rosa, escóndete en tu nido! --indicó al hombrecillo de cristal--. Por fortuna, las hadas han desaparecido.

--No servirá de nada --dijo Meggie en voz baja mientras el hombrecillo de cristal se izaba con las manos hasta el nido de hada abandonado en el que se refugiaba en sus enfados y a veces para dormir--. Ocultarse no servirá de nada.

Del callejón les llegó el chacoloteo de las herraduras. Un miembro de la Hueste de Hierro pasó cabalgando. Evidentemente Pífano pretendía que los moradores de Umbra no olvidaran ni siquiera en sueños quién era su nuevo señor.

--¡Vamos, eso es una señal! --susurró Fenoglio a Meggie--. La desaparición de ése no será una gran pérdida. Además… ¿por qué sabes que tiene que desaparecer alguien? Eso sólo sucede si traes leyendo a alguien que deja un vacío en su propia historia, que necesita ser llenado. Pero nuestro Cósimo todavía carece de historia. ¡Él nacerá hoy y aquí, de estas palabras!

Sí. Quizá tuviera razón.

El chacoloteo de los cascos se mezcló con la voz de Meggie: «La noche era silenciosa en Umbra, muy silenciosa», leyó. «Las heridas que habían causado los soldados de la Hueste de Hierro no habían sanado aún y algunas no lo harían nunca.» De repente ya no pensó en el miedo que había sentido esa mañana, sino en la ira contra unos hombres que, envueltos en sus armaduras, pateaban las espaldas de mujeres y niños con puntiagudos escarpes de hierro. La ira confirió a su voz vigor, plenitud y capacidad de insuflar vida. «Puertas y ventanas tenían echados los cerrojos y tras ellas lloraban los niños, en bajo, como si el pavor mantuviera las bocas cerradas, incluso la suya, mientras sus padres acechaban la noche preguntándose, temerosos, cuan sombrío se tornaría el futuro bajo su nuevo señor. De pronto resonaron golpes de herraduras por la calle de los zapateros y los guarnicioneros…» Con qué facilidad brotaban las palabras, fluían por la lengua de Meggie como si hubieran estado aguardando a ser leídas, a despertar a la vida esa noche. «Las gentes se apresuraron hacia las ventanas. Miraron fuera aterrorizadas, esperando ver a uno de los integrantes de la Hueste de Hierro o incluso al propio Pífano con su nariz de plata. Pero el que subía cabalgando hacia el castillo era otro, alguien cuya visión les resultaba muy familiar y al mismo tiempo los hizo palidecer. El recién llegado que cabalgaba por las calles de la insomne Umbra tenía la cara de su príncipe muerto, Cósimo el Guapo, que reposaba en su tumba desde hacía mucho tiempo. Su vivo retrato subía por la calle a lomos de un caballo blanco, y era tan bello como decían de Cósimo las canciones. Cruzó cabalgando la puerta del castillo sobre la que ondeaba el pendón de Cabeza de Víbora, y refrenó su caballo en el patio, sumido en el silencio de la noche. Los que lo vieron allí, a la luz de la luna, erguido en su caballo blanco, creyeron que Cósimo no había muerto. El llanto y el miedo llegaron a su fin. El pueblo de Umbra lo celebró, y gentes de los pueblos más lejanos acudieron para ver a aquel que llevaba la cara de un muerto, y susurraban: «Cósimo ha vuelto. Cósimo el Guapo ha vuelto para ocupar el lugar de su padre y proteger a Umbra de Cabeza de Víbora». Y así sucedió. El salvador subió al trono y la marca de la Fea se desvaneció de su rostro. Pero Cósimo el Guapo hizo llamar al poeta de corte de su padre, para escuchar su consejo, pues le habían informado de su prudencia, y se inició una gran época.»

Meggie apartó el pergamino. Una gran época…

Fenoglio corrió hacia la ventana. También Meggie había oído batir de cascos, pero ella no se levantó.

--¡Tiene que ser él! --susurró Fenoglio--. ¡Ya viene, Meggie, ya viene! ¡Escucha!

Meggie, empero, continuaba sentada contemplando las palabras escritas que reposaban en su regazo. Le parecía que respiraban. Carne de papel, sangre de tinta… Sintió un súbito cansancio y el camino hasta la ventana se le antojó eterno. Se sentía como un niño que ha bajado solo al sótano y tiene miedo. Ojalá hubiera estado allí Mo…

--¡Enseguida! ¡Tiene que pasar a caballo enseguida! --Fenoglio se asomó tanto por la ventana que dio la impresión de que quería tirarse de cabeza a la calle.

Por lo menos él seguía allí, y no había desaparecido como entonces, cuando ella llamó a la Sombra. «Aunque ¿adonde habría podido ir?», se preguntó Meggie. Sólo parecía existir una historia, esta historia, la historia de Fenoglio. Y por lo visto no tenía fin.

--¡Vamos, Meggie, ven de una vez! --él la llamó muy excitado con la mano--. ¡Has leído de un modo admirable, deslumbrador! Pero seguramente ya lo sabes. Algunas frases no se contaban entre las mejores, de vez en cuando se atropellaban algo, y no les habría venido mal un poco de color, pero ¿qué importa? ¡Ha funcionado! ¡Seguro que ha funcionado!

Llamaron.

Llamaron a la puerta. Cuarzo Rosa atisbo desde su nido con expresión preocupada y Fenoglio se volvió, asustado y enojado a la vez.

--¿Meggie? --susurró una voz--. Meggie, ¿estás ahí?

Era la voz de Farid.

--¿Qué buscará éste aquí? --Fenoglio masculló un denuesto--. ¡Dile que se largue! Ahora no nos hace ninguna falta. ¡Oh, ahí está! ¡Ahí viene! Meggie, ¡eres una maga!

El ruido de herraduras aumentó. Pero Meggie no se encaminó hacia la ventana, sino hacia la puerta. Farid estaba en el umbral, con expresión atormentada. Daba la impresión de haber llorado.

--Gwin, Meggie… Gwin ha vuelto --balbució--. No comprendo cómo me ha encontrado. Si hasta le tiré piedras.

--¡Meggie! --la voz de Fenoglio sonó muy airada--. ¿Dónde te has metido?

Sin decir palabra, ella cogió a Farid de la mano y lo condujo a la ventana.

Un caballo blanco subía por la calle. Su jinete tenía el pelo negro y su rostro era tan joven y hermoso como el de las estatuas del castillo. Pero sus ojos no eran blancos como la piedra, sino oscuros como su pelo, y vivaces. Escudriñó a su alrededor como si acabara de despertar de un sueño, un sueño que no acababa de encajar con lo que estaba presenciando.

--¡Cósimo! --musitó, Farid atónito--. Cósimo el muerto.

--Bueno, no del todo --cuchicheó Fenoglio--. Primero no está muerto, como podrás comprobar sin dificultad, y segundo, no es el mismo Cósimo. Es otro nuevo, nuevecito, que Meggie y yo hemos creado juntos. Como es natural, nadie lo notará excepto nosotros.

--¿Ni siquiera su esposa?

--Bueno, quizá ella sí. Pero ¿a quién le importa? Ella tampoco da un paso fuera del castillo.

Cósimo refrenó su caballo a un metro escaso de la casa de Minerva. Meggie se retiró instintivamente de la ventana.

--¿Y él? --musitó ella--. ¿Quién creerá ser?

--Menuda pregunta. ¡Cósimo, por supuesto! --respondió Fenoglio impaciente--. ¡Y deja de confundirme, por los clavos de Cristo! Nosotros solamente nos hemos encargado de que la historia continúe tal como yo la planeé en su día. ¡Ni más, ni menos!

Cósimo se giró en la silla y su mirada escudriñó la calle por la que había venido… como si hubiera perdido algo olvidando de qué se trataba. Después chasqueó suavemente la lengua y arreó a su caballo, pasando ante el taller del marido de Minerva y la casa estrecha donde vivía el barbero cuyas artes de sacamuelas tanto criticaba Fenoglio.

--Eso no está bien --Farid se apartó de la ventana como si hubiera visto al diablo en persona--. Invocar a los muertos trae desgracia.

--¡Él nunca ha estado muerto, maldita sea! --le increpó Fenoglio--. ¿Cuántas veces tendré que explicártelo? Ha nacido hoy, de mis palabras y de la voz de Meggie, así que deja de decir sandeces. Además, ¿a qué has venido? ¿Desde cuándo se visita a jovencitas decentes en plena noche?

La expresión de Farid se ensombreció. Luego, se volvió para dirigirse a la puerta en silencio.

--¡Déjale en paz! ¡Puede visitarme cuando le apetezca! --espetó Meggie a Fenoglio, hecha un basilisco.

La escalera estaba resbaladiza por la lluvia y no alcanzó a Farid hasta los últimos peldaños. Qué tristeza parecía embargarle.

--¿Qué le contaste a Dedo Polvoriento? ¿Que Gwin nos siguió?

--No, no me atreví --Farid, apoyándose en el muro de la casa, cerró los ojos--. Tendrías que haber visto su expresión al ver a la marta. ¿Meggie, crees que ahora morirá?

Ella alargó la mano y acarició su rostro. Había llorado de verdad. Meggie notó las lágrimas resecas en su piel.

--¡Cabeza de Queso lo dijo! --ella apenas podía entender las palabras que pronunciaba entre susurros--. Yo le traeré la desgracia.

--Pero ¿qué estás diciendo? ¡Dedo Polvoriento puede alegrarse de contar contigo!

Farid miró hacia el cielo. Seguía lloviendo.

--He de volver --anunció--. He venido para comunicarte que de momento tengo que permanecer a su lado. Ahora he de cuidar de él, ¿comprendes? Si no me alejo ni un momento, seguro que nada ocurrirá. Pero puedes ir a visitarme a la granja de Roxana. Pasamos allí casi todo el tiempo. Dedo Polvoriento está loco por ella, casi no se separa de su lado. Roxana por aquí, Roxana por allá… --era imposible no percibir los celos que entrañaban sus palabras.

Meggie conocía de sobra esos sufrimientos. Recordaba con nitidez las primeras semanas en casa de Elinor, la confusión de su corazón mientras Mo salía a pasear con Resa durante horas sin preguntarle siquiera si deseaba acompañarlos, la sensación de quedarse inmóvil ante una puerta cerrada y oír detrás la risa de su padre, que no iba a dirigida a ella, sino a su madre.

--¿Qué miras con esa cara? --le había preguntado Elinor una vez que la sorprendió observando a ambos en el jardín--. La mitad de su corazón todavía te pertenece. ¿No te basta?

Qué avergonzada se sintió. Farid al menos sólo tenía celos de una desconocida, pero en su caso se trataba de su propia madre…

--¡Por favor, Meggie! He de quedarme con él. ¿Quién lo vigilará si no? ¿Roxana? Ella no sabe nada de la marta, y de todos modos…

Meggie giró la cabeza para que él no captara su desilusión. Maldita Gwin. Ella pintó con el dedo gordo del pie pequeños círculos en la tierra mojada por la lluvia.

--¿Vendrás, no? --Farid le cogió las manos--. En los campos de Roxana crecen plantas maravillosas, tiene una oca que se cree un perro y un viejo caballo. Jehan, su hijo, cuenta que en el establo vive un trasno, no tengo ni idea de lo que es, y que hay que tirarse pedos encima de él, porque entonces sale corriendo. Bueno, Jehan es aún un crío, pero creo que le cogerías cariño…

--¿Es hijo de Dedo Polvoriento? --Meggie se echó el pelo por detrás de la oreja y esbozó una sonrisa.

--No, pero ¿sabes una cosa? Roxana cree que yo lo soy. ¡Imagínate! ¡Por favor, Meggie! ¿Vendrás a casa de Roxana, eh? --le puso las manos encima de los hombros y la besó en plena boca. Su piel estaba mojada por la lluvia. Al comprobar que ella no retrocedió, estrechó su rostro entre las manos y volvió a besarla: en la frente, en la nariz y de nuevo en la boca--. ¿Vendrás, verdad? ¡Prometido! --susurró él.

Después se marchó corriendo, con pasos ágiles, como era su estilo desde el día en que Meggie lo vio por primera vez.

--¡Tienes que venir! --gritó antes de desaparecer en el oscuro pasadizo que conducía a la calle--. ¡Quizá sea mejor que permanezcas algún tiempo con nosotros, con Dedo Polvoriento y conmigo! Ese viejo está loco. ¡Con los muertos no se juega!

Luego desapareció. Meggie se apoyó contra el muro de la casa de Minerva, justo donde Farid estaba momentos antes. Se pasó los dedos por la boca, como si tuviera que cerciorarse de que el beso de Farid no la había cambiado.

--¿Meggie? --Fenoglio apareció en lo alto de la escalera con un candil en la mano--. ¿Qué haces ahí abajo? ¿Se ha ido el chico? ¿A qué ha venido? ¡Mira que estar ahí abajo contigo, a oscuras!

Meggie no contestó. No le apetecía hablar con nadie. Quería escuchar los susurros de su turbado corazón.

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ELINOR

Leed pues de un preciado volumen

El poema de vuestra elección

Y prestad al ritmo del poeta

La belleza de vuestra voz.

Y la noche se preñará de música

Y las cuitas que infectan el día

Plegaran las tiendas, como los árabes,

Alejándose con tal sigilo.

Henry Wadsworth Longfellow, «El día ha llegado a su fin»

Elinor pasó unos días y unas noches malísimas en su sótano. Por la mañana y por la noche, el hombre armario les traía de comer… Al menos ellos creían que era por la mañana y por la noche, presuponiendo siempre que el reloj de pulsera de Darius funcionara bien. Cuando el macizo individuo apareció por primera vez con pan y una botella de agua, le tiró la botella de plástico a la cabeza. Bueno, lo intentó, porque el coloso la esquivó a tiempo y el envase reventó contra la pared.

--¡Nunca más, Darius! --musitó Elinor después de que el hombre armario volviera a encerrarlos con un gruñido sarcástico--. Nunca más me dejaré encerrar, me lo juré a mí misma en aquella jaula apestosa, cuando esos incendiarios arrastraban sus escopetas por las rejas y me arrojaban a la cara las colillas de sus cigarrillos. ¿Y ahora, qué? ¡Estoy prisionera en mi propio sótano!

La primera noche se levantó de la colchoneta hinchable con todos los huesos doloridos, y lanzó latas de conservas contra la pared. Darius se limitó a permanecer encogido encima de la manta extendida sobre la colchoneta del banco del jardín, mirándola con los ojos abiertos como platos. En la tarde del segundo día (¿o fue el tercero?) Elinor rompió unos frascos, y se echó a llorar cuando se cortó los dedos con las esquirlas. Darius barría los cristales rotos cuando Armario vino a buscarla.

Darius intentó seguirla, pero el hombre armario le pegó un empujón tan brutal en el pecho que dio un traspiés y cayó al suelo, entre aceitunas, tomate frito y todo lo que había salido de los frascos rotos por Elinor.

--¡Cerdo! --insultó al coloso, pero éste esbozó la sonrisa de satisfacción de un niño que acaba de derribar una torre de piezas de construcción, y mientras conducía a Elinor a la biblioteca, tarareaba. «¿Quién dice que las malas personas no pueden ser felices?», pensó ella cuando él abrió la puerta indicándole con una inclinación de cabeza que lo precediera.

Su biblioteca ofrecía un aspecto atroz: los ceniceros y platos sucios diseminados por doquier, sobre el antepecho de la ventana, la alfombra, incluso sobre las vitrinas que albergaban sus mayores tesoros, no eran lo peor. No. ¡Lo peor eran sus libros! Casi ninguno seguía en su sitio. Se apilaban encima del suelo, entre las tazas de café sucias y delante de las ventanas. Algunos incluso estaban abiertos, el lomo hacia arriba. ¡Elinor no se atrevía siquiera a echar una ojeada! ¿Es que no sabía ese monstruo que así se les rompía el cuello a los libros?

Si lo sabía, le traía sin cuidado. Orfeo estaba sentado en su sillón favorito, con el horrendo perro a su lado sosteniendo entre las patas algo con un parecido sospechoso a sus zapatos de andar por el jardín. Las piernas toscas del amo colgaban encima de un reposabrazos y sostenía en la mano un libro sobre hadas con unas preciosas ilustraciones comprado por Elinor apenas dos meses antes en una subasta, por tanto dinero que Darius ocultó su rostro entre las manos.

--Ese libro --dijo con un leve temblor en la voz-- es muy, muy valioso.

Orfeo se volvió hacia ella y sonrió. Era la sonrisa de un niño travieso.

--Lo sé --dijo con su voz aterciopelada--. Usted posee muchos, muchísimos libros valiosos, señora Loredan.

--Desde luego --contestó Elinor con tono gélido--. Y por eso no los apilo como si fueran cajas de huevos o lonchas de queso. Cada uno ocupa su lugar.

Este comentario sólo logró ensanchar la sonrisa de Orfeo. Después de marcar la página, doblándola, cerró el libro. Elinor contuvo el aliento, horrorizada.

--Los libros no son jarrones de cristal, querida --dijo Orfeo incorporándose--. No son ni tan frágiles, ni tan decorativos. ¡Son libros! Su contenido es lo que importa, y no se desvanece al amontonarlos --se acarició el cabello liso con la mano, como si le preocupara haberse despeinado--. Azúcar me ha dicho que quería usted hablarme.

Elinor dirigió una mirada incrédula al hombre armario.

--¿Azúcar?

El gigante sonrió exhibiendo una dentadura tan deplorable, que Elinor no necesitó preguntar por el motivo de ese nombre.

--Pues sí, la verdad. Deseo hablar con usted desde hace días. ¡Exijo que nos dejen salir del sótano a mi bibliotecario y a mí! Ya estoy harta de verme obligada a orinar en un cubo y a no saber si es de día o de noche. Exijo que me devuelva a mi sobrina y a su marido, que por su culpa están corriendo un peligro gravísimo, y exijo que aparte sus gruesos dedos de mis libros, ¡maldita sea!

Elinor cerró de golpe la boca… y se maldijo a sí misma, con todos los denuestos e imprecaciones que le pasaron por la cabeza. ¡Oh, no! ¿Cuántas veces se lo había repetido Darius? ¿Qué se había dicho cien veces a sí misma mientras yacía ahí abajo sobre la horrenda colchoneta inflable? «Contrólate, Elinor, sé lista, refrena tu lengua…» Todo en vano. Había explotado como un globo demasiado inflado.

Orfeo continuaba sentado, con las piernas cruzadas y una sonrisa desvergonzada en los labios.

--Acaso podría traerlos de regreso. Sí, es posible --opinó mientras palmeaba la fea cabeza de su perro--. Pero ¿por qué iba a hacerlo? --con su tosco índice recorrió la tapa del libro al que acababa de doblar una página con un gesto detestable--. ¿Una bonita cubierta, verdad? Algo cursi quizá, además me imagino distintas a las hadas, aunque…

--¡Sí, es muy bonita, lo sé, pero la cubierta ahora no me interesa! --Elinor intentó no alzar la voz, sin conseguirlo--. Si puede usted traerlos de vuelta, hágalo de una vez, maldita sea. Antes de que sea demasiado tarde. La vieja pretende matarlo, ¿no lo oyó usted? ¡Quiere matar a Mortimer!

Orfeo se enderezó la corbata arrugada con gesto de indiferencia.

--Bueno, si no entendí mal, él mató al hijo de Mortola. Ojo por ojo, diente por diente, como dice la hermosa formulación de otro libro bastante conocido.

--¡Su hijo era un asesino! --Elinor apretó los puños.

Ansiaba abalanzarse sobre Cara de Pan, arrancarle el libro de las manos, de esas manos que parecían tan blandas y blancas como si sólo se hubieran dedicado en su vida a pasar las páginas de los libros, pero Azúcar se interpuso en su camino.

--Sí, sí, lo sé --Orfeo exhaló un profundo suspiro--. Lo sé todo sobre Capricornio. He leído incontables veces el libro que narra su historia, y reconozco que era un malvado muy bueno, uno de los mejores con que me haya topado nunca en el reino de las letras. Matar por las buenas a alguien, en fin, qué quiere que le diga… es un pequeño crimen. A pesar de que me alegro por Dedo Polvoriento.

¡Oh, si al menos hubiera podido darle un tortazo en esa nariz tan chata, en esa boca risueña!

--Capricornio mandó secuestrar a Mortimer. Encerró a su hija y mantuvo prisionera a su mujer durante años --a Elinor se le saltaron las lágrimas, unas lágrimas de rabia y de impotencia--. ¡Por favor, señor Orfeo, o como quiera que se llame! --recurrió a toda su fuerza y autodominio para que sus palabras traslucieran una cierta amabilidad--. ¡Por favor, traiga de regreso a ambos, y ya puestos, traiga también a Meggie antes de que un gigante la aplaste de un pisotón o la atraviesen de un lanzazo!

Orfeo se reclinó en el sillón y la observó igual que si fuera un cuadro en un caballete. Con cuánta naturalidad había tomado posesión de su sillón… como si Elinor jamás se hubiera sentado allí, con Meggie a su lado, o, mucho tiempo antes, con Resa en su regazo, cuando aún era una niña diminuta. Elinor se tragó la rabia. «¡Contrólate!», se ordenó a sí misma mientras su mirada no se despegaba del pálido rostro con gafas de Orfeo. «Domínate. ¡Por Mortimer, por Resa y por Meggie!»

Orfeo carraspeó.

--Bueno, no entiendo en absoluto lo que le pasa --reconoció mientras se contemplaba las uñas de los dedos, mordidas como las de un escolar--. ¡Envidio a esos tres!

Durante un instante, Elinor no comprendió a qué se refería. Pero cuando prosiguió, lo entendió con claridad meridiana.

--¿Por qué cree usted que desean volver? --preguntó en voz baja--. ¡Si yo estuviese allí, no regresaría jamás! Ningún lugar de este mundo he añorado ni siquiera la mitad que a la colina sobre la que se alza el castillo del Príncipe Orondo. He paseado innumerables veces por el mercado de Umbra, he alzado la vista hacia los torreones, hacia la bandera con el león en el centro. Me he imaginado recorriendo el Bosque Impenetrable y observando a Dedo Polvoriento robar la miel a los elfos de fuego. Me he imaginado a Roxana, la juglaresa de la que está enamorado. He estado en la fortaleza de Capricornio y he olido el brebaje de acónito y cicuta que preparaba Mortola. Todavía hoy se presenta a menudo en mis sueños la fortaleza de Cabeza de Víbora, a veces estoy encerrado en una de sus mazmorras, otras me deslizo por la puerta con Dedo Polvoriento, alzo la vista hacia las cabezas de los juglares que Cabeza de Víbora ha hecho ensartar en un palo por haber cantado la canción equivocada… ¡Por todas las letras del mundo! Cuando Mortola me dijo su nombre, pensé que había enloquecido. Sí, cierto, ella y Basta se asemejaban a los personajes que afirmaban ser, pero ¿podía ser verdad que alguien los hubiera traído aquí desde mi libro favorito? ¿Existían de verdad otros capaces de leer como yo? Sólo cuando Dedo Polvoriento vino hacia mí, en esa biblioteca desordenada que olía a moho, lo creí. ¡Oh, Dios mío, cómo latía mi corazón al divisar ese rostro con las tres cicatrices pálidas que había dejado el cuchillo de Basta! Latía más fuerte que el día que besé por primera vez a una chica. Era él, en efecto, el triste héroe de mi libro favorito. Y lo hice desaparecer de nuevo dentro de él. ¿Pero a mí mismo? Vaya esperanza --soltó una risa amarga y triste--. Sólo espero que no tenga que morir allí, como había previsto para él ese autor chiflado. ¡Pero no! Está bien, estoy seguro, al fin y al cabo Capricornio ha muerto y Basta es un cobarde. ¿Sabía usted que a los doce años escribí al tal Fenoglio diciéndole que tenía que cambiar su historia o al menos escribir una continuación en la que regresara Dedo Polvoriento? Jamás me contestó, y Corazón de Tinta tampoco halló continuación. En fin… --Orfeo soltó un profundo suspiro.

Dedo Polvoriento, Dedo Polvoriento… Elinor apretó los labios. «¿A quién le interesaba lo qué había sido del comecerillas? Tranquila, Elinor, no vuelvas a explotar, esta vez debes obrar con astucia y con sensatez… No es tarea fácil.»

--Escuche. Si tanto le gustaría estar en ese libro… --Elinor consiguió que su voz sonase despreocupada--. ¿Por qué no trae sencillamente de vuelta a Meggie? Meggie sabe cómo leer para introducirse uno mismo dentro de una historia. ¡Y lo ha hecho! Seguro que podrá explicarle el modo, o incluso trasladarle a usted hasta allí con su lectura.

La redonda cara de Orfeo se nubló tan bruscamente que Elinor supo en el acto que había cometido un grave error. ¿Cómo había podido olvidar lo vanidoso y fatuo que era ese individuo?

--Nadie --dijo Orfeo en voz baja mientras se levantaba del sillón con ominosa lentitud--, nadie puede darme lecciones sobre el arte de la lectura. ¡Y mucho menos una cría!

«Ahora volverá a encerrarme en el sótano», pensó Elinor. «¿Y qué? Busca, Elinor, rebusca en tu estúpida cabeza la respuesta adecuada! ¡Vamos, haz algo! ¡Alguna cosa se te ocurrirá!»

--Claro que no --balbució Elinor--. Nadie excepto usted podría llevar de regreso con la lectura a Dedo Polvoriento. Nadie. Pero…

--No hay pero que valga. Preste atención.

Orfeo adoptó un aire de exagerada gravedad, como si se dispusiera a cantar un aria encima de un escenario, y tomó del sillón el libro que tan descuidadamente había apartado. Lo abrió justo por el doblez que afeaba la página de un blanco cremoso, se pasó la punta de la lengua por los labios como si tuviera que suavizarlos para que las palabras no se quedasen adheridas a ellos, y de pronto su voz fascinante, que no encajaba con su porte, inundó la biblioteca de Elinor. Orfeo leyó como si su comida favorita se deshiciera en su boca, saboreándola, ansioso del sonido de las letras, perlas en su lengua, semillas de palabras de las que hacía brotar la vida.

Sí, acaso fuera el mayor maestro de su arte. Porque lo ejecutaba con la máxima pasión.

«Cuentan la historia de un pastor, Tudur de Llangollen, que un buen día se topó con un grupo de hadas que bailaban a los sones de un diminuto violinista.» Unos delicados tonos agudos se alzaron detrás de Elinor y ésta se giró, pero nada divisó, salvo a Azúcar, que escuchaba la voz de Orfeo con expresión de perplejidad. «Tudur intentó resistirse a las cuerdas encantadas, pero al final lanzó su gorra al aire y gritó: "¡Adelante, pues; toca, viejo demonio!", y se unió a la salvaje danza.»

El sonido del violín se tornó más estridente, y esta vez, cuando Elinor se giró rápidamente, vio a un hombre plantado en su biblioteca, rodeado de pequeñas criaturas ataviadas con hojas, que giraba sobre sus pies descalzos como un oso amaestrado, mientras a un paso de distancia un hombre minúsculo con una campanilla en la cabeza tocaba un violín del tamaño de una bellota.

«En el acto aparecieron cuernos en la cabeza del violinista y un rabo asomó por debajo de su gabán.» Orfeo infló la voz hasta que casi se asemejó a un canto. «Los espíritus danzarines se transformaron en machos cabríos, perros, gatos y zorros, y ellos y Tudur bailaron en círculo poseídos por un excitante frenesí.»

Elinor se tapó la boca con las manos. Allí estaban, brotaban desde detrás del sillón, saltaban sobre las pilas de libros, danzaban sobre las páginas abiertas con sus pezuñas sucias. El perro saltó y ladró.

--¡Alto, deténgase! --gritó Elinor a Orfeo--. ¡Deténgase inmediatamente!

Éste, con una sonrisa de triunfo, cerró el libro.

--¡Échalos al jardín! --ordenó a Azúcar, que parecía petrificado.

Este caminó pesadamente hacia la puerta, la abrió… y dejó pasar bailando a toda la tropa, tocando el violín y chillando, ladrando, balando, pasillo de Elinor abajo, cruzando frente a su alcoba, hasta que el estruendo cesó.

--Nadie --repitió Orfeo, y en su cara redonda ya no se distinguían vestigios de sonrisa--, nadie puede dar lecciones a Orfeo del arte de la lectura. ¿Se ha fijado usted? ¡Nadie ha desaparecido! Quizá algunos gusanos de los libros, si es que existen en su biblioteca, acaso un par de moscas…

--O tal vez un par de personas que viajen en coche, allí abajo, por la carretera --añadió Elinor con voz ronca, mas por desgracia era evidente que estaba impresionada.

--Quizá --admitió Orfeo encogiéndose de hombros con indiferencia--. Pero eso no cambiaría un ápice mi maestría, ¿verdad? Y ahora espero que entienda usted algo del arte culinario, porque estoy completamente harto de lo que prepara Azúcar. Siempre que leo, me entra hambre.

--¿Cocinar? --Elinor casi se ahogaba de rabia--. ¿Voy a tener que cocinar para usted en mi propia casa?

--Por supuesto. Debe ser útil. ¿O pretende que a Azúcar se le ocurra la idea de que usted y nuestro tartamudo amigo son completamente superfluos? Bastante enfadado está por no haber encontrado hasta ahora en su casa nada digno de ser robado. No, la verdad es que no deberíamos permitir que se le ocurra ninguna tontería, ¿no le parece?

Elinor respiró hondo e intentó soslayar el temblor de sus rodillas.

--No, no debemos --dijo dando media vuelta… para dirigirse a la cocina.

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EL HOMBRE EQUIVOCADO

Ella depositó en su boca la hierba medicinal… él se durmió enseguida y lo tapó con cuidado. Durmió durante todo el día…

Dieter Kühn, El Parsifal de Wolfram von Eschenbach

La cueva estaba vacía, a excepción de Resa y Mo, cuando llegaron dos mujeres y cuatro hombres. Dos de ellos habían estado sentados junto al fuego con Bailanubes: Pájaro Tiznado, el tragafuego, y Dosdedos. A la luz del día su rostro no parecía más amistoso, y también los demás observaban con tanta hostilidad que, inconscientemente, Resa se acercó a Mo.

Sólo Pájaro Tiznado parecía confundido.

Mo dormía. Llevaba durmiendo más de un día entero un intranquilo sueño febril que provocaba un cabeceo de preocupación en Ortiga. Los seis se quedaron parados a escasos pasos de ellos, ocultando a Resa la visión de la luz diurna que entraba desde el exterior.

Una mujer se situó delante de los demás. No era muy vieja, pero sus dedos estaban encorvados cual garras de pájaro.

--¡Él tiene que irse! --exclamó--. Hoy mismo. No es de los nuestros, y tú, tampoco.

–¿A qué te refieres? --la voz de Resa temblaba, por más que se esforzaba por aparentar tranquilidad--. No puede irse. Aún está demasiado débil.

¡Ojalá Ortiga hubiera estado allí! Pero se había marchado, murmurando algo sobre niños enfermos, y sobre una planta cuya raíz quizá hiciera desaparecer la fiebre. Los seis habrían tenido miedo de Ortiga, miedo, respeto, vergüenza, mientras que ella misma no era más que una extraña para los titiriteros, una desconocida desesperada con un marido enfermo de muerte… aunque nadie allí adivinaba cuan extraños eran en ese mundo.

--Los niños… tienes que comprendernos --la otra mujer era muy joven. Estaba embarazada y había colocado una mano en ademán protector sobre su vientre.

--Alguien como él pondrá en peligro a nuestros hijos. Martha tiene razón, vosotros ni siquiera sois de los nuestros. Éste es el único lugar en el que se nos permite quedarnos. Nadie nos echa de aquí, pero si ellos oyen que Arrendajo nos acompaña, eso se habrá acabado. Dirán que lo hemos escondido nosotros.

--¡Pero si él no es Arrendajo! Ya os lo he dicho. ¿Y quiénes son ellos?

Mo, poseído por la fiebre, susurró algo. Su mano aferró el brazo de Resa.

Ella le acarició la frente para tranquilizarlo, le obligó a dar un sorbo de la tisana que había preparado Ortiga. Sus visitantes la observaban en silencio.

--¡Como si no lo supieras! --exclamó uno de los hombres, alto y delgado, agitado por una tos seca--. Cabeza de Víbora lo busca, enviará aquí a la Hueste de Hierro. Nos hará ahorcar a todos por esconderlo aquí.

--¡Os lo repito! --Resa cogió la mano de Mo, sujetándola con fuerza--. ¡Él no es un bandolero o cualquier otro personaje de vuestras historias! ¡Sólo llevamos unos días aquí! Mi marido encuaderna libros, ése es su oficio, y no otro.

Cómo la miraron.

--Pocas veces he escuchado una mentira peor --Dosdedos torció el gesto. Tenía una voz fea. A juzgar por sus ropas llenas de remiendos era uno de los que interpretaban en los mercados comedias ruidosas y zafias, hasta que los espectadores expulsaban a carcajadas las penas del corazón--. ¿Qué iba a buscar un encuadernador en medio del Bosque Impenetrable en la antigua fortaleza de Capricornio? Nadie va voluntariamente allí, debido a las Mujeres Blancas y a todos los demás monstruos que pululan entre las ruinas. Y Mortola, ¿qué tendría que ver ella con un encuadernador? ¿Por qué iba a dispararle con un arma de bruja de la que nadie ha oído hablar?

Los demás respondieron con asentimientos de aprobación… y dieron otro paso hacia Mo. ¿Qué debía hacer Resa? ¿Qué podía decir? ¿De qué servía tener voz si nadie la escuchaba?

--No te preocupes por no poder hablar --solía decirle Dedo Polvoriento--. La gente no suele prestar atención.

Acaso pudiese pedir socorro, ¿pero quién acudiría? Bailanubes había partido con Ortiga al amanecer, las hojas todavía brillaban rojizas por el sol naciente, y las mujeres que le llevaban comida a Resa y la relevaban a veces al lado de Mo para permitirle dormir unas horas, se encontraban en el río cercano, lavando la ropa, junto con sus hijos. Ahí fuera sólo quedaban unos viejos que habían acudido allí porque estaban hartos de la gente y esperaban la muerte. Poco la ayudarían.

--Nosotros no lo entregaremos a Cabeza de Víbora. Sólo lo llevaremos de regreso al lugar donde os encontró Ortiga. A la maldita fortaleza --informó de nuevo el de la tos.

En su hombro se aposentaba un cuervo. Resa conocía esas aves desde la época en que estaba en los mercados escribiendo documentos y cartas petitorias; sus propietarios los adiestraban para robar unas monedas adicionales mientras representaban sus números.

--Las canciones dicen que Arrendajo protege al Pueblo Variopinto --prosiguió su dueño--. Y que los que él ha matado, amenazaron a nuestras mujeres e hijos. Sabemos apreciar eso y todos hemos cantado ya las canciones sobre él, pero no nos dejaremos poner una soga al cuello por su causa.

Lo habían decidido hacía mucho. Se llevarían a Mo. Resa quiso gritar, pero ya no le quedaban fuerzas.

--Devolverlo significará su muerte --replicó en susurros.

Eso les traía sin cuidado, Resa lo veía en sus ojos. «¿Y por qué hemos de interesarles?», pensó. «¿Qué haría ella, si los de ahí fuera fueran sus hijos?» Recordó una visita de Cabeza de Víbora a la fortaleza de Capricornio para asistir a la ejecución de un enemigo común. Desde ese día supo cómo era un ser humano que se complacía en hacer daño a los demás.

La mujer de los dedos torcidos se arrodilló al lado de Mo y, antes de que Resa pudiera impedirlo, le subió la manga.

--Aquí está, ¿lo veis? --dijo con voz triunfal--. Tiene la cicatriz que describen las canciones, justo donde le mordieron los perros de la Víbora.

Resa la apartó de un empellón tan violento que cayó a los pies de los demás.

--¡Los perros no pertenecían a Cabeza de Víbora, sino a Basta!

El nombre sobresaltó a todos, pero no se marcharon. Pájaro Tiznado ayudó a levantarse a la mujer, y Dosdedos se aproximó a Mo.

--Vamos --dijo a los demás--. Levantémoslo --todos ellos se colocaron a su lado. Sólo el tragafuego vaciló.

--¡Por favor, creedme! --Resa apartó las manos de los otros--. ¿Pensáis que os miento, que soy tan ingrata a pesar de haberme ayudado?

Nadie le prestaba atención. Dosdedos arrebató a Mo la manta que les había entregado Ortiga. En la cueva hacía frío por las noches.

--¡Qué sorpresa! Conque visitando a nuestros invitados. Sois realmente muy amables.

Se sobresaltaron igual que los niños sorprendidos cometiendo una jugarreta. Un hombre apareció a la entrada de la cueva. Por un momento, Resa pensó que se trataba de Dedo Polvoriento, y se preguntó, confundida, cómo era posible que Bailanubes lo hubiera traído tan deprisa. Pero luego comprobó que el hombre al que los seis miraban con tanta culpabilidad era negro. Todo en él era negro, su pelo largo, su piel, sus ojos, incluso sus ropas. Y a su lado llevaba un oso, tan negro como su amo, que le sacaba casi la cabeza.

--Seguro que éstos son los visitantes de los que me habló Ortiga, ¿verdad? --el oso agachó la cabeza gruñendo mientras seguía a su amo dentro de la cueva--. Dice que conocen a un viejo y muy buen amigo mío: Dedo Polvoriento. Supongo que todos habréis oído hablar de él, ¿no? Y sin duda sabréis que sus amigos siempre fueron los míos. Lógicamente, lo mismo cabe decir de sus enemigos.

Los seis se apartaron a trompicones, casi precipitadamente, como si quisieran permitir al extraño ver a Resa. Y el tragafuego soltó una risita nerviosa.

--¡Qué casualidad, príncipe! ¿Qué te trae por aquí?

--Oh, variados menesteres. ¿Por qué no hay guardianes fuera? ¿Pensáis que a los duendes ya no les gustan nuestras provisiones? --caminó despacio hacia ellos mientras su oso, dejándose caer sobre las cuatro patas, lo siguió con paso torpe, resoplando, como si la angosta cueva le disgustase.

Lo llamaban Príncipe. ¡Claro! ¡El Príncipe Negro! Resa había oído nombrarlo en el mercado de Umbra, a las criadas en la fortaleza de Capricornio, incluso a los propios hombres de Capricornio. Sin embargo, antaño, cuando la historia de Fenoglio se la tragó por primera vez, nunca lo había visto. Era un lanzador de cuchillos, domador de osos… y amigo de Dedo Polvoriento desde que ambos contaban casi la mitad de la edad de Meggie.

Los demás se apartaron a un lado cuando el príncipe pasó con su oso, pero éste no se fijó en ellos. Miraba a Resa. Llevaba tres cuchillos al cinto recamado, a pesar de que a ningún juglar le estaba permitido portar armas.

--Para poder ensartarlos sin complicaciones --solía burlarse Dedo Polvoriento.

--Bienvenidos al Campamento Secreto --saludó el Príncipe Negro mientras su mirada se dirigía al vendaje sangriento de Mo--. Los amigos de Dedo Polvoriento siempre son bienvenidos… aunque ahora no dé esa impresión --contempló, burlón, a los circunstantes. Sólo Dosdedos, obstinado, sostuvo su mirada, aunque acabó agachando la cabeza.

El Príncipe volvió a bajar los ojos hacia Resa.

--¿De qué conoces a Dedo Polvoriento?

¿Qué debía contestar? ¿Que de otro mundo? El oso olfateó el pan que Resa tenía a su lado. El aliento caliente de la fiera le provocó escalofríos. «Di la verdad, Resa», se dijo. «Además no es necesario que cuentes en qué mundo sucedió.»

--Yo fui criada de los incendiarios durante unos años --comenzó--. Me escapé, pero me mordió una serpiente. Dedo Polvoriento me encontró y me ayudó. Sin él, habría muerto.

«Me escondió», añadió ella en su mente, «pero Basta y los otros dieron pronto conmigo, y a él casi lo mataron a golpes».

--¿Qué le ocurre a tu marido? He oído que no es uno de los nuestros --los ojos negros escudriñaron su rostro. Parecían ejercitados en descubrir mentiras.

--¡Ella dice que es encuadernador, pero nosotros estamos mejor enterados! --escupió, despectivo, Dosdedos.

--¿Qué habéis averiguado? --el Príncipe los miró y ellos callaron.

--¡Es encuadernador! Traedle papel, cola y cuero, y os lo demostrará en cuanto mejore --«no llores, Resa», pensó. «Bastantes lágrimas has derramado en los últimos días.»

El delgado volvió a toser.

--Bien, ya la habéis oído --el Príncipe se sentó en el suelo junto a Resa--. Los dos se quedarán aquí hasta que llegue Dedo Polvoriento para confirmar su historia. Él nos dirá si este hombre es un inofensivo encuadernador o el bandolero que os trae de cabeza. Porque Dedo Polvoriento conoce a tu marido, ¿no?

--Sí --respondió Resa en voz baja--. Desde hace más tiempo que a mí.

Mo volvió la cabeza y musitó el nombre de su hija.

--¿Meggie? ¿Así te llamas? --el Príncipe apartó de un empujón el hocico del oso cuando éste volvió a olfatear el pan.

--Así se llama nuestra hija.

--¿Tenéis una hija? ¿Qué edad tiene? --el oso rodó sobre su espalda y se dejó rascar la tripa como un perro.

--Trece años.

--¿Trece? Casi la misma edad que la de Dedo Polvoriento.

¿Dedo Polvoriento tenía una hija? Él jamás había hablado de ella.

--¿Qué hacéis aquí todavía? --dijo el Príncipe en tono imperioso a los demás--. ¡Traed agua fresca! ¿No veis que lo abrasa la fiebre?

Las dos mujeres se alejaron a toda prisa, aliviadas de tener un motivo para abandonar la cueva, juzgó Resa. Los hombres, sin embargo, seguían indecisos.

--¿Y si lo es, Príncipe? --preguntó el flaco--. ¿Qué pasará si Cabeza de Víbora averigua su paradero antes de que llegue Dedo Polvoriento? --tosió tan fuerte, que se apretó la mano contra el pecho.

--¿Si es qué? ¿Arrendajo? ¡Qué disparate! Seguramente, ese tipo ni existe. ¡Y aunque así fuera! ¿Desde cuándo entregamos a los que están de nuestro lado? ¿Qué pasaría si las canciones dicen la verdad, si ha protegido a vuestras mujeres, a vuestros hijos…?

--Las canciones nunca son verdad --las cejas de Dosdedos eran tan oscuras que parecían ennegrecidas con hollín--. Seguramente será un salteador de caminos, un asesino ávido de oro, nada más…

--Puede que sí, puede que no --replicó el Príncipe Negro--. Yo sólo veo a un herido y a una mujer que pide ayuda.

Los hombres callaron. Pero miraban a Mo con mayor hostilidad aún.

--¡Ahora, largaos! ¡Vamos, deprisa! --ordenó el Príncipe con tono rudo--. ¿Cómo va a mejorar si lo miráis así? ¿Creéis acaso que a su mujer le interesa vuestra fea compañía? Haced algo útil, bastante trabajo hay ahí fuera.

Se alejaron despacio, malhumorados, como hombres que no habían terminado su trabajo.

--¡Él no es! --susurró Resa cuando se marcharon.

--Seguramente no --el Príncipe acarició las redondas orejas del oso--. Pero me temo que los de ahí fuera están convencidos de lo contrario. Y la Víbora ha fijado una elevada recompensa por la cabeza de Arrendajo.

--¿Una recompensa? --Resa miró hacia la entrada de la cueva; dos de los hombres aún permanecían inmóviles en el umbral--. Volverán --musitó ella--. E intentarán llevárselo.

El Príncipe Negro negó con la cabeza.

--No, mientras yo esté aquí. Y me quedaré hasta la llegada de Dedo Polvoriento. Ortiga dijo que le mandaste recado, así que seguramente no tardará mucho en llegar y confirmará que no mientes. ¿Verdad?

Las mujeres regresaron con una jofaina de agua. Resa sumergió un jirón de tela y refrescó la frente de Mo. La embarazada se inclinó sobre ella y depositó unas flores secas en su regazo.

--Toma --le dijo a Resa--. Pónselas encima del corazón. Trae suerte.

Resa acarició las cabezas pajizas de las flores.

--Te obedecen --dijo cuando volvieron a marcharse las mujeres--. ¿Por qué?

--Porque me han elegido su soberano --respondió el Príncipe Negro--. Y porque soy un excelente lanzador de cuchillos.

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MUERTE DE HADA

Y mirar desde lejos todo:

hombres y mujeres, hombres, hombres, mujeres

y niños, que son diferentes y variopintos.

Rainer Maria Rilke, «Infancia»

Al principio, Dedo Polvoriento se negó a creer a Farid cuando éste le contó lo que había visto y oído en el desván de Fenoglio. No, el viejo no podía estar tan loco como para osar entrometerse en el oficio de la muerte. Pero luego, ese mismo día, unas mujeres que compraban hierbas a Roxana, corroboraron la versión del chico: Cósimo el Guapo había regresado, había vuelto de entre los muertos.

--Las mujeres afirman que las Mujeres Blancas se enamoraron tanto de él, que finalmente lo dejaron partir --dijo Roxana--. Y los hombres cuentan que él se escondió durante un tiempo de su fea mujer.

«Historias delirantes, pero ni la mitad de delirantes que la verdad», pensó Dedo Polvoriento.

Las mujeres no habían informado de Brianna. No le gustaba que estuviera en el castillo. Nadie sabía qué ocurriría allí a continuación. Al parecer, Pífano continuaba en Umbra con media docena de integrantes de la Hueste de Hierro. Cósimo había expulsado a los demás fuera de las murallas. Ellos aguardaban la llegada de su señor. Porque se decía por todas partes que el propio Cabeza de Víbora vendría a contemplar al príncipe resucitado de entre los muertos. No aceptaría tan fácilmente que Cósimo volviera a arrebatarle el trono a su nieto.

--Yo misma cabalgaré hasta allí para comprobar cómo se encuentra --dijo Roxana--. A ti seguramente no te dejarán pasar de la puerta exterior. Pero puedes hacer otra cosa por mí.

Las mujeres no habían acudido solamente por hierbas y a contar chismes de Cósimo. Habían traído a Roxana un recado de Ortiga, que estaba en Umbra para tratar a dos niños enfermos de los tintoreros. Necesitaba una raíz de muerte de hada, una medicina peligrosa porque mataba tanto como sanaba. La vieja no había dicho para qué pobre diablo la necesitaba.

--Será para algún herido del Campamento Secreto, Ortiga quiere regresar esta misma noche. ¡Ah! y otra cosa más… Bailanubes la acompaña, por lo visto trae un recado para ti.

--¿Un recado? ¿Para mí?

--Sí. De una mujer --Roxana se le quedó mirando un rato, luego se encaminó a la casa a por la raíz.

--¿Irás a Umbra? --Farid apareció tan de improviso detrás de Dedo Polvoriento, que éste se asustó.

--Sí, y Roxana cabalgará hasta el castillo --dijo él--. Así que tú te quedarás aquí, cuidando a Jehan.

--¿Y quién cuidará de ti?

--¿De mí?

--Sí --cómo le miraba. A la marta… y a él--. Para que no suceda… --Farid habló tan bajo que Dedo Polvoriento apenas le entendió-- lo que pone en el libro.

--Ah, ya. --Con qué preocupación le miraba el chico. Como si en el instante siguiente pudiera caer muerto. Dedo Polvoriento reprimió una sonrisa, a pesar de que hablaba de su propia muerte--. ¿Te lo contó Meggie?

Farid asintió.

--Bien. Olvídalo, ¿me oyes? Lo escrito, escrito está. Quizá se haga realidad, o quizá no.

Pero Farid sacudió la cabeza con tanta energía que sus negros cabellos cayeron sobre su frente.

--¡No! --replicó--. ¡No, no se harán realidad! ¡Lo juro! ¡Lo juro por los djins que aullan de noche en el desierto, y por los espíritus que se comen a los muertos, lo juro por todo lo que temo!

Dedo Polvoriento lo contempló, meditabundo.

--¡Estás loco! --exclamó--. Pero el juramento me gusta. Así que será mejor que dejemos a Gwin aquí, para que puedas controlarla.

A Gwin no le gustó. Cuando Dedo Polvoriento la ató a la cadena, le mordió la mano, lanzó bocados a sus dedos… y chilló con más furia aún cuando Furtivo se acomodó en su mochila.

--¿Te llevas a la marta nueva y dejas encadenada a la vieja? --inquirió Roxana cuando les trajo la raíz para Ortiga.

--Sí. Porque alguien ha dicho que augura desgracia.

--¿Desde cuándo crees en esas cosas?

¿Sí, desde cuándo?

«Desde que encontré a un viejo que afirma que te inventó a ti y a mí», pensó Dedo Polvoriento. Gwin seguía rugiendo, pocas veces había visto a la marta tan furiosa. Volvió a soltar la cadena de su collar sin decir palabra, ignorando la mirada asustada de Farid.

* * *

Durante todo el recorrido hacia Umbra, Gwin fue sobre los hombros de Farid, tal vez intentando demostrar a Dedo Polvoriento que aún no le había perdonado. Y en cuanto Furtivo asomaba el hocico por la mochila, Gwin le enseñaba los dientes y soltaba unos gruñidos tan amenazadores que Farid tuvo que cerrarle el hocico en un par de ocasiones.

Las horcas situadas ante la puerta de la ciudad estaban vacías. Sólo unos cuervos se posaban en los maderos. A pesar del regreso de Cósimo, la Fea continuaba administrando justicia en Umbra, como ya había hecho en vida del Príncipe Orondo. Los ahorcamientos le desagradaban, acaso porque de niña había visto a demasiados hombres balanceándose de una cuerda con las lenguas azules y los rostros hinchados.

--Atiende --advirtió Dedo Polvoriento a Farid cuando se detuvieron entre las horcas--, mientras le llevo a Ortiga la raíz y le pregunto a Bailanubes por el recado que al parecer tiene que transmitirme, tú buscarás a Meggie. Necesito hablar con ella.

Farid se puso colorado, pero asintió. Dedo Polvoriento contempló con sorna su rostro.

--¿Qué es eso? ¿Es que la noche que estuviste con ella sucedió algo más que el regreso de Cósimo de entre los muertos?

--¡Eso no te importa! --murmuró Farid ruborizándose todavía más.

Un campesino conducía un carro cargado con toneles hacia la puerta de la ciudad mascullando juramentos. Los bueyes se resistían y los centinelas los tomaron de las riendas, impacientes.

Dedo Polvoriento, aprovechando la oportunidad, se deslizó junto a ellos con Farid.

--Trae a Meggie a pesar de todo --dijo cuando se separaron al otro lado de la puerta--. Pero no te pierdas de tanto amor.

Siguió al chico con la vista hasta que desapareció entre las casas. No era de extrañar que Roxana lo considerara hijo suyo. A veces, sospechaba en lo más hondo de su corazón, a él le pasaba lo mismo.

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EL RECADO DE BAILANUBES

Sí, amadísima,

Nuestro mundo sangra

Por otros males que el mal de amores.

Faiz Ahmed Faiz, «El amor que una vez te di»

No había olor más hediondo en el mundo que el que ascendía de las cubas de los tintoreros. El hedor acre hirió la nariz de Dedo Polvoriento mientras caminaba por el callejón donde ejercían su oficio los herreros. Caldereros, herradores y, al otro lado de la calle, los armeros, más respetados que sus colegas y engreídos en consonancia. El estruendo de los martillos golpeando el hierro al rojo era casi tan desagradable como el hedor procedente de la calle de los tintoreros. Sus casas miserables se levantaban en el lugar más apartado de Umbra. Ningún lugar toleraba sus tinas apestosas cerca de los barrios elegantes. Pero justo cuando Dedo Polvoriento se dirigía a la puerta que separaba su calle del resto de la ciudad, un hombre que salía del taller de un armero lo arrolló.

Pífano era fácil de conocer por su nariz de plata, aunque Dedo Polvoriento recordaba los días en que aún ostentaba una nariz de carne y hueso. «¡Qué suerte la mía!», pensó Dedo Polvoriento mientras giraba la cabeza e intentaba sortear rápidamente al juglar de Capricornio. «De todos los hombres de este mundo, tenía que cruzarse en tu camino precisamente este perro sanguinario.» Casi confiaba en que Pífano no hubiera reparado con quién había chocado, pero cuando creía haber pasado de largo, Nariz de Plata, agarrándolo del brazo, lo obligó a volverse con un tirón.

--¡Dedo Polvoriento! --exclamó con voz ahogada, tan distinta a la de antes.

A Dedo Polvoriento siempre le había recordado a pasteles demasiado dulces. No había voz que a Capricornio más le agradase escuchar, y lo mismo cabía decir de las canciones que cantaba. Pífano escribía cantos maravillosos sobre incendios y asesinatos, tan maravillosos que casi te inducían a creer que no había ocupación más noble que cortar cabezas. ¿Cantaría esas mismas canciones para Cabeza de Víbora… o eran demasiado groseras para los recintos de plata del Castillo de la Noche?

--Ver para creer. Tengo la impresión de que de un tiempo a esta parte cualquiera regresa de entre los muertos --dijo Pífano mientras los dos miembros de la Hueste que lo acompañaban dirigían una mirada nostálgica a las armas expuestas ante los talleres de los armeros--. Creía que Basta te había enterrado hace años después de cortarte en trocitos. ¿Sabes que él también ha vuelto? Él y la vieja, Mortola, seguro que la recuerdas. Cabeza de Víbora los ha recibido, complacido, en su morada. Ya sabes que él siempre apreció mucho sus mortíferas artes culinarias.

Dedo Polvoriento ocultó tras una sonrisa el pavor que invadía su corazón.

--Mira quién está aquí, Pífano --dijo él--. Te sienta bien la nueva nariz, mucho mejor que la antigua. Pregona a todos quién es tu nuevo señor y demuestra tu condición de juglar al que se puede comprar con plata.

Los ojos de Pífano no habían cambiado. Eran gris claros, como el cielo en un día lluvioso, y le observaban inmóviles como los de un pájaro. Dedo Polvoriento sabía por Roxana cómo había perdido la nariz. Un hombre se la había rebanado por haber seducido a su hija con sus sombrías canciones.

--Sigues teniendo una lengua peligrosa y afilada, Dedo Polvoriento --replicó--. Ya va siendo hora de que alguien te la corte. ¿No lo intentó alguien una vez y te libraste gracias a la protección del Príncipe Negro y de su oso? ¿Siguen cuidando de ti esos dos? No los veo --acechó a su alrededor.

Dedo Polvoriento lanzó una rápida ojeada a los soldados de la Hueste de Hierro. Ambos le sacaban al menos la cabeza. «¿Qué diría Farid si me viera ahora?», pensó. «¿Habría obrado mejor manteniéndolo a mi lado, para cumplir su juramento?» Pífano ceñía espada, claro. Su mano reposaba ya sobre la empuñadura. Era evidente que, al igual que el Príncipe Negro, tampoco respetaba la ley que prohibía a los titiriteros portar armas. «¡Qué bien que martilleen tan fuerte los herreros!», pensó Dedo Polvoriento. «De lo contrario seguramente podrían oír los medrosos latidos de mi corazón.»

--He de proseguir mi camino --dijo con toda la indiferencia de que fue capaz--. Saluda a Basta de mi parte cuando lo veas, y en cuanto a lo de enterrarme, aún puede repararlo --se volvió, valía la pena intentarlo, pero Pífano sujetaba su brazo.

--¡Y esta es tu marta, claro! --dijo, echando chispas.

Dedo Polvoriento notó el hocico húmedo de Furtivo junto a su oreja.

«Es otra marta», se dijo intentando tranquilizar a su corazón desbocado. Otra distinta. ¿Había mencionado Fenoglio el nombre de Gwin cuando escenificó su muerte? Ni con su mejor voluntad acertaba a recordarlo. «Tendré que pedir a Basta que me deje el libro para comprobarlo», pensó con amargura. Con un ademán ahuyentó a Furtivo de nuevo dentro de la mochila. Era preferible no pensarlo.

Pífano seguía agarrándolo por el brazo. Llevaba guantes de piel clara con un fino pespunte, similares a los de una mujer.

--Cabeza de Víbora pronto estará aquí --informó en voz baja a Dedo Polvoriento--. La noticia de la resurrección prodigiosa de su yerno no le ha gustado. Lo considera una deplorable mascarada para arrebatar el trono con engaños a su nieto indefenso.

Cuatro soldados venían calle abajo, con los colores del Príncipe Orondo. Los colores de Cósimo. A Dedo Polvoriento nunca le había alegrado tanto ver a hombres armados.

Pífano soltó su brazo.

--Volveremos a vernos --respondió siseando con su voz sin nariz.

--Seguramente --se limitó a responder Dedo Polvoriento.

Después se escurrió deprisa entre unos niños harapientos plantados ante una espada con los ojos como platos, sorteó a una mujer que le tendía a un calderero una olla agujereada y desapareció por la puerta de los tintoreros.

Nadie lo siguió, ni volvió a agarrarlo y arrastrarlo hacia atrás. «¡Dedo Polvoriento, tienes demasiados enemigos!», se dijo. No aminoró el paso hasta que llegó a las tinas de las que ascendían los vapores de las aguas malolientes de los tintoreros. También estaban suspendidos sobre el arroyo que arrastraba hasta el río el agua hedionda por debajo de la muralla. No era de extrañar que sólo se encontrasen ondinas más arriba de la desembocadura del arroyo en el río.

En la segunda puerta a la que llamó le dijeron dónde encontrar a Ortiga. La mujer a la que le enviaron tenía los ojos llorosos y un niño en brazos. Sin decir palabra le indicó que pasase a la casa, suponiendo que pudiera llamarse casa a eso. Ortiga se inclinaba sobre una niña con las mejillas enrojecidas y los ojos vidriosos. Al divisar a Dedo Polvoriento se irguió con gesto hosco.

--Roxana me pidió que te trajera esto.

Ella lanzó una breve ojeada a la raíz, apretó sus finos labios y asintió.

--¿Qué tiene la niña? --preguntó Dedo Polvoriento; la madre había vuelto a sentarse en el lecho.

Ortiga se encogió de hombros. Parecía llevar el mismo ropaje verde musgo que diez años antes… y era evidente que Dedo Polvoriento le resultaba tan insoportable como entonces.

--Unas fiebres malignas, pero sobrevivirá --contestó--. No es ni la mitad de malo que lo que causó la muerte de tu hija… ¡mientras su padre corría mundo! --lo miró a la cara mientras hablaba, como si quisiera asegurarse de que sus palabras le dolían, pero Dedo Polvoriento sabía disimular el dolor. En eso era casi tan experto como en jugar con el fuego.

--La raíz es peligrosa --advirtió.

--¿Crees que necesito que me lo expliques? --la vieja lo contempló tan enfadada como si la hubiera insultado--. También lo es la herida que ha de sanar. Él es muy fuerte, de lo contrario habría muerto hace tiempo.

--¿Lo conozco?

--Conoces a su mujer.

¿De qué hablaba la vieja? Dedo Polvoriento miró a la niña enferma. Su carita estaba enrojecida por la fiebre.

--He oído que Roxana ha vuelto a dejarte entrar en su cama --dijo Ortiga--. Dile que es más tonta de lo que creía. Y ahora ve detrás de la casa. Allí está Bailanubes, él podrá contarte más cosas sobre la mujer. Ella le ha dado un recado para ti.

* * *

Bailanubes estaba junto a una adelfa raquítica que crecía entre las chozas de los tintoreros.

--Pobre niña, ¿la has visto? --preguntó cuando Dedo Polvoriento se dirigía hacia él--. No soporto verlos enfermos. Y las madres… piensas que van a perder los ojos de tanto llorar. Aún me acuerdo de Rosanna… --se interrumpió bruscamente--. Perdona --murmuró introduciendo la mano bajo su sucia camisa--. Se me había olvidado que también era hija tuya. Toma, esto es para ti --sacó una nota de debajo de la camisa, un papel de color lila tan sutil que Dedo Polvoriento jamás había visto en ese mundo--. Me lo dio para ti una mujer. Ortiga la encontró con su marido en el bosque, en la antigua fortaleza de Capricornio, y los condujo al Campamento Secreto. El hombre está herido, muy grave.

Dedo Polvoriento desdobló el papel con gesto vacilante y reconoció en el acto la letra.

--Ella asegura que te conoce. Yo le advertí que no sabes leer, pero…

--Sé --le interrumpió Dedo Polvoriento--. Ella me enseñó.

«¿Cómo habrá llegado hasta aquí?», fue lo único que le vino a la mente mientras las letras de Resa bailaban delante de sus ojos. El papel estaba tan arrugado que le costaba descifrar las palabras, aunque, la verdad, leer nunca le había resultado fácil…

--Sí, eso también lo dijo: «Yo le enseñé» --Bailanubes lo miró con curiosidad--. ¿De qué conoces a esa mujer?

--Es una larga historia --deslizó la nota dentro de su mochila--. He de irme --anunció.

--Ortiga y yo volveremos hoy mismo --gritó Bailanubes mientras se alejaba--. ¿Quieres que le transmita algún recado a la mujer?

--Sí. Dile que le llevaré a su hija.

* * *

Los soldados de Cósimo seguían en la calle de los herreros, opinando sobre una espada imposible de blandir para un soldado corriente. De Pífano no se veía ni rastro. En las ventanas, bandas de tela de colores pendían sobre la calle: Umbra celebraba el regreso de su príncipe muerto. Pero Dedo Polvoriento no estaba de humor para celebraciones. Las palabras contenidas en su mochila le pesaban, aunque tuvo que admitir que le colmaba de amarga satisfacción saber que Lengua de Brujo aún tenía menos suerte en este mundo que la que se le había asignado en el suyo. ¿Sabría ahora qué se siente al estar metido en la historia equivocada? ¿O no había tenido tiempo de darse cuenta antes del disparo de Mortola?

La gente se apiñaba en la calle que subía al castillo como en un día de mercado. Dedo Polvoriento alzó la vista hacia los torreones todavía engalanados con gallardetes negros. ¿Qué pensaría su hija del regreso del marido de su señora? «¡Aunque se lo preguntases, no te respondería!», pensó él mientras se dirigía de nuevo hacia la puerta. Iba siendo hora de marcharse, antes de que Pífano se cruzara en su camino. O incluso su amo…

Meggie aguardaba con Farid bajo las horcas vacías. El chico le musitaba algo al oído y ella reía. «¡Fuego y ceniza!», pensó Dedo Polvoriento. «Fíjate en lo felices que son esos dos, y tú eres de nuevo el portador de malas noticias. ¿Por qué siempre tú? Muy sencillo», se contestó él mismo. «Porque las malas noticias casan mejor con tu rostro que las buenas.»

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